CARTA ENCÍCLICA
EVANGELIUM VITAE
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN
PABLO II
CAPITULO III
NO MATARAS
LA LEY SANTA DE DIOS
« Si quieres entrar en la
vida, guarda los mandamientos »
(Mt
19, 17): Evangelio y mandamiento
52. « En esto se le acercó
uno y le dijo: "Maestro, ?qué he de hacer de bueno para conseguir
vida eterna?" » (Mt 19, 16). Jesús responde: « Si quieres
entrar en la vida, guarda los mandamientos » (Mt 19, 17). El
Maestro habla de la vida eterna, es decir, de la participación en la
vida misma de Dios. A esta vida se llega por la observancia de los
mandamientos del Señor, incluido también el mandamiento « no matarás
». Precisamente éste es el primer precepto del Decálogo que Jesús
recuerda al joven que pregunta qué mandamientos debe observar: «
Jesús dijo: "No matarás, no cometerás adulterio, no
robarás..." » (Mt 19, 18)
El mandamiento de Dios no
está nunca separado de su amor;
es
siempre un don para el crecimiento y la alegría del hombre. Como tal,
constituye un aspecto esencial y un elemento irrenunciable del
Evangelio, más aún, es presentado como « evangelio », esto es, buena
y gozosa noticia. También el Evangelio de la vida es un gran don
de Dios y, al mismo tiempo, una tarea que compromete al hombre. Suscita
asombro y gratitud en la persona libre, y requiere ser aceptado,
observado y estimado con gran responsabilidad: al darle la vida, Dios exige
al hombre que la ame, la respete y la promueva. De este modo, el
don se hace mandamiento, y el
mandamiento mismo es un don.
El hombre, imagen viva de
Dios, es querido por su Creador como rey y señor. « Dios creó al
hombre —escribe san Gregorio de Nisa— de modo tal que pudiera
desempeñar su función de rey de la tierra... El hombre fue creado a
imagen de Aquél que gobierna el universo. Todo demuestra que, desde el
principio, su naturaleza está marcada por la realeza... También el
hombre es rey. Creado para dominar el mundo, recibió la semejanza con
el rey universal, es la imagen viva que participa con su dignidad en la
perfección del modelo divino ».38 Llamado a ser fecundo y a
multiplicarse, a someter la tierra y a dominar sobre todos los seres
inferiores a él (cf. Gn 1, 28), el hombre es rey y señor no
sólo de las cosas, sino también y sobre todo de sí mismo 39 y, en
cierto sentido, de la vida que le ha sido dada y que puede transmitir
por medio de la generación, realizada en el amor y respeto del designio
divino. Sin embargo, no se trata de un señorío absoluto, sino ministerial,
reflejo real del señorío único e infinito de Dios. Por eso, el
hombre debe vivirlo con sabiduría y amor, participando de la
sabiduría y del amor inconmensurables de Dios. Esto se lleva a cabo
mediante la obediencia a su santa Ley: una obediencia libre y gozosa (cf.
Sal 119118), que nace y crece siendo conscientes de que los
preceptos del Señor son un don gratuito confiado al hombre siempre y
sólo para su bien, para la tutela de su dignidad personal y para la
consecución de su felicidad.
Como sucede con las cosas, y
más aún con la vida, el hombre no es dueño absoluto y árbitro
incensurable, sino —y aquí radica su grandeza sin par— que es «
administrador del plan establecido por el Creador ».40
La vida se confía al hombre
como un tesoro que no se debe malgastar, como un talento a negociar. El
hombre debe rendir cuentas de ella a su Señor (cf. Mt 25, 14-30;
Lc 19, 12-27).
« Pediré cuentas de la
vida del hombre al hombre »
(cf.
Gn 9, 5): la vida humana es
sagrada e inviolable
53. « La vida humana es
sagrada porque desde su inicio comporta "la acción creadora de
Dios" y permanece siempre en una especial relación con el Creador,
su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta
su término: nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el
derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente ».41 Con
estas palabras la Instrucción Donum vitae expone el contenido
central de la revelación de Dios sobre el carácter sagrado e
inviolable de la vida humana.
En efecto, la Sagrada
Escritura impone al hombre el precepto « no matarás » como
mandamiento divino (Ex 20, 13; Dt 5, 17). Este precepto
—como ya he indicado— se encuentra en el Decálogo, en el núcleo de
la Alianza que el Señor establece con el pueblo elegido; pero estaba ya
incluido en la alianza originaria de Dios con la humanidad después del
castigo purificador del diluvio, provocado por la propagación del
pecado y de la violencia (cf. Gn 9, 5-6).
Dios se proclama Señor
absoluto de la vida del hombre, creado a su imagen y semejanza (cf. Gn
1, 26-28). Por tanto, la vida humana tiene un carácter sagrado e
inviolable, en el que se refleja la inviolabilidad misma del Creador.
Precisamente por esto, Dios se hace juez severo de toda violación del
mandamiento « no matarás », que está en la base de la convivencia
social. Dios es el defensor del inocente (cf. Gn 4, 9-15; Is 41,
14; Jr 50, 34; Sal 1918, 15). También de este modo, Dios
demuestra que « no se recrea en la destrucción de los vivientes » (Sb
1, 13). Sólo Satanás puede gozar con ella: por su envidia la
muerte entró en el mundo (cf. Sb 2, 24). Satanás, que es «
homicida desde el principio », y también « mentiroso y padre de la
mentira » (Jn 8, 44), engañando al hombre, lo conduce a los
confines del pecado y de la muerte, presentados como logros o frutos de
vida.
54. Explícitamente, el
precepto « no matarás » tiene un fuerte contenido negativo: indica el
límite que nunca puede ser transgredido. Implícitamente, sin embargo,
conduce a una actitud positiva de respeto absoluto por la vida, ayudando
a promoverla y a progresar por el camino del amor que se da, acoge y
sirve. El pueblo de la Alianza, aun con lentitud y contradicciones, fue
madurando progresivamente en esta dirección, preparándose así al gran
anuncio de Jesús: el amor al prójimo es un mandamiento semejante al
del amor a Dios; « de estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los
Profetas » (cf. Mt 22, 36-40). « Lo de... no matarás... y
todos los demás preceptos —señala san Pablo— se resumen en esta
fórmula: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" » (Rm 13,
9; cf. Ga 5, 14). El precepto « no matarás », asumido y
llevado a plenitud en la Nueva Ley, es condición irrenunciable para
poder « entrar en la vida » (cf. Mt 19, 16-19). En esta misma
perspectiva, son apremiantes también las palabras del apóstol Juan: «
Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún
asesino tiene vida eterna permanente en él » (1 Jn 3, 15).
Desde sus inicios, la Tradición
viva de la Iglesia —como atestigua la Didaché, el más
antiguo escrito cristiano no bíblico— repite de forma categórica el
mandamiento « no matarás »: « Dos caminos hay, uno de la vida y otro
de la muerte; pero grande es la diferencia que hay entre estos
caminos... Segundo mandamiento de la doctrina: No matarás... no
matarás al hijo en el seno de su madre, ni quitarás la vida al recién
nacido... Mas el camino de la muerte es éste:... que no se compadecen
del pobre, no sufren por el atribulado, no conocen a su Criador,
matadores de sus hijos, corruptores de la imagen de Dios; los que
rechazan al necesitado, oprimen al atribulado, abogados de los ricos,
jueces injustos de los pobres, pecadores en todo. ¡Ojalá os veáis
libres, hijos, de todos estos pecados! ».42
A lo largo del tiempo, la
Tradición de la Iglesia siempre ha enseñado unánimemente el valor
absoluto y permanente del mandamiento « no matarás ». Es sabido que
en los primeros siglos el homicidio se consideraba entre los tres
pecados más graves —junto con la apostasía y el adulterio— y se
exigía una penitencia pública particularmente dura y larga antes que
al homicida arrepentido se le concediese el perdón y la readmisión en
la comunión eclesial.
55. No debe sorprendernos:
matar un ser humano, en el que está presente la imagen de Dios, es un
pecado particularmente grave. ¡Sólo Dios es dueño de la vida! Desde
siempre, sin embargo, ante las múltiples y a menudo dramáticas
situaciones que la vida individual y social presenta, la reflexión de
los creyentes ha tratado de conocer de forma más completa y profunda lo
que prohíbe y prescribe el mandamiento de Dios.43 En efecto, hay
situaciones en las que aparecen como una verdadera paradoja los valores
propuestos por la Ley de Dios. Es el caso, por ejemplo, de la legítima
defensa, en que el derecho a proteger la propia vida y el deber de
no dañar la del otro resultan, en concreto, difícilmente conciliables.
Sin duda alguna, el valor intrínseco de la vida y el deber de amarse a
sí mismo no menos que a los demás son la base de un verdadero
derecho a la propia defensa. El mismo precepto exigente del amor al
prójimo, formulado en el Antiguo Testamento y confirmado por Jesús,
supone el amor por uno mismo como uno de los términos de la
comparación: « Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (Mc 12,
31). Por tanto, nadie podría renunciar al derecho a defenderse por amar
poco la vida o a sí mismo, sino sólo movido por un amor heroico, que
profundiza y transforma el amor por uno mismo, según el espíritu de
las bienaventuranzas evangélicas (cf. Mt 5, 38-48) en la
radicalidad oblativa cuyo ejemplo sublime es el mismo Señor Jesús.
Por otra parte, « la
legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber
grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de
la familia o de la sociedad ».44 Por desgracia sucede que la necesidad
de evitar que el agresor cause daño conlleva a veces su eliminación.
En esta hipótesis el resultado mortal se ha de atribuir al mismo
agresor que se ha expuesto con su acción, incluso en el caso que no
fuese moralmente responsable por falta del uso de razón.45
56. En este horizonte se
sitúa también el problema de la pena de muerte, respecto a la
cual hay, tanto en la Iglesia como en la sociedad civil, una tendencia
progresiva a pedir una aplicación muy limitada e, incluso, su total
abolición. El problema se enmarca en la óptica de una justicia penal
que sea cada vez más conforme con la dignidad del hombre y por tanto,
en último término, con el designio de Dios sobre el hombre y la
sociedad. En efecto, la pena que la sociedad impone « tiene como primer
efecto el de compensar el desorden introducido por la falta ».46 La
autoridad pública debe reparar la violación de los derechos personales
y sociales mediante la imposición al reo de una adecuada expiación del
crimen, como condición para ser readmitido al ejercicio de la propia
libertad. De este modo la autoridad alcanza también el objetivo de
preservar el orden público y la seguridad de las personas, no sin
ofrecer al mismo reo un estímulo y una ayuda para corregirse y
enmendarse.47
Es evidente que,
precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la
calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin
que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo
en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la
sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la
organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos
casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes.
De todos modos, permanece
válido el principio indicado por el nuevo Catecismo de la Iglesia
Católica, según el cual « si los medios incruentos bastan para
defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de él el
orden público y la seguridad de las personas, en tal caso la autoridad
se limitará a emplear sólo esos medios, porque ellos corresponden
mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes
con la dignidad de la persona humana ».48
57. Si se pone tan gran
atención al respeto de toda vida, incluida la del reo y la del agresor
injusto, el mandamiento « no matarás » tiene un valor absoluto cuando
se refiere a la persona inocente. Tanto más si se trata de un
ser humano débil e indefenso, que sólo en la fuerza absoluta del
mandamiento de Dios encuentra su defensa radical frente al arbitrio y a
la prepotencia ajena.
En efecto, el absoluto
carácter inviolable de la vida humana inocente es una verdad moral
explícitamente enseñada en la Sagrada Escritura, mantenida
constantemente en la Tradición de la Iglesia y propuesta de forma
unánime por su Magisterio. Esta unanimidad es fruto evidente de aquel
« sentido sobrenatural de la fe » que, suscitado y sostenido por el
Espíritu Santo, preserva de error al pueblo de Dios, cuando « muestra
estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y de moral ».49
Ante la progresiva pérdida
de conciencia en los individuos y en la sociedad sobre la absoluta y
grave ilicitud moral de la eliminación directa de toda vida humana
inocente, especialmente en su inicio y en su término, el Magisterio
de la Iglesia ha intensificado sus intervenciones en defensa del
carácter sagrado e inviolable de la vida humana. Al Magisterio
pontificio, especialmente insistente, se ha unido siempre el episcopal,
por medio de numerosos y amplios documentos doctrinales y pastorales,
tanto de Conferencias Episcopales como de Obispos en particular. Tampoco
ha faltado, fuerte e incisiva en su brevedad, la intervención del
Concilio Vaticano II.50
Por tanto, con la autoridad
conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los
Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eliminación directa
y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral. Esta
doctrina, fundamentada en aquella ley no escrita que cada hombre, a la
luz de la razón, encuentra en el propio corazón (cf. Rm 2,
14-15), es corroborada por la Sagrada Escritura, transmitida por la
Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y
universal.51
La decisión deliberada de
privar a un ser humano inocente de su vida es siempre mala desde el
punto de vista moral y nunca puede ser lícita ni como fin, ni como
medio para un fin bueno. En efecto, es una desobediencia grave a la ley
moral, más aún, a Dios mismo, su autor y garante; y contradice las
virtudes fundamentales de la justicia y de la caridad. « Nada ni nadie
puede autorizar la muerte de un ser humano inocente, sea feto o
embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante. Nadie
además puede pedir este gesto homicida para sí mismo o para otros
confiados a su responsabilidad ni puede consentirlo explícita o
implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni
permitirlo ».52
Cada ser humano inocente es
absolutamente igual a todos los demás en el derecho a la vida. Esta
igualdad es la base de toda auténtica relación social que, para ser
verdadera, debe fundamentarse sobre la verdad y la justicia,
reconociendo y tutelando a cada hombre y a cada mujer como persona y no
como una cosa de la que se puede disponer. Ante la norma moral que
prohíbe la eliminación directa de un ser humano inocente « no hay
privilegios ni excepciones para nadie. No hay ninguna diferencia
entre ser el dueño del mundo o el último de los miserables de la
tierra: ante las exigencias morales somos todos absolutamente iguales
».53
« Mi embrión tus ojos lo
veían » (Sal 139138,
16): el delito abominable del
aborto
58. Entre todos los delitos
que el hombre puede cometer contra la vida, el aborto procurado presenta
características que lo hacen particularmente grave e ignominioso. El
Concilio Vaticano II lo define, junto con el infanticidio, como «
crímenes nefandos ».54
Hoy, sin embargo, la
percepción de su gravedad se ha ido debilitando progresivamente en la
conciencia de muchos. La aceptación del aborto en la mentalidad, en las
costumbres y en la misma ley es señal evidente de una peligrosísima
crisis del sentido moral, que es cada vez más incapaz de distinguir
entre el bien y el mal, incluso cuando está en juego el derecho
fundamental a la vida. Ante una situación tan grave, se requiere más
que nunca el valor de mirar de frente a la verdad y de llamar a las
cosas por su nombre, sin ceder a compromisos de conveniencia o a la
tentación de autoengaño. A este propósito resuena categórico el
reproche del Profeta: « ¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien
mal!; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad » (Is 5,
20). Precisamente en el caso del aborto se percibe la difusión de una
terminología ambigua, como la de « interrupción del embarazo », que
tiende a ocultar su verdadera naturaleza y a atenuar su gravedad en la
opinión pública. Quizás este mismo fenómeno lingüístico sea
síntoma de un malestar de las conciencias. Pero ninguna palabra puede
cambiar la realidad de las cosas: el aborto procurado es
la
eliminación deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser
humano en la fase inicial de su existencia, que va de la concepción al
nacimiento.
La gravedad moral del aborto
procurado se manifiesta en toda su verdad si se reconoce que se trata de
un homicidio y, en particular, si se consideran las circunstancias
específicas que lo cualifican. Quien se elimina es un ser humano que
comienza a vivir, es decir, lo más inocente en absoluto que se
pueda imaginar: ¡jamás podrá ser considerado un agresor, y menos aún
un agresor injusto! Es débil, inerme, hasta el punto de estar
privado incluso de aquella mínima forma de defensa que constituye la
fuerza implorante de los gemidos y del llanto del recién nacido. Se
halla totalmente confiado a la protección y al cuidado de la
mujer que lo lleva en su seno. Sin embargo, a veces, es precisamente
ella, la madre, quien decide y pide su eliminación, e incluso la
procura.
Es cierto que en muchas
ocasiones la opción del aborto tiene para la madre un carácter
dramático y doloroso, en cuanto que la decisión de deshacerse del
fruto de la concepción no se toma por razones puramente egoístas o de
conveniencia, sino porque se quisieran preservar algunos bienes
importantes, como la propia salud o un nivel de vida digno para los
demás miembros de la familia. A veces se temen para el que ha de nacer
tales condiciones de existencia que hacen pensar que para él lo mejor
sería no nacer. Sin embargo, estas y otras razones semejantes, aun
siendo graves y dramáticas, jamás
pueden justificar la eliminación deliberada de un ser humano inocente.
59. En la decisión sobre la
muerte del niño aún no nacido, además de la madre, intervienen con
frecuencia otras personas. Ante todo, puede ser culpable el padre del
niño, no sólo cuando induce expresamente a la mujer al aborto, sino
también cuando favorece de modo indirecto esta decisión suya al
dejarla sola ante los problemas del embarazo: 55 de esta forma se hiere
mortalmente a la familia y se profana su naturaleza de comunidad de amor
y su vocación de ser « santuario de la vida ». No se pueden olvidar
las presiones que a veces provienen de un contexto más amplio de
familiares y amigos. No raramente la mujer está sometida a presiones
tan fuertes que se siente psicológicamente obligada a ceder al aborto:
no hay duda de que en este caso la responsabilidad moral afecta
particularmente a quienes directa o indirectamente la han forzado a
abortar. También son responsables los médicos y el personal sanitario
cuando ponen al servicio de la muerte la competencia adquirida para
promover la vida.
Pero la responsabilidad
implica también a los legisladores que han promovido y aprobado leyes
que amparan el aborto y, en la medida en que haya dependido de ellos,
los administradores de las estructuras sanitarias utilizadas para
practicar abortos. Una responsabilidad general no menos grave afecta
tanto a los que han favorecido la difusión de una mentalidad de
permisivismo sexual y de menosprecio de la maternidad, como a quienes
debieron haber asegurado —y no lo han hecho— políticas familiares y
sociales válidas en apoyo de las familias, especialmente de las
numerosas o con particulares dificultades económicas y educativas.
Finalmente, no se puede minimizar el entramado de complicidades que
llega a abarcar incluso a instituciones internacionales, fundaciones y
asociaciones que luchan sistemáticamente por la legalización y la
difusión del aborto en el mundo. En este sentido, el aborto va más
allá de la responsabilidad de las personas concretas y del daño que se
les provoca, asumiendo una dimensión fuertemente social: es una herida
gravísima causada a la sociedad y a su cultura por quienes
deberían ser sus constructores y defensores. Como he escrito en mi Carta
a las Familias, « nos encontramos ante una enorme amenaza contra la
vida: no sólo la de cada individuo, sino también la de toda la
civilización ».56 Estamos ante lo que puede definirse como
una
« estructura de pecado » contra la vida humana aún no nacida.
60. Algunos intentan
justificar el aborto sosteniendo que el fruto de la concepción, al
menos hasta un cierto número de días, no puede ser todavía
considerado una vida humana personal. En realidad, « desde el momento
en que el óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la
del padre ni la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se
desarrolla por sí mismo. Jamás llegará a ser humano si no lo ha sido
desde entonces. A esta evidencia de siempre... la genética moderna
otorga una preciosa confirmación. Muestra que desde el primer instante
se encuentra fijado el programa de lo que será ese viviente: una
persona, un individuo con sus características ya bien determinadas. Con
la fecundación inicia la aventura de una vida humana, cuyas principales
capacidades requieren un tiempo para desarrollarse y poder actuar ».57
Aunque la presencia de un alma espiritual no puede deducirse de la
observación de ningún dato experimental, las mismas conclusiones de la
ciencia sobre el embrión humano ofrecen « una indicación preciosa
para discernir racionalmente una presencia personal desde este primer
surgir de la vida humana: ?cómo un individuo humano podría no ser
persona humana? ».58
Por lo demás, está en
juego algo tan importante que, desde el punto de vista de la obligación
moral, bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante una persona
para justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención
destinada a eliminar un embrión humano. Precisamente por esto, más
allá de los debates científicos y de las mismas afirmaciones
filosóficas en las que el Magisterio no se ha comprometido
expresamente, la Iglesia siempre ha enseñado, y sigue enseñando, que
al fruto de la generación humana, desde el primer momento de su
existencia, se ha de garantizar el respeto incondicional que moralmente
se le debe al ser humano en su totalidad y unidad corporal y espiritual:
« El ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde el
instante de su concepción y, por eso, a partir de ese mismo momento
se le deben reconocer los derechos de la persona, principalmente el
derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida ».59
61. Los textos de la Sagrada
Escritura, que nunca hablan del aborto voluntario y, por tanto, no
contienen condenas directas y específicas al respecto, presentan de tal
modo al ser humano en el seno materno, que exigen lógicamente que se
extienda también a este caso el mandamiento divino « no matarás ».
La vida humana es sagrada e
inviolable en cada momento de su existencia, también en el inicial que
precede al nacimiento. El hombre, desde el seno materno, pertenece a
Dios que lo escruta y conoce todo, que lo forma y lo plasma con sus
manos, que lo ve mientras es todavía un pequeño embrión informe y que
en él entrevé el adulto de mañana, cuyos días están contados y cuya
vocación está ya escrita en el « libro de la vida » (cf. Sal
139138, 1. 13-16). Incluso cuando está todavía en el seno materno, —como
testimonian numerosos textos bíblicos 60— el hombre es término
personalísimo de la amorosa y paterna providencia divina.
La Tradición cristiana —como
bien señala la Declaración emitida al respecto por la
Congregación para la Doctrina de la Fe 61— es clara y unánime, desde
los orígenes hasta nuestros días, en considerar el aborto como
desorden moral particularmente grave. Desde que entró en contacto con
el mundo greco-romano, en el que estaba difundida la práctica del
aborto y del infanticidio, la primera comunidad cristiana se opuso
radicalmente, con su doctrina y praxis, a las costumbres difundidas en
aquella sociedad, como bien demuestra la ya citada Didaché.62
Entre los escritores eclesiásticos del área griega, Atenágoras
recuerda que los cristianos consideran como homicidas a las mujeres que
recurren a medicinas abortivas, porque los niños, aun estando en el
seno de la madre, son ya « objeto, por ende, de la providencia de Dios
».63 Entre los latinos, Tertuliano afirma: « Es un homicidio
anticipado impedir el nacimiento; poco importa que se suprima el alma ya
nacida o que se la haga desaparecer en el nacimiento. Es ya un hombre
aquél que lo será ».64
A lo largo de su historia
bimilenaria, esta misma doctrina ha sido enseñada constantemente por
los Padres de la Iglesia, por sus Pastores y Doctores. Incluso las
discusiones de carácter científico y filosófico sobre el momento
preciso de la infusión del alma espiritual, nunca han provocado la
mínima duda sobre la condena moral del aborto.
62. El Magisterio
pontificio más reciente ha reafirmado con gran vigor esta doctrina
común. En particular, Pío XI en la Encíclica Casti connubii rechazó
las pretendidas justificaciones del aborto; 65 Pío XII excluyó todo
aborto directo, o sea, todo acto que tienda directamente a destruir la
vida humana aún no nacida, « tanto si tal destrucción se entiende
como fin o sólo como medio para el fin »; 66 Juan XXIII reafirmó que
la vida humana es sagrada, porque « desde que aflora, ella implica
directamente la acción creadora de Dios ».67 El Concilio Vaticano II,
como ya he recordado, condenó con gran severidad el aborto: « se ha de
proteger la vida con el máximo cuidado desde la concepción; tanto el
aborto como el infanticidio son crímenes nefandos ».68
La disciplina canónica
de la Iglesia, desde los primeros siglos, ha castigado con sanciones
penales a quienes se manchaban con la culpa del aborto y esta praxis,
con penas más o menos graves, ha sido ratificada en los diversos
períodos históricos. El Código de Derecho Canónico de 1917
establecía para el aborto la pena de excomunión.69 También la nueva
legislación canónica se sitúa en esta dirección cuando sanciona que
« quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae
sententiae »,70 es decir, automática. La excomunión afecta a
todos los que cometen este delito conociendo la pena, incluidos también
aquellos cómplices sin cuya cooperación el delito no se hubiera
producido: 71 con esta reiterada sanción, la Iglesia señala este
delito como uno de los más graves y peligrosos, alentando así a quien
lo comete a buscar solícitamente el camino de la conversión. En
efecto, en la Iglesia la pena de excomunión tiene como fin hacer
plenamente conscientes de la gravedad de un cierto pecado y favorecer,
por tanto, una adecuada conversión y penitencia.
Ante semejante unanimidad en
la tradición doctrinal y disciplinar de la Iglesia, Pablo VI pudo
declarar que esta enseñanza no había cambiado y que era inmutable.72
Por tanto, con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus
Sucesores, en comunión con todos los Obispos —que en varias ocasiones
han condenado el aborto y que en la consulta citada anteriormente,
aunque dispersos por el mundo, han concordado unánimemente sobre esta
doctrina—, declaro que el aborto directo, es decir, querido como
fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto
eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta doctrina se
fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es
transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el
Magisterio ordinario y universal.73
Ninguna circunstancia,
ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás hacer lícito un
acto que es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la Ley de
Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible por la misma
razón, y proclamada por la Iglesia.
63. La valoración moral del
aborto se debe aplicar también a las recientes formas de intervención
sobre los embriones humanos que, aun buscando fines en sí mismos
legítimos, comportan inevitablemente su destrucción. Es el caso de los
experimentos con embriones, en creciente expansión en el campo
de la investigación biomédica y legalmente admitida por algunos
Estados. Si « son lícitas las intervenciones sobre el embrión humano
siempre que respeten la vida y la integridad del embrión, que no lo
expongan a riesgos desproporcionados, que tengan como fin su curación,
la mejora de sus condiciones de salud o su supervivencia individual
»,74 se debe afirmar, sin embargo, que el uso de embriones o fetos
humanos como objeto de experimentación constituye un delito en
consideración a su dignidad de seres humanos, que tienen derecho al
mismo respeto debido al niño ya nacido y a toda persona.75
La misma condena moral
concierne también al procedimiento que utiliza los embriones y fetos
humanos todavía vivos —a veces « producidos » expresamente para
este fin mediante la fecundación in vitro— sea como « material
biológico » para ser utilizado, sea como abastecedores de órganos
o tejidos para trasplantar en el tratamiento de algunas
enfermedades. En verdad, la eliminación de criaturas humanas inocentes,
aun cuando beneficie a otras, constituye un acto absolutamente
inaceptable.
Una atención especial
merece la valoración moral de las técnicas de diagnóstico
prenatal, que permiten identificar precozmente eventuales anomalías
del niño por nacer. En efecto, por la complejidad de estas técnicas,
esta valoración debe hacerse muy cuidadosa y articuladamente. Estas
técnicas son moralmente lícitas cuando están exentas de riesgos
desproporcionados para el niño o la madre, y están orientadas a
posibilitar una terapia precoz o también a favorecer una serena y
consciente aceptación del niño por nacer. Pero, dado que las
posibilidades de curación antes del nacimiento son hoy todavía
escasas, sucede no pocas veces que estas técnicas se ponen al servicio
de una mentalidad eugenésica, que acepta el aborto selectivo para
impedir el nacimiento de niños afectados por varios tipos de
anomalías. Semejante mentalidad es ignominiosa y totalmente reprobable,
porque pretende medir el valor de una vida humana siguiendo sólo
parámetros de « normalidad » y de bienestar físico, abriendo así el
camino a la legitimación incluso del infanticidio y de la eutanasia.
En realidad, precisamente el
valor y la serenidad con que tantos hermanos nuestros, afectados por
graves formas de minusvalidez, viven su existencia cuando son aceptados
y amados por nosotros, constituyen un testimonio particularmente eficaz
de los auténticos valores que caracterizan la vida y que la hacen,
incluso en condiciones difíciles, preciosa para sí y para los demás.
La Iglesia está cercana a aquellos esposos que, con gran ansia y
sufrimiento, acogen a sus hijos gravemente afectados de incapacidades,
así como agradece a todas las familias que, por medio de la adopción,
amparan a quienes han sido abandonados por sus padres, debido a formas
de minusvalidez o enfermedades.
« Yo doy la muerte y doy la
vida » (Dt 32, 39):
el
drama de la eutanasia
64. En el otro extremo de la
existencia, el hombre se encuentra ante el misterio de la muerte. Hoy,
debido a los progresos de la medicina y en un contexto cultural con
frecuencia cerrado a la trascendencia, la experiencia de la muerte se
presenta con algunas características nuevas. En efecto, cuando
prevalece la tendencia a apreciar la vida sólo en la medida en que da
placer y bienestar, el sufrimiento aparece como una amenaza
insoportable, de la que es preciso librarse a toda costa. La muerte,
considerada « absurda » cuando interrumpe por sorpresa una vida
todavía abierta a un futuro rico de posibles experiencias interesantes,
se convierte por el contrario en una « liberación reivindicada »
cuando se considera que la existencia carece ya de sentido por estar
sumergida en el dolor e inexorablemente condenada a un sufrimiento
posterior más agudo.
Además, el hombre,
rechazando u olvidando su relación fundamental con Dios, cree ser
criterio y norma de sí mismo y piensa tener el derecho de pedir incluso
a la sociedad que le garantice posibilidades y modos de decidir sobre la
propia vida en plena y total autonomía. Es particularmente el hombre
que vive en países desarrollados quien se comporta así: se siente
también movido a ello por los continuos progresos de la medicina y por
sus técnicas cada vez más avanzadas. Mediante sistemas y aparatos
extremadamente sofisticados, la ciencia y la práctica médica son hoy
capaces no sólo de resolver casos antes sin solución y de mitigar o
eliminar el dolor, sino también de sostener y prolongar la vida incluso
en situaciones de extrema debilidad, de reanimar artificialmente a
personas que perdieron de modo repentino sus funciones biológicas
elementales, de intervenir para disponer de órganos para trasplantes.
En semejante contexto es
cada vez más fuerte la tentación de la eutanasia, esto es, adueñarse
de la muerte, procurándola de modo anticipado y poniendo así fin
« dulcemente » a la propia vida o a la de otros. En realidad, lo que
podría parecer lógico y humano, al considerarlo en profundidad se
presenta absurdo e inhumano. Estamos aquí ante uno de los
síntomas más alarmantes de la « cultura de la muerte », que avanza
sobre todo en las sociedades del bienestar, caracterizadas por una
mentalidad eficientista que presenta el creciente número de personas
ancianas y debilitadas como algo demasiado gravoso e insoportable. Muy a
menudo, éstas se ven aisladas por la familia y la sociedad, organizadas
casi exclusivamente sobre la base de criterios de eficiencia productiva,
según los cuales una vida irremediablemente inhábil no tiene ya valor
alguno.
65. Para un correcto juicio
moral sobre la eutanasia, es necesario ante todo definirla con claridad.
Por eutanasia en sentido verdadero y propio se debe entender una
acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la
muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. « La eutanasia se
sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados
».76
De ella debe distinguirse la
decisión de renunciar al llamado « ensañamiento terapéutico
», o sea, ciertas intervenciones médicas ya no adecuadas a la
situación real del enfermo, por ser desproporcionadas a los resultados
que se podrían esperar o, bien, por ser demasiado gravosas para él o
su familia. En estas situaciones, cuando la muerte se prevé inminente e
inevitable, se puede en conciencia « renunciar a unos tratamientos que
procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la
existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al
enfermo en casos similares ».77 Ciertamente existe la obligación moral
de curarse y hacerse curar, pero esta obligación se debe valorar según
las situaciones concretas; es decir, hay que examinar si los medios
terapéuticos a disposición son objetivamente proporcionados a las
perspectivas de mejoría. La renuncia a medios extraordinarios o
desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más
bien la aceptación de la condición humana ante al muerte.78
En la medicina moderna van
teniendo auge los llamados « cuidados paliativos », destinados
a hacer más soportable el sufrimiento en la fase final de la enfermedad
y, al mismo tiempo, asegurar al paciente un acompañamiento humano
adecuado. En este contexto aparece, entre otros, el problema de la
licitud del recurso a los diversos tipos de analgésicos y sedantes para
aliviar el dolor del enfermo, cuando esto comporta el riesgo de
acortarle la vida. En efecto, si puede ser digno de elogio quien acepta
voluntariamente sufrir renunciando a tratamientos contra el dolor para
conservar la plena lucidez y participar, si es creyente, de manera
consciente en la pasión del Señor, tal comportamiento « heroico » no
debe considerarse obligatorio para todos. Ya Pío XII afirmó que es
lícito suprimir el dolor por medio de narcóticos, a pesar de tener
como consecuencia limitar la conciencia y abreviar la vida, « si no hay
otros medios y si, en tales circunstancias, ello no impide el
cumplimiento de otros deberes religiosos y morales ».79 En efecto, en
este caso no se quiere ni se busca la muerte, aunque por motivos
razonables se corra ese riesgo. Simplemente se pretende mitigar el dolor
de manera eficaz, recurriendo a los analgésicos puestos a disposición
por la medicina. Sin embargo, « no es lícito privar al moribundo de la
conciencia propia sin grave motivo »: 80 acercándose a la muerte, los
hombres deben estar en condiciones de poder cumplir sus obligaciones
morales y familiares y, sobre todo, deben poderse preparar con plena
conciencia al encuentro definitivo con Dios.
Hechas estas distinciones,
de acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores 81 y en comunión con
los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eutanasia es una
grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación
deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta doctrina
se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es
transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el
Magisterio ordinario y universal.82 Semejante práctica
conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o
del homicidio.
66. Ahora bien, el suicidio
es siempre moralmente inaceptable, al igual que el homicidio. La
tradición de la Iglesia siempre lo ha rechazado como decisión
gravemente mala.83 Aunque determinados condicionamientos psicológicos,
culturales y sociales puedan llevar a realizar un gesto que contradice
tan radicalmente la inclinación innata de cada uno a la vida, atenuando
o anulando la responsabilidad subjetiva, el suicidio, bajo el
punto de vista objetivo, es un acto gravemente inmoral, porque comporta
el rechazo del amor a sí mismo y la renuncia a los deberes de justicia
y de caridad para con el prójimo, para con las distintas comunidades de
las que se forma parte y para la sociedad en general.84 En su realidad
más profunda, constituye un rechazo de la soberanía absoluta de Dios
sobre la vida y sobre la muerte, proclamada así en la oración del
antiguo sabio de Israel: « Tú tienes el poder sobre la vida y sobre la
muerte, haces bajar a las puertas del Hades y de allí subir » (Sb 16,
13; cf. Tb 13, 2).
Compartir la intención
suicida de otro y ayudarle a realizarla mediante el llamado « suicidio
asistido » significa hacerse colaborador, y algunas veces autor en
primera persona, de una injusticia que nunca tiene justificación, ni
siquiera cuando es solicitada. « No es lícito —escribe con
sorprendente actualidad san Agustín— matar a otro, aunque éste lo
pida y lo quiera y no pueda ya vivir... para librar, con un golpe, el
alma de aquellos dolores, que luchaba con las ligaduras del cuerpo y
quería desasirse ».85 La eutanasia, aunque no esté motivada por el
rechazo egoísta de hacerse cargo de la existencia del que sufre, debe
considerarse como una falsa piedad, más aún, como una
preocupante « perversión » de la misma. En efecto, la verdadera «
compasión » hace solidarios con el dolor de los demás, y no elimina a
la persona cuyo sufrimiento no se puede soportar. El gesto de la
eutanasia aparece aún más perverso si es realizado por quienes —como
los familiares— deberían asistir con paciencia y amor a su allegado,
o por cuantos —como los médicos—, por su profesión específica,
deberían cuidar al enfermo incluso en las condiciones terminales más
penosas.
La opción de la eutanasia
es más grave cuando se configura como un homicidio que otros
practican en una persona que no la pidió de ningún modo y que nunca
dio su consentimiento. Se llega además al colmo del arbitrio y de la
injusticia cuando algunos, médicos o legisladores, se arrogan el poder
de decidir sobre quién debe vivir o morir. Así, se presenta de nuevo
la tentación del Edén: ser como Dios « conocedores del bien y del mal
» (Gn 3, 5). Sin embargo, sólo Dios tiene el poder sobre el
morir y el vivir: « Yo doy la muerte y doy la vida » (Dt 32,
39; cf. 2 R 5, 7; 1 S 2, 6). El ejerce su poder siempre y
sólo según su designio de sabiduría y de amor. Cuando el hombre
usurpa este poder, dominado por una lógica de necedad y de egoísmo, lo
usa fatalmente para la injusticia y la muerte. De este modo, la vida del
más débil queda en manos del más fuerte; se pierde el sentido de la
justicia en la sociedad y se mina en su misma raíz la confianza
recíproca, fundamento de toda relación auténtica entre las personas.
67. Bien diverso es, en
cambio, el camino del amor y de la verdadera piedad, al que nos
obliga nuestra común condición humana y que la fe en Cristo Redentor,
muerto y resucitado, ilumina con nuevo sentido. El deseo que brota del
corazón del hombre ante el supremo encuentro con el sufrimiento y la
muerte, especialmente cuando siente la tentación de caer en la
desesperación y casi de abatirse en ella, es sobre todo aspiración de
compañía, de solidaridad y de apoyo en la prueba. Es petición de
ayuda para seguir esperando, cuando todas las esperanzas humanas se
desvanecen. Como recuerda el Concilio Vaticano II, « ante la muerte, el
enigma de la condición humana alcanza su culmen » para el hombre; y
sin embargo « juzga certeramente por instinto de su corazón cuando
aborrece y rechaza la ruina total y la desaparición definitiva de su
persona. La semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a
la sola materia, se rebela contra la muerte ».86
Esta repugnancia natural a
la muerte es iluminada por la fe cristiana y este germen de esperanza en
la inmortalidad alcanza su realización por la misma fe, que promete y
ofrece la participación en la victoria de Cristo Resucitado: es la
victoria de Aquél que, mediante su muerte redentora, ha liberado al
hombre de la muerte, « salario del pecado » (Rm 6, 23), y le ha
dado el Espíritu, prenda de resurrección y de vida (cf. Rm 8,
11). La certeza de la inmortalidad futura y la esperanza en la
resurrección prometida proyectan una nueva luz sobre el misterio
del sufrimiento y de la muerte, e infunden en el creyente una fuerza
extraordinaria para abandonarse al plan de Dios.
El apóstol Pablo expresó
esta novedad como una pertenencia total al Señor que abarca cualquier
condición humana: « Ninguno de nosotros vive para sí mismo; como
tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos;
y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos,
del Señor somos » (Rm 14, 7-8). Morir para el Señor significa
vivir la propia muerte como acto supremo de obediencia al Padre (cf. Flp
2, 8), aceptando encontrarla en la « hora » querida y escogida por
El (cf. Jn 13, 1), que es el único que puede decir cuándo el
camino terreno se ha concluido. Vivir para el Señor significa
también reconocer que el sufrimiento, aun siendo en sí mismo un mal y
una prueba, puede siempre llegar a ser fuente de bien. Llega a serlo si
se vive con amor y por amor, participando, por don gratuito de Dios y
por libre decisión personal, en el sufrimiento mismo de Cristo
crucificado. De este modo, quien vive su sufrimiento en el Señor se
configura más plenamente a El (cf. Flp 3, 10; 1 P 2, 21)
y se asocia más íntimamente a su obra redentora en favor de la Iglesia
y de la humanidad.87 Esta es la experiencia del Apóstol, que toda
persona que sufre está también llamada a revivir: « Me alegro por los
padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que
falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la
Iglesia » (Col 1, 24).
« Hay que obedecer a Dios
antes que a los hombres »
(Hch
5, 29):
ley civil y ley moral
68. Una de las características propias de los
atentados actuales contra la vida humana -como ya se ha dicho- consiste en la
tendencia a exigir su legitimación jurídica, como si fuesen derechos que el
Estado, al menos en ciertas condiciones, debe reconocer a los ciudadanos y, por
consiguiente, la tendencia a pretender su realización con la asistencia segura
y gratuita de médicos y agentes sanitarios.
No pocas veces se considera que la vida de quien
aún no ha nacido o está gravemente debilitado es un bien sólo relativo: según
una lógica proporcionalista o de puro cálculo, deberá ser cotejada y sopesada
con otros bienes. Y se piensa también que solamente quien se encuentra en esa
situación concreta y está personalmente afectado puede hacer una ponderación
justa de los bienes en juego; en consecuencia, sólo él podría juzgar la
moralidad de su decisión. El Estado, por tanto, en interés de la convivencia
civil y de la armonía social, debería respetar esta decisión, llegando
incluso a admitir el aborto y la eutanasia.
Otras veces se cree que la ley civil no puede
exigir que todos los ciudadanos vivan de acuerdo con un nivel de moralidad más
elevado que el que ellos mismos aceptan y comparten. Por esto, la ley debería
siempre manifestar la opinión y la voluntad de la mayoría de los ciudadanos y
reconocerles también, al menos en ciertos casos extremos, el derecho al aborto
y a la eutanasia. Por otra parte, la prohibición y el castigo del aborto y de
la eutanasia en estos casos llevaría inevitablemente -así se dice- a un
aumento de prácticas ilegales, que, sin embargo, no estarían sujetas al
necesario control social y se efectuarían sin la debida seguridad médica. Se
plantea, además, si sostener una ley no aplicable concretamente no significaría,
al final, minar también la autoridad de las demás leyes.
Finalmente, las opiniones más radicales llegan a
sostener que, en una sociedad moderna y pluralista, se debería reconocer a cada
persona una plena autonomía para disponer de su propia vida y de la vida de
quien aún no ha nacido. En efecto, no correspondería a la ley elegir entre las
diversas opciones morales y, menos aún, pretender imponer una opción
particular en detrimento de las demás.
69. De todos modos, en la cultura democrática de
nuestro tiempo se ha difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento
jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las
convicciones de la mayoría y, por tanto, basarse sólo sobre lo que la mayoría
misma reconoce y vive como moral. Si además se considera incluso que una verdad
común y objetiva es inaccesible de hecho, el respeto de la libertad de los
ciudadanos -que en un régimen democrático son considerados como los verdaderos
soberanos- exigiría que, a nivel legislativo, se reconozca la autonomía de
cada conciencia individual y que, por tanto, al establecer las normas que en
cada caso son necesarias para la convivencia social, éstas se adecuen
exclusivamente a la voluntad de la mayoría, cualquiera que sea. De este modo,
todo político, en su actividad, debería distinguir netamente entre el ámbito
de la conciencia privada y el del comportamiento público.
Por consiguiente, se perciben dos tendencias
diametralmente opuestas en apariencia. Por un lado, los individuos reivindican
para sí la autonomía moral más completa de elección y piden que el Estado no
asuma ni imponga ninguna concepción ética, sino que trate de garantizar el
espacio más amplio posible para la libertad de cada uno, con el único límite
externo de no restringir el espacio de autonomía al que los demás ciudadanos
también tienen derecho. Por otro lado, se considera que, en el ejercicio de las
funciones públicas y profesionales, el respeto de la libertad de elección de
los demás obliga a cada uno a prescindir de sus propias convicciones para
ponerse al servicio de cualquier petición de los ciudadanos, que las leyes
reconocen y tutelan, aceptando como único criterio moral para el ejercicio de
las propias funciones lo establecido por las mismas leyes. De este modo, la
responsabilidad de la persona se delega a la ley civil, abdicando de la propia
conciencia moral al menos en el ámbito de la acción pública.
La raíz común de todas estas tendencias es
el relativismo ético que caracteriza muchos aspectos de la cultura contemporánea.
No falta quien considera este relativismo como una condición de la democracia,
ya que sólo él garantizaría la tolerancia, el respeto recíproco entre las
personas y la adhesión a las decisiones de la mayoría, mientras que las normas
morales, consideradas objetivas y vinculantes, llevarían al autoritarismo y a
la intolerancia.
Sin embargo, es precisamente la problemática del
respeto de la vida la que muestra los equívocos y contradicciones, con sus
terribles resultados prácticos, que se encubren en esta postura.
Es cierto que en la historia ha habido casos en
los que se han cometido crímenes en nombre de la «verdad». Pero crímenes no
menos graves y radicales negaciones de la libertad se han cometido y se siguen
cometiendo también en nombre del «relativismo ético».
|
70. La raíz común de todas estas tendencias es
el relativismo ético que caracteriza muchos aspectos de la cultura contemporánea.
No falta quien considera este relativismo como una condición de la democracia,
ya que sólo él garantizaría la tolerancia, el respeto recíproco entre las
personas y la adhesión a las decisiones de la mayoría, mientras que las normas
morales, consideradas objetivas y vinculantes, llevarían al autoritarismo y a
la intolerancia.
Sin embargo, es precisamente la problemática del
respeto de la vida la que muestra los equívocos y contradicciones, con sus
terribles resultados prácticos, que se encubren en esta postura.
Es cierto que en la historia ha habido casos en
los que se han cometido crímenes en nombre de la «verdad». Pero crímenes no
menos graves y radicales negaciones de la libertad se han cometido y se siguen
cometiendo también en nombre del «relativismo ético». Cuando una mayoría
parlamentaria o social decreta la legitimidad de la eliminación de la vida
humana aún no nacida, inclusive con ciertas condiciones,¿acaso no adopta una
decisión «tiránica» respecto al ser humano más débil e indefenso? La
conciencia universal reacciona justamente ante los crímenes contra la
humanidad, de los que nuestro siglo ha tenido tristes experiencias.¿Acaso estos
crímenes dejarían de serlo si, en vez de haber sido cometidos por tiranos sin
escrúpulo, hubieran estado legitimados por el consenso popular?
La democracia no puede
mitificarse convirtiéndola en un sustitutivo de la moralidad...
Si hoy se percibe un
consenso casi universal sobre el valor de la democracia, esto se considera un
positivo «signo de los tiempos», como también el Magisterio de la Iglesia ha
puesto de relieve varias veces. Pero el valor de la democracia se mantiene o cae
con los valores que encarna y promueve: fundamentales e imprescindibles son
ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos
inviolables e inalienables, así como considerar el «bien común» como fin y
criterio regulador de la vida política. |
La Democracia
En realidad, la democracia no puede mitificarse
convirtiéndola en un sustitutivo de la moralidad o en una panacea de la
inmoralidad. Fundamentalmente, es un «ordenamiento» y, como tal, un
instrumento y no un fin. Su carácter «moral» no es automático, sino que
depende de su conformidad con la ley moral a la que, como cualquier otro
comportamiento humano, debe someterse; esto es, depende de la moralidad de los
fines que persigue y de los medios de que se sirve. Si hoy se percibe un
consenso casi universal sobre el valor de la democracia, esto se considera un
positivo «signo de los tiempos», como también el Magisterio de la Iglesia ha
puesto de relieve varias veces. Pero el valor de la democracia se mantiene o cae
con los valores que encarna y promueve: fundamentales e imprescindibles son
ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos
inviolables e inalienables, así como considerar el «bien común» como fin y
criterio regulador de la vida política.
En la base de estos valores no pueden estar
provisionales y volubles «mayorías» de opinión, sino sólo el reconocimiento
de una ley moral objetiva que, en cuanto «ley natural» inscrita en el corazón
del hombre, es punto de referencia normativa de la misma ley civil. Si, por una
trágica ofuscación de la conciencia colectiva, el escepticismo llegara a poner
en duda hasta los principios fundamentales de la ley moral, el mismo
ordenamiento democrático se tambalearía en sus fundamentos, reduciéndose a un
puro mecanismo de regulación empírica de intereses diversos y contrapuestos.
Alguien podría pensar que semejante función, a
falta de algo mejor, es también válida para los fines de la paz social. Aun
reconociendo un cierto aspecto de verdad en esta valoración, es difícil no ver
cómo, sin una base moral objetiva, ni siquiera la democracia puede asegurar una
paz estable, tanto más que la paz no fundamentada sobre los valores de la
dignidad humana y de la solidaridad entre todos los hombres, es a menudo
ilusoria. En efecto, en los mismos regímenes participativos la regulación de
los intereses se produce con frecuencia en beneficio de los más fuertes, que
tienen mayor capacidad para maniobrar no sólo las palancas del poder, sino
incluso la formación del consenso. En un situación así, la democracia se
convierte fácilmente en una palabra vacía.
71. Para el futuro de la sociedad y el desarrollo
de una sana democracia, urge pues descubrir de nuevo la existencia de valores
humanos y morales esenciales y originarios, que derivan de la verdad misma del
ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por
tanto, que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden
crear, modificar o destruir, sino que deben sólo reconocer, respetar y
promover.
En este sentido, es necesario tener en cuenta los
elementos fundamentales del conjunto de las relaciones entre ley civil y ley
moral, tal como son propuestos por la Iglesia, pero que forman parte también
del patrimonio de las grandes tradiciones jurídicas de la humanidad.
«en ningún
ámbito de la vida la ley civil puede sustituir a la conciencia ni dictar normas
que excedan la propia competencia», que es la de asegurar el bien común de las
personas, mediante el reconocimiento y la defensa de sus derechos fundamentales,
la promoción de la paz y de la moralidad pública. |
Ciertamente, el cometido de la ley civil es
diverso y de ámbito más limitado que el de la ley moral. Sin embargo,«en ningún
ámbito de la vida la ley civil puede sustituir a la conciencia ni dictar normas
que excedan la propia competencia», que es la de asegurar el bien común de las
personas, mediante el reconocimiento y la defensa de sus derechos fundamentales,
la promoción de la paz y de la moralidad pública. En efecto, la función de la
ley civil consiste en garantizar una ordenada convivencia social en la verdadera
justicia, para que todos «podamos vivir una vida tranquila y apacible con toda
piedad y dignidad»(1 Tm 2, 2). Precisamente por esto, la ley civil debe
asegurar a todos los miembros de la sociedad el respeto de algunos derechos
fundamentales, que pertenecen originariamente a la persona y que toda ley
positiva debe reconocer y garantizar. Entre ellos el primero y fundamental es el
derecho inviolable de cada ser humano inocente a la vida. Si la autoridad pública
puede, a veces, renunciar a reprimir aquello que provocaría, de estar
prohibido, un daño más grave, sin embargo, nunca puede aceptar legitimar, como
derecho de los individuos -aunque éstos fueran la mayoría de los miembros de
la sociedad-, la ofensa infligida a otras personas mediante la negación de un
derecho suyo tan fundamental como el de la vida. La tolerancia legal del aborto
o de la eutanasia no puede de ningún modo invocar el respeto de la conciencia
de los demás, precisamente porque la sociedad tiene el derecho y el deber de
protegerse de los abusos que se pueden dar en nombre de la conciencia y bajo el
pretexto de la libertad.
A este propósito, Juan XXIII recordó en la Encíclica
Pacem in terris:«En la época moderna se considera realizado el bien común
cuando se han salvado los derechos y los deberes de la persona humana. De ahí
que los deberes fundamentales de los poderes públicos consisten sobre todo en
reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover aquellos derechos, y en
contribuir por consiguiente a hacer más fácil el cumplimiento de los
respectivos deberes." Tutelar el intangible campo de los derechos de la
persona humana y hacer fácil el cumplimiento de sus obligaciones, tal es el
deber esencial de los poderes públicos". Por esta razón, aquellos
magistrados que no reconozcan los derechos del hombre o los atropellen, no sólo
faltan ellos mismos a su deber, sino que carece de obligatoriedad lo que ellos
prescriban».
La autoridad es postulada por el orden moral y deriva de
Dios
|
72. En continuidad con toda la tradición de la
Iglesia se encuentra también la doctrina sobre la necesaria conformidad de la
ley civil con la ley moral, tal y como se recoge, una vez más, en la citada encíclica
de Juan XXIII:«La autoridad es postulada por el orden moral y deriva de Dios.
Por lo tanto, si las leyes o preceptos de los gobernantes estuvieran en
contradicción con aquel orden y, consiguientemente, en contradicción con la
voluntad de Dios, no tendrían fuerza para obligar en conciencia...; más aún,
en tal caso, la autoridad dejaría de ser tal y degeneraría en abuso». Esta es
una clara enseñanza de santo Tomás de Aquino, que entre otras cosas escribe:«La
ley humana es tal en cuanto está conforme con la recta razón y, por tanto,
deriva de la ley eterna. En cambio, cuando una ley está en contraste con la razón,
se la denomina ley inicua; sin embargo, en este caso deja de ser ley y se
convierte más bien en un acto de violencia». Y añade:«Toda ley puesta por
los hombres tiene razón de ley en cuanto deriva de la ley natural. Por el
contrario, si contradice en cualquier cosa a la ley natural, entonces no será
ley sino corrupción de la ley».
La primera y más inmediata aplicación de esta
doctrina hace referencia a la ley humana que niega el derecho fundamental y
originario a la vida, derecho propio de todo hombre. Así, las leyes que, como
el aborto y la eutanasia, legitiman la eliminación directa de seres humanos
inocentes están en total e insuperable contradicción con el derecho inviolable
a la vida inherente a todos los hombres, y niegan, por tanto, la igualdad de
todos ante la ley. Se podría objetar que éste no es el caso de la eutanasia,
cuando es pedida por el sujeto interesado con plena conciencia. Pero un Estado
que legitimase una petición de este tipo y autorizase a llevarla a cabo, estaría
legalizando un caso de suicidio-homicidio, contra los principios fundamentales
de que no se puede disponer de la vida y de la tutela de toda vida inocente. De
este modo se favorece una disminución del respeto a la vida y se abre camino a
comportamientos destructivos de la confianza en las relaciones sociales.
Por tanto, las leyes que autorizan y favorecen el
aborto y la eutanasia se oponen radicalmente no sólo al bien del individuo,
sino también al bien común y, por consiguiente, están privadas totalmente de
auténtica validez jurídica. En efecto, la negación del derecho a la vida,
precisamente porque lleva a eliminar la persona en cuyo servicio tiene la
sociedad su razón de existir, es lo que se contrapone más directa e
irreparablemente a la posibilidad de realizar el bien común. De esto se sigue
que, cuando una ley civil legitima el aborto o la eutanasia deja de ser, por
ello mismo, una verdadera ley civil moralmente vinculante.
73. Así pues, el aborto y la eutanasia son crímenes
que ninguna ley humana puede pretender legitimar. Leyes de este tipo no sólo no
crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen
una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de
conciencia. Desde los orígenes de la Iglesia, la predicación apostólica
inculcó a los cristianos el deber de obedecer a las autoridades públicas legítimamente
constituidas (cf. Rom 13, 1-7, 1 P 2, 13-14), pero al mismo tiempo enseñó
firmemente que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres»(Hch 5, 29).
Ya en el Antiguo Testamento, precisamente en relación a las amenazas contra la
vida, encontramos un ejemplo significativo de resistencia a la orden injusta de
la autoridad. Las comadronas de los hebreos se opusieron al faraón, que había
ordenado matar a todo recién nacido varón. Ellas «no hicieron lo que les había
mandado el rey de Egipto, sino que dejaban con vida a los niños»(Ex 1, 17).
Pero es necesario señalar el motivo profundo de su comportamiento:«Las
parteras temían a Dios»(ibid.). Es precisamente de la obediencia a Dios -a
quien sólo se debe aquel temor que es reconocimiento de su absoluta soberanía-
de donde nacen la fuerza y el valor para resistir a las leyes injustas de los
hombres. Es la fuerza y el valor de quien está dispuesto incluso a ir a prisión
o a morir a espada, en la certeza de que «aquí se requiere la paciencia y la
fe de los santos»(Ap 13, 10).
En el caso pues de una ley
intrínsecamente injusta, como es la que admite el aborto o la eutanasia,
nunca es lícito someterse a ella,«ni participar en una campaña de opinión
a favor de una ley semejante, ni darle el sufragio del propio voto». |
En el caso pues de una ley intrínsecamente
injusta, como es la que admite el aborto o la eutanasia, nunca es lícito
someterse a ella,«ni participar en una campaña de opinión a favor de una ley
semejante, ni darle el sufragio del propio voto».
Un problema concreto de conciencia podría darse
en los casos en que un voto parlamentario resultase determinante para favorecer
una ley más restrictiva, es decir, dirigida a restringir el número de abortos
autorizados, como alternativa a otra ley más permisiva ya en vigor o en fase de
votación. No son raros semejantes casos. En efecto, se constata el dato de que
mientras en algunas partes del mundo continúan las campañas para la introducción
de leyes a favor del aborto, apoyadas no pocas veces por poderosos organismos
internacionales, en otras Naciones -particularmente aquéllas que han tenido ya
la experiencia amarga de tales legislaciones permisivas- van apareciendo señales
de revisión. En el caso expuesto, cuando no sea posible evitar o abrogar
completamente una ley abortista, un parlamentario, cuya absoluta oposición
personal al aborto sea clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su
apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así
los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública. En
efecto, obrando de este modo no se presta una colaboración ilícita a una ley
injusta; antes bien se realiza un intento legítimo y obligado de limitar sus
aspectos inicuos.
74. La introducción de legislaciones injustas
pone con frecuencia a los hombres moralmente rectos ante difíciles problemas de
conciencia en materia de colaboración, debido a la obligatoria afirmación del
propio derecho a no ser forzados a participar en acciones moralmente malas. A
veces las opciones que se imponen son dolorosas y pueden exigir el sacrificio de
posiciones profesionales consolidadas o la renuncia a perspectivas legítimas de
avance en la carrera. En otros casos, puede suceder que el cumplimiento de
algunas acciones en sí mismas indiferentes, o incluso positivas, previstas en
el articulado de legislaciones globalmente injustas, permita la salvaguarda de
vidas humanas amenazadas. Por otra parte, sin embargo, se puede temer justamente
que la disponibilidad a cumplir tales acciones no sólo conlleve escándalo y
favorezca el debilitamiento de la necesaria oposición a los atentados contra la
vida, sino que lleve insensiblemente a ir cediendo cada vez más a una lógica
permisiva.
Los cristianos, como todos los hombres de buena
voluntad, están llamados, por un grave deber de conciencia, a no prestar su
colaboración formal a aquellas prácticas que, aun permitidas por la legislación
civil, se oponen a la Ley de Dios. |
Para iluminar esta difícil cuestión moral es
necesario tener en cuenta los principios generales sobre la cooperación en
acciones moralmente malas. Los cristianos, como todos los hombres de buena
voluntad, están llamados, por un grave deber de conciencia, a no prestar su
colaboración formal a aquellas prácticas que, aun permitidas por la legislación
civil, se oponen a la Ley de Dios. En efecto desde el punto de vista moral,
nunca es lícito cooperar formalmente en el mal. Esta cooperación se produce
cuando la acción realizada, o por su misma naturaleza o por la configuración
que asume en un contexto concreto, se califica como colaboración directa en un
acto contra la vida humana inocente o como participación en la intención
inmoral del agente principal. Esta cooperación nunca puede justificarse
invocando el respeto de la libertad de los demás, ni apoyarse en el hecho de
que la ley civil la prevea y exija. En efecto, los actos que cada uno realiza
personalmente tienen una responsabilidad moral, a la que nadie puede nunca
substraerse y sobre la cual cada uno será juzgado por Dios mismo (cf. Rom 2, 6;
14, 12).
El rechazo a participar en la ejecución de una
injusticia no sólo es un deber moral, sino también un derecho humano
fundamental. |
El rechazo a participar en la ejecución de una
injusticia no sólo es un deber moral, sino también un derecho humano
fundamental. Si no fuera así, se obligaría a la persona humana a realizar una
acción intrínsecamente incompatible con su dignidad y, de este modo, su misma
libertad, cuyo sentido y fin auténticos residen en su orientación a la verdad
y al bien, quedaría radicalmente comprometida. Se trata, por tanto, de un
derecho esencial que, como tal, debería estar previsto y protegido por la misma
ley civil. En este sentido, la posibilidad de rechazar la participación en la
fase consultiva, preparatoria y ejecutiva de semejantes actos contra la vida
debería asegurarse a los médicos, a los agentes sanitarios y a los
responsables de las instituciones hospitalarias, de las clínicas y casas de
salud. Quien recurre a la objeción de conciencia debe estar a salvo no sólo de
sanciones penales, sino también de cualquier daño en el plano legal,
disciplinar, económico y profesional.
« Amarás a tu prójimo
como a ti mismo » (Lc 10,
27):
« promueve » la vida
75. Los mandamientos de Dios
nos enseñan el camino de la vida. Los preceptos morales negativos, es
decir, los que declaran moralmente inaceptable la elección de una
determinada acción, tienen un valor absoluto para la libertad humana:
obligan siempre y en toda circunstancia, sin excepción. Indican que la
elección de determinados comportamientos es radicalmente incompatible
con el amor a Dios y la dignidad de la persona, creada a su imagen. Por
eso, esta elección no puede justificarse por la bondad de ninguna
intención o consecuencia, está en contraste insalvable con la
comunión entre las personas, contradice la decisión fundamental de
orientar la propia vida a Dios.99
Ya en este sentido los
preceptos morales negativos tienen una importantísima función
positiva: el « no » que exigen incondicionalmente marca el límite
infranqueable más allá del cual el hombre libre no puede pasar y, al
mismo tiempo, indica el mínimo que debe respetar y del que debe partir
para pronunciar innumerables « sí », capaces de abarcar
progresivamente el horizonte completo del bien (cf. Mt 5,
48). Los mandamientos, en particular los preceptos morales negativos,
son el inicio y la primera etapa necesaria del camino hacia la libertad:
« La primera libertad —escribe san Agustín— es no tener delitos...
como homicidio, adulterio, alguna inmundicia de fornicación, hurto,
fraude, sacrilegio y otros parecidos. Cuando el hombre empieza a no
tener tales delitos (el cristiano no debe tenerlos), comienza a levantar
la cabeza hacia la libertad; pero ésta es una libertad incoada, no es
perfecta ».100
76. El mandamiento « no
matarás » establece, por tanto, el punto de partida de un camino de
verdadera libertad, que nos lleva a promover activamente la vida y a
desarrollar determinadas actitudes y comportamientos a su servicio.
Obrando así, ejercitamos nuestra responsabilidad hacia las personas que
nos han sido confiadas y manifestamos, con las obras y según la verdad,
nuestro reconocimiento a Dios por el gran don de la vida (cf. Sal 139138,
13-14).
El Creador ha confiado la
vida del hombre a su cuidado responsable, no para que disponga de ella
de modo arbitrario, sino para que la custodie con sabiduría y la
administre con amorosa fidelidad. El Dios de la Alianza ha confiado la
vida de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según la ley de la
reciprocidad del dar y del recibir, del don de sí mismo y de la acogida
del otro. En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios, encarnándose
y dando su vida por el hombre, ha demostrado a qué altura y profundidad
puede llegar esta ley de la reciprocidad. Cristo, con el don de su
Espíritu, da contenidos y significados nuevos a la ley de la
reciprocidad, a la entrega del hombre al hombre. El Espíritu, que es
artífice de comunión en el amor, crea entre los hombres una nueva
fraternidad y solidaridad, reflejo verdadero del misterio de recíproca
entrega y acogida propio de la Santísima Trinidad. El mismo Espíritu
llega a ser la ley nueva, que da la fuerza a los creyentes y apela a su
responsabilidad para vivir con reciprocidad el don de sí mismos y la
acogida del otro, participando del amor mismo de Jesucristo según su
medida.
77. En esta ley nueva se
inspira y plasma el mandamiento « no matarás ». Por tanto, para el
cristiano implica en definitiva el imperativo de respetar, amar y
promover la vida de cada hermano, según las exigencias y las
dimensiones del amor de Dios en Jesucristo. « El dio su vida por
nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos » (1
Jn 3, 16).
El mandamiento « no
matarás », incluso en sus contenidos más positivos de respeto, amor y
promoción de la vida humana, obliga a todo hombre. En efecto, resuena
en la conciencia moral de cada uno como un eco permanente de la alianza
original de Dios creador con el hombre; puede ser conocido por todos a
la luz de la razón y puede ser observado gracias a la acción
misteriosa del Espíritu que, soplando donde quiere (cf. Jn 3,
8), alcanza y compromete a cada hombre que vive en este mundo.
Por tanto, lo que todos
debemos asegurar a nuestro prójimo es un servicio de amor, para que
siempre se defienda y promueva su vida, especialmente cuando es más
débil o está amenazada. Es una exigencia no sólo personal sino
también social, que todos debemos cultivar, poniendo el respeto
incondicional de la vida humana como fundamento de una sociedad
renovada.
Se nos pide amar y respetar
la vida de cada hombre y de cada mujer y trabajar con constancia y
valor, para que se instaure finalmente en nuestro tiempo, marcado por
tantos signos de muerte, una cultura nueva de la vida, fruto de la
cultura de la verdad y del amor.
CAPITULO
IV
A MI ME LO HICISTEIS
POR UNA NUEVA CULTURA
DE LA VIDA HUMANA
« Vosotros sois el pueblo
adquirido por Dios para anunciar sus alabanzas »
(cf.
1 P 2, 9): el pueblo de
la vida y para la vida
78. La Iglesia ha recibido
el Evangelio como anuncio y fuente de gozo y salvación. Lo ha
recibido como don de Jesús, enviado del Padre « para anunciar a los
pobres la Buena Nueva » (Lc 4, 18). Lo ha recibido a través
de los Apóstoles, enviados por El a todo el mundo (cf. Mc 16,
15; Mt 28, 19-20). La Iglesia, nacida de esta acción
evangelizadora, siente resonar en sí misma cada día la exclamación
del Apóstol: « ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! » (1
Cor 9, 16). En efecto, « evangelizar —como escribía
Pablo VI— constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia,
su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar ».101
La evangelización es una
acción global y dinámica, que compromete a la Iglesia a participar
en la misión profética, sacerdotal y real del Señor Jesús. Por
tanto, conlleva inseparablemente las dimensiones del anuncio, de la
celebración y del servicio de la caridad. Es un acto
profundamente eclesial, que exige la cooperación de todos los
operarios del Evangelio, cada uno según su propio carisma y
ministerio.
Así sucede también
cuando se trata de anunciar el Evangelio de la vida, parte
integrante del Evangelio que es Jesucristo. Nosotros estamos al
servicio de este Evangelio, apoyados por la certeza de haberlo
recibido como don y de haber sido enviados a proclamarlo a toda la
humanidad « hasta los confines de la tierra » (Hch 1, 8).
Mantengamos, por ello, la conciencia humilde y agradecida de ser el pueblo
de la vida y para la vida y presentémonos de este modo ante
todos.
79. Somos el pueblo de
la vida porque Dios, en su amor gratuito, nos ha dado el Evangelio
de la vida y hemos sido transformados y salvados por este mismo
Evangelio. Hemos sido redimidos por el « autor de la vida » (Hch 3,
15) a precio de su preciosa sangre (cf. 1 Cor 6, 20; 7, 23; 1
P 1, 19) y mediante el baño bautismal hemos sido injertados en El
(cf. Rm 6, 4-5; Col 2, 12), como ramas que reciben savia
y fecundidad del árbol único (cf. Jn 15, 5). Renovados
interiormente por la gracia del Espíritu, « que es Señor y da la
vida », hemos llegado a ser un pueblo para la vida y estamos
llamados a comportarnos como tal.
Somos enviados:
estar
al servicio de la vida no es para nosotros una vanagloria, sino un
deber, que nace de la conciencia de ser el pueblo adquirido por Dios
para anunciar sus alabanzas (cf. 1 P 2, 9). En nuestro camino nos
guía y sostiene la ley del amor: el amor cuya fuente y modelo es
el Hijo de Dios hecho hombre, que « muriendo ha dado la vida al mundo
».102
Somos enviados como
pueblo. El compromiso al
servicio de la vida obliga a todos y cada uno. Es una responsabilidad
propiamente « eclesial », que exige la acción concertada y generosa
de todos los miembros y de todas las estructuras de la comunidad
cristiana. Sin embargo, la misión comunitaria no elimina ni disminuye
la responsabilidad de cada persona, a la cual se dirige el
mandato del Señor de « hacerse prójimo » de cada hombre: « Vete y
haz tú lo mismo » (Lc 10, 37).
Todos juntos sentimos el
deber de anunciar el Evangelio de la vida, de celebrarlo en
la liturgia y en toda la existencia, de servirlo con las
diversas iniciativas y estructuras de apoyo y promoción.
« Lo que hemos visto y oído,
os lo anunciamos » (1 Jn 1,
3): anunciar el Evangelio de la
vida
80. « Lo que existía
desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con
nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de
la Palabra de la vida... os lo anunciamos, para que también vosotros
estéis en comunión con nosotros » (1 Jn 1, 1. 3). Jesús
es el único Evangelio: no tenemos otra cosa que decir y
testimoniar.
Precisamente el anuncio de
Jesús es anuncio de la vida. En
efecto, El es « la Palabra de vida » (1 Jn 1, 1). En El « la
vida se manifestó » (1 Jn 1, 2); más aún, él mismo es «
la vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó
» (ivi). Esta misma vida, gracias al don del Espíritu, ha
sido comunicada al hombre. La vida terrena de cada uno, ordenada a la
vida en plenitud, a la « vida eterna », adquiere también pleno
sentido.
Iluminados por este Evangelio
de la vida, sentimos la necesidad de proclamarlo y testimoniarlo
por la novedad sorprendente que lo caracteriza. Este Evangelio,
al identificarse con el mismo Jesús, portador de toda novedad 103 y
vencedor de la « vejez » causada por el pecado y que lleva a la
muerte,104 supera toda expectativa del hombre y descubre la sublime
altura a la que, por gracia, es elevada la dignidad de la persona. Así
la contempla san Gregorio de Nisa: « El hombre que, entre los seres,
no cuenta nada, que es polvo, hierba, vanidad, cuando es adoptado por
el Dios del universo como hijo, llega a ser familiar de este Ser, cuya
excelencia y grandeza nadie puede ver, escuchar y comprender. ?Con qué
palabra, pensamiento o impulso del espíritu se podrá exaltar la
sobreabundancia de esta gracia? El hombre sobrepasa su naturaleza: de
mortal se hace inmortal, de perecedero imperecedero, de efímero
eterno, de hombre se hace dios ».105
El agradecimiento y la
alegría por la dignidad inconmensurable del hombre nos mueve a hacer
a todos partícipes de este mensaje: « Lo que hemos visto y oído, os
lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con
nosotros » (1 Jn 1, 3). Es necesario hacer llegar el Evangelio
de la vida al corazón de cada hombre y mujer e introducirlo en lo
más recóndito de toda la sociedad.
81. Ante todo se trata de
anunciar el núcleo de este Evangelio. Es anuncio de un Dios
vivo y cercano, que nos llama a una profunda comunión con El y nos
abre a la esperanza segura de la vida eterna; es afirmación del vínculo
indivisible que fluye entre la persona, su vida y su corporeidad; es
presentación de la vida humana como vida de relación, don de Dios,
fruto y signo de su amor; es proclamación de la extraordinaria relación
de Jesús con cada hombre, que permite reconocer en cada rostro humano
el rostro de Cristo; es manifestación del « don sincero de sí mismo
» como tarea y lugar de realización plena de la propia libertad.
Al mismo tiempo, se trata
se señalar todas las consecuencias de este mismo Evangelio,
que se pueden resumir así: la vida humana, don precioso de Dios, es
sagrada e inviolable, y por esto, en particular, son absolutamente
inaceptables el aborto procurado y la eutanasia; la vida del hombre no
sólo no debe ser suprimida, sino que debe ser protegida con todo
cuidado amoroso; la vida encuentra su sentido en el amor recibido y
dado, en cuyo horizonte hallan su plena verdad la sexualidad y la
procreación humana; en este amor incluso el sufrimiento y la muerte
tienen un sentido y, aun permaneciendo el misterio que los envuelve,
pueden llegar a ser acontecimientos de salvación; el respeto de la
vida exige que la ciencia y la técnica estén siempre ordenadas al
hombre y a su desarrollo integral; toda la sociedad debe respetar,
defender y promover la dignidad de cada persona humana, en todo
momento y condición de su vida.
82. Para ser
verdaderamente un pueblo al servicio de la vida debemos, con
constancia y valentía, proponer estos contenidos desde el primer
anuncio del Evangelio y, posteriormente, en la catequesis y en las
diversas formas de predicación, en el diálogo personal y en cada
actividad educativa. A los educadores, profesores, catequistas y
teólogos corresponde la tarea de poner de relieve las razones
antropológicas que fundamentan y sostienen el respeto de cada
vida humana. De este modo, haciendo resplandecer la novedad original
del Evangelio de la vida, podremos ayudar a todos a descubrir,
también a la luz de la razón y de la experiencia, cómo el mensaje
cristiano ilumina plenamente el hombre y el significado de su ser y de
su existencia; hallaremos preciosos puntos de encuentro y de diálogo
incluso con los no creyentes, comprometidos todos juntos en hacer
surgir una nueva cultura de la vida.
En medio de las voces más
dispares, cuando muchos rechazan la sana doctrina sobre la vida del
hombre, sentimos como dirigida también a nosotros la exhortación de
Pablo a Timoteo: « Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a
destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina »
(2 Tm 4, 2). Esta exhortación debe encontrar un fuerte eco en
el corazón de cuantos, en la Iglesia, participan más directamente,
con diverso título, en su misión de « maestra » de la verdad. Que
resuene ante todo para nosotros Obispos: somos los primeros a
quienes se pide ser anunciadores incansables del Evangelio de la
vida; a nosotros se nos confía también la misión de vigilar
sobre la trasmisión íntegra y fiel de la enseñanza propuesta en
esta Encíclica y adoptar las medidas más oportunas para que los
fieles sean preservados de toda doctrina contraria a la misma. Debemos
poner una atención especial para que en las facultades teológicas,
en los seminarios y en las diversas instituciones católicas se
difunda, se ilustre y se profundice el conocimiento de la sana
doctrina.106 Que la exhortación de Pablo resuene para todos los teólogos,
para los pastores y para todos los que desarrollan tareas
de enseñanza, catequesis y formación de las conciencias: conscientes
del papel que les pertenece, no asuman nunca la grave responsabilidad
de traicionar la verdad y su misma misión exponiendo ideas personales
contrarias al Evangelio de la vida como lo propone e interpreta
fielmente el Magisterio.
Al anunciar este
Evangelio, no debemos temer la hostilidad y la impopularidad,
rechazando todo compromiso y ambigüedad que nos conformaría a la
mentalidad de este mundo (cf. Rm 12, 2). Debemos estar en el
mundo, pero no ser del mundo (cf. Jn 15, 19; 17,
16), con la fuerza que nos viene de Cristo, que con su muerte y
resurrección ha vencido el mundo (cf. Jn 16, 33).
« Te doy gracias por
tantas maravillas: prodigio soy »
(Sal
139138, 14): celebrar el
Evangelio de la vida
83. Enviados al mundo como
« pueblo para la vida », nuestro anuncio debe ser también una
celebración verdadera y genuina del Evangelio de la vida. Más aún,
esta celebración, con la fuerza evocadora de sus gestos, símbolos y
ritos, debe convertirse en lugar precioso y significativo para
transmitir la belleza y grandeza de este Evangelio.
Con este fin, urge ante
todo cultivar, en nosotros y en los demás, una mirada
contemplativa.107 Esta nace de la fe en el Dios de la vida, que ha
creado a cada hombre haciéndolo como un prodigio (cf. Sal 139138,
14). Es la mirada de quien ve la vida en su profundidad, percibiendo
sus dimensiones de gratuidad, belleza, invitación a la libertad y a
la responsabilidad. Es la mirada de quien no pretende apoderarse de la
realidad, sino que la acoge como un don, descubriendo en cada cosa el
reflejo del Creador y en cada persona su imagen viviente (cf. Gn 1,
27; Sal 8, 6). Esta mirada no se rinde desconfiada ante quien
está enfermo, sufriendo, marginado o a las puertas de la muerte; sino
que se deja interpelar por todas estas situaciones para buscar un
sentido y, precisamente en estas circunstancias, encuentra en el
rostro de cada persona una llamada a la mutua consideración, al diálogo
y a la solidaridad.
Es el momento de asumir
todos esta mirada, volviendo a ser capaces, con el ánimo lleno de
religiosa admiración, de venerar y respetar a todo hombre, como
nos invitaba a hacer Pablo VI en uno de sus primeros mensajes de
Navidad.108 El pueblo nuevo de los redimidos, animado por esta mirada
contemplativa, prorrumpe en himnos de alegría, alabanza y
agradecimiento por el don inestimable de la vida, por el misterio
de la llamada de todo hombre a participar en Cristo de la vida de
gracia, y a una existencia de comunión sin fin con Dios Creador y
Padre.
84. Celebrar el
Evangelio de la vida significa celebrar el Dios de la vida, el Dios
que da la vida: « Celebremos ahora la Vida eterna, fuente de toda
vida. Desde ella y por ella se extiende a todos los seres que de algún
modo participan de la vida, y de modo conveniente a cada uno de ellos.
La Vida divina es por sí vivificadora y creadora de la vida. Toda
vida y toda moción vital proceden de la Vida, que está sobre toda
vida y sobre el principio de ella. De esta Vida les viene a las almas
el ser inmortales, y gracias a ella vive todo ser viviente, plantas y
animales hasta el grado ínfimo de vida. Además, da a los hombres, a
pesar de ser compuestos, una vida similar, en lo posible, a la de los
ángeles. Por la abundancia de su bondad, a nosotros, que estamos
separados, nos atrae y dirige. Y lo que es todavía más maravilloso:
promete que nos trasladará íntegramente, es decir, en alma y cuerpo,
a la vida perfecta e inmortal. No basta decir que esta Vida está
viviente, que es Principio de vida, Causa y Fundamento único de la
vida. Conviene, pues, a toda vida el contemplarla y alabarla: es Vida
que vivifica toda vida ».109
Como el Salmista también
nosotros, en la oración cotidiana, individual y comunitaria,
alabamos y bendecimos a Dios nuestro Padre, que nos ha tejido en el
seno materno y nos ha visto y amado cuando todavía éramos informes
(cf. Sal 139138, 13. 15-16), y exclamamos con incontenible
alegría: « Yo te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy,
prodigios son tus obras. Mi alma conocías cabalmente » (Sal 139138,
14). Sí, « esta vida mortal, a pesar de sus tribulaciones, de sus
oscuros misterios, sus sufrimientos, su fatal caducidad, es un hecho
bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un
acontecimiento digno de ser cantado con júbilo y gloria ».110 Más aún,
el hombre y su vida no se nos presentan sólo como uno de los
prodigios más grandes de la creación: Dios ha dado al hombre una
dignidad casi divina (cf. Sal 8, 6-7). En cada niño que nace y
en cada hombre que vive y que muere reconocemos la imagen de la gloria
de Dios, gloria que celebramos en cada hombre, signo del Dios vivo,
icono de Jesucristo.
Estamos llamados a
expresar admiración y gratitud por la vida recibida como don, y a
acoger, gustar y comunicar el Evangelio de la vida no sólo con
la oración personal y comunitaria, sino sobre todo con las celebraciones
del año litúrgico. Se deben recordar aquí particularmente los Sacramentos,
signos eficaces de la presencia y de la acción salvífica del Señor
Jesús en la existencia cristiana. Ellos hacen a los hombres partícipes
de la vida divina, asegurándoles la energía espiritual necesaria
para realizar verdaderamente el significado de vivir, sufrir y morir.
Gracias a un nuevo y genuino descubrimiento del significado de los
ritos y a su adecuada valoración, las celebraciones litúrgicas,
sobre todo las sacramentales, serán cada vez más capaces de expresar
la verdad plena sobre el nacimiento, la vida, el sufrimiento y la
muerte, ayudando a vivir estas realidades como participación en el
misterio pascual de Cristo muerto y resucitado.
85. En la celebración del
Evangelio de la vida es preciso saber apreciar y valorar
también los gestos y los símbolos, de los que son ricas las diversas
tradiciones y costumbres culturales y populares. Son momentos y
formas de encuentro con las que, en los diversos Países y culturas,
se manifiestan el gozo por una vida que nace, el respeto y la defensa
de toda existencia humana, el cuidado del que sufre o está
necesitado, la cercanía al anciano o al moribundo, la participación
del dolor de quien está de luto, la esperanza y el deseo de
inmortalidad.
En esta perspectiva,
acogiendo también la sugerencia de los Cardenales en el Consistorio
de 1991, propongo que se celebre cada año en las distintas Naciones
una Jornada por la Vida, como ya tiene lugar por iniciativa de
algunas Conferencias Episcopales. Es necesario que esta Jornada se
prepare y se celebre con la participación activa de todos los
miembros de la Iglesia local. Su fin fundamental es suscitar en las
conciencias, en las familias, en la Iglesia y en la sociedad civil, el
reconocimiento del sentido y del valor de la vida humana en todos sus
momentos y condiciones, centrando particularmente la atención sobre
la gravedad del aborto y de la eutanasia, sin olvidar tampoco los demás
momentos y aspectos de la vida, que merecen ser objeto de atenta
consideración, según sugiera la evolución de la situación histórica.
86. Respecto al culto
espiritual agradable a Dios (cf. Rm 12, 1), la celebración del
Evangelio de la vida debe realizarse sobre todo en la existencia
cotidiana, vivida en el amor por los demás y en la entrega de uno
mismo. Así, toda nuestra existencia se hará acogida auténtica y
responsable del don de la vida y alabanza sincera y reconocida a Dios
que nos ha hecho este don. Es lo que ya sucede en tantísimos gestos
de entrega, con frecuencia humilde y escondida, realizados por hombres
y mujeres, niños y adultos, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos.
En este contexto, rico en
humanidad y amor, es donde surgen también los gestos heroicos. Estos
son la celebración más solemne del Evangelio de la vida, porque
lo proclaman con la entrega total de sí mismos; son la
elocuente manifestación del grado más elevado del amor, que es dar
la vida por la persona amada (cf. Jn 15, 13); son la
participación en el misterio de la Cruz, en la que Jesús revela cuánto
vale para El la vida de cada hombre y cómo ésta se realiza
plenamente en la entrega sincera de sí mismo. Más allá de casos
clamorosos, está el heroísmo cotidiano, hecho de pequeños o grandes
gestos de solidaridad que alimentan una auténtica cultura de la vida.
Entre ellos merece especial reconocimiento la donación de órganos,
realizada según criterios éticamente aceptables, para ofrecer una
posibilidad de curación e incluso de vida, a enfermos tal vez sin
esperanzas.
A este heroísmo cotidiano
pertenece el testimonio silencioso, pero a la vez fecundo y elocuente,
de « todas las madres valientes, que se dedican sin reservas a su
familia, que sufren al dar a luz a sus hijos, y luego están
dispuestas a soportar cualquier esfuerzo, a afrontar cualquier
sacrificio, para transmitirles lo mejor de sí mismas ».111 Al
desarrollar su misión « no siempre estas madres heroicas encuentran
apoyo en su ambiente. Es más, los modelos de civilización, a menudo
promovidos y propagados por los medios de comunicación, no favorecen
la maternidad. En nombre del progreso y la modernidad, se presentan
como superados ya los valores de la fidelidad, la castidad y el
sacrificio, en los que se han distinguido y siguen distinguiéndose
innumerables esposas y madres cristianas... Os damos las gracias,
madres heroicas, por vuestro amor invencible. Os damos las gracias por
la intrépida confianza en Dios y en su amor. Os damos las gracias por
el sacrificio de vuestra vida... Cristo, en el misterio pascual, os
devuelve el don que le habéis hecho, pues tiene el poder de
devolveros la vida que le habéis dado como ofrenda ».112 « ?De
qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: "Tengo fe", si
no tiene obras? » (St 2, 14):
servir
el Evangelio de la vida
87. En virtud de la
participación en la misión real de Cristo, el apoyo y la promoción
de la vida humana deben realizarse mediante el servicio de la
caridad, que se manifiesta en el testimonio personal, en las
diversas formas de voluntariado, en la animación social y en el
compromiso político. Esta es una exigencia particularmente
apremiante en el momento actual, en que la « cultura de la muerte
» se contrapone tan fuertemente a la « cultura de la vida » y con
frecuencia parece que la supera. Sin embargo, es ante todo una
exigencia que nace de la « fe que actúa por la caridad » (Gal 5,
6), como nos exhorta la Carta de Santiago: « ?De qué sirve, hermanos
míos, que alguien diga: "Tengo fe", si no tiene obras?
?Acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están
desnudos y carecen del sustento diario, y algunos de vosotros les
dice: "Idos en paz, calentaos y hartaos", pero no les dais
lo necesario para el cuerpo, ?de qué sirve? Así también la fe, si
no tiene obras, está realmente muerta » (2, 14-17).
En el servicio de la
caridad, hay una actitud que debe animarnos y distinguirnos: hemos
de hacernos cargo del otro como persona confiada por Dios a nuestra
responsabilidad. Como discípulos de Jesús, estamos llamados a
hacernos prójimos de cada hombre (cf. Lc 10, 29-37), teniendo
una preferencia especial por quien es más pobre, está sólo y
necesitado. Precisamente mediante la ayuda al hambriento, al sediento,
al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado —como también
al niño aún no nacido, al anciano que sufre o cercano a la muerte—
tenemos la posibilidad de servir a Jesús, como El mismo dijo: «
Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí
me lo hicisteis » (Mt 25, 40). Por eso, nos sentimos
interpelados y juzgados por las palabras siempre actuales de san Juan
Crisóstomo: « ?Queréis de verdad honrar el cuerpo de Cristo? No
consintáis que esté desnudo. No le honréis aquí en el templo con
vestidos de seda y fuera le dejéis perecer de frío y desnudez ».113
El servicio de la caridad
a la vida debe ser profundamente unitario:
no
se pueden tolerar unilateralismos y discriminaciones, porque la vida
humana es sagrada e inviolable en todas sus fases y situaciones. Es un
bien indivisible. Por tanto, se trata de « hacerse cargo » de
toda la vida y de la vida de todos. Más aún, se trata de llegar
a las raíces mismas de la vida y del amor.
Partiendo precisamente de
un amor profundo por cada hombre y mujer, se ha desarrollado a lo
largo de los siglos una extraordinaria historia de caridad, que
ha introducido en la vida eclesial y civil numerosas estructuras de
servicio a la vida, que suscitan la admiración de todo observador sin
prejuicios. Es una historia que cada comunidad cristiana, con nuevo
sentido de responsabilidad, debe continuar escribiendo a través de
una acción pastoral y social múltiple. En este sentido, se deben
poner en práctica formas discretas y eficaces de acompañamiento
de la vida naciente, con una especial cercanía a aquellas madres
que, incluso sin el apoyo del padre, no tienen miedo de traer al mundo
su hijo y educarlo. Una atención análoga debe prestarse a la vida
que se encuentra en la marginación o en el sufrimiento, especialmente
en sus fases finales.
88. Todo esto supone una
paciente y valiente obra educativa que apremie a todos y cada
uno a hacerse cargo del peso de los demás (cf. Gal 6, 2);
exige una continua promoción de vocaciones al servicio, particularmente
entre los jóvenes; implica la realización de proyectos e
iniciativas concretas, estables e inspiradas en el Evangelio.
Múltiples son los medios
para valorar con competencia y serio propósito. Respecto a los
inicios de la vida, los centros de métodos naturales de regulación
de la fertilidad han de ser promovidos como una valiosa ayuda para
la paternidad y maternidad responsables, en la que cada persona,
comenzando por el hijo, es reconocida y respetada por sí misma, y
cada decisión es animada y guiada por el criterio de la entrega
sincera de sí. También los consultorios matrimoniales y
familiares, mediante su acción específica de consulta y prevención,
desarrollada a la luz de una antropología coherente con la visión
cristiana de la persona, de la pareja y de la sexualidad, constituyen
un servicio precioso para profundizar en el sentido del amor y de la
vida y para sostener y acompañar cada familia en su misión como «
santuario de la vida ». Al servicio de la vida naciente están también
los centros de ayuda a la vida y las casas o centros de acogida de
la vida. Gracias a su labor muchas madres solteras y parejas en
dificultad hallan razones y convicciones, y encuentran asistencia y
apoyo para superar las molestias y miedos de acoger una vida naciente
o recién dada a luz.
Ante condiciones de
dificultad, extravío, enfermedad y marginación en la vida, otros
medios —como las comunidades de recuperación de drogadictos, las
residencias para menores o enfermos mentales, los centros de atención
y acogida para enfermos de SIDA, y las cooperativas de solidaridad
sobre todo para incapacitados— son expresiones elocuentes de lo
que la caridad sabe inventar para dar a cada uno razones nuevas de
esperanza y posibilidades concretas de vida.
Cuando la existencia
terrena llega a su fin, de nuevo la caridad encuentra los medios más
oportunos para que los ancianos, especialmente si no son
autosuficientes, y los llamados enfermos terminales puedan
gozar de una asistencia verdaderamente humana y recibir cuidados
adecuados a sus exigencias, en particular a su angustia y soledad. En
estos casos es insustituible el papel de las familias; pero pueden
encontrar gran ayuda en las estructuras sociales de asistencia y, si
es necesario, recurriendo a los cuidados paliativos, utilizando
los adecuados servicios sanitarios y sociales, presentes tanto en los
centros de hospitalización y tratamiento públicos como a domicilio.
En particular, se debe
revisar la función de los hospitales, de las clínicas y
de las casas de salud: su verdadera identidad no es sólo la de
estructuras en las que se atiende a los enfermos y moribundos, sino
ante todo la de ambientes en los que el sufrimiento, el dolor y la
muerte son considerados e interpretados en su significado humano y
específicamente cristiano. De modo especial esta identidad debe ser
clara y eficaz en los institutos
regidos por religiosos o relacionados de alguna manera con la Iglesia.
89. Estas estructuras y
centros de servicio a la vida, y todas las demás iniciativas de apoyo
y solidaridad que las circunstancias puedan aconsejar según los
casos, tienen necesidad de ser animadas por personas generosamente
disponibles y profundamente conscientes de lo fundamental que es
el Evangelio de la vida para el bien del individuo y de la
sociedad.
Es peculiar la
responsabilidad confiada a todo el personal sanitario: médicos,
farmacéuticos, enfermeros, capellanes, religiosos y religiosas,
personal administrativo y voluntarios.
Su profesión les exige ser custodios y servidores de la vida humana.
En el contexto cultural y social actual, en que la ciencia y la
medicina corren el riesgo de perder su dimensión ética original,
ellos pueden estar a veces fuertemente tentados de convertirse en
manipuladores de la vida o incluso en agentes de muerte. Ante esta
tentación, su responsabilidad ha crecido hoy enormemente y encuentra
su inspiración más profunda y su apoyo más fuerte precisamente en
la intrínseca e imprescindible dimensión ética de la profesión
sanitaria, como ya reconocía el antiguo y siempre actual juramento
de Hipócrates, según el cual se exige a cada médico el
compromiso de respetar absolutamente la vida humana y su carácter
sagrado.
El respeto absoluto de
toda vida humana inocente exige también ejercer la objeción de
conciencia ante el aborto procurado y la eutanasia. El « hacer
morir » nunca puede considerarse un tratamiento médico, ni siquiera
cuando la intención fuera sólo la de secundar una petición del
paciente: es más bien la negación de la profesión sanitaria que
debe ser un apasionado y tenaz « sí » a la vida. También la
investigación biomédica, campo fascinante y prometedor de nuevos y
grandes beneficios para la humanidad, debe rechazar siempre los
experimentos, descubrimientos o aplicaciones que, al ignorar la
dignidad inviolable del ser humano, dejan de estar al servicio de los
hombres y se transforman en realidades que, aparentando socorrerlos,
los oprimen.
90. Un papel específico
están llamadas a desempeñar las personas comprometidas en el
voluntariado: ofrecen una aportación preciosa al servicio de la
vida, cuando saben conjugar la capacidad profesional con el amor
generoso y gratuito. El Evangelio de la vida las mueve a elevar
los sentimientos de simple filantropía a la altura de la caridad de
Cristo; a reconquistar cada día, entre fatigas y cansancios, la
conciencia de la dignidad de cada hombre; a salir al encuentro de las
necesidades de las personas iniciando —si es preciso— nuevos
caminos allí donde más urgentes son las necesidades y más escasas
las atenciones y el apoyo.
El realismo tenaz de la
caridad exige que al Evangelio de la vida se le sirva también
mediante formas de animación social y de compromiso político, defendiendo
y proponiendo el valor de la vida en nuestras sociedades cada vez más
complejas y pluralistas. Los individuos, las familias, los grupos y
las asociaciones tienen una responsabilidad, aunque a título y en
modos diversos, en la animación social y en la elaboración de
proyectos culturales, económicos, políticos y legislativos que,
respetando a todos y según la lógica de la convivencia democrática,
contribuyan a edificar una sociedad en la que se reconozca y tutele la
dignidad de cada persona, y se defienda y promueva la vida de todos.
Esta tarea corresponde en
particular a los responsables de la vida pública. Llamados a
servir al hombre y al bien común, tienen el deber de tomar decisiones
valientes en favor de la vida, especialmente en el campo de las disposiciones
legislativas. En un régimen democrático, donde las leyes y
decisiones se adoptan sobre la base del consenso de muchos, puede
atenuarse el sentido de la responsabilidad personal en la conciencia
de los individuos investidos de autoridad. Pero nadie puede abdicar
jamás de esta responsabilidad, sobre todo cuando se tiene un mandato
legislativo o ejecutivo, que llama a responder ante Dios, ante la
propia conciencia y ante la sociedad entera de decisiones
eventualmente contrarias al verdadero bien común. Si las leyes no son
el único instrumento para defender la vida humana, sin embargo
desempeñan un papel muy importante y a veces determinante en la
promoción de una mentalidad y de unas costumbres. Repito una vez más
que una norma que viola el derecho natural a la vida de un inocente es
injusta y, como tal, no puede tener valor de ley. Por eso renuevo con
fuerza mi llamada a todos los políticos para que no promulguen leyes
que, ignorando la dignidad de la persona, minen las raíces de la
misma convivencia ciudadana.
La Iglesia sabe que, en el
contexto de las democracias pluralistas, es difícil realizar una
eficaz defensa legal de la vida por la presencia de fuertes corrientes
culturales de diversa orientación. Sin embargo, movida por la certeza
de que la verdad moral encuentra un eco en la intimidad de cada
conciencia, anima a los políticos, comenzando por los cristianos, a
no resignarse y a adoptar aquellas decisiones que, teniendo en cuenta
las posibilidades concretas, lleven a restablecer un orden justo en la
afirmación y promoción del valor de la vida. En esta perspectiva, es
necesario poner de relieve que no basta con eliminar las leyes
inicuas. Hay que eliminar las causas que favorecen los atentados
contra la vida, asegurando sobre todo el apoyo debido a la familia y a
la maternidad: la política familiar debe ser eje y motor de
todas las políticas sociales. Por tanto, es necesario promover
iniciativas sociales y legislativas capaces de garantizar condiciones
de auténtica libertad en la decisión sobre la paternidad y la
maternidad; además, es necesario replantear las políticas laborales,
urbanísticas, de vivienda y de servicios para que se puedan conciliar
entre sí los horarios de trabajo y los de la familia, y sea
efectivamente posible la atención a los niños y a los ancianos.
91. La problemática
demográfica constituye hoy un capítulo importante de la política
sobre la vida. Las autoridades públicas tienen ciertamente la
responsabilidad de « intervenir para orientar la demografía de la
población »; 114 pero estas iniciativas deben siempre presuponer y
respetar la responsabilidad primaria e inalienable de los esposos y de
las familias, y no pueden recurrir a métodos no respetuosos de la
persona y de sus derechos fundamentales, comenzando por el derecho a
la vida de todo ser humano inocente. Por tanto, es moralmente
inaceptable que, para regular la natalidad, se favorezca o se imponga
el uso de medios como la anticoncepción, la esterilización y el
aborto.
Los caminos para resolver
el problema demográfico son otros: los Gobiernos y las distintas
instituciones internacionales deben mirar ante todo a la creación de
las condiciones económicas, sociales, médico-sanitarias y culturales
que permitan a los esposos tomar sus opciones procreativas con plena
libertad y con verdadera responsabilidad; deben además esforzarse en
« aumentar los medios y distribuir con mayor justicia la riqueza para
que todos puedan participar equitativamente de los bienes de la creación.
Hay que buscar soluciones a nivel mundial, instaurando una verdadera economía
de comunión y de participación de bienes, tanto en el orden
internacional como nacional ».115 Este es el único camino que
respeta la dignidad de las personas y de las familias, además de ser
el auténtico patrimonio cultural de los pueblos.
El servicio al Evangelio
de la vida es, pues, vasto y complejo. Se nos presenta cada vez más
como un ámbito privilegiado y favorable para una colaboración activa
con los hermanos de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, en la
línea de aquel ecumenismo de las obras que el Concilio
Vaticano II autorizadamente impulsó.116 Además, se presenta como
espacio providencial para el diálogo y la colaboración con los
fieles de otras religiones y con todos los hombres de buena voluntad: la
defensa y la promoción de la vida no son monopolio de nadie, sino
deber y responsabilidad de todos. El desafío que tenemos ante
nosotros, a las puertas del tercer milenio, es arduo. Sólo la
cooperación concorde de cuantos creen en el valor de la vida podrá
evitar una derrota de la civilización de consecuencias imprevisibles.
« La herencia del Señor
son los hijos, recompensa el fruto de las entrañas »
(Sal
127126, 3): la familia «
santuario de la vida »
92. Dentro del « pueblo
de la vida y para la vida », es decisiva la responsabilidad de la
familia: es una responsabilidad que brota de su propia naturaleza
—la de ser comunidad de vida y de amor, fundada sobre el
matrimonio— y de su misión de « custodiar, revelar y comunicar el
amor ».117 Se trata del amor mismo de Dios, cuyos colaboradores y
como intérpretes en la transmisión de la vida y en su educación según
el designio del Padre son los padres.118 Es, pues, el amor que se hace
gratuidad, acogida, entrega: en la familia cada uno es reconocido,
respetado y honrado por ser persona y, si hay alguno más necesitado,
la atención hacia él es más intensa y viva.
La familia está llamada a
esto a lo largo de la vida de sus miembros, desde el nacimiento hasta
la muerte. La familia es verdaderamente « el santuario de la
vida..., el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida
y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está
expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico
crecimiento humano ».119 Por esto, el papel de la familia en la
edificación de la cultura de la vida es determinante e
insustituible.
Como iglesia doméstica,
la familia está llamada a anunciar, celebrar y servir el Evangelio
de la vida. Es una tarea que corresponde principalmente a los
esposos, llamados a transmitir la vida, siendo cada vez más conscientes
del significado de la procreación, como acontecimiento
privilegiado en el cual se manifiesta que la vida humana es un don
recibido para ser a su vez dado. En la procreación de una nueva
vida los padres descubren que el hijo, « si es fruto de su recíproca
donación de amor, es a su vez un don para ambos: un don que brota del
don ».120
Es principalmente mediante
la educación de los hijos como la familia cumple su misión de
anunciar el Evangelio de la vida. Con la palabra y el ejemplo,
en las relaciones y decisiones cotidianas, y mediante gestos y
expresiones concretas, los padres inician a sus hijos en la auténtica
libertad, que se realiza en la entrega sincera de sí, y cultivan en
ellos el respeto del otro, el sentido de la justicia, la acogida
cordial, el diálogo, el servicio generoso, la solidaridad y los demás
valores que ayudan a vivir la vida como un don. La tarea educadora de
los padres cristianos debe ser un servicio a la fe de los hijos y una
ayuda para que ellos cumplan la vocación recibida de Dios. Pertenece
a la misión educativa de los padres enseñar y testimoniar a los
hijos el sentido verdadero del sufrimiento y de la muerte. Lo podrán
hacer si saben estar atentos a cada sufrimiento que encuentren a su
alrededor y, principalmente, si saben desarrollar actitudes de cercanía,
asistencia y participación hacia los enfermos y ancianos dentro del
ámbito familiar.
93. Además, la familia celebra
el Evangelio de la vida con la oración cotidiana, individual y
familiar: con ella alaba y da gracias al Señor por el don de la vida
e implora luz y fuerza para afrontar los momentos de dificultad y de
sufrimiento, sin perder nunca la esperanza. Pero la celebración que
da significado a cualquier otra forma de oración y de culto es la que
se expresa en la vida cotidiana de la familia, si es una vida
hecha de amor y entrega.
De este modo la celebración
se transforma en un servicio al Evangelio de la vida, que se
expresa por medio de la solidaridad, experimentada dentro y
alrededor de la familia como atención solícita, vigilante y cordial
en las pequeñas y humildes cosas de cada día. Una expresión
particularmente significativa de solidaridad entre las familias es la
disponibilidad a la adopción o a la acogida temporal de
niños abandonados por sus padres o en situaciones de grave
dificultad. El verdadero amor paterno y materno va más allá de los vínculos
de carne y sangre acogiendo incluso a niños de otras familias, ofreciéndoles
todo lo necesario para su vida y pleno desarrollo. Entre las formas de
adopción, merece ser considerada también la adopción a
distancia, preferible en los casos en los que el abandono tiene
como único motivo las condiciones de grave pobreza de una familia. En
efecto, con esta forma de adopción se ofrecen a los padres las ayudas
necesarias para mantener y educar a los propios hijos, sin tener que
desarraigarlos de su ambiente natural.
La solidaridad, entendida
como « determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien
común »,121 requiere también ser llevada a cabo mediante formas de participación
social y política. En consecuencia, servir el Evangelio de la
vida supone que las familias, participando especialmente en
asociaciones familiares, trabajen para que las leyes e instituciones
del Estado no violen de ningún modo el derecho a la vida, desde la
concepción hasta la muerte natural, sino que la defiendan y
promuevan.
94. Una atención
particular debe prestarse a los ancianos. Mientras en algunas
culturas las personas de edad más avanzada permanecen dentro de la
familia con un papel activo importante, por el contrario, en otras
culturas el viejo es considerado como un peso inútil y es abandonado
a su propia suerte. En semejante situación puede surgir con mayor
facilidad la tentación de recurrir a la eutanasia.
La marginación o incluso
el rechazo de los ancianos son intolerables. Su presencia en la
familia o al menos la cercanía de la misma a ellos, cuando no sea
posible por la estrechez de la vivienda u otros motivos, son de
importancia fundamental para crear un clima de intercambio recíproco
y de comunicación enriquecedora entre las distintas generaciones. Por
ello, es importante que se conserve, o se restablezca donde se ha
perdido, una especie de « pacto » entre las generaciones, de modo
que los padres ancianos, llegados al término de su camino, puedan
encontrar en sus hijos la acogida y la solidaridad que ellos les
dieron cuando nacieron: lo exige la obediencia al mandamiento divino
de honrar al padre y a la madre (cf. Ex 20, 12; Lv 19,
3). Pero hay algo más. El anciano no se debe considerar sólo como
objeto de atención, cercanía y servicio. También él tiene que
ofrecer una valiosa aportación al Evangelio de la vida. Gracias
al rico patrimonio de experiencias adquirido a lo largo de los años,
puede y debe ser transmisor de
sabiduría, testigo de esperanza y de caridad.
Si es cierto que « el
futuro de la humanidad se fragua en la familia »,122 se debe
reconocer que las actuales condiciones sociales, económicas y
culturales hacen con frecuencia más ardua y difícil la misión de la
familia al servicio de la vida. Para que pueda realizar su vocación
de « santuario de la vida », como célula de una sociedad que ama y
acoge la vida, es necesario y urgente que la familia misma sea
ayudada y apoyada. Las sociedades y los Estados deben asegurarle
todo el apoyo, incluso económico, que es necesario para que las
familias puedan responder de un modo más humano a sus propios
problemas. Por su parte, la Iglesia debe promover incansablemente una
pastoral familiar que ayude a cada familia a redescubrir y vivir con
alegría y valor su misión en relación con el
Evangelio
de la vida.
« Vivid como hijos de la
luz » (Ef 5, 8):
para
realizar un cambio cultural
95. « Vivid como hijos de
la luz... Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no participéis
en las obras infructuosas de las tinieblas » (Ef 5, 8.10-11).
En el contexto social actual, marcado por una lucha dramática entre
la « cultura de la vida » y la « cultura de la muerte », debe madurar
un fuerte sentido crítico, capaz de discernir los verdaderos
valores y las auténticas exigencias.
Es urgente una movilización
general de las conciencias y un común esfuerzo ético, para
poner en práctica una gran estrategia en favor de la vida. Todos
juntos debemos construir una nueva cultura de la vida: nueva, para
que sea capaz de afrontar y resolver los problemas propios de hoy
sobre la vida del hombre; nueva, para que sea asumida con una convicción
más firme y activa por todos los cristianos; nueva, para que pueda
suscitar un encuentro cultural serio y valiente con todos. La urgencia
de este cambio cultural está relacionada con la situación histórica
que estamos atravesando, pero tiene su raíz en la misma misión
evangelizadora, propia de la Iglesia. En efecto, el Evangelio pretende
« transformar desde dentro, renovar la misma humanidad »; 123 es
como la levadura que fermenta toda la masa (cf. Mt 13, 33) y,
como tal, está destinado a impregnar todas las culturas y a animarlas
desde dentro,124 para que expresen la verdad plena sobre el hombre y
sobre su vida.
Se debe comenzar por la renovación
de la cultura de la vida dentro de las mismas comunidades cristianas. Muy
a menudo los creyentes, incluso quienes participan activamente en la
vida eclesial, caen en una especie de separación entre la fe
cristiana y sus exigencias éticas con respecto a la vida, llegando así
al subjetivismo moral y a ciertos comportamientos inaceptables. Ante
esto debemos preguntarnos, con gran lucidez y valentía, qué cultura
de la vida se difunde hoy entre los cristianos, las familias, los
grupos y las comunidades de nuestras Diócesis. Con la misma claridad
y decisión, debemos determinar qué pasos hemos de dar para servir a
la vida según la plenitud de su verdad. Al mismo tiempo, debemos
promover un diálogo serio y profundo con todos, incluidos los no
creyentes, sobre los problemas fundamentales de la vida humana, tanto
en los lugares de elaboración del pensamiento, como en los diversos
ámbitos profesionales y allí donde se desenvuelve cotidianamente la
existencia de cada uno.
96. El primer paso
fundamental para realizar este cambio cultural consiste en la formación
de la conciencia moral sobre el valor inconmensurable e inviolable
de toda vida humana. Es de suma importancia redescubrir el nexo
inseparable entre vida y libertad. Son bienes inseparables: donde
se viola uno, el otro acaba también por ser violado. No hay libertad
verdadera donde no se acoge y ama la vida; y no hay vida plena sino en
la libertad. Ambas realidades guardan además una relación innata y
peculiar, que las vincula indisolublemente: la vocación al amor. Este
amor, como don sincero de sí,125 es el sentido más verdadero de la
vida y de la libertad de la persona.
No menos decisivo en la
formación de la conciencia es el descubrimiento del vínculo
constitutivo entre la libertad y la verdad. Como he repetido otras
veces, separar la libertad de la verdad objetiva hace imposible
fundamentar los derechos de la persona sobre una sólida base racional
y pone las premisas para que se afirme en la sociedad el arbitrio
ingobernable de los individuos y el totalitarismo del poder público
causante de la muerte.126
Es esencial pues que el
hombre reconozca la evidencia original de su condición de criatura,
que recibe de Dios el ser y la vida como don y tarea. Sólo admitiendo
esta dependencia innata en su ser, el hombre puede desarrollar
plenamente su libertad y su vida y, al mismo tiempo, respetar en
profundidad la vida y libertad de las demás personas. Aquí se
manifiesta ante todo que « el punto central de toda cultura lo ocupa
la actitud que el hombre asume ante el misterio más grande: el
misterio de Dios ».127 Cuando se niega a Dios y se vive como si no
existiera, o no se toman en cuenta sus mandamientos, se acaba fácilmente
por negar o comprometer también la dignidad de la persona humana y el
carácter inviolable de su vida.
97. A la formación de la
conciencia está vinculada estrechamente la labor educativa, que
ayuda al hombre a ser cada vez más hombre, lo introduce siempre más
profundamente en la verdad, lo orienta hacia un respeto creciente por
la vida, lo forma en las justas relaciones entre las personas.
En particular, es
necesario educar en el valor de la vida comenzando por sus mismas
raíces. Es una ilusión pensar que se puede construir una
verdadera cultura de la vida humana, si no se ayuda a los jóvenes a
comprender y vivir la sexualidad, el amor y toda la existencia según
su verdadero significado y en su íntima correlación. La sexualidad,
riqueza de toda la persona, « manifiesta su significado íntimo al
llevar a la persona hacia el don de sí misma en el amor ».128 La
banalización de la sexualidad es uno de los factores principales que
están en la raíz del desprecio por la vida naciente: sólo un amor
verdadero sabe custodiar la vida. Por tanto, no se nos puede eximir de
ofrecer sobre todo a los adolescentes y a los jóvenes la auténtica educación
de la sexualidad y del amor, una educación que implica la formación
de la castidad, como virtud que favorece la madurez de la persona
y la capacita para respetar el significado « esponsal » del cuerpo.
La labor de educación
para la vida requiere la formación de los esposos para la
procreación responsable. Esta exige, en su verdadero significado,
que los esposos sean dóciles a la llamada del Señor y actúen como
fieles intérpretes de su designio: esto se realiza abriendo
generosamente la familia a nuevas vidas y, en todo caso, permaneciendo
en actitud de apertura y servicio a la vida incluso cuando, por
motivos serios y respetando la ley moral, los esposos optan por evitar
temporalmente o a tiempo indeterminado un nuevo nacimiento. La ley
moral les obliga de todos modos a encauzar las tendencias del instinto
y de las pasiones y a respetar las leyes biológicas inscritas en sus
personas. Precisamente este respeto legitima, al servicio de la
responsabilidad en la procreación, el recurso a los métodos
naturales de regulación de la fertilidad: éstos han sido
precisados cada vez mejor desde el punto de vista científico y
ofrecen posibilidades concretas para adoptar decisiones en armonía
con los valores morales. Una consideración honesta de los resultados
alcanzados debería eliminar prejuicios todavía muy difundidos y
convencer a los esposos, y también a los agentes sanitarios y
sociales, de la importancia de una adecuada formación al respecto. La
Iglesia está agradecida a quienes con sacrificio personal y dedicación
con frecuencia ignorada trabajan en la investigación y difusión de
estos métodos, promoviendo al mismo tiempo una educación en los
valores morales que su uso supone.
La labor educativa debe
tener en cuenta también el sufrimiento y la muerte.
En
realidad forman parte de la experiencia humana, y es vano, además de
equivocado, tratar de ocultarlos o descartarlos. Al contrario, se debe
ayudar a cada uno a comprender, en la realidad concreta y difícil, su
misterio profundo. El dolor y el sufrimiento tienen también un
sentido y un valor, cuando se viven en estrecha relación con el amor
recibido y entregado. En este sentido he querido que se celebre cada año
la Jornada Mundial del Enfermo, destacando « el carácter salvífico
del ofrecimiento del sacrificio que, vivido en comunión con Cristo,
pertenece a la esencia misma de la redención ».129 Por otra parte,
incluso la muerte es algo más que una aventura sin esperanza: es la
puerta de la existencia que se proyecta hacia la eternidad y, para
quienes la viven en Cristo, es experiencia de participación en su
misterio de muerte y resurrección.
98. En síntesis, podemos
decir que el cambio cultural deseado aquí exige a todos el valor de asumir
un nuevo estilo de vida que se manifieste en poner como fundamento
de las decisiones concretas —a nivel personal, familiar, social e
internacional— la justa escala de valores: la primacía del ser
sobre el tener,130 de la
persona sobre las cosas.
131 Este nuevo estilo de
vida implica también pasar de la indiferencia al interés por el
otro y del rechazo a su acogida: los demás no son
contrincantes de quienes hay que defenderse, sino hermanos y hermanas
con quienes se ha de ser solidarios; hay que amarlos por sí mismos;
nos enriquecen con su misma presencia.
En la movilización por
una nueva cultura de la vida nadie se debe sentir excluido: todos
tienen un papel importante que desempeñar. La misión de los profesores
y de los educadores es, junto con la de las familias,
particularmente importante. De ellos dependerá mucho que los jóvenes,
formados en una auténtica libertad, sepan custodiar interiormente y
difundir a su alrededor ideales verdaderos de vida, y que sepan crecer
en el respeto y servicio a cada persona, en la familia y en la
sociedad.
También los
intelectuales pueden hacer mucho en la construcción de una nueva
cultura de la vida humana. Una tarea particular corresponde a los
intelectuales católicos, llamados a estar presentes
activamente en los círculos privilegiados de elaboración cultural,
en el mundo de la escuela y de la universidad, en los ambientes de
investigación científica y técnica, en los puntos de creación artística
y de la reflexión humanística. Alimentando su ingenio y su acción
en las claras fuentes del Evangelio, deben entregarse al servicio de
una nueva cultura de la vida con aportaciones serias, documentadas,
capaces de ganarse por su valor el respeto e interés de todos.
Precisamente en esta perspectiva he instituido la Pontificia
Academia para la Vida con el fin de « estudiar, informar y formar
en lo que atañe a las principales cuestiones de biomedicina y
derecho, relativas a la promoción y a la defensa de la vida, sobre
todo en las que guardan mayor relación con la moral cristiana y las
directrices del Magisterio de la Iglesia ».132 Una aportación específica
deben dar también las Universidades, particularmente las católicas,
y los Centros, Institutos y Comités de bioética.
Grande y grave es la responsabilidad
de los responsables de los medios de comunicación social,
llamados a trabajar para que la transmisión eficaz de los mensajes
contribuya a la cultura de la vida. Deben, por tanto, presentar
ejemplos de vida elevados y nobles, dando espacio a testimonios
positivos y a veces heroicos de amor al hombre; proponiendo con gran
respeto los valores de la sexualidad y del amor, sin enmascarar lo que
deshonra y envilece la dignidad del hombre. En la lectura de la
realidad, deben negarse a poner de relieve lo que pueda insinuar o
acrecentar sentimientos o actitudes de indiferencia, desprecio o
rechazo ante la vida. En la escrupulosa fidelidad a la verdad de los
hechos, están llamados a conjugar al mismo tiempo la libertad de
información, el respeto a cada persona y un sentido profundo de
humanidad.
99. En el cambio cultural
en favor de la vida las mujeres tienen un campo de pensamiento
y de acción singular y sin duda determinante: les corresponde ser
promotoras de un « nuevo feminismo » que, sin caer en la tentación
de seguir modelos « machistas », sepa reconocer y expresar el
verdadero espíritu femenino en todas las manifestaciones de la
convivencia ciudadana, trabajando por la superación de toda forma de
discriminación, de violencia y de explotación.
Recordando las palabras
del mensaje conclusivo del Concilio Vaticano II, dirijo también yo a
las mujeres una llamada apremiante: « Reconciliad a los hombres
con la vida ».133 Vosotras estáis llamadas a testimoniar el
significado del amor auténtico, de aquel don de uno mismo y de la
acogida del otro que se realizan de modo específico en la relación
conyugal, pero que deben ser el alma de cualquier relación
interpersonal. La experiencia de la maternidad favorece en vosotras
una aguda sensibilidad hacia las demás personas y, al mismo tiempo,
os confiere una misión particular: « La maternidad conlleva una
comunión especial con el misterio de la vida que madura en el seno de
la mujer... Este modo único de contacto con el nuevo hombre que se
está formando crea a su vez una actitud hacia el hombre —no sólo
hacia el propio hijo, sino hacia el hombre en general—, que
caracteriza profundamente toda la personalidad de la mujer ».134 En
efecto, la madre acoge y lleva consigo a otro ser, le permite crecer
en su seno, le ofrece el espacio necesario, respetándolo en su
alteridad. Así, la mujer percibe y enseña que las relaciones humanas
son auténticas si se abren a la acogida de la otra persona,
reconocida y amada por la dignidad que tiene por el hecho de ser
persona y no de otros factores, como la utilidad, la fuerza, la
inteligencia, la belleza o la salud. Esta es la aportación
fundamental que la Iglesia y la humanidad esperan de las mujeres. Y es
la premisa insustituible para un auténtico cambio cultural.
Una reflexión especial
quisiera tener para vosotras, mujeres que habéis recurrido al
aborto. La Iglesia sabe cuántos condicionamientos pueden haber
influido en vuestra decisión, y no duda de que en muchos casos se ha
tratado de una decisión dolorosa e incluso dramática. Probablemente
la herida aún no ha cicatrizado en vuestro interior. Es verdad que lo
sucedido fue y sigue siendo profundamente injusto. Sin embargo, no os
dejéis vencer por el desánimo y no abandonéis la esperanza. Antes
bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si aún no
lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al arrepentimiento:
el Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su
paz en el sacramento de la Reconciliación. Os daréis cuenta de que
nada está perdido y podréis pedir perdón también a vuestro hijo
que ahora vive en el Señor. Ayudadas por el consejo y la cercanía de
personas amigas y competentes, podréis estar con vuestro doloroso
testimonio entre los defensores más elocuentes del derecho de todos a
la vida. Por medio de vuestro compromiso por la vida, coronado
eventualmente con el nacimiento de nuevas criaturas y expresado con la
acogida y la atención hacia quien está más necesitado de cercanía,
seréis artífices de un nuevo modo de mirar la vida del hombre.
100. En este gran esfuerzo
por una nueva cultura de la vida estamos sostenidos y animados por
la confianza de quien sabe que el Evangelio de la vida, como
el Reino de Dios, crece y produce frutos abundantes (cf. Mc 4,
26-29). Es ciertamente enorme la desproporción que existe entre los
medios, numerosos y potentes, con que cuentan quienes trabajan al
servicio de la « cultura de la muerte » y los de que disponen los
promotores de una « cultura de la vida y del amor ». Pero nosotros
sabemos que podemos confiar en la ayuda de Dios, para quien nada es
imposible (cf. Mt 19, 26).
Con esta profunda certeza,
y movido por la firme solicitud por cada hombre y mujer, repito hoy a
todos cuanto he dicho a las familias comprometidas en sus difíciles
tareas en medio de las insidias que las amenazan: 135 es urgente
una gran oración por la vida, que abarque al mundo entero. Que
desde cada comunidad cristiana, desde cada grupo o asociación, desde
cada familia y desde el corazón de cada creyente, con iniciativas
extraordinarias y con la oración habitual, se eleve una súplica
apasionada a Dios, Creador y amante de la vida. Jesús mismo nos ha
mostrado con su ejemplo que la oración y el ayuno son las armas
principales y más eficaces contra las fuerzas del mal (cf. Mt 4,
1-11) y ha enseñado a sus discípulos que algunos demonios sólo se
expulsan de este modo (cf. Mc 9, 29). Por tanto, tengamos la
humildad y la valentía de orar y ayunar para conseguir que la
fuerza que viene de lo alto haga caer los muros del engaño y de la
mentira, que esconden a los ojos de tantos hermanos y hermanas
nuestros la naturaleza perversa de comportamientos y de leyes hostiles
a la vida, y abra sus corazones a propósitos e intenciones inspirados
en la civilización de la vida y del amor.
« Os escribimos esto para
que nuestro gozo sea completo »
(1
Jn 1, 4): el Evangelio de la
vida es para la ciudad de los hombres
101. « Os escribimos esto
para que nuestro gozo sea completo » (1 Jn 1, 4). La revelación
del Evangelio de la vida se nos da como un bien que hay que
comunicar a todos: para que todos los hombres estén en comunión con
nosotros y con la Trinidad (cf. 1 Jn 1, 3). No podremos tener
alegría plena si no comunicamos este Evangelio a los demás, si sólo
lo guardamos para nosotros mismos.
El Evangelio de la vida
no
es exclusivamente para los creyentes: es para todos. El tema de
la vida y de su defensa y promoción no es prerrogativa única de los
cristianos. Aunque de la fe recibe luz y fuerza extraordinarias,
pertenece a toda conciencia humana que aspira a la verdad y está
atenta y preocupada por la suerte de la humanidad. En la vida hay
seguramente un valor sagrado y religioso, pero de ningún modo
interpela sólo a los creyentes: en efecto, se trata de un valor que
cada ser humano puede comprender también a la luz de la razón y que,
por tanto, afecta necesariamente a todos.
Por esto, nuestra acción
de « pueblo de la vida y para la vida » debe ser interpretada de
modo justo y acogida con simpatía. Cuando la Iglesia declara que el
respeto incondicional del derecho a la vida de toda persona inocente
—desde la concepción a su muerte natural— es uno de los pilares
sobre los que se basa toda sociedad civil, « quiere simplemente promover
un Estado humano. Un Estado que reconozca, como su deber primario,
la defensa de los derechos fundamentales de la persona humana,
especialmente de la más débil ».136
El Evangelio de la vida es
para la ciudad de los hombres.
Trabajar en favor de la vida es contribuir a la renovación de la
sociedad mediante la edificación del bien común. En efecto, no
es posible construir el bien común sin reconocer y tutelar el derecho
a la vida, sobre el que se fundamentan y desarrollan todos los demás
derechos inalienables del ser humano. Ni puede tener bases sólidas
una sociedad que —mientras afirma valores como la dignidad de la
persona, la justicia y la paz— se contradice radicalmente aceptando
o tolerando las formas más diversas de desprecio y violación de la
vida humana sobre todo si es débil y marginada. Sólo el respeto de
la vida puede fundamentar y garantizar los bienes más preciosos y
necesarios de la sociedad, como la democracia y la paz.
En efecto, no puede haber verdadera
democracia, si no se reconoce la dignidad de cada persona y no se
respetan sus derechos.
No puede haber siquiera verdadera
paz, si no se defiende y promueve la vida, como recordaba
Pablo VI: « Todo delito contra la vida es un atentado contra la paz,
especialmente si hace mella en la conducta del pueblo..., por el
contrario, donde los derechos del hombre son profesados realmente y
reconocidos y defendidos públicamente, la paz se convierte en la atmósfera
alegre y operante de la convivencia social ».137
El « pueblo de la vida »
se alegra de poder compartir con otros muchos su tarea, de modo que
sea cada vez más numeroso el « pueblo para la vida » y la nueva
cultura del amor y de la solidaridad pueda crecer para el verdadero
bien de la ciudad de los hombres.
CONCLUSIÓN
102. Al final de esta
Encíclica, la mirada vuelve espontáneamente al Señor Jesús, « el
Niño nacido para nosotros » (cf. Is 9, 5), para contemplar en
El « la Vida » que « se manifestó » (1 Jn 1, 2). En el
misterio de este nacimiento se realiza el encuentro de Dios con el
hombre y comienza el camino del Hijo de Dios sobre la tierra, camino que
culminará con la entrega de su vida en la Cruz: con su muerte vencerá
la muerte y será para la humanidad entera principio de vida nueva.
Quien acogió « la Vida »
en nombre de todos y para bien de todos fue María, la Virgen Madre, la
cual tiene por tanto una relación personal estrechísima con el Evangelio
de la vida. El consentimiento de María en la Anunciación y su
maternidad son el origen mismo del misterio de la vida que Cristo vino a
dar a los hombres (cf. Jn 10, 10). A través de su acogida y
cuidado solícito de la vida del Verbo hecho carne, la vida del hombre
ha sido liberada de la condena de la muerte definitiva y eterna.
Por esto María, « como la
Iglesia de la que es figura, es madre de todos los que renacen a la
vida. Es, en efecto, madre de aquella Vida por la que todos viven, pues,
al dar a luz esta Vida, regeneró, en cierto modo, a todos los que
debían vivir por ella ».138
Al contemplar la maternidad
de María, la Iglesia descubre el sentido de su propia maternidad y el
modo con que está llamada a manifestarla. Al mismo tiempo, la
experiencia maternal de la Iglesia muestra la perspectiva más profunda
para comprender la experiencia de María como
modelo
incomparable de acogida y cuidado de la vida.
« Una gran señal apareció
en el cielo: una Mujer vestida del sol »
(Ap
12, 1): la maternidad de
María y de la Iglesia
103. La relación recíproca
entre el misterio de la Iglesia y María se manifiesta con claridad en
la « gran señal » descrita en el Apocalipsis: « Una gran señal
apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol, con la luna bajo sus
pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza » (12, 1). En esta
señal la Iglesia ve una imagen de su propio misterio: inmersa en la
historia, es consciente de que la transciende, ya que es en la tierra el
« germen y el comienzo » del Reino de Dios.139 La Iglesia ve este
misterio realizado de modo pleno y ejemplar en María. Ella es la mujer
gloriosa, en la que el designio de Dios se pudo llevar a cabo con total
perfección.
La « Mujer vestida del sol
» —pone de relieve el Libro del Apocalipsis— « está encinta »
(12, 2). La Iglesia es plenamente consciente de llevar consigo al
Salvador del mundo, Cristo el Señor, y de estar llamada a darlo al
mundo, regenerando a los hombres a la vida misma de Dios. Pero no puede
olvidar que esta misión ha sido posible gracias a la maternidad de
María, que concibió y dio a luz al que es « Dios de Dios », « Dios
verdadero de Dios verdadero ». María es verdaderamente Madre de Dios,
la Theotokos, en cuya maternidad viene exaltada al máximo la
vocación a la maternidad inscrita por Dios en cada mujer. Así María
se pone como modelo para la Iglesia, llamada a ser la « nueva Eva »,
madre de los creyentes, madre de los « vivientes » (cf. Gn 3,
20).
La maternidad espiritual de
la Iglesia sólo se realiza —también de esto la Iglesia es consciente—
en medio de « los dolores y del tormento de dar a luz » (Ap 12,
2), es decir, en la perenne tensión con las fuerzas del mal, que
continúan atravesando el mundo y marcando el corazón de los hombres,
haciendo resistencia a Cristo: « En El estaba la vida y la vida era la
luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no
la vencieron » (Jn 1, 4-5).
Como la Iglesia, también
María tuvo que vivir su maternidad bajo el signo del sufrimiento: «
Este está puesto... para ser señal de contradicción —¡y a ti misma
una espada te atravesará el alma!— a fin de que queden al descubierto
las intenciones de muchos corazones » (Lc 2, 34-35). En las
palabras que, al inicio de la vida terrena del Salvador, Simeón dirige
a María está sintéticamente representado el rechazo hacia Jesús, y
con El hacia María, que alcanzará su culmen en el Calvario. « Junto a
la cruz de Jesús » (Jn 19, 25), María participa de la entrega
que el Hijo hace de sí mismo: ofrece a Jesús, lo da, lo engendra
definitivamente para nosotros. El « sí » de la Anunciación madura
plenamente en la Cruz, cuando llega para María el tiempo de acoger y
engendrar como hijo a cada hombre que se hace discípulo, derramando
sobre él el amor redentor del Hijo: « Jesús, viendo a su madre y
junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: "Mujer,
ahí tienes a tu hijo" » (Jn 19, 26).
« El Dragón se detuvo
delante de la Mujer... para devorar a su Hijo en cuanto lo diera a luz
» (Ap 12, 4):
la
vida amenazada por las fuerzas del mal
104. En el Libro del
Apocalipsis la « gran señal » de la « Mujer » (12, 1) es
acompañada por « otra señal en el cielo » : se trata de « un gran
Dragón rojo » (12, 3), que simboliza a Satanás, potencia personal
maléfica, y al mismo tiempo a todas las fuerzas del mal que intervienen
en la historia y dificultan la misión de la Iglesia.
También en esto María
ilumina a la Comunidad de los creyentes. En efecto, la hostilidad de las
fuerzas del mal es una oposición encubierta que, antes de afectar a los
discípulos de Jesús, va contra su Madre. Para salvar la vida del Hijo
de cuantos lo temen como una amenaza peligrosa, María debe huir con
José y el Niño a Egipto (cf. Mt 2, 13-15).
María ayuda así a la
Iglesia a tomar conciencia de que la vida está siempre en el centro
de una gran lucha entre el bien y el mal, entre la luz y las
tinieblas. El Dragón quiere devorar al niño recién nacido (cf. Ap 12,
4), figura de Cristo, al que María engendra en la « plenitud de los
tiempos » (Gal 4, 4) y que la Iglesia debe presentar
continuamente a los hombres de las diversas épocas de la historia. Pero
en cierto modo es también figura de cada hombre, de cada niño,
especialmente de cada criatura débil y amenazada, porque —como
recuerda el Concilio— « el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha
unido, en cierto modo, con todo hombre ».140 Precisamente en la «
carne » de cada hombre, Cristo continúa revelándose y entrando en
comunión con nosotros, de modo que el rechazo de la vida del hombre,
en sus diversas formas, es realmente rechazo de Cristo. Esta
es la verdad fascinante, y al mismo tiempo exigente, que Cristo nos
descubre y que su Iglesia continúa presentando incansablemente: « El
que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe » (Mt
18, 5); « En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos
hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis » (Mt 25,
40).
« No habrá ya muerte »
(Ap
21, 4): esplendor de la
resurrección
105. La anunciación del
ángel a María se encuentra entre estas confortadoras palabras: « No
temas, María » y « Ninguna cosa es imposible para Dios » (Lc 1,
30.37). En verdad, toda la existencia de la Virgen Madre está marcada
por la certeza de que Dios está a su lado y la acompaña con su
providencia benévola. Esta es también la existencia de la Iglesia, que
encuentra « un lugar » (Ap 12, 6) en el desierto, lugar de la
prueba, pero también de la manifestación del amor de Dios hacia su
pueblo (cf. Os 2, 16). María es la palabra viva de consuelo para
la Iglesia en su lucha contra la muerte. Mostrándonos a su Hijo, nos
asegura que las fuerzas de la muerte han sido ya derrotadas en El: «
Lucharon vida y muerte en singular batalla, y, muerto el que es la Vida,
triunfante se levanta ».141
El Cordero inmolado
vive
con las señales de la pasión en el esplendor de la resurrección.
Sólo El domina todos los acontecimientos de la historia: desata sus «
sellos » (cf. Ap 5, 1-10) y afirma, en el tiempo y más allá
del tiempo, el poder de la vida sobre la muerte. En la « nueva
Jerusalén », es decir, en el mundo nuevo, hacia el que tiende la
historia de los hombres, « no habrá ya muerte, ni habrá
llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado » (Ap 21,
4).
Y mientras, como pueblo
peregrino, pueblo de la vida y para la vida, caminamos confiados hacia
« un cielo nuevo y una tierra nueva » (Ap 21, 1), dirigimos la
mirada a aquélla que es para nosotros « señal de esperanza cierta y
de consuelo ».142
Oh María,
aurora del mundo nuevo,
Madre de los vivientes,
a Ti confiamos la causa de la vida:
mira, Madre, el número inmenso
de niños a quienes se impide nacer,
de pobres a quienes se hace difícil vivir,
de hombres y mujeres víctimas
de violencia inhumana,
de ancianos y enfermos muertos
a causa de la indiferencia
o de una presunta piedad.
Haz que quienes creen en tu Hijo
sepan anunciar con firmeza y amor
a los hombres de nuestro tiempo
el Evangelio de la vida.
Alcánzales la gracia de acogerlo
como don siempre nuevo,
la alegría de celebrarlo con gratitud
durante toda su existencia
y la valentía de testimoniarlo
con solícita constancia, para construir,
junto con todos los hombres de buena voluntad,
la civilización de la verdad y del amor,
para alabanza y gloria de Dios Creador
y amante de la vida.
Dado en Roma, junto a San
Pedro, el 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor, del
año 1995, decimoséptimo de mi Pontificado.