Fe, verdad y cultura
Reflexiones a propósito de la encíclica «Fides et ratio»
Conferencia del cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación
para la Doctrina de la Fe, 16 de febrero de 2000, Madrid, dentro
de los actos del Primer Congreso Teológico Internacional, organizado por
la Facultad de Teología «San Dámaso», sobre la encíclica
«Fides et ratio» que Juan
Pablo II dedicó las relaciones entre fe y razón.
-Zenit.org
¿De qué se trata, en el fondo, en la
encíclica "Fides et ratio"? ¿Es un documento sólo para especialistas, un
intento de renovar desde la perspectiva cristiana una disciplina en
crisis, la filosofía, y, por tanto, interesante sólo para filósofos, o
plantea una cuestión que nos afecta a todos? Dicho de otra manera:
¿necesita la fe realmente de la filosofía, o la fe -que en palabras de
San Ambrosio fue confiada a pescadores y no a dialécticos- es
completamente independiente de la existencia o no existencia de una
filosofía abierta en relación a ella? Si se contempla la filosofía sólo
como una disciplina académica entre otras, entonces la fe es de hecho
independiente de ella. Pero el Papa entiende la filosofía en un sentido
mucho más amplio y conforme a su origen. La filosofía se pregunta si el
hombre puede conocer la verdad, las verdades fundamentales sobre sí
mismo, sobre su origen y su futuro, o si vive en una penumbra que no es
posible esclarecer y tiene que recluirse, a la postre, en la cuestión de
lo útil. Lo propio de la fe cristiana en el mundo de las religiones es
que sostiene que nos dice la verdad sobre Dios, el mundo y el hombre, y
que pretende ser la "religio vera", la religión de la verdad.
"Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida": en estas palabras de Cristo
según el Evangelio de Juan (14, 6) está expresada la pretensión
fundamental de la fe cristiana. De esta pretensión brota el impulso
misionero de la fe: sólo si la fe cristiana es verdad, afecta a todos
los hombres; si es sólo una variante cultural de las experiencias
religiosas del hombre, cifradas en símbolos y nunca descifradas,
entonces tiene que permanecer en su cultura y dejar a las otras en la
suya.
Pero esto significa lo siguiente: la cuestión de la verdad es la
cuestión esencial de la fe cristiana, y, en este sentido, la fe tiene
que ver inevitablemente con la filosofía. Si debiera caracterizar
brevemente la intención última de la encíclica, diría que ésta quisiera
rehabilitar la cuestión de la verdad en un mundo marcado por el
relativismo; en la situación de la ciencia actual, que ciertamente busca
verdades pero descalifica como no científica la cuestión de la verdad,
la encíclica quisiera hacer valer dicha cuestión como tarea racional y
científica, porque, en caso contrario, la fe pierde el aire en que
respira. La encíclica quisiera sencillamente animar de nuevo a la
aventura de la verdad. De este modo, habla de lo que está más al lá del
ámbito de la fe, pero también de lo que está en el centro del mundo de
la fe.
1. Las palabras, la Palabra y la verdad
Hasta qué punto no es moderno preguntar por la verdad, lo ha
representado magníficamente el escritor y filósofo C. S. Lewis en un
libro de éxito aparecido en los años cuarenta, "Cartas del diablo a su
sobrino". Está compuesto por cartas ficticias de un demonio superior,
Escrutopo, que imparte enseñanzas a un principiante sobre el arte de
seducir al hombre, sobre el modo correcto como tiene que proceder. El
demonio pequeño había expresado ante sus superiores su preocupación de
que precisamente los hombres inteligentes leyesen los libros de los
sabios antiguos y pudiesen de este modo descubrir las huellas de la
verdad. Escrutopo le tranquiliza con la aclaración de que el punto de
vista histórico del que los espíritus infernales han conseguid o
afortunadamente persuadir a los eruditos del mundo occidental, significa
precisamente esto: "que la única cuestión que con seguridad nunca se
planteará es la relativa a la verdad de lo leído; en su lugar se
pregunta acerca de las repercusiones y dependencias, del desarrollo del
respectivo escritor, de la historia de su influjos, y otras cuestiones
análogas". Josef Pieper, que reproduce este pasaje de C. S. Lewis en su
tratado sobre la interpretación, señala al respecto que las ediciones de
un Platón o un Dante por ejemplo, planificadas en los países dominados
por el comunismo, anteponían una introducción a cada obra editada, que
quiere proporcionar al lector una comprensión histórica y así excluir la
cuestión de la verdad. Una cientifici dad ejercida de este modo inmuniza
frente a la verdad. La cuestión de si lo dicho por el autor es o no, y
en qué medida, verdadero, sería una cuestión no científica; nos sacaría
del campo de lo demostrable y verificable, nos haría recaer en la
ingenuidad del mundo precrítico. De este modo, se neutraliza también la
lectura de la Biblia: podemos explicar cuándo y bajo qué circunstancias
ha surgido un texto, y, de este modo, lo tenemos clasificado dentro de
lo histórico ("Historisch"), que a la postre no nos afecta. En el
trasfondo de este modo de interpretación histórica hay una filosofía,
una actitud apriórica ante la realidad que nos dice: no tiene sentido
preguntar sobre lo que es; sólo podemos preguntar sobre lo que podemos
hacer con las cosas. La cuestión no es la verdad, sino la praxis, el
dominio de las cosas para nuestro provecho. Ante tal reducción
aparentemente iluminadora del pensamiento humano surge sin más la
pregunta: ¿qué es propiamente lo que nos aprovecha? Y ¿para qué nos
aprovecha? ¿Para qué existimos nosotros mismos? El observador profundo
verá en esta moderna actitud fundamental una falsa humildad y, al mismo
tiempo, una falsa soberbia: la falsa humildad, que niega al hombre la
capacidad para la verdad, y la falsa soberbia, con la que se sitúa sobre
las cosas, sobre la verdad misma, en cuanto erige en meta de su
pensamiento la ampliación de su poder, el dominio sobre las cosas.
Lo que en Lewis aparece en forma de ironía, lo podemos encontrar hoy
presentado científicamente en la crítica literaria. En ella se descarta
abiertamente la cuestión de la verdad como no científica. El exégeta
alemán Mario Reiser ha llamado la atención sobre un pasaje de Umberto
Eco en su novela de éxito "El nombre de la rosa", donde dice: "La única
verdad consiste en aprender a liberarse de la pasión enfermiza por la
verdad". El fundamento para esta renuncia inequívoca a la verdad estriba
en lo que hoy se denomina el "giro lingüístico": no se puede remontar
más allá del lenguaje y sus representaciones, la razón está condicionada
por el lenguaje y ligada al lenguaje. Ya en el año mil novecientos uno
F. Mauthner había acuñado la siguiente f rase: "lo que se denomina
pensamiento es puro lenguaje". M. Reiser comenta, en este contexto, el
abandono de la convicción de que se puede remitir con medios
lingüísticos a lo supralingüístico. El relevante exégeta protestante U.
Luz afirma -totalmente en consonancia con lo que hemos oído de Escrutopo
al principio- que la crítica histórica ha abdicado en la Edad Moderna de
la cuestión de la verdad. Él se cree obligado a aceptar y reconocer como
correcta esta capitulación: que ahora ya no hay una verdad a buscar más
allá del texto, sino posiciones sobre la verdad que concurren entre
ellas, ofertas de verdad que hay que defender ahora con discurso público
en el mercado de las visiones del mundo.
Quien medita sobre estos modos de ver las cosas, sentirá que le viene
casi inevitablemente a su memoria un pasaje profundo del "Fedro", de
Platón. En él Sócrates cuenta a Fedro una historia que ha escuchado de
los antiguos, los cuales tenían conocimiento de lo verdadero. Una vez
Thot, el "padre de las letras" y el "dios del tiempo", visitó al rey
egipcio Thamus de Tebas. Instruyó al soberano sobre diversas artes
inventadas por él, y especialmente sobre el arte de escribir por él
concebido. Ponderando su propio invento, dijo al rey: "Este
conocimiento, oh rey, hará a los egipcios más sabios y vigorizará su
memoria; es el elixir de la memoria y de la sabiduría". Pero el rey no
se deja impresionar. Él prevé lo contrario como consecuencia del
conocimiento de la escritura: "Esto producirá olvido en las almas de los
que lo aprendan por descuidar el ejercicio de la memoria, ya que ahora,
fiándose a la escritura exterior, recordarán de un modo externo; no
desde su propio interior y desde sí mismos. Por consiguiente, tú has
inventado un medio no para el recordar, sino para el caer en la cuenta,
y de la sabiduría tú aportas a tus aprendices sólo la representación, no
la cosa misma. Pues ahora son eruditos en muchas cosas, pero sin
verdadera instrucción, y así pensarán ser entendidos en muchas cosas,
cuando en realidad no entienden de nada, y son gente con la que es
difícil tratar, puesto que no son verdaderos sabios, sino sólo sabios en
apariencia". Quien piensa hoy en cómo programas de televisión de todo el
mundo inundan al hombre con informaciones y le hacen así sabio en
apariencia; quien piensa en las enormes posibilidades del ordenador y de
Internet, que le permiten al que consulta, por ejemplo, tener
inmediatamente a disposición todos los textos de un Padre de la Iglesia
en los que aparece una palabra, sin haber penetrado en cambio en su
pensamiento, ése no considerará exageradas estas prevenciones. Platón no
rechaza la escritura en cuanto tal, como tampoco nosotros rechazamos las
nuevas posibilidades de la información, sino que hacemos de ellas un uso
agradecido. Pero pone una señal de aviso, cuya seriedad está comprobada
a diario por las consecuencias del giro lingüístico, como también por
muchas circunstancias que nos son familiares a todos. H. Schade muestra
el núcleo de lo que Platón tiene que decirnos hoy cuando escribe: "Es
del predominio de un método filológico y de la pérdida de realidad que
se sigue, de lo que nos previene Platón".
Cuando la escritura, lo escrito, se convierte en barrera frente al
contenido, entonces se vuelve un antiarte, que no hace al hombre más
sabio, sino que le extravía en una sabiduría falsa y enferma. Por eso,
frente al giro lingüístico, A. Kreiner advierte con razón: "El abandono
del convencimiento de que se puede remitir con medios lingüísticos a
contenidos extralingüísticos equivale al abandono de un discurso de
algún modo aún lleno de sentido". Sobre la misma cuestión el Papa
advierte en la encíclica lo siguiente: "La interpretación de esta
Palabra (de Dios) no puede llevarnos de interpretación en
interpretación, sin llegar nunca a descubrir una afirmación simplemente
verdadera". El hombre no está aprisionado en el cuarto de espejos de la
s interpretaciones; puede y debe buscar el acceso a lo real, que está
tras las palabras y se le muestra en las palabras y a través de ellas.
Aquí hemos arribado al punto central de la discusión de la fe cristiana
con un tipo determinado de la cultura moderna, que le gustaría pasar por
ser la cultura moderna sin más, pero que, afortunadamente, es sólo una
variedad de ella. Se pone de manifiesto, por ejemplo, muy claramente en
la crítica que el filósofo italiano Paolo Flores d'Arcais ha hecho a la
encíclica. Justo porque la encíclica insiste en la necesidad de la
cuestión de la verdad, comenta él que "la cultura católica oficial (es
decir, la encíclica) no tiene ya nada que decir a la cultura ‘en cuanto
tal’...". Pero esto significa también que la pregunta por la verdad está
fuera de la cultura "en cuanto tal". Y entonces ¿no es esta cultura "en
cuanto tal" más bien una anticultura? ¿Y no es su presunción de ser la
cultura sin más una presunción arrogante y que desprecia al hombre?
Que se trata justamente de este punto, se pone de relieve, cuando Flores
d'Arcais reprocha a la encíclica del Papa consecuencias mortíferas para
la democracia, e identifica su enseñanza con el tipo "fundamentalista"
del Islam. Argumenta remitiendo al hecho de que el Papa ha calificado
como carentes de validez auténticamente jurídica las leyes que permiten
el aborto y la eutanasia. Quien se opone de este modo a un Parlamento
elegido e intenta ejercer el poder secular con pretensiones eclesiales,
muestra que el sello de un dogmatismo católico permanece esencialmente
estampado en su pensamiento. Tales afirmaciones presuponen que no puede
haber ninguna otra instancia por encima de las decisiones de una
mayoría. La mayoría coyuntural se convierte en un absoluto. Porque de
hecho vuelve a existir lo absoluto, lo inapelable. Estamos expuestos al
dominio del positivismo y a la absolutización de lo coyuntural, de lo
manipulable. Si el hombre queda fuera de la verdad, entonces ya sólo
puede dominar sobre él lo coyuntural, lo arbitrario. Por eso no es
"fundamentalismo", sino un deber de la Humanidad proteger al hombre
contra la dictadura de lo coyuntural convertido en absoluto y devolverle
su dignidad, que justamente consiste en que ninguna instancia humana
puede dominar sobre él, porque está abierto a la verdad misma.
Precisamente por su insistencia en la capacidad del hombre para la
verdad, la encíclica es una apología sumamente necesaria de la grandeza
del hombre contra lo que pret ende presentarse como la cultura "tout
court".
Naturalmente es difícil volver a dar carta de ciudadanía a la cuestión
de la verdad en el debate público, debido al canon metodológico que se
ha impuesto hoy como sello acreditativo de la cientificidad. Por eso, es
necesario un debate fundamental sobre la esencia de la ciencia, sobre la
verdad y el método, sobre el cometido de la filosofía y sus posibles
caminos. El Papa no ha considerado que sea tarea suya tratar en la
encíclica la cuestión, totalmente práctica, de si la verdad puede llegar
a ser nuevamente científica y cómo. Pero muestra por qué nosotros
debemos acometer esta tarea. No quería realizar él mismo la tarea de los
filósofos, pero ha cumplido la tarea de la denuncia admonitoria que se
opone a una tendencia autodestructiva de l a cultura "en cuanto tal".
Justamente esta denuncia admonitoria es un acto auténticamente
filosófico, revive en el presente el origen socrático de la filosofía y
muestra con ello la potencia filosófica que se encierra en la fe
bíblica. A la esencia de la filosofía se opone un tipo de cientificidad,
que le cierra el paso a la cuestión de la verdad, o la hace imposible.
Tal autoenclaustramiento, tal empequeñecimiento de la razón no puede ser
la norma de la filosofía, y la ciencia en su conjunto no puede acabar
haciendo imposibles las preguntas propias del hombre, sin las que ella
misma quedaría como un activismo vacío y, a la postre, peligroso. No
puede ser tarea de la filosofía someterse a un canon metodológico, que
tiene su legitimidad en sectores particulares del pensamiento. Su tarea
tiene que ser justamente pensar la cientificidad como un todo, concebir
críticamente su esencia y, de un modo racionalmente responsable, ir más
allá de ello hacia lo que le da sentido. La filosofía tiene que
preguntarse siempre sobre el hombre, y, por consiguiente, cuestionarse
siempre sobre la vida y la muerte, sobre Dios y la eternidad. Para ello
tendrá que servirse hoy, antes que nada, de la aporía de aquel tipo de
cientificidad que aparta al hombre de tales cuestiones y, a partir de
las aporías que nuestra sociedad pone a la vista, intentar abrir siempre
de nuevo el camino hacia lo necesario y lo que se torna necesidad. En la
historia de la filosofía moderna no han faltado tales tentativa s, y
también en el presente hay suficientes ensayos esperanzadores, para
abrir de nuevo la puerta a la cuestión de la verdad, la puerta más allá
del lenguaje que gira sobre sí mismo. En este sentido la llamada de la
encíclica es sin duda crítica ante nuestra situación cultural actual,
pero al mismo tiempo está en una unión profunda con elementos esenciales
del esfuerzo intelectual de la Edad Moderna. Nunca es anacrónica la
confianza en buscar la verdad y en encontrarla. Es justamente ella la
que mantiene al hombre en su dignidad, rompe los particularismos y
unifica a los hombres, más allá de los límites culturales, por su
dignidad común.
2.- Cultura y verdad
a) La esencia de la cultura
Se podría definir lo tratado hasta ahora como la disputa entre la fe
cristiana expresada en la encíclica y un tipo concreto de cultura
moderna, por lo cual nuestras reflexiones dejaron entre paréntesis el
lado científico-técnico de la cultura. El punto de mira estaba dirigido
a lo relativo a las ciencias humanas en nuestra cultura. No sería
difícil mostrar que su desorientación ante la cuestión de la verdad, que
entre tanto se ha convertido en ira frente a ella, descansa, en última
instancia, sobre su pretensión de alcanzar el mismo canon metodológico y
la misma clase de seguridad, que se da en el campo empírico. La renuncia
metodológica de la ciencia natural a lo verificable se convierte en el
documento acreditativo de la cientificidad, más aún, de la racionalidad
misma. Esta reducción metodológica, que está llena de sentido, más aún,
que es necesaria en el ámbito de la ciencia empírica, se convierte así
en un muro ante la cuestión de la verdad: en el fondo se trata del
problema de la verdad y del método, de la universalidad de un canon
metodológico estrictamente empírico. Frente a ese canon, el Papa
defiende la multiplicidad de caminos del espíritu humano, la amplitud de
la racionalidad, que tiene que conocer diversos métodos según la índole
del objeto. Lo no material no puede ser abordado con métodos que
corresponden a lo material; así podría resumirse, a grandes rasgos, la
denuncia del Papa frente a una forma unilateral de racionalidad.
La disputa con la cultura moderna, la disputa sobre la verdad y el
método, es la primera veta fundamental del tejido de nuestra encíclica.
Pero la cuestión sobre la verdad y la cultura se presenta aún bajo otro
aspecto, que se remite substancialmente al ámbito propiamente religioso.
Hoy se contrapone de buen grado la relatividad de las culturas a la
pretensión universal de lo cristiano, que se funda en la universalidad
de la verdad. El tema resuena ya durante el siglo dieciocho, en Gotthold
Ephraim Lessing, que presenta las tres grandes religiones en la parábola
de los tres anillos, de los que uno tiene que ser el auténtico y
verdadero, pero cuya autenticidad ya no es verificable. La cuestión de
la verdad es irresoluble y se sustituye por la cuestión del efecto
curativo y purificador de la religión. Luego, a comienzos de nuestro
siglo, Ernst Troeltsch reflexionó expresamente sobre la cuestión de la
religión y la cultura, de la verdad y la cultura. Al principio aún
consideraba al cristianismo como la revelación entera de la religiosidad
personalista, como la única ruptura completa con los límites y
condiciones de la religión natural. Pero, en el curso de su camino
intelectual, la determinación cultural de la religión le fue cerrando
cada vez más la mirada sobre la verdad y subordinando todas las
religiones a la relatividad de las culturas. A la postre, la validez del
cristianismo se convierte para él en un asunto europeo: para él el
cristianismo es la forma de religión adecuada a Europa, mientras
atribuye ahora al budismo y al brahmanismo una autonomía absoluta. En la
práctica se elimina la cuestión de la verdad, y los límites de las
culturas se hacen insalvables.
Por eso, una encíclica que está dedicada por entero a la aventura de la
verdad, debía plantear también la cuestión de la relación entre verdad y
cultura. Debía preguntar si puede darse una comunión de las culturas en
la única verdad, si puede decirse la verdad para todos los hombres,
trascendiendo las diversas formas culturales, o si a la postre hay que
presentirla sólo asintóticamente tras formas culturales diversas e
incluso opuestas.
A un concepto estático de cultura, que presupone formas culturales fijas
que a la postre se mantienen constantes y sólo pueden coexistir unas con
otras, pero no comunicarse entre ellas, el Papa ha opuesto en la
encíclica una comprensión dinámica y comunicativa de la cultura. Subraya
que las culturas, "cuando están profundamente enraizadas en lo humano,
llevan consigo el testimonio de la apertura típica del hombre a lo
universal y a la trascendencia". Por eso, como expresión del único ser
del hombre, las culturas están caracterizadas por la dinámica del hombre
que trasciende todos los límites. Por eso, las culturas no están fijadas
de una vez para siempre en una forma. Les es propia la capacidad de
progresar y transformarse, y también el pe ligro de decadencia. Están
abocadas al encuentro y fecundación mutua. Puesto que la apertura
interior del hombre a Dios las impregna tanto más cuanto mayores y más
genuinas son, por ello llevan impresa la predisposición para la
revelación de Dios. La Revelación no les es extraña, sino que responde a
una espera interior en las culturas mismas. Theodor Haecker ha hablado,
a propósito de esto, del carácter de adviento de las culturas
precristianas, y entre tanto muchas investigaciones de historia de las
religiones han podido mostrar de manera concreta este remitir de las
culturas al Logos de Dios, que se ha encarnado en Jesucristo. En este
orden de cosas, el Papa se vale de la tabla de las naciones contenida en
el relato pascual de los Hechos de los Apóstoles (2, 7-14), en el que se
nos narra cómo es perceptible y comunicable el testimonio de la fe en
Cristo mediante todas las lenguas y en todas las lenguas, es decir, en
todas las culturas que se expresan en la lengua. En todas ellas la
palabra humana se hace portadora del hablar propio de Dios, de su propio
Logos. La encíclica añade: "El anuncio del Evangelio en diversas
culturas, aunque exige de cada destinatario la fe, no les impide
conservar una identidad cultural propia. Ello no crea división alguna,
porque el pueblo de los bautizados se distingue por una universalidad
que sabe acoger cada cultura, favoreciendo el proceso de lo que en ella
hay de implícito hacia su plena explicitación en la verdad".
A partir de esto, y respecto a la relación general de la fe cristiana
con las culturas precristianas, el Papa desarrolla modélicamente en el
ejemplo de la cultura india los principios a observar en el encuentro de
estas culturas con la fe. Llama brevemente la atención, en primer lugar,
sobre el gran auge espiritual del pensamiento indio, que lucha por
liberar el espíritu de las condiciones espacio-temporales y ejercita así
la apertura metafísica del hombre, que luego ha sido conformada
especulativamente en importantes sistemas filosóficos. Con estas
indicaciones se pone de relieve la tendencia universal de las grandes
culturas, su superación del tiempo y del espacio, y así también su
avance hacia el ser del hombre y hacia sus supremas posibilidades. Aquí
radica la capacidad de diálogo entre las culturas, en este caso entre la
cultura india y las culturas que han crecido en el ámbito de la fe
cristiana. El primer criterio se colige por sí mismo, por así decir, del
contacto interior con la cultura india. Consiste en la "universalidad
del espíritu humano, cuyas exigencias fundamentales son idénticas en las
culturas más diversas". De él se sigue un segundo criterio: "Cuando la
Iglesia entra en contacto con grandes culturas a las que anteriormente
no había llegado, no puede olvidar lo que ha adquirido en la
inculturación en el pensamiento grecolatino. Rechazar esta herencia
sería ir en contra del designio providencial de Dios..." Finalmente
señala la encíclica un tercer criterio, que se sigue de las reflexiones
precedentes sobre la esencia de la cultura: "Hay que evitar confundir la
legítima reivindicación de lo específico y original del pensamiento
indio con la idea de que una tradición cultural deba encerrarse en su
diferencia y afirmarse en su oposición a otras tradiciones, lo cual es
contrario a la naturaleza misma del espíritu humano".
b) La superación de las culturas en la Biblia y en la historia de la
fe
Si el Papa insiste en el carácter irrenunciable de la herencia cultural
forjada en el pasado, que ha llegado a ser un vehículo para la verdad
común de Dios y del hombre, entonces surge espontáneamente la cuestión
de si no se canoniza así un eurocentrismo de la fe, que no parece
superarse por el hecho de que, a lo largo de la Historia, pueden
introducirse, o ya se han introducido, nuevas herencias en la identidad
de la fe constante y que afecta a todos. La cuestión es insoslayable:
Hasta qué punto es griega o latina la fe, que por lo demás no ha surgido
en el mundo griego o latino, sino en el mundo semita del antiguo
Oriente, en el que estaban y están en contacto Asia, África y Europa. La
encíclica toma postura, especialmente en su segundo capítulo, sobre el
desarrollo del pensamiento filosófico en el interior de la Biblia, y en
el cuarto capítulo, con la presentación del encuentro decisivo de esta
sabiduría de la razón desarrollada en la fe con la sabiduría griega de
la filosofía. Quisiera añadir brevemente lo siguiente:
Ya en la Biblia se elabora un acervo de pensamiento religioso y
filosófico variado a partir de mundos culturales diversos. La Palabra de
Dios se desarrolla en un proceso de encuentros con la búsqueda humana de
una respuesta a sus últimas preguntas. Dicha Palabra no es algo caído
del cielo como un meteorito, sino que es precisamente una síntesis de
culturas. Vista más en lo hondo, nos permite reconocer un proceso en el
que Dios lucha con el hombre y le abre lentamente a su Palabra más
profunda, a sí mismo: al Hijo, que es el Logos. La Biblia no es mera
expresión de la cultura del pueblo de Israel, sino que está
continuamente en disputa con el intento, totalmente natural de este
pueblo, de ser él mismo e instalarse en su propia cultura. La f e en
Dios y el sí a la voluntad de Dios le van desarraigando continuamente de
sus propias representaciones y aspiraciones. Él sale constantemente al
paso frente a la religiosidad propia de Israel y a su propia cultura
religiosa, que quería expresarse en el culto de los lugares altos, en el
culto de la diosa celeste, en la pretensión de poder de la propia
monarquía. Empezando por la cólera de Dios y de Moisés contra el culto
al becerro de oro en el Sinaí, hasta los últimos profetas postexílicos,
de lo que siempre se trata es de que Israel se desarraigue de su propia
identidad cultural, de que debe abandonar, por así decir, el culto a la
propia nacionalidad, el culto a la raza y a la tierra, para inclinarse
ante el Dios totalmente otro y no apropiable, que ha creado cielo y
tierra, y es el Dios de todos los pueblos. La fe de Israel significa una
permanente autosuperación de la propia cultura en la apertura y
horizonte de la verdad común. Los libros del Antiguo Testamento pueden
parecer, desde muchos puntos de vista, menos piadosos, menos poéticos,
menos inspirados que importantes pasajes de los libros sagrados de otros
pueblos. Pero, en cambio, tienen su singularidad en la índole combativa
de la fe contra lo propio, en este desarraigo de lo propio que comienza
con la peregrinación de Abraham. La liberación de la ley que Pablo
alcanza por su encuentro con Jesucristo resucitado, lleva esta
orientación fundamental del Antiguo Testamento hasta su consecuencia
lógica: significa la universalización plena de esta fe, que se separa
del orden nacional. Ahora son invitados todos los pueblos a entrar en
este proceso de superación de lo propio, que ha comenzado en primer
lugar en Israel; son invitados a convertirse al Dios, que,
desapropiándose de sí mismo en Jesucristo, ha abatido "el muro de la
enemistad" entre nosotros (Ef 2, 14) y nos congrega en la autoentrega de
la cruz. Así, pues, en su esencia la fe en Jesucristo es un permanente
abrirse, irrupción de Dios en el mundo humano y apertura correspondiente
del hombre a Dios, que congrega al mismo tiempo a los hombres. Todo lo
propio pertenece ahora a todos, y todo lo ajeno llega a ser también al
mismo tiempo lo propio nuestro, y todo ello abarcado por la palabra del
padre al hijo mayor: "Todo lo mío es tuyo" (Lc 15, 31), que vuelve a
aparecer en la oración sacerdotal de Jesús como modo de dirigirse del
Hijo al Padre: "Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío" (Jn 17, 10).
Este patrón determina también el encuentro del mensaje revelado con la
cultura griega, que, por cierto, no empieza sólo con la evangelización
cristiana, sino que se había desarrollado ya dentro de los escritos del
Antiguo Testamento, sobre todo mediante su traducción al griego y a
partir de ahí en el judaísmo primitivo. Este encuentro era posible,
porque ya se había abierto camino en el mundo griego un acontecimiento
semejante de autrotrascendencia. Los Padres no han vertido sin más al
Evangelio una cultura griega que se mantenía en sí y se poseía a sí
misma. Ellos pudieron asumir el diálogo con la filosofía griega y
convertirla en instrumento del Evangelio allí donde en el mundo griego
se había iniciado, mediante la búsqueda de Dios, una autocrítica de la
propia cultura y del propio pensamiento. La fe une los diversos pueblos
-comenzando por los germanos y los eslavos, que en los tiempos de la
invasión de los bárbaros entraron en contacto con el mensaje cristiano,
hasta los pueblos de Asia, África y América- no a la cultura griega en
cuanto tal, sino a su autosuperación, que era el verdadero punto de
contacto para la interpretación del mensaje cristiano. A partir de ahí
la fe los introduce en la dinámica de la autosuperación. Hace poco
Richard Schäffler ha dicho certeramente al respecto que la predicación
cristiana ha exigido desde el principio a los pueblos de Europa (que,
por lo demás, no existía como tal antes de la evangelización cristiana),
"la renuncia a todos los respectivos "dioses" autóctonos de los
europeos, mucho antes de que entraran en el campo de su visión las
culturas extraeuropeas". A partir de ahí hay que entender por qué la
predicación cristiana entró en contacto con la filosofía, y no con las
religiones. Cuando se intentó esto último, cuando, por ejemplo, se quiso
interpretar a Cristo como el verdadero Dionisio, Esculapio o Hércules,
tales intentos cayeron rápidamente en desuso. Que no se entrara en
contacto con las religiones, sino con la filosofía, tiene que ver con el
hecho de que no se canonizó una cultura, sino que se podía entrar a ella
por donde había comenzado ella misma a salir de sí misma, por donde
había iniciado el camino de apertura a la verdad común y había dejado
atrás la i nstalación en lo meramente propio. Esto constituye también
hoy una indicación fundamental para la cuestión de los contactos y del
trasvase a otros pueblos y culturas. Ciertamente, la fe no puede entrar
en contacto con filosofías que excluyen la cuestión de la verdad, pero
sí con movimientos que se esfuerzan por salir de la cárcel del
relativismo. Tampoco puede asumir directamente las antiguas religiones.
En cambio, las religiones pueden proporcionar formas y creaciones de
diverso tipo, pero sobre todo actitudes -el respeto, la humildad, la
abnegación, la bondad, el amor al prójimo, la esperanza en la vida
eterna. Esto me parece - dicho entre paréntesis- que es también
importante para la cuestión del significado salvífico de las religiones.
No salvan, por así decir, en cuanto sistemas cerrados y por la fidelidad
al sistema, sino que colaboran a la salvación en la medida en que llevan
a los hombres a "preguntar por Dios" (como lo expresa el Antiguo
Testamento), "buscar su rostro", "buscar el Reino de Dios y su
justicia".
3.- Religión, verdad y salvación
Permítanme detenerme un momento aún en este punto, porque toca una
cuestión fundamental de la existencia humana, que con razón representa
también una cuestión capital en el actual debate teológico. Pues se
trata del mismo impulso del que ha partido la filosofía, y al que tiene
que volver siempre; en él se tocan necesariamente filosofía y teología,
si éstas se mantienen fieles a su cometido. Es la cuestión de cómo se
salva el hombre, cómo se justifica. En el pasado se ha pensado
preferentemente en la muerte y en lo que viene después de la muerte;
hoy, cuando se ve el más allá como inseguro y por ello se lo continúa
excluyendo de las cuestiones actuales, hay que continuar buscando lo
recto y justo en el tiempo, y no puede preterirse el problema de cómo
hay que habérselas con la muerte. Curiosamente, en el debate acerca de
la relación del cristianismo y las religiones universales el punto de
discusión que propiamente se ha mantenido es cómo se relacionan las
religiones y la salvación eterna. La cuestión de cómo puede ser salvado
el hombre, se ha planteado aún en sentido más bien clásico. Y ahora se
ha impuesto de modo bastante general esta tesis: las religiones son
todas ellas caminos de salvación. Quizás no el camino ordinario, pero al
menos sí caminos "extraordinarios" de salvación: por todas las
religiones se llega a la salvación; esto se ha convertido en la visión
corriente.
Esta respuesta corresponde no sólo a la idea de tolerancia y respeto del
otro que hoy se nos impone. Corresponde también a la imagen moderna de
Dios: Dios no puede rechazar a hombres sólo porque no conocen el
cristianismo y, en consecuencia, han crecido en otra religión. El
aceptará su vida religiosa lo mismo que la nuestra. Aunque esta tesis -
reforzada entre tanto con muchos otros argumentos- es clara a primera
vista, sin embargo suscita interrogantes. Pues las religiones
particulares no exigen sólo cosas distintas, sino también opuestas. Ante
el creciente número de hombres no ligados por lo religioso, esta teoría
universal de la salvación se ha extendido también a formas de existencia
no religiosas pero vividas coherentemente. Entonces comienza a ser
válido que lo contradictorio es considerado como conducente a la misma
meta; en pocas palabras: estamos nuevamente ante la cuestión del
relativismo. Se presupone subrepticiamente que en el fondo todos los
contenidos son igualmente válidos. Qué es lo que propiamente vale, no lo
sabemos. Cada uno tiene que recorrer su camino, ser feliz a su manera,
como decía Federico II de Prusia. Así, a caballo de las teorías de la
salvación, otra vez se cuela inevitablemente el relativismo por la
puerta trasera: la cuestión de la verdad se separa de la cuestión de las
religiones y de la salvación. La verdad es sustituida por la buena
intención; la religión se mantiene en lo subjetivo, porque no se puede
conocer lo objetivamente bueno y verdadero.
a) La diferencia de las religiones y sus peligros
¿Nos tenemos que conformar con esto? ¿Es inevitable la alternativa entre
rigorismo dogmático y relativismo humanitario? Pienso que en las teorías
reseñadas no se han pensado suficientemente tres cosas. En primer lugar,
las religiones (y entretanto también el agnosticismo y el ateísmo) son
consideradas todas ellas como iguales. Pero precisamente esto no es así.
De hecho, hay formas religiosas degeneradas y enfermas, que no elevan al
hombre, sino que lo alienan: la crítica marxista de la religión no
carecía totalmente de base. Y también las religiones a las que hay que
reconocer una grandeza moral y que están en camino hacia la verdad,
pueden enfermar en ciertos trechos del camino. En el hinduismo (que
propiamente es un nombre colectivo para religiones diversas) hay
elementos grandiosos, pero también aspectos negativos; el
entrelazamiento con el sistema de castas, la quema de viudas, que se
había formado a partir de representaciones inicialmente simbólicas;
habría que mencionar las aberraciones del Saktismo, por dar sólo un par
de indicaciones. Pero también el Islam, con toda la grandeza que
representa, está continuamente expuesto al peligro de perder el
equilibrio, dar espacio a la violencia y dejar que la religión se
deslice hacia lo externo y ritualista. Y naturalmente hay también, como
todos nosotros bien sabemos, formas enfermas de lo cristiano. Por
ejemplo, cuando los cruzados, en la conquista de la ciudad santa de
Jerusalén en la que Cristo murió por todos los hombres, causaban ellos
mismos un baño de sangre entre musulmanes y judíos. Esto significa que
la religión exige discernimiento, discernimiento entre las formas de las
religiones y discernimiento en el interior de la religión misma, según
la medida de su propio nivel. Con el indiferentismo de los contenidos y
de las ideas, que todas las religiones sean distintas y sin embargo
iguales, no se puede ir adelante. El relativismo es peligroso,
concretamente para la formación del ser humano en lo particular y en la
comunidad. La renuncia a la verdad no sana al hombre. No puede pasarse
por alto cuánto mal ha sucedido en la Historia en nombre de opiniones e
intenciones buenas.
b) La cuestión de la salvación
Con ello tocamos ya el segundo punto que ordinariamente es desatendido.
Cuando se habla del significado salvífico de las religiones,
sorprendentemente se piensa, la mayoría de las veces, sólo en que todas
posibilitan la vida eterna, con lo cual se acaba neutralizando el
pensamiento en la vida eterna, pues uno llega de todos modos a ella.
Pero así se empequeñece inconvenientemente la cuestión de la salvación.
El cielo comienza en la tierra. La salvación en el más allá supone la
vida correspondiente en el más acá. Uno, pues, no puede preguntarse sólo
quién va al cielo y desentenderse simultáneamente de la cuestión del
cielo. Hay que preguntar qué es el cielo y cómo viene a la tierra. La
salvación del más allá debe reflejarse en una forma de vida, que hace
aquí humano al hombre y, de este modo, conforme a Dios. Esto significa
nuevamente que, en la cuestión de la salvación, hay que mirar más allá
de las religiones mismas y a ese horizonte pertenecen reglas de vida
recta y justa, que no pueden ser relativizadas arbitrariamente. Yo
diría, pues, que la salvación comienza con la vida recta y justa del
hombre en este mundo, que abarca siempre los dos polos de lo particular
y de la comunidad.
Hay formas de comportamiento que nunca pueden servir para hacer recto y
justo al hombre, y otras, que siempre pertenecen al ser recto y justo
del hombre. Esto significa que la salvación no está en las religiones
como tales, sino que depende también de hasta qué punto llevan a los
hombres, junto con ellas, al bien, a la búsqueda de Dios, de la verdad y
del bien. Por eso, la cuestión de la salvación conlleva siempre un
elemento de crítica religiosa, aunque también puede aliarse
positivamente con las religiones. En todo caso, tiene que ver con la
unidad del bien, con la unidad de lo verdadero, con la unidad de Dios y
del hombre.
c) La conciencia y la capacidad del hombre para la verdad
Este título lleva al tercer punto que quería abordar aquí. La unidad del
hombre tiene un órgano: la conciencia. Fue una osadía de san Pablo
afirmar que todos los hombres tienen la capacidad de escuchar la
conciencia, separar así la cuestión de la salvación del conocimiento y
observancia de la Thorá, y situarla sobre la exigencia común de la
conciencia en la que el único Dios habla, y dice a cada uno lo
verdaderamente esencial de la Thorá: "Cuando los gentiles, que no tienen
ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley,
para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa
ley escrita en su corazón, atestiguando su conciencia..." (Rom 2, 14 ss).
Pablo no dice: Si los gentiles se mantienen firmes en su religión, eso
es bueno ante el juicio de Dios. Al contrario, él condena gran parte de
las prácticas religiosas de aquel tiempo. Remite a otra fuente, a lo que
todos llevan escrito en el corazón, al único bien del único Dios. De
todos modos, aquí se enfrentan hoy dos conceptos contrarios de
conciencia, que la mayoría de las veces sencillamente se entrometen el
uno en el otro. Para Pablo la conciencia es el órgano de la trasparencia
del único Dios en todos los hombres, que son un hombre. En cambio,
actualmente la conciencia aparece como expresión del carácter absoluto
del sujeto, sobre el que no puede haber, en el campo moral, ninguna
instancia superior. Lo bueno como tal no es cognoscible. El Dios único
no es cognoscible. En lo que afecta a la moral y a la religión, la
última instancia es el sujeto. Esto es lógico, si la verdad como tal es
inaccesible. Así, en el concepto moderno de conciencia, ésta es la
canonización del relativismo, de la imposibilidad de normas morales y
religiosas comunes, mientras que, por el contrario, para Pablo y la
tradición cristiana había sido la garantía para la unidad del hombre y
para la cognoscibilidad de Dios, para la obligatoriedad común del mismo
y único bien. El hecho de que en todos los tiempos ha habido y hay
santos gentiles, se basa en que en todos lugares y en todos tiempos -
aunque muchas veces con gran esfuerzo y sólo parcialmente- era
perceptible la voz del corazón, y la Thora de Dios se nos hacía
perceptible como obligación en nosotros mismos, en nuestro ser creatural
y así se nos hacía posible superar lo meramente subjetivo, en la
relación de unos con otros y en la relación con Dios. Y esto es
salvación. Resta por saber lo que Dios hace con los pobres fragmentos de
nuestro ascenso hacia el bien, hacia Él mismo, su misterio, que no
debíamos arrogarnos el querer controlar.
Reflexiones conclusivas
Al final de mis reflexiones quisiera llamar nuevamente la atención sobre
una indicación metodológica que da el Papa para la relación de la
teología y la filosofía, de la fe y la razón, porque con ella se toca la
cuestión práctica de cómo podía ponerse en marcha, en el sentido de la
encíclica, una renovación del pensamiento filosófico y teológico. La
encíclica habla de un movimiento circular entre teología y filosofía, y
lo entiende en el sentido de que la teología tiene que partir siempre en
primer lugar de la Palabra de Dios; pero, puesto que esta Palabra es
verdad, hay que ponerla en relación con la búsqueda humana de la verdad,
con la lucha de la razón por la verdad y ponerla así en diálogo con la
filosofía. La búsqueda de la verdad por parte del creyente se realiza,
según esto, en un movimiento, en el que siempre se están confrontando la
escucha de la Palabra proclamada y la búsqueda de la razón. De este
modo, por una parte, la fe se profundiza y purifica, y, por otra, el
pensamiento también se enriquece, porque se le abren nuevos horizontes.
Me parece que se puede ampliar algo más esta idea de la circularidad:
tampoco la filosofía como tal debería cerrarse en lo meramente propio e
ideado por ella. Así como debe estar atenta a los conocimientos
empíricos, que maduran en las diversas ciencias, así también debería
considerar la sagrada tradición de las religiones, y en especial el
mensaje de la Biblia, como una fuente de conocimiento del que ella se
deja fecundar. De hecho, no hay ninguna gran filosofía que no haya
recibido de la tradición religiosa luces y orientaciones, ya pensemos en
la filosofía de Grecia y de la India, o en la filosofía que se ha
desarrollado en el ámbito del cristianismo, o también en las filosofías
modernas, que estaban convencidas de la autonomía de la razón y
consideraban esta autonomía como criterio último del pensar, pero que se
mantuvieron deudoras de los grandes temas del pensamiento que la fe
cristiana había ido dando a la filosofía: Kant, Fichte, Hegel, Schelling
no serían imaginables sin los antecedentes de la fe, e incluso Marx, en
el corazón de su radical reinterpretación, vive del horizonte de
esperanza que había asumido de la tradición judía. Cuando la filosofía
apaga totalmente este diálogo con el pensamiento de la fe, acaba -como
Jaspers formuló una vez- en una "seriedad que se va vaciando de
contenido". Al final se ve impelida a renunciar a la cuestión de la
verdad, y esto significa darse a sí misma por perdida. Pues una
filosofía que ya no pregunta quiénes somos, para qué somos, si existe
Dios y la vida eterna, ha abdicado como filosofía.
Quisiera concluir con la mención de un comentario a la encíclica, que ha
aparecido en el semanario alemán "Die Zeit", en otras ocasiones más bien
lejano a la Iglesia. El comentarista Jan Ross sintetiza con mucha
precisión el núcleo de la instrucción papal, cuando dice que el
destronamiento de la teología y de la metafísica "no ha hecho al
pensamiento sólo más libre, sino también más angosto". Sí, él no teme
hablar de "entontecimiento por increencia". "Cuando la razón se apartó
de las cuestiones últimas, se hizo apática y aburrida, dejó de ser
competente para los enigmas vitales del bien y del mal, de muerte e
inmortalidad". La voz del Papa -prosigue este comentarista- ha dado
ánimo "a muchos hombres y a pueblos enteros; en los oídos de muchos ha
sonado también dura y cortante, e incluso ha suscitado odio, pero si
enmudece, será un momento de silencio espantoso" (fin de la cita). De
hecho, si se deja de hablar de Dios y del hombre, del pecado y la
gracia, de la muerte y la vida eterna, entonces todo grito y todo ruido
que haya será sólo un intento inútil para hacer olvidar el enmudecerse
de lo propiamente humano. El Papa ha salido al paso ante el peligro de
tal enmudecimiento con su parresía, con la franqueza intrépida de la fe,
y ha cumplido un servicio no sólo para la Iglesia, sino también para la
Humanidad. Debemos estarle agradecidos por ello.