Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María 

XIX Edición

mayo 2003


María, Madre de la Iglesia

María es, el primer y principal miembro de la Iglesia, nuestra hermana en la fe, y al mismo tiempo, nuestra Madre.

Por ser Madre de Cristo, Cabeza del Cuerpo místico. Siendo Madre de Cristo, es Madre de sus miembros, los cuales estamos incorporados a él por la gracia: «Como la maternidad divina es el fundamento de la especial relación de María con Cristo y de su presencia en el plan de salvación obrado por Jesucristo, así también constituye el fundamento principal de las relaciones de María con la Iglesia, por ser la Madre de Aquél que estuvo desde el primer instante de la encarnación en su seno virginal y unió así como Cabeza a su Cuerpo místico, que es la Iglesia. María, pues, por ser la Madre de Cristo, es también Madre de todos los fieles y los pastores, es decir, la Iglesia». (Pablo VI, CVII)

El Concilio Vaticano II, nos dice que María es Madre no sólo de la Cabeza, sino también de los miembros del Cuerpo místico de Cristo: «Porque cooperó con su caridad a que los fieles naciesen en su Iglesia» (LG 53). Cooperó en la encarnación y cooperó también en la cruz, en el momento en el que del Corazón traspasado de Cristo nacía la familia de los redimidos: «no sin designio divino, estuvo de pie, se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció maternalmente a su sacrificio, consintiendo amorosamente a la inmolación de la víctima que Ella había engendrado» (LG 58).

Esta actitud no fue la de una madre que se duele ante la muerte de su hijo; fue la actitud de una madre que se asocia, se une positivamente al sacrificio, no sólo porque la víctima inmolada era su propio Hijo, sino porque el amor le lleva a volver a dar su sí, para la inmolación de este Hijo, así como lo dio el día de la Encarnación.
María es nuestra Madre porque ha cooperado decisivamente para nuestro nacimiento a la gracia, pero sobre todo, porque en la medida en que el Espíritu Santo nos inserta en Cristo, hermanándonos con él, María nos ama como miembros que somos de su Cuerpo. Ella no puede dejar de amar con amor maternal a los que están hermanados con su Hijo por la gracia.

Si Cristo tenía dos sentimientos filiales: respecto de su Padre celestial y respecto de su Madre terrena, nosotros debemos tener esos mismos sentimientos a imitación suya. La maternidad de María no viene a oscurecer en nada la paternidad de Dios, sino que, más bien, llega a confirmarla, en la medida en que suscita en nosotros una confianza filial, clave para ser engendrados por Dios. Ella, con su delicadeza y su providencia maternal, prepara el camino de la mejor manera posible. La maternidad de María es así para nosotros un puro regalo de Dios.

La vida de María aquí en la tierra fue vida de oración, haciéndose: canto de glorificación en el magníficat, petición confiada en las bodas de Caná y espera perseverante con la Iglesia en el cenáculo. Desde entonces hasta nuestros días es en todo tiempo intercesora para todos los miembros del Cuerpo místico de Cristo: «No dejó en el cielo su oficio salvador, sino que continúa alcanzándonos, por su continua intercesión, los dones de la eterna salvación. Por su amor maternal cuida de los hermanos de su Hijo que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz. Por eso la bienaventurada Virgen en la Iglesia es invocada con los títulos de abogada, auxiliadora, socorro, mediadora» (LG 62).

María en el cielo sigue siendo nuestra madre e intercede maternalmente por nosotros. La intercesión de María es una intervención maternal llena de delicadeza, de finura, de paciencia, de solicitud, de tacto de Madre, que con su intervención múltiple va implorando las gracias indispensables... Como Madre de Dios, su intercesión es poderosa; como Madre nuestra, su intercesión es segura. María, Madre de la Iglesia, Ruega por nosotros.

 


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