eN EL CORAZÓN DE MARÍA
“El Ángel de Yahvé llamó a Abraham por
segunda vez desde los cielos, y dijo: 'Por mí
mismo juro, oráculo de Yahvé, que por haber hecho esto, por no haberme
negado tu hijo, tu único, yo te colmaré de bendiciones y acrecentaré
muchísimo tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas
de la playa, y se adueñará tu descendencia de la puerta de sus enemigos.
Por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra, en
pago de haber obedecido tú mi voz'” Gén.
22:15-18.
El buen cristiano debe amar al Señor de una forma pura y desinteresada,
reconociendo la magnanimidad y belleza del Creador, sometiéndole toda su
vida y su ser. “No me mueve mi Dios, para quererte, el Cielo que me
tienes prometido...”, así comienza una poesía que muchos conocemos, y
que pone de manifiesto esa actitud de puro amor para con Dios que nos
debe caracterizar. Ésta era precisamente la actitud primordial de
Abraham, nuestro padre en la fe, quien se dispuso fielmente a sacrificar
a su único hijo, Isaac, por amor. Pese al dolor que este acto le
causaba, se mantuvo firme en su decisión de obedecer a Dios por sobre
todas las cosas.
Sin embargo, a pesar de ese santo desinterés que debería mover nuestros
actos y pensamientos, vale la pena fijar nuestra atención en el
cumplimiento de las promesas de Dios, en la palabra que pronuncia el
Señor, conmovido ante la respuesta afirmativa de su siervo:
"Te colmaré de bendiciones... por tu descendencia
se bendecirán todas las naciones de la tierra."
Hoy más que nunca el pueblo de Dios necesita ser colmado de bendiciones,
asediado como está por todos los flancos, y con las fuerzas del mal
arremetiendo contra nosotros con poder. El desafío de la familia
de hoy, radica en ese mismo ofrecimiento que hubiera de hacer Abraham, y
que para nosotros se traduce en aportar a la Iglesia con vocaciones
religiosas que se fomenten y crezcan en el hogar cristiano. Si
todos nos dispusiéramos a orar por las vocaciones y a dar a conocer a
los jóvenes el verdadero rostro de la vida religiosa, ciertamente
recibiríamos el ciento por uno que Dios está deseoso de conceder a su
pueblo.
La Santísima Virgen María, la Mujer de Dios por excelencia, “la nueva
Eva”, amaba y conocía las Sagradas Escrituras, y siendo Inmaculada,
personificaba esa misma actitud humilde, dócil y desinteresada que
caracterizaba a Abraham. Ella supo responder con mayor prontitud aún, y
con una entrega que sobrepasa nuestro entendimiento. María al pie de la
Cruz, siendo Madre del Cordero, no solamente efectúa su entrega
maternal, sino que también Ella misma se inmola junto a su Hijo. Ella
ofrece al Padre su Corazón Traspasado y al mismo tiempo nos recibe a
todos los fieles como hijos. Contemplemos la fecundidad de su entrega,
el valor de su dolor... su continuo sí aporta sobremanera a la obra
Redentora de su Hijo en la Cruz. Este sufrimiento hasta el extremo tiene
una trascendencia sin límites: La Vida Eterna que Jesús obtuvo para
nosotros.
Junto a María, y con las gracias que como
Madre y Mediadora nos concede, podrá la familia de hoy apartarse de ese
camino de indiferencia ante Dios que parece nublar a nuestra sociedad.
Hemos de pedirle que con sus manos purísimas, cultive para la Iglesia
vocaciones santas que surjan de nuestras familias.
El 6 de Mayo de 1927, Jesús se dirigió a
la Beata Dina Bélanger con estas palabras: “Si todas las almas
consagradas no me negasen nada y me dejaran siempre obrar libremente en
ellas, todas las otras almas se salvarían. Sí, todas las otras almas se
salvarían. Por medio de ellas Yo suplicaría y rogaría a mi Padre salvar
y santificar a todas las otras almas, según su divina voluntad, y no
podría negármelo.” Ante semejantes palabras, el celo por las
vocaciones debería consumir nuestro corazón, no sólo permitiendo que el
Señor escogiera de entre su pueblo, sino más bien suplicándole que
pusiese su mirada amorosa sobre nuestra familia en particular.
Ofrezcámosle al Padre, en la persona de nuestros hijos, nietos y
sobrinos, el futuro de la Iglesia Santa de Nuestro Señor Jesucristo.