María, Madre de la Iglesia
María es, el primer y principal miembro
de la Iglesia, nuestra hermana en la fe, y al mismo tiempo, nuestra
Madre.
Por ser Madre de Cristo, Cabeza del
Cuerpo místico. Siendo Madre de Cristo, es Madre de sus miembros, los
cuales estamos incorporados a él por la gracia: «Como la maternidad
divina es el fundamento de la especial relación de María con Cristo y de
su presencia en el plan de salvación obrado por Jesucristo, así también
constituye el fundamento principal de las relaciones de María con la
Iglesia, por ser la Madre de Aquél que estuvo desde el primer instante
de la encarnación en su seno virginal y unió así como Cabeza a su Cuerpo
místico, que es la Iglesia. María, pues, por ser la Madre de Cristo, es
también Madre de todos los fieles y los pastores, es decir, la Iglesia».
(Pablo VI, CVII)
El Concilio Vaticano II, nos dice que
María es Madre no sólo de la Cabeza, sino también de los miembros del
Cuerpo místico de Cristo: «Porque cooperó con su caridad a que los
fieles naciesen en su Iglesia» (LG 53). Cooperó en la encarnación y
cooperó también en la cruz, en el momento en el que del Corazón
traspasado de Cristo nacía la familia de los redimidos: «no sin designio
divino, estuvo de pie, se condolió vehementemente con su Unigénito y se
asoció maternalmente a su sacrificio, consintiendo amorosamente a la
inmolación de la víctima que Ella había engendrado» (LG 58).
Esta actitud no fue la de una madre que
se duele ante la muerte de su hijo; fue la actitud de una madre que se
asocia, se une positivamente al sacrificio, no sólo porque la víctima
inmolada era su propio Hijo, sino porque el amor le lleva a volver a dar
su sí, para la inmolación de este Hijo, así como lo dio el día de la
Encarnación.
María es nuestra Madre porque ha cooperado decisivamente para nuestro
nacimiento a la gracia, pero sobre todo, porque en la medida en que el
Espíritu Santo nos inserta en Cristo, hermanándonos con él, María nos
ama como miembros que somos de su Cuerpo. Ella no puede dejar de amar
con amor maternal a los que están hermanados con su Hijo por la gracia.
Si Cristo tenía dos sentimientos
filiales: respecto de su Padre celestial y respecto de su Madre terrena,
nosotros debemos tener esos mismos sentimientos a imitación suya. La
maternidad de María no viene a oscurecer en nada la paternidad de Dios,
sino que, más bien, llega a confirmarla, en la medida en que suscita en
nosotros una confianza filial, clave para ser engendrados por Dios.
Ella, con su delicadeza y su providencia maternal, prepara el camino de
la mejor manera posible. La maternidad de María es así para nosotros un
puro regalo de Dios.
La vida de María aquí en la tierra fue
vida de oración, haciéndose: canto de glorificación en el
magníficat, petición confiada en las bodas de Caná y
espera perseverante con la Iglesia en el cenáculo. Desde
entonces hasta nuestros días es en todo tiempo intercesora para todos
los miembros del Cuerpo místico de Cristo: «No dejó en el cielo su
oficio salvador, sino que continúa alcanzándonos, por su continua
intercesión, los dones de la eterna salvación. Por su amor maternal
cuida de los hermanos de su Hijo que peregrinan y se debaten entre
peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a
la patria feliz. Por eso la bienaventurada Virgen en la Iglesia es
invocada con los títulos de abogada, auxiliadora, socorro, mediadora» (LG
62).
María en el cielo sigue siendo
nuestra madre e intercede maternalmente por nosotros. La intercesión
de María es una intervención maternal llena de delicadeza, de
finura, de paciencia, de solicitud, de tacto de Madre, que con su
intervención múltiple va implorando las gracias indispensables...
Como Madre de Dios, su intercesión es poderosa; como Madre nuestra, su
intercesión es segura. María, Madre de la Iglesia, Ruega por
nosotros.