CARTA ENCÍCLICA
EVANGELIUM VITAE
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN
PABLO II
A LOS
OBISPOS A LOS SACERDOTES Y DIÁCONOS A LOS RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS
A LOS FIELES LAICOS Y A TODAS LAS PERSONAS DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE EL VALOR Y EL CARÁCTER INVIOLABLE DE LA VIDA HUMANA
(NOTA: Este
documento está dividido en dos páginas de nuestro web: esta y la
#2)
Fuente: Vatican.va
INDICE
INTRODUCCIÓN
CAPITULO I:
LA SANGRE DE TU HERMANO
CLAMA A MI DESDE EL SUELO
CAPITULO II:
HE VENIDO PARA QUE TENGAN
VIDA
CAPITULO III:
NO MATARÁS
CAPITULO
IV: A MI ME LO HICISTEIS
CONCLUSIÓN
El Papa Juan Pablo II en
Evangelium Vitae afirma:
"La vida humana comienza en la
concepción. En ese instante Dios crea un alma eterna, única y el
pequeño bebé es imagen de Dios. Es Dios quien lo forma y lo plasma con sus manos, que lo
ve mientras es todavía un pequeño embrión informe (cf. Sal 139/138). Incluso cuando está
todavía en el seno materno -como testimonian numerosos textos bíblicos- el
hombre es término personalísimo de la amorosa y paterna providencia divina.”
(, Cap. 3, #61).
"El Magisterio pontificio más reciente ha reafirmado con gran vigor esta
doctrina común (condenando del aborto). En particular, Pío XI en la Encíclica rechazó las pretendidas justificaciones del aborto; Pío XII excluyó todo
aborto directo, o sea, todo acto que tienda directamente a destruir la vida
humana aún no nacida, «tanto si tal destrucción se entiende como fin o
sólo como medio para el fin»; Juan XXIII reafirmó que la vida humana es
sagrada, porque «desde que aflora, ella implica directamente la acción
creadora de Dios». El Concilio Vaticano II, como ya he recordado, condenó
con gran severidad el aborto: «se ha de proteger la vida con el máximo
cuidado desde la concepción; tanto el aborto como el infanticidio son
crímenes nefandos»".
"Declaro que el aborto directo, esto es, el aborto voluntario empleado
como un fin o un medio, siempre constituirá un grave desorden moral,
puesto que es la muerte deliberada de un ser inocente. Ninguna
circunstancia, propósito o ley de ninguna naturaleza podrá jamás volver
lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, puesto que es contrario a
la ley de Dios que se halla escrita en cada corazón humano, es dictada
por la razón misma y proclamada por la Iglesia" (Evangelium Vitae
62C).
Ver también encíclica
de Pío XI:
Casti connubii
|
INTRODUCCIÓN
1. El Evangelio de la vida
está en el centro del mensaje de Jesús. Acogido con amor cada día por
la Iglesia, es anunciado con intrépida fidelidad como buena noticia a
los hombres de todas las épocas y culturas.
En la aurora de la
salvación, el nacimiento de un niño es proclamado como gozosa noticia:
« Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha
nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor
» (Lc 2, 10-11). El nacimiento del Salvador produce ciertamente
esta « gran alegría »; pero la Navidad pone también de manifiesto el
sentido profundo de todo nacimiento humano, y la alegría mesiánica
constituye así el fundamento y realización de la alegría por cada
niño que nace (cf. Jn 16, 21).
Presentando el núcleo
central de su misión redentora, Jesús dice: « Yo he venido para que
tengan vida y la tengan en abundancia » (Jn 10, 10). Se refiere
a aquella vida « nueva » y « eterna », que consiste en la comunión
con el Padre, a la que todo hombre está llamado gratuitamente en el
Hijo por obra del Espíritu Santificador. Pero es precisamente en esa «
vida » donde encuentran pleno significado todos los aspectos y momentos
de la vida del hombre.
Valor incomparable de la
persona humana
2. El hombre está llamado a
una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su
existencia terrena, ya que consiste en la participación de la vida
misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza
y el valor de la vida humana incluso en su fase temporal. En
efecto, la vida en el tiempo es condición básica, momento inicial y
parte integrante de todo el proceso unitario de la vida humana. Un
proceso que, inesperada e inmerecidamente, es iluminado por la promesa y
renovado por el don de la vida divina, que alcanzará su plena
realización en la eternidad (cf. 1 Jn 3, 1-2). Al mismo tiempo,
esta llamada sobrenatural subraya precisamente el carácter relativo de
la vida terrena del hombre y de la mujer. En verdad, esa no es realidad
« última », sino « penúltima »; es realidad sagrada, que se
nos confía para que la custodiemos con sentido de responsabilidad y la
llevemos a perfección en el amor y en el don de nosotros mismos a Dios
y a los hermanos.
La Iglesia sabe que este Evangelio
de la vida, recibido de su Señor,1 tiene un eco profundo y
persuasivo en el corazón de cada persona, creyente e incluso no
creyente, porque, superando infinitamente sus expectativas, se ajusta a
ella de modo sorprendente. Todo hombre abierto sinceramente a la verdad
y al bien, aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la
razón y no sin el influjo secreto de la gracia, puede llegar a
descubrir en la ley natural escrita en su corazón (cf. Rm 2,
14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su
término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado
totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento de este derecho
se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política.
Los creyentes en Cristo
deben, de modo particular, defender y promover este derecho, conscientes
de la maravillosa verdad recordada por el Concilio Vaticano II: « El
Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo
hombre ».2 En efecto, en este acontecimiento salvífico se revela a la
humanidad no sólo el amor infinito de Dios que « tanto amó al mundo
que dio a su Hijo único » (Jn 3, 16), sino también el
valor
incomparable de cada persona humana.
La Iglesia, escrutando
asiduamente el misterio de la Redención, descubre con renovado asombro
este valor 3 y se siente llamada a anunciar a los hombres de todos los
tiempos este « evangelio », fuente de esperanza inquebrantable y de
verdadera alegría para cada época de la historia.
El
Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de la
persona y el Evangelio de la vida son un único e indivisible Evangelio.
Por ello el hombre, el
hombre viviente, constituye el camino primero y fundamental de la
Iglesia.4
Nuevas amenazas a la vida
humana
3. Cada persona,
precisamente en virtud del misterio del Verbo de Dios hecho carne (cf. Jn
1, 14), es confiada a la solicitud materna de la Iglesia. Por eso,
toda amenaza a la dignidad y a la vida del hombre repercute en el
corazón mismo de la Iglesia, afecta al núcleo de su fe en la
encarnación redentora del Hijo de Dios, la compromete en su misión de
anunciar el Evangelio de la vida por todo el mundo y a cada
criatura (cf. Mc 16, 15).
Hoy este anuncio es
particularmente urgente ante la impresionante multiplicación y
agudización de las amenazas a la vida de las personas y de los pueblos,
especialmente cuando ésta es débil e indefensa. A las tradicionales y
dolorosas plagas del hambre, las enfermedades endémicas, la violencia y
las guerras, se añaden otras, con nuevas facetas y dimensiones
inquietantes.
Ya el Concilio Vaticano II,
en una página de dramática actualidad, denunció con fuerza los
numerosos delitos y atentados contra la vida humana. A treinta años de
distancia, haciendo mías las palabras de la asamblea conciliar, una vez
más y con idéntica firmeza los deploro en nombre de la Iglesia entera,
con la certeza de interpretar el sentimiento auténtico de cada
conciencia recta: « Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios
de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo
suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona
humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales,
incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la
dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los
encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la
prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las
condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados
como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y
responsables; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente
oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a
quienes los practican que a quienes padecen la injusticia y son
totalmente contrarios al honor debido al Creador ».5
4. Por desgracia, este
alarmante panorama, en vez de disminuir, se va más bien agrandando. Con
las nuevas perspectivas abiertas por el progreso científico y
tecnológico surgen nuevas formas de agresión contra la dignidad del
ser humano, a la vez que se va delineando y consolidando una nueva
situación cultural, que confiere a los atentados contra la vida un aspecto
inédito y —podría decirse— aún más inicuo ocasionando
ulteriores y graves preocupaciones: amplios sectores de la opinión
pública justifican algunos atentados contra la vida en nombre de los
derechos de la libertad individual, y sobre este presupuesto pretenden
no sólo la impunidad, sino incluso la autorización por parte del
Estado, con el fin de practicarlos con absoluta libertad y además con
la intervención gratuita de las estructuras sanitarias.
En la actualidad, todo esto
provoca un cambio profundo en el modo de entender la vida y las
relaciones entre los hombres. El hecho de que las legislaciones de
muchos países, alejándose tal vez de los mismos principios
fundamentales de sus Constituciones, hayan consentido no penar o incluso
reconocer la plena legitimidad de estas prácticas contra la vida es, al
mismo tiempo, un síntoma preocupante y causa no marginal de un grave
deterioro moral. Opciones, antes consideradas unánimemente como
delictivas y rechazadas por el común sentido moral, llegan a ser poco a
poco socialmente respetables. La misma medicina, que por su vocación
está ordenada a la defensa y cuidado de la vida humana, se presta cada
vez más en algunos de sus sectores a realizar estos actos contra la
persona, deformando así su rostro, contradiciéndose a sí misma y
degradando la dignidad de quienes la ejercen. En este contexto cultural
y legal, incluso los graves problemas demográficos, sociales y
familiares, que pesan sobre numerosos pueblos del mundo y exigen una
atención responsable y activa por parte de las comunidades nacionales y
de las internacionales, se encuentran expuestos a soluciones falsas e
ilusorias, en contraste con la verdad y el bien de las personas y de las
naciones.
El resultado al que se llega
es dramático: si es muy grave y preocupante el fenómeno de la
eliminación de tantas vidas humanas incipientes o próximas a su ocaso,
no menos grave e inquietante es el hecho de que a la conciencia misma,
casi oscurecida por condicionamientos tan grandes, le cueste cada vez
más percibir la distinción entre el bien y el mal en lo referente al
valor fundamental mismo de la vida humana.
En comunión con todos los
Obispos del mundo
5. El Consistorio
extraordinario de Cardenales, celebrado en Roma del 4 al 7 de abril
de 1991, se dedicó al problema de las amenazas a la vida humana en
nuestro tiempo. Después de un amplio y profundo debate sobre el tema y
sobre los desafíos presentados a toda la familia humana y, en
particular, a la comunidad cristiana, los Cardenales, con voto unánime,
me pidieron ratificar, con la autoridad del Sucesor de Pedro, el valor
de la vida humana y su carácter inviolable, con relación a las
circunstancias actuales y a los atentados que hoy la amenazan.
Acogiendo esta petición,
escribí en Pentecostés de 1991 una carta personal a cada
Hermano en el Episcopado para que, en el espíritu de colegialidad
episcopal, me ofreciera su colaboración para redactar un documento al
respecto.6 Estoy profundamente agradecido a todos los Obispos que
contestaron, enviándome valiosas informaciones, sugerencias y
propuestas. Ellos testimoniaron así su unánime y convencida
participación en la misión doctrinal y pastoral de la Iglesia sobre el
Evangelio de la vida.
En la misma carta, a pocos
días de la celebración del centenario de la Encíclica Rerum
novarum, llamaba la atención de todos sobre esta singular
analogía: « Así como hace un siglo la clase obrera estaba oprimida en
sus derechos fundamentales, y la Iglesia tomó su defensa con gran
valentía, proclamando los derechos sacrosantos de la persona del
trabajador, así ahora, cuando otra categoría de personas está
oprimida en su derecho fundamental a la vida, la Iglesia siente el deber
de dar voz, con la misma valentía, a quien no tiene voz. El suyo es el
clamor evangélico en defensa de los pobres del mundo y de quienes son
amenazados, despreciados y oprimidos en sus derechos humanos ».7
Hoy una gran multitud de
seres humanos débiles e indefensos, como son, concretamente, los niños
aún no nacidos, está siendo aplastada en su derecho fundamental a la
vida. Si la Iglesia, al final del siglo pasado, no podía callar ante
los abusos entonces existentes, menos aún puede callar hoy, cuando a
las injusticias sociales del pasado, tristemente no superadas todavía,
se añaden en tantas partes del mundo injusticias y opresiones incluso
más graves, consideradas tal vez como elementos de progreso de cara a
la organización de un nuevo orden mundial.
La presente Encíclica,
fruto de la colaboración del Episcopado de todos los Países del mundo,
quiere ser pues una confirmación precisa y firme del valor de la
vida humana y de su carácter inviolable, y, al mismo tiempo, una
acuciante llamada a todos y a cada uno, en nombre de Dios: ¡respeta,
defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana! ¡Sólo
siguiendo este camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad
verdadera, paz y felicidad!
¡Que estas palabras lleguen
a todos los hijos e hijas de la Iglesia! ¡Que lleguen a todas las
personas de buena voluntad, interesadas por el bien de cada hombre y
mujer y por el destino de toda la sociedad!
6. En comunión profunda con
cada uno de los hermanos y hermanas en la fe, y animado por una amistad
sincera hacia todos, quiero meditar de nuevo y anunciar el Evangelio
de la vida, esplendor de la verdad que ilumina las conciencias, luz
diáfana que sana la mirada oscurecida, fuente inagotable de constancia
y valor para afrontar los desafíos siempre nuevos que encontramos en
nuestro camino.
Al recordar la rica
experiencia vivida durante el Año de la Familia, como completando
idealmente la Carta dirigida por mí « a cada familia de
cualquier región de la
tierra »,8 miro con confianza renovada a todas las comunidades
domésticas, y deseo que resurja o se refuerce a cada nivel el
compromiso de todos por sostener la familia, para que también hoy —aun
en medio de numerosas dificultades y de graves amenazas— ella se
mantenga siempre, según el designio de Dios, como « santuario de la
vida ».9
A todos los miembros de la
Iglesia, pueblo de la vida y para la vida, dirijo mi más
apremiante invitación para que, juntos, podamos ofrecer a este mundo
nuestro nuevos signos de esperanza, trabajando para que aumenten la
justicia y la solidaridad y se afiance una nueva cultura de la vida
humana, para la edificación de una auténtica civilización de la
verdad y del amor.
CAPITULO I
LA SANGRE DE TU HERMANO
CLAMA A MI DESDE EL SUELO
ACTUALES AMENAZAS A LA VIDA
HUMANA
« Caín se lanzó contra su
hermano Abel y lo mató » (Gn
4, 8): raíz de la violencia
contra la vida
7. « No fue Dios quien hizo
la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes; él todo lo
creó para que subsistiera... Porque Dios creó al hombre para la
incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza; mas por
envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la
experimentan los que le pertenecen » (Sb 1, 13-14; 2, 23-24).
El Evangelio de la vida, proclamado
al principio con la creación del hombre a imagen de Dios para un
destino de vida plena y perfecta (cf. Gn 2, 7; Sb 9, 2-3),
está como en contradicción con la experiencia lacerante de la muerte
que entra en el mundo y oscurece el sentido de toda la existencia
humana. La muerte entra por la envidia del diablo (cf. Gn 3,
1.4-5) y por el pecado de los primeros padres (cf. Gn 2, 17; 3,
17-19). Y entra de un modo violento, a través de la muerte de Abel
causada por su hermano Caín: « Cuando estaban en el campo, se
lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató » (Gn 4, 8).
Esta primera muerte es
presentada con una singular elocuencia en una página emblemática del
libro del Génesis. Una página que cada día se vuelve a escribir, sin
tregua y con degradante repetición, en el libro de la historia de los
pueblos.
Releamos juntos esta página
bíblica, que, a pesar de su carácter arcaico y de su extrema
simplicidad, se presenta muy rica de enseñanzas.
« Fue Abel pastor de ovejas
y Caín labrador. Pasó algún tiempo, y Caín hizo al Señor una
oblación de los frutos del suelo. También Abel hizo una oblación de
los primogénitos de su rebaño, y de la grasa de los mismos. El Señor
miró propicio a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su
oblación, por lo cual se irritó Caín en gran manera y se abatió su
rostro. El Señor dijo a Caín: "?Por qué andas irritado, y por
qué se ha abatido tu rostro? ?No es cierto que si obras bien podrás
alzarlo? Mas, si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando
como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar".
Caín dijo a su hermano
Abel: "Vamos afuera". Y cuando estaban en el campo, se lanzó
Caín contra su hermano Abel y lo mató.
El Señor dijo a Caín:
"?Dónde está tu hermano Abel?". Contestó: "No sé.
?Soy yo acaso el guarda de mi hermano?". Replicó el Señor:
"?Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde
el suelo. Pues bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su
boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Aunque labres el
suelo, no te dará más fruto. Vagabundo y errante serás en la
tierra".
Entonces dijo Caín al
Señor: "Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir que
hoy me echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia,
convertido en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me
encuentre me matará".
El Señor le respondió:
"Al contrario, quienquiera que matare a Caín, lo pagará siete
veces". Y el Señor puso una señal a Caín para que nadie que lo
encontrase le atacara. Caín salió de la presencia del Señor, y se
estableció en el país de Nod, al oriente de Edén » (Gn
4, 2-16).
8. Caín se « irritó en
gran manera » y su rostro se « abatió » porque el Señor « miró
propicio a Abel y su oblación » (Gn 4, 4). El texto bíblico no
dice el motivo por el que Dios prefirió el sacrificio de Abel al de
Caín; sin embargo, indica con claridad que, aun prefiriendo la
oblación de Abel, no interrumpió su diálogo con Caín. Le
reprende recordándole su libertad frente al mal: el hombre no
está predestinado al mal. Ciertamente, igual que Adán, es tentado por
el poder maléfico del pecado que, como bestia feroz, está acechando a
la puerta de su corazón, esperando lanzarse sobre la presa. Pero Caín
es libre frente al pecado. Lo puede y lo debe dominar: « Como fiera que
te codicia, y a quien tienes que dominar » (Gn 4, 7).
Los celos y la ira
prevalecen sobre la advertencia
del Señor, y así Caín se lanza contra su hermano y lo mata. Como
leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica, « la Escritura,
en el relato de la muerte de Abel a manos de su hermano Caín, revela,
desde los comienzos de la historia humana, la presencia en el hombre de
la ira y la codicia, consecuencia del pecado original. El hombre se
convirtió en el enemigo de sus semejantes ».10
El hermano mata a su
hermano. Como en el primer
fratricidio, en cada homicidio se viola el parentesco « espiritual »
que agrupa a los hombres en una única gran familia 11 donde todos
participan del mismo bien fundamental: la idéntica dignidad personal.
Además, no pocas veces se viola también el parentesco « de carne y
sangre », por ejemplo, cuando las amenazas a la vida se producen en
la relación entre padres e hijos, como sucede con el aborto o cuando,
en un contexto familiar o de parentesco más amplio, se favorece o se
procura la eutanasia.
En la raíz de cada
violencia contra el prójimo se cede a la lógica del maligno, es
decir, de aquél que « era homicida desde el principio » (Jn 8,
44), como nos recuerda el apóstol Juan: « Pues este es el mensaje que
habéis oído desde el principio: que nos amemos unos a otros. No como
Caín, que, siendo del maligno, mató a su hermano » (1 Jn 3,
11-12). Así, esta muerte del hermano al comienzo de la historia es el
triste testimonio de cómo el mal avanza con rapidez impresionante: a la
rebelión del hombre contra Dios en el paraíso terrenal se añade la
lucha mortal del hombre contra el hombre.
Después del delito, Dios
interviene para vengar al asesinado. Caín, frente a Dios, que le
pregunta sobre el paradero de Abel, lejos de sentirse avergonzado y
excusarse, elude la pregunta con arrogancia: « No sé. ?Soy yo acaso el
guarda de mi hermano? » (Gn 4, 9). « No sé ». Con la
mentira Caín trata de ocultar su delito. Así ha sucedido con
frecuencia y sigue sucediendo cuando las ideologías más diversas
sirven para justificar y encubrir los atentados más atroces contra la
persona. « ?Soy yo acaso el guarda de mi hermano? »: Caín no
quiere pensar en su hermano y rechaza asumir aquella responsabilidad que
cada hombre tiene en relación con los demás. Esto hace pensar
espontáneamente en las tendencias actuales de ausencia de
responsabilidad del hombre hacia sus semejantes, cuyos síntomas son,
entre otros, la falta de solidaridad con los miembros más débiles de
la sociedad —es decir, ancianos, enfermos, inmigrantes y niños— y
la indiferencia que con frecuencia se observa en la relación entre los
pueblos, incluso cuando están en juego valores fundamentales como la
supervivencia, la libertad y la paz.
9. Dios no puede dejar
impune el delito: desde el suelo sobre el que fue derramada, la
sangre del asesinado clama justicia a Dios (cf. Gn 37, 26; Is 26,
21; Ez 24, 7-8). De este texto la Iglesia ha sacado la
denominación de « pecados que claman venganza ante la presencia de
Dios » y entre ellos ha incluido, en primer lugar, el homicidio
voluntario.12 Para los hebreos, como para otros muchos pueblos de la
antigüedad, en la sangre se encuentra la vida, mejor aún, « la sangre
es la vida » (Dt 12, 23) y la vida, especialmente la humana,
pertenece sólo a Dios: por eso quien
atenta contra la vida del hombre, de alguna manera atenta contra Dios
mismo.
Caín
es
maldecido por Dios y también por la tierra, que le negará sus frutos (cf.
Gn 4, 11-12). Y es castigado: tendrá que habitar en la
estepa y en el desierto. La violencia homicida cambia profundamente el
ambiente de vida del hombre. La tierra de « jardín de Edén » (Gn 2,
15), lugar de abundancia, de serenas relaciones interpersonales y de
amistad con Dios, pasa a ser « país de Nod » (Gn 4, 16), lugar
de « miseria », de soledad y de lejanía de Dios. Caín será «
vagabundo errante por la tierra » (Gn 4, 14): la inseguridad y
la falta de estabilidad lo acompañarán siempre.
Pero Dios, siempre
misericordioso incluso cuando castiga, « puso una señal a Caín para
que nadie que le encontrase le atacara » (Gn 4, 15). Le da, por
tanto, una señal de reconocimiento, que tiene como objetivo no
condenarlo a la execración de los demás hombres, sino protegerlo y
defenderlo frente a quienes querrán matarlo para vengar así la muerte
de Abel. Ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal y
Dios mismo se hace su garante. Es justamente aquí donde se manifiesta
el misterio paradójico de la justicia misericordiosa de Dios, como
escribió san Ambrosio: « Porque se había cometido un fratricidio,
esto es, el más grande de los crímenes, en el momento mismo en que se
introdujo el pecado, se debió desplegar la ley de la misericordia
divina; ya que, si el castigo hubiera golpeado inmediatamente al
culpable, no sucedería que los hombres, al castigar, usen cierta
tolerancia o suavidad, sino que entregarían inmediatamente al castigo a
los culpables. (...) Dios expulsó a Caín de su presencia y, renegado
por sus padres, lo desterró como al exilio de una habitación separada,
por el hecho de que había pasado de la humana benignidad a la ferocidad
bestial. Sin embargo, Dios no quiso castigar al homicida con el
homicidio, ya que quiere el arrepentimiento del pecador y no su muerte
».13
« ?Qué has hecho? »
(Gn
4, 10): eclipse del valor de
la vida
10. El Señor dice a Caín:
« ?Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el
suelo » (Gn 4, 10). La voz de la sangre derramada por los
hombres no cesa de clamar, de generación en generación,
adquiriendo tonos y acentos diversos y siempre nuevos.
La pregunta del Señor «
?Qué has hecho? », que Caín no puede esquivar, se dirige también al
hombre contemporáneo para que tome conciencia de la amplitud y gravedad
de los atentados contra la vida, que siguen marcando la historia de la
humanidad; para que busque las múltiples causas que los generan y
alimentan; reflexione con extrema seriedad sobre las consecuencias que
derivan de estos mismos atentados para la vida de las personas y de los
pueblos.
Hay amenazas que proceden de
la naturaleza misma, y que se agravan por la desidia culpable y la
negligencia de los hombres que, no pocas veces, podrían remediarlas.
Otras, sin embargo, son fruto de situaciones de violencia, odio,
intereses contrapuestos, que inducen a los hombres a agredirse entre sí
con homicidios, guerras, matanzas y genocidios.
?Cómo no pensar también en
la violencia contra la vida de millones de seres humanos, especialmente
niños, forzados a la miseria, a la desnutrición, y al hambre, a causa
de una inicua distribución de las riquezas entre los pueblos y las
clases sociales? ?o en la violencia derivada, incluso antes que de las
guerras, de un comercio escandaloso de armas, que favorece la espiral de
tantos conflictos armados que ensangrientan el mundo? ?o en la siembra
de muerte que se realiza con el temerario desajuste de los equilibrios
ecológicos, con la criminal difusión de la droga, o con el fomento de
modelos de práctica de la sexualidad que, además de ser moralmente
inaceptables, son también portadores de graves riesgos para la vida? Es
imposible enumerar completamente la vasta gama de amenazas contra la
vida humana, ¡son tantas sus formas, manifiestas o encubiertas, en
nuestro tiempo!
11. Pero nuestra atención
quiere concentrarse, en particular, en otro género de atentados, relativos
a la vida naciente y terminal, que presentan caracteres nuevos
respecto al pasado y suscitan problemas de gravedad singular, por el
hecho de que tienden a perder, en la conciencia colectiva, el carácter
de « delito » y a asumir paradójicamente el de « derecho », hasta
el punto de pretender con ello un verdadero y propio reconocimiento
legal por parte del Estado y la sucesiva ejecución mediante la
intervención gratuita de los mismos agentes sanitarios. Estos
atentados golpean la vida humana en situaciones de máxima precariedad,
cuando está privada de toda capacidad de defensa. Más grave aún es el
hecho de que, en gran medida, se produzcan precisamente dentro y por
obra de la familia, que constitutivamente está llamada a ser, sin
embargo, « santuario de la vida ».
?Cómo se ha podido llegar a
una situación semejante? Se deben tomar en consideración múltiples
factores. En el fondo hay una profunda crisis de la cultura, que
engendra escepticismo en los fundamentos mismos del saber y de la
ética, haciendo cada vez más difícil ver con claridad el sentido del
hombre, de sus derechos y deberes. A esto se añaden las más diversas
dificultades existenciales y relacionales, agravadas por la realidad de
una sociedad compleja, en la que las personas, los matrimonios y las
familias se quedan con frecuencia solas con sus problemas. No faltan
además situaciones de particular pobreza, angustia o exasperación, en
las que la prueba de la supervivencia, el dolor hasta el límite de lo
soportable, y las violencias sufridas, especialmente aquellas contra la
mujer, hacen que las opciones por la defensa y promoción de la vida
sean exigentes, a veces incluso hasta el heroísmo.
Todo esto explica, al menos
en parte, cómo el valor de la vida pueda hoy sufrir una especie de «
eclipse », aun cuando la conciencia no deje de señalarlo como valor
sagrado e intangible, como demuestra el hecho mismo de que se tienda a
disimular algunos delitos contra la vida naciente o terminal con
expresiones de tipo sanitario, que distraen la atención del hecho de
estar en juego el derecho a la existencia de una persona humana
concreta.
12. En efecto, si muchos y
graves aspectos de la actual problemática social pueden explicar en
cierto modo el clima de extendida incertidumbre moral y atenuar a veces
en las personas la responsabilidad objetiva, no es menos cierto que
estamos frente a una realidad más amplia, que se puede considerar como
una verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada
por la difusión de una cultura contraria a la solidaridad, que en
muchos casos se configura como verdadera « cultura de muerte ». Esta
estructura está activamente promovida por fuertes corrientes
culturales, económicas y políticas, portadoras de una concepción de
la sociedad basada en la eficiencia. Mirando las cosas desde este punto
de vista, se puede hablar, en cierto sentido, de una guerra de los
poderosos contra los débiles. La vida que exigiría más acogida,
amor y cuidado es tenida por inútil, o considerada como un peso
insoportable y, por tanto, despreciada de muchos modos. Quien, con su
enfermedad, con su minusvalidez o, más simplemente, con su misma
presencia pone en discusión el bienestar y el estilo de vida de los
más aventajados, tiende a ser visto como un enemigo del que hay que
defenderse o a quien eliminar. Se desencadena así una especie de «
conjura contra la vida », que afecta no sólo a las personas
concretas en sus relaciones individuales, familiares o de grupo, sino
que va más allá llegando a perjudicar y alterar, a nivel mundial, las
relaciones entre los pueblos y los Estados.
13. Para facilitar la
difusión del aborto, se han invertido y se siguen invirtiendo
ingentes sumas destinadas a la obtención de productos farmacéuticos,
que hacen posible la muerte del feto en el seno materno, sin necesidad
de recurrir a la ayuda del médico. La misma investigación científica
sobre este punto parece preocupada casi exclusivamente por obtener
productos cada vez más simples y eficaces contra la vida y, al mismo
tiempo, capaces de sustraer el aborto a toda forma de control y
responsabilidad social.
Se afirma con frecuencia que
la anticoncepción, segura y asequible a todos, es el remedio
más eficaz contra el aborto. Se acusa además a la Iglesia católica de
favorecer de hecho el aborto al continuar obstinadamente enseñando la
ilicitud moral de la anticoncepción. La objeción, mirándolo bien, se
revela en realidad falaz. En efecto, puede ser que muchos recurran a los
anticonceptivos incluso para evitar después la tentación del aborto.
Pero los contravalores inherentes a la « mentalidad anticonceptiva »
—bien diversa del ejercicio responsable de la paternidad y maternidad,
respetando el significado pleno del acto conyugal— son tales que hacen
precisamente más fuerte esta tentación, ante la eventual concepción
de una vida no deseada. De hecho, la cultura abortista está
particularmente desarrollada justo en los ambientes que rechazan la
enseñanza de la Iglesia sobre la anticoncepción. Es cierto que
anticoncepción y aborto, desde el punto de vista moral, son males
específicamente distintos: la primera contradice la verdad plena
del acto sexual como expresión propia del amor conyugal, el segundo
destruye la vida de un ser humano; la anticoncepción se opone a la
virtud de la castidad matrimonial, el aborto se opone a la virtud de la
justicia y viola directamente el precepto divino « no matarás ».
A pesar de su diversa
naturaleza y peso moral, muy a menudo están íntimamente relacionados,
como frutos de una misma planta. Es cierto que no faltan casos en los
que se llega a la anticoncepción y al mismo aborto bajo la presión de
múltiples dificultades existenciales, que sin embargo nunca pueden
eximir del esfuerzo por observar plenamente la Ley de Dios. Pero en
muchísimos otros casos estas prácticas tienen sus raíces en una
mentalidad hedonista e irresponsable respecto a la sexualidad y
presuponen un concepto egoísta de libertad que ve en la procreación un
obstáculo al desarrollo de la propia personalidad. Así, la vida que
podría brotar del encuentro sexual se convierte en enemigo a evitar
absolutamente, y el aborto en la única respuesta posible frente a una
anticoncepción frustrada.
Lamentablemente la estrecha
conexión que, como mentalidad, existe entre la práctica de la
anticoncepción y la del aborto se manifiesta cada vez más y lo
demuestra de modo alarmante también la preparación de productos
químicos, dispositivos intrauterinos y « vacunas » que, distribuidos
con la misma facilidad que los anticonceptivos, actúan en realidad como
abortivos en las primerísimas fases de desarrollo de la vida del nuevo
ser humano.
14. También las distintas técnicas
de reproducción artificial, que parecerían puestas al servicio de
la vida y que son practicadas no pocas veces con esta intención, en
realidad dan pie a nuevos atentados contra la vida. Más allá del hecho
de que son moralmente inaceptables desde el momento en que separan la
procreación del contexto integralmente humano del acto conyugal,14
estas técnicas registran altos porcentajes de fracaso. Este afecta no
tanto a la fecundación como al desarrollo posterior del embrión,
expuesto al riesgo de muerte por lo general en brevísimo tiempo.
Además, se producen con frecuencia embriones en número superior al
necesario para su implantación en el seno de la mujer, y estos así
llamados « embriones supernumerarios » son posteriormente suprimidos o
utilizados para investigaciones que, bajo el pretexto del progreso
científico o médico, reducen en realidad la vida humana a simple «
material biológico » del que se puede disponer libremente.
Los diagnósticos
prenatales, que no presentan dificultades morales si se realizan
para determinar eventuales cuidados necesarios para el niño aún no
nacido, con mucha frecuencia son ocasión para proponer o practicar el
aborto. Es el aborto eugenésico, cuya legitimación en la opinión
pública procede de una mentalidad —equivocadamente considerada acorde
con las exigencias de la « terapéutica »— que acoge la vida sólo
en determinadas condiciones, rechazando la limitación, la minusvalidez,
la enfermedad.
Siguiendo esta misma
lógica, se ha llegado a negar los cuidados ordinarios más elementales,
y hasta la alimentación, a niños nacidos con graves deficiencias o
enfermedades. Además, el panorama actual resulta aún más
desconcertante debido a las propuestas, hechas en varios lugares, de
legitimar, en la misma línea del derecho al aborto, incluso el infanticidio,
retornando así a una época de barbarie que se creía superada para
siempre.
15. Amenazas no menos graves
afectan también a los enfermos incurables y a los terminales,
en un contexto social y cultural que, haciendo más difícil
afrontar y soportar el sufrimiento, agudiza la tentación de resolver
el problema del sufrimiento eliminándolo en su raíz, anticipando
la muerte al momento considerado como más oportuno.
En una decisión así
confluyen con frecuencia elementos diversos, lamentablemente
convergentes en este terrible final. Puede ser decisivo, en el enfermo,
el sentimiento de angustia, exasperación, e incluso desesperación,
provocado por una experiencia de dolor intenso y prolongado. Esto supone
una dura prueba para el equilibrio a veces ya inestable de la vida
familiar y personal, de modo que, por una parte, el enfermo —no
obstante la ayuda cada vez más eficaz de la asistencia médica y social—,
corre el riesgo de sentirse abatido por la propia fragilidad; por otra,
en las personas vinculadas afectivamente con el enfermo, puede surgir un
sentimiento de comprensible aunque equivocada piedad. Todo esto se ve
agravado por un ambiente cultural que no ve en el sufrimiento ningún
significado o valor, es más, lo considera el mal por excelencia, que
debe eliminar a toda costa. Esto acontece especialmente cuando no se
tiene una visión religiosa que ayude a comprender positivamente el
misterio del dolor.
Además, en el conjunto del
horizonte cultural no deja de influir también una especie de actitud
prometeica del hombre que, de este modo, se cree señor de la vida y de
la muerte porque decide sobre ellas, cuando en realidad es derrotado y
aplastado por una muerte cerrada irremediablemente a toda perspectiva de
sentido y esperanza. Encontramos una trágica expresión de todo esto en
la difusión de la eutanasia, encubierta y subrepticia,
practicada abiertamente o incluso legalizada. Esta, más que por una
presunta piedad ante el dolor del paciente, es justificada a veces por
razones utilitarias, de cara a evitar gastos innecesarios demasiado
costosos para la sociedad. Se propone así la eliminación de los
recién nacidos malformados, de los minusválidos graves, de los
impedidos, de los ancianos, sobre todo si no son autosuficientes, y de
los enfermos terminales. No nos es lícito callar ante otras formas más
engañosas, pero no menos graves o reales, de eutanasia. Estas podrían
producirse cuando, por ejemplo, para aumentar la disponibilidad de
órganos para trasplante, se procede a la extracción de los órganos
sin respetar los criterios objetivos y adecuados que certifican la
muerte del donante.
16. Otro fenómeno actual,
en el que confluyen frecuentemente amenazas y atentados contra la vida,
es el demográfico. Este presenta modalidades diversas en las
diferentes partes del mundo: en los Países ricos y desarrollados se
registra una preocupante reducción o caída de los nacimientos; los
Países pobres, por el contrario, presentan en general una elevada tasa
de aumento de la población, difícilmente soportable en un contexto de
menor desarrollo económico y social, o incluso de grave subdesarrollo.
Ante la superpoblación de los Países pobres faltan, a nivel
internacional, medidas globales —serias políticas familiares y
sociales, programas de desarrollo cultural y de justa producción y
distribución de los recursos— mientras se continúan realizando
políticas antinatalistas.
La anticoncepción, la
esterilización y el aborto están ciertamente entre las causas que
contribuyen a crear situaciones de fuerte descenso de la natalidad.
Puede ser fácil la tentación de recurrir también a los mismos
métodos y atentados contra la vida en las situaciones de « explosión
demográfica ».
El antiguo Faraón, viendo
como una pesadilla la presencia y aumento de los hijos de Israel, los
sometió a toda forma de opresión y ordenó que fueran asesinados todos
los recién nacidos varones de las mujeres hebreas (cf. Ex 1,
7-22). Del mismo modo se comportan hoy no pocos poderosos de la tierra.
Estos consideran también como una pesadilla el crecimiento demográfico
actual y temen que los pueblos más prolíficos y más pobres
representen una amenaza para el bienestar y la tranquilidad de sus
Países. Por consiguiente, antes que querer afrontar y resolver estos
graves problemas respetando la dignidad de las personas y de las
familias, y el derecho inviolable de todo hombre a la vida, prefieren
promover e imponer por cualquier medio una masiva planificación de los
nacimientos. Las mismas ayudas económicas, que estarían dispuestos a
dar, se condicionan injustamente a la aceptación de una política
antinatalista.
17. La humanidad de hoy nos
ofrece un espectáculo verdaderamente alarmante, si consideramos no
sólo los diversos ámbitos en los que se producen los atentados contra
la vida, sino también su singular proporción numérica, junto con el
múltiple y poderoso apoyo que reciben de una vasta opinión pública,
de un frecuente reconocimiento legal y de la implicación de una parte
del personal sanitario.
Como afirmé con fuerza en
Denver, con ocasión de la VIII Jornada Mundial de la Juventud: « Con
el tiempo, las amenazas contra la vida no disminuyen. Al contrario,
adquieren dimensiones enormes. No se trata sólo de amenazas procedentes
del exterior, de las fuerzas de la naturaleza o de los "Caínes"
que asesinan a los "Abeles"; no, se trata de amenazas
programadas de manera científica y sistemática. El siglo XX será
considerado una época de ataques masivos contra la vida, una serie
interminable de guerras y una destrucción permanente de vidas humanas
inocentes. Los falsos profetas y los falsos maestros han logrado el
mayor éxito posible ».15 Más allá de las intenciones, que pueden ser
diversas y presentar tal vez aspectos convincentes incluso en nombre de
la solidaridad, estamos en realidad ante una objetiva « conjura
contra la vida », que ve implicadas incluso a Instituciones
internacionales, dedicadas a alentar y programar auténticas campañas
de difusión de la anticoncepción, la esterilización y el aborto.
Finalmente, no se puede negar que los medios de comunicación social son
con frecuencia cómplices de esta conjura, creando en la opinión
pública una cultura que presenta el recurso a la anticoncepción, la
esterilización, el aborto y la misma eutanasia como un signo de
progreso y conquista de libertad, mientras muestran como enemigas de la
libertad y del progreso las posiciones incondicionales a favor de la
vida.
« ?Soy acaso yo el guarda
de mi hermano? » (Gn 4,
9): una idea perversa de libertad
18. El panorama descrito
debe considerarse atendiendo no sólo a los fenómenos de muerte que lo
caracterizan, sino también a las múltiples causas que lo
determinan. La pregunta del Señor: « ?Qué has hecho? » (Gn 4,
10) parece como una invitación a Caín para ir más allá de la
materialidad de su gesto homicida, y comprender toda su gravedad en las motivaciones
que estaban en su origen y en las consecuencias que se
derivan.
Las opciones contra la vida
proceden, a veces, de situaciones difíciles o incluso dramáticas de
profundo sufrimiento, soledad, falta total de perspectivas económicas,
depresión y angustia por el futuro. Estas circunstancias pueden atenuar
incluso notablemente la responsabilidad subjetiva y la consiguiente
culpabilidad de quienes hacen estas opciones en sí mismas moralmente
malas. Sin embargo, hoy el problema va bastante más allá del obligado
reconocimiento de estas situaciones personales. Está también en el
plano cultural, social y político, donde presenta su aspecto más
subversivo e inquietante en la tendencia, cada vez más frecuente, a
interpretar estos delitos contra la vida como
legítimas
expresiones de la libertad individual, que deben reconocerse y ser
protegidas como verdaderos y propios derechos.
De este modo se produce un
cambio de trágicas consecuencias en el largo proceso histórico, que
después de descubrir la idea de los « derechos humanos » —como
derechos inherentes a cada persona y previos a toda Constitución y
legislación de los Estados— incurre hoy en una sorprendente
contradicción: justo en una época en la que se proclaman
solemnemente los derechos inviolables de la persona y se afirma
públicamente el valor de la vida, el derecho mismo a la vida queda
prácticamente negado y conculcado, en particular en los momentos más
emblemáticos de la existencia, como son el nacimiento y la muerte.
Por una parte, las varias
declaraciones universales de los derechos del hombre y las múltiples
iniciativas que se inspiran en ellas, afirman a nivel mundial una
sensibilidad moral más atenta a reconocer el valor y la dignidad de
todo ser humano en cuanto tal, sin distinción de raza, nacionalidad,
religión, opinión política o clase social.
Por otra parte, a estas
nobles declaraciones se contrapone lamentablemente en la realidad su
trágica negación. Esta es aún más desconcertante y hasta
escandalosa, precisamente por producirse en una sociedad que hace de la
afirmación y de la tutela de los derechos humanos su objetivo principal
y al mismo tiempo su motivo de orgullo. ?Cómo poner de acuerdo estas
repetidas afirmaciones de principios con la multiplicación continua y
la difundida legitimación de los atentados contra la vida humana?
?Cómo conciliar estas declaraciones con el rechazo del más débil, del
más necesitado, del anciano y del recién concebido? Estos atentados
van en una dirección exactamente contraria a la del respeto a la vida,
y representan una amenaza frontal a toda la cultura de los derechos
del hombre. Es una amenaza capaz, al límite, de poner en peligro el
significado mismo de la convivencia democrática: nuestras ciudades
corren el riesgo de pasar de ser sociedades de « con-vivientes » a
sociedades de excluidos, marginados, rechazados y eliminados. Si
además se dirige la mirada al horizonte mundial, ?cómo no pensar que
la afirmación misma de los derechos de las personas y de los pueblos se
reduce a un ejercicio retórico estéril, como sucede en las altas
reuniones internacionales, si no se desenmascara el egoísmo de los
Países ricos que cierran el acceso al desarrollo de los Países pobres,
o lo condicionan a absurdas prohibiciones de procreación, oponiendo el
desarrollo al hombre? ?No convendría quizá revisar los mismos modelos
económicos, adoptados a menudo por los Estados incluso por influencias
y condicionamientos de carácter internacional, que producen y favorecen
situaciones de injusticia y violencia en las que se degrada y vulnera la
vida humana de poblaciones enteras?
19. ?Dónde están
las
raíces de una contradicción tan sorprendente?
Podemos encontrarlas en
valoraciones generales de orden cultural o moral, comenzando por aquella
mentalidad que, tergiversando e incluso deformando el concepto de
subjetividad, sólo reconoce como titular de derechos a quien se
presenta con plena o, al menos, incipiente autonomía y sale de
situaciones de total dependencia de los demás. Pero, ?cómo conciliar
esta postura con la exaltación del hombre como ser « indisponible
»? La teoría de los derechos humanos se fundamenta precisamente en
la consideración del hecho que el hombre, a diferencia de los animales
y de las cosas, no puede ser sometido al dominio de nadie. También se
debe señalar aquella lógica que tiende a identificar la dignidad
personal con la capacidad de comunicación verbal y explícita y, en
todo caso, experimentable. Está claro que, con estos presupuestos, no
hay espacio en el mundo para quien, como el que ha de nacer o el
moribundo, es un sujeto constitutivamente débil, que parece sometido en
todo al cuidado de otras personas, dependiendo radicalmente de ellas, y
que sólo sabe comunicarse mediante el lenguaje mudo de una profunda
simbiosis de afectos. Es, por tanto, la fuerza que se hace criterio de
opción y acción en las relaciones interpersonales y en la convivencia
social. Pero esto es exactamente lo contrario de cuanto ha querido
afirmar históricamente el Estado de derecho, como comunidad en la que a
las « razones de la fuerza » sustituye la « fuerza de la razón ».
A otro nivel, el origen de
la contradicción entre la solemne afirmación de los derechos del
hombre y su trágica negación en la práctica, está en un concepto
de libertad que exalta de modo absoluto al individuo, y no lo
dispone a la solidaridad, a la plena acogida y al servicio del otro. Si
es cierto que, a veces, la eliminación de la vida naciente o terminal
se enmascara también bajo una forma malentendida de altruismo y piedad
humana, no se puede negar que semejante cultura de muerte, en su
conjunto, manifiesta una visión de la libertad muy individualista, que
acaba por ser la libertad de los « más fuertes » contra los débiles
destinados a sucumbir.
Precisamente en este sentido
se puede interpretar la respuesta de Caín a la pregunta del Señor «
?Dónde está tu hermano Abel? »: « No sé. ?Soy yo acaso el guarda
de mi hermano? » (Gn 4, 9). Sí, cada hombre es « guarda de
su hermano », porque Dios confía el hombre al hombre. Y es también en
vista de este encargo que Dios da a cada hombre la libertad, que posee
una esencial dimensión relacional. Es un gran don del Creador,
puesta al servicio de la persona y de su realización mediante el don de
sí misma y la acogida del otro. Sin embargo, cuando la libertad es
absolutizada en clave individualista, se vacía de su contenido original
y se contradice en su misma vocación y dignidad.
Hay un aspecto aún más
profundo que acentuar: la libertad reniega de sí misma, se autodestruye
y se dispone a la eliminación del otro cuando no reconoce ni respeta su
vínculo constitutivo con la verdad. Cada vez que la libertad,
queriendo emanciparse de cualquier tradición y autoridad, se cierra a
las evidencias primarias de una verdad objetiva y común, fundamento de
la vida personal y social, la persona acaba por asumir como única e
indiscutible referencia para sus propias decisiones no ya la verdad
sobre el bien o el mal, sino sólo su opinión subjetiva y mudable o,
incluso, su interés egoísta y su capricho.
20. Con esta concepción de
la libertad, la convivencia social se deteriora profundamente. Si
la promoción del propio yo se entiende en términos de autonomía
absoluta, se llega inevitablemente a la negación del otro, considerado
como enemigo de quien defenderse. De este modo la sociedad se convierte
en un conjunto de individuos colocados unos junto a otros, pero sin
vínculos recíprocos: cada cual quiere afirmarse independientemente de
los demás, incluso haciendo prevalecer sus intereses. Sin embargo,
frente a los intereses análogos de los otros, se ve obligado a buscar
cualquier forma de compromiso, si se quiere garantizar a cada uno el
máximo posible de libertad en la sociedad. Así, desaparece toda
referencia a valores comunes y a una verdad absoluta para todos; la vida
social se adentra en las arenas movedizas de un relativismo absoluto.
Entonces todo es pactable, todo es negociable: incluso el primero
de los derechos fundamentales, el de la vida.
Es lo que de hecho sucede
también en el ámbito más propiamente político o estatal: el derecho
originario e inalienable a la vida se pone en discusión o se niega
sobre la base de un voto parlamentario o de la voluntad de una parte —aunque
sea mayoritaria— de la población. Es el resultado nefasto de un
relativismo que predomina incontrovertible: el « derecho » deja de ser
tal porque no está ya fundamentado sólidamente en la inviolable
dignidad de la persona, sino que queda sometido a la voluntad del más
fuerte. De este modo la democracia, a pesar de sus reglas, va por un
camino de totalitarismo fundamental. El Estado deja de ser la « casa
común » donde todos pueden vivir según los principios de igualdad
fundamental, y se transforma en Estado tirano, que presume de
poder disponer de la vida de los más débiles e indefensos, desde el
niño aún no nacido hasta el anciano, en nombre de una utilidad
pública que no es otra cosa, en realidad, que el interés de algunos.
Parece que todo acontece en el más firme respeto de la legalidad, al
menos cuando las leyes que permiten el aborto o la eutanasia son votadas
según las, así llamadas, reglas democráticas. Pero en realidad
estamos sólo ante una trágica apariencia de legalidad, donde el ideal
democrático, que es verdaderamente tal cuando reconoce y tutela la
dignidad de toda persona humana, es traicionado en sus mismas bases: «
?Cómo es posible hablar todavía de dignidad de toda persona humana,
cuando se permite matar a la más débil e inocente? ?En nombre de qué
justicia se realiza la más injusta de las discriminaciones entre las
personas, declarando a algunas dignas de ser defendidas, mientras a
otras se niega esta dignidad? ».16 Cuando se verifican estas
condiciones, se han introducido ya los dinamismos que llevan a la
disolución de una auténtica convivencia humana y a la disgregación de
la misma realidad establecida.
Reivindicar el derecho al
aborto, al infanticidio, a la eutanasia, y reconocerlo legalmente,
significa atribuir a la libertad humana un significado perverso e
inicuo: el de un poder absoluto sobre los demás y contra los
demás. Pero ésta es la muerte de la verdadera libertad: « En
verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo » (Jn
8, 34).
« He de esconderme de tu
presencia » (Gn 4, 14):
eclipse
del sentido de Dios y del hombre
21. En la búsqueda de las
raíces más profundas de la lucha entre la « cultura de la vida » y
la « cultura de la muerte », no basta detenerse en la idea perversa de
libertad anteriormente señalada. Es necesario llegar al centro del
drama vivido por el hombre contemporáneo: el eclipse del sentido de
Dios y del hombre, característico del contexto social y cultural
dominado por el secularismo, que con sus tentáculos penetrantes no deja
de poner a prueba, a veces, a las mismas comunidades cristianas. Quien
se deja contagiar por esta atmósfera, entra fácilmente en el
torbellino de un terrible círculo vicioso: perdiendo el sentido de
Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre, de su
dignidad y de su vida. A su vez, la violación sistemática de la ley
moral, especialmente en el grave campo del respeto de la vida humana y
su dignidad, produce una especie de progresiva ofuscación de la
capacidad de percibir la presencia vivificante y salvadora de Dios.
Una vez más podemos
inspirarnos en el relato del asesinato de Abel por parte de su hermano.
Después de la maldición impuesta por Dios, Caín se dirige así al
Señor: « Mi culpa es demasiado grande para soportarla. Es decir que
hoy me echas de este suelo y he de esconderme de tu presencia, convertido
en vagabundo errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me
matará » (Gn 4, 13-14). Caín considera que su pecado no podrá
ser perdonado por el Señor y que su destino inevitable será tener que
« esconderse de su presencia ». Si Caín confiesa que su culpa es «
demasiado grande », es porque sabe que se encuentra ante Dios y su
justo juicio. En realidad, sólo delante del Señor el hombre puede
reconocer su pecado y percibir toda su gravedad. Esta es la experiencia
de David, que después de « haber pecado contra el Señor »,
reprendido por el profeta Natán (cf. 2 Sam 11-12), exclama: «
Mi delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí; contra
ti, contra ti sólo he pecado, lo malo a tus ojos cometí » (Sal 5150,
5-6).
22. Por esto, cuando se
pierde el sentido de Dios, también el sentido del hombre queda
amenazado y contaminado, como afirma lapidariamente el Concilio Vaticano
II: « La criatura sin el Creador desaparece... Más aún, por el olvido
de Dios la propia criatura queda oscurecida ».17 El hombre no puede ya
entenderse como « misteriosamente otro » respecto a las demás
criaturas terrenas; se considera como uno de tantos seres vivientes,
como un organismo que, a lo sumo, ha alcanzado un estadio de perfección
muy elevado. Encerrado en el restringido horizonte de su materialidad,
se reduce de este modo a « una cosa », y ya no percibe el carácter
trascendente de su « existir como hombre ». No considera ya la vida
como un don espléndido de Dios, una realidad « sagrada » confiada a
su responsabilidad y, por tanto, a su custodia amorosa, a su «
veneración ». La vida llega a ser simplemente « una cosa », que el
hombre reivindica como su propiedad exclusiva, totalmente dominable y
manipulable.
Así, ante la vida que nace
y la vida que muere, el hombre ya no es capaz de dejarse interrogar
sobre el sentido más auténtico de su existencia, asumiendo con
verdadera libertad estos momentos cruciales de su propio « existir ».
Se preocupa sólo del « hacer » y, recurriendo a cualquier forma de
tecnología, se afana por programar, controlar y dominar el nacimiento y
la muerte. Estas, de experiencias originarias que requieren ser «
vividas », pasan a ser cosas que simplemente se pretenden « poseer »
o « rechazar ».
Por otra parte, una vez
excluida la referencia a Dios, no sorprende que el sentido de todas las
cosas resulte profundamente deformado, y la misma naturaleza, que ya no
es « mater », quede reducida a « material » disponible a todas las
manipulaciones. A esto parece conducir una cierta racionalidad
técnico-científica, dominante en la cultura contemporánea, que niega
la idea misma de una verdad de la creación que hay que reconocer o de
un designio de Dios sobre la vida que hay que respetar. Esto no es menos
verdad, cuando la angustia por los resultados de esta « libertad sin
ley » lleva a algunos a la postura opuesta de una « ley sin libertad
», como sucede, por ejemplo, en ideologías que contestan la
legitimidad de cualquier intervención sobre la naturaleza, como en
nombre de una « divinización » suya, que una vez más desconoce su
dependencia del designio del Creador.
En realidad, viviendo «
como si Dios no existiera », el hombre pierde no sólo el misterio de
Dios, sino también el del mundo y el de su propio ser.
23. El eclipse del sentido
de Dios y del hombre conduce inevitablemente al materialismo
práctico, en el que proliferan el individualismo, el utilitarismo y
el hedonismo. Se manifiesta también aquí la perenne validez de lo que
escribió el Apóstol: « Como no tuvieron a bien guardar el verdadero
conocimiento de Dios, Dios los entregó a su mente insensata, para que
hicieran lo que no conviene » (Rm 1, 28). Así, los valores del ser
son sustituidos por los del tener. El único fin que cuenta
es la consecución del propio bienestar material. La llamada « calidad
de vida » se interpreta principal o exclusivamente como eficiencia
económica, consumismo desordenado, belleza y goce de la vida física,
olvidando las dimensiones más profundas —relacionales, espirituales y
religiosas— de la existencia.
En semejante contexto el sufrimiento,
elemento inevitable de la existencia humana, aunque también factor
de posible crecimiento personal, es « censurado », rechazado como
inútil, más aún, combatido como mal que debe evitarse siempre y de
cualquier modo. Cuando no es posible evitarlo y la perspectiva de un
bienestar al menos futuro se desvanece, entonces parece que la vida ha
perdido ya todo sentido y aumenta en el hombre la tentación de
reivindicar el derecho a su supresión.
Siempre en el mismo
horizonte cultural, el cuerpo ya no se considera como realidad
típicamente personal, signo y lugar de las relaciones con los demás,
con Dios y con el mundo. Se reduce a pura materialidad: está
simplemente compuesto de órganos, funciones y energías que hay que
usar según criterios de mero goce y eficiencia. Por consiguiente,
también la sexualidad se despersonaliza e instrumentaliza: de
signo, lugar y lenguaje del amor, es decir, del don de sí mismo y de la
acogida del otro según toda la riqueza de la persona, pasa a ser cada
vez más ocasión e instrumento de afirmación del propio yo y de
satisfacción egoísta de los propios deseos e instintos. Así se
deforma y falsifica el contenido originario de la sexualidad humana, y
los dos significados, unitivo y procreativo, innatos a la naturaleza
misma del acto conyugal, son separados artificialmente. De este modo, se
traiciona la unión y la fecundidad se somete al arbitrio del hombre y
de la mujer. La procreación se convierte entonces en el «
enemigo » a evitar en la práctica de la sexualidad. Cuando se acepta,
es sólo porque manifiesta el propio deseo, o incluso la propia
voluntad, de tener un hijo « a toda costa », y no, en cambio, por
expresar la total acogida del otro y, por tanto, la apertura a la
riqueza de vida de la que el hijo es portador.
En la perspectiva
materialista expuesta hasta aquí, las relaciones interpersonales
experimentan un grave empobrecimiento. Los primeros que sufren sus
consecuencias negativas son la mujer, el niño, el enfermo o el que
sufre y el anciano. El criterio propio de la dignidad personal —el del
respeto, la gratuidad y el servicio— se sustituye por el criterio de
la eficiencia, la funcionalidad y la utilidad. Se aprecia al otro no por
lo que « es », sino por lo que « tiene, hace o produce ». Es la
supremacía del más fuerte sobre el más débil.
24. En lo íntimo de la
conciencia moral se produce el eclipse del sentido de Dios y del
hombre, con todas sus múltiples y funestas consecuencias para la vida.
Se pone en duda, sobre todo, la conciencia de cada persona, que
en su unicidad e irrepetibilidad se encuentra sola ante Dios.18 Pero
también se cuestiona, en cierto sentido, la « conciencia moral » de
la sociedad. Esta es de algún modo responsable, no sólo porque
tolera o favorece comportamientos contrarios a la vida, sino también
porque alimenta la « cultura de la muerte », llegando a crear y
consolidar verdaderas y auténticas « estructuras de pecado » contra
la vida. La conciencia moral, tanto individual como social, está hoy
sometida, a causa también del fuerte influjo de muchos medios de
comunicación social, a un peligro gravísimo y mortal, el de la confusión
entre el bien y el mal en relación con el mismo derecho fundamental
a la vida. Lamentablemente, una gran parte de la sociedad actual se
asemeja a la que Pablo describe en la Carta a los Romanos. Está formada
« de hombres que aprisionan la verdad en la injusticia » (1, 18):
habiendo renegado de Dios y creyendo poder construir la ciudad terrena
sin necesidad de El, « se ofuscaron en sus razonamientos » de modo que
« su insensato corazón se entenebreció » (1, 21); « jactándose de
sabios se volvieron estúpidos » (1, 22), se hicieron autores de obras
dignas de muerte y « no solamente las practican, sino que aprueban a
los que las cometen » (1, 32). Cuando la conciencia, este luminoso ojo
del alma (cf. Mt 6, 22-23), llama « al mal bien y al bien mal »
(Is 5, 20), camina ya hacia su degradación más inquietante y
hacia la más tenebrosa ceguera moral.
Sin embargo, todos los
condicionamientos y esfuerzos por imponer el silencio no logran sofocar
la voz del Señor que resuena en la conciencia de cada hombre. De este
íntimo santuario de la conciencia puede empezar un nuevo camino de
amor, de acogida y de servicio a la vida humana.
« Os habéis acercado a la
sangre de la aspersión » (cf. Hb
12, 22.24): signos de
esperanza y llamada al compromiso
25. « Se oye la sangre de
tu hermano clamar a mí desde el suelo » (Gn 4, 10). No es sólo
la sangre de Abel, el primer inocente asesinado, que clama a Dios,
fuente y defensor de la vida. También la sangre de todo hombre
asesinado después de Abel es un clamor que se eleva al Señor. De una
forma absolutamente única, clama a Dios la sangre de Cristo, de
quien Abel en su inocencia es figura profética, como nos recuerda el
autor de la Carta a los Hebreos: « Vosotros, en cambio, os habéis
acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo... al mediador de una
Nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla
mejor que la de Abel » (12, 22.24).
Es la sangre de la
aspersión. De ella había sido símbolo y signo anticipador la
sangre de los sacrificios de la Antigua Alianza, con los que Dios
manifestaba la voluntad de comunicar su vida a los hombres,
purificándolos y consagrándolos (cf. Ex 24, 8; Lv 17,
11). Ahora, todo esto se cumple y verifica en Cristo: la suya es la
sangre de la aspersión que redime, purifica y salva; es la sangre del
mediador de la Nueva Alianza « derramada por muchos para perdón de los
pecados » (Mt 26, 28). Esta sangre, que brota del costado
abierto de Cristo en la cruz (cf. Jn 19, 34), « habla mejor que
la de Abel »; en efecto, expresa y exige una « justicia » más
profunda, pero sobre todo implora misericordia,19 se hace ante el Padre
intercesora por los hermanos (cf. Hb 7, 25), es fuente de
redención perfecta y don de vida nueva.
La sangre de Cristo,
mientras revela la grandeza del amor del Padre, manifiesta qué
precioso es el hombre a los ojos de Dios y qué inestimable es el valor
de su vida. Nos lo recuerda el apóstol Pedro: « Sabéis que
habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros
padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa,
como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo » (1 Pe 1,
18-19). Precisamente contemplando la sangre preciosa de Cristo, signo de
su entrega de amor (cf. Jn 13, 1), el creyente aprende a
reconocer y apreciar la dignidad casi divina de todo hombre y puede
exclamar con nuevo y grato estupor: « ¡Qué valor debe tener el hombre
a los ojos del Creador, si ha "merecido tener tan gran
Redentor" (Himno Exsultet de la Vigilia pascual), si
"Dios ha dado a su Hijo", a fin de que él, el hombre,
"no muera sino que tenga la vida eterna" (cf. Jn 3,
16)! ».20
Además, la sangre de Cristo
manifiesta al hombre que su grandeza, y por tanto su vocación, consiste
en el don sincero de sí mismo. Precisamente porque se derrama
como don de vida, la sangre de Cristo ya no es signo de muerte, de
separación definitiva de los hermanos, sino instrumento de una
comunión que es riqueza de vida para todos. Quien bebe esta sangre en
el sacramento de la Eucaristía y permanece en Jesús (cf. Jn 6,
56) queda comprometido en su mismo dinamismo de amor y de entrega de la
vida, para llevar a plenitud la vocación originaria al amor, propia de
todo hombre (cf. Jn 1, 27; 2, 18-24).
Es en la sangre de Cristo
donde todos los hombres encuentran la fuerza para comprometerse en
favor de la vida. Esta sangre es justamente el motivo más grande
de esperanza, más aún, es el fundamento de la absoluta certeza de que
según el designio divino la vida vencerá. « No habrá ya muerte
», exclama la voz potente que sale del trono de Dios en la Jerusalén
celestial (Ap 21, 4). Y san Pablo nos asegura que la victoria
actual sobre el pecado es signo y anticipo de la victoria definitiva
sobre la muerte, cuando « se cumplirá la palabra que está escrita:
"La muerte ha sido devorada en la victoria. ?Dónde está, oh
muerte, tu victoria? ?Dónde está, oh muerte, tu aguijón?" » (1
Cor 15, 54-55).
26. En realidad, no faltan
signos que anticipan esta victoria en nuestras sociedades y culturas, a
pesar de estar fuertemente marcadas por la « cultura de la muerte ».
Se daría, por tanto, una imagen unilateral, que podría inducir a un
estéril desánimo, si junto con la denuncia de las amenazas contra la
vida no se presentan los signos positivos que se dan en la
situación actual de la humanidad.
Desgraciadamente, estos
signos positivos encuentran a menudo dificultad para manifestarse y ser
reconocidos, tal vez también porque no encuentran una adecuada
atención en los medios de comunicación social. Pero, ¡cuántas
iniciativas de ayuda y apoyo a las personas más débiles e indefensas
han surgido y continúan surgiendo en la comunidad cristiana y en la
sociedad civil, a nivel local, nacional e internacional, promovidas por
individuos, grupos, movimientos y organizaciones diversas!
Son todavía muchos los esposos
que, con generosa responsabilidad, saben acoger a los hijos como «
el don más excelente del matrimonio ».21 No faltan familias que,
además de su servicio cotidiano a la vida, acogen a niños abandonados,
a muchachos y jóvenes en dificultad, a personas minusválidas, a
ancianos solos. No pocos centros de ayuda a la vida, o
instituciones análogas, están promovidos por personas y grupos que,
con admirable dedicación y sacrificio, ofrecen un apoyo moral y
material a madres en dificultad, tentadas de recurrir al aborto.
También surgen y se difunden grupos de voluntarios dedicados a
dar hospitalidad a quienes no tienen familia, se encuentran en
condiciones de particular penuria o tienen necesidad de hallar un
ambiente educativo que les ayude a superar comportamientos destructivos
y a recuperar el sentido de la vida.
La medicina, impulsada
con gran dedicación por investigadores y profesionales, persiste en su
empeño por encontrar remedios cada vez más eficaces: resultados que
hace un tiempo eran del todo impensables y capaces de abrir prometedoras
perspectivas se obtienen hoy para la vida naciente, para las personas
que sufren y los enfermos en fase aguda o terminal. Distintos entes y
organizaciones se movilizan para llevar, incluso a los países más
afectados por la miseria y las enfermedades endémicas, los beneficios
de la medicina más avanzada. Así, asociaciones nacionales e
internacionales de médicos se mueven oportunamente para socorrer a las
poblaciones probadas por calamidades naturales, epidemias o guerras.
Aunque una verdadera justicia internacional en la distribución de los
recursos médicos está aún lejos de su plena realización, ?cómo no
reconocer en los pasos dados hasta ahora el signo de una creciente
solidaridad entre los pueblos, de una apreciable sensibilidad humana y
moral y de un mayor respeto por la vida?
27. Frente a legislaciones
que han permitido el aborto y a tentativas, surgidas aquí y allá, de
legalizar la eutanasia, han aparecido en todo el mundo movimientos e
iniciativas de sensibilización social en favor de la vida. Cuando,
conforme a su auténtica inspiración, actúan con determinada firmeza
pero sin recurrir a la violencia, estos movimientos favorecen una toma
de conciencia más difundida y profunda del valor de la vida,
solicitando y realizando un compromiso más decisivo por su defensa.
?Cómo no recordar, además,
todos estos gestos cotidianos de acogida, sacrificio y cuidado
desinteresado que un número incalculable de personas realiza con
amor en las familias, hospitales, orfanatos, residencias de ancianos y
en otros centros o comunidades, en defensa de la vida? La Iglesia,
dejándose guiar por el ejemplo de Jesús « buen samaritano » (cf. Lc
10, 29-37) y sostenida por su fuerza, siempre ha estado en la
primera línea de la caridad: tantos de sus hijos e hijas, especialmente
religiosas y religiosos, con formas antiguas y siempre nuevas, han
consagrado y continúan consagrando su vida a Dios ofreciéndola por
amor al prójimo más débil y necesitado. Estos gestos construyen en lo
profundo la « civilización del amor y de la vida », sin la cual la
existencia de las personas y de la sociedad pierde su significado más
auténticamente humano. Aunque nadie los advierta y permanezcan
escondidos a la mayoría, la fe asegura que el Padre, « que ve en lo
secreto » (Mt 6, 4), no sólo sabrá recompensarlos, sino que ya
desde ahora los hace fecundos con frutos duraderos para todos.
Entre los signos de
esperanza se da también el incremento, en muchos estratos de la
opinión pública, de una nueva sensibilidad cada vez más contraria
a la guerra como instrumento de solución de los conflictos entre
los pueblos, y orientada cada vez más a la búsqueda de medios
eficaces, pero « no violentos », para frenar la agresión armada.
Además, en este mismo horizonte se da la aversión cada vez más
difundida en la opinión pública a la pena de muerte, incluso como
instrumento de « legítima defensa » social, al considerar las
posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para reprimir
eficazmente el crimen de modo que, neutralizando a quien lo ha cometido,
no se le prive definitivamente de la posibilidad de redimirse.
También se debe considerar
positivamente una mayor atención a la calidad de vida y a la ecología,
que se registra sobre todo en las sociedades más desarrolladas, en
las que las expectativas de las personas no se centran tanto en los
problemas de la supervivencia cuanto más bien en la búsqueda de una
mejora global de las condiciones de vida. Particularmente significativo
es el despertar de una reflexión ética sobre la vida. Con el
nacimiento y desarrollo cada vez más extendido de la bioética se
favorece la reflexión y el diálogo —entre creyentes y no creyentes,
así como entre creyentes de diversas religiones— sobre problemas
éticos, incluso fundamentales, que afectan a la vida del hombre.
28. Este horizonte de luces
y sombras debe hacernos a todos plenamente conscientes de que estamos
ante un enorme y dramático choque entre el bien y el mal, la muerte y
la vida, la « cultura de la muerte » y la « cultura de la vida ».
Estamos no sólo « ante », sino necesariamente « en medio » de este
conflicto: todos nos vemos implicados y obligados a participar, con la
responsabilidad ineludible de elegir
incondicionalmente en favor de la vida.
También para nosotros
resuena clara y fuerte la invitación a Moisés: « Mira, yo pongo hoy
ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia...; te pongo delante vida o
muerte, bendición o maldición. Escoge la vida, para que vivas, tú
y tu descendencia » (Dt 30, 15.19). Es una invitación
válida también para nosotros, llamados cada día a tener que decidir
entre la « cultura de la vida » y la « cultura de la muerte ». Pero
la llamada del Deuteronomio es aún más profunda, porque nos apremia a
una opción propiamente religiosa y moral. Se trata de dar a la propia
existencia una orientación fundamental y vivir en fidelidad y
coherencia con la Ley del Señor: « Yo te prescribo hoy que ames al
Señor tu Dios, que sigas sus caminos y guardes sus
mandamientos, preceptos y normas... Escoge la vida, para que vivas,
tú y tu descendencia, amando al Señor tu Dios, escuchando su voz,
viviendo unido a él; pues en eso está tu vida, así como la
prolongación de tus días » (30, 16.19-20).
La opción incondicional en
favor de la vida alcanza plenamente su significado religioso y moral
cuando nace, viene plasmada y es alimentada por la fe en Cristo. Nada
ayuda tanto a afrontar positivamente el conflicto entre la muerte y la
vida, en el que estamos inmersos, como la fe en el Hijo de Dios que se
ha hecho hombre y ha venido entre los hombres « para que tengan vida y
la tengan en abundancia » (Jn 10, 10): es la fe en el
Resucitado, que ha vencido la muerte; es la fe en la sangre de
Cristo « que habla mejor que la de Abel » (Hb 12, 24).
Por tanto, a la luz y con la
fuerza de esta fe, y ante los desafíos de la situación actual, la
Iglesia toma más viva conciencia de la gracia y de la responsabilidad
que recibe de su Señor para anunciar, celebrar y servir al Evangelio
de la vida.
CAPITULO
II
HE VENIDO PARA
QUE TENGAN VIDA
MENSAJE CRISTIANO SOBRE
LA VIDA
« La Vida se manifestó, y
nosotros la hemos visto » (1 Jn 1, 2):
la
mirada dirigida a Cristo, « Palabra de vida »
29. Ante las innumerables y
graves amenazas contra la vida en el mundo contemporáneo, podríamos
sentirnos como abrumados por una sensación de impotencia insuperable:
¡el bien nunca podrá tener la fuerza suficiente para vencer el mal!
Este es el momento en que el
Pueblo de Dios, y en él cada creyente, está llamado a profesar, con
humildad y valentía, la propia fe en Jesucristo, « Palabra de vida »
(1 Jn 1, 1). En realidad, el Evangelio de la vida no es
una mera reflexión, aunque original y profunda, sobre la vida humana;
ni sólo un mandamiento destinado a sensibilizar la conciencia y a
causar cambios significativos en la sociedad; menos aún una promesa
ilusoria de un futuro mejor. El Evangelio de la vida es una
realidad concreta y personal, porque consiste en el anuncio dela
persona misma de Jesús, el cual se presenta al apóstol Tomás, y
en él a todo hombre, con estas palabras: « Yo soy el Camino, la Verdad
y la Vida » (Jn 14, 6). Es la misma identidad manifestada a
Marta, la hermana de Lázaro: « Yo soy la resurrección y la vida. El
que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí,
no morirá jamás » (Jn 11, 25-26). Jesús es el Hijo que desde
la eternidad recibe la vida del Padre (cf. Jn 5, 26) y que ha
venido a los hombres para hacerles partícipes de este don: « Yo he
venido para que tengan vida y la tengan en abundancia » (Jn 10,
10).
Así, por la palabra, la
acción y la persona misma de Jesús se da al hombre la posibilidad de
« conocer » toda la verdad sobre el valor de la vida humana. De
esa « fuente » recibe, en particular, la capacidad de « obrar »
perfectamente esa verdad (cf. Jn 3, 21), es decir, asumir y
realizar en plenitud la responsabilidad de amar y servir, defender y
promover la vida humana.
En efecto, en Cristo se
anuncia definitivamente y se da plenamente aquel Evangelio de la vida
que, anticipado ya en la Revelación del Antiguo Testamento y, más
aún, escrito de algún modo en el corazón mismo de cada hombre y
mujer, resuena en cada conciencia « desde el principio », o sea, desde
la misma creación, de modo que, a pesar de los condicionamientos
negativos del pecado, también puede ser conocido por la razón
humana en sus aspectos esenciales. Como dice el Concilio Vaticano
II, Cristo « con su presencia y manifestación, con sus palabras y
obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección,
con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la
revelación y la confirma con testimonio divino; a saber, que Dios está
con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y
para hacernos resucitar a una vida eterna ».22
30. Por tanto, con la mirada
fija en el Señor Jesús queremos volver a escuchar de El « las
palabras de Dios » (Jn 3, 34) y meditar de nuevo el Evangelio
de la vida. El sentido más profundo y original de esta meditación
del mensaje revelado sobre la vida humana ha sido expuesto por el apóstol
Juan, al comienzo de su Primera Carta: « Lo que existía desde el
principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo
que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida
—pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos
testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el
Padre y que se nos manifestó— lo que hemos visto y oído, os lo
anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros
» (1, 1-3).
En Jesús, « Palabra de
vida », se anuncia y comunica la vida divina y eterna. Gracias a este
anuncio y a este don, la vida física y espiritual del hombre, incluida
su etapa terrena, encuentra plenitud de valor y significado: en efecto,
la vida divina y eterna es el fin al que está orientado y llamado el
hombre que vive en este mundo. El Evangelio de la vida abarca así
todo lo que la misma experiencia y la razón humana dicen sobre el valor
de la vida, lo acoge, lo eleva y lo lleva a término.
« Mi fortaleza y mi canción
es el Señor. El es mi salvación
»
(Ex 15, 2): la vida es
siempre un bien
31. En realidad, la plenitud
evangélica del mensaje sobre la vida fue ya preparada en el Antiguo
Testamento. Es sobre todo en las vicisitudes del Éxodo, fundamento de la
experiencia de fe del Antiguo Testamento, donde Israel descubre el valor
de la vida a los ojos de Dios. Cuando parece ya abocado al exterminio,
porque la amenaza de muerte se extiende a todos sus recién nacidos
varones (cf. Ex 1, 15-22), el Señor se le revela como salvador,
capaz de asegurar un futuro a quien está sin esperanza. Nace así en
Israel una clara conciencia: su vida no está a merced de un faraón
que puede usarla con arbitrio despótico; al contrario, es
objeto de un tierno y fuerte amor por parte de Dios.
La liberación de la
esclavitud es el don de una identidad, el reconocimiento de una dignidad
indeleble y el inicio de una historia nueva, en la que van unidos
el descubrimiento de Dios y de sí mismo. La experiencia del Éxodo es
original y ejemplar. Israel aprende de ella que, cada vez que es
amenazado en su existencia, sólo tiene que acudir a Dios con confianza
renovada para encontrar en él asistencia eficaz: « Eres mi siervo,
Israel. ¡Yo te he formado, tú eres mi siervo, Israel, yo no te olvido!
» (Is 44, 21).
De este modo, mientras
Israel reconoce el valor de su propia existencia como pueblo, avanza
también en la percepción del sentido y valor de la vida en cuanto
tal. Es una reflexión que se desarrolla de modo particular en los
libros sapienciales, partiendo de la experiencia cotidiana de la precariedad
de la vida y de la conciencia de las amenazas que la acechan. Ante
las contradicciones de la existencia, la fe está llamada a ofrecer una
respuesta.
El problema del dolor acosa
sobre todo a la fe y la pone a prueba. ?Cómo no oír el gemido
universal del hombre en la meditación del libro de Job? El inocente
aplastado por el sufrimiento se pregunta comprensiblemente: « ?Para qué
dar la luz a un desdichado, la vida a los que tienen amargada el alma, a
los que ansían la muerte que no llega y excavan en su búsqueda más
que por un tesoro? » (3, 20-21). Pero también en la más densa
oscuridad la fe orienta hacia el reconocimiento confiado y adorador del
« misterio »: « Sé que eres todopoderoso: ningún proyecto te es
irrealizable » (Jb 42, 2).
Progresivamente la Revelación
lleva a descubrir con mayor claridad el germen de vida inmortal puesto
por el Creador en el corazón de los hombres: « El ha hecho todas las
cosas apropiadas a su tiempo; también ha puesto el mundo en sus
corazones » (Ecl 3, 11). Este germen de totalidad y plenitud espera
manifestarse en el amor, y realizarse, por don gratuito de Dios, en la
participación en su vida eterna.
« El nombre de Jesús ha
restablecido a este hombre » (cf.
Hch 3, 16): en la
precariedad de la existencia humana Jesús lleva a término el sentido
de la vida
32. La experiencia del
pueblo de la Alianza se repite en la de todos los « pobres » que
encuentran a Jesús de Nazaret. Así como el Dios « amante de la vida
» (cf. Sb 11, 26) había confortado a Israel en medio de los
peligros, así ahora el Hijo de Dios anuncia, a cuantos se sienten
amenazados e impedidos en su existencia, que sus vidas también son un
bien al cual el amor del Padre da sentido y valor.
« Los ciegos ven, los cojos
andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos
resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva » (Lc 7, 22).
Con estas palabras del profeta Isaías (35, 5-6; 61, 1), Jesús presenta
el significado de su propia misión. Así, quienes sufren a causa de una
existencia de algún modo « disminuida », escuchan de El la buena
nueva de que Dios se interesa por ellos, y tienen la certeza de que
también su vida es un don celosamente custodiado en las manos del Padre
(cf. Mt 6, 25-34).
Los « pobres » son
interpelados particularmente por la predicación y las obras de Jesús.
La multitud de enfermos y marginados, que lo siguen y lo buscan (cf. Mt
4, 23-25), encuentran en su palabra y en sus gestos la revelación
del gran valor que tiene su vida y del fundamento de sus esperanzas de
salvación.
Lo mismo sucede en la misión
de la Iglesia desde sus comienzos. Ella, que anuncia a Jesús como aquél
que « pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el
diablo, porque Dios estaba con él » (Hch 10, 38), es portadora
de un mensaje de salvación que resuena con toda su novedad precisamente
en las situaciones de miseria y pobreza de la vida del hombre. Así hace
Pedro en la curación del tullido, al que ponían todos los días junto
a la puerta « Hermosa » del templo de Jerusalén para pedir limosna:
« No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de
Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar » (Hch 3, 6). Por la fe
en Jesús, « autor de la vida » (cf. Hch 3, 15), la vida que
yace abandonada y suplicante vuelve a ser consciente de sí misma y de
su plena dignidad.
La palabra y las acciones de
Jesús y de su Iglesia no se dirigen sólo a quienes padecen enfermedad,
sufrimiento o diversas formas de marginación social, sino que
conciernen más profundamente al sentido mismo de la vida de cada
hombre en sus dimensiones morales y espirituales. Sólo quien
reconoce que su propia vida está marcada por la enfermedad del pecado,
puede redescubrir, en el encuentro con Jesús Salvador, la verdad y
autenticidad de su existencia, según sus mismas palabras: « No
necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal. No he
venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores » (Lc 5,
31-32).
En cambio, quien cree que
puede asegurar su vida mediante la acumulación de bienes materiales,
como el rico agricultor de la parábola evangélica, en realidad se engaña.
La vida se le está escapando, y muy pronto se verá privado de ella sin
haber logrado percibir su verdadero significado: « ¡Necio! Esta misma
noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ?para quién serán?
» (Lc 12, 20).
33. En la vida misma de Jesús,
desde el principio al fin, se da esta singular « dialéctica » entre
la experiencia de la precariedad de la vida humana y la afirmación de
su valor. En efecto, la precariedad marca la vida de Jesús desde su
nacimiento. Ciertamente encuentra acogida en los justos, que se
unieron al « sí » decidido y gozoso de María (cf. Lc 1, 38).
Pero también siente, en seguida, el rechazo de un mundo que se
hace hostil y busca al niño « para matarle » (Mt 2, 13), o que
permanece indiferente y distraído ante el cumplimiento del misterio de
esta vida que entra en el mundo: « no tenían sitio en el alojamiento
» (Lc 2, 7). Del contraste entre las amenazas y las
inseguridades, por una parte, y la fuerza del don de Dios, por otra,
brilla con mayor intensidad la gloria que se irradia desde la casa de
Nazaret y del pesebre de Belén: esta vida que nace es salvación para
toda la humanidad (cf. Lc 2, 11).
Jesús asume plenamente las
contradicciones y los riesgos de la vida: « siendo rico, por vosotros
se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza » (2 Cor
8, 9). La pobreza de la que habla Pablo no es sólo despojarse de
privilegios divinos, sino también compartir las condiciones más
humildes y precarias de la vida humana (cf. Flp 2, 6-7). Jesús
vive esta pobreza durante toda su vida, hasta el momento culminante de
la cruz: « se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y
muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre que
está sobre todo nombre » (Flp 2, 8-9). Es precisamente en su
muerte donde Jesús revela toda la grandeza y el valor de la
vida, ya que su entrega en la cruz es fuente de vida nueva para
todos los hombres (cf. Jn 12, 32). En este peregrinar en medio de
las contradicciones y en la misma pérdida de la vida, Jesús es guiado
por la certeza de que está en las manos del Padre. Por eso puede
decirle en la cruz: « Padre, en tus manos pongo mi espíritu » (Lc 23,
46), esto es, mi vida. ¡Qué grande es el valor de la vida humana si el
Hijo de Dios la ha asumido y ha hecho de ella el lugar donde se realiza
la salvación para toda la humanidad!
« Llamados... a reproducir
la imagen de su Hijo » (Rm 8,
28-29): la gloria de Dios
resplandece en el rostro del hombre
34. La vida es siempre un
bien. Esta es una intuición o, más bien, un dato de experiencia, cuya
razón profunda el hombre está llamado a comprender.
?Por qué la vida es un
bien? La pregunta recorre toda la
Biblia, y ya desde sus primeras páginas encuentra una respuesta eficaz
y admirable. La vida que Dios da al hombre es original y diversa de la
de las demás criaturas vivientes, ya que el hombre, aunque proveniente
del polvo de la tierra (cf. Gn 2, 7; 3, 19; Jb 34, 15; Sal
103102, 14; 104103, 29), es manifestación de Dios en el mundo,
signo de su presencia, resplandor de su gloria (cf. Gn 1, 26-27; Sal
8, 6). Es lo que quiso acentuar también san Ireneo de Lyon con su célebre
definición: « el hombre que vive es la gloria de Dios ».23 Al hombre
se le ha dado una altísima dignidad, que tiene sus raíces en el
vínculo íntimo que lo une a su Creador: en el hombre se refleja la
realidad misma de Dios.
Lo afirma el libro del Génesis
en el primer relato de la creación, poniendo al hombre en el vértice
de la actividad creadora de Dios, como su culmen, al término de un
proceso que va desde el caos informe hasta la criatura más perfecta. Toda
la creación está ordenada al hombre y todo se somete a él: «
Henchid la tierra y sometedla; mandad... en todo animal que serpea sobre
la tierra » (1, 28), ordena Dios al hombre y a la mujer. Un mensaje
semejante aparece también en el otro relato de la creación: « Tomó,
pues, el Señor Dios al hombre y le dejó en el jardín de Edén, para
que lo labrase y cuidase » (Gn 2, 15). Así se reafirma la
primacía del hombre sobre las cosas, las cuales están destinadas a él
y confiadas a su responsabilidad, mientras que por ningún motivo el
hombre puede ser sometido a sus semejantes y reducido al rango de cosa.
En el relato bíblico, la
distinción entre el hombre y las demás criaturas se manifiesta sobre
todo en el hecho de que sólo su creación se presenta como fruto de una
especial decisión por parte de Dios, de una deliberación que establece
un vínculo particular y específico con el Creador: « Hagamos
al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra » (Gn 1,
26). La vida que Dios ofrece al hombre
es
un don con el que Dios comparte algo de sí mismo con la criatura.
Israel se peguntará durante
mucho tiempo sobre el sentido de este vínculo particular y específico
del hombre con Dios. También el libro del Eclesiástico reconoce que
Dios al crear a los hombres « los revistió de una fuerza como la suya,
y los hizo a su imagen » (17, 3). Con esto el autor sagrado manifiesta
no sólo su dominio sobre el mundo, sino también las facultades
espirituales más características del hombre, como la razón, el
discernimiento del bien y del mal, la voluntad libre: « De saber e
inteligencia los llenó, les enseñó el bien y el mal » (Si 17,
6). La capacidad de conocer la verdad y la libertad son prerrogativas
del hombre en cuanto creado a imagen de su Creador, el Dios
verdadero y justo (cf. Dt 32, 4). Sólo el hombre, entre todas
las criaturas visibles, tiene « capacidad para conocer y amar a su
Creador ».24 La vida que Dios da al hombre es mucho más que un existir
en el tiempo. Es tensión hacia una plenitud de vida, es germen de un
existencia que supera los mismos límites del tiempo: « Porque Dios
creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma
naturaleza » (Sb 2, 23).
35. El relato yahvista de la
creación expresa también la misma convicción. En efecto, esta antigua
narración habla de un soplo divino que es infundido en el
hombre para que tenga vida: « El Señor Dios formó al hombre con
polvo del suelo, sopló en sus narices un aliento de vida, y resultó el
hombre un ser viviente » (Gn 2, 7).
El origen divino de este espíritu
de vida explica la perenne insatisfacción que acompaña al hombre
durante su existencia. Creado por Dios, llevando en sí mismo una huella
indeleble de Dios, el hombre tiende naturalmente a El. Al experimentar
la aspiración profunda de su corazón, todo hombre hace suya la verdad
expresada por san Agustín: « Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro
corazón está inquieto hasta que descanse en ti ».25
Qué elocuente es la
insatisfacción de la que es víctima la vida del hombre en el Edén,
cuando su única referencia es el mundo vegetal y animal (cf. Gn 2,
20). Sólo la aparición de la mujer, es decir, de un ser que es hueso
de sus huesos y carne de su carne (cf. Gn 2, 23), y en quien vive
igualmente el espíritu de Dios creador, puede satisfacer la exigencia
de diálogo interpersonal que es vital para la existencia humana. En el
otro, hombre o mujer, se refleja Dios mismo, meta definitiva y
satisfactoria de toda persona.
« ?Qué es el hombre para
que de él te acuerdes, el hijo de Adán para que de él te cuides? »,
se pregunta el Salmista (Sal 8, 5). Ante la inmensidad del
universo es muy poca cosa, pero precisamente este contraste descubre su
grandeza: « Apenas inferior a los ángeles le hiciste (también se podría
traducir: « apenas inferior a Dios »), coronándole de gloria y de
esplendor » (Sal 8, 6). La gloria de Dios resplandece en el
rostro del hombre. En él encuentra el Creador su descanso, como
comenta asombrado y conmovido san Ambrosio: « Finalizó el sexto día y
se concluyó la creación del mundo con la formación de aquella obra
maestra que es el hombre, el cual ejerce su dominio sobre todos los
seres vivientes y es como el culmen del universo y la belleza suprema de
todo ser creado. Verdaderamente deberíamos mantener un reverente
silencio, porque el Señor descansó de toda obra en el mundo. Descansó
al final en lo íntimo del hombre, descansó en su mente y en su
pensamiento; en efecto, había creado al hombre dotado de razón, capaz
de imitarle, émulo de sus virtudes, anhelante de las gracias celestes.
En estas dotes suyas descansa el Dios que dijo: "?En quién
encontraré reposo, si no es en el humilde y contrito, que tiembla a mi
palabra" (cf. Is 66, 1-2). Doy gracias al Señor nuestro
Dios por haber creado una obra tan maravillosa donde encontrar su
descanso ».26
36. Lamentablemente, el magnífico
proyecto de Dios se oscurece por la irrupción del pecado en la
historia. Con el pecado el hombre se rebela contra el Creador, acabando
por idolatrar a las criaturas: « Cambiaron la verdad de Dios por
la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en vez del Creador » (Rm
1, 25). De este modo, el ser humano no sólo desfigura en sí mismo
la imagen de Dios, sino que está tentado de ofenderla también en los
demás, sustituyendo las relaciones de comunión por actitudes de
desconfianza, indiferencia, enemistad, llegando al odio homicida. Cuando
no se reconoce a Dios como Dios, se traiciona el sentido profundo
del hombre y se perjudica la comunión entre los hombres.
En la vida del hombre la
imagen de Dios vuelve a resplandecer y se manifiesta en toda su plenitud
con la venida del Hijo de Dios en carne humana: « El es Imagen de Dios
invisible » (Col 1, 15), « resplandor de su gloria e impronta
de su sustancia » (Hb 1, 3). El es la imagen perfecta del Padre.
El proyecto de vida confiado
al primer Adán encuentra finalmente su cumplimiento en Cristo. Mientras
la desobediencia de Adán deteriora y desfigura el designio de Dios
sobre la vida del hombre, introduciendo la muerte en el mundo, la
obediencia redentora de Cristo es fuente de gracia que se derrama sobre
los hombres abriendo de par en par a todos las puertas del reino de la
vida (cf. Rm 5, 12-21). Afirma el apóstol Pablo: « Fue hecho el
primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da
vida » (1 Cor 15, 45).
La plenitud de la vida se da
a cuantos aceptan seguir a Cristo. En ellos la imagen divina es
restaurada, renovada y llevada a perfección. Este es el designio de
Dios sobre los seres humanos: que « reproduzcan la imagen de su Hijo »
(Rm 8, 29). Sólo así, con el esplendor de esta imagen, el
hombre puede ser liberado de la esclavitud de la idolatría, puede
reconstruir la fraternidad rota y reencontrar su propia identidad.
« Todo el que vive y cree
en mí, no morirá jamás » (Jn
11, 26): el don de la vida
eterna
37. La vida que el Hijo de
Dios ha venido a dar a los hombres no se reduce a la mera existencia en
el tiempo. La vida, que desde siempre está « en él » y es « la luz
de los hombres » (Jn 1, 4), consiste en ser engendrados por
Dios y participar de la plenitud de su amor: « A todos los que lo
recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su
nombre; el cual no nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo
de hombre, sino que nació de Dios » (Jn 1, 12-13).
A veces Jesús llama esta
vida, que El ha venido a dar, simplemente así: « la vida »; y
presenta la generación por parte de Dios como condición necesaria para
poder alcanzar el fin para el cual Dios ha creado al hombre: « El que
no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios » (Jn 3, 3).
El don de esta vida es el objetivo específico de la misión de Jesús:
él « es el que baja del cielo y da la vida al mundo » (Jn 6,
33), de modo que puede afirmar con toda verdad: « El que me siga...
tendrá la luz de la vida » (Jn 8, 12).
Otras veces Jesús habla de
« vida eterna », donde el adjetivo no se refiere sólo a una
perspectiva supratemporal. « Eterna » es la vida que Jesús promete y
da, porque es participación plena de la vida del « Eterno ». Todo el
que cree en Jesús y entra en comunión con El tiene la vida eterna (cf.
Jn 3, 15; 6, 40), ya que escucha de El las únicas palabras que
revelan e infunden plenitud de vida en su existencia; son las «
palabras de vida eterna » que Pedro reconoce en su confesión de fe: «
Señor, ?a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y
nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios » (Jn 6,
68-69). Jesús mismo explica después en qué consiste la vida eterna,
dirigiéndose al Padre en la gran oración sacerdotal: « Esta es la
vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú
has enviado, Jesucristo » (Jn 17, 3). Conocer a Dios y a su Hijo
es acoger el misterio de la comunión de amor del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo en la propia vida, que ya desde ahora se abre a
la vida eterna por la participación
en la vida divina.
38. Por tanto, la vida
eterna es la vida misma de Dios y a la vez la vida de los hijos de
Dios. Un nuevo estupor y una gratitud sin límites se apoderan
necesariamente del creyente ante esta inesperada e inefable verdad que
nos viene de Dios en Cristo. El creyente hace suyas las palabras del apóstol
Juan: « Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de
Dios, pues ¡lo somos!... Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no
se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste,
seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es » (1 Jn
3, 1-2).
Así alcanza su culmen la
verdad cristiana sobre la vida. Su dignidad no sólo está ligada a
sus orígenes, a su procedencia divina, sino también a su fin, a su
destino de comunión con Dios en su conocimiento y amor. A la luz de
esta verdad san Ireneo precisa y completa su exaltación del hombre: «
el hombre que vive » es « gloria de Dios », pero « la vida del
hombre consiste en la visión de Dios ».27
De aquí derivan unas
consecuencias inmediatas para la vida humana en su misma condición
terrena, en la que ya ha germinado y está creciendo la vida eterna.
Si el hombre ama instintivamente la vida porque es un bien, este amor
encuentra ulterior motivación y fuerza, nueva extensión y profundidad
en las dimensiones divinas de este bien. En esta perspectiva, el amor
que todo ser humano tiene por la vida no se reduce a la simple búsqueda
de un espacio donde pueda realizarse a sí mismo y entrar en relación
con los demás, sino que se desarrolla en la gozosa conciencia de poder
hacer de la propia existencia el « lugar » de la manifestación de
Dios, del encuentro y de la comunión con El. La vida que Jesús nos da
no disminuye nuestra existencia en el tiempo, sino que la asume y
conduce a su destino último: « Yo soy la resurrección y la vida...;
todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás » (Jn 11,
25.26).
« A cada uno pediré
cuentas de la vida de su hermano »
(Gn
9, 5): veneración y amor por
la vida de todos
39. La vida del hombre
proviene de Dios, es su don, su imagen e impronta, participación de su
soplo vital. Por tanto, Dios es el único señor de esta vida: el
hombre no puede disponer de ella. Dios mismo lo afirma a Noé después
del diluvio: « Os prometo reclamar vuestra propia sangre: la reclamaré
a todo animal y al hombre: a todos y a cada uno reclamaré el alma
humana » (Gn 9, 5). El texto bíblico se preocupa de subrayar cómo
la sacralidad de la vida tiene su fundamento en Dios y en su acción
creadora: « Porque a imagen de Dios hizo El al hombre » (Gn 9,
6).
La vida y la muerte del
hombre están, pues, en las manos de Dios, en su poder: « El, que tiene
en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de
hombre », exclama Job (12, 10). « El Señor da muerte y vida, hace
bajar al Seol y retornar » (1 S 2, 6). Sólo El puede decir: «
Yo doy la muerte y doy la vida » (Dt 32, 39).
Sin embargo, Dios no ejerce
este poder como voluntad amenazante, sino como cuidado y solicitud
amorosa hacia sus criaturas. Si es cierto que la vida del hombre está
en las manos de Dios, no lo es menos que sus manos son cariñosas como
las de una madre que acoge, alimenta y cuida a su niño: « Mantengo mi
alma en paz y silencio como niño destetado en el regazo de su madre. ¡Como
niño destetado está mi alma en mí! » (Sal 131130, 2; cf. Is
49, 15; 66, 12-13; Os 11, 4). Así Israel ve en las
vicisitudes de los pueblos y en la suerte de los individuos no el fruto
de una mera casualidad o de un destino ciego, sino el resultado de un
designio de amor con el que Dios concentra todas las potencialidades de
vida y se opone a las fuerzas de muerte que nacen del pecado: « No fue
Dios quien hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los
vivientes; él todo lo creó para que subsistiera » (Sb 1,
13-14).
40. De la sacralidad de la
vida deriva su carácter inviolable, inscrito desde el principio en
el corazón del hombre, en su conciencia. La pregunta « ?Qué has
hecho? » (Gn 4, 10), con la que Dios se dirige a Caín después
de que éste hubiera matado a su hermano Abel, presenta la experiencia
de cada hombre: en lo profundo de su conciencia siempre es llamado a
respetar el carácter inviolable de la vida —la suya y la de los demás—,
como realidad que no le pertenece, porque es propiedad y don de Dios
Creador y Padre.
El mandamiento relativo al
carácter inviolable de la vida humana ocupa el centro de las « diez
palabras » de la alianza del Sinaí (cf. Ex 34, 28). Prohíbe,
ante todo, el homicidio: « No matarás » (Ex 20, 13); « No
quites la vida al inocente y justo » (Ex 23, 7); pero también
condena —como se explicita en la legislación posterior de Israel—
cualquier daño causado a otro (cf. Ex 21, 12-27). Ciertamente,
se debe reconocer que en el Antiguo Testamento esta sensibilidad por el
valor de la vida, aunque ya muy marcada, no alcanza todavía la
delicadeza del Sermón de la Montaña, como se puede ver en algunos
aspectos de la legislación entonces vigente, que establecía penas
corporales no leves e incluso la pena de muerte. Pero el mensaje global,
que corresponde al Nuevo Testamento llevar a perfección, es una fuerte
llamada a respetar el carácter inviolable de la vida física y la
integridad personal, y tiene su culmen en el mandamiento positivo que
obliga a hacerse cargo del prójimo como de sí mismo: « Amarás a tu
prójimo como a ti mismo » (Lv 19, 18).
41. El mandamiento « no
matarás », incluido y profundizado en el precepto positivo del amor al
prójimo, es confirmado por el Señor Jesús en toda su validez. Al
joven rico que le pregunta: « Maestro, ?qué he de hacer de bueno para
conseguir vida eterna? », responde: « Si quieres entrar en la vida,
guarda los mandamientos » (Mt 19, 16.17). Y cita, como primero,
el « no matarás » (v. 18). En el Sermón de la Montaña, Jesús exige
de los discípulos una justicia superior a la de los escribas y
fariseos también en el campo del respeto a la vida: « Habéis oído
que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que mate será reo
ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra
su hermano, será reo ante el tribunal » (Mt 5, 21-22).
Jesús explicita
posteriormente con su palabra y sus obras las exigencias positivas del
mandamiento sobre el carácter inviolable de la vida. Estas estaban ya
presentes en el Antiguo Testamento, cuya legislación se preocupaba de
garantizar y salvaguardar a las personas en situaciones de vida débil y
amenazada: el extranjero, la viuda, el huérfano, el enfermo, el pobre
en general, la vida misma antes del nacimiento (cf. Ex 21, 22;
22, 20-26). Con Jesús estas exigencias positivas adquieren vigor e
impulso nuevos y se manifiestan en toda su amplitud y profundidad: van
desde cuidar la vida del hermano (familiar, perteneciente al
mismo pueblo, extranjero que vive en la tierra de Israel), a hacerse
cargo del forastero, hasta amar al
enemigo.
No existe el forastero para
quien debe hacerse prójimo del necesitado, incluso asumiendo la
responsabilidad de su vida, como enseña de modo elocuente e incisivo la
parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 25-37). También el
enemigo deja de serlo para quien está obligado a amarlo (cf. Mt 5,
38-48; Lc 6, 27-35) y « hacerle el bien » (cf. Lc 6,
27.33.35), socorriendo las necesidades de su vida con prontitud y
sentido de gratuidad (cf. Lc 6, 34-35). Culmen de este amor es la
oración por el enemigo, mediante la cual sintonizamos con el amor
providente de Dios: « Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad
por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre
celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre
justos e injustos » (Mt 5, 44-45; cf. Lc 6, 28.35).
De este modo, el mandamiento
de Dios para salvaguardar la vida del hombre tiene su aspecto más
profundo en la exigencia de veneración y amor hacia cada persona
y su vida. Esta es la enseñanza que el apóstol Pablo, haciéndose eco
de la palabra de Jesús (cf. Mt 19, 17-18), dirige a los
cristianos de Roma: « En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás,
no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en
esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad
no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud
» (Rm 13, 9-10).
« Sed fecundos y
multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla »
(Gn
1, 28): responsabilidades del
hombre ante la vida
42. Defender y promover,
respetar y amar la vida es una tarea que Dios confía a cada hombre,
llamándolo, como imagen palpitante suya, a participar de la soberanía
que El tiene sobre el mundo: « Y Dios los bendijo, y les dijo Dios:
"Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla;
mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal
que serpea sobre la tierra" » (Gn 1, 28).
El texto bíblico evidencia
la amplitud y profundidad de la soberanía que Dios da al hombre. Se
trata, sobre todo, del dominio sobre la tierra y sobre cada ser vivo,
como recuerda el libro de la Sabiduría: « Dios de los Padres, Señor
de la misericordia... con tu Sabiduría formaste al hombre para que
dominase sobre los seres por ti creados, y administrase el mundo con
santidad y justicia » (9, 1.2-3). También el Salmista exalta el
dominio del hombre como signo de la gloria y del honor recibidos del
Creador: « Le hiciste señor de las obras de tus manos, todo fue puesto
por ti bajo sus pies: ovejas y bueyes, todos juntos, y aun las bestias
del campo, y las aves del cielo, y los peces del mar, que surcan las
sendas de las aguas » (Sal 8, 7-9).
El hombre, llamado a
cultivar y custodiar el jardín del mundo (cf. Gn 2, 15), tiene
una responsabilidad específica sobre el ambiente de vida, o sea,
sobre la creación que Dios puso al servicio de su dignidad personal, de
su vida: respecto no sólo al presente, sino también a las generaciones
futuras. Es la cuestión ecológica —desde la preservación del
« habitat » natural de las diversas especies animales y formas de
vida, hasta la « ecología humana » propiamente dicha28— que
encuentra en la Biblia una luminosa y fuerte indicación ética para una
solución respetuosa del gran bien de la vida, de toda vida. En
realidad, « el dominio confiado al hombre por el Creador no es un poder
absoluto, ni se puede hablar de libertad de "usar y abusar", o
de disponer de las cosas como mejor parezca. La limitación impuesta por
el mismo Creador desde el principio, y expresada simbólicamente con la
prohibición de "comer del fruto del árbol" (cf. Gn 2,
16-17), muestra claramente que, ante la naturaleza visible, estamos
sometidos a las leyes no sólo biológicas sino también morales, cuya trasgresión
no queda impune ».29
43. Una cierta participación
del hombre en la soberanía de Dios se manifiesta también en la responsabilidad
específica que le es confiada en relación con la vida
propiamente humana. Es una responsabilidad que alcanza su vértice
en el don de la vida mediante la procreación por parte del hombre
y la mujer en el matrimonio, como nos recuerda el Concilio Vaticano II:
« El mismo Dios, que dijo « no es bueno que el hombre esté solo » (Gn
2, 18) y que « hizo desde el principio al hombre, varón y mujer »
(Mt 19, 4), queriendo comunicarle cierta participación especial
en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: «
Creced y multiplicaos » (Gn 1, 28) ».30
Hablando de una « cierta
participación especial » del hombre y de la mujer en la « obra
creadora » de Dios, el Concilio quiere destacar cómo la generación de
un hijo es un acontecimiento profundamente humano y altamente religioso,
en cuanto implica a los cónyuges que forman « una sola carne » (Gn
2, 24) y también a Dios mismo que se hace presente. Como he escrito
en la Carta a las Familias, « cuando de la unión conyugal de
los dos nace un nuevo hombre, éste trae consigo al mundo una particular
imagen y semejanza de Dios mismo: en la biología de la generación
está inscrita la genealogía de la persona. Al afirmar que los
esposos, en cuanto padres, son colaboradores de Dios Creador en la
concepción y generación de un nuevo ser humano, no nos referimos sólo
al aspecto biológico; queremos subrayar más bien que en la
paternidad y maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo
diverso de como lo está en cualquier otra generación "sobre la
tierra". En efecto, solamente de Dios puede provenir aquella
"imagen y semejanza", propia del ser humano, como sucedió en
la creación. La generación es, por consiguiente, la continuación de
la creación ».31
Esto lo enseña, con
lenguaje inmediato y elocuente, el texto sagrado refiriendo la exclamación
gozosa de la primera mujer, « la madre de todos los vivientes » (Gn
3, 20). Consciente de la intervención de Dios, Eva dice: « He
adquirido un varón con el favor del Señor » (Gn 4, 1). Por
tanto, en la procreación, al comunicar los padres la vida al hijo, se
transmite la imagen y la semejanza de Dios mismo, por la creación del
alma inmortal.32 En este sentido se expresa el comienzo del « libro de
la genealogía de Adán »: « El día en que Dios creó a Adán, le
hizo a imagen de Dios. Los creó varón y hembra, los bendijo, y los
llamó "Hombre" en el día de su creación. Tenía Adán
ciento treinta años cuando engendró un hijo a su semejanza, según su
imagen, a quien puso por nombre Set » (Gn 5, 1-3). Precisamente
en esta función suya como colaboradores de Dios que transmiten su
imagen a la nueva criatura, está la grandeza de los esposos
dispuestos « a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por
medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia cada día más ».33
En este sentido el obispo Anfiloquio exaltaba el « matrimonio santo,
elegido y elevado por encima de todos los dones terrenos » como «
generador de la humanidad, artífice de imágenes de Dios ».34
Así, el hombre y la mujer
unidos en matrimonio son asociados a una obra divina: mediante el acto
de la procreación, se acoge el don de Dios y se abre al futuro una
nueva vida.
Sin embargo, más allá de
la misión específica de los padres, el deber de acoger y servir la
vida incumbe a todos y ha de manifestarse principalmente con la vida que
se encuentra en condiciones de mayor debilidad. Es el mismo Cristo
quien nos lo recuerda, pidiendo ser amado y servido en los hermanos
probados por cualquier tipo de sufrimiento: hambrientos, sedientos,
forasteros, desnudos, enfermos, encarcelados... Todo lo que se hace a
uno de ellos se hace a Cristo mismo (cf. Mt 25, 31-46).
« Porque tú mis vísceras
has formado » (Sal 139
138, 13): la dignidad del niño aún
no nacido
44. La vida humana se
encuentra en una situación muy precaria cuando viene al mundo y cuando
sale del tiempo para llegar a la eternidad. Están muy presentes en la
Palabra de Dios —sobre todo en relación con la existencia marcada por
la enfermedad y la vejez— las exhortaciones al cuidado y al respeto.
Si faltan llamadas directas y explícitas a salvaguardar la vida humana
en sus orígenes, especialmente la vida aún no nacida, como también la
que está cercana a su fin, ello se explica fácilmente por el hecho de
que la sola posibilidad de ofender, agredir o, incluso, negar la vida en
estas condiciones se sale del horizonte religioso y cultural del pueblo
de Dios.
En el Antiguo Testamento la
esterilidad es temida como una maldición, mientras que la prole
numerosa es considerada como una bendición: « La herencia del Señor
son los hijos, recompensa el fruto de las entrañas » (Sal 127126,
3; cf. Sal 128127, 3-4). Influye también en esta convicción la
conciencia que tiene Israel de ser el pueblo de la Alianza, llamado a
multiplicarse según la promesa hecha a Abraham: « Mira al cielo, y
cuenta las estrellas, si puedes contarlas... así será tu descendencia
» (Gn 5, 15). Pero es sobre todo palpable la certeza de que la
vida transmitida por los padres tiene su origen en Dios, como atestiguan
tantas páginas bíblicas que con respeto y amor hablan de la concepción,
de la formación de la vida en el seno materno, del nacimiento y del
estrecho vínculo que hay entre el momento inicial de la existencia y la
acción del Dios Creador.
« Antes de haberte formado
yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía
consagrado » (Jr 1, 5): la existencia de cada individuo,
desde su origen, está en el designio divino. Job, desde lo profundo
de su dolor, se detiene a contemplar la obra de Dios en la formación
milagrosa de su cuerpo en el seno materno, encontrando en ello un motivo
de confianza y manifestando la certeza de la existencia de un proyecto
divino sobre su vida: « Tus manos me formaron, me plasmaron, y luego,
en arrebato, me quieres destruir! Recuerda que me hiciste como se amasa
el barro, y que al polvo has de devolverme. ?No me vertiste como leche y
me cuajaste como queso? De piel y de carne me vestiste y me tejiste de
huesos y de nervios. Luego con la vida me agraciaste y tu solicitud cuidó
mi aliento » (10, 8-12). Acentos de reverente estupor ante la
intervención de Dios sobre la vida en formación resuenan también en
los Salmos.35
¿Cómo se puede pensar que
uno solo de los momentos de este maravilloso proceso de formación de la
vida pueda ser sustraído de la sabia y amorosa acción del Creador y
dejado a merced del arbitrio del hombre? Ciertamente no lo pensó así
la madre de los siete hermanos, que profesó su fe en Dios, principio y
garantía de la vida desde su concepción, y al mismo tiempo fundamento
de la esperanza en la nueva vida más allá de la muerte: « Yo no sé cómo
aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y
la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno. Pues así el
Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó
el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con
misericordia, porque ahora no miráis por vosotros mismos a causa de sus
leyes » (2 M 7, 22-23).
45. La revelación del Nuevo
Testamento confirma el reconocimiento indiscutible del valor de la
vida desde sus comienzos. La exaltación de la fecundidad y la
espera diligente de la vida resuenan en las palabras con las que Isabel
se alegra por su embarazo: « El Señor... se dignó quitar mi oprobio
entre los hombres » (Lc 1, 25). El valor de la persona desde su
concepción es celebrado más vivamente aún en el encuentro entre la
Virgen María e Isabel, y entre los dos niños que llevan en su seno.
Son precisamente ellos, los niños, quienes revelan la llegada de la era
mesiánica: en su encuentro comienza a actuar la fuerza redentora de la
presencia del Hijo de Dios entre los hombres. « Bien pronto —escribe
san Ambrosio— se manifiestan los beneficios de la llegada de María y
de la presencia del Señor... Isabel fue la primera en oír la voz, pero
Juan fue el primero en experimentar la gracia, porque Isabel escuchó
según las facultades de la naturaleza, pero Juan, en cambio, se alegró
a causa del misterio. Isabel sintió la proximidad de María, Juan la
del Señor; la mujer oyó la salutación de la mujer, el hijo sintió la
presencia del Hijo; ellas proclaman la gracia, ellos, viviéndola
interiormente, logran que sus madres se aprovechen de este don hasta tal
punto que, con un doble milagro, ambas empiezan a profetizar por
inspiración de sus propios hijos. El niño saltó de gozo y la madre
fue llena del Espíritu Santo, pero no fue enriquecida la madre antes
que el hijo, sino que, después que fue repleto el hijo, quedó también
colmada la madre ».36
« ¡Tengo fe, aún cuando
digo: "Muy desdichado soy"! »
(Sal
116115, 10): la vida en la vejez y
en el sufrimiento
46. También en lo relativo
a los últimos momentos de la existencia, sería anacrónico esperar de
la revelación bíblica una referencia expresa a la problemática actual
del respeto de las personas ancianas y enfermas, y una condena explícita
de los intentos de anticipar violentamente su fin. En efecto, estamos en
un contexto cultural y religioso que no está afectado por estas
tentaciones, sino que, en lo concerniente al anciano, reconoce en su
sabiduría y experiencia una riqueza insustituible para la familia y la
sociedad.
La vejez está marcada por
el prestigio y rodeada de veneración
(cf. 2 M 6, 23). El justo no pide ser privado de la ancianidad y
de su peso, al contrario, reza así: « Pues tú eres mi esperanza, Señor,
mi confianza desde mi juventud... Y ahora que llega la vejez y las
canas, ¡oh Dios, no me abandones!, para que anuncie yo tu brazo a todas
las edades venideras » (Sal 7170, 5.18). El tiempo mesiánico
ideal es presentado como aquél en el que « no habrá jamás... viejo
que no llene sus días » (Is 65, 20).
Sin embargo, ?cómo afrontar
en la vejez el declive inevitable de la vida? ?Qué actitud tomar
ante la muerte? El creyente sabe que su vida está en las manos de Dios:
« Señor, en tus manos está mi vida » (cf. Sal 1615, 5), y
que de El acepta también el morir: « Esta sentencia viene del Señor
sobre toda carne, ?por qué desaprobar el agrado del Altísimo? » (Si
41, 4). El hombre, que no es dueño de la vida, tampoco lo es de la
muerte; en su vida, como en su muerte, debe confiarse totalmente al «
agrado del Altísimo », a su designio de amor.
Incluso en el momento de la enfermedad,
el hombre está llamado a vivir con la misma seguridad en el Señor
y a renovar su confianza fundamental en El, que « cura todas las
enfermedades » (cf. Sal 103102, 3). Cuando parece que toda
expectativa de curación se cierra ante el hombre —hasta moverlo a
gritar: « Mis días son como la sombra que declina, y yo me seco como
el heno » (Sal 102101, 12)—, también entonces el creyente está
animado por la fe inquebrantable en el poder vivificante de Dios. La
enfermedad no lo empuja a la desesperación y a la búsqueda de la
muerte, sino a la invocación llena de esperanza: « ¡Tengo fe, aún
cuando digo: "Muy desdichado soy"! » (Sal 116115, 10);
« Señor, Dios mío, clamé a ti y me sanaste. Tú has sacado, Señor,
mi alma del Seol, me has recobrado de entre los que bajan a la fosa » (Sal
3029, 3-4).
47. La misión de Jesús,
con las numerosas curaciones realizadas, manifiesta cómo Dios se
preocupa también de la vida corporal del hombre. « Médico de la
carne y del espíritu »,37 Jesús fue enviado por el Padre a anunciar
la buena nueva a los pobres y a sanar los corazones quebrantados (cf. Lc
4, 18; Is 61, 1). Al enviar después a sus discípulos por el
mundo, les confía una misión en la que la curación de los enfermos
acompaña al anuncio del Evangelio: « Id proclamando que el Reino de
los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad
leprosos, expulsad demonios » (Mt 10, 7-8; cf. Mc 6, 13;
16, 18).
Ciertamente, la vida del
cuerpo en su condición terrena no es un valor absoluto para el
creyente, sino que se le puede pedir que la ofrezca por un bien
superior; como dice Jesús, « quien quiera salvar su vida, la perderá;
pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará » (Mc
8, 35). A este propósito, los testimonios del Nuevo Testamento son
diversos. Jesús no vacila en sacrificarse a sí mismo y, libremente,
hace de su vida una ofrenda al Padre (cf. Jn 10, 17) y a los
suyos (cf. Jn 10, 15). También la muerte de Juan el Bautista,
precursor del Salvador, manifiesta que la existencia terrena no es un
bien absoluto; es más importante la fidelidad a la palabra del Señor,
aunque pueda poner en peligro la vida (cf. Mc 6, 17-29). Y
Esteban, mientras era privado de la vida temporal por testimoniar
fielmente la resurrección del Señor, sigue las huellas del Maestro y
responde a quienes le apedrean con palabras de perdón (cf. Hch 7,
59-60), abriendo el camino a innumerables mártires, venerados por la
Iglesia desde su comienzo.
Sin embargo, ningún hombre
puede decidir arbitrariamente entre vivir o morir. En efecto, sólo es
dueño absoluto de esta decisión el Creador, en quien « vivimos, nos
movemos y existimos » (Hch 17, 28).
« Todos los que la guardan
alcanzarán la vida » (Ba 4,
1): de la Ley del Sinaí al don
del Espíritu
48. La vida lleva escrita en
sí misma de un modo indeleble su verdad. El hombre, acogiendo el
don de Dios, debe comprometerse a mantener la vida en esta verdad, que
le es esencial. Distanciarse de ella equivale a condenarse a sí mismo a
la falta de sentido y a la infelicidad, con la consecuencia de poder ser
también una amenaza para la existencia de los demás, una vez rotas las
barreras que garantizan el respeto y la defensa de la vida en cada
situación.
La verdad de la vida es
revelada por el mandamiento de Dios.
La palabra del Señor indica concretamente qué dirección debe seguir
la vida para poder respetar su propia verdad y salvaguardar su propia
dignidad. No sólo el específico mandamiento « no matarás » (Ex 20,
13; Dt 5, 17) asegura la protección de la vida, sino que toda
la Ley del Señor está al servicio de esta protección, porque
revela aquella verdad en la que la vida encuentra su pleno significado.
Por tanto, no sorprende que
la Alianza de Dios con su pueblo esté tan fuertemente ligada a la
perspectiva de la vida, incluso en su dimensión corpórea. El mandamiento
se presenta en ella como camino de vida: « Yo pongo hoy ante
ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los mandamientos
del Señor tu Dios que yo te prescribo hoy, si amas al Señor tu Dios,
si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, preceptos y normas,
vivirás y te multiplicarás; el Señor tu Dios te bendecirá en la
tierra a la que vas a entrar para tomarla en posesión » (Dt 30,
15-16). Está en juego no sólo la tierra de Canaán y la existencia del
pueblo de Israel, sino el mundo de hoy y del futuro, así como la
existencia de toda la humanidad. En efecto, es absolutamente imposible
que la vida se conserve auténtica y plena alejándose del bien; y, a su
vez, el bien está esencialmente vinculado a los mandamientos del Señor,
es decir, a la « ley de vida » (Si 17, 9). El bien que hay que
cumplir no se superpone a la vida como un peso que carga sobre ella, ya
que la razón misma de la vida es precisamente el bien, y la vida se
realiza sólo mediante el cumplimiento del bien.
El conjunto de la Ley
es,
pues, lo que salvaguarda plenamente la vida del hombre. Esto explica lo
difícil que es mantenerse fiel al « no matarás » cuando no se
observan las otras « palabras de vida » (Hch 7, 38),
relacionadas con este mandamiento. Fuera de este horizonte, el
mandamiento acaba por convertirse en una simple obligación extrínseca,
de la que muy pronto se querrán ver límites y se buscarán
atenuaciones o excepciones. Sólo si nos abrimos a la plenitud de la
verdad sobre Dios, el hombre y la historia, la palabra « no matarás »
volverá a brillar como un bien para el hombre en todas sus dimensiones
y relaciones. En este sentido podemos comprender la plenitud de la
verdad contenida en el pasaje del libro del Deuteronomio, citado por Jesús
en su respuesta a la primera tentación: « No sólo de pan vive el
hombre, sino... de todo lo que sale de la boca del Señor » (8, 3; cf. Mt
4, 4).
Sólo escuchando la palabra
del Señor el hombre puede vivir con dignidad y justicia; observando la
Ley de Dios el hombre puede dar frutos de vida y felicidad: « todos los
que la guardan alcanzarán la vida, mas los que la abandonan morirán »
(Ba 4, 1).
49. La historia de Israel
muestra lo difícil que es mantener la fidelidad a la ley de la vida,
que Dios ha inscrito en el corazón de los hombres y ha entregado en
el Sinaí al pueblo de la Alianza. Ante la búsqueda de proyectos de
vida alternativos al plan de Dios, los Profetas reivindican con fuerza
que sólo el Señor es la fuente auténtica de la vida. Así escribe
Jeremías: « Doble mal ha hecho mi pueblo: a mí me dejaron, Manantial
de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que el
agua no retienen » (2, 13). Los Profetas señalan con el dedo acusador
a quienes desprecian la vida y violan los derechos de las personas: «
Pisan contra el polvo de la tierra la cabeza de los débiles » (Am 2,
7); « Han llenado este lugar de sangre de inocentes » (Jr 19,
4). Entre ellos el profeta Ezequiel censura varias veces a la ciudad de
Jerusalén, llamándola « la ciudad sanguinaria » (22, 2; 24, 6.9), «
ciudad que derramas sangre en medio de ti » (22, 3).
Pero los Profetas, mientras
denuncian las ofensas contra la vida, se preocupan sobre todo de
suscitar la espera de un nuevo principio de vida, capaz de fundar
una nueva relación con Dios y con los hermanos abriendo posibilidades
inéditas y extraordinarias para comprender y realizar todas las
exigencias propias del Evangelio de la vida. Esto será posible
únicamente gracias al don de Dios, que purifica y renueva: « Os rociaré
con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de
todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo,
infundiré en vosotros un espíritu nuevo » (Ez 36, 25-26; cf. Jr
31, 31-34). Gracias a este « corazón nuevo » se puede comprender
y llevar a cabo el sentido más verdadero y profundo de la vida: ser un
don que se realiza al darse. Este es el mensaje esclarecedor que
sobre el valor de la vida nos da la figura del Siervo del Señor: « Si
se da a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días...
Por las fatigas de su alma, verá luz » (Is 53, 10.11).
En Jesús de Nazaret se
cumple la Ley y se da un corazón nuevo mediante su Espíritu. En
efecto, Jesús no reniega de la Ley, sino que la lleva a su cumplimiento
(cf. Mt 5, 17): la Ley y los Profetas se resumen en la regla de
oro del amor recíproco (cf. Mt 7, 12). En El la Ley se hace
definitivamente « evangelio », buena noticia de la soberanía de Dios
sobre el mundo, que reconduce toda la existencia a sus raíces y a sus
perspectivas originarias. Es la Ley Nueva, « la ley del espíritu
que da la vida en Cristo Jesús » (Rm 8, 2), cuya expresión
fundamental, a semejanza del Señor que da la vida por sus amigos (cf. Jn
15, 13), es el don de sí mismo en el amor a los hermanos: «
Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte al vida, porque amamos a
los hermanos » (1 Jn 3, 14). Es ley de libertad, de alegría y
de bienaventuranza.
« Mirarán al que
atravesaron » (Jn 19,
37): en el árbol de la Cruz se
cumple el Evangelio de la vida
50. Al final de este capítulo,
en el que hemos meditado el mensaje cristiano sobre la vida, quisiera
detenerme con cada uno de vosotros a contemplar a Aquél que
atravesaron y que atrae a todos hacia sí (cf. Jn 19, 37; 12,
32). Mirando « el espectáculo » de la cruz (cf. Lc 23, 48)
podremos descubrir en este árbol glorioso el cumplimiento y la plena
revelación de todo el Evangelio
de la vida.
En las primeras horas de la
tarde del viernes santo, « al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre
toda la tierra... El velo del Santuario se rasgó por medio » (Lc 23,
44.45). Es símbolo de una gran alteración cósmica y de una inmensa
lucha entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal, entre la vida y
la muerte. Hoy nosotros nos encontramos también en medio de una lucha
dramática entre la « cultura de la muerte » y la « cultura de la
vida ». Sin embargo, esta oscuridad no eclipsa el resplandor de la
Cruz; al contrario, resalta aún más nítida y luminosa y se manifiesta
como centro, sentido y fin de toda la historia y de cada vida humana.
Jesús es clavado en la cruz
y elevado sobre la tierra. Vive el momento de su máxima « impotencia
», y su vida parece abandonada totalmente al escarnio de sus
adversarios y en manos de sus asesinos: es ridiculizado, insultado,
ultrajado (cf. Mc 15, 24-36). Sin embargo, ante todo esto el
centurión romano, viendo « que había expirado de esa manera »,
exclama: « Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios » (Mc 15,
39). Así, en el momento de su debilidad extrema se revela la identidad
del Hijo de Dios: ¡en la Cruz se
manifiesta su gloria!
Con su muerte, Jesús
ilumina el sentido de la vida y de la muerte de todo ser humano. Antes
de morir, Jesús ora al Padre implorando el perdón para sus
perseguidores (cf. Lc 23, 34) y dice al malhechor que le pide que
se acuerde de él en su reino: « Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en
el paraíso » (Lc 23, 43). Después de su muerte « se abrieron
los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron » (Mt
27, 52). La salvación realizada por Jesús es don de vida y de
resurrección. A lo largo de su existencia, Jesús había dado también
la salvación sanando y haciendo el bien a todos (cf. Hch 10,
38). Pero los milagros, las curaciones y las mismas resurrecciones eran
signo de otra salvación, consistente en el perdón de los pecados, es
decir, en liberar al hombre de su enfermedad más profunda, elevándolo
a la vida misma de Dios.
En la Cruz se renueva y
realiza en su plena y definitiva perfección el prodigio de la serpiente
levantada por Moisés en el desierto (cf. Jn 3, 14-15; Nm 21,
8-9). También hoy, dirigiendo la mirada a Aquél que atravesaron, todo
hombre amenazado en su existencia encuentra la esperanza segura de
liberación y redención.
51. Existe todavía otro
hecho concreto que llama mi atención y me hace meditar con emoción: «
Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: "Todo está cumplido". E
inclinando la cabeza entregó el espíritu ». (Jn 19, 30). Y el
soldado romano « le atravesó el costado con una lanza y al instante
salió sangre y agua » (Jn 19, 34).
Todo ha alcanzado ya su
pleno cumplimiento. La « entrega del espíritu » presenta la muerte de
Jesús semejante a la de cualquier otro ser humano, pero parece aludir
también al « don del Espíritu », con el que nos rescata de la muerte
y nos abre a una vida nueva.
El hombre participa de la
misma vida de Dios. Es la vida que, mediante los sacramentos de la
Iglesia —de los que son símbolo la sangre y el agua manados del
costado de Cristo—, se comunica continuamente a los hijos de Dios,
constituidos así como pueblo de la nueva alianza.
De
la Cruz, fuente de vida, nace y se propaga el « pueblo de la vida ».
La contemplación de la Cruz
nos lleva, de este modo, a las raíces más profundas de cuanto ha
sucedido. Jesús, que entrando en el mundo había dicho: « He aquí que
vengo, Señor, a hacer tu voluntad » (cf. Hb 10, 9), se hizo en
todo obediente al Padre y, « habiendo amado a los suyos que estaban en
el mundo, los amó hasta el extremo » (Jn 13, 1), se entregó a
sí mismo por ellos.
El, que no había « venido
a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos »
(Mc 10, 45), alcanza en la Cruz la plenitud del amor. « Nadie
tiene mayor amor, que el que da su vida por sus amigos » (Jn 15,
13). Y El murió por nosotros siendo todavía nosotros pecadores (cf. Rm
5, 8).
De este modo proclama que
la
vida encuentra su centro, su sentido y su plenitud cuando se entrega.
En este punto la meditación
se hace alabanza y agradecimiento y, al mismo tiempo, nos invita a
imitar a Jesús y a seguir sus huellas (cf. 1 P 2, 21).
También nosotros estamos
llamados a dar nuestra vida por los hermanos, realizando de este modo en
plenitud de verdad el sentido y el destino de nuestra existencia.
Lo podremos hacer porque Tú,
Señor, nos has dado ejemplo y nos has comunicado la fuerza de tu Espíritu.
Lo podremos hacer si cada día, contigo y como Tú, somos obedientes al
Padre y cumplimos su voluntad.
Por ello, concédenos
escuchar con corazón dócil y generoso toda palabra que sale de la boca
de Dios. Así aprenderemos no sólo a « no matar » la vida del hombre,
sino a venerarla, amarla y promoverla.
Continuación
de Evangelium Vitae