CASTI CONNUBII
ENCÍCLICA. SOBRE EL MATRIMONIO CRISTIANO
Pío XI, 31 de diciembre de 1930
En la encíclica Ubi arcano (23-XII-1922), Pío XI había
ya enseñado que «la sociedad es un reflejo de la familia» y que el laicismo había penetrado «hasta las mismas raíces
de la sociedad, es decir, hasta el santuario de la Familia». En Casti connubii
el papa declara que, «como enseña la historia, la salud del
Estado y la prosperidad de la sociedad», no están seguras donde no
lo está su fundamento, es decir, el recto orden moral del matrimonio y la
familia. La familia tiene un
lugar irreemplazable en la recristianización de la sociedad.
La finalidad de la Casti connubii es «presentar a los
hombres de hoy la verdadera doctrina sobre el matrimonio» ante las
enseñanzas contrarias. En concreto, la encíclica se propone hablar
«sobre la naturaleza del matrimonio cristiano, de su dignidad, de las
ventajas y beneficios que de él dimanan para la familia y para la
sociedad humana, sobre los errores contrarios a este importantísimo
capítulo de la doctrina evangélica, de los vicios opuestos a esa
vida conyugal y, finalmente, sobre los principales remedios que deben
aplicarse» (n.4). De ahí las tres partes de la encíclica.
El contexto histórico estuvo marcado por dos sucesos: el
matrimonio de la princesa de Saboya con el rey de Bulgaria, celebrado
de manera irregular; y la conferencia de Lambeth (1930), en la que los
prelados anglicanos declararon lícito el uso de medios
anticonceptivos.
BIBLIOGRAFÍA
ASSOCIATION DU MARIAGE CHRÉTIEN, Le mariage d’après l’encyclique
«Casti connubii» (Paris 1932); GOMÁ, Card., El matrimonio
(Barcelona 1943); STARCK, J., Le 25.º anniversaire de l’encyclique
«Casti connubii», en Etudes 287 (1955), 289-302; VER-MEERSCH, A., l’encyclique
«Casti connubii» (Bruges-Paris 1934); VILLAIN-DE-LESTA-PIS,
L'encyclique «Casti connubii» (Paris 1955).
CASTI CONNUBII
INTRODUCCIÓN
1. Cuán grande sea la dignidad del matrimonio casto, venerables
hermanos, puede inferirse sobre todo del hecho de que Cristo Nuestro
Señor, el Hijo del Eterno Padre, tomada la carne del hombre caído,
quiso no sólo que este principio y fundamento de la sociedad
doméstica y aun de la comunidad humana fuera incluido de una manera
peculiar en ese designio amantísimo con que llevó a efecto la total
restauración de nuestro linaje, sino que incluso, una vez lo volvió
a la prístina integridad de la institución divina, lo elevó a
verdadero y gran sacramento de la Nueva Ley, y encomendó por esto
toda disciplina y cuidado del mismo a la Iglesia, su Esposa.
2. Ahora bien: para que se puedan recoger los deseados frutos de
esta renovación del matrimonio entre las gentes de todo el orbe y de
todos los tiempos es necesario, ante todo, que las mentes de los
hombres sean iluminadas por la verdadera doctrina de Cristo sobre el
matrimonio y, en segundo lugar, que los cónyuges cristianos, con la
gracia interior de Dios, que fortalece las flacas voluntades, ajusten
por completo sus ideas y su comportamiento a esa purísima ley de
Cristo, con que alcanzarán para sí y para su familia la verdadera
felicidad y paz.
3. Mas, por el contrario, Nos no sólo observamos desde esta
diríamos atalaya apostólica, sino que vosotros mismos, venerables
hermanos, veis también y juntamente con Nos lamentáis profundamente
que un número incontable de hombres, olvidados de esa obra divina de
restauración, o desconocen por completo la santidad tan grande del
matrimonio cristiano, o la niegan impudentemente, o incluso,
apoyándose en los falsos principios de cierta nueva y sumamente
depravada doctrina sobre las costumbres, la conculcan por todas
partes. Y como quiera que estos tan perniciosos errores y depravadas
costumbres han comenzado a introducirse aun entre los fieles y poco a
poco, insensiblemente, tratan de penetrar más profundamente cada
día, conforme a nuestro cometido en la tierra de Vicario de Cristo y
supremo pastor y maestro, hemos estimado que era deber nuestro alzar
la voz apostólica para conservar inmunes, en cuanto estuviera de
nuestra parte, apartándolas de los pastos venenosos, a las ovejas que
nos han sido confiadas.
4. Así, pues, venerables hermanos, hemos determinado hablaros a
vosotros, y por medio de vosotros a toda la Iglesia de Cristo y,
consiguientemente, a todo el género humano, sobre la naturaleza del
matrimonio cristiano, de su dignidad, de las ventajas y beneficios que
de él dimanan para la familia y para la misma sociedad humana, sobre
los errores contrarios a ese importantísimo capítulo de la doctrina
evangélica, de los vicios opuestos a esa misma vida conyugal y,
finalmente, sobre los principales remedios que deben aplicarse,
siguiendo las huellas de nuestro predecesor León XIII, de feliz
memoria, cuya encíclica Arcanum, sobre el matrimonio
cristiano, publicada hace cincuenta años, hacemos nuestra y en esta
nuestra confirmamos y, exponiendo algo más extensamente algunos
puntos a causa de las condiciones y necesidades de nuestra época,
declaramos que no sólo no ha quedado anticuada, sino que conserva
plenamente su vigor.
NATURALEZA DEL MATRIMONIO
5. Y para comenzar por esta misma encíclica, dedicada casi por
entero a reivindicar la institución divina del matrimonio y su
dignidad sacramental y perpetua firmeza, quede asentado, en primer
lugar, este inamovible e inviolable fundamento: el matrimonio no ha
sido instituido ni restaurado por obra humana, sino divina; que ha
sido protegido con leyes, confirmado y elevado no por los hombres,
sino por el propio Dios, autor de la naturaleza, y por el restaurador
de esa misma naturaleza, Cristo Nuestro Señor; leyes que, por
consiguiente, no pueden estar sujetas a ningún arbitrio de los
hombres, a ningún pacto en contrario ni siquiera de los propios
contrayentes. Esta es la doctrina de la Sagrada Escritura, ésta la
tradición constante y universal de la Iglesia, ésta la definición
solemne del sagrado concilio Tridentino, que declara y confirma, con
las mismas palabras de la Sagrada Escritura, que el vínculo perpetuo
e indisoluble del matrimonio, su unidad y su firmeza, dimanan de Dios,
su autor.
6. Y a pesar, sin embargo, de que el matrimonio en su naturaleza ha
sido instituido por Dios, la voluntad humana tiene también en él su
parte, y nobilísima por cierto; pues todo matrimonio singular, en
cuanto unión conyugal entre un determinado hombre y una determinada
mujer, nace exclusivamente del libre consentimiento de ambos esposos;
el cual acto libre con que ambas partes conceden y aceptan el derecho
propio del matrimonio es tan necesario, que no hay poder humano capaz
de suplirlo. Mas esta libertad se extiende en los contrayentes sólo
al consentimiento o no consentimiento en contraer de hecho matrimonio
y con una determinada persona; la naturaleza del matrimonio, en
cambio, no está sometida a la libertad del hombre, de modo que, si
alguno llegara una vez a contraer matrimonio, queda sujeto a las leyes
divinas y esenciales propiedades del mismo. El Doctor Angélico dice,
en efecto, tratando sobre la fidelidad y la prole: «Éstas nacen en
el matrimonio en virtud del mismo pacto conyugal, de modo que, si en
el consentimiento, que causa el matrimonio, se expresara algo
contrario a ellas, no habría verdadero matrimonio».
7. Por el matrimonio, pues, se unen y se funden las almas, y éstas
más y más estrechamente que los cuerpos; y no por un afecto pasajero
de los sentidos o del espíritu, sino por deliberada y firme decisión
de las voluntades; y de esta unión de las almas, estableciéndolo
así Dios, surge el vínculo sagrado e inviolable.
8. Tal naturaleza, absolutamente propia y singular de este
contrato, lo hace por completo diverso tanto de los ayuntamientos de
las bestias, efectuados por el solo ciego instinto de la naturaleza y
en los cuales no existen en absoluto ni razón ni voluntad deliberada,
cuanto de esas uniones libres de los hombres al margen de todo
vínculo verdadero y honesto de voluntades, y destituidos de todo
derecho de convivencia doméstica.
9. De donde se sigue ciertamente que la autoridad legítima tiene
el derecho y, por tanto, el deber de reprimir, impedir y castigar las
uniones torpes, que van contra la razón y la naturaleza; y, como se
trata de algo que brota de la naturaleza misma del hombre, no es menos
cierto lo que públicamente manifestó nuestro predecesor León XIII,
de feliz memoria: «Está fuera de duda que, en la elección del
género de vida, está en la mano y en la voluntad de cada cual
preferir uno de estos dos: o seguir el consejo de Jesucristo sobre la
virginidad, o ligarse con el vínculo matrimonial. No hay ley humana
que pueda quitar al hombre el derecho natural y primario de casarse,
ni limitar, de cualquier modo que sea, la finalidad principal del
matrimonio, instituido en el principio por la autoridad de Dios:
Creced y multiplicaos».
10. Así, pues, el sagrado consorcio del legítimo matrimonio se
halla constituido a la vez por voluntad divina y humana; de Dios
provienen la institución misma del matrimonio, sus fines, sus leyes y
sus bienes; de los hombres, con la ayuda y cooperación de Dios,
depende todo matrimonio concreto, contraído con los deberes y los
bienes establecidos por Dios mediante la entrega ciertamente generosa
de la propia persona hecha al otro por todo el tiempo de la vida.
I. LOS BIENES DEL MATRIMONIO
11. Al emprender, venerables hermanos, la exposición de cuáles y
cuán grandes sean estos bienes del verdadero matrimonio, se nos
vienen al pensamiento las palabras de aquel tan preclaro doctor de la
Iglesia a quien hace poco ensalzábamos en nuestra encíclica Ad
salutem, publicada con motivo del XV centenario de su muerte.
«Todos éstos –dice San Agustín– son los bienes por que son
buenas las nupcias: prole, fidelidad, sacramento». Cómo estos
tres capítulos contengan con razón una fecundísima síntesis de
toda la doctrina sobre el matrimonio cristiano, lo declara
expresamente el mismo santo Doctor cuando dice: «En la fidelidad
se atiende a que, fuera del vínculo conyugal, no se tenga comercio
carnal con otro o con otra; en la prole, a que se la reciba con amor,
se la críe con benignidad y se la eduque religiosamente; en el sacramento,
a que el matrimonio no se disuelva y que el abandonado o abandonada no
se una con otro ni siquiera por razón de la prole. Esta es como la
regla del matrimonio, con la que se ennoblece la fecundidad de la
naturaleza y se reprime la perversidad de la incontinencia».
A) La prole
12. Así, pues, el primer lugar entre los bienes del matrimonio lo
ocupa la prole. Y en verdad que el mismo Creador del género
humano, que en su benignidad quiso servirse de los hombres como
auxiliares en la propagación de la vida, lo enseñó así cuando en
el paraíso, al instituir el matrimonio, dijo a los primeros padres, y
por medio de ellos a todos los cónyuges futuros: Creced y
multiplicaos y llenad la tierra. Esto mismo lo deduce bellamente
San Agustín al comentar las palabras del apóstol San Pablo a
Timoteo, diciendo: «El Apóstol es testigo, por consiguiente, de que
las nupcias se contraen para la procreación: Quiero –dice–
que las jóvenes se casen». Y, como si le preguntaran: ¿Para
qué?, agrega inmediatamente: Para que procreen hijos, para que
haya madres de familia.
13. Cuán grande sea este beneficio de Dios y bien del matrimonio
puede colegirse de la dignidad y altísimo fin del hombre. Pues el
hombre, aun cuando no sea más que por la excelencia de su naturaleza
racional, supera a todas las criaturas visibles; pero a esto se añade
que Dios quiere que nazcan hombres no sólo para existir y poblar la
tierra, sino principalmente para que lo adoren a Él, para que lo
conozcan y amen y gocen, por último, de Él eternamente en el cielo;
fin que, por la admirable elevación del hombre por Dios al orden
sobrenatural, supera cuanto el ojo vio, el oído oyó y asciende
hasta el corazón del hombre. De lo cual fácilmente se deduce
qué don tan grande de la divina bondad, cuán egregio fruto del
matrimonio es la prole, brotada de la omnipotente virtud de Dios con
la cooperación de los cónyuges.
14. Pero los padres cristianos deben entender, además, que ellos
están destinados no ya sólo a propagar y conservar el género humano
sobre la tierra; más aún, ni siquiera sólo a educar a unos
adoradores cualesquiera de Dios, sino a engendrar la progenie de la
Iglesia de Cristo, a procrear conciudadanos de los santos y
domésticos de Dios, para que crezca de día en día el pueblo
consagrado al culto de nuestro Dios y Salvador. Porque, pese a que los
cónyuges cristianos, aunque santificados ellos, no pueden transmitir
la santidad a la prole, antes bien la generación natural de la vida
se ha convertido en camino de muerte por donde pasa a la prole el
pecado original, participan, no obstante, en cierto modo, algo de
aquel primer matrimonio del paraíso, ya que en ellos está ofrecer su
propia descendencia a la Iglesia, para que esta madre fecundísima de
hijos de Dios la reengendre para la justicia sobrenatural mediante las
aguas del bautismo y la haga miembro vivo de Cristo, partícipe de la
vida inmortal y, finalmente, heredera de la vida eterna, que todos
anhelamos.
15. Meditando sobre esto, la madre verdaderamente cristiana podrá,
sin duda, comprender que, en un sentido más profundo y consolador, se
refieren a ella aquellas palabras de nuestro Redentor: La mujer...,
una vez alumbrado el hijo, ya no se acuerda de su trance por el gozo
de ver nacido un hombre para el mundo, y, sobreponiéndose a los
dolores, cuidados y cargas del deber maternal, se gloriará en el
Señor mucho más justa y santamente que aquella matrona romana, la
madre de los Gracos, de la floridísima corona de los hijos. Y ambos
cónyuges verán estos hijos, recibidos de la mano de Dios con pronto
y agradecido espíritu, como un tesoro confiado por Dios a ellos, el
cual no habrán de gastar exclusivamente en beneficio propio ni de la
sociedad terrena, sino que habrán de restituir con fruto al Señor en
el día de la cuenta.
16. El bien de la prole, sin embargo, no está completo con la
procreación, sino que debe añadirse otro, consistente en la debida
educación de la misma. Poco en verdad habría mirado el sapientísimo
Dios por la prole engendrada, y, consiguientemente, por todo el
género humano, si no hubiera dado también el derecho y el deber de
educar a aquellos mismos a quienes había concedido la potestad y el
derecho de engendrar. Nadie puede ignorar, en efecto, que la prole no
se basta a sí misma, que no puede proveer ni siquiera en las cosas
que afectan a la vida natural, y mucho menos a las que tocan al orden
sobrenatural, sino que por muchos años necesita del auxilio, de la
enseñanza y de la educación de los demás. Y está claro que, por
mandato de la naturaleza y de Dios, este derecho y deber de educar a
la prole compete en primer lugar a los que iniciaron la obra de la
naturaleza engendrando, y a los cuales está terminantemente vedado
exponer a una ruina cierta lo iniciado, dejándolo imperfecto. Ahora
bien: a esta tan necesaria educación de los hijos se ha atendido de
la mejor manera posible en el matrimonio, en el cual, hallándose
ligados los padres con un vínculo indisoluble, cuentan siempre con la
cooperación y la ayuda de ambos.
17. Pero, habiendo tratado por extenso en otro lugar sobre la
educación cristiana de la juventud, resumiremos ahora todo esto en
las repetidas palabras de San Agustín: «En la prole [se atiende] a
que se la reciba con amor... y se la eduque religiosamente»; y esto
mismo se establece taxativamente en el Código de Derecho Canónico:
«El fin primario del matrimonio consiste en la procreación y
educación de la prole».
18. No debe quedar en silencio, por último, que, siendo tan grande
la dignidad y tanta la importancia de esta doble función encomendada
por Dios a los padres en bien de la prole, cualquier uso honesto de la
facultad dada por Dios para procrear nueva vida es, por mandato de
Dios y de la ley natural, derecho y privilegio exclusivo del
matrimonio y debe en absoluto mantenerse dentro de los sagrados
límites de la vida conyugal.
B) La fidelidad
19. El segundo bien del matrimonio que dijimos había mencionado
San Agustín es la fidelidad, que consiste en la lealtad mutua de los
cónyuges en el cumplimiento del contrato conyugal, de modo que lo que
en virtud de este contrato, sancionado por ley divina, se le debe
únicamente al otro cónyuge, no se le niegue a dicho cónyuge ni se
le permita a ningún otro; ni a ese mismo cónyuge se le conceda lo
que, en cuanto contrario a los derechos y leyes divinos y totalmente
opuesto a la fidelidad conyugal, jamás puede concederse.
a) La unidad
20. Esta fidelidad exige, por tanto, en primer lugar, la absoluta
unicidad del matrimonio, que el propio Creador preestableció en el
matrimonio de los primeros padres cuando quiso que éste no existiera
sino entre un único hombre y una única mujer. Y, aunque después
Dios, supremo Legislador, suavizó temporalmente esta primitiva ley,
ninguna duda queda, en cambio, de que la ley evangélica restauró
íntegramente aquella primitiva y perfecta unidad y derogó toda
dispensa, como claramente muestran las palabras de Cristo y el modo
constante de enseñar y proceder de la Iglesia. Con razón, por
consiguiente, el santo concilio de Trento declaró solemnemente: «Que
con este vínculo se ligan y unen nada más que dos lo enseñó
nuestro Señor Jesucristo cuando... dijo: Así, pues, ya no son
dos, sino una sola carne».
21. Y Cristo Nuestro Señor no quiso solamente condenar cualquier
forma de las llamadas poligamia y poliandria, tanto sucesiva cuanto
simultánea, o cualquier otro acto externo deshonesto, sino que, para
conservar siempre inviolables los sagrados valladares del matrimonio,
prohibió también hasta los mismos pensamientos voluntarios y los
deseos de todas estas cosas: Pero yo os digo que todo aquel que
mirare a una mujer para desearla, ya ha cometido adulterio en su
corazón. Palabras de Cristo que no pueden anularse ni siquiera
por el mutuo consentimiento de las partes, pues manifiestan una ley de
Dios y de la naturaleza que jamás voluntad alguna de hombre podrá
quebrantar o torcer ".
22. Más aún: hasta la misma familiaridad mutua entre los
cónyuges, para que el bien de la fidelidad resplandezca con el debido
brillo, debe estar presidido por la nota de la castidad, de modo que
los cónyuges se comporten en todo conforme a la norma de la ley de
Dios y de la naturaleza y procuren siempre seguir la voluntad del
sapientísimo y santísimo Creador con suma reverencia para con la
obra de Dios.
b) Amor y perfeccionamiento mutuo
23. Y ésta, que San Agustín llama, con gran acierto, fidelidad
de la castidad, brotará más fácil y también mucho más
próspera y noble de otro importantísimo capítulo: del amor
conyugal, que penetra todas las obligaciones de la vida conyugal y
tiene en el matrimonio cristiano cierta primacía de nobleza. «Exige,
además, la fidelidad del matrimonio que el marido y la esposa estén
unidos con un singular amor, santo y puro; que se amen no como los
adúlteros, sino como Cristo amó a su Iglesia; prescribió, en
efecto, esta regla el Apóstol cuando dijo: Hombres, amad a
vuestras esposas como Cristo amó a su Iglesia; a la cual
ciertamente amó con aquel amor suyo infinito, no por su bien propio,
sino proponiéndose exclusivamente el bien de la Esposa». Amor
decimos, pues que no se funda en sólo el apetito carnal, fugaz y
perecedero, ni solamente en dulces palabras, sino que radica en el
íntimo afecto del alma y se demuestra en obras, ya que obras son
amores. Y en la sociedad doméstica estas obras comprenden no sólo el
mutuo auxilio, sino que necesariamente deben extenderse, más aún,
deben tender, en primer lugar, a la ayuda mutua de los cónyuges en
orden a la formación y perfeccionamiento progresivo del hombre
interior, de modo que por medio de este consorcio mutuo de vida
crezcan de día en día en las virtudes y, sobre todo, crezcan en el
verdadero amor de Dios y del prójimo, de que, en fin de cuentas, penden
la Ley y los Profetas. 0 sea, que todos, cualesquiera que sean su
condición y el género honesto de vida que lleven, pueden y deben
imitar ese ejemplo absoluto de santidad propuesto por Dios a los
hombres, que es Cristo Nuestro Señor, y, con la ayuda de Dios, llegar
incluso a la más alta cima de la perfección cristiana, como
atestigua el ejemplo de muchos santos.
24. Esta mutua conformación interior de los esposos, este
constante anhelo de perfeccionarse recíprocamente, puede incluso
llamarse, en un sentido pleno de verdad, como enseña el Catecismo
Romano, causa y razón primaria del matrimonio, siempre que el
matrimonio se entienda no en su sentido más estricto de institución
para la honesta procreación y educación de la prole, sino en el más
amplio de comunión, trato y sociedad de toda la vida.
c) La obediencia
25. Por este mismo amor deben ir informados los restantes derechos
y deberes del matrimonio, de modo que no sólo sea ley de justicia,
sino también norma de caridad, aquello del Apóstol: Satisfaga el
marido su débito a la mujer; e igualmente, la mujer al marido.
26. Consolidada, por último, la sociedad doméstica con el
vínculo de este amor, es necesario que florezca en ella lo que San
Agustín llama jerarquía del amor. Jerarquía que comprende
tanto la primacía del varón sobre la esposa y los hijos cuanto la
diligente sujeción y obediencia de la mujer, que recomienda el
Apóstol en estas palabras: Estén sujetas las mujeres a sus
maridos como al Señor, pues que el varón es cabeza de la mujer, como
Cristo es cabeza de la Iglesia.
27. Esta obediencia no niega, sin embargo, ni suprime la libertad
que con pleno derecho corresponde a la mujer, tanto por la dignidad de
la persona humana, cuanto por sus nobilísimas funciones de esposa, de
madre y de compañera; ni la obliga a dar satisfacción a cualesquiera
apetencias del marido, menos conformes acaso con la condición y
dignidad de esposa; ni, finalmente, enseña que la mujer haya de estar
equiparada a las personas calificadas en derecho de menores, a las que
no suele concederse el libre ejercicio de sus derechos o por
insuficiente madurez de juicio o por desconocimiento de los asuntos
humanos; sino que prohíbe aquella exagerada licencia que no se cuida
del bien de la familia, prohíbe que en este cuerpo de la familia se
separe el corazón de la cabeza con grave daño y con próximo peligro
de ruina. Porque, si el varón es la cabeza, la mujer es el corazón,
y como aquél tiene la primacía del gobierno, ésta puede y debe
reivindicar para sí como propia la primacía del amor.
28. Esta obediencia de la esposa al marido, además, puede ser
diversa cuanto al grado y al modo, conforme las diversas
circunstancias de personas, lugares y tiempos; es más, si el marido
faltare a sus obligaciones, corresponde a la esposa hacer sus veces en
la dirección de la familia. Pero torcer o destruir la estructura
misma de la familia y su ley principal, constituida y confirmada por
Dios, eso no es lícito ni tiempo ni en lugar alguno.
29. Muy sabiamente enseña nuestro predecesor León XIII sobre el
mantenimiento de este orden entre la esposa y el marido, en su citada
encíclica sobre el matrimonio cristiano: «El varón es el jefe de la
familia y cabeza de la mujer; la cual, sin embargo, puesto que es
carne de su carne y hueso de sus huesos, deberá someterse y obedecer
al marido no como esclava, sino como compañera, de modo que jamás
estén ausentes de la prestación de esta obediencia ni la honestidad
ni la dignidad. Sea el amor divino el perpetuo moderador del deber de
cada uno, tanto del que manda cuanto de la que obedece, ya que ambos
son imágenes, el uno de Cristo y la otra de la Iglesia» .
30. En el bien de la fidelidad, por consiguiente, van implicadas
unidad, castidad, amor y obediencia noble y honesta, que en la
diversidad de sus nombres encierra otros tantos beneficios de los
cónyuges y del matrimonio, y en los cuales se sustenta sobre seguro y
se desarrollan la paz, la dignidad y la felicidad conyugal. No es
extraño, por tanto, que la fidelidad se haya contado siempre entre
los más excelsos y peculiares bienes del matrimonio.
C) El sacramento
31. La totalidad de estos bienes, sin embargo, se completa y,
diríamos, culmina en ese bien del matrimonio cristiano que, con
palabra de San Agustín, hemos llamado sacramento, con la que
se expresa no sólo la indisolubilidad del vínculo, sino también la
elevación y consagración del contrato, operadas por Cristo, a signo
eficaz de gracia.
a) Refuerza la indisolubilidad
32. Es el mismo Cristo, en primer lugar, quien urge la
indisolubilidad del pacto nupcial, diciendo: Lo que Dios unió, el
hombre no lo separe; y: Todo el que repudia a su esposa y toma
otra, adultera; y adultera el que toma a la repudiada por su marido.
33. En esta indisolubilidad funda San Agustín lo que llama bien
del sacramento en estas claras palabras: «En el sacramento [se
atiende] a que el matrimonio no se desuna y el abandonado o la
abandonada no se una a otro ni siquiera por razón de la prole».
34. Firmeza inviolable, que se extiende, aunque no con la misma y
perfectísima medida en cada caso, a todos los verdaderos matrimonios;
pues aquello del Señor: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe,
dicho del matrimonio de los primeros padres, prototipo de todo
matrimonio futuro, debe necesariamente y en absoluto entenderse de
todos los verdaderos matrimonios. Pues, aun cuando antes de Cristo se
atemperara la sublimidad y severidad de la primitiva ley, hasta el
punto de que Moisés llegó a permitir a ciudadanos del propio pueblo
de Dios, en determinadas causas y conforme a la dureza de corazón de
los mismos, dar el libelo de repudio, Cristo revocó, en virtud de su
potestad de supremo Legislador, esta licenciosa tolerancia y restauró
íntegramente la ley primitiva con aquellas palabras que jamás
deberán echarse en olvido: Lo que Dios unió, el hombre no lo
separe. Por ello, nuestro predecesor Pío VI, de feliz
recordación, dirigiéndose al obispo de Agri, escribe sabiamente:
«Con lo cual queda claro que el matrimonio, aun en su mismo estado de
naturaleza y mucho antes, desde luego, de haber sido elevado a la
dignidad de sacramento propiamente dicho, fue instituido por Dios de
modo que comportara un nexo perpetuo e indisoluble, que, por tanto,
ninguna potestad civil puede desatar. Pese, pues, a que la razón de
sacramento puede separarse del matrimonio, como ocurre entre los
infieles, todavía en un matrimonio tal, siempre que sea verdadero
matrimonio, debe persistir, y persiste en absoluto, ese nexo perpetuo
que desde su primer origen, y por ley divina, el matrimonio lleva
implícito, y que no se somete a potestad civil alguna. Más aún: sea
cualquiera el matrimonio que se dice contraerse, o se contrae de forma
que constituya verdadero matrimonio, y entonces lleva adjunto ese nexo
perpetuo implicado por ley divina en todo matrimonio, o se le supone
contraído sin ese nexo perpetuo, y entonces no es matrimonio, sino
una unión ilícita, contraria por su objeto a la ley divina, y que,
por lo mismo, ni puede realizarse ni debe mantenerse».
35. Y si esta firmeza parece sujeta a excepción, sumamente rara,
como ocurre en algunos matrimonios naturales contraídos
exclusivamente entre infieles o, si entre cristianos, en matrimonios
ratos, pero todavía no consumados, tal excepción no depende de la
voluntad de los hombres ni de cualquier otro poder meramente humano,
sino del derecho divino, cuya única depositaria e intérprete es la
Iglesia de Cristo. Pero ninguna facultad de esta índole ni por
ninguna razón podrá recaer jamás sobre el matrimonio rato y
consumado. Pues en éste, así como el pacto marital queda plenamente
realizado, así también resplandece, por disposición de Dios, la
máxima firmeza e indisolubilidad, que no puede ser relajada por
autoridad alguna de los hombres.
Significación del matrimonio cristiano
36. Y si querernos investigar reverentemente, venerables hermanos,
la razón íntima de esa voluntad divina, la encontraremos fácilmente
en la significación mística del matrimonio cristiano, que se da
plena y perfectamente en el matrimonio consumado entre fieles. Pues,
como atestigua el Apóstol en su Epístola a los Efesios, en la que
venimos apoyándonos desde el comienzo, el matrimonio de los
cristianos representa aquella unión perfectísima que existe entre
Cristo y la Iglesia: Este sacramento es grande, pero yo lo digo en
Cristo y en la Iglesia; unión que, mientras Cristo viva, y la
Iglesia por Él, jamás podrá ser disuelto por separación alguna. Lo
que enseña también elocuentemente San Agustín en estas palabras:
«Pues esto se observa en Cristo y la Iglesia, que, viviendo los dos
eternamente, ningún divorcio puede separarlos. Tan grande es la
observancia de este sacramento en la ciudad de nuestro Dios..., esto
es, en la Iglesia de Cristo..., que, casándose las mujeres y tomando
esposa los hombres para tener hijos, ni siquiera es lícito repudiar a
la esposa estéril para tomar otra fecunda. Y si alguno lo hiciere,
será reo de adulterio, no ante la ley de este siglo [en el cual,
mediando repudio, se pueden contraer otros matrimonios; lo que
también el Señor atestigua que el santo Moisés permitió a los
israelitas por la dureza de corazón de éstos], sino ante la ley del
Evangelio, como también ella si se casare con otros».
37. Cuántos y cuán grandes beneficios dimanan de la
indisolubilidad del matrimonio no puede ignorarlo quien reflexione,
siquiera superficialmente, tanto sobre el bien de los cónyuges y de
la prole cuanto sobre el bien de la sociedad humana. Y, en primer
lugar, los cónyuges tienen en esta firmeza el sello inviolable de
perennidad, que tanto reclaman por su misma naturaleza la generosa
entrega de la propia persona y la íntima compenetración de las
almas, ya que el verdadero amor no reconoce límites. Constituye,
además, una firme defensa de la castidad fiel contra los incentivos
de la infidelidad, si alguna vez surgieren de dentro o de fuera; se
cierra toda entrada al angustioso temor de que el otro cónyuge
llegara a separarse en el tiempo de la adversidad o de la vejez,
reinando en su lugar una tranquila confianza. De igual manera, se
provee con la mayor eficacia a la conservación de la dignidad de uno
y otro cónyuge y a la prestación de mutuo auxilio, puesto que el
vínculo indisoluble y perpetuo está recordando constantemente a los
cónyuges que han contraído un consorcio nupcial, que podrá romper
sólo la muerte, no por causa de las cosas caducas ni para servir a
las pasiones, sino para procurarse mutuamente unos bienes más altos y
eternos. También se atiende del mejor modo posible a la protección y
educación de los hijos, que debe prolongarse durante muchos años,
puesto que las cargas, graves y durables, de esta obligación son más
fácilmente sobrellevadas por los padres aunando sus fuerzas. Y no son
menores los bienes que origina a la sociedad humana. La experiencia
demuestra, en efecto, que la estabilidad inalterable de los
matrimonios es una fuente ubérrima de honestidad de vida y de
integridad de costumbres, y que, guardado este orden, la felicidad y
la salud públicas están aseguradas, pues la sociedad es tal cuales
son las familias y los hombres de que consta, como el cuerpo de
miembros. Son, por consiguiente, beneméritos tanto del bien privado
de los cónyuges y de la prole cuanto del bien público de la sociedad
humana quienes decididamente defienden la inviolable estabilidad del
matrimonio.
b) Perfecciona el amor
38. Pero en este bien del sacramento, además de la indisoluble
firmeza, se hallan contenidos también otros beneficios mucho más
excelsos, exactamente expresados por la palabra misma de sacramento;
pues este nombre no es para los cristianos ni vano ni vacío, ya que
Cristo Nuestro Señor, «fundador y perfeccionador de los
sacramentos», elevando el matrimonio de sus fieles a verdadero y
propio sacramento de la Nueva Ley, lo hizo realmente signo de aquella
peculiar gracia interior, por la cual «aquel su amor natural se
perfeccionara y se confirmara su indisoluble unidad y los cónyuges se
santificaran».
39. Y, puesto que Cristo constituyó como signo de gracia el
consentimiento mismo conyugal válido entre los fieles, la condición
de sacramento se halla tan íntimamente unida con el matrimonio
cristiano, que entre bautizados no puede existir ningún verdadero
matrimonio «sin que por lo mismo sea sacramento».
c) Es fuente de gracia
40. Cuando, por consiguiente, los fieles prestan tal consentimiento
con ánimo sincero, se abren a sí mismos el tesoro de la gracia
sacramental, de donde pueden sacar las fuerzas sobrenaturales para
cumplir fiel, santa y perseverantemente hasta la muerte sus deberes y
obligaciones.
41. Pues este sacramento, en los que, como suele decirse, no ponen
óbice, no sólo aumenta el principio permanente de la vida
sobrenatural, es decir, la gracia santificante, sino que también
añade dones peculiares, impulsos buenos del alma, gérmenes de
gracia, aumentando y perfeccionando las fuerzas de la naturaleza para
que los cónyuges puedan no sólo entender, sino saborear
íntimamente, retener con firmeza, querer eficazmente y llevar a
efecto todo lo concerniente al estado conyugal y a sus fines y
obligaciones; finalmente, les concede el derecho de pedir el auxilio
actual de la gracia, tantas veces cuantas lo necesiten para cumplir
los deberes de este estado.
42. Ahora bien: siendo ley de la divina Providencia en el orden
sobrenatural que los hombres no recojan el fruto pleno de los
sacramentos que reciben después de haber llegado al uso de razón si
no cooperan a la gracia, la gracia del matrimonio permanecerá en gran
parte como talento inútil, sepultado en la tierra, mientras los
cónyuges no ejerciten las fuerzas sobrenaturales y cultiven y hagan
desarrollarse las semillas recibidas de la gracia. Mas si, haciendo lo
que está de su parte, se muestran dóciles a la gracia, podrán
sobrellevar las cargas y cumplir con sus obligaciones, y serán
fortalecidos, santificados y como consagrados por un tan gran
sacramento. Pues, conforme enseña San Agustín, así como por el
bautismo y el orden el hombre queda destinado y es ayudado, ya para
vivir cristianamente, ya para desempeñar el ministerio sacerdotal,
respectivamente, sin que jamás se vea destituido del auxilio
sacramental de los mismos, casi de igual manera (aunque no en virtud
del carácter sacramental) los fieles, una vez unidos por el vínculo
del matrimonio, jamás podrán ser privados del auxilio y del vínculo
sacramental. Más aún, como añade el mismo santo Doctor, llevan
consigo ese vínculo sagrado aun aquellos que han caído en adulterio,
aunque no ya para gloria de la gracia, sino para castigo de su crimen,
«igual que el apóstata, que, como apartándose de la unión con
Cristo, aun perdida la fe, no pierde el sacramento de la fe, que
recibió con el agua de la regeneración».
43. Estos mismos cónyuges, no encadenados, sino ennoblecidos; no
impedidos, sino confortados con este áureo vínculo sacramental,
pongan todo su empeño en que su matrimonio, no sólo por la fuerza y
significación del sacramento, sino también por su espíritu y
comportamiento, sea siempre y permanezca viva imagen de aquella
fecundísima unión de Cristo con la Iglesia, que es, en verdad, el
venerado misterio de la más perfecta caridad.
d) Resumen
44. Todo lo cual, venerables hermanos, si lo ponderarnos
atentamente y con viva fe, si ilustramos con la debida luz estos
eximios bienes del matrimonio: la prole, la fidelidad, el sacramento,
nadie podrá menos de admirar la sabiduría, la santidad y la
benignidad divina, que proveyó tan copiosamente no sólo a la
dignidad y felicidad de los cónyuges, sino también a la
conservación y propagación del género humano, que puede procurarse
nada más que en la casta y sagrada unión del pacto conyugal.
II. DESCONOCIMIENTO DEL MATRIMONIO
A) Introducción
45. Cuanto con mayor satisfacción ponderamos tanta excelencia del
matrimonio casto, venerables hermanos, tanto más lamentable estimamos
ver esta divina institución, sobre todo en nuestros días, muchas
veces despreciada y en muchos lugares vilipendiada.
46. Pues no ya ocultamente y en la oscuridad, sino públicamente,
dejado a un lado todo sentido de pudor, tanto de palabra cuanto por
escrito, ya en representaciones escénicas de todo género, ya en
novelas y narraciones amatorias y festivas, así como en emisiones
radiofónicas y, finalmente, por todos los más modernos inventos de
la ciencia, se ridiculiza o se menosprecia la santidad del matrimonio;
los divorcios, los adulterios, los más torpes vicios de toda índole,
son ensalzados o por lo menos pintados con tales colores, que no
parece sino que se los quiere presentar limpios de toda culpa e
infamia. Y no faltan libros, a los cuales no se teme calificar de
científicos, aun cuando realmente muchas veces apenas si tienen un
cierto barniz de ciencia, para que encuentren un más fácil camino de
infiltración. Y las doctrinas que en ellos se propugnan son
presentadas como portentos del más moderno ingenio; de un ingenio
que, gloriándose de buscar exclusivamente la verdad, presume de
haberse emancipado de todos los viejos prejuicios y que, entre esas
anticuadas opiniones, descarta y relega incluso la tradicional
doctrina cristiana sobre el matrimonio.
47. E inculcan tales doctrinas a todo género de personas ricos y
pobres, trabajadores y patronos, doctos e indoctos, solteros y
casados, amantes de Dios y sus enemigos, mayores y jóvenes; sobre
todo a éstos, como presas de más fácil captura, se les tienden las
peores asechanzas.
48. No todos los partidarios de estas novedosas doctrinas llegan,
desde luego, hasta las últimas consecuencias de tan desenfrenada
liviandad; hay quienes, empeñados en seguir un camino intermedio,
estiman que se debe conceder algo a nuestros tiempos, aunque sólo
respecto de ciertos preceptos de las leyes divina y humana. Pero
también éstos son emisarios más o menos conscientes de aquel
enemigo nuestro que se afana constantemente en sembrar cizaña en los
trigales. Nos, por consiguiente, a quien el Padre de familia ha puesto
como guardián de su heredad y a quien urge el sacrosanto deber de
cuidar que la buena semilla no sea sofocada por los hierbajos
dañinos, estimamos que han sido dirigidas a Nos mismo por el
Espíritu Santo aquellas gravísimas palabras con que el apóstol San
Pablo exhortaba a su amado Timoteo: Pero tú vigila... Cumple con
tu ministerio... Predica la palabra, insta oportuna e importunamente,
arguye, suplica, increpa con toda paciencia y doctrina.
49. Y porque, para poder evitar los fraudes del enemigo, es
necesario antes descubrirlos y ayuda mucho denunciar sus falacias a
los incautos, aunque evidentemente preferiríamos no mencionar
siquiera tamañas iniquidades, como conviene a los santos, sin
embargo, por el bien y salvación de las almas, no podemos pasarlas
totalmente en silencio.
[Falsas teorías sobre la naturaleza del matrimonio]
50. Comenzando, pues, por la fuente de estos males, su principal
raíz está en que, según propalan, el matrimonio no es institución
del Autor de la naturaleza ni ha sido elevado a la dignidad de
sacramento por nuestro Señor Jesucristo, sino que es invención
humana. Afirman unos que no han encontrado nada de matrimonio ni en la
naturaleza en sí ni en sus leyes, sino sólo una facultad de procrear
vida y un vehemente impulso a satisfacerla de cualquier modo; otros,
por el contrario, reconocen que en la naturaleza del hombre se hallan
ciertos inicios y como gérmenes de verdadero matrimonio, ya que, de
no unirse los hombres con algún vínculo estable, no se habría
provisto suficientemente a la dignidad de los cónyuges y al fin
natural de la propagación y educación de la prole. Pero también
éstos enseñan que el matrimonio mismo, puesto que sobrepasa a esos
gérmenes, por el concurso de causas diversas, es invención exclusiva
de la mente humana, institución exclusiva de la voluntad de los
hombres.
51. Cuán grave sea el error de todos éstos, sin embargo, y cuán
torpemente se apartan de la honestidad, consta ya por lo que hemos
expuesto en esta encíclica acerca del origen y naturaleza del
matrimonio, de los fines y bienes inherentes al mismo. Pero se
manifiesta también lo perniciosas que son estas falsedades en las
consecuencias que sus propios defensores deducen de ellas: que las
leyes, las instituciones y las costumbres por que se rige el
matrimonio, pues que tienen su origen en la sola voluntad de los
hombres, a ella sola están sometidas, y por ello no sólo pueden,
sino que deben ser instituidas, modificadas y abrogadas al arbitrio de
los hombres y según las vicisitudes de las cosas humanas; que la
potencia engendradora, puesto que se funda sobre la naturaleza misma,
no sólo es más sagrada, sino también más amplia que el matrimonio,
y por ello puede ejercitarse tanto fuera como dentro del claustro
conyugal, aun sin cuidarse de los fines del matrimonio, o sea, como si
el libertinaje de una mujer impúdica gozara casi de los mismos
derechos que la casta maternidad de la esposa legítima.
52. Apoyándose en estos principios, algunos han llegado a inventar
nuevos modos de unión, acomodados, según dicen, a las actuales
circunstancias de personas y tiempos, que presentan como otras tantas
especies de matrimonio: uno temporal, otro a prueba,
otro amistoso, que se arrogan la plena licencia y los derechos
todos del matrimonio, pero suprimido el vínculo indisoluble y
excluida la prole, a no ser que las partes convirtieran después su
unión y modo de vida en matrimonio de pleno derecho.
53. Más aún: hay quienes pretenden e insisten en que estas
monstruosidades sean aprobadas por las leyes o que, por lo menos, sean
excusadas por los públicos usos e instituciones de los pueblos, sin
ni siquiera detenerse a pensar que tales abusos nada tienen en
absoluto de esa moderna cultura, de que tanto blasonan, sino
que constituyen, por el contrario, nefandas aberraciones, que harían
volver, incluso a los pueblos civilizados, a los bárbaros usos de
ciertos pueblos salvajes.
B) Vicios que se oponen a cada uno de los bienes del
matrimonio
a) Atentados contra la prole
54. Y, comenzando ya, venerables hermanos, la exposición de los
vicios que se oponen a cada uno de los bienes del matrimonio,
hablaremos, en primer lugar, de la prole, que muchos se atreven a
motejar de molesta carga del matrimonio y mandan evitar cuidadosamente
a los cónyuges, no mediante una continencia honesta (permitida
también en el matrimonio, previo consentimiento de ambos cónyuges),
sino pervirtiendo el acto de la naturaleza. Criminosa licencia, que se
arrogan unos porque, hastiados de prole, tratan sólo de satisfacer
sin cargas su voluptuosidad, y otros alegando que ni pueden guardar
continencia ni admitir prole por dificultades propias, o de la madre,
o de la hacienda familiar.
55. No existe, sin embargo, razón alguna por grave que pueda ser,
capaz de hacer que lo que es intrínsecamente contrario a la
naturaleza se convierta en naturalmente conveniente y decoroso.
Estando, pues, el acto conyugal ordenado por su naturaleza a la
generación de la prole, los que en su realización lo destituyen
artificiosamente de esta fuerza natural, proceden contra la naturaleza
y realizan un acto torpe e intrínsecamente deshonesto.
56. No es extraño, por consiguiente, que hasta las mismas Sagradas
Escrituras testifiquen el odio implacable con que la divina Majestad
detesta, sobre todo, este nefando crimen, habiendo llegado a
castigarlo a, veces incluso con la muerte, según recuerda San
Agustín: «Porque se cohabita ilícita y torpemente incluso con la
esposa legítima cuando se evita la concepción de la prole. Lo cual
hacía Onán, hijo de Judas, y por ello Dios lo mató».
[Las prácticas anticoncepcionistas]
57. Puesto que algunos, apartándose manifiestamente de la doctrina
cristiana, enseñada ya desde el principio y sin interrupción en el
tiempo, han pretendido recientemente que debía implantarse
solemnemente una doctrina distinta sobre este modo de obrar, la
Iglesia católica, a quien Dios mismo ha confiado la enseñanza y
defensa de la integridad y honestidad de las costumbres, en medio de
esta ruina de las mismas, para conservar inmune de esta torpe lacra la
castidad de la alianza conyugal, como signo de su divina misión,
eleva su voz a través de nuestra palabra y promulga de nuevo que todo
uso del matrimonio en cuyo ejercicio el acto quede privado, por
industria de los hombres, de su fuerza natural de procrear vida,
infringe la ley de Dios y de la naturaleza, y quienes tal hicieren
contraen la mancha de un grave delito.
58. En virtud de nuestra suprema autoridad y cuidado de la
salvación de las almas de todos, amonestamos, por consiguiente, a los
sacerdotes confesores y a los demás que tienen cura de almas que no
consientan que los fieles a ellos encomendados vivan en error acerca
de esta gravísima ley de Dios, y mucho más que procuren mantenerse
ellos mismos inmunes de falsedades de esta índole ni por concepto
alguno contemporicen jamás con ellas. Si confesor o pastor de almas
indujere él mismo, ¡Dios nos libre de ello!, a tales errores a los
fieles a su cargo, ya con su aprobación, ya con un doloso silencio,
sepa que él habrá de rendir estrecha cuenta a Dios, juez supremo, de
la traición de su ministerio, y considere que fueron dichas para él
aquellas palabras de Cristo: Son ciegos y guías de ciegos; y si un
ciego guía a otro ciego, los dos caen en el hoyo.
59. No pocas veces se alegan en defensa del uso abusivo del
matrimonio causas ficticias o exageradas –y no vamos a hablar de las
deshonestas–. Pero la Iglesia, Madre piadosa, entiende muy bien y
siente profundamente cuanto se refiere a la salud y a la vida de la
madre en peligro. ¿Quién podrá ver esto sin compadecerse? ¿Quién
no se sentirá movido por la más profunda admiración al ver a una
madre entregándose con una fortaleza heroica a una muerte casi segura
para conservar la vida de la prole una vez concebida? Sólo Dios,
opulencia y misericordia suma, será capaz de premiar suficientemente
los sufrimientos que a ella le impone este deber de naturaleza, y le
dará, sin duda, la medida no sólo plena, sino colmada.
60. Sabe perfectamente también la santa Iglesia que no pocas veces
uno de los cónyuges, más que cometer el pecado, lo padece, cuando
por una causa de extrema gravedad permite una perversión del recto
orden, sin quererla él mismo, quedando por esto sin culpa, siempre
que aun en ese caso tenga presente la ley de la caridad y procure
apartar y alejar al otro del pecado. Tampoco puede decirse que
procedan contra naturaleza aquellos cónyuges que hacen uso de su
derecho de un modo recto y natural, aun cuando, por causas naturales,
ya de tiempo, ya de otros defectos, no pueda nacer de ello nueva vida.
Pues existen también, tanto en el matrimonio mismo cuanto en el uso
del derecho conyugal, fines secundarios, cuales son la mutua ayuda, el
fomento del amor recíproco y el sosiego de la concupiscencia, cuya
consecución no está prohibida en modo alguno a los cónyuges, con
tal de que quede a salvo la intrínseca naturaleza del acto y, por
consiguiente, su debida ordenación al fin primario.
61. Nos contristan, asimismo, profundamente las quejas de aquellos
cónyuges que, acosados por la dura necesidad, encuentran enormes
dificultades para el sostenimiento de los hijos.
62. Habrá que cuidar, sin embargo, y de la manera más absoluta,
que las condiciones funestas de las cosas externas no originen un
error mucho más funesto todavía. No puede surgir dificultad alguna
capaz de derogar la obligación impuesta por los mandamientos de la
ley de Dios, que prohíbe los actos por su íntima naturaleza malos.
Cualesquiera que sean las circunstancias, siempre será posible a los
cónyuges, robustecidos por la gracia de Dios, cumplir fielmente con
su cometido y conservar en el matrimonio la castidad limpia de esa
torpe mancha; pues subsiste firme la verdad de la fe cristiana,
expresada por el magisterio del concilio Tridentino: «Nadie [debe]
hacer uso de aquella opinión temeraria y anatematizada por los Santos
Padres de que el cumplimiento de los preceptos de Dios es imposible
para el hombre justificado. Puesto que Dios no manda imposibles, sino
que mandando te exhorta no sólo a que hagas lo que puedas, sino
también a que pidas lo que no puedas, y te ayuda para que puedas». Y
esta misma doctrina ha sido de nuevo solemnemente preceptuada por la
Iglesia y confirmada en la condenación de la herejía jansenista, que
se atrevió a blasfemar de la bondad de Dios de esta manera: «Hay
algunos preceptos de Dios que los hombres justos, aun queriendo y
afanándose, dadas las fuerzas actuales de que disponen, no pueden
cumplir; les falta también la gracia con que se hagan posibles».
[Las prácticas abortivas]
63. Y tenemos que tocar todavía, venerables hermanos, otro delito
gravísimo con el que se atenta contra la vida de la prole encerrada
en el claustro materno. Pretenden unos que esto sea permitido y que
quede al beneplácito de la madre o del padre; otros, por el
contrario, lo estiman ilícito, a no ser que concurran motivos graves,
a que dan el nombre de indicación médica, social o
eugenésica. Todos éstos, por lo que se refiere a las leyes penales,
que prohíben la muerte de la prole engendrada y no nacida todavía,
exigen que las leyes públicas reconozcan y declaren libre de toda
pena el tipo de indicación que cada cual defiende. Más aún:
no faltan quienes pidan el concurso de los magistrados públicos en
estas intervenciones mortíferas, que, ¡oh dolor!, son sumamente
frecuentes en algunas partes, como es sabido de todos.
64. Respecto de la indicación médica y terapéutica –para
emplear sus propias palabras–, ya hemos dicho, venerables hermanos,
cuánta compasión nos inspira la madre a que por oficio de naturaleza
amenazan peligros graves de salud, incluso de la vida; pero ¿qué
podrá jamás excusar en modo alguno la muerte directa del inocente? Y
de ésta se trata aquí. Se la infiera a la madre o a la prole, está
contra el precepto de Dios y la voz de la naturaleza: ¡No
matarás! La vida de ambos es igualmente sagrada, y ni siquiera la
autoridad pública estará facultada jamás para conculcarla. Es un
desacierto total querer deducir esto contra los inocentes del derecho
de espada, que cabe exclusivamente contra los reos; no vale aquí
tampoco el derecho de cruenta defensa contra el injusto agresor (pues
¿quién llamará agresor injusto a un inocente párvulo?); ni asiste
«derecho –según lo llaman– de extrema necesidad» alguno por el
cual se pueda llegar hasta procurar directamente la muerte del
inocente. Trabajan laudablemente, por tanto, los médicos probos y
expertos en la defensa y conservación de ambas vidas, la de la madre
y la de la prole; se mostrarán, en cambio, indignos en sumo grado del
noble nombre y fama de médicos cuantos, bajo pretexto de medicinar o
movidos por una falsa misericordia, llevaran a la muerte a una o a
otra.
65. Todo esto está plenamente de acuerdo con las severas palabras
del Obispo de Hipona cuando reprende a los cónyuges desnaturalizados
que tratan de evitar la prole y, cuando no tienen éxito, no temen
exterminarla criminalmente: «Algunas veces –dice– llega hasta el
punto esta libidinosa crueldad o cruel libido, que incluso se procura
venenos de esterilidad, y si de nada le sirven, extingue y disuelve
dentro de las vísceras los fetos concebidos, prefiriendo que su
descendencia perezca antes que viva, o, si ya vivía en el útero,
matarla antes de nacer. Si los dos son tales, no son cónyuges en
absoluto; y, si lo fueran desde el principio, no se unieron por el
matrimonio, sino más bien por el estupro; y, si no son tales los dos,
entonces me atrevo a decir o que ella es, en cierto modo, meretriz del
marido, o él adúltero de su esposa».
66. Lo que suele aducirse en pro de la indicación social y
eugenésica puede y debe tenerse en cuenta si los medios son honestos
y dentro de ciertos límites; pero querer proveer a las necesidades en
que se funda dando muerte a inocentes, es opuesto y contrario al
precepto divino, promulgado en estas palabras apostólicas: No se
deben hacer males para que vengan bienes.
67. Finalmente, no es lícito olvidar a los que gobiernan las
naciones o dictan sus leyes que es obligación de la autoridad
pública defender, con las adecuadas leyes y penas, la vida de los
inocentes, y esto tanto más cuanto menos pueden defenderse por sí
mismos aquellos cuya vida es puesta en peligro y atacada, entre los
cuales se hallan en primer lugar, sin duda alguna, los infantes
encerrados en las entrañas maternales. Y si los funcionarios
públicos no sólo no defienden a estos pequeñuelos, sino que con sus
leyes y disposiciones permiten, más aún, los ponen para ser muertos
en manos de médicos o de otros cualesquiera, recuerden que Dios es
juez y vengador de la sangre del inocente, que desde la tierra está
clamando al cielo.
[Derecho del hombre a contraer matrimonio]
68. Es necesario condenar, por último, aquella perniciosa
práctica que afecta de una manera inmediata al derecho natural del
hombre a contraer matrimonio, pero que también toca por una verdadera
razón a la prole. Hay quienes, en efecto, demasiado solícitos de los
fines eugenésicos, no sólo dan ciertos consejos idóneos para
procurar con mayor seguridad la salud y el vigor de la prole futura
–lo que verdaderamente no es contrario a la recta razón–, sino
que anteponen el fin eugenésico a cualquiera otro, incluso de
orden más alto, y pretenden que la autoridad pública prohíba el
matrimonio a todos aquellos que, según las normas y conjeturas de su
teoría, estiman que habrán de dar una prole defectuosa y enferma por
transmisión hereditaria, aun cuando aquellos sean de por sí aptos
para el matrimonio. Más aún: aspiran a que, incluso contrariando su
voluntad, se les prive de dicha natural facultad por la ley a informe
del médico; y esto no para la aplicación por la autoridad de una
pena cruenta por un delito cometido o para precaver crímenes futuros,
sino contra toda ley y derecho, con una facultad que se arrogan los
magistrados civiles, la cual jamás tuvieron ni pueden tener
legítimamente.
69. Cuantos proceden así, criminosamente olvidan que es más santa
la familia que el Estado y que los hombres ante todo no se engendran
para la tierra y el tiempo, sino para el cielo y la eternidad. Y de
ningún modo indudablemente es lícito inculpar gravemente por el
hecho de contraer matrimonio a unos hombres que, no obstante, capaces
por lo demás, y pese a todos sus cuidados y diligencia, se conjetura
que sólo podrán tener una descendencia defectuosa, por más que
muchas veces se deba disuadirlos del matrimonio.
70. Los magistrados públicos, sin embargo, no tienen potestad
alguna sobre los miembros de sus súbditos; luego ni por razones eugenésicas
ni por ningunas otras pueden jamás directamente lesionar ni tocar la
integridad corporal cuando no existe culpa ni causa alguna de pena
cruenta. Esto mismo enseña Santo Tomás de Aquino cuando, al
investigar sobre si los jueces humanos pueden afligir con algún mal a
una persona para precaver males futuros, dice que sí respecto de
cierta clase de males, pero lo niega, con justa razón y derecho,
respecto de la lesión corporal: «Jamás, según el juicio humano,
debe uno ser castigado, sin culpa, con pena de azote para privarle de
la vida, mutilarlo o herirlo».
71. Por lo demás, la doctrina cristiana enseña, y consta por la
misma luz de la razón natural, que las propias personas privadas no
tienen otro dominio sobre los miembros de su cuerpo fuera del que
corresponde a los fines naturales de los mismos, ni pueden destruirlos
o mutilarlos e inutilizarlos por cualquier otro procedimiento para sus
funciones naturales, a no ser cuando no se pueda proveer de otra
manera el bien de todo el cuerpo.
b) Atentados contra la fidelidad
72. Pasando ya al segundo capítulo de errores referentes a la
fidelidad del matrimonio, todo el que peca contra la prole, peca
consiguientemente también contra la fidelidad del matrimonio, puesto
que uno y otro bien del matrimonio guardan conexión entre sí. Pero
hay que enumerar particularmente, además, otros tantos capítulos de
errores y corruptelas contra la fidelidad del matrimonio cuantas son
las virtudes domésticas que comprende dicha fidelidad; a saber: la
casta fidelidad de ambos cónyuges, la honesta obediencia de la esposa
al marido y, finalmente, el firme y mutuo amor entre ambos.
73. Corrompen en primer lugar, por consiguiente, la fidelidad
quienes piensan que se debe contemporizar con las opiniones y
costumbres de estos tiempos sobre cierta falsa y nada inofensiva
amistad con extraños, y afirman que hay que conceder a los cónyuges
una mayor libertad de sentimientos y de trato en estas mutuas
relaciones, y esto tanto más cuanto que (según pretenden) no pocos
tienen una condición sexual congénita que no puede satisfacerse
dentro de los estrechos límites del matrimonio monogámico. Por lo
cual tildan de anticuada estrechez de entendimiento y de corazón, o
de abyecta y vil envidia o celos, aquel rígido hábito de los
cónyuges honestos que condena y rechaza todo afecto y acto libidinoso
con extraños; y, por tanto, pretenden que son nulas o que deben ser
anuladas cuantas leyes penales establece la sociedad civil sobre la
observancia de la fidelidad conyugal.
74. El noble sentimiento de los esposos castos reprueba
enérgicamente de hecho y desprecia, aun guiado por la sola
naturaleza, tales invenciones como vanas y torpes; y esta voz de la
naturaleza se halla indudablemente aprobada y confirmada tanto por el
mandato de Dios: No fornicarás, cuanto aquel de Cristo: Quienquiera
que mire a una mujer para desearla, ya ha adulterado en su corazón.
Y no habrá costumbre humana o ejemplo depravado ni especie alguna de
progreso de la humanidad que pueda debilitar jamás la fuerza de este
precepto divino. Pues igual que es uno y el mismo Jesucristo ayer,
hoy y por todos los siglos, así permanece una y la misma la
doctrina de Cristo, de la que no caerá ni siquiera un ápice hasta
que todo se cumpla.
[Emancipación de la mujer]
75. Cuantos de palabra o por escrito empañan el brillo de la
fidelidad y de la castidad conyugal, esos mismos maestros de errores
tiran también fácilmente por tierra la fiel y honesta sumisión de
la mujer al marido. Incluso muchos de éstos vociferan todavía con
mayor audacia que la sujeción de un cónyuge al otro es una
indignidad; que los derechos de los cónyuges son todos iguales, y con
la mayor presunción proclaman que, al ser violados con la servidumbre
de uno, ya se ha operado o debe operarse una cierta emancipación
de la mujer. Y distinguen tres tipos de emancipación, según que
tenga por objeto el gobierno de la sociedad doméstica, la
administración del patrimonio familiar o la evitación o extinción
de la prole, llamándolas social, económica y fisiológica;
fisiológica, en cuanto pretenden que las mujeres, a su arbitrio, sean
libres o deba dejárselas libres de las cargas conyugales o maternales
propias de la esposa (ya hemos dicho suficientemente que esto no es
emancipación, sino un horrendo crimen); económica, pues defienden
que la mujer pueda, aun sin saberlo el marido o no queriéndolo,
encargarse de sus asuntos, dirigirlos, administrarlos, haciendo caso
omiso del marido, de los hijos y de toda la familia; finalmente,
social, porque tratan de apartar de la mujer los cuidados domésticos,
tanto de los hijos cuanto de la familia, a fin de que, abandonados
aquéllos, pueda entregarse a sus aficiones y dedicarse a asuntos y
negocios incluso públicos.
76. Pero ni ésta es una verdadera emancipación de la mujer ni
aquélla libertad concordé con la razón, y llena de dignidad, que se
debe a la misión de mujer y de esposa cristiana y noble; antes bien,
es corrupción de la feminidad y de la dignidad de madre y perversión
de toda la familia, en que el marido se ve privado de la esposa; los
hijos, de la madre, y la casa y la familia toda, de su custodio
siempre vigilante. Más aún: esta falsa libertad y antinatural
igualdad con el marido se vuelve en daño de la mujer misma, ya que,
si la mujer desciende de la sede verdaderamente regia a que, dentro de
los muros del hogar, ha sido elevada por el Evangelio, no tardará (si
no en la apariencia, sí en la realidad) en caer de nuevo en la vieja
esclavitud y volverá a ser, como lo fue entre los gentiles, un mero
instrumento del hombre.
77. Esa igualdad de derechos, que tanto se exagera y pregona, debe
admitirse, sin duda alguna, en todo aquello que corresponde a la
persona y a la dignidad humanas y en las cosas que son consecuencia
del pacto nupcial y son inherentes al matrimonio; es incuestionable
que en estas cosas los dos cónyuges gozan de los mismos derechos y
tienen las mismas obligaciones; en lo demás debe reinar cierta
desigualdad y moderación, que postulan el bien de la familia y la
debida unidad y firmeza de la sociedad doméstica y del orden.
78. Pero si en alguna parte, a causa de los diferentes usos y
costumbres sociales, deben cambiarse algún tanto las condiciones
sociales y económicas de la mujer casada, corresponde a la autoridad
pública acomodar los derechos civiles de la esposa a las necesidades
y exigencias de estos tiempos, pero teniendo siempre en cuenta lo que
reclama la diversa índole natural del sexo femenino, la honestidad de
las costumbres y el bien común de la familia, y siempre también que
quede a salvo el orden esencial de la sociedad doméstica, que ha sido
establecido por una autoridad y sabiduría más alta que la humana, o
sea, por la divina, y que no puede ser alterado ni por las leyes
públicas ni por convenios privados.
79. Pero los más modernos enemigos del matrimonio van todavía
más lejos, por cuanto sustituyen el amor verdadero y constante,
fundamento de la felicidad conyugal y de la felicidad íntima, por una
ciega coincidencia temperamental y una conformidad de caracteres, a
que llaman simpatía; cesando la cual, sostienen, se relaja y disuelve
el único vínculo que liga los ánimos. ¿Qué es esto sino construir
sobre la arena? Tan pronto como el edificio fuere azotado por los
vientos de la adversidad, dice Cristo Nuestro Señor que será
socavado constantemente y acabará por tierra: Y soplaron los
vientos y azotaron aquella casa, y se vino abajo, y fue grande su
ruina. En cambio, el edificio que se hubiere levantado sobre roca,
es decir, sobre el mutuo amor de los esposos, y consolidado por la
unión deliberada y constante de las almas, no habrá adversidad que
lo conmueva ni mucho menos que llegue a derribarlo.
c) Atentados contra el sacramento
80. Hasta aquí, venerables hermanos, hemos defendido los dos
primeros bienes del matrimonio cristiano, sin duda importantísimos,
que tanto combaten los enemigos de la sociedad contemporánea. Mas
como el tercer bien, esto es, el sacramento, supera con mucho a
los otros dos, nada de extraño tiene que veamos esta excelencia
atacada por aquellos mismos por encima de todo y con particular
encono. Sostienen, en primer lugar, que el matrimonio es asunto
totalmente profano y civil exclusivamente, y que de ninguna manera
debe hallarse sometido a una sociedad religiosa, la Iglesia de Cristo,
sino al Estado; y en tal caso añaden que la alianza conyugal debe ser
liberada de todo vínculo indisoluble, y no sólo toleradas, sino
autorizadas por la ley las separaciones o divorcios de los cónyuges,
con lo que, finalmente, ocurrirá que, despojado de toda su santidad,
el matrimonio vendrá a enumerarse entre los asuntos profanos y
civiles.
81. Hacen consistir lo primero en que se considere como verdadero
contrato nupcial el solo acto civil (y lo llaman matrimonio civil);
el acto religioso vendría a ser como un aditamento, permisible a lo
sumo al vulgo supersticioso. Pretenden, además, que se autorice sin
restricciones los matrimonios mixtos entre católicos y acatólicos,
sin tener en cuenta para nada la religión y sin solicitar el
consentimiento de la autoridad religiosa. Lo segundo, que es
consecuencia, consiste en excusar los divorcios perfectos y en elogiar
y fomentar las leyes civiles que favorecen la disolución del
vínculo.
82. Puesto que lo que ha de destacarse acerca del carácter
religioso de todo matrimonio, y especialmente del matrimonio y del
sacramento cristiano, se halla tratado extensamente y demostrado con
graves argumentos en la carta encíclica de León XIII, que hemos
mencionado tantas veces y que también hemos hecho nuestra
expresamente, a ella nos remitimos aquí, y estimamos que son muy
pocas cosas las que deben recordarse aquí.
83. Aun ateniéndonos a la sola razón natural, sobre todo si se
estudian los documentos de la historia antigua, si se interroga a la
conciencia constante de los pueblos, si se consultan las instituciones
y costumbres de todas las naciones, consta suficientemente que hasta
en el mismo matrimonio natural hay algo de sagrado y religioso, «no
adventicio, sino congénito; no recibido de los hombres, sino
implicado en la naturaleza», ya que «tiene a Dios por autor y ha
sido ya desde el principio mismo una cierta imagen de la encarnación
del Verbo divino». Porque esta naturaleza sagrada del matrimonio, tan
íntimamente ligada con la religión y con el orden de las cosas
sagradas, surge simultáneamente tanto de aquel origen divino, antes
recordado, cuanto del fin de engendrar y educar para Dios la
descendencia, como también para unir a los cónyuges con Dios
mediante un cristiano amor y la ayuda mutua; cuanto, finalmente, del
mismo natural oficio del matrimonio, instituido por la mente
providentísima de Dios Creador para ser como un vehículo
transportador de vida, mediante el cual los padres sirven como
auxiliares de la omnipotencia divina. A esto viene a añadirse un
nuevo título de dignidad, derivada del sacramento, en virtud de la
cual el matrimonio cristiano es ennoblecido sobremanera y elevado a
una tan grande excelencia, que haya sido visto por el Apóstol como misterio
grande, en todo honorable.
84. Este carácter religioso del matrimonio y su excelsa
significación de la gracia y de la unión entre Cristo y la Iglesia
exige de los prometidos una santa reverencia y un santo afán para que
el matrimonio que van a contraer imite lo más posible aquel modelo.
85. Pero dejan mucho que desear en esta materia, y a veces con
peligro de la salvación eterna, los que temerariamente contraen
matrimonios mixtos de los que el maternal amor de la Iglesia retrae a
los suyos por causas gravísimas, según aparece en muchos documentos,
comprendidos en aquel canon del Código que establece lo siguiente:
«La Iglesia prohíbe severísimamente en todas partes que se contraiga
matrimonio entre dos personas bautizadas de las cuales una sea
católica y la otra adscrita a una secta herética o cismática; y, si
hay peligro de perversión del cónyuge católico y de la prole, el
matrimonio está vedado incluso por ley divina». Y aunque a veces la
Iglesia, atendidas las circunstancias de tiempos, cosas y personas (a
salvo siempre el derecho divino y, mediante las oportunas cautelas,
eliminado, en la medida de lo posible, el peligro de perversión), no
rehúsa la dispensa, difícilmente, sin embargo, podrá ocurrir que el
cónyuge católico no reciba algún daño a causa de estas nupcias.
86. De donde resulta no pocas veces en la descendencia la
lamentable defección de la religión o, por lo menos, la peligrosa
caída en esa negligencia o, según la llaman, indiferencia religiosa,
lindante con la infidelidad y la impiedad. Unese a esto que en los
matrimonios mixtos se hace mucho más difícil esa conformación de
las almas que debe imitar el misterio antes recordado, o sea, la
arcana unión de la Iglesia con Cristo.
87. Fácilmente faltará, en efecto, la estrecha unión de las
almas, que, como signo y nota de la Iglesia de Cristo, conviene que
sea igualmente signo, esplendor y ornato del matrimonio cristiano. Ya
que suele romperse o, por lo menos, relajarse el vínculo de las almas
allí donde hay disconformidad de pareceres y diversidad de voluntades
acerca de aquellas cosas últimas y supremas que el hombre venera,
esto es, acerca de las verdades y sentimientos religiosos. Por ello el
peligro de que languidezca el amor entre los cónyuges e igualmente de
que se destruyan la paz y la felicidad de la sociedad doméstica, que
nace principalísimamente de la unidad de los corazones. Pues, como ya
había definido desde tantos siglos el antiguo derecho romano,
«matrimonio es la unión del hombre y de la mujer y el consorcio de
toda la vida y comunicación del derecho divino y humano» .
[El divorcio]
88. Pero lo que sobre todo impide, como ya hemos dicho, venerables
hermanos, esta restauración y perfección del matrimonio, instituida
por Cristo Nuestro Redentor, es la facilidad, de día en día
creciente, de los divorcios. Más aún: los propulsores del
neopaganismo, nada conocedores de la triste realidad de las cosas,
arremeten cada día con mayor crudeza contra la sagrada
indisolubilidad del matrimonio y contra las leyes que la favorecen y
propugnan que se decrete la licitud de los divorcios a fin de que
suceda una ley nueva y más humana a las leyes anticuadas.
89. Y presentan éstos muchas y diferentes causas de divorcio,
fundadas unas en vicio o culpa de las personas; otras, en las cosas
(llamadas aquéllas subjetivas, y éstas, objetivas); en fin, todo lo
que hace más áspera e ingrata la comunidad indivisible de vida. Y
pretenden demostrar, además, estas causas y leyes por muchas razones:
en primer lugar, por el bien de ambos cónyuges, sea que uno de ellos
es inocente, y por ello goza del derecho de separarse del culpable;
sea que es reo de crímenes, y por lo mismo debe ser separado de una
unión desagradable y forzada; en segundo lugar, por el bien de la
prole, que se ve privada de la recta educación o desaprovecha los
frutos de la misma, ya que con suma facilidad, padeciendo ofensa con
las discordias de los padres y con otros malos ejemplos, se aparta del
camino de la virtud; finalmente, por el bien común de la sociedad,
que exige, primero, que se extingan por completo aquellos matrimonios
que ya no sirven para conseguir lo que la naturaleza tiene por objeto;
y luego, para que se dé facultad legal de separarse a los cónyuges,
tanto para evitar crímenes fácilmente de temer en la convivencia y
unión de unos cónyuges tales cuanto para que los tribunales de
justicia y la autoridad de las leyes no se tengan de día en día en
menos estima, ya que los cónyuges, para obtener la deseada sentencia
de divorcio, o cometerán deliberadamente crímenes, en virtud de los
cuales el juez puede según la ley disolver el vínculo, o mentirán y
perjurarán insolentemente ante el juez que los han cometido, aunque
dicho juez vea claramente la verdad de las cosas. Por lo cual se dice
que las leyes tendrán que acomodarse a todas estas necesidades y a
las diferentes condiciones de los tiempos, a las opiniones de los
hombres y a las instituciones y costumbres de las naciones; razones
que, tomadas una a una, pero sobre todo en su conjunto, demuestran con
toda evidencia que, por determinadas causas, debe concederse en
absoluto la facultad de divorciarse.
90. Otros, yendo más lejos con sorprendente procacidad, opinan que
el matrimonio, en cuanto contrato meramente privado, debe dejarse en
absoluto, como se hace en los demás contratos privados, igualmente al
consentimiento y arbitrio privado de ambos contrayentes, y que, por
tanto, puede disolverse por cualquier causa.
91. Pero también contra todas estas insensateces subsiste en pie,
venerables hermanos, la ley de Dios, única de toda certeza,
ampliamente confirmada por Cristo, y que no podrá ser debilitada ni
por decretos de hombres, ni por sufragios de pueblos, ni por voluntad
alguna de legisladores: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe.
Y Si el hombre llegara, contra todo derecho, a separarlo, ello sería
totalmente nulo; con razón, además, según hemos visto más de una
vez, ha afirmado el mismo Cristo: Todo el que abandona a su esposa
y toma a otra, adultera; y adultera también el que toma a la
abandonada por su marido. Y estas palabras de Cristo se refieren a
cualquier matrimonio, incluso el solamente natural y legítimo; pues a
todo verdadero matrimonio conviene aquella indisolubilidad en virtud
de la cual lo que toca a la disolución del vínculo se halla
totalmente sustraído al beneplácito de las partes y a toda potestad
secular.
92. Debe recordarse igualmente el juicio solemne con que el
concilio Tridentino condenó estas doctrinas: «Si alguno dijere que
el vínculo matrimonial puede disolverse por herejía, o por molesta
cohabitación, o por afectada ausencia, sea anatema»; y: «Si alguno
dijere que la Iglesia yerra cuando enseñó y enseña, según la
doctrina evangélica y apostólica, que, a causa del adulterio de uno
de los cónyuges, el vínculo del matrimonio no puede disolverse, y
que ninguno de los dos, ni siquiera el inocente, que no dio causa para
el adulterio, no puede, viviendo el otro cónyuge, contraer nuevo
matrimonio, y que adulteran tanto aquel que, abandonada la adúltera,
toma a otra, cuanto aquella que, abandonado el adúltero, se casare
con otro, sea anatema».
93. Si la Iglesia, por consiguiente, no erró ni yerra cuando
enseñó y enseña esto y, por lo mismo, es absolutamente cierto que
el vínculo matrimonial no puede ser disuelto ni siquiera por el
adulterio, es claro que las restantes causas de divorcio que suelen
alegarse pesan mucho menos y no debe concedérseles importancia
alguna.
[Remedios y consecuencias]
94. Por lo demás, las objeciones contra la indisolubilidad del
matrimonio antes presentadas y deducidas de tres capítulos tienen
fácil solución. Pues todos esos inconvenientes se evitan y se
ahuyentan los peligros con sólo permitir, en tales extremas
circunstancias, la separación imperfecta de los cónyuges, es decir,
quedando incólume e íntegro el vínculo, y que la misma ley de la
Iglesia concede en las claras palabras de los cánones que dictaminan
sobre la separación de lecho, mesa y habitación. Corresponde a las
leyes sagradas, y en parte al menos también a las leyes públicas,
conviene a saber: en lo que atañe a las relaciones y efectos civiles,
determinar las causas, las condiciones de dicha separación, así como
también el modo y las cauciones con que se ha de satisfacer no sólo
a la educación de los hijos, sino también a la incolumidad de la
familia, y se salvaguarde, en la medida de lo posible, de los daños
que puedan amenazarles tanto al cónyuge como a los hijos y aun a la
misma sociedad civil.
95. Cuanto suele aducirse para afirmar la indisolubilidad del
matrimonio, y que anteriormente hemos tocado, todo y con igual derecho
consta que vale ya para excluir la necesidad y el permiso de divorcio,
ya para negar la potestad de concederlo a cualquier magistrado;
asimismo, cuantos son los preclaros beneficios que reporta la primera,
otros tantos son, por el contrario, en la otra parte, los daños,
sumamente perniciosos tanto para los individuos cuanto para toda la
sociedad humana.
96. Y haciendo uso, una vez más, de la sentencia de nuestro
predecesor, casi no hace falta decir que como es de grande la cantidad
de bienes que implica la indisoluble firmeza del matrimonio, así lo
es la cosecha de males que comporta el divorcio. En efecto, vemos de
un lado, por el vínculo inviolable, los matrimonios firmes y seguros;
del otro, ante la perspectiva de una posible separación de los
esposos o ante la presencia de los peligros mismos del divorcio, las
alianzas conyugales inestables o ciertamente carcomidas por
angustiosas sospechas. De un lado vemos admirablemente consolidada la
benevolencia mutua y la unión de los buenos; del otro, extenuada de
manera lastimosa por esa sola posibilidad de hallarse rotas. De un
lado, protegida inmejorablemente la casta fidelidad de los cónyuges;
del otro, presa de los perniciosos incentivos de la infidelidad. De un
lado, asegurados con toda eficacia el reconocimiento, la protección y
la educación de los hijos; del otro, expuestos aun a los más graves
daños. De un lado, cerradas las numerosas puertas de la disensión
entre familias y parientes; del otro, campando por doquiera las
ocasiones de discordia. De un lado, fácilmente sofocadas las semillas
del odio; del otro, sembradas copiosamente y a todos los vientos. De
un lado, felizmente restablecidos y recuperados, sobre todo, la
dignidad y el cometido de la mujer tanto en la sociedad doméstica
cuanto en la civil; del otro, indignamente envilecida, ya que las
esposas se hallan expuestas al peligro «de ser abandonadas luego de
haber servido al deleite de los maridos».
97. Y, puesto que para perder a las familias, concluyendo con las gravísimas
palabras de León XIII, «y para destruir el poderío de
los reinos nada contribuye tanto como la corrupción de las
costumbres, fácilmente se verá cuán enemigo es de la prosperidad de
las familias y de las naciones el divorcio, que nace de la
depravación moral de los pueblos y, conforme atestigua la
experiencia, abre las puertas y lleva a las más relajadas costumbres
de la vida privada y pública. Y se advertirá que son mucho más
graves estos males si se considera que, una vez concedida la facultad
de divorciarse, no habrá freno suficientemente poderoso para
contenerla dentro de unos límites fijos o previamente establecidos.
Muy grande es la fuerza del ejemplo, pero es mayor la de las pasiones;
con estos incentivos tiene que suceder que el prurito de los
divorcios, cundiendo más de día en día, invada los ánimos de
muchos como una contagiosa enfermedad o como un torrente que se
desborda rotos todos los diques».
98. Por consiguiente, como se lee en esa misma encíclica, «si no
cambian estas maneras de pensar, tanto las familias cuanto la sociedad
humana vivirán en constante temor de verse arrastradas
lamentablemente a... un peligro y una ruina universal». Todo lo cual,
vaticinado ya apenas hace cincuenta años, está sobradamente
confirmado por la creciente corrupción de las costumbres y por la
inaudita depravación de la familia en aquellas regiones donde domina
plenamente el comunismo.
III. LA RESTAURACIÓN DEL AUTÉNTICO
MATRIMONIO
99. Hemos admirado hasta aquí, llenos de veneración, venerables
hermanos, cuanto acerca del matrimonio ha establecido el Creador y
Redentor del género humano, y hemos lamentado al mismo tiempo que un
tan piadoso designio de la divina Bondad sea frustrado y conculcado
por todas partes en nuestros días por las pasiones, los errores y los
vicios de los hombres. Es, por tanto, muy natural que volvamos nuestro
ánimo, con una cierta paternal solicitud, a la búsqueda de los
remedios oportunos, con cuyo auxilio se hagan desaparecer los
perniciosísimos abusos que hemos enumerado y se restituya en todas
partes la debida reverencia al matrimonio.
100. A lo que contribuye, en primer lugar, traer a la memoria
aquella sentencia de la máxima certeza que tanto en la sana
filosofía cuanto sobre todo en la sagrada teología es solemne: que
todo lo que se ha desviado del recto orden no puede volver al estado
primitivo y congruente con su naturaleza por otro camino que no sea
retornando a la razón divina, que –como enseña el Doctor Angélico–
es el prototipo de toda rectitud. Por lo cual, nuestro predecesor
León XIII, de feliz recordación, atacaba con razón a los
naturalistas con estas gravísimas palabras: «La ley ha sido
proveída divinamente de modo que las cosas hechura de Dios o de la
naturaleza nos resulten tanto más útiles y saludables cuanto con
mayor integridad y firmeza conserven su estado originario, puesto que
Dios, autor de las cosas, supo muy bien qué convendría a la
estructura y conservación de las cosas singulares y las ordenó todas
en su voluntad y en su mente de tal manera, que cada cual llegara a
tener su más apropiada realización. Ahora bien: si la irreflexión
de los hombres o su maldad se empeñara en torcer o perturbar un orden
tan providentísimamente establecido, entonces las cosas más sabias y
provechosamente instituidas, o comienzan a convertirse en un
obstáculo, o dejan de ser provechosas, ya por haber perdido en el
camino su poder de ayuda, ya porque Dios mismo quiere castigar la
soberbia y el atrevimiento de los mortales».
101. Para restablecer el recto orden en materia conyugal, es
necesario, por consiguiente, que todos consideren atentamente cuál es
la razón divina del matrimonio y procuren conformarse a ella.
Sumisión del hombre a Dios
102. Pero como a este anhelo se opone sobre todo el indómito poder
de la concupiscencia, causa principalísima, en realidad, de los
pecados contra las santas leyes del matrimonio, y como el hombre no
puede tener sometidas sus pasiones si no se somete él antes a Dios,
esto es lo que ante todo se ha de procurar, conforme al orden
divinamente establecido. Es ley constante, en efecto, que quien se
sometiere a Dios gozará del dominio, con la gracia de Dios, sobre la
concupiscencia y los vicios; en cambio, el que fuere rebelde a Dios,
tendrá que experimentar y lamentar la declarada guerra interior de
las pasiones desatadas. La sabiduría con que se ha establecido esto
la expone San Agustín en estos términos: «Esto es, pues, lo que
conviene: que lo inferior se someta a lo superior; que quien quiere
que se le someta lo que está por bajo de sí, se someta a su vez a lo
que está por encima de él. ¡Observa el orden, busca la paz! Tú
a Dios, a ti la carne. ¿Qué más justo? ¿Qué más bello? Tú
al mayor, a ti el menor; sirve tú a Aquel que te hizo a ti para que
te sirva a ti lo que fue hecho para ti. No reconocemos este orden, por
el contrario, ni lo recomendamos: A ti la carne, y tú a Dios. Sino: Tú
a Dios, y a ti la carne. Porque, si desprecias el Tú a Dios,
jamás lograrás que A ti la carne. Tú, que no obedeces a
Dios, sufrirás la rebeldía del esclavo».
103. Orden de la Sabiduría divina, que atestigua, inspirado por el
Espíritu Santo, el mismo Doctor de las Gentes, pues, al recordar a
los sabios antiguos, que, habiendo tenido conocimiento suficiente del
Creador del universo, rehusaron adorarlo y reverenciarlo, dice: Por
lo cual los entregó Dios a los deseos de su corazón, a la
inmundicia, de modo que causaran injuria a sus cuerpos en sí mismos;
y de nuevo: Por lo cual los entregó Dios a ignominiosas pasiones.
Pues Dios resiste a los soberbios; en cambio, a los humildes da su
gracia, sin la cual, según enseña el mismo Doctor de las Gentes,
el hombre es impotente para dominar la rebelde concupiscencia.
104. Por consiguiente, puesto que de ninguna manera pueden ser
dominados, como se requiere, los indomables ímpetus de ésta sin que
el alma rinda primero humilde obsequio de piedad y reverencia a su
Creador, ante todo es necesario que una piedad íntima y verdadera
para con Dios penetre totalmente a quienes se unen con el sagrado
vínculo del matrimonio, la cual informe toda la vida de los mismos y
llene su inteligencia y su voluntad una suma reverencia hacia la
majestad de Dios.
105. Proceden, pues, con la máxima rectitud y en la más perfecta
conformidad con las normas del sentido cristiano aquellos pastores de
almas que exhortan en primer lugar a los cónyuges, para que en el
matrimonio no se aparten de la ley de Dios, a ejercicios de piedad, a
entregarse por entero a Dios, a implorar asiduamente su protección, a
frecuentar los sacramentos, a fomentar y mantener siempre y en todo
una devota voluntad para con Dios.
106. Se engañan gravemente quienes, pretiriendo o menospreciando
los recursos que exceden a la naturaleza, creen que pueden inducir a
los hombres a imponer un freno a los apetitos de la carne con la
práctica y los inventos de las ciencias naturales (es decir, de la
biología, del estudio de la transmisión hereditaria y otras
similares). Y no queremos decir con ello que los medios naturales,
siempre que no sean deshonestos, hayan de tenerse en poco, ya que uno
mismo es el autor de la naturaleza y de la gracia, Dios, que ha
destinado los bienes de ambos órdenes al uso y utilidad de los
hombres. Los fieles pueden y deben, en efecto, ayudarse también de
los medios naturales; pero se equivocan quienes opinan que basta con
éstos para garantizar la castidad del estado conyugal o piensan que
hay en los mismos mayor eficacia que en el auxilio de la gracia
sobrenatural.
Conocimiento de las leyes divinas
107. Este amoldarse de la convivencia y de las costumbres a las
leyes divinas del matrimonio, sin lo cual su restablecimiento no puede
ser eficaz, exige que todos puedan discernir de una manera expedita,
con firme certeza y sin mezcla de error, cuáles sean tales leyes.
Pero nadie dejará de ver a cuántas falacias se abriría la puerta y
cuántos errores vendrían a mezclarse con la verdad si esta materia
se dejara al examen de cada uno con las solas luces de la razón o si
presidiera su estudio una interpretación privada de la verdad
revelada. Y, si es indudable que esto tiene lugar ya en otras muchas
verdades del orden moral, debe tenerse en cuenta particularmente en lo
que atañe al matrimonio, donde el placer libidinoso puede fácilmente
irrumpir en la frágil naturaleza humana y engañarla y corromperla; y
esto tanto más cuanto que, en la observancia de la ley divina, los
esposos tendrán que experimentar a veces situaciones arduas e incluso
duraderas, de las cuales, según nos advierte la experiencia, suele el
hombre débil servirse como de otros tantos argumentos para eximirse
del cumplimiento de la ley de Dios.
108. Para que, por tanto, ilumine las mentes de los hombres y rija
sus costumbres no una ficción o una corrupción de la ley divina,
sino el verdadero y genuino conocimiento de la misma, es menester que
a la piedad para con Dios y al deseo de servirle se añada una sincera
y humilde obediencia a la Iglesia. Cristo Nuestro Señor mismo
constituyó a la Iglesia en maestra de la verdad incluso en aquellas
cosas que tocan al régimen y ordenación de las costumbres, aun
cuando muchas de tales cosas no son de suyo inasequibles a la razón
humana. Pues Dios, igual que, en lo relativo a las verdades naturales
de la religión y de las costumbres, añadió a la luz de la
inteligencia humana la revelación a fin de que las que son rectas y
verdaderas «pudieran ser conocidas por todos de una manera expedita,
con firme certeza y sin mezcla de error aun en la condición presente
del género humano», así también, y en orden al mismo fin,
constituyó a la Iglesia en maestra de toda verdad sobre religión y
costumbres; préstenle, pues, obediencia los fieles y sométanle su
inteligencia y voluntad para conservar sus mentes libres de error y de
corrupción sus costumbres. Y para no verse privados de un auxilio
concedido por Dios con tan liberal benignidad, deben prestar
necesariamente esta obediencia no sólo a las definiciones solemnes de
la Iglesia, sino también, en la debida proporción, a las demás
constituciones y decretos, mediante los cuales se reprueban y condenan
algunas opiniones como peligrosas o perversas.
109. Guárdense, por consiguiente, los fieles cristianos, incluso
en aquellas cuestiones que hoy se agitan en torno al matrimonio, de
confiar demasiado en su propio juicio o dejarse arrastrar por esa
falsa libertad o «autonomía», según la llaman, de la razón
humana. Es totalmente ajeno de todo verdadero cristiano, en efecto,
confiar con tal soberbia en su propio ingenio, que sólo preste
asentimiento a lo que llegue a conocer él mismo por razones
intrínsecas de las cosas, y estimar a la Iglesia, destinada por Dios
para enseñar y regir a todos los pueblos, menos conocedora de las
cosas y circunstancias actuales, o prestar asentimiento y obediencia
también sólo a lo que ella estableciere por medio de las mencionadas
definiciones solemnes, como si fuera lícito opinar prudentemente que
los restantes decretos o implicaran falsedad o no se apoyaran en
motivos suficientes de verdad y honestidad. Por el contrario, es
propio de todo cristiano de verdad, docto o indocto, dejarse dirigir y
llevar, en todo lo que se refiere a fe y costumbres, por la santa
Iglesia de Dios, por medio de su supremo pastor el Romano Pontífice,
que es regido por Jesucristo Nuestro Señor.
Instrucción a los fieles
110. Teniendo, pues, que reducirse todas las cosas a la ley y a la
mente divina, para que se logre la restauración universal y perpetua
del matrimonio es de la mayor importancia instruir convenientemente
sobre el mismo a los fieles, de palabra y por escrito, no una vez y
superficialmente, sino con frecuencia y con solidez, con razones
claras y de peso, para que unas verdades tales penetren en las
inteligencias y conmuevan los corazones. Sepan los mismos y
asiduamente mediten sobre la sabiduría, la santidad y la bondad tan
grande que Dios manifestó para con el género humano al instituir el
matrimonio, robusteciéndolo con leyes sagradas, y mucho más al
elevarlo de una manera admirable a la dignidad de sacramento, mediante
la cual se abre a los cónyuges cristianos una tan copiosa fuente de
gracias para que puedan servir casta y fielmente a los fines
nobilísimos del matrimonio, en provecho y salvación propia y de sus
hijos, de toda la sociedad civil y de la humanidad entera.
111. Indudablemente, si los actuales enemigos, del matrimonio ponen
todo su empeño en pervertir las inteligencias, corromper los
corazones, ridiculizar la castidad conyugal y en ensalzar los vicios
más repugnantes de palabra, por escrito, en libros y folletos y
apelando a otros innumerables recursos, con mucha mayor razón
vosotros, venerables hermanos, a quienes el Espíritu Santo ha
instituido obispos para regir la Iglesia de Dios, ganada con su sangre,
no debéis regatear esfuerzo alguno a fin de que por vosotros mismos y
por los sacerdotes a vuestras órdenes, más aún, por seglares
convenientemente seleccionados entre los afiliados a la Acción
Católica, con tanta insistencia por Nos deseada y recomendada,
llamados en auxilio del apostolado jerárquico, opongáis, por todos
los medios aconsejables, al error la verdad; al vicio torpe, el
esplendor de la castidad; a la tiranía de las pasiones, la libertad
de los hijos de Dios; a la condescendencia inicua de los divorcios, la
perennidad del verdadero amor matrimonial y el sacramento inviolable
hasta la muerte de la fidelidad prometida.
112. Con lo que ocurrirá que los fieles den a Dios gracias desde
lo más profundo de sus corazones por haberlos ligado con sus
preceptos y haberlos obligado con una cierta suave violencia a huir,
lo más lejos posible, de toda idolatría de la carne, y de la innoble
esclavitud de la concupiscencia; e igualmente que miren con horror y
se aparten con toda diligencia de esas nefandas añagazas que, bajo el
nombre de «matrimonio perfecto», y para ultraje de la dignidad
humana, se divulga actualmente de palabra y por escrito, y hacen del
tal matrimonio perfecto no otra cosa que un «matrimonio depravado»,
como se ha dicho con toda justicia y razón.
113. Esta saludable instrucción y religiosa disciplina sobre el
matrimonio cristiano distará mucho de aquella exagerada educación
fisiológica, con la que muchos de nuestros tiempos, que se jactan de
reformadores de la vida conyugal, pretenden orientar a los cónyuges,
hablando mucho sobre las tales materias fisiológicas, pero con las
cuales, sin embargo, lo que se aprende es más bien el arte de pecar
con refinamiento que la virtud de vivir castamente.
114. Así, pues, venerables hermanos, hacemos nuestras con toda el
alma las palabras con que nuestro predecesor León XIII, de feliz
recordación, se dirige en su encíclica sobre el matrimonio cristiano
a los obispos de todo el orbe: «Con todo el esfuerzo a vuestro
alcance, con toda la autoridad que podáis, trabajad para que entre
las gentes encomendadas a vuestra vigilancia se mantenga íntegra e
incorruptible la doctrina enseñada por Cristo Nuestro Señor y por
los apóstoles, intérpretes de la voluntad divina; la misma que ha
guardado religiosamente la Iglesia católica y ha mandado en todos los
tiempos que observen los fieles cristianos».
Voluntad de cumplir las leyes de Dios
115. Pero, puesto que ni la mejor instrucción por medio de la
Iglesia basta por sí sola para conformar de nuevo el matrimonio a la
ley de Dios, aunque los cónyuges tengan un conocimiento perfecto de
la doctrina sobre el matrimonio cristiano, es necesario, sin embargo,
que vaya unida a esto, por parte de ellos, la más firme voluntad de
cumplir las leyes santas de Dios y de la naturaleza sobre el
matrimonio. Por último, cualquiera que sea lo que de palabra o por
escrito se afirme y se propague, los esposos deben tener firme e
inquebrantablemente como santo y solemne: la voluntad de estar sin
vacilación alguna, en todo lo que se refiere al matrimonio, a los
mandatos de Dios; de prestarse siempre la mutua ayuda de la caridad,
de guardar la fidelidad de la castidad, de no atentar jamás contra la
inviolabilidad del vínculo, de hacer uso de los derechos adquiridos
por el matrimonio siempre cristianamente y con moderación, sobre todo
al principio del matrimonio, para que, si las circunstancias exigieren
alguna vez la continencia, resulte ésta más fácil estando ya los
dos acostumbrados a contenerse.
116. Mucho les ayudará, para concebir, mantener y poner por obra
esta firme voluntad, la consideración frecuente de su estado y el
recuerdo constante del sacramento recibido. Recuerden sin intermisión
que para los deberes y la dignidad de su estado han sido como
consagrados y robustecidos por un peculiar sacramento, cuya eficaz
virtud, aun cuando no imprime carácter, permanece, con todo, para
siempre. Medítense a este propósito las palabras del santo cardenal
Pedro Belarmino, sumamente consoladoras sin duda, que con otros
teólogos de gran prestigio piensa y escribe: «El sacramento del
matrimonio puede considerarse de dos modos: uno, mientras se realiza;
el otro, mientras dura después de realizado. Pues es semejante al
sacramento de la Eucaristía, que es sacramento no sólo mientras se
celebra, sino también mientras permanece; ya que, mientras los
cónyuges viven, su unión es siempre el sacramento de Cristo y de la
Iglesia».
117. Mas, para que la gracia de este sacramento despliegue todo su
poder, se necesita, como ya hemos dicho, la cooperación de los
cónyuges, que debe consistir en trabajar con todo empeño en cumplir
diligentemente con sus obligaciones. Igual que en el orden natural,
para que las energías dadas por Dios desarrollen toda su eficacia,
tienen los hombres que aplicar su trabajo y su ingenio, sin lo cual
ningún provecho puede sacarse de ellas, así también las fuerzas de
la gracia, que del sacramento han fluido sobre el alma y en ella
permanecen, tienen que ser desarrolladas con el propio esfuerzo y
trabajo por los hombres. No abandonen, por consiguiente, los esposos
la gracia del sacramento que hay en ellos, sino, emprendiendo la
cuidadosa observancia, aunque laboriosa, de sus deberes,
experimentarán la misma fuerza de esa gracia más eficaz de día en
día. Y si alguna vez se sienten más agobiados por el peso de su
estado y de la vida, no pierdan los ánimos, sino piensen que se ha
dicho para ellos en cierto modo aquello que el apóstol San Pablo
escribía a su amadísimo discípulo Timoteo, poco menos que
derrumbado bajo el peso de los trabajos y los oprobios, acerca del
sacramento del orden: Te aconsejo que resucites la gracia de Dios
que hay en ti por medio de la imposición de mis manos. Pues Dios no
nos ha dado el espíritu de temor, sino el de virtud, de amor y de
sobriedad.
Preparación para el matrimonio
118. Todo esto, sin embargo, venerables hermanos, depende en gran
parte de la debida preparación, tanto remota como próxima, de los
cónyuges para el matrimonio. No se puede negar, en efecto que tanto
el cimiento firme del matrimonio feliz cuanto la ruina del desgraciado
se disponen y se asientan en las almas de los jóvenes y de las
doncellas ya en el tiempo de la infancia y de la juventud. Pues los
que antes de casarse no han buscado en todo más que a sí mismos y
sus intereses, los que han dado rienda suelta a sus concupiscencias,
es de temer que se comporten dentro del matrimonio igual que lo
hicieron antes; o sea, que cosechen al fin lo que sembraron: tristeza,
llanto, desprecio mutuo, riñas, aversión, tedio de la vida común
dentro de las paredes del hogar, o, lo peor de todo, que se encuentren
dentro de sí mismos con el desenfreno de sus pasiones.
119. Los prometidos, por consiguiente, deberán acercarse a
contraer el estado conyugal bien dispuestos y preparados, para que
puedan ayudarse mutuamente, como conviene, en las situaciones adversas
de la vida y, sobre todo, en la consecución de la salvación eterna y
en la conformación del hombre interior a la plenitud de la edad de
Cristo. Esto contribuirá también a que se comporten con sus amados
hijos realmente como Dios ha querido que los padres se conduzcan
respecto de su prole, esto es, que el padre sea verdadero padre y la
madre verdadera madre; por cuyo piadoso amor y por sus solícitos
cuidados, el hogar familiar, aun en medio de una gran pobreza y en
este valle de lágrimas, sea para los hijos como una cierta imagen de
aquel paraíso de felicidad en que el Creador colocó a los primeros
hombres del género humano. De aquí se seguirá también que hagan
más fácilmente a los hijos hombres perfectos y perfectos cristianos,
los imbuyan en el genuino espíritu de la Iglesia católica y les
infundan aquel noble amor a la patria a que nos obliga la piedad y la
gratitud.
120. Así, pues, tanto los que piensan en contraer, andando el
tiempo, este santo matrimonio, cuanto los que tienen a su cargo la
educación de la juventud, concédanle a esto tal importancia que
preparen los bienes, soslayen los males y renueven el recuerdo de
aquellas cosas que hemos advertido en nuestra encíclica sobre la
educación: «Desde la más tierna infancia, por consiguiente, hay que
reprimir las inclinaciones de la voluntad, si son torcidas; hay que
fomentarlas, por el contrario, si son buenas, y, sobre todo, la mente
de los niños debe ser imbuida en las doctrinas emanadas de Dios, y es
necesario que su alma sea robustecida con los auxilios de la gracia
divina, que, si faltaran éstos, ni podrá cada cual poner freno a sus
pasiones, ni la educación y disciplina podrán ser llevadas a su
término y perfección por la Iglesia, a la cual por esta razón, para
que fuera eficaz maestra de todos los hombres, dotó Cristo de
celestiales doctrinas y de sacramentos divinos».
121. A la preparación próxima del matrimonio corresponde, sobre
todo, la diligencia en la elección de consorte; porque de esto
depende en gran parte que el futuro matrimonio sea feliz o no, puesto
que uno de los cónyuges puede servirle al otro, o de gran ayuda para
llevar cristianamente la vida, o de gran peligro e impedimento. Para
no sufrir, por consiguiente, durante toda la vida las consecuencias de
una mala elección, deliberen con toda madurez los que piensan en
casarse antes de elegir la persona con la que luego habrán de vivir
perpetuamente; y en esta deliberación tengan en cuenta, en primer
lugar, a Dios y a la verdadera religión de Cristo, y piensen luego en
el bien de sí mismos, en el bien del otro cónyuge, en el de la
futura prole, e igualmente en el de la sociedad humana y civil, que
brota del matrimonio como de su fuente. Imploren fervorosamente el
auxilio divino para elegir conforme a la prudencia cristiana y no
arrastrados por el ciego e indómito impulso de la concupiscencia ni
por el deseo de lucro o por otro menos noble motivo, sino guiados por
un verdadero y recto amor y por un sincero afecto hacia el futuro
cónyuge; persigan, además, en el matrimonio aquellos fines para los
que fue instituido por Dios. Y, finalmente, no omitan en la elección
del otro cónyuge requerir el prudente consejo, de ninguna manera
despreciable, de los padres, a fin de que, con el más maduro
conocimiento y experiencia que ellos tienen de las cosas humanas, se
pongan a salvo de perniciosos errores y puedan recibir más
abundantemente, los que van a contraer matrimonio, la bendición
divina del cuarto mandamiento: Honra a tu padre y a tu madre
(que es el primer mandamiento en la promesa) para que te vaya bien
y tengas larga vida sobre la tierra.
Las necesidades materiales de la familia
122. Y porque no pocas veces el cumplimiento perfecto de los
mandamientos de Dios y la honestidad del matrimonio padecen graves
dificultades, debido a que los cónyuges se ven apremiados por las
angustias de la vida familiar y la penuria de medios materiales, se ha
de subvenir de la mejor manera posible a sus necesidades.
123. Hay que luchar, en primer lugar, con todo empeño para que,
como había ordenado ya tan sabiamente nuestro antecesor León XIII,
se establezca en la sociedad civil un régimen económico y social que
permita a todos los padres de familia poder trabajar y ganar lo
necesario, según su condición y lugar, para el sustento suyo, de su
mujer y de sus hijos, pues digno es el trabajador de su salario.
Negar éste o disminuirlo más de lo debido es gran injusticia, y las
Sagradas Escrituras lo sitúan entre los pecados más graves; ni
tampoco es lícito fijar unos salarios tan mezquinos que, dadas las
circunstancias, resulte insuficiente para atender a la familia.
124. Se ha de procurar, sin embargo, que los cónyuges mismos, y
esto ya desde mucho antes de casarse, traten de prevenir o de
disminuir, al menos, los contratiempos y las necesidades del
matrimonio, y que los enterados les enseñen cómo pueden llevarlo a
efecto de un modo a la vez eficaz y honesto. Se proveerá también a
que, de no bastarse por sí solos, acudan a la satisfacción de las
necesidades vitales aunando esfuerzos similares y constituyendo
asociaciones privadas o públicas.
125. Y cuando todo lo dicho no basta a cubrir los gastos de una
familia, sobre todo cuando ésta es numerosa y cuenta con menos
recursos, el amor cristiano del prójimo exige en absoluto que supla
la caridad cristiana aquello de que carecen los indigentes, que sobre
todo los ricos ayuden a los pobres y que los que tienen bienes
superfluos no los malgasten en vanidades o los derrochen por completo,
sino que los dediquen a proteger la vida y la salud de aquellos que
carecen aun de lo necesario. Los que dieren de lo suyo a Cristo en los
pobres recibirán del Señor, cuando venga a juzgar el siglo, un
ubérrimo premio; los que no, sufrirán su castigo. El Apóstol, en
efecto, no habló en vano: El que tiene bienes de este mundo y ve a
su hermano necesitado y cierra sus entrañas ante él, ¿cómo es
posible que permanezca en él la caridad de Dios?
126. Si no bastaren los subsidios privados, corresponde entonces a
la autoridad pública suplir los medios de que carecen los
particulares, sobre todo en materia de importancia tan grande para el
bien común cual es una condición digna de hombres, de las familias y
de los cónyuges. Si, en efecto, las familias, las numerosas sobre
todo, carecen de las adecuadas viviendas; si el hombre no tiene la
oportunidad de trabajar y de ganarse el sustento; si las cosas
indispensables para la vida cotidiana no pueden comprarse sino a
precios exagerados; si incluso las madres, con no pequeño trastorno
de la vida doméstica, se ven obligadas por la necesidad a ganarse el
sustento con su propio trabajo; si éstas carecen en los sufrimientos
ordinarios y aun en los extraordinarios de la maternidad de la
alimentación, de los medicamentos, de la asistencia del especialista
y de otras cosas de este estilo, nadie dejará de ver, si cunde el
desaliento entre los esposos, cuán difícil se les hace la
convivencia doméstica y la observancia de los mandatos de Dios, y
además qué grave peligro para la seguridad pública y para la salud
y la vida de la misma sociedad civil puede derivarse de ello si esos
hombres son llevados a un grado de desesperación tal que, no teniendo
ya nada que perder, se atrevieran a esperar que podrían sacar mucho
tal vez de una perturbación total de la sociedad.
127. Por lo cual, los gobernantes de los pueblos no pueden
descuidar dichas necesidades de los cónyuges y de las familias sin
inferir un grave daño a la sociedad y al bien común; de ahí que
tanto en la legislación cuanto en la reglamentación de los tributos
traten de tal manera de remediar esta penuria de las familias
necesitadas, que este cuidado venga a ser uno de lo primeros en el
ejercicio de su potestad.
128. Y en este campo advertimos, no sin dolor, que ocurre con
frecuencia que, invirtiendo el recto orden, fácilmente se prodigan
ayudas puntuales y abundantes a la madre y a la prole legítima (a la
cual hay que socorrer, sin duda alguna, para evitar mayores males) que
a la legítima, o se le niega o se le concede con tal cicatería como
si se arrancara a la fuerza.
Intervención de la autoridad
129. Pero no sólo interesa a los poderes públicos, venerables
hermanos que el matrimonio y la familia estén bien constituidos en lo
que toca a los bienes temporales, sino también en aquellos que deben
llamarse bienes propios de las almas, es decir, que se dicten y se
hagan observar fielmente leyes justas relativas a la fidelidad de la
castidad y a la mutua ayuda de los cónyuges, ya que, testigo la
historia, el bienestar de la república y la felicidad temporal de los
ciudadanos no puede estar segura ni a salvo allí donde se
resquebrajan los cimientos sobre que se sustenta, es decir, el recto
orden moral, y por corrupción de los ciudadanos está cerrada la
fuente en que se origina la sociedad, esto es, el matrimonio y la
familia.
La función de la Iglesia
130. Ahora bien: para la conservación del orden moral no son
suficientes ni la autoridad externa del Estado ni las penas, como
tampoco la belleza ni la necesidad de la virtud predicada a los
hombres, sino que es necesaria una autoridad religiosa que ilustre la
mente con la verdad, dirija la voluntad y apoye la fragilidad humana
con los auxilios de la divina gracia, y esa autoridad lo es sólo la
Iglesia, instituida por Cristo Nuestro Señor. Por ello exhortamos
insistentemente en el Señor a cuantos se hallan investidos de suprema
potestad civil a que busquen y mantengan la concordia y la amistad con
esta Iglesia de Cristo, a fin de que, unidos el esfuerzo y la
diligencia de ambas potestades, sean desterrados los graves daños
que, por la irrupción en el matrimonio y en la familia de porcases libertades, amenazan tanto a la Iglesia cuanto a la misma potestad
civil.
131. Esta misión gravísima de la Iglesia puede verse, en efecto,
muy favorecida por las leyes civiles, siempre que al dictarlas se
tenga presente lo que ha sido estatuido por la ley divina y la
eclesiástica y se castigue a sus infractores. Pues no faltan quienes
piensen que lo que las leyes civiles permiten o no castigan de una
manera clara, o les es lícito también conforme a la ley moral o pese
a la disconformidad de su conciencia, lo ponen por obra, porque ni
temen a Dios ni ven nada que temer por parte de la ley civil, con lo
que no pocas veces se causan la ruina a sí mismos y a otros muchos.
132. Ningún perjuicio, ninguna mediatización de sus derechos o de
su integridad puede provenirle a la sociedad civil de esta alianza con
la Iglesia; son vanos y sin fundamento en torno a esto todo temor,
toda sospecha, lo que ya había manifestado claramente León XIII.
«Nadie duda –dice– que el fundador de la Iglesia, Jesucristo, ha
querido que la potestad sagrada fuera distinta de la civil, y libres y
expeditas cada una de ellas en el desempeño de sus respectivas
funciones; pero con este aditamento: que a las dos conviene y a todos
los hombres interesa que entre ambas reinen la unión y la
concordia... Si la potestad civil se comporta amigablemente con la
Iglesia, las dos habrán de salir grandemente gananciosas. La dignidad
de una se enaltece y, yendo por delante la religión, jamás será
injusto su mandato; la otra obtendrá medios de tutela y de defensa
para el bien común de los fieles».
133. Y así, aduciendo un ejemplo reciente y claro, fue
absolutamente conforme el recto orden y según la ley de Cristo que,
en el solemne concordato felizmente concluido entre la Santa Sede y el
reino de Italia, se estableciera un convenio pacífico y una amistosa
cooperación en lo que se refiere a los matrimonios, como
correspondía a la gloriosa historia del pueblo de Italia y a los
sagrados recuerdos de la antigüedad. Efectivamente, en el pacto de
Letrán se lee lo siguiente: «La nación italiana, deseando restituir
a la institución matrimonial, fundamento de la familia, aquella
dignidad en armonía con las tradiciones de su pueblo, reconoce
efectos civiles al sacramento del matrimonio, que se rige por el
Derecho canónico»; norma fundamental a la que después se le han
añadido ulteriores determinaciones de aquel convenio.
134. Esto puede servir de ejemplo y de argumento a todos de que
también en nuestra edad (en que con tanta frecuencia se predica, por
desdicha, la más absoluta separación de la sociedad civil, no sólo
de la Iglesia, sino de toda religión) las dos potestades supremas
pueden unirse y asociarse espontáneamente en concordia mutua y
amigable alianza para bien común de ambas sociedades, sin perjuicio
de ninguno de los derechos del poder supremo, y velar de común
acuerdo por el matrimonio, a fin de alejar de los matrimonios
cristianos perniciosos peligros, más aún, una ruina ya inminente.
CONCLUSIÓN
135. Es nuestro deseo, venerables hermanos, que todo cuanto,
movidos de solicitud pastoral, acabamos de considerar atentamente con
vosotros, lo difundáis ampliamente y lo expliquéis, conforme a las
normas de la prudencia cristiana, entre todos los amados hijos
confiados a vuestra inmediata vigilancia, para que todos conozcan la
sana doctrina acerca del matrimonio, se guarden diligentemente de los
peligros preparados por los voceros del error y, sobre todo, «para
que, renegando de la impiedad y de las apetencias seculares, vivan
sobria, justa y piadosamente en este siglo, aguardando la
bienaventurada esperanza y el advenimiento de la gloria de Jesucristo,
nuestro gran Dios y Salvador».
136. Haga, pues, el Padre omnipotente, de quien recibe nombre
toda paternidad en el cielo y en la tierra, que robustece a los
débiles y da ánimo a los apocados y a los tímidos; haga Cristo
Nuestro Señor y Redentor, fundador y perfeccionador de los
venerables sacramentos, que quiso e hizo que el matrimonio fuera
mística imagen de su inefable unión con la Iglesia; haga el
Espíritu Santo, Dios amor, luz de los corazones y fortaleza de la
mente, que cuanto hemos expuesto en esta nuestra encíclica sobre el
santo sacramento del matrimonio, sobre la admirable ley y voluntad de
Dios acerca del mismo, sobre los errores y peligros que lo amenazan y
sobre los remedios con que éstos pueden ser combatidos, todos lo
guarden en su mente, lo acaten con pronta voluntad y, con la ayuda de
la gracia de Dios, lo lleven a la práctica, para que así vuelvan a
florecer y a tener vigor en los matrimonios cristianos la fecundidad
consagrada a Dios, la inmaculada fidelidad, la firmeza inquebrantable,
la santidad del sacramento y la plenitud de las gracias.
137. Y para que Dios, autor de todas las gracias, de quien es
propio querer y perfeccionar todas las cosas, haga según su
benignidad y omnipotencia y se digne concederlo todo, mientras con
humilde ánimo elevamos fervorosas plegarias al trono de su gracia, a
vosotros, venerables hermanos, así como al clero y pueblo cristiano
encomendado a los asiduos desvelos de vuestra vigilancia, como prenda
de la copiosa bendición del mismo omnipotente Dios, os impartimos con
todo amor la bendición apostólica.
Dada en Roma, junto a San Pedro, el 31 de diciembre de 1930, año
noveno de nuestro pontificado.