Biografía de S.S. Benedicto XVI
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CIUDAD DEL VATICANO, 19 ABR 2005
(VIS).-Ofrecemos a continuación la biografía oficial del nuevo Papa Benedicto XVI, cardenal Joseph Ratzinger:
El cardenal Joseph Ratzinger, Papa
Benedicto XVI, nació en Marktl am Inn, en la diócesis de Passau (Alemania), el
16 de abril de 1927. El padre, comisario de la gendarmería, provenía de una
antigua familia de agricultores de la Baja Baviera. Pasó la adolescencia en
Traunstein y fue llamado en los últimos meses de segundo conflicto mundial en
los servicios auxiliares antiaéreos.
Era prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, presidente de la Pontificia Comisión Bíblica y de la
Pontificia Comisión Teológica Internacional, decano del Colegio Cardenalicio.
De 1946 a 1951, año en que fue ordenado
sacerdote (29 de junio) e iniciaba su actividad de profesor, estudió filosofía y
teología en la universidad de Munich y en la escuela superior de Filosofía y
Teología de Freising. En el año 1953 se doctora en Teología con la disertación
"Pueblo y casa de Dios en la doctrina de la Iglesia de San Agustín". Cuatro años
más tarde obtenía la cátedra con su trabajo sobre "La Teología de la Historia de
San Buenaventura".
Tras conseguir el encargo de Dogmática y Teología Fundamental en la escuela
superior de Filosofía y Teología de Freising, prosiguió la enseñanza en Bonn, de
1959 a 1969, Münster de 1963 a 1966 y Tubinga, de 1966 a 1969. En este último
año pasó a ser catedrático de Dogmática e Historia del Dogma en la Universidad
de Ratisbona y vicepresidente de la misma universidad. En 1962 aportó una
notable contribución en el Concilio Vaticano II como consultor teológico del
cardenal Joseph Frings, arzobispo de Colonia.
Entre sus numerosas publicaciones ocupa un
lugar particular "Introducción al Cristianismo", recopilación de lecciones
universitarias publicadas en 1968 sobre la profesión de fe apostólica; "Dogma y
revelación" (1973), antología de ensayos, predicaciones y reflexiones, dedicadas
a la pastoral. Obtuvo una notable resonancia el discurso pronunciado ante la
Academia Católica bávara sobre el tema "¿Porqué sigo todavía en la Iglesia?, en
la que afirmaba: "Solo es posible ser cristiano en la Iglesia y no al lado de la
Iglesia". En 1985 publica "Informe sobre la fe" y en 1996 "La sal de la tierra".
El 24 de marzo de 1977, Pablo VI lo nombró
arzobispo de München und Freising. El 28 de mayo sucesivo recibía la
consagración episcopal. Fue el primer sacerdote diocesano que asumió después de
80 años el gobierno pastoral de la gran diócesis bávara.
Creado cardenal por el Papa Pablo VI en
1977, fue relator en la V Asamblea General del Sínodo de los Obispos (1980)
sobre el tema: "Los deberes de la familia cristiana en el mundo contemporáneo" y
presidente delegado de la VI Asamblea sinodal (1983) sobre "Reconciliación y
penitencia en la misión de la Iglesia".
El 25 de noviembre de 1981 fue nombrado por Juan Pablo II prefecto de la
Congregación para la Doctrina de la Fe; presidente de la Pontificia Comisión
Bíblica y de la Pontificia Comisión Teológica Internacional.
El 5 de abril de 1993 entró a formar parte
del orden de los obispos, con el título de la Iglesia Suburbicaria de Velletri-Segni.
El 6 de noviembre de 1998 fue elegido vicedecano del colegio cardenalicio. El 30
de noviembre de 2002 el Santo Padre aprobó la elección de decano del colegio
cardenalicio, realizada por los cardenales del orden de los obispos.
Fue presidente de la Comisión para la
preparación del Catecismo de la Iglesia Católica, que tras seis años de trabajo
(1986-1992) pudo presentar al Santo Padre el nuevo Catecismo.
El 10 de noviembre de 1999 recibió el
doctorado "honoris causa" en Derecho por la Universidad italiana LUMSA.
Desde el 13 de noviembre de 2000 era
Académico honorario de la Pontificia Academia de las Ciencias.
Fue creado cardenal por Pablo VI en el
consistorio del 27 de junio de 1977, titular de la Iglesia Suburbicaria de
Velletri-Segni (5 abril 1993) y de la Iglesia Suburbicaria de Ostia (30
noviembre 2002).
Era miembro del Consejo de la II Sección de la Secretaría de Estado, de las
Congregaciones paras las Iglesias Orientales, para el Culto Divino y la
Disciplina de los Sacramentos, para los Obispos, para la Evangelización de los
Pueblos, para la Educación Católica; del Pontificio Consejo para la Promoción de
la Unidad de los Cristianos y de las Pontificias Comisiones para América Latina
y "Ecclesia Dei".
OP/BIO:BENEDICTO XVI/...
VIS 050419 (640)
El problema de
fondo,
según el cardenal Joseph Ratzinger
Entrevista concedida a Jaime Antúnez, director de «Humanitas» , publicada en el año 2001 en el libro «Crónica de las ideas - En busca del rumbo perdido» (Ediciones Encuentro).
--El Catecismo de la Iglesia católica, presentado por Vuestra Eminencia a fines
del año 1992, fue universalmente un éxito de librerías, encabezando en gran
número de países las listas de ventas. A juicio de V.E., ¿tiene esto alguna
relación con la caída de las ideologías?
--Seguramente existe una relación, porque
el interrogante de donde apoyarnos en el constante cambio de los tiempos se ha
vuelto más apremiante aún por la caída de las ideologías. Si hemos de ser
realistas, debemos admitir que el éxito del libro tiene muchas raíces. En parte
no es más que pura curiosidad la que anima a mucha gente a comprarlo. Después de
todas las críticas que han escuchado antes, quieren saber qué es lo que este
libro realmente dice. Otros buscan información y quieren conocer las enseñanzas
de la Iglesia católica que, ahora como siempre, representa una gran fuerza
espiritual en la humanidad. Muchos creyentes que, después de los agitados años
que siguieron al Concilio y en presencia de los desconcertantes antagonismos
entre los teólogos, ya no saben muy bien a qué deben atenerse en la Iglesia,
esperaban que este libro les aclare sus dudas y, en efecto, en esto radica una
de sus funciones esenciales: en los últimos tres decenios, las opiniones y
comentarios dentro de la Iglesia han sido múltiples y tan contradictorios, que
produjeron profunda confusión e incertidumbre en muchas personas. ¿Es que ahora
la Iglesia ha cambiado súbitamente sus antiguas enseñanzas? ¿Es que todo cuanto
siempre tenía validez, de pronto la ha perdido? ¿Todavía tiene la Iglesia una
doctrina común? El Catecismo nos dice que sí, tiene una doctrina común, porque
la palabra de Dios es inagotable y gracias a ella crece la fe. Aparecen nuevas
dimensiones de la palabra revelada. E incluso cuando se acaben el cielo y la
tierra, las palabras de Jesús no perecerán, como bien nos dice el salmo 102:
«Desde antiguo fundaste tú la tierra, y los cielos son la obra de tus manos;
ellos perecen, mas tú quedas, todos ellos como la ropa se desgastan, como un
vestido los mudas tú, y se mudan. Pero tú siempre el mismo...». Como un vestido
los mudas tú: el cambio de la historia en estos decenios lo hemos vivido en
forma dramática. Pero la fe viene de aquel Dios que siempre permanece el mismo,
aun cuando cambien los vestidos de la palabra, es decir, las formas históricas
de expresión de la fe. Esta búsqueda de lo permanente constituye seguramente uno
de los motivos de la demanda por el Catecismo. Sin embargo, me parece que, en
último término, es más importante la causa positiva que las causas negativas que
desempeñan un papel en el éxito del libro (descomposición de las ideologías,
etc.): el hombre busca la verdad, busca aquello que le permite vivir. A pesar de
todas las dudas frente a la Iglesia católica y a pesar de toda la crítica que se
expresa contra ella, existe una expectativa: quizás pueda yo encontrar allí una
palabra que me ayude...
--Por la lectura de diversos documentos
del Magisterio, pareciera inferirse que, desde el punto de vista pastoral, una
de las preocupaciones principales de la Iglesia con relación al hombre
contemporáneo es el ateísmo. ¿Trátase hoy más de un ateísmo práctico que de uno
ideológico?
--La raíz de todos los problemas
pastorales es, sin lugar a dudas, la pérdida de la capacidad de percepción de la
verdad, que va lado a lado con el enceguecimiento ante la realidad de Dios. Y es
digno de señalarse cómo interactúan aquí el orgullo y la falsa humildad. Primero
es el orgullo, que motiva al hombre a emular a Dios, a creerse capaz de entender
los problemas del mundo y construirlo de nuevo. En la misma medida surge la
falsa modestia, que sostiene la idea de que es del todo imposible que Dios se
preocupe de los hombres y hasta llegue a hablarles. El ser humano ya no se
atreve a aceptar que es capaz de reconocer por sí mismo la verdad, y esto le
parece presunción; piensa que debe conformarse con tener acceso a la acción. En
este mismo instante, también enmudece para él la Sagrada Escritura: ahora no nos
dice lo que es verdad, sino que sólo nos informa lo que tiempos y hombres
pretéritos pensaban que era verdadero. Con esto cambia también la imagen de la
Iglesia: ella deja de ser la transparencia de lo Eterno, para pasar a ser sólo
una especie de liga en pro de la moral y el mejoramiento de las cosas
terrenales; la medida de su valor estaría en su éxito terreno. Se infiltran aquí
necesariamente el ateísmo práctico y el ideológico, junto a una cierta
conveniencia. Primero sólo se procede como si Dios no existiera; pero luego es
preciso justificar esa posición explicando la primacía de la praxis. De aquí a
la ideología hay sólo un corto trecho.
--El papa Juan Pablo II ha insistido
varias veces en la validez de esa advertencia de Pío XII: «El gran pecado del
mundo contemporáneo es haber perdido la noción de pecado». Mientras tanto,
parece que el sentido de la libertad, tan aguzado en el hombre contemporáneo,
compele a éste a conocerlo y a probarlo todo, indiscriminadamente. A la luz de
ello, ¿qué podría comentarse de este pensamiento de Simone Weil: «Hacemos la
experiencia del bien sólo cuando la cumplimos. Cuando hacemos el mal, no lo
conocemos, porque el mal aborrece la luz»?
--Pienso que esta palabra de Simone Weil
es fundamental. El bien y la verdad son inseparables entre sí. Es un hecho que
sólo hacemos el bien cuando estamos en armonía con la lógica interna de la
realidad y de nuestro propio ser. Actuamos bien, cuando el sentido de nuestra
acción es congruente con el sentido de nuestro ser, es decir, cuando hallamos la
verdad y la realizamos. En consecuencia, hacer el bien conduce necesariamente al
conocimiento de la verdad. Quien no hace el bien, se ciega también a la verdad.
A la inversa, el mal se genera a través del enfrentamiento de mi yo contra la
exigencia del ser, de la realidad. Esto es, el abandono de la verdad. Es por eso
que hacer el mal no conduce al conocimiento, sino a la ofuscación. Ya no puedo
-ni quiero- ver lo que es malo; el sentido del bien y del mal queda embotado. Y
por eso el Señor dice que el Espíritu Santo amonestará al mundo con relación al
pecado (Jn 16,8): En su calidad de Espíritu de Dios, deja en claro lo que es el
pecado; sólo él, que es todo luz, puede reconocer lo que el pecado significa y
conducir así a los hombres a la verdad. Hablando de esto mismo, san Pablo
expresa: El hombre espiritual -el que vive en el Espíritu Santo- entiende todo
(1 Cor 2,15). La comunión con el bien, con el Espíritu Santo, es la más honda de
todas las experiencias posibles y nos proporciona, en consecuencia, la pauta
para una comprensión que llega al núcleo de la realidad.
--¿Cómo se conjugan, en esta perspectiva,
las exigencias de una vida interior y espiritual, con las de una misión pública
y profética?
--Tengo la impresión de que hoy existe un
vasto malentendido en torno a la categoría de lo profético. El profeta se
entiende así como un gran acusador, que se coloca en la línea de los «maestros
de la suspicacia» y percibe lo negativo por doquiera. Esto es tan falso como
aquella opinión que prevalecía antaño y que confundía al profeta con el adivino.
El profeta es en realidad el hombre
espiritual, en el sentido que san Pablo da a esta expresión; es decir, es aquel
que está totalmente penetrado del Espíritu de Dios y que por esa causa es capaz
de ver rectamente y de juzgar en consecuencia. Su misión es, por lo tanto, hacer
la obra del Espíritu Santo y ello significa convencer al mundo en orden al
pecado, a la justicia y al juicio (Jn 16,8). Puesto que todo lo ve a la luz de
Dios, posee una percepción inexorable en lo que al pecado respecta; él debe
dejar al descubierto la hipocresía y la mentira ocultas en las cosas humanas,
para dejar despejado el camino hacia la verdad.
Convencer al mundo del pecado es desde
luego algo enteramente distinto a una crítica social fundada en lo puramente
sociológico o guiada por intereses de tipo político. Significa juzgar a los
hombres y a las circunstancias a partir de su relación para con Dios; introducir
en la comunicación el juicio de Dios como el factor decisivo y remitirlo todo a
Dios. Por esta causa, el lenguaje profético es religioso en grado máximo, es
lenguaje «espiritual». Por eso, el lenguaje profético siempre aplica también la
medida de lo positivo: la justicia «porque me voy al Padre» y el juicio de Dios.
Precisamente por esta razón, el lenguaje profético es siempre portador de
esperanza. Hablar proféticamente significa, en síntesis, interpretar la
situación desde el punto de vista de Dios, reconocer la voluntad de Dios
rectamente en una situación determinada y proclamarla.
Decidir si estamos llamados a hablar
proféticamente y en qué circunstancias demanda una introspección muy seria, pues
nadie puede erigirse por cuenta propia en profeta.
--Según ha puesto de relieve Alexander
Solzhenitsyn, la muerte del comunismo, la verificación de que era una mentira,
ha traído a muchos sectores pensantes la impresión de que no existen verdades
absolutas y de que tampoco interesa hallarlas. Entretanto, se pregunta el mismo
Solzhenitsyn, y yo me permito aquí trasladar esta pregunta a V. E., ¿qué se
puede construir sobre el menosprecio de los significados más elevados y sobre
una visión relativista de los conceptos y de la cultura en su totalidad?
--La Encíclica «Veritatis Splendor» parte
de un análisis que está muy cerca del de Solzhenitsyn. Posiblemente, el flirteo
de la «intelligentsia» occidental con el marxismo tenga su explicación en el
hecho de que en medio del torbellino del relativismo se haya buscado algo sólido
y se creyera encontrarlo allí. Después de que las profecías del marxismo han
demostrado ser mentiras, la tentación del relativismo se ha tornado aún más
radical.
--En el marco universal que ha alcanzado
hoy el régimen democrático, se generaliza también una suerte de relativismo que
tiende a cuestionarlo todo en materia de principios.
Muchos opinan que el relativismo
constituye un principio básico de la democracia, porque sería parte de ella el
que todo se pueda someter a discusión. En verdad, sin embargo, la democracia
vive sobre la base de que existen verdades y valores sagrados que son respetados
por todos. De otro modo se hunde en la anarquía y se neutraliza a sí misma.
Alexis de Tocqueville señalaba ya, hace
aproximadamente 150 años, que la democracia sólo puede subsistir si antes ella
va precedida por un determinado «ethos». Los mecanismos democráticos funcionan
sólo si éste es, por así decir, obvio e indiscutible y sólo así se convierten
tales mecanismos en instrumentos de justicia. El principio de mayoría sólo es
tolerable si esa mayoría tampoco está facultada para hacer todo a su arbitrio,
pues tanto mayoría como minoría deben unirse en el común respeto a una justicia
que obliga a ambas. Hay, en consecuencia, elementos fundamentales previos a la
existencia del Estado que no están sujetos al juego de mayoría y minoría y que
deben ser inviolables para todos.
La cuestión es: ¿quién define tales
«valores fundamentales»? ¿Y quién los protege? Este problema, tal como
Tocqueville lo señalara, no se planteó en la primera democracia americana como
problema constitucional, porque existía un cierto consenso cristiano básico
-protestante- absolutamente indiscutido y que se consideraba obvio. Este
principio se nutría de la convicción común de los ciudadanos, convicción que
estaba fuera de toda polémica. ¿Pero qué pasa si ya no existen tales
convicciones? ¿Es que es posible declarar, por decisión de la mayoría, que algo
que hasta ayer se consideraba injusto ahora es de derecho y viceversa? Orígenes
expresó al respecto en el siglo tercero: Si en el país de los escitas se
convirtiere la injusticia en ley, entonces los cristianos que allí viven deben
actuar contra la ley. Resulta fácil traducir esto al siglo XX: Cuando durante el
gobierno del nacional-socialismo se declaró que la injusticia era ley, en tanto
durara tal estado de cosas un cristiano estaba obligado a actuar contra la ley.
«Se debe obedecer a Dios antes que a los hombres». ¿Pero cómo incorporar este
factor al concepto de democracia?
En todo caso, está claro que una
constitución democrática debe cautelar, en calidad de fundamento, los valores
provenientes de la fe cristiana declarándolos inviolables, precisamente en
nombre de la libertad. Una tal custodia del derecho sólo subsistirá, por cierto,
si está guardada por la convicción de gran número de ciudadanos. Ésta es la
razón por la cual es de suprema importancia para la preparación y conservación
de la democracia preservar y profundizar aquellas convicciones morales
fundamentales, sin las cuales ella no podrá subsistir. Estamos ante una enorme
labor educadora a la cual deben abocarse los cristianos de hoy.
--¿En que sentido se entiende la
afirmación de que «el núcleo de nuestra crisis cultural reside en la actual
desestabilización de lo ético»?
--Prescindir de la cuestión de la verdad
también liquida la norma ética. Si no sabemos lo que es verdad, tampoco podemos
saber lo que está bien y ni siquiera el bien en absoluto. El bien es reemplazado
por «lo mejor», vale decir, por el cálculo de las consecuencias de una acción.
En realidad, para decirlo sin adornos, esto significa que el bien se ve
desplazado, favoreciéndose lo útil en su reemplazo. El hombre vive, por así
decir, con los ojos y los oídos cerrados al mensaje de Dios en el mundo. Pero si
consideramos que la verdad y el bien constituyen el corazón de toda cultura, es
fácil deducir las consecuencias que se siguen de la progresiva difusión de una
postura tal.
--En esta dirección, ¿podría V. E.
comentar de qué manera una encíclica como la «Veritatis Splendor» vendría
justamente al encuentro de algunas de las necesidades más apremiantes de nuestro
tiempo?
--En primer lugar y antes de toda otra
consideración, la encíclica es un texto creyente, que guía nuestra mirada hacia
Cristo, porque Él nos da «palabras de vida eterna» (Jn 6,68). No obstante,
también es un texto que se dirige a la humanidad como un todo. Ciertamente la fe
cristiana va más allá de lo que la razón pura pueda reconocer, pero es parte de
sus convicciones fundamentales el que Cristo es el Logos, es decir, la razón
creadora de Dios, de la cual procede el mundo y que se refleja en nuestro
juicio. El apóstol Pablo, que habló con tanto énfasis de la novedad y la
unicidad del cristianismo, al mismo tiempo destacó que el precepto moral
consignado en la Santa Escritura coincide con aquello que «está inscrito en
nuestros corazones, atestiguándolo nuestra conciencia» (Rm 2,15). Es verdad que,
con frecuencia, esta voz de nuestro corazón, la conciencia, es apabullada por
los ruidos secundarios de nuestra vida. La conciencia se puede volver ciega, por
así decirlo. Necesitamos recibir las lecciones de repaso de la fe, que vuelve a
despertarla, y así nuevamente hacer perceptible la voz del Creador en nosotros,
sus criaturas. La Encíclica habla desde la fe, pero justamente por eso habla a
la razón y lucha por el destino del hombre en esta época. La Encíclica insiste
muy decididamente en que la moral no es cosa de acuerdos. En este caso estaría
sometida al juego de las mayorías. La moral se basa más bien en el orden interno
de la propia realidad: la creación lleva en sí la moral. Estamos comenzando
nuevamente a ver esto en los urgentes problemas ecológicos. Volvemos a darnos
cuenta de que no debemos hacer todo cuanto podemos hacer. Constatamos que
debemos respetar la dignidad de las criaturas. Con mayor razón entonces debemos
volver también a comprender que justamente el ser humano lleva en sí una
dignidad y un mandato interior que permanecen a través de todos los cambios
históricos.
El hombre es siempre hombre. Su dignidad
esencial es siempre la misma. Por eso existen conductas que nunca podrán llegar
a ser buenas, sino que siempre serán incompatibles con el respeto al hombre y a
la dignidad que viene Dios y que Él lleva en sí. El Papa muestra con gran poder
de persuasión en la Encíclica que el problema fundamental de nuestro tiempo es
un problema moral. Los problemas económicos, sociales y políticos seguirán
siendo insolubles si no se encara esta realidad central. Y el Papa demuestra que
el problema moral no se puede separar de la cuestión de la verdad. Ésta, por su
parte, está indisolublemente unida al problema de la búsqueda de Dios.
La virulencia de cierta antireligiosidad
manifiesta en medios de comunicación de algunos países del mundo rico e
industrializado va inclinando a algunos católicos a pensar en un
desarrollo de la vida cristiana hasta cierto punto catacumbal, o al menos que
renuncia a la proyección social de la misma. El punto 2.105 del Catecismo
pareciera entre tanto postular lo contrario.
--Existe hoy día una nueva afición por la
religión. La idea de que la religión desaparecería con la progresiva
cientificación del mundo ha demostrado ser un error. Es verdad que al mismo
tiempo existe un éxodo progresivo de la Iglesia. La fe les parece demasiado
sobria a los hombres y su exigencia interior demasiado grande. Buscan formas
religiosas que, por así decirlo, prometan un contacto más rápido con el misterio
y, así, una satisfacción emocional inmediatamente perceptible. A mi modo de ver,
la creciente animosidad de algunos medios de comunicación social contra la
Iglesia está condicionada ante todo por el relativismo intelectual y moral. Para
éste, la Iglesia es perturbadora e incluso parece ser una amenaza personal. Hoy,
todavía no podemos prever las situaciones que puedan darse en el futuro para el
cristiano y para la Iglesia; pero aun si la Iglesia fuera desplazada cada vez
más de la vida pública, seguirá existiendo su misión de recordarle Dios a toda
la sociedad. Los sistemas ateístas que dominaron por tantas décadas las naciones
del Este nos han mostrado adónde es conducida una sociedad sin Dios. Una
sociedad que excluye conscientemente a Dios y lo relega totalmente a lo privado
se autodestruye. Por eso los cristianos sencillamente tienen la obligación
frente al mundo de dar fe de Dios públicamente y, así, de mantener presentes los
valores y verdades, sin los cuales a la larga no puede existir convivencia
humana soportable.
--Juan Pablo II se ha lamentado de que «la
cultura contemporánea está, en gran proporción, siguiendo la ilusión de un
humanismo sin Dios». ¿Tiene esta ilusión algo también que ver con la
proliferación de las sectas?
--Pienso que el fenómeno de las sectas se
debe distinguir de la tendencia de un humanismo sin Dios. Aun dentro del amplio
fenómeno «secta» se encuentran diferencias significativas. Ante todo, yo
quisiera distinguir entre las sectas que quieren ocupar el terreno del
cristianismo y las sectas sincretistas que recurren en gran medida a elementos
paganos y buscan y ofrecen lo mágico, lo oculto. La mayoría de las sectas
cristianas, en cambio, se basan seguramente en la aspiración a una comunidad
abarcable, a un sentimiento de protección, a una interpretación simple de la
Biblia, sin vínculos históricos ni institucionales. La disgregación consiguiente
aquí ya está programada de antemano, porque la comunidad pequeña también crea
instituciones y desarrolla su historia, de modo que necesariamente tendrán que
ocurrir nuevos éxodos. Sin embargo, son más peligrosas las sectas sincretistas,
donde se produce fácilmente una perversión de lo religioso: no es el hombre
quien sirve a Dios, sino que se sirve de lo divino y trata de dominarlo. En este
caso existen luego formas progresivas de degeneración de lo religioso, que
destruyen su verdadera esencia desde la base. Recientemente leí que frente a los
3.000 sacerdotes que hoy día hay en Milán existen allí 4.000 magos. Aquí la
ausencia de fe y la superstición se confunden íntimamente. Hoy día se ve que la
falta de fe degenera forzosa e irresistiblemente en superstición y que el
racionalismo original (o también humanismo) produce un paganismo poscristiano
con extrañas mezclas de racionalismo, técnica y magia: en adelante tendremos que
preocuparnos más que hasta ahora de estas relaciones.
--Haciendo hincapié en la necesidad
esencial para los cristianos de dar testimonio de un Dios vivo, V. E. ha
señalado que uno de los más graves daños para éstos proviene del refugiarse en
cierto moralismo para, así, resultar al fin más comprensibles y aceptables en un
mundo secularizado. ¿Podría explicarnos el exacto alcance de este equívoco?
--La reducción del cristianismo a una
entidad moral ya existió en el Estado enciclopedista de fines del siglo XVIII y
siglo XIX. El cristianismo se medía por su utilidad para el Estado. Debía
preocuparse de la educación moral, con lo que garantizaba el funcionamiento de
la vida social. Las realidades más profundas del cristianismo, la fe en el Dios
uno y trino, en la salvación por Jesucristo, en la gracia divina y en la nueva
vida divina dentro de nosotros se consideraban inútiles. Pero se les permitía
existir, porque de alguna forma estas realidades estaban entrelazadas con el
servicio moral que la fe prestaba a la humanidad. Ésta era una visión desde
fuera, desde la autoridad estatal, que naturalmente no pudo dejar de ejercer
efectos en lo interno.
Hoy día, en la propia Iglesia es grande la
tentación de presentar ante todo el valor útil de la fe y de atribuir menor
importancia a todo lo demás. La Iglesia quiere intervenir en el mundo, pero en
la atmósfera profana del presente no se pueden representar los grandes
principios de la fe. Así, se limita a lo que puede ser comprendido por todos.
Mas lo que en un comienzo sólo pretendía ser una renuncia impuesta por las
circunstancias, en el entretanto ya se ha elaborado como teoría: la medida de
todas las religiones sería su contribución a la praxis de la liberación. En
realidad, las religiones existirían para este fin; así nos lo dicen modernos
teóricos del cristianismo, incluso teólogos. Bajo este signo también se podría
dar lugar, entonces, a la «ecumene de las religiones». A las religiones
individuales se les permite conservar sus símbolos, sus formas de culto y sus
"mitos", pero se les exige considerarse unidas en el concepto de que todo esto
sirve para aumentar el potencial de las fuerzas de liberación en el mundo. Ante
este planteamiento, naturalmente debemos preguntarnos en primer lugar qué se
debe entender por libertad. Pero esta cuestión más bien práctica es precedida
por otro problema fundamental: aquí la verdad es sustituida por la «praxis» y la
fe se reduce a la utilidad. Pero la utilidad de la fe (que en realidad existe)
ya no se produce cuando sólo se la busca en función de esta utilidad. La fuerza
moral de la fe está ligada a la verdad de nuestro encuentro con el Dios vivo. La
grandeza que la fe cristiana llevó a las cuestiones sociales y políticas del
mundo siempre nació del amor a Cristo, de la fuerza salvadora de su Pasión. Allí
donde el cristianismo se reduce a la moral, muere precisamente como fuerza
moral.
--En una de las declaraciones hechas por
los participantes en el sínodo de Obispos de Europa, celebrado en Roma en
diciembre de 1991, concluida ya entonces la muerte política del sistema
comunista, se afirma: «Después del derrumbamiento del comunismo, existe aún la
posibilidad ideológica de pensar al hombre fuera de la cultura, encerrándolo
completamente en la esfera de la economía. Esta hipótesis la promueve la
ideología que podríamos llamar del 'occidentalismo' o de la 'sociedad de
consumo', o de la 'sociedad permisiva'. Para ella, la identidad del hombre se
define exhaustivamente por lo que compra o consume, por la satisfacción de sus
necesidades materiales y por sus tendencias al goce. Para ella, las naciones o
Europa no tienen significado ni futuro; son sólo fragmentos del mercado
mundial...». ¿Sobrevive de esta manera el marxismo, incluso después de su
colapso político?
--Sí, pienso que las tendencias
ideológicas fundamentales del marxismo han sobrevivido a la caída de la figura
política que han tenido hasta ahora. Ellas también seguirán determinando el
conflicto espiritual.
En primer lugar, no debemos olvidar que,
tanto ahora como antes, países importantes son gobernados por partidos
marxistas: China, Vietnam, Corea del Norte, Cuba. Tampoco el sandinismo ha
desaparecido simplemente. Partidos más o menos comprometidos con el marxismo
desempeñan un papel importante en algunos países de Europa oriental y
occidental. Por otra parte, entre el liberalismo y el marxismo existió y sigue
existiendo una connivencia silenciosa en puntos relevantes: una interpretación
del mundo basada exclusivamente en las fuerzas materiales, la que luego conlleva
una interpretación del hombre y de la sociedad únicamente a base de los
factores materiales. Si el liberalismo se levanta solamente sobre los mecanismos
del mercado, en el ámbito práctico esto ciertamente es un contraste radical con
el control burocrático central que promueven los sistemas marxistas. Pero
también en la filosofía radical de mercado predomina un pensamiento mecanicista
materialista, en que la libertad del individuo se transforma en parte integrante
de un sistema global mecánico que funciona forzosamente y tiene leyes
confiables. El liberalismo puro no puede superar al marxismo. Necesitamos, como
lo demuestra la Encíclica moral del Papa, una concepción de la libertad que esté
ligada a la verdad. Necesitamos una imagen del hombre que esté ligada a Dios. En
otra forma no podremos encontrar el camino entre la Escila de la anarquía y la
Caribdis del totalitarismo.
--En años pasados la Congregación para la
Doctrina de la Fe que V. E. preside debió ocuparse largamente de problemas
suscitados por la llamada teología de la liberación. En respuesta a ella se
habló de una teología de la reconciliación.
--Yo veo su fundamento en ese texto tan
importante de la segunda Epístola a los Corintios, de San Pablo, en el capítulo
quinto, en el que existe un resumen del mensaje cristiano, de acuerdo al cual
nosotros, los apóstoles, somos mensajeros de Dios y en nombre de Dios pedimos
reconciliarnos con Dios, en Cristo.
Por consiguiente, la Redención, el
Evangelio, es reconciliación con Dios y tenemos que decir que la enajenación del
hombre consiste en el hecho de su carencia de conciliación consigo mismo, de
estar dividido internamente, y es imposible su conciliación consigo mismo si no
está en paz con Dios, ya que Dios es más íntimo para el hombre que él mismo para
sí. Es por eso que sólo el ser reconciliado consigo mismo puede estar en paz con
los demás. Esto depende en todo momento de una paz fundamental, proveniente de
estar reconciliado con Dios, y sólo quien está en conciliación consigo mismo
supera la enajenación y como consecuencia alcanza la liberación.
En tal sentido, esta reconciliación
profunda con el ser y, por consiguiente, con Dios y con uno mismo es el
fundamento de toda libertad y de toda capacidad de reconciliación, de vivir en
paz y de encontrar un justo orden de relaciones, que produzcan un plano de
libertad. Pienso en realidad que las ideas equivocadas de libertad y toda esta
tendencia a auto generar un nuevo tipo de ser es producto de una profunda falta
de conciliación con uno mismo, con el ser en sí mismo, y supone, por lo
tanto, la identificación con un ser contrario a la realidad de Dios, quien es
negado porque no se encuentra la paz con Él.
Me parece que, por otra parte, aquí se
toma contacto con el fundamento mismo de un nuevo concepto positivo de libertad
y de paz, a partir de cuya visión podría elaborarse toda una teología de la
libertad y de la paz, embebida con toda la riqueza de la cristología, de la
auténtica eclesiología.
En el libro «Informe sobre la Fe», V. E. dice, a propósito de la vida litúrgica,
lo siguiente: «Se ha llegado a creer que sólo se da participación activa allí
donde tenía lugar una actividad exterior verificable: discursos, palabras,
cánticos, homilías, lecturas, estrechamientos de mano. Pero se ha olvidado que
el Concilio, por 'actuosa participatio', entiende también el silencio, que
permite una participación verdaderamente profunda y personal, abriéndonos a la
escucha personal de la palabra del Señor. Ahora bien, en ciertos ritos, no ha
quedado ni rastro de ese silencio». Hasta aquí sus palabras. ¿Cómo pueden
los fieles reivindicar su derecho a una participación verdaderamente profunda y
personal frente a ciertos abusos en la celebración litúrgica? ¿Cree que sea
posible el renacer de una piedad silenciosa y contemplativa que fundamente una
participación profunda y personal en el pueblo fiel, en las circunstancias
presentes de una cultura que favorece a la imagen sobre la idea y a la
información sobre la contemplación?
--Yo creo que sí, no sólo porque la
Iglesia cuenta con la promesa del Señor de que volverá siempre a su centro, sino
también porque humanamente ya estoy viendo cómo la nueva generación reencuentra
el sentido del silencio, así como el sentido del esplendor de los símbolos, de
la objetividad de una gran liturgia en la cual uno no se representa a sí mismo,
no es animador, sino que representa el misterio más grande que puede haber para
todo ser humano, que es la presencia del Señor.
Veo -y esto es muy natural- que el hombre
y el alma cristiana no pueden perder completamente el sentido de esta riqueza,
que quizás puede con todo ensombrecerse momentáneamente. Pero en la juventud,
que ha vivido suficientemente estos nuevos descubrimientos de la información y
la imagen, retorna ya el sentido de la gran liturgia auténtica y su dimensión
contemplativa. Por otra parte, el clamor del espíritu cristiano, del pueblo
cristiano, es tan fuerte, que no puede quedar sin respuesta. En este sentido,
espero que con una nueva generación tendremos también un regreso auténtico de
estos elementos tan importantes de la liturgia cristiana.
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El conjunto de relevantes reflexiones registradas en estas sucesivas entrevistas
con el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, traen a la memoria
de quien escribe estas líneas cierta afirmación que le escuchara en la primera
de ellas, según la cual el eje de los problemas y debates teológicos modernos
respondería a razones de carácter eclesiológico y cristológico. Transcurrido más
de un lustro desde entonces y en vista de las inmensas transformaciones que han
sacudido la vida cultural a inicios de los noventa, el tema vuelve a plantearse.
Ésta es la opinión que me entrega el cardenal Ratzinger: «A mí me parece que hoy
día la pregunta sobre Dios propiamente tal se ha convertido en el verdadero
problema central. La concepción evolucionista del mundo busca una explicación
sin vacíos de la realidad, en que la "hipótesis Dios" (como en Laplace) se
vuelve definitivamente superflua. Toda la disposición de ánimo concluye que Dios
no aporta nada a la explicación del mundo, y, por consiguiente, tampoco
contribuye en nada a resolver mi propia vida. Así, la cuestión de si podemos y
debemos vivir nuestra vida con o sin Dios, hoy día se ha convertido en el
verdadero problema de fondo. Explicaciones pseudos científicas de la Biblia que
reducen a Jesús a la figura de un rabino un poco extraño, se tornan necesarias
cuando se presume que Dios no puede ser un sujeto activo en la historia. En esta
forma, la cristología se anula por sí sola. El Jesús humanitario que al fin les
queda como sobra es, en último término, una figura insignificante. Con esto,
también cae por sí sola la eclesiología, porque entonces la Iglesia pasa a ser
sólo una organización humana, nada más. En este sentido, hoy día yo quisiera
hablar de una clara primacía de la pregunta sobre Dios». ZS05042013
Esta página
es obra de Las Siervas de los Corazones Traspasados
de Jesús y María