Queridos Hermanos y Hermanas:
Hoy trece de octubre recordamos la última aparición de la Virgen
María en Fátima en la cual la Santísima Virgen abrió sus manos y
señaló hacia el firmamento, dando inicio así a lo que conocemos como
el milagro del sol. Este evento ha sido considerado como una de las
manifestaciones más prodigiosas del siglo XX.
Ese día, los peregrinos que llegaban de todas partes para presenciar
la última aparición de la Virgen, recorrían caminos llenos de lodo
bajo el azote de una fuerte lluvia que parecía no tendría fin. Todo
era oscuro, nubes negras cubrían el firmamento, y, en esas
condiciones la Virgen María se aparecería y
cumpliría su promesa: “el
último mes haré un milagro para que todos crean”. Ella, por su
intercesión, siendo mediadora de las gracias, nos alcanza los
milagros que inician, defienden, fortalecen e incrementan la fe del
pueblo de Dios.
En el transcurso del siglo XX vimos surgir grandes nubes negras que
azotaron la vida, mentalidad, conciencia y raíces del corazón del
hombre contemporáneo. Esta oscuridad, requería de grandes
intervenciones del Espíritu Santo y a la vez, de la mirada materna
de la Virgen que con gran solicitud cuida de todos los hombres y de
la historia. La civilización moderna, simbolizada en el secreto de
Fátima como una ciudad en ruinas, necesitaba un milagro traído por
manos de la Virgen Inmaculada. Otro milagro del sol, otro milagro
luminoso, que se hiciera presente ante los grandes diluvios
contemporáneos que podían ahogar la fe, la verdad, la solidaridad,
la dignidad humana y la defensa de la vida. Un milagro de luz para
una época oscura.
Y la Virgen igual que en Fátima, abrió sus manos y su Corazón
Inmaculado y cumplió su promesa: “un milagro para que todos crean”.
Un milagro para que el mundo sin respuestas, para que la humanidad
desorientada, para que las conciencias oscurecidas y dormidas, para
que los hombres sin rumbo pero en búsqueda del Camino, pudiesen
creer. Este milagro luminoso traído por las manos de la Virgen, al
mundo y a la Iglesia, tiene un nombre, y no es un astro sino de un
hombre: Su Santidad Juan Pablo II.
Todos podemos con honestidad reconocer que el Santo Padre ha sido y
es un gran don de Dios para la Iglesia y el mundo. Aún los que
rechazan la luz de Cristo que el presenta, respetan su autenticidad
y el ser testigo viviente de la verdad que enseña. El testimonio de
tantos corazones que han sido tocados por su presencia y su palabra,
son incontables, por que han sido innumerables sus contactos con los
hombres. Viajes apostólicos, audiencias, encuentros mundiales,
jornadas de la juventud, cartas a los niños, a las mujeres, a las
familias... encíclicas, cartas apostólicas... Su valorización y
promoción de la dignidad humana, del amor sublime y permanente del
matrimonio; su vehemente defensa de la vida desde la concepción
hasta su muerte natural... su testimonio de paz y reconciliación a
un mundo obsesionado con la guerra....su incansable esfuerzo por la
unidad de los cristianos; su sabia implementación del Concilio
Vaticano II, su constante solicitud a la Iglesia perseguida; su
consuelo perenne a los que sufren; su exhortación a la santidad en
la vida consagrada; sus numerosas beatificaciones y canonizaciones;
sus sufrimientos físicos llevados con espíritu sacrificial que retan
a una cultura de comodidad y facilonería. Su amor hasta el extremo y
en fidelidad a Cristo, a la Iglesia y a todos nosotros, por el cual
se mantiene en pie como un faro que alumbra la oscuridad de la noche
para los barcos que navegan por mares peligrosos. Esos barcos somos
la humanidad contemporánea que navega, en este momento histórico, en
mares tempestuosos de grandes olas que podrían hacerla naufragar a
menos que sepa por donde navegar para alcanzar el puerto seguro.
¡Oh, Espíritu Santo, gracias por acudir siempre en auxilio de la
Iglesia asistiendola con los dones que mas necesita en cada momento
histórico. Gracias, Espíritu Santo por haber inspirado al conclave
que empezó el 14 de octubre de 1978, para elegir a Karol Wotyla,
como el 263 sucesor de Pedro y capitán de la barca de la Iglesia.!
¡Gracias, Virgen Santísima, mediadora de las gracias y abogada
nuestra, que abriste tus manos ante el firmamento oscuro de nuestra
historia moderna, y nos diste el milagro de un sol luminoso como es
Su Santidad Juan Pablo II.
Gracias, Santo Padre, por ser imagen autentica del Buen Pastor que
da la vida por sus ovejas. Gracias por sostenerse en la Eucaristía y
en María Santísima, y enseñarnos a toda la Iglesia a sostenernos en
ellos. Gracias por un pontificado tan fecundo, que ha sido fruto de
un corazón dócil que se deja traspasar para que otros tengan vida.
Gracias, Santo Padre, por habernos dado testimonio con su vida,
palabras y acciones, del gozo que conlleva el vivir radicalmente el
Evangelio. Gracias, por habernos llevado a través del Corazón
Inmaculado de María, en una era tan turbulenta, a la fuente de
Redención, el Corazón de Cristo.
En los Dos Corazones y con gratitud por el don del Pontificado de Su
Santidad Juan Pablo II.