la
contemplación de la belleza
Cardenal Joseph Ratzinger
Cada año, en la Liturgia de las
Horas del tiempo de Cuaresma, me vuelve a conmover una paradoja
de las Vísperas del lunes de la segunda semana del Salterio.
Allí, una junto a la otra, se encuentran dos antífonas, una para
el tiempo de Cuaresma y otra para la Semana santa. Ambas
introducen el salmo 44, pero lo hacen con claves interpretativas
radicalmente contrapuestas. El salmo describe las nupcias del
Rey, su belleza, sus virtudes, su misión y, a continuación,
exalta la figura de la esposa. En el tiempo de Cuaresma,
introduce el salmo la misma antífona que se utiliza durante el
resto del año. El tercer versículo reza: «Eres el más bello de
los hombres; en tus labios se derrama la gracia».
Está claro que la Iglesia lee este salmo como una representación
poético-profética de la relación esponsal entre Cristo y la
Iglesia. Reconoce a Cristo como el más bello de los hombres; la
gracia derramada en sus labios manifiesta la belleza interior de
su palabra, la gloria de su anuncio. De este modo, no sólo la
belleza exterior con la que aparece el Redentor es digna de ser
glorificada, sino que en él, sobre todo, se encarna la belleza
de la Verdad, la belleza de Dios mismo, que nos atrae hacia sí y
a la vez abre en nosotros la herida del Amor, la santa pasión («eros»)
que nos hace caminar, en la Iglesia esposa y junto con ella, al
encuentro del Amor que nos llama. Pero el miércoles de la Semana
santa, la Iglesia cambia la antífona y nos invita a leer el
salmo a la luz de Isaías: «Sin figura, sin belleza. Lo vimos sin
aspecto atrayente, con el rostro desfigurado por el dolor» (53,
2). ¿Cómo se concilian estas dos afirmaciones? El «más bello de
los hombres» es de aspecto tan miserable, que ni se le quiere
mirar. Pilatos lo muestra a la multitud diciendo: «Este es el
hombre», tratando de suscitar la piedad por el Hombre,
despreciado y maltratado, al que no le queda ninguna belleza
exterior. San Agustín, que en su juventud escribió un libro
sobre lo bello y lo conveniente, y que apreciaba la belleza en
las palabras, en la música y en las artes figurativas, percibió
con mucha fuerza esta paradoja y se dio cuenta de que en este
pasaje la gran filosofía griega de la belleza no sólo se
refundía, sino que se ponía dramáticamente en discusión: habría
que discutir y experimentar de nuevo lo que era la belleza y su
significado. Refiriéndose a la paradoja contenida en estos
textos, hablaba de «dos trompetas» que suenan contrapuestas,
pero que reciben su sonido del mismo soplo de aire, del mismo
Espíritu. Él sabía que la paradoja es una contraposición, pero
no una contradicción. Las dos, afirmaciones provienen del mismo
Espíritu que inspira toda la Escritura, el cual, sin embargo,
suena en ella con notas diferentes y, precisamente así, nos
sitúa frente a la totalidad de la verdadera Belleza, de la
Verdad misma
Del texto de Isaías nace, ante todo, la cuestión de la que se
han ocupado los Padres de la Iglesia: si Cristo era o no bello.
Aquí se oculta la cuestión más radical: si la belleza es
verdadera o si, por el contrario, la fealdad es lo que nos
conduce a la profunda verdad de la realidad. El que cree en
Dios, en el Dios que precisamente en las apariencias alteradas
de Cristo crucificado se manifestó como amor «hasta el final» (Jn
13, 1), sabe que la belleza es verdad y que la verdad es
belleza, pero en el Cristo sufriente comprende también que la
belleza de la verdad incluye la ofensa, el dolor e incluso el
oscuro misterio de la muerte, y que sólo se puede encontrar la
belleza aceptando el dolor y no ignorándolo.
Sin duda, un inicio de comprensión de que la belleza tiene que
ver con el dolor se encuentra también en el mundo griego.
Pensemos por ejemplo en el Fedro de Platón. Platón considera el
encuentro con la belleza como esa sacudida emotiva y saludable
que permite al hombre salir de sí mismo, lo «entusiasma»
atrayéndolo hacia otro distinto de él. El hombre -así dice
Platón- ha perdido la perfección original concebida para él.
Ahora busca perennemente la forma primigenia que le sane.
Recuerdo y nostalgia lo inducen a la búsqueda, y la belleza lo
arranca del acomodamiento cotidiano. Le hace sufrir. Podríamos
decir, en sentido platónico, que el dardo de la nostalgia lo
hiere y justamente de este modo le da alas y lo atrae hacia lo
alto.
En el discurso de Aristófanes en el Banquete se afirma que los
amantes desconocen lo que verdaderamente quieren el uno del
otro. Por el contrario, resulta evidente que las almas de ambos
están sedientas de algo distinto, que no es el placer amoroso.
Sin embargo, el, alma no consigue expresar este algo distinto,
«tiene sólo una vaga percepción de lo que realmente anhela y
habla de ello como de un enigma».
En el siglo XIV, en el libro sobre la vida de Cristo del teólogo
bizantino Nicolás Kabasilas, volvemos a encontrar esta
experiencia de Platón, en la cual el objeto último de la
nostalgia permanece sin nombre, aunque transformado por la nueva
experiencia cristiana. Kabasilas afirma: «Hombres que llevan en
sí un deseo tan poderoso que supera su naturaleza, y que desean
y anhelan más de aquello a lo que el hombre puede aspirar, estos
hombres han sido traspasados por el mismo Esposo; él misma ha
enviado a sus ojos un rayo ardiente de su belleza. La
profundidad de la herida revela ya cuál es el dardo, y la
intensidad del deseo deja entrever Quién ha lanzado la flecha».
La belleza hiere, pero precisamente de esta manera recuerda al
hombre su destino último. Lo que afirma Platón y, más de 1500
años después, Kabasilas nada tiene que ver con el esteticismo
superficial y con una actitud irracional, con la huida de la
claridad y de la importancia de la razón. La belleza es
conocimiento, ciertamente; una forma superior de conocimiento,
puesto que toca al hombre con toda la profundidad de la verdad.
En esto Kabasilas sigue siendo totalmente griego, en cuanto que
pone el conocimiento en primer lugar. «Origen del amor es el
conocimiento - afirma-; el conocimiento genera amor». «En
algunas ocasiones -prosigue- el conocimiento puede ser tan
fuerte que actúe como una especie de filtro de amor». El autor
no plantea dicha afirmación sólo en términos generales. Como es
característico de su pensamiento riguroso, distingue dos tipos
de conocimiento: el primero es el conocimiento mediante la
instrucción, que de algún modo representa un conocimiento «de
segunda mano» y no implica contacto directo con la realidad
misma. El segundo tipo, por el contrario, es un conocimiento
mediante la propia experiencia y la relación directa con las
cosas. «Por tanto, hasta que no hemos tenido la experiencia de
un ser concreto, no amamos al objeto tal y como debería ser
amado». El verdadero conocimiento se produce al ser alcanzados
por el dardo de la Belleza que hiere al hombre, al vernos
tocados por la realidad, «por la presencia personal de Cristo
mismo», como él afirma. El ser alcanzados y cautivados por la
belleza de Cristo produce un conocimiento más real y profundo
que la mera deducción racional. Ciertamente, no debemos
menospreciar el significado de la reflexión teológica, del
pensamiento teológico exacto y riguroso, que sigue siendo
absolutamente necesario. Por ello despreciar o rechazar el
impacto que la Belleza provoca en el corazón suscitando una
correspondencia como una verdadera forma de conocimiento
empobrece y hace más árida tanto la fe como la teología.
Nosotros debemos volver a encontrar esta forma de conocimiento.
Se trata de una exigencia apremiante para nuestro tiempo.
A partir de esta concepción, Hans Urs von Balthasar edificó su
Opus magnum de la Estética teológica, de la que muchos detalles
se han acogido en el trabajo teológico, mientras que su
planteamiento de fondo, que constituye verdaderamente el
elemento esencial de todo, no se ha asumido en absoluto. Nótese
que esto no es un problema que afecta simplemente, o
principalmente, tan sólo a la teología; afecta también a la
pastoral, que debe volver a favorecer el encuentro del hombre
con la belleza de la fe.
Así, a menudo los argumentos caen en el vacío, porque en nuestro
mundo se entrecruzan demasiadas argumentaciones contrapuestas,
de tal modo que surge espontáneo en el hombre el pensamiento que
los antiguos teólogos medievales formularon de la siguiente
forma: la razón «tiene la nariz de cera», es decir, basta con
ser un poco hábiles para dirigirla en cualquier dirección.
Puesto que todo es tan sensato, tan convincente, ¿de quién
tenemos que fiarnos? El encuentro con la belleza puede ser el
dardo que alcanza el alma e, hiriéndola, le abre los ojos, hasta
el punto de que entonces el alma, a partir de la experiencia,
halla criterios de juicio y también capacidad para valorar
correctamente los argumentos.
Sigue siendo una experiencia inolvidable para mí el concierto de
Bach dirigido por Leonard Bernstein en Munich, tras la prematura
muerte de Karl Richter. Estaba sentado al lado del obispo
evangélico Hanselmann. Cuando se apagó triunfalmente la última
nota de una de las grandes cantatas del solista Thomas, nos
miramos espontáneamente el uno al otro y con la misma
espontaneidad dijimos: «Los que hayan escuchado esta música
saben que la fe es verdadera». En esa música se percibía una
fuerza extraordinaria de Realidad presente, que suscitaba, no
mediante deducciones, sino a través del impacto del corazón, la
evidencia de que aquello no podía surgir de la nada; sólo podía
nacer gracias a la fuerza de la Verdad, que se actualiza en la
inspiración del compositor.
Y ¿no resulta evidente lo mismo cuando nos dejamos conmover por
el icono de la Trinidad de Rublëv? En el arte de los iconos, al
igual que en las obras de los grandes pintores occidentales del
románico y del gótico, la experiencia que describe Kabasilas se
hace visible partiendo de la interioridad, y se puede participar
en ella. Pavel Evdokimov ha descrito de manera significativa el
recorrido interior que supone el icono. El icono no es
simplemente la reproducción de lo que perciben los sentidos; más
bien, supone lo que él define como «un ayuno de la mirada». La
percepción interior debe liberarse de la mera percepción de los
sentidos para, mediante la oración y la ascesis, adquirir una
nueva y más profunda capacidad de ver; debe recorrer el paso de
lo que es meramente exterior a la realidad en su profundidad, de
manera que el artista vea lo que los sentidos por sí mismos no
ven y, sin embargo, aparece en el campo de lo sensible: el
esplendor de la gloria de Dios, «la gloria de Dios que está en
el rostro de Cristo» (2 Co 4, 6). Admirar los iconos, y en
general los grandes cuadros del arte cristiano, nos conduce por
una vía interior, una vía de superación de uno mismo y, en esta
purificación de la mirada, que es purificación del corazón, nos
revela la Belleza, o al menos un rayo de su esplendor.
Precisamente de esta manera nos pone en relación con la fuerza
de la verdad. A menudo he afirmado que estoy convencido de que
la verdadera apología de la fe cristiana, la demostración más
convincente de su verdad contra cualquier negación, se
encuentra, por un lado, en sus santos y, por otro, en la belleza
que la fe genera. Para que actualmente la fe pueda crecer, tanto
nosotros como los hombres que encontramos, debemos dirigirnos
hacia los santos y hacia lo Bello.
Pero ahora es preciso responder a una objeción. Ya hemos
refutado la afirmación según la cual lo que hemos sostenido
hasta aquí sería una huida hacia lo irracional, un mero
esteticismo. Es, más bien, lo contrario: sólo de este modo la
razón se ve liberada de su torpeza y es capaz de obrar. Otra
objeción reviste hoy más importancia: el mensaje de la belleza
se pone radicalmente en duda a través del poder de la mentira,
la seducción, la violencia y el mal. ¿Puede la belleza ser
auténtica o, en definitiva, no es más que una vana ilusión? ¿La
realidad no es, acaso, malvada en el fondo?
El miedo a que el dardo de la belleza no pueda conducirnos a la
verdad, sino que la mentira, la fealdad y lo vulgar sean la
verdadera «realidad», ha angustiado a los hombres de todos los
tiempos. En la actualidad esto se ha reflejado en la afirmación
de que, después de Auschwitz, sería imposible volver a escribir
poesía, volver a hablar de un Dios bueno. Muchos se preguntan:
¿dónde estaba Dios mientras funcionaban los hornos crematorios?
Esta objeción, para la que existían ya motivos suficientes antes
de Auschwitz en todas las atrocidades de la historia, indica que
un concepto puramente armonioso de belleza no es suficiente. No
sostiene la confrontación con la gravedad de la puesta en
entredicho de Dios, de la verdad y de la belleza. Apolo, que
para el Sócrates dé Platón era «el Dios» y el garante de la
imperturbable belleza como lo «verdaderamente divino», ya no
basta en absoluto.
De esta manera volvemos a las «dos trompetas» de la Biblia de
las que habíamos partido, a la paradoja por la cual se puede
decir de Cristo: «Eres el más bello de los hombres» y «sin
figura, sin belleza (...) su rostro está desfigurado por el
dolor». En la pasión de Cristo la estética griega, tan digna de
admiración por su presentimiento del contacto con lo divino que,
sin embargo, permanece inefable para ella, no se ve abolida sino
superada. La experiencia de lo bello recibe una nueva
profundidad, un nuevo realismo. Aquel que es la Belleza misma se
ha dejado desfigurar el rostro, escupir encima y coronar de
espinas. La Sábana santa de Turín nos permite imaginar todo esto
de manera conmovedora. Precisamente en este Rostro desfigurado
aparece la auténtica y suprema belleza: la belleza del amor que
llega «hasta el extremo» y que por ello se revela más fuerte que
la mentira y la violencia.
Quien ha percibido esta belleza sabe que la verdad es la última
palabra sobre el mundo, y no la mentira. No es «verdad» la
mentira, sino la Verdad. Digámoslo así: un nuevo truco de la
mentira es presentarse como «verdad» y decirnos: «más allá de mí
no hay nada, dejad de buscar la verdad o, peor aún, de amarla,
porque si obráis así vais por el camino equivocado». El icono de
Cristo crucificado nos libera del engaño hoy tan extendido. Sin
embargo, pone como condición que nos dejemos herir junto con él
y que creamos en el Amor, que puede correr el riesgo de dejar la
belleza exterior para anunciar de esta manera la verdad de la
Belleza.
De todas formas, la mentira emplea también otra estratagema: la
belleza falaz, falsa, que ciega y no hace salir al hombre de sí
mismo para abrirlo al éxtasis de elevarse a las alturas, sino
que lo aprisiona totalmente y lo encierra en sí mismo. Es una
belleza que no despierta la nostalgia por lo Indecible, la
disponibilidad al ofrecimiento, al abandono de uno mismo, sino
que provoca el ansia, la voluntad de poder, de posesión y de
mero placer. Es el tipo de experiencia de la belleza al que
alude el Génesis en el relato del pecado original: Eva vio que
el fruto del árbol era «bello», bueno para comer y «agradable a
la vista». La belleza, tal como la experimenta, despierta en
ella el deseo de posesión y la repliega sobre sí misma. ¿Quién
no reconocería, por ejemplo en la publicidad, esas imágenes que
con habilidad extrema están hechas para tentar irresistiblemente
al hombre a fin de que se apropie de todo y busque la
satisfacción inmediata en lugar de abrirse a algo distinto de
sí?
De este modo, el arte cristiano se encuentra hoy (y quizás en
todos los tiempos) entre dos fuegos: debe oponerse al culto de
lo feo, que nos induce a pensar que todo, que toda belleza es un
engaño y que solamente la representación de lo que es cruel,
bajo y vulgar, sería verdad y auténtica iluminación del
conocimiento; y debe contrarrestar la belleza falaz que
empequeñece al hombre en lugar de enaltecerlo y que,
precisamente por este motivo, es mentira.
Es bien conocida la famosa pregunta de Dostoievski: «¿Nos
salvará la Belleza?». Pero en la mayoría de los casos se olvida
que Dostoievski se refiere aquí a la belleza redentora de
Cristo. Debemos aprender a verlo. Si no lo conocemos simplemente
de palabra, sino que nos traspasa el dardo de su belleza
paradójica, entonces empezamos a conocerlo de verdad, y no sólo
de oídas. Entonces habremos encontrado la belleza de la Verdad,
de la Verdad redentora. Nada puede acercarnos más a la Belleza,
que es Cristo mismo, que el mundo de belleza que la fe ha creado
y la luz que resplandece en el rostro de los santos, mediante la
cual se vuelve visible su propia luz.
Cardenal Joseph Ratzinger
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