Reforma desde los orígenes
Joseph Ratzinger, 1 Sept. 1990.
Fuente: Ser cristiano en la era neopagana,
Ediciones Encuentro, Madrid.
Los que se han creído el mito de un
Cardenal Ratzinger rígido y reacio a enfrentar los males que acosan a la
Iglesia se van a llevar una enorme sorpresa. En esta conferencia
Ratzinger revela su visión de gran teólogo ortodoxo y comprometido
con una auténtica reforma.
Se pregunta: "¿Qué tipo de reforma podría hacer de la Iglesia una
"compañía" que valga la pena ser vivida?"
El descontento en la Iglesia
No se necesita mucha imaginación para darse cuenta de que la "compañía"
a la que aludo aquí es la Iglesia.
Tal vez se evitó mencionar el término "Iglesia" en el título sólo porque
provoca espontáneamente una reacción de defensa en la mayor parte de los
hombres de nuestro tiempo. Estos piensan: "Hemos oído hablar de la
Iglesia hasta la coronilla, y además no ha sido nada agradable". La
palabra y la realidad de la Iglesia se han desacreditado. Y por esta
razón incluso una reforma permanente da la impresión de no cambiar nada.
¿O quizá el problema estriba en que hasta la fecha no ha sido
descubierto qué tipo de reforma podría hacer de la Iglesia una
"compañía" que valga la pena ser vivida?
Pero preguntémonos ante todo: ¿por qué la Iglesia resulta desagradable a
tantas personas, e incluso a los creyentes, a personas que hasta hace
poco podían ser consideradas entre las más fieles o que, aun sufriendo,
lo siguen siendo todavía hoy? Los motivos son muy diversos y también
opuestos, según el tenor de las posiciones. Algunos sufren porque la
Iglesia se ha adecuado excesivamente a los parámetros del mundo actual;
otros no ocultan su enfado porque todavía se mantiene extraña a este
mundo. Para la mayoría de la gente el descontento con la Iglesia se
manifiesta a partir de la constatación de que es una institución como
tantas otras, y que como tal limita mi libertad. La sed de libertad es
la forma mediante la cual hoy día se expresan el deseo de liberación y
la percepción de no ser libre, de estar alienados. El anhelo de libertad
aspira a una existencia que no esté limitada por algo ya dado y que me
obstaculiza en mi desarrollo pleno, presentándome desde el exterior el
camino que debo recorrer. Pero por todos lados chocamos contra barreras
y bloqueos de calles de esta clase, que nos detienen y nos impiden ir
adelante. De esta forma, las vallas que alza la Iglesia tienen un peso
doble, pues penetran hasta la esfera más personal e íntima. Pero las
normas de la vida de la Iglesia son muchos más que una simple regla de
tráfico tendente a evitar los eventuales choques de la convivencia
humana. Ellas tienen que ver con mi camino interior, y me dicen cómo
debo comprender y configurar mi libertad. Me exigen decisiones, que no
puedo tomar sin el dolor de la renuncia. ¿Acaso no quieren negarnos los
frutos más hermosos del jardín de la vida? ¿No es cierto que con las
restricciones producidas de tantas órdenes y prohibiciones nos ponen una
barrera en el camino hacia un horizonte abierto? Y el pensamiento, ¿no
lo obstaculizan en su grandeza, así como también la voluntad? ¿Tal vez
la liberación tenga que ser necesariamente la salida de esta tutela
espiritual? Y la única y verdadera reforma, ¿no sería la de rechazar
todo esto? Pero entonces, ¿qué queda de esta "compañía"?
La amargura frente a la Iglesia presenta asimismo un motivo específico.
En medio de un mundo gobernado por una disciplina dura y por
constricciones inexorables, ahora y siempre se eleva hacia la Iglesia
una esperanza silenciosa: ella podría representar en medio de esto una
pequeña isla de vida mejor, un oasis de libertad en el que de cuando en
cuando uno puede retirarse. La ira, o la desilusión, contra la Iglesia
reviste un carácter completamente particular, porque se espera
silenciosamente de ella mucho más que de las otras instituciones
mundanas. En ella se debería realizar el sueño de un mundo mejor. O por
lo menos se tendría que sentir el gusto de la libertad, el hecho de ser
libres: ese salir de la caverna que mencionaba San Gregorio Magno,
aludiendo a Platón.
Sin embargo, desde el momento en que la Iglesia se ha alejado
concretamente de semejantes sueños, asumiendo también el aspecto de una
institución y de todo lo que es humano, se alzan contra ella en una
cólera muy amarga. Y esta cólera no puede desaparecer, porque no se
puede extinguir ese sueño, se trata de una manera desesperada de
transformarla según nuestros deseos: un lugar donde se puedan expresar
todas las libertades, un espacio en el que caigan nuestros límites,
donde se experimente esa utopía que tendrá que existir en alguna parte.
Del mismo modo que en el campo de la acción política se querría
construir finalmente un mundo mejor, así también se debería edificar
finalmente una Iglesia mejor –quizá como la primera etapa del camino que
lleva a aquél. Una Iglesia llena de humanidad, llena de sentido
fraterno, de creatividad generosa, un lugar de reconciliación de todos y
para todos.
Reforma inútil
Pero ¿de qué manera debería suceder esto? ¿Cómo se puede lograr una
reforma semejante? Ahora bien, como se suele decir, de un modo u otro
debemos comenzar. Suele decirse esto con la presunción ingenua del
iluminado que está convencido de que las generaciones hasta ahora no han
comprendido la cuestión, o que se han mostrado demasiado temerosas y
poco inteligentes. Pero en este momento tenemos tanto la valentía como
la inteligencia. Se debe obrar igualmente a pesar de la resistencia que
puedan oponer a esta noble empresa los reaccionarios y los
"fundamentalistas". Existe una fórmula que arroja luz para el primer
paso. La Iglesia no es una democracia. Por lo que se ve, ella no ha
integrado aún en su constitución interna ese patrimonio de derechos a la
libertad que la Ilustración elaboró y que desde entonces ha sido
reconocido como regla fundamental de las formaciones sociales y
políticas. Así pues, parece la cosa más normal del mundo recuperar de
una vez para siempre lo que había sido abandonado y comenzar a erigir
este patrimonio fundamental de estructuras de libertad. El camino
conduce –como suele decirse- de una Iglesia paternalista y distribuidora
de bienes a una Iglesia –comunidad. Se afirma que ya nadie debería
recibir pasivamente los dones que caracterizan al cristiano. Por el
contrario, todos deben llegar a ser operadores activos de la vida
cristiana. La Iglesia ya no debe descender desde lo alto. ¡No! Somos
nosotros los que "hacemos" la Iglesia, y cada vez la hacemos nueva. Así
llegará a ser finalmente "nuestra" Iglesia, y nosotros sus activos
sujetos responsables. El aspecto pasivo deja lugar al activo. La Iglesia
surge a través de discusiones, acuerdos y decisiones. En el debate
emerge lo que todavía hoy se requiere, lo que todavía hoy puede ser
reconocido por todos como pertenecientes a la fe o como línea moral
directiva. Se elaboran nuevas "fórmulas de fe" abreviadas. En Alemania,
en un nivel bastante elevado, se ha dicho que tampoco la liturgia tiene
que corresponder a un esquema dado previamente, sino que debe surgir a
partir de una determinada situación y por obra de la comunidad para la
cual es celebrada. Tampoco ella tiene que ser alto autónomo, algo que
sea expresión de quienes participan. En este camino se revela como un
obstáculo la palabra de la Escritura, a la cual no se puede renunciar
del todo. Hay que afrontarla, pues, con mucha libertad de elección. Pero
no son muchos los textos que se pueden adaptar sin problemas a esta
autorrealización, a la cual la liturgia ahora parece estar destinada.
Pero en esta obra de reforma en la que la "autoadministración" de la
Iglesia debe sustituir al hecho de ser guiados por otros, pronto se
plantean algunos interrogantes. ¿Quién tiene aquí propiamente el derecho
de tomar las decisiones? ¿Con qué fundamentos se hace esto? En la
democracia política se responde a este interrogante con el sistema de la
representación: en las elecciones los individuos eligen a sus
representantes, que toman las decisiones por ellos. Este cargo no sólo
tiene un límite temporal, sino que además está circunscrito desde el
punto de vista de su contenido por el sistema de partidos, y comprende
sólo a los sectores de la acción política que la Constitución asigna a
las entidades representativas.
También a este respecto existen algunas cuestiones: la minoría debe
plegarse a la mayoría, y esta minoría puede ser muy grande. Por otra
parte, no siempre está garantizado que el representante que yo elijo
obre y se exprese verdaderamente como yo quiero, de manera que la
mayoría victoriosa, viendo las cosas con mayor atención, no se considere
completamente como sujeto activo del acontecimiento político. Al revés,
tiene que aceptar las "decisiones que los otros toman", al menos para no
poner en peligro el sistema político.
Pero más importante para nuestra cuestión es un problema general: todo
lo que los hombres hacen, pueden ser anulado por otros; todo lo que
proviene de un gusto humano, puede no agradar a otros, y todo lo que una
mayoría decide, puede ser abrogado por otra mayoría. Una Iglesia cuyos
fundamentos se apoyan en las decisiones de una mayoría, se transforma en
una Iglesia puramente humana. Se reduce al nivel de lo que es factible y
plausible, de todo cuanto es fruto de su propia acción y de sus propias
intuiciones u opciones.
La opinión sustituye a la fe. Y de hecho en las fórmulas de fe
originadas autónomamente que yo conozco, el significado de la expresión
"credo" no va más allá del significado de "nosotros pensamos". La
Iglesia edificada con sus propias fuerzas tiene a fin de cuentas el
sabor del "ellos mismos", que a los otros "ellos mismos" jamás les ha
sentado bien y que muy pronto pone de manifiesto su pequeñez. La Iglesia
se ha retirado al ámbito de lo empírico, y así se ha disuelto también
como ideal soñado.
La esencia de la Reforma verdadera
El activista, el que quiere construir todo por sí mismo, es lo opuesto
del que admira –el "admirador"-. Restringe el área de su propia razón, y
por eso pierde de vista el Misterio. Cuanto más se extiende en la
Iglesia el ámbito de las cosas decididas y hechas autónomamente, tanto
más angosta se convierte para todos nosotros.
En ella la dimensión grande, liberadora, sino por lo que nos es donado.
Se trata de algo que no procede de nuestro querer y de nuestro inventar,
sino que nos precede, es algo inimaginable que viene a nosotros, algo
que "es más grande que nuestro corazón". La reformatio, que es necesaria
en todas las épocas, no consiste en el hecho de que podamos modelar cada
vez "nuestra" Iglesia como más nos apetece, sino en el hecho de que
siempre nos deshacemos de nuestras propias construcciones de apoyo a
favor de una luz purísima que viene desde lo alto y que es al mismo
tiempo la irrupción de la libertad pura.
Permitidme decir con una imagen lo que yo comprendo, una imagen que he
encontrado en Miguel Ángel, quien retoma en esa perspectiva antiguas
concepciones místicas y filosóficas cristianas. Con la mirada del
artista, Miguel Ángel veía ya en la piedra que tenía ante sus ojos la
imagen-guía que esperaba secretamente ser liberada y sacada a la luz. La
tarea del artista, en su opinión, consistía sólo en quitar lo que aún
cubría a la imagen. Miguel Ángel concebía la acción artística auténtica
como un sacar a la luz, un poner en libertad, no como un hacer.
En la misma idea, pero aplicada a la esfera antropológica, se hallaba ya
en san Buenaventura, quien explica el camino por el cual el hombre llega
a ser él mismo, estableciendo una comparación con el tallista de
imágenes, es decir, el escultor. El escultor no hace algo, dice el gran
teólogo franciscano. Su obra es, en cambio, una
ablatio: consiste en eliminar, en tallar lo que es inauténtico. De esta
forma, mediante la ablatio, sale a la superficie la nobilis forma, o sea
la figura preciosa. Así también el hombre, para que resplandezca en él
la imagen de Dios, debe acoger principalmente la purificación por medio
de la cual el escultor, es decir, Dios, le libera de todas las escorias
que oscurecen el espacio auténtico de su ser y que le hacen parecer como
un bloque de piedra bruto, cuando, por el contrario, habita en él la
forma divina.
Si entendemos exactamente esta imagen, podemos encontrar en ella incluso
el modelo guía para la reforma eclesial. Desde luego la Iglesia tendrá
necesidad siempre de nuevas estructuras humanas de apoyo, con el objeto
de poder hablar y obrar en cualquier época histórica. Estas
instituciones eclesiales, con sus respectivas configuraciones jurídicas,
lejos de ser algo malo, son simplemente necesarias e indispensables.
Pero envejecen, y entonces corren el riesgo de presentarse como algo
esencial, apartando la atención de todo lo que es verdaderamente
esencial. Y por esta razón ha de ser retiradas siempre, como si fueran
andamiajes superfluos. La reforma es siempre una ablatio: un quitar,
para que se haga visible la nobilis forma, el rostro de la Esposa, y
junto con él también el del Esposo, el Señor vivo.
Semejante ablatio, semejante "teología negativa" representa una vía
hacia una meta positiva. Sólo así penetra lo Divino y sólo así surge una
congregatio, una asamblea, una reunión, una purificación, esa comunidad
pura que anhelamos; una comunidad en la que un "yo" ya no está contra
otro "yo", un "él mismo" contra otro "él mismo". Es más bien ese darse,
ese fiarse que forma parte del amor, el que se convierte en un recibir
recíproco de todo el bien y de todo lo que es puro. Así pues, para cada
uno tiene valor la palabra del Padre generoso, que recuerda al hijo
mayor envidioso todo lo que constituye el contenido de cualquier
libertad y de cualquier utopía
realizada: "Todo lo mío es tuyo" (Lc. 15, 31; Cfr. Jn. 17,1).
La reforma verdadera es, pues, una ablatio, que como tal se transforma
en congregatio. Tratemos de precisar esta idea de fondo.
En un primer intento hemos contrapuesto el admirador al activista, y nos
hemos expresado a favor del primero. Pero ¿qué es lo que evidencia esta
contraposición? El activista, el que siempre quiere hacer, pone la
propia actividad por encima de todo. Esto restringe su horizonte a la
esfera de lo factible, de lo que puede convertirse en su objeto de su
hacer. Hablando con propiedad, ve únicamente objetos. No está en
condiciones de percibir lo que es más grande que él, porque esto pondría
un límite a su actividad. Recorta el mundo según lo que es empírico. El
hombre queda amputado. Con sus propias manos el activista se construye
una prisión contra la cual protesta después a voz de grito.
Al contrario, el estupor auténtico es un "no" a la limitación de lo que
es empírico, a lo que no es el más allá. El asombro prepara al hombre
para el acto de fe, le abre al horizonte del Eterno. Sólo lo que carece
de límites es suficientemente amplio para nuestra naturaleza, sólo lo
ilimitado es adecuado a la vocación de nuestro ser.
Cuando este horizonte desaparece, todo residuo de libertad se convierte
en algo muy pequeño y todas las liberaciones, que como consecuencia se
pueden proponer, son un sucedáneo insípido que nunca satisface. La
primera y fundamental ablatio, que es necesaria para la Iglesia, es
siempre el acto de fe mismo. Ese acto de fe que rompe las barreras de lo
finito y abre el espacio para llegar hasta lo ilimitado. La fe nos
conduce "lejos, a tierras ilimitadas", como dicen los salmos. El moderno
pensamiento científico nos ha encerrado cada vez más en la cárcel del
positivismo, condenándonos de este modo al pragmatismo. Gracias a él se
pueden lograr muchas cosas: se puede viajar a la luna, y más todavía,
hacia la infinitud del cosmos. Con todo, uno está siempre en el mismo
punto, pues la verdadera frontera, la frontera de lo cuantitativo y de
lo factible no se supera. Albert Camus ha descrito lo absurdo de esta
forma de libertad en la figura del emperador Calígula: tiene todo a su
disposición, pero cada cosa le resulta pequeña. En su ansia por tener
cada vez más, y cosas más grandes, grita: "¡Quiero tener la luna, dadme
la luna!". Ahora también para nosotros ha llegado a ser posible tener de
alguna manera la luna. Pero hasta que no se abra la verdadera frontera
entre el cielo y la tierra, entre Dios y el mundo, también la luna será
un trozo de tierra, y llegar a ella no nos acercará ni siquiera un paso
más hacia la libertad y a la plenitud que anhelamos.
La liberación fundamental que la Iglesia puede darnos consiste en estar
en el horizonte de lo Eterno, en el salir de los límites de nuestro
saber y de nuestro poder. La fe misma, en toda su grandeza y amplitud,
es por esta razón la reforma siempre nueva y esencial de que tenemos
necesidad; a partir de ella debemos poner a prueba las instituciones que
en la Iglesia nosotros mismo hemos construido.
Esto significa que la Iglesia debe ser el puente de la fe y que ella
–especialmente en su vida asociativa intramundana- no puede llegar a ser
un fin en sí misma. Está muy difundida hoy día, incluso en ambientes
religiosos, la idea de que una persona es tanto más cristiana cuanto más
está comprometida en la actividad eclesial. Se impulsa hacia una especie
de terapia eclesiástica de la actividad, del hacer: se trata de asignar
a cada uno un comité, o, por lo menos un compromiso en el interior de la
Iglesia. Así se piensa, en cierto modo, que debe existir una actividad
eclesial, se debe hablar de la Iglesia o se debe hacer algo por ella o
en ella. Pero un espejo que se refleja a sí mismo deja de ser un espejo;
una ventana que en lugar de permitir una mirada libre hacia el horizonte
lejano se pone como una pantalla entre el observador y el mundo, ha
perdido su sentido. Puede suceder que alguien se dedique
ininterrumpidamente a actividades asociativas eclesiales y ni siquiera
sea cristiano.
Puede suceder que algo viva sólo de la Palabra y del Sacramento y ponga
en práctica el amor que proviene de la fe, sin haber integrado jamás un
comité eclesiástico, sin haberse ocupado nunca de las novedades de
política eclesiástica, sin haber formado parte de sínodos y sin haber
votado en ellos, y a pesar de todo sea un cristiano auténtico. No
tenemos necesidad de una Iglesia más humana, sino de una Iglesia más
divina; sólo entonces ella será verdaderamente humana. Y por eso todo lo
que es hecho por el hombre en el seno de la Iglesia ha de ser reconocido
como algo hecho en la única perspectiva del servicio. La libertad, que
esperamos con razón de la Iglesia y en la Iglesia, no se realiza por el
hecho de que introduzcamos en ella el principio de la mayoría. Ella no
depende del hecho de que la mayoría prevalezca sobre la minoría, aunque
ésta sea exigua. Depende, por le contrario, del hecho de que ninguno
puede imponer su propia voluntad a los otros, aunque todos se reconozcan
ligados a la palabra y a la voluntad del Único, que es nuestro Señor y
nuestra libertad. En la Iglesia la atmósfera se enardece y se vuelve
sofocante si los encargados del ministerio olvidan que el Sacramento no
es una repartición de poder, sino la expropiación de mí mismo a favor de
El, en cuya persona debo hablar y obrar. Cuando a la mayor
responsabilidad corresponde una mayor autoexpropiación, ninguno es
esclavo del otro; domina el Señor, y por eso vale el principio de que
"el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está
la libertad" (2 Co 3, 17).
Cuantos más aparatos construyamos, aunque sean los más modernos, tanto
menos espacio hay para el Espíritu, tanto menos espacio hay para el
Señor, y tanto menor es la libertad. Pienso que deberíamos comenzar,
desde este punto de vista, un examen de conciencia sin reservas en todos
los niveles de la Iglesia. En todos los niveles este examen de
conciencia debería producir consecuencias muy concretas y traer
aparejadas una ablatio que deje transparentar nuevamente el rostro
auténtico de la Iglesia. Este podría volver a darnos el sentido de la
libertad y del encontrarse en la propia casa de una manera completamente
nueva.
Moral, perdón y expiación: el centro personal de la reforma
Miremos un momento, antes de proseguir, todo lo que hemos sacado a la
luz hasta aquí. Hemos hablado de una doble acción de "quitar", de un
acto de liberación, que es doble: de purificación y de renovación. Antes
el discurso había abordado el problema de la fe, que destruye el muro de
lo finito y libera la mirada sino también el camino. En efecto, la fe no
es sólo reconocer sino también obrar; no sólo una fractura en el muro,
sino también una mano que nos salva, que nos saca de la caverna. Hemos
llegado a la conclusión de que, en relación con las instituciones, el
orden esencial de la Iglesia tiene necesidad de nuevos desarrollos
concretos y de configuraciones concretas –de manera que su vida se pueda
desarrollar en un tiempo determinado-, pero que estas configuraciones no
puedan convertirse en la cosa más importante. La Iglesia no existe para
tenernos ocupados como cualquier otro tipo de asociación intramundana y
para conservarse con vida ella misma; la Iglesia existe a fin de llegar
a ser para todos nosotros la entrada en la vida eterna.
Ahora tenemos que dar otro paso y aplicar todo esto no ya a un nivel
genérico y objetivo como hasta aquí, sino al ámbito personal. En la
esfera personal también es necesario un "quitar" que nos dé la libertad.
En el plano personal no siempre la "forma preciosa", es decir la imagen
de Dios, salta a la vista. La primera cosa que vemos es la imagen de
Adán, la imagen del hombre no destruido completamente, pero de todos
modos decaído. Vemos el polvo y la suciedad que se han posado sobre la
imagen. Todos nosotros necesitamos al verdadero Escultor, que quita lo
que empeña la imagen; necesitamos el perdón, que es el núcleo de toda
verdadera reforma. No es una casualidad que en las tres etapas decisivas
de la formación de la Iglesia que relatan los Evangelios, el perdón de
los pecados haya tenido una función de primer orden.
Si leemos con atención el Nuevo Testamento, descubrimos que el perdón no
tiene en sí mismo nada de mágico; pero tampoco es un fingir olvidar, no
es un "hacer como si no", sino que es un proceso de cambio completamente
real, como el que desarrolla el Escultor.
Quitar la culpa significa verdaderamente remover algo. El acontecimiento
del perdón se manifiesta en nosotros por medio de la penitencia. En este
sentido el perdón es un proceso activo y pasivo:
la potente palabra creadora de Dios obra en nosotros el dolor del cambio
y llega a ser así un transformarse activo. Perdón y penitencia, gracia y
conversión personal no están en contradicción, sino que son dos aspectos
del único e idéntico acontecimiento. Esta fusión de actividad y
pasividad expresa la forma esencial de la existencia humana. En efecto,
nuestro crear empieza con el ser creados, con nuestro participar en la
actividad creadora de Dios.
Aquí hemos llegado a un punto verdaderamente central: creo que el núcleo
de la crisis espiritual de nuestro tiempo tiene sus raíces en el
oscurecerse de la gracia del perdón. Pero notemos antes el aspecto
positivo del presente: la dimensión moral comienza nuevamente, poco a
poco, a ser tenida en consideración. Se reconoce, es más, ha llegado a
ser algo evidente, que todo progreso técnico es discutible y en última
instancia destructivo, si no le corresponde un crecimiento moral. Se
reconoce que no hay verdadera reforma del hombre y de la humanidad sin
una renovación moral. Pero la moralidad se queda finalmente sin
energías, pues los parámetros se escoden en una niebla densa de
discusiones. El hombre no puede soportar la moral pura y simple, no
puede vivir sin ella: ella se convierte para él en una "ley", que
provoca el deseo de contradecirla y genera el pecado. Por eso cuando el
perdón, el verdadero perdón pleno de eficacia no es reconocido y no se
cree en él, la moral ha de ser marcada de modo tal que las condiciones
de pecado para cada hombre no puedan producirse. Genéricamente es
posible afirmar que la actual discusión sobre la moral tiende a liberar
a los hombres de la culpa, haciendo que no presenten nunca las
condiciones de dicha posibilidad. Viene a mi mente la frase mordaz de
Blaise
Pascal: "Ecce patres, qui tollunt percata mundi!". Según estos
"moralistas", ya no existe la culpa.
Está claro que esta forma de liberar al hombre de la culpa tiene un
costo muy barato. Los hombres liberados del pecado de esta forma saben
muy bien dentro de ellos que esto no es verdad, que el pecado existe,
que ellos mismos son pecadores y que debe existir un modo efectivo de
superar el pecado. Jesús no llama a quienes ya se han liberado del
pecado con sus propias fuerzas y que por esta razón consideran que no
tienen necesidad de Él, sino que llama a quienes se reconocen pecadores
y que por tanto tienen necesidad de Él.
La moral conserva su seriedad sólo si existe el perdón, un perdón real,
eficaz; de lo contrario, es sólo una pura potencialidad. Pero el
verdadero perdón existe si existe el "precio de la compra", el
"equivalente en el cambio", si la culpa fue expiada, sí existe la
expiación. La circularidad que existe entre "moral-perdón-expiación" no
se puede fragmentar: si falta un elemento desaparece el resto. De la
existencia indivisible de este círculo depende que haya rendición o no
para el hombre. En la Torá, en los cinco libros de Moisés, estos tres
elementos están entrelazados indivisiblemente y no es posible separar
este centro compacto del canon del Antiguo Testamento, siguiendo un
criterio de la Ilustración, del resto de la historia pasada. Esta
modalidad moralista de actualización del Antiguo Testamento termina
necesariamente fracasando; justamente en este punto radicaba el error de
Pelagio, que hoy tiene más seguidores de lo que parece. Jesús, por el
contrario, cumplió con la Ley, no sólo con una parte de ella, y de este
modo la renovó desde la base. El mismo, que padeció expiando todos los
pecados, es expiación y perdón a la vez, y por ende la base única,
segura y siempre válida de nuestra moral.
No se puede separar la moral de la cristología, porque no se puede
separar de la expiación y del perdón. En Cristo toda la Ley se cumplió;
de ahí que la mora se haya convertido en una exigencia verdadera y
factible para todos nosotros. A partir del núcleo de la fe se abre así
cada vez más la vía de la renovación para cada uno de nosotros, para la
Iglesia en su conjunto y para la humanidad.
El sufrimiento, el martirio y la alegría de la Redención
Habría mucho que decir sobre esto, pero intentaré presentar brevemente y
a modo de conclusión, el aspecto que en nuestro contexto me parece más
importante. El perdón y su realización en mí, a través del camino de la
penitencia y del seguimiento de Cristo, es en primer lugar el centro
completamente personal de cualquier tipo de renovación. Pero porque el
perdón concierne a la persona en su núcleo más íntimo, es capaz de
reunir a cada una de las personas y también es el centro de la
renovación de la comunidad. Si. se van de mí el polvo y la suciedad, que
impiden reconocer la imagen de Dios, entonces yo llego a ser
verdaderamente semejante al otro, que también es imagen de Dios, por
encima de todo, llego a ser semejante a Cristo, que es la imagen de Dios
sin límites, el modelo según el cual todos nosotros hemos sido creados.
Pablo expresa este proceso en términos muy drásticos: "No vivo yo, sino
que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20). Se trata de un proceso de
muerte y de nacimiento. Yo soy quitado de mi aislamiento y soy recibido
en una nueva comunidad-sujeto; mi "yo" se ha injertado en el "yo" de
Cristo, y de este modo se ha unido al de todos mis hermanos. Sólo a
partir de esta profundidad de renovación de cada uno nace la Iglesia,
nace la comunidad que une y sostiene en la vida y en la muerte. Sólo
cuando tomamos en consideración todo esto, vemos la Iglesia en su justo
orden de grandeza.
La Iglesia no es sólo el pequeño grupo de los activistas que se
encuentran juntos en un cierto lugar para comenzar una vida comunitaria.
La Iglesia no es ni siquiera la multitud que los domingos se reúne para
celebrar la Eucaristía. Por último, la Iglesia es más que el Papa, los
obispos y los sacerdotes, que todos aquellos que están investidos del
ministerio sacramental. Todos estos que hemos nombrado forman parte de
la Iglesia, pero el radio de la "compañía", en la que entramos mediante
la fe, va más allá, va incluso más allá de la muerte. De ella forman
parte todos los santos, desde Abel y Abrahán y todos los testigos de la
esperanza de que habla el Antiguo Testamento, pasando por María, la
Madre del Señor, y sus apóstoles, por Thomas Becket y Tomás Moro, hasta
Maximiliano Kolbe, Edith Stein y Piergiorgio Frassati. De ella forman
parte todos los desconocidos y los no nombrados, cuya fe nadie conoció,
salvo Dios; de ella forman parte los hombres de todos los lugares y de
todos los tiempos, cuyo corazón, esperando y amando, tiende hacia
Cristo, "el que inicia y consuma la fe", como le llama la Carta a los
Hebreos (12, 2). No son las mayorías ocasionales que se forman aquí o
allá en el seno de la Iglesia las que deciden su camino o el nuestro.
Los santos son la mayoría verdadera y determinante según la cual nos
orientamos. ¡Nos atenemos a ella! Ellos traducen lo divino en lo humano,
lo eterno en el tiempo. Ellos son nuestros maestros de humanidad, que no
nos abandonan ni siquiera en el dolor y en la soledad, es más, en la
hora de nuestra muerte caminan junto a nosotros.
Aquí tocamos un aspecto sumamente importante. Una visión del mundo que
no pueda dar un sentido al dolor, y hacerlo precioso, no sirve en
absoluto. Ella fracasa precisamente allí donde aparece la cuestión
decisiva de la existencia. Quienes acerca del dolor sólo saben decir que
hay que combatirlo, nos engañan. Ciertamente es necesario hacer lo
posible para aliviar el dolor de tantos inocentes y para limitar el
sufrimiento. Pero una vida humana sin dolor no existe, y quien no es
capaz de aceptar el dolor rechaza la única purificación que nos
convierte en adultos.
En la comunión con Cristo el dolor llega a adquirir su significado
pleno, no sólo para mí mismo, como proceso de la ablatio en el que Dios
retira de mí las escorias que oscurecen su imagen, sino también más allá
de mí mismo: él es útil para todo, de manera que todos podamos decir con
San Pablo "ahora me alegro por los padecimientos que soporto por
vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de
Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia"
(Col 1, 24). Thomas Becket que junto con el Admirador y Einstein
(alusión al título del Mitin para la Amistad entre los Pueblos celebrado
el pasado mes de septiembre) nos ha guiado en la reflexión de estos
días, nos alienta ahora a dar un último paso. La vida más allá de
nuestra existencia biológica. Donde ya no hay motivo por el que valga la
pena morir, tampoco la vida vale la pena. Donde la fe nos ha abierto la
mirada y nos ha hecho el corazón más grande, he aquí que adquiere toda
su fuerza de iluminación otra frase de San
Pablo: "Ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie
para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el
Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos" (Rm 14,
7-8). Cuanto más estemos radicados en la "compañía" con Jesucristo y con
todos aquellos que pertenecen a Él, tanto más nuestra vida será
sostenida por la confianza irradiante, a la que una vez más alude San
Pablo: "Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni
los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la
altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del
amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro" (Ro 8, 38-39).
Queridos amigos: ¡Hemos de dejarnos llenar por esta fe! Pues la Iglesia
crecerá como comunión en el camino hacia y dentro de la vida verdadera y
se renovará día tras día. Se transformará en una casa más grande, con
muchísimos aposentos: y la multiplicidad de los dones del Espíritu podrá
obra en ella. Entonces veremos " ¡qué bueno, qué dulce (es) habitar los
hermanos todos juntos!... Como el rocío del Hermón que baja por las
alturas de Sión: allí Yahveh la bendición dispensa, la vida para
siempre" (Sal 133, 1.3).