NOS
HABLA EL CORAZÓN DEL PAPA
Tomado de la Carta
Apostólica Novo Millennio Ineunte
Si
quisiéramos individuar el núcleo esencial de la gran herencia que nos
deja (el Año Jubilar), no dudaría en concretarlo en la contemplación
del rostro de Cristo:
contemplado en sus coordenadas históricas y en su misterio,
acogido en su múltiple presencia en la Iglesia y en el mundo, confesado
como sentido de la historia y luz de nuestro camino.
Ahora
tenemos que mirar hacia adelante, debemos "remar mar adentro",
confiando en la palabra de Cristo: ¡Duc in altum!
Lo que hemos hecho este año no puede justificar una sensación
de dejadez y menos aún llevarnos a una actitud de desinterés.
Al contrario, las experiencias vividas deben suscitar en nosotros
un dinamismo nuevo, empujándonos a emplear el entusiasmo experimentado
en iniciativas concretas.
Jesús mismo nos lo advierte:
"Quien pone su mano en el arado y vuelve su vista atrás,
no sirve para el Reino de Dios" (Lc 9, 62).
En la causa del Reino no hay tiempo para mirar atrás, y menos
para dejarse llevar por la pereza.
Es mucho lo que nos espera y por eso tenemos que emprender una
eficaz programación pastoral postjubilar.
Sin
embargo, es importante que lo que nos propongamos con la ayuda de Dios,
esté fundado en la contemplación y en la oración.
El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo
desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del "hacer por
hacer."
Tenemos que resistir a esta tentación, buscando "ser"
antes que "hacer".
Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a Marta:
"Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y, sin
embargo sólo una es necesaria" (Lc 10, 41-42).
No
dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino
pastoral es la de la santidad.
¿Acaso no era éste el sentido último de la indulgencia
jubilar, como gracia especial ofrecida por Cristo para que la vida de
cada bautizado pudiera purificarse y renovarse profundamente?
Espero
que, entre quienes han participado en el Jubileo, hayan sido muchos los
beneficiados con esta gracia, plenamente conscientes de su carácter
exigente.
Conviene
además descubrir en todo su valor programático el Capítulo V de la
Constitución Dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, dedicado
a la "vocación universal a la santidad".
Si los Padres conciliares concedieron tanto relieve a esta temática
no fue para dar una especie de toque espiritual a la eclesiología, sino
más bien para poner de relieve una dinámica intrínseca y
determinante.
Descubrir a la Iglesia como "misterio", es decir, como
pueblo "congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo", llevaba a descubrir también su "santidad",
entendida en su sentido fundamental de pertenecer a Aquél que por
excelencia es el Santo, el "tres veces Santo" (cf. Is 6, 3).
Confesar a la Iglesia como santa significa mostrar su rostro de
Esposa de Cristo, por la cual Él se entregó, precisamente para
santificarla (cf. Ef 5, 25-26)."