eN EL CORAZÓN DE LA
IGLESIA
Exponiendo la Doctrina Católica Según el
Catecismo Universal de la Iglesia
María en el Misterio de Cristo y
la Iglesia
“Dios envió a su Hijo” (Ga 4, 4), pero
para “formarle un cuerpo” (cf. Hb 10,5), quiso la libre cooperación de
una criatura. Para eso desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la
Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en
Galilea, a “una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa
de David; el nombre de la virgen era María.” (Lc 1, 26-27).
“El Padre de las misericordias
quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la
Madre, precediera a la Encarnación, para que así como una mujer
contribuyó a la muerte, así también otra mujer contribuyera a la vida.”
(LG 56).
Para ser la Madre del Salvador,
María fue “dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan
importante.” El ángel Gabriel en el momento de la Anunciación la saluda
como “llena de gracia” (Lc 1, 28). En efecto, para poder dar el
asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación, era preciso que
ella estuviese totalmente poseída por la gracia de Dios.
Esta “resplandeciente santidad del
todo singular” de la que ella fue “enriquecida desde el primer instante
de su concepción”, le viene toda entera de Cristo: ella es “redimida de
la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo”. El Padre la
ha “bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos,
en Cristo” (Ef 1, 3) más que a ninguna otra persona creada. El la ha
“elegido en él, antes de la creación del mundo para ser santa e
inmaculada en su presencia, en el amor.” (Ef 1, 4).
Al anuncio de que ella dará a luz
al “Hijo del Altísimo” sin conocer varón, por la virtud del Espíritu
Santo, María respondió por “la obediencia de la fe” (Rm 1, 5), segura de
que “nada hay imposible para Dios”: “He aquí la esclava del Señor:
hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 37-38). Así dando su
consentimiento a la palabra de Dios, María llegó a ser Madre de Jesús y,
aceptando de todo corazón la voluntad divina de salvación, sin que
ningún pecado se lo impidiera, se entregó a sí misma por entero a la
persona y a la obra de su Hijo, para servir, en su dependencia y con Él,
por la gracia de Dios, al Misterio de Redención.”