EXHORTACIÓN
APOSTÓLICA POSTSINODAL
PASTORES GREGIS
DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
SOBRE EL OBISPO SERVIDOR DEL EVANGELIO DE
JESUCRISTO
PARA LA ESPERANZA DEL MUNDO
ATENCION:
Para facilitar la recepción de estas páginas,
hemos dividido el documento en tres partes:
PARTE I -Capítulos I-II (ES ESTA PAGINA)
PARTE II - Capítulos
III-V
PARTE III
-Capítulos VI-VII y Conclusión
PARTE IV -
Notas
INTRODUCCIÓN
1. Los Pastores de la
grey son conscientes de que, en el cumplimiento de su ministerio de
Obispos, cuentan con una gracia divina especial. En el Pontifical
Romano, durante la solemne oración de ordenación, el Obispo ordenante
principal, después de invocar la efusión del Espíritu que gobierna y
guía, repite las palabras del antiguo texto de la Tradición
Apostólica: « Padre Santo, tú que conoces los corazones, concede a
este servidor tuyo, a quien elegiste para el episcopado, que sea un buen
pastor de tu santa grey ».1 Sigue cumpliéndose así la
voluntad del Señor Jesús, el Pastor eterno, que envió a los Apóstoles
como Él fue enviado por el Padre (cf. Jn 20, 21), y ha querido
que sus sucesores, es decir los Obispos, fueran los pastores de su
Iglesia hasta el fin de los siglos.2
La imagen del Buen
Pastor, tan apreciada ya por la iconografía cristiana primitiva, estuvo
muy presente en los Obispos venidos de todo el mundo, los cuales se
reunieron del 30 de septiembre al 27 de octubre de 2001 para la X
Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos. Cerca de la tumba
del apóstol Pedro, reflexionaron conmigo sobre la figura del Obispo,
servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo.
Todos estuvieron de acuerdo en que la figura de Jesús, el Buen Pastor,
es una imagen privilegiada en la cual hay que inspirarse continuamente.
En efecto, nadie puede considerarse un pastor digno de este nombre «
nisi per caritatem efficiatur unum cum Christo ».3 Ésta
es la razón fundamental por la que « la figura ideal del obispo con la
que la Iglesia sigue contando es la del pastor que, configurado con
Cristo en la santidad de vida, se entrega generosamente por la Iglesia
que se le ha encomendado, llevando al mismo tiempo en el corazón la
solicitud por todas las Iglesias del mundo (cf. 2 Co 11, 28) ».4
X Asamblea del
Sínodo de los Obispos
2. Agradecemos, pues, al
Señor que nos haya concedido la gracia de celebrar una vez más una
Asamblea del Sínodo de los Obispos y tener en ella una profunda
experiencia de ser Iglesia. A la X Asamblea General Ordinaria del
Sínodo de los Obispos, que tuvo lugar cuando estaba aún vivo el clima
del Gran Jubileo del año dos mil, al comienzo del tercer milenio
cristiano, se llegó después de una larga serie de asambleas; unas
especiales, con la perspectiva común de la evangelización en los
diferentes continentes: África, América, Asia, Oceanía y Europa; y otras
ordinarias, las más recientes, dedicadas a reflexionar sobre la gran
riqueza que suponen para la Iglesia las diversas vocaciones suscitadas
por el Espíritu en el Pueblo de Dios. En esta perspectiva, la atención
prestada al ministerio propio de los Obispos ha completado el cuadro de
esa eclesiología de comunión y misión que es necesario tener siempre
presente.
A este respeto, los
trabajos sinodales hicieron constantemente referencia a la doctrina del
Concilio Vaticano II sobre el episcopado y el ministerio de los Obispos,
especialmente en el capítulo tercero de la Constitución dogmática sobre
la Iglesia Lumen gentium y en el Decreto sobre el ministerio
pastoral de los Obispos Christus Dominus. De esta preclara
doctrina, que resume y desarrolla los elementos teológicos y jurídicos
tradicionales, mi predecesor de venerada memoria Pablo VI pudo afirmar
justamente: « Nos parece que la autoridad episcopal sale del Concilio
reafirmada en su institución divina, confirmada en su función
insustituible, revalorizada en su potestad pastoral de magisterio,
santificación y gobierno, dignificada en su prolongación a la Iglesia
universal mediante la comunión colegial, precisada en su propio lugar
jerárquico, reconfortada por la corresponsabilidad fraterna con los
otros Obispos respecto a las necesidades universales y particulares de
la Iglesia, y más asociada, en espíritu de unión subordinada y
colaboración solidaria, a la cabeza de la Iglesia, centro constitutivo
del Colegio episcopal ».5
Al mismo tiempo, según lo
establecido por el tema señalado, los Padres sinodales examinaron de
nuevo el propio ministerio a la luz de la esperanza teologal. Este
cometido se consideró en seguida especialmente apropiado para la misión
del pastor, que en la Iglesia es ante todo portador del testimonio
pascual y escatológico.
Una esperanza
fundada en Cristo
3. En efecto, cada Obispo
tiene el cometido de anunciar al mundo la esperanza, partiendo de la
predicación del Evangelio de Jesucristo: la esperanza « no solamente en
lo que se refiere a las realidades penúltimas sino también, y sobre
todo, la esperanza escatológica, la que espera la riqueza de la gloria
de Dios (cf. Ef 1, 18) que supera todo lo que jamás ha entrado en
el corazón del hombre (cf. 1 Co 2, 9) y en modo alguno es
comparable a los sufrimientos del tiempo presente (cf. Rm 8, 18)
».6 La perspectiva de la esperanza teologal, junto con la de
la fe y la caridad, ha de moldear por completo el ministerio pastoral
del Obispo.
A él corresponde, en
particular, la tarea de ser profeta, testigo y servidor de la esperanza.
Tiene el deber de
infundir confianza y proclamar ante todos las razones de la esperanza
cristiana (cf. 1 P 3, 15). El Obispo es profeta, testigo y
servidor de dicha esperanza sobre todo donde más fuerte es la presión de
una cultura inmanentista, que margina toda apertura a la trascendencia.
Donde falta la esperanza, la fe misma es cuestionada. Incluso el amor se
debilita cuando la esperanza se apaga. Ésta, en efecto, es un valioso
sustento para la fe y un incentivo eficaz para la caridad, especialmente
en tiempos de creciente incredulidad e indiferencia. La esperanza toma
su fuerza de la certeza de la voluntad salvadora universal de Dios (cf.
1 Tm 2, 3) y de la presencia constante del Señor Jesús, el
Emmanuel, siempre con nosotros hasta al final del mundo (cf. Mt
28, 20).
Sólo con la luz y el
consuelo que provienen del Evangelio consigue un Obispo mantener viva la
propia esperanza (cf. Rm 15, 4) y alimentarla en quienes han sido
confiados a sus cuidados de pastor. Por tanto, ha de imitar a la Virgen
María, Mater spei, la cual creyó que las palabras del Señor se
cumplirían (cf. Lc 1, 45). Basándose en la Palabra de Dios y
aferrándose con fuerza a la esperanza, que es como ancla segura y firme
que penetra en el cielo (cf. Hb 6, 18-20), el Obispo es en su
Iglesia como centinela atento, profeta audaz, testigo creíble y fiel
servidor de Cristo, « esperanza de la gloria » (cf. Col 1, 27),
gracias al cual « no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni
fatigas » (Ap 21, 4).
La Esperanza,
cuando fracasan las esperanzas
4. Todos recordarán que
las sesiones del Sínodo de los Obispos se desarrollaron durante días muy
dramáticos. En los Padres sinodales estaba aún muy vivo el eco de los
terribles acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, que causaron
innumerables víctimas inocentes e hicieron surgir en el mundo graves e
inusitadas situaciones de incertidumbre y de temor por la civilización
humana misma y la pacífica convivencia entre las naciones. Se perfilaban
nuevos horizontes de guerra y muerte que, sumándose a las situaciones de
conflicto ya existentes, manifestaban en toda su urgencia la necesidad
de invocar al Príncipe de la Paz para que los corazones de los hombres
volvieran a estar disponibles para la reconciliación, la solidaridad y
la paz.7
Junto con la plegaria, la
Asamblea sinodal hizo oír su voz para condenar toda forma de violencia e
indicar en el pecado del hombre sus últimas raíces. Ante el fracaso de
las esperanzas humanas que, basándose en ideologías materialistas,
inmanentistas y economicistas, pretenden medir todo en términos de
eficiencia y relaciones de fuerza o de mercado, los Padres sinodales
reafirmaron la convicción de que sólo la luz del Resucitado y el impulso
del Espíritu Santo ayudan al hombre a poner sus propias expectativas en
la esperanza que no defrauda. Por eso proclamaron: « no podemos
dejarnos intimidar por las diversas formas de negación del Dios vivo
que, con mayor o menor autosuficiencia, buscan minar la esperanza
cristiana, parodiarla o ridiculizarla. Lo confesamos en el gozo del
Espíritu: Cristo ha resucitado verdaderamente. En su humanidad
glorificada ha abierto el horizonte de la vida eterna para todos los
hombres que aceptan convertirse ».8
La certeza de esta
profesión de fe ha de ser capaz de hacer cada día más firme la esperanza
de un Obispo, llevándole a confiar en que la bondad misericordiosa de
Dios nunca dejará de abrir caminos de salvación y de ofrecerlos a la
libertad de cada hombre. La esperanza le anima a discernir, en el
contexto donde ejerce su ministerio, los signos de vida capaces de
derrotar los gérmenes nocivos y mortales. La esperanza le anima también
a transformar incluso los conflictos en ocasiones de crecimiento,
proponiendo la perspectiva de la reconciliación. En fin, la esperanza en
Jesús, el Buen Pastor, es la que llena su corazón de compasión
impulsándolo a acercarse al dolor de cada hombre y mujer que sufre, para
aliviar sus llagas, confiando siempre en que podrá encontrar la oveja
extraviada. De este modo el Obispo será cada vez más claramente signo de
Cristo, Pastor y Esposo de la Iglesia. Actuando como padre, hermano y
amigo de todos, estará al lado de cada uno como imagen viva de Cristo,
nuestra esperanza, en el que se realizan todas las promesas de Dios y se
cumplen todas las esperanzas de la creación.9
Servidor del
Evangelio para la esperanza del mundo
5. Así pues, al entregar
esta Exhortación apostólica, en la cual tomo en consideración el acervo
de reflexión madurado con ocasión de la X Asamblea General Ordinaria del
Sínodo de los Obispos, desde los primeros Lineamenta al
Instrumentum Laboris; desde las intervenciones de los Padres
sinodales en el Aula a las dos Relaciones que las han introducido y
compendiado; desde el enriquecimiento de ideas y de experiencia
pastoral, puesto de manifiesto en los circuli minores, a las
Propositiones que me han presentado al final de los trabajos
sinodales para que ofreciera a toda la Iglesia un documento sobre el
tema sinodal: El Obispo, servidor del Evangelio de Jesucristo para la
esperanza del mundo,10 dirijo un saludo fraterno y envío
un beso de paz a todos los Obispos que están en comunión con esta
Cátedra, confiada primero a Pedro para que fuera garante de la unidad y,
como es reconocidos por todos, presidiera en el amor.11
Venerados y queridos
Hermanos, os repito la invitación que he dirigido a toda la Iglesia al
principio del nuevo milenio: Duc in altum! Más aún, es Cristo
mismo quien la repite a los Sucesores de aquellos Apóstoles que la
escucharon de sus propios labios y, confiando en Él, emprendieron la
misión por los caminos del mundo: Duc in altum (Lc 5, 4).
A la luz de esta insistente invitación del Señor « podemos releer el
triple munus que se nos ha confiado en la Iglesia: munus
docendi, sanctificandi et regendi. Duc in docendo. 'Proclama
la palabra –diremos con el Apóstol–, insiste a tiempo y a destiempo,
reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina' (2 Tm
4, 2). Duc in sanctificando. Las redes que estamos
llamados a echar entre los hombres son ante todo los sacramentos, de los
cuales somos los principales dispensadores, reguladores, custodios y
promotores. Forman una especie de red salvífica que libera del
mal y conduce a la plenitud de la vida. Duc in regendo. Como
pastores y verdaderos padres, con la ayuda de los sacerdotes y de otros
colaboradores, tenemos el deber de reunir la familia de los fieles y
fomentar en ella la caridad y la comunión fraterna... Aunque se trate de
una misión ardua y difícil, nadie debe desalentarse. Con san Pedro y con
los primeros discípulos, también nosotros renovemos confiados nuestra
sincera profesión de fe: 'Señor, ¡en tu nombre, echaré las redes!'
(Lc 5, 5). ¡En tu nombre, oh Cristo, queremos servir a tu
Evangelio para la esperanza del mundo! ».12
De este modo, viviendo
como hombres de esperanza y reflejando en el propio ministerio la
eclesiología de comunión y misión, los Obispos deben ser verdaderamente
motivo de esperanza para su grey. Sabemos que el mundo necesita de la «
esperanza que no defrauda » (Rm 5, 5). Sabemos que esta
esperanza es Cristo. Lo sabemos, y por eso predicamos la esperanza que
brota de la Cruz.
Ave Crux spes unica!
Que este saludo pronunciado en el Aula sinodal
en el momento central de los trabajos de la X Asamblea General del
Sínodo de los Obispos, resuene siempre en nuestros labios, porque la
Cruz es misterio de muerte y de vida. La Cruz se ha convertido para la
Iglesia en « árbol de la vida ». Por eso anunciamos que la vida ha
vencido la muerte.
En este anuncio pascual
nos ha precedido una muchedumbre de santos Pastores que in medio
Ecclesiae han sido signos elocuentes del Buen Pastor. Por ello,
nosotros alabamos y damos gracias sin cesar a Dios omnipotente y eterno
porque, como cantamos en la liturgia, nos fortalecen con su ejemplo, nos
instruyen con su palabra y nos protegen con su intercesión.13
El rostro de cada uno de estos santos Obispos, desde los comienzos de la
vida de la Iglesia hasta nuestros días, como dije al final de los
trabajos sinodales, es como una tesela que, colocada en una especie de
mosaico místico, compone el rostro de Cristo Buen Pastor. En Él, pues,
ponemos nuestra mirada, siendo también modelos de santidad para la grey
que el Pastor de los Pastores nos ha confiado, para ser cada vez con
mayor empeño ministros del Evangelio para la esperanza del mundo.
Contemplando el rostro de
nuestro Maestro y Señor en el momento en que « amó a los suyos hasta el
extremo », todos nosotros, como el apóstol Pedro, nos dejamos lavar los
pies para tener parte con Él (cf. Jn 13, 1-9). Y, con la fuerza
que en la Santa Iglesia proviene de Él, repetimos en voz alta ante
nuestros presbíteros y diáconos, las personas consagradas y todos los
queridos fieles laicos: « vuestra esperanza no esté en nosotros, no
esté en los hombres. Si somos buenos, somos siervos; si somos malos,
somos siervos; pero si somos buenos, somos servidores fieles, servidores
de verdad ».14 Ministros del Evangelio para la esperanza
del mundo.
CAPÍTULO I
MISTERIO Y
MINISTERIO DEL OBISPO
« ... y eligió doce
de entre ellos » (Lc 6, 13)
6. El Señor Jesús,
durante su peregrinación terrena, anunció el Evangelio del Reino y lo
inauguró en sí mismo, revelando su misterio a todos los hombres.15
Llamó a hombres y mujeres para que lo siguieran y eligió entre sus
discípulos a doce para que « estuvieran con Él » (Mc 3, 14). El
Evangelio según san Lucas precisa que Jesús hizo esta elección tras una
noche de oración en el monte (cf. Lc 6, 12). El Evangelio según
san Marcos, por su parte, parece calificar dicha acción de Jesús como
una decisión soberana, un acto constitutivo que otorga identidad a los
elegidos: « Instituyó Doce » (Mc 3, 14). Se desvela así
el misterio de la elección de los Doce: es un acto de amor, querido
libremente por Jesús en unión profunda con el Padre y con el Espíritu
Santo.
La misión confiada por
Jesús a los Apóstoles debe durar hasta el fin del mundo (cf. Mt
28, 20), ya que el Evangelio que se les encargó transmitir es la vida
para la Iglesia de todos los tiempos. Precisamente por esto los
Apóstoles se preocuparon de instituir sucesores, de modo que, como dice
san Ireneo, se manifestara y conservara la tradición apostólica a través
de los siglos.16
La especial efusión del
Espíritu Santo que recibieron los Apóstoles por obra de Jesús resucitado
(cf. Hch 1, 5.8; 2, 4; Jn 20, 22-23), ellos la
transmitieron a sus colaboradores con el gesto de la imposición de las
manos (cf. 1 Tm 4, 14; 2 Tm 1, 6-7). Éstos, a su vez, con
el mismo gesto, la transmitieron a otros y éstos últimos a otros más. De
este modo, el don espiritual de los comienzos ha llegado hasta nosotros
mediante la imposición de las manos, es decir, la consagración
episcopal, que otorga la plenitud del sacramento del orden, el sumo
sacerdocio, la totalidad del sagrado ministerio. Así, a través de los
Obispos y de los presbíteros que los ayudan, el Señor Jesucristo, aunque
está sentado a la derecha de Dios Padre, continúa estando presente entre
los creyentes. En todo tiempo y lugar Él predica la palabra de Dios a
todas las gentes, administra los sacramentos de la fe a los creyentes y
dirige al mismo tiempo el pueblo del Nuevo Testamento en su
peregrinación hacia la bienaventuranza eterna. El Buen Pastor no
abandona su rebaño, sino que lo custodia y lo protege siempre mediante
aquéllos que, en virtud de su participación ontológica en su vida y su
misión, desarrollando de manera eminente y visible el papel de maestro,
pastor y sacerdote, actúan en su nombre en el ejercicio de las funciones
que comporta el ministerio pastoral y son constituidos como vicarios y
embajadores suyos.17
Fundamento
trinitario del ministerio episcopal
7. Considerada en
profundidad, la dimensión cristológica del ministerio pastoral lleva a
comprender el fundamento trinitario del ministerio mismo. La vida de
Cristo es trinitaria. Él es el Hijo eterno y unigénito del Padre y el
ungido por el Espíritu Santo, enviado al mundo; es Aquél que, junto con
el Padre, envía el Espíritu a la Iglesia. Esta dimensión trinitaria, que
se manifiesta en todo el modo de ser y de obrar de Cristo, configura
también el ser y el obrar del Obispo. Con razón, pues, los Padres
sinodales quisieron ilustrar explícitamente la vida y el ministerio del
Obispo a la luz de la eclesiología trinitaria de la doctrina del
Concilio Vaticano II.
Es muy antigua la
tradición que presenta al Obispo como imagen del Padre, el cual, como
escribió san Ignacio de Antioquía, es como el Obispo invisible, el
Obispo de todos. Por consiguiente, cada Obispo ocupa el lugar del Padre
de Jesucristo, de tal modo que, precisamente por esta representación,
debe ser respetado por todos.18 Por esta estructura
simbólica, la cátedra episcopal, que especialmente en la tradición de la
Iglesia de Oriente recuerda la autoridad paterna de Dios, sólo puede ser
ocupada por el Obispo. De esta misma estructura se deriva para cada
Obispo el deber de cuidar con amor paternal al pueblo santo de Dios y
conducirlo, junto con los presbíteros, colaboradores del Obispo en su
ministerio, y con los diáconos, por la vía de la salvación.19
Viceversa, como exhorta un texto antiguo, los fieles deben amar a los
Obispos, que son, después de Dios, padres y madres.20 Por
eso, según una costumbre común en algunas culturas, se besa la mano al
Obispo, como si fuera la del Padre amoroso, dador de vida.
Cristo es el icono
original del Padre y la manifestación de su presencia misericordiosa
entre los hombres. El Obispo, actuando en persona y en nombre de Cristo
mismo, se convierte, para la Iglesia a él confiada, en signo vivo del
Señor Jesús, Pastor y Esposo, Maestro y Pontífice de la Iglesia.21
En eso está la fuente del ministerio pastoral, por lo cual, como sugiere
el esquema de homilía propuesto por el Pontifical Romano, ha de ejercer
la tres funciones de enseñar, santificar y gobernar al Pueblo de Dios
con los rasgos propios del Buen Pastor: caridad, conocimiento de la grey,
solicitud por todos, misericordia para con los pobres, peregrinos e
indigentes, ir en busca de las ovejas extraviadas y devolverlas al único
redil.
La unción del Espíritu
Santo, en fin, al configurar al Obispo con Cristo, lo capacita para
continuar su misterio vivo en favor de la Iglesia. Por el carácter
trinitario de su ser, cada Obispo se compromete en su ministerio a velar
con amor sobre toda la grey en medio de la cual lo ha puesto el Espíritu
Santo para regir a la Iglesia de Dios: en el nombre del Padre, cuya
imagen hace presente; en el nombre de Jesucristo, su Hijo, por el cual
ha sido constituido maestro, sacerdote y pastor; en el nombre del
Espíritu Santo, que vivifica la Iglesia y con su fuerza sustenta la
debilidad humana.22
Carácter colegial
del ministerio episcopal
8. « Instituyó Doce » (Mc
3, 14). La Constitución dogmática Lumen gentium introduce con
esta cita evangélica la doctrina sobre el carácter colegial del grupo de
los Doce, constituidos « a modo de Colegio, es decir, de grupo estable,
al frente del cual puso a Pedro, elegido de entre ellos mismos ».23
De manera análoga, al suceder el Obispo de Roma a san Pedro y los demás
Obispos en su conjunto a los Apóstoles, el Romano Pontífice y los otros
Obispos están unidos entre sí como Colegio.24
La unión colegial entre
los Obispos está basada, a la vez, en la Ordenación episcopal y en la
comunión jerárquica; atañe por tanto a la profundidad del ser de cada
Obispo y pertenece a la estructura de la Iglesia como Cristo la ha
querido. En efecto, la plenitud del ministerio episcopal se alcanza por
la Ordenación episcopal y la comunión jerárquica con la Cabeza del
Colegio y con sus miembros, es decir, con el Colegio que está siempre en
sintonía con su Cabeza. Así se forma parte del Colegio episcopal,25
por lo cual las tres funciones recibidas en la Ordenación episcopal
–santificar, enseñar y gobernar– deben ejercerse en la comunión
jerárquica, aunque, por su diferente finalidad inmediata, de manera
distinta.26
Esto es lo que se llama
« afecto colegial », o colegialidad afectiva, de la cual se deriva la
solicitud de los Obispos por las otras Iglesias particulares y por la
Iglesia universal.27 Así pues, si debe decirse que un Obispo
nunca está solo, puesto que está siempre unido al Padre por el Hijo en
el Espíritu Santo, se debe añadir también que nunca se encuentra solo
porque está unido siempre y continuamente a sus hermanos en el
episcopado y a quien el Señor ha elegido como Sucesor de Pedro.
Dicho afecto colegial se
realiza y se expresa en diferentes grados y de diversas maneras, incluso
institucionalizadas, como son, por ejemplo, el Sínodo de los Obispos,
los Concilios particulares, las Conferencias Episcopales, la Curia
Romana, las Visitas ad limina, la colaboración misionera, etc. No
obstante, el afecto colegial se realiza y manifiesta de manera plena
sólo en la actuación colegial en sentido estricto, es decir, en la
actuación de todos los Obispos junto con su Cabeza, con la cual ejercen
la plena y suprema potestad sobre toda la Iglesia.28
Esta índole colegial del
ministerio apostólico ha sido querida por Cristo mismo. El afecto
colegial, por tanto, o colegialidad afectiva (collegialitas affectiva)
está siempre vigente entre los Obispos como communio episcoporum;
pero sólo en algunos actos se manifiesta como colegialidad efectiva (collegialitas
effectiva). Las diversas maneras de actuación de la colegialidad
afectiva en colegialidad efectiva son de orden humano, pero concretan en
grado diverso la exigencia divina de que el episcopado se exprese de
modo colegial.29 Además, la suprema potestad del Colegio
sobre toda la Iglesia se ejerce de manera solemne en los Concilios
ecuménicos.30
La dimensión colegial da
al episcopado el carácter de universalidad. Así pues, se puede
establecer un paralelismo entre la Iglesia una y universal, y por tanto
indivisa, y el episcopado uno e indiviso, y por ende universal.
Principio y fundamento de esta unidad, tanto de la Iglesia como del
Colegio de los Obispos, es el Romano Pontífice. En efecto, como enseña
el Concilio Vaticano II, el Colegio, « en cuanto compuesto de muchos,
expresa la diversidad y la universalidad del Pueblo de Dios; en cuanto
reunido bajo una única Cabeza, expresa la unidad del rebaño de Cristo
».31 Por eso, « la unidad del Episcopado es uno de los
elementos constitutivos de la unidad de la Iglesia ».32
La Iglesia universal no
es la suma de las Iglesias particulares ni una federación de las mismas,
como tampoco el resultado de su comunión, por cuanto, según las
expresiones de los antiguos Padres y de la Liturgia, en su misterio
esencial precede a la creación misma.33 A la luz de esta
doctrina se puede añadir que la relación de mutua interioridad que hay
entre la Iglesia universal y la Iglesia particular, se reproduce en la
relación entre el Colegio episcopal en su totalidad y cada uno de los
Obispos. En efecto, las Iglesias particulares están « formadas a imagen
de la Iglesia universal. En ellas y a partir de ellas existe la Iglesia
católica, una y única ».34 Por eso, « el Colegio episcopal
no se ha de entender como la suma de los Obispos puestos al frente de
las Iglesias particulares, ni como el resultado de su comunión, sino
que, en cuanto elemento esencial de la Iglesia universal, es una
realidad previa al oficio de presidir las Iglesias particulares ».35
Podemos comprender mejor
este paralelismo entre la Iglesia universal y el Colegio de los Obispos
a la luz de lo que afirma el Concilio: « Los Apóstoles fueron la
semilla del nuevo Israel, a la vez que el origen de la jerarquía
sagrada ».36 En los Apóstoles, como Colegio y no
individualmente considerados, estaba contenida tanto la estructura de la
Iglesia que, en ellos, fue constituida en su universalidad y unidad,
como del Colegio de los Obispos sucesores suyos, signo de dicha
universalidad y unidad.37
Por eso, « la potestad
del Colegio episcopal sobre toda la Iglesia no proviene de la suma de
las potestades de los Obispos sobre sus Iglesias particulares, sino que
es una realidad anterior en la que participa cada uno de los Obispos,
los cuales no pueden actuar sobre toda la Iglesia si no es
colegialmente ».38 Los Obispos participan solidariamente en
dicha potestad de enseñar y gobernar de manera inmediata, por el hecho
mismo de que son miembros del Colegio episcopal, en el cual perdura
realmente el Colegio apostólico.39
Así como la Iglesia
universal es una e indivisible, el Colegio episcopal es asimismo un «
sujeto teológico indivisible » y, por tanto, también la potestad
suprema, plena y universal a la que está sometido el Colegio, como es el
Romano Pontífice personalmente, es una e indivisible. Precisamente
porque el Colegio episcopal es una realidad previa al oficio de ser
Cabeza de una Iglesia particular, hay muchos Obispos que, aunque ejercen
tareas específicamente episcopales, no están al frente de una Iglesia
particular.40 Cada Obispo, siempre en unión con todos los
Hermanos en el episcopado y con el Romano Pontífice, representa a Cristo
Cabeza y Pastor de la Iglesia: no sólo de manera propia y específica
cuando recibe el encargo de pastor de una Iglesia particular, sino
también cuando colabora con el Obispo diocesano en el gobierno de su
Iglesia,41 o bien participa en el ministerio de pastor
universal del Romano Pontífice en el gobierno de la Iglesia universal.
Puesto que a lo largo de su historia la Iglesia, además de la forma
propia de la presidencia de una Iglesia particular, ha admitido también
otras formas de ejercicio del ministerio episcopal, como la de Obispo
auxiliar o bien la de representante del Romano Pontífice en los
Dicasterios del Santa Sede o en las Representaciones pontificias, hoy,
según las normas del derecho, admite también dichas formas cuando son
necesarias.42
Carácter misionero
y unitario del ministerio episcopal
9. El Evangelio según san
Lucas narra que Jesús dio a los Doce el nombre de Apóstoles, que
literalmente significa enviados, mandados (cf. 6, 13). En el Evangelio
según san Marcos leemos también que Jesús instituyó a los Doce « para
enviar los a predicar » (3, 14). Eso significa que la elección y la
institución de los Doce como Apóstoles tiene como fin la misión. Este
primer envío (cf. Mt 10, 5; Mc 6, 7; Lc 9, 1-2),
alcanza su plenitud en la misión que Jesús les confía, después de la
Resurrección, en el momento de la Ascensión al Cielo. Son palabras que
conservan toda su actualidad: « Id, pues, y haced discípulos a todas
las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y
he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo
» (Mt 28, 18-20). Esta misión apostólica fue confirmada
solemnemente el día de Pentecostés con la efusión del Espíritu Santo.
En el texto del Evangelio
de san Mateo, se puede ver cómo todo el ministerio pastoral se articula
según la triple función de enseñar, santificar y regir. Es un reflejo de
la triple dimensión del servicio y de la misión de Cristo. En efecto,
nosotros, como cristianos y, de manera cualitativamente nueva, como
sacerdotes, participamos en la misión de nuestro Maestro, que es
Profeta, Sacerdote y Rey, y estamos llamados a dar un testimonio
peculiar de Él en la Iglesia y ante el mundo.
Estas tres funciones (triplex
munus), y las potestades subsiguientes, expresan el ministerio
pastoral en su ejercicio (munus pastorale), que cada Obispo
recibe con la Consagración episcopal. Por esta consagración se comunica
el mismo amor de Cristo, que se concretiza en el anuncio del Evangelio
de la esperanza a todas las gentes (cf. Lc 4, 16-19), en la
administración de los Sacramentos a quien acoge la salvación y en la
guía del Pueblo santo hacia la vida eterna. En efecto, se trata de
funciones relacionadas íntimamente entre sí, que se explican
recíprocamente, se condicionan y se esclarecen.43
Precisamente por eso el
Obispo, cuando enseña, al mismo tiempo santifica y gobierna el Pueblo de
Dios; mientras santifica, también enseña y gobierna; cuando gobierna,
enseña y santifica. San Agustín define la totalidad de este ministerio
episcopal como amoris officium.44 Esto da la seguridad
de que en la Iglesia nunca faltará la caridad pastoral de Jesucristo.
« ...llamó a los
que él quiso » (Mc 3, 13)
10. La muchedumbre seguía
a Jesús cuando Él decidió subir al monte y llamar hacia sí a los
Apóstoles. Los discípulos eran muchos, pero Él eligió solamente a Doce
para el cometido específico de Apóstoles (cf. Mc 3, 13-19). En el
Aula Sinodal se escuchó frecuentemente el dicho de san Agustín: « Soy
Obispo para vosotros, soy cristiano con vosotros ».45
Como don que el Espíritu
da a la Iglesia, el Obispo es ante todo, como cualquier otro cristiano,
hijo y miembro de la Iglesia. De esta Santa Madre ha recibido el don de
la vida divina en el sacramento del Bautismo y la primera enseñanza de
la fe. Comparte con todos los demás fieles la insuperable dignidad de
hijo de Dios, que ha de vivir en comunión y espíritu de gozosa
hermandad. Por otro lado, por la plenitud del sacramento del Orden, el
Obispo es también quien, ante los fieles, es maestro, santificador y
pastor, encargado de actuar en nombre y en la persona de Cristo.
Evidentemente, no se
trata de dos relaciones simplemente superpuestas entre sí, sino en
recíproca e íntima conexión, al estar ordenadas una a otra, dado que
ambas se alimentan de Cristo, único y sumo sacerdote. No obstante, el
Obispo se convierte en « padre » precisamente porque es plenamente «
hijo » de la Iglesia. Se plantea así la relación entre el sacerdocio
común de los fieles y el sacerdocio ministerial: dos modos de
participación en el único sacerdocio de Cristo, en el que hay dos
dimensiones que se unen en el acto supremo del sacrificio de la cruz.
Esto se refleja en la
relación que, en la Iglesia, hay entre el sacerdocio común y el
sacerdocio ministerial. El hecho de que, aunque difieran esencialmente
entre sí, estén ordenados uno al otro,46 crea una
reciprocidad que estructura armónicamente la vida de la Iglesia como
lugar de actualización histórica de la salvación realizada por Cristo.
Dicha reciprocidad se da precisamente en la persona misma del Obispo,
que es y sigue siendo un bautizado, pero constituido en la plenitud del
sacerdocio. Esta realidad profunda del Obispo es el fundamento de su «
ser entre » los otros fieles y de su « ser ante » ellos.
Lo recuerda el Concilio
Vaticano II en un texto muy bello: « Aunque en la Iglesia no todos
vayan por el mismo camino, sin embargo todos están llamados a la
santidad y les ha tocado en suerte la misma fe por la justicia de Dios (cf.
2 P 1, 1). Aunque algunos por voluntad de Cristo sean maestros,
administradores de los misterios y pastores de los demás, sin embargo
existe entre todos una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y la
actividad común para todos los fieles en la construcción del Cuerpo de
Cristo. En efecto, la diferencia que estableció el Señor entre los
ministros sagrados y el resto del Pueblo de Dios lleva consigo la unión,
pues los Pastores y demás fieles están unidos entre sí porque se
necesitan mutuamente. Los Pastores de la Iglesia, a ejemplo de su Señor,
deben estar al servicio los unos de los otros y al servicio de los demás
fieles. Éstos, por su parte, han de colaborar con entusiasmo con los
maestros y los pastores ».47
El ministerio pastoral
recibido en la consagración, que pone al Obispo « ante » los demás
fieles, se expresa en un « ser para » los otros fieles, lo cual no lo
separa de « ser con » ellos. Eso vale tanto para su santificación
personal, que ha de buscar en el ejercicio de su ministerio, como para
el estilo con que lleva a cabo el ministerio mismo en todas sus
funciones.
La reciprocidad que
existe entre sacerdocio común de los fieles y sacerdocio ministerial, y
que se encuentra en el mismo ministerio episcopal, muestra una especie
de « circularidad » entre las dos formas de sacerdocio: circularidad
entre el testimonio de fe de todos los fieles y el testimonio de fe
auténtica del Obispo en sus actuaciones magisteriales; circularidad
entre la vida santa de los fieles y los medios de santificación que el
Obispo les ofrece; circularidad, por fin, entre la responsabilidad
personal del Obispo respecto al bien de la Iglesia que se le ha confiado
y la corresponsabilidad de todos los fieles respecto al bien de la
misma.
CAPÍTULO II
LA VIDA ESPIRITUAL
DEL OBISPO
« Instituyó Doce,
para que estuvieran con él » (Mc 3,
14)
11. Con el mismo acto de
amor con el que libremente los instituye Apóstoles, Jesús llama a los
Doce a compartir su misma vida. Esta participación, que es comunión de
sentimientos y deseos con Él, es también una exigencia inherente a la
participación en su misma misión. Las funciones del Obispo no se deben
reducir a una tarea meramente organizativa. Precisamente para evitar
este riesgo, tanto los documentos preparatorios del Sínodo como
numerosas intervenciones en el Aula de los Padres sinodales insistieron
sobre lo que comporta, para la vida personal del Obispo y el ejercicio
del ministerio a él confiado, la realidad del episcopado como plenitud
del sacramento del Orden, en sus fundamentos teológicos, cristológicos y
pneumatólogicos.
La santificación
objetiva, que por medio de Cristo se recibe en el Sacramento con la
efusión del Espíritu, se ha de corresponder con la santidad subjetiva,
en la que, con la ayuda de la gracia, el Obispo debe progresar cada día
más con el ejercicio de su ministerio. La transformación ontológica
realizada por la consagración, como configuración con Cristo, requiere
un estilo de vida que manifieste el « estar con él ». En consecuencia,
en el Aula del Sínodo se insistió varias veces en la caridad pastoral,
tanto como fruto del carácter impreso por el sacramento como de la
gracia que le es propia. La caridad, se dijo, es como el alma del
ministerio del Obispo, el cual se ve implicado en un proceso de pro-existentia
pastoral, que le impulsa a vivir en el don cotidiano de sí para
el Padre y para los hermanos como Cristo, el Buen Pastor.
El Obispo está llamado a
santificarse y a santificar sobre todo en el ejercicio de su ministerio,
visto como la imitación de la caridad del Buen Pastor, teniendo como
principio unificador la contemplación del rostro de Cristo y el anuncio
del Evangelio de la salvación.48 Su espiritualidad, pues,
además del sacramento del Bautismo y de la Confirmación, toma
orientación e impulso de la Ordenación episcopal misma, que lo
compromete a vivir en fe, esperanza y caridad el propio ministerio de
evangelizador, sacerdote y guía en la comunidad. Por tanto, la
espiritualidad del Obispo es una espiritualidad eclesial, porque
todo en su vida se orienta a la edificación amorosa de la Santa Iglesia.
Esto exige en el Obispo
una actitud de servicio caracterizada por la fuerza de ánimo, el
espíritu apostólico y un confiado abandono a la acción interior del
Espíritu. Por tanto, se esforzará en adoptar un estilo de vida que imite
la kénosis de Cristo siervo, pobre y humilde, de manera que el
ejercicio de su ministerio pastoral sea un reflejo coherente de Jesús,
Siervo de Dios, y lo lleve a ser, como Él, cercano a todos, desde el más
grande al más pequeño. En definitiva, una vez más con una especie de
reciprocidad, el ejercicio fiel y afable del ministerio santifica al
Obispo y lo transforma en el plano subjetivo cada vez más conforme a la
riqueza ontológica de santidad que el Sacramento le ha infundido.
No obstante, la santidad
personal del Obispo nunca se limita al mero ámbito subjetivo, puesto que
su frutos redundan siempre en beneficio de los fieles confiados a su
cura pastoral. Al practicar la caridad propia del ministerio pastoral
recibido, el Obispo se convierte en signo de Cristo y adquiere la
autoridad moral necesaria para que, en el ejercicio de la autoridad
jurídica, incida eficazmente en su entorno. En efecto, si el oficio
episcopal no se apoya en el testimonio de santidad manifestado en la
caridad pastoral, en la humildad y en la sencillez de vida, acaba por
reducirse a un papel casi exclusivamente funcional y pierde fatalmente
credibilidad ante el clero y los fieles.
Vocación a la
santidad en la Iglesia de nuestro tiempo
12. Hay una figura
bíblica que parece particularmente idónea para ilustrar la semblanza del
Obispo como amigo de Dios, pastor y guía del pueblo. Se trata de Moisés.
Fijándose en él, el Obispo puede encontrar inspiración para su ser y
actuar como pastor, elegido y enviado por el Señor, valiente al conducir
su pueblo hacia la tierra prometida, intérprete fiel de la palabra y de
la ley del Dios vivo, mediador de la alianza, ferviente y confiado en la
oración en favor de su gente. Como Moisés, que tras el coloquio con Dios
en la montaña santa volvió a su pueblo con el rostro radiante (cf. Ex
34, 29-30), el Obispo podrá también llevar a sus hermanos los signos
de su ser padre, hermano y amigo sólo si ha entrado en la nube oscura y
luminosa del misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Iluminado por la luz de la Trinidad, será signo de la bondad
misericordiosa del Padre, imagen viva de la caridad del Hijo,
transparente hombre del Espíritu, consagrado y enviado para conducir al
Pueblo de Dios por las sendas del tiempo en la peregrinación hacia la
eternidad.
Los Padres sinodales
destacaron la importancia del compromiso espiritual en la vida, el
ministerio y el itinerario del Obispo. Yo mismo he indicado esta
prioridad, en sintonía con las exigencias de la vida de la Iglesia y la
llamada del Espíritu Santo, que en estos años ha recordado a todos la
primacía de la gracia, la gran exigencia de espiritualidad y la urgencia
de testimoniar la santidad.
La llamada a la
espiritualidad surge de la consideración de la acción del Espíritu Santo
en la historia de la salvación. Su presencia es activa y dinámica,
profética y misionera. El don de la plenitud del Espíritu Santo, que el
Obispo recibe en la Ordenación episcopal, es una llamada valiosa y
urgente a cooperar con su acción en la comunión eclesial y en la misión
universal.
La Asamblea sinodal,
celebrada tras el Gran Jubileo del 2000, asumió desde el principio el
proyecto de una vida santa que yo mismo he indicado a toda la Iglesia:
« La perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es el de la
santidad [...]. Terminado el Jubileo empieza de nuevo el camino
ordinario, pero hacer hincapié en la santidad es más que nunca una
urgencia pastoral ».49 La acogida entusiasta y generosa de
mi exhortación a poner en primer lugar la vocación a la santidad fue el
clima en que se desarrollaron los trabajos sinodales y el contexto que,
en cierto modo, unificó las intervenciones y las reflexiones de los
Padres. Parecían vibrar en sus corazones aquellas palabras de san
Gregorio Nacianzeno: « Antes purificarse, después purificar; antes
dejarse instruir por la sabiduría, después instruir; convertirse primero
en luz y después iluminar; primero acercarse a Dios y después conducir
los otros a Él; primero ser santos y después santificar ».50
Por esta razón surgió
repetidamente en la Asamblea sinodal el deseo de definir claramente la
especificidad « episcopal » del camino de santidad de un Obispo. Será
siempre una santidad vivida con el pueblo y por el pueblo, en una
comunión que se convierte en estímulo y edificación recíproca en la
caridad. No se trata de aspectos secundarios o marginales. En efecto, la
vida espiritual del Obispo favorece precisamente la fecundidad de su
obra pastoral. El fundamento de toda acción pastoral eficaz, ¿no reside
acaso en la meditación asidua del misterio de Cristo, en la
contemplación apasionada de su rostro, en la imitación generosa de la
vida del Buen Pastor? Si bien es cierto que nuestra época está en
continuo movimiento y frecuentemente agitada con el riesgo fácil del «
hacer por hacer », el Obispo debe ser el primero en mostrar, con el
ejemplo de su vida, que es preciso restablecer la primacía del « ser »
sobre el « hacer » y, más aún, la primacía de la gracia, que en
la visión cristiana de la vida es también principio esencial para una «
programación » del ministerio pastoral.51
El camino
espiritual del Obispo
13. Sólo cuando camina en
la presencia del Señor, el Obispo puede considerarse verdaderamente
ministro de la comunión y de la esperanza para el pueblo santo de Dios.
En efecto, no es posible estar al servicio de los hombres sin ser antes
« siervo de Dios ». Y no se puede ser siervo de Dios si antes no se es
« hombre de Dios ». Por eso dije en la homilía de apertura del Sínodo:
« El pastor debe ser hombre de Dios; su existencia y su ministerio
están completamente bajo el señorío divino, y en el excelso misterio de
Dios encuentran luz y fuerza ».52
Para el Obispo, la
llamada a la santidad proviene del mismo hecho sacramental que da origen
a su ministerio, o sea, la Ordenación episcopal. El antiguo Eucologio
de Serapión formula la invocación ritual de la consagración en estos
términos: « Dios de la verdad, haz de tu siervo un Obispo vital, un
Obispo santo en la sucesión de los santos apóstoles ».53 No
obstante, dado que la Ordenación episcopal no infunde la perfección de
las virtudes, « el Obispo está llamado a proseguir su camino de
santificación con mayor intensidad, para alcanzar la estatura de Cristo,
hombre perfecto ».54
La misma índole
cristológica y trinitaria de su misterio y ministerio exige del Obispo
un camino de santidad, que consiste en avanzar progresivamente hacia a
una madurez espiritual y apostólica cada vez más profunda, caracterizada
por la primacía de la caridad pastoral. Un camino vivido, evidentemente,
en unión con su pueblo, en un itinerario que es al mismo tiempo personal
y comunitario, como la vida misma de la Iglesia. En este recorrido, el
Obispo se convierte además, en íntima comunión con Cristo y solícita
docilidad al Espíritu, en testigo, modelo, promotor y animador. Así se
expresa también la ley canónica: « El Obispo diocesano, consciente de
que está obligado a dar ejemplo de santidad con su caridad, humildad y
sencillez de vida, debe procurar con todas sus fuerzas promover la
santidad de los fieles, según la vocación propia de cada uno; y, por ser
el dispensador principal de los misterios de Dios, ha de cuidar
incesantemente de que los fieles que le están encomendados crezcan en la
gracia por la celebración de los sacramentos, y conozcan y vivan el
misterio pascual ».55
El proceso espiritual del
Obispo, como el de cada fiel cristiano, tiene ciertamente su raíz en la
gracia sacramental del Bautismo y de la Confirmación. Esta gracia lo
acomuna a todos los fieles, ya que, como hace notar el Concilio Vaticano
II, « todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están
llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor
».56 Puede aplicarse a este propósito la notoria afirmación
de san Agustín, llena de realismo y sabiduría sobrenatural: « Mas, si
por un lado me aterroriza lo que soy para vosotros, por otro me consuela
lo que soy con vosotros. Soy obispo para vosotros, soy cristiano con
vosotros. La condición de obispo connota una obligación, la del
cristiano un don; la primera comporta un peligro, la segunda una
salvación ».57 Aun así, merced a la caridad pastoral, la
obligación se transforma en servicio y el peligro en oportunidad de
progreso y maduración. El ministerio episcopal no sólo es fuente de
santidad para los otros, sino también motivo de santificación para quien
deja pasar por su propio corazón y su propia vida la caridad de Dios.
Los Padres sinodales
sintetizaron algunas exigencias de este proceso. Ante todo resaltaron el
carácter bautismal y crismal que, ya desde el inicio de la existencia
cristiana, mediante las virtudes teologales, capacita para creer en
Dios, esperar en Él y amarlo. El Espíritu Santo, por su parte, infunde
sus dones favoreciendo que se crezca en el bien a través del ejercicio
de las virtudes morales, que dan a la vida espiritual una concreción
también humana.58 Gracias al Bautismo que ha recibido, el
Obispo participa, como todo cristiano, de la espiritualidad que se
arraiga en la incorporación a Cristo y se manifiesta en su seguimiento
según el Evangelio. Por eso comparte la vocación de todos los fieles a
la santidad. Debe, por tanto, cultivar una vida de oración y de fe
profunda, y poner toda su confianza en Dios, dando testimonio del
Evangelio, obedeciendo dócilmente a las sugerencias del Espíritu Santo y
manifestando una especial preferencia y filial devoción a la Virgen
María, que es maestra perfecta de vida espiritual.59
La espiritualidad del
Obispo debe ser, pues, una espiritualidad de comunión, vivida en
sintonía con los demás bautizados, hijos, igual que él, del único Padre
del cielo y de la única Madre sobre la tierra, la Santa Iglesia. Como
todos los creyentes en Cristo, necesita alimentar su vida espiritual con
la palabra viva y eficaz del Evangelio y el pan de vida de la santa
Eucaristía, alimento de vida eterna. Por su fragilidad humana, el Obispo
también ha de recurrir frecuente y regularmente al sacramento de la
Penitencia para obtener el don de esa misericordia, de la cual él mismo
ha sido instituido también ministro. Consciente, pues, de la propia
debilidad humana y de los propios pecados, el Obispo, al igual que sus
sacerdotes, vive el sacramento de la Reconciliación ante todo para sí
mismo, como una exigencia profunda y una gracia siempre esperada, para
dar un renovado impulso al propio deber de santificación en el ejercicio
del ministerio. De este modo, expresa además visiblemente el misterio de
una Iglesia santa en sí misma, pero compuesta también de pecadores que
necesitan ser perdonados.
Como todos los sacerdotes
y, obviamente, en especial comunión con los del presbiterio diocesano,
el Obispo se ha de esforzar en seguir un camino específico de
espiritualidad. En efecto, él está llamado a la santidad por el nuevo
título que deriva del Orden sagrado. Por tanto, vive de fe, esperanza y
caridad en cuanto es ministro de la palabra del Señor, de la
santificación y del progreso espiritual del Pueblo de Dios. Debe ser
santo porque tiene que servir a la Iglesia como maestro, santificador y
guía. Y, en cuanto tal, debe amar también profunda e intensamente a la
Iglesia. El Obispo es configurado con Cristo para amar a la Iglesia con
el amor de Cristo esposo y para ser en la Iglesia ministro de su unidad,
esto es, para hacer de ella « un pueblo convocado por la unidad del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo ».60
Los Padres sinodales
subrayaron repetidamente que la espiritualidad específica del Obispo se
enriquece ulteriormente con la gracia inherente a la plenitud del
Sacerdocio y que se le otorga en el momento de su Ordenación. En cuanto
pastor de la grey y siervo del Evangelio de Jesucristo en la esperanza,
el Obispo debe reflejar y en cierto modo hacer transparente en sí mismo
la persona de Cristo, Pastor supremo. En el Pontifical Romano se
recuerda explícitamente esta exigencia: « Recibe la mitra, brille en ti
el resplandor de la santidad, para que, cuando aparezca el Príncipe de
los pastores, merezcas recibir la corona de gloria que no se marchita
».61
Para ello el Obispo
necesita constantemente la gracia de Dios, que refuerce y perfeccione su
naturaleza humana. Puede afirmar con el apóstol Pablo: « Nuestra
capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una
nueva Alianza » (2 Co 3, 5-6). Por esto, se debe subrayar que el
ministerio apostólico es una fuente de espiritualidad para el Obispo, el
cual debe encontrar en él los recursos espirituales que lo hagan crecer
en la santidad y le permitan descubrir la acción del Espíritu Santo en
el Pueblo de Dios confiado a sus cuidados pastorales.62
En esta perspectiva, el
camino espiritual del Obispo coincide con la misma caridad pastoral, que
debe considerarse fundadamente como el alma de su apostolado, como lo es
también para el presbítero y el diácono. No se trata solamente de una
existentia, sino también de una pro-existentia, esto es, de
un vivir inspirado en el modelo supremo que es Cristo Señor, y que, por
tanto, se entrega totalmente a la adoración del Padre y al servicio de
los hermanos. A este respecto, el Concilio Vaticano II afirma
precisamente que los Pastores, a imagen de Cristo, deben realizar con
santidad y valentía, con humildad y fortaleza, el propio ministerio, el
cual será así para ellos « un excelente medio de santificación ».63
Ningún Obispo puede ignorar que la meta de la santidad siempre es Cristo
crucificado, en su entrega total al Padre y a los hermanos en el
Espíritu Santo. Por eso la configuración con Cristo y la participación
en sus sufrimientos (cf. 1 P 4, 13), es el camino real de la
santidad del Obispo en medio de su pueblo.
María, Madre de la
esperanza y maestra de vida espiritual
14. La presencia maternal
de la Virgen María, Mater spei et spes nostra, como la invoca la
Iglesia, debe ser también un apoyo para la vida espiritual del Obispo.
Ha de sentir, pues, por ella una devoción auténtica y filial,
considerándose llamado a hacer suyo el fiat de María, a revivir y
actualizar cada día la entrega que hizo Jesús de María al discípulo, al
pie de la Cruz, así como la del discípulo amado a María (cf. Jn
19, 26-27). Igualmente, ha de sentirse reflejado en la oración unánime y
perseverante de los discípulos y apóstoles del Hijo, con su Madre,
cuando esperaban Pentecostés. En este icono de la Iglesia naciente se
expresa la unión indisoluble entre María y los sucesores de los
apóstoles (cf. Hch 1, 14).
La santa Madre de Dios
debe ser, pues, para el Obispo maestra en escuchar y cumplir prontamente
la Palabra de Dios, en ser discípulo fiel al único Maestro, en la
estabilidad de la fe, en la confiada esperanza y en la ardiente caridad.
Como María, « memoria » de la encarnación del Verbo en la primera
comunidad cristiana, el Obispo ha de ser custodio y transmisor de la
Tradición viva de la Iglesia, en comunión con los demás Obispos, unidos
bajo la autoridad del Sucesor de Pedro.
La sólida devoción
mariana del Obispo debe estar siempre orientada por la Liturgia, en la
cual la Virgen María está particularmente presente en la celebración de
los misterios de la salvación y es para toda la Iglesia modelo ejemplar
de escucha y de oración, de entrega y de maternidad espiritual. Más aún,
el Obispo debe procurar que « con respecto a la piedad mariana del
pueblo de Dios, la Liturgia aparezca como 'forma ejemplar', fuente de
inspiración, punto de referencia constante y meta última ».64
Respetando este principio, el Obispo ha de alimentar su piedad mariana
personal y comunitaria con los ejercicios piadosos aprobados y
recomendados por la Iglesia, especialmente con el rezo de ese compendio
del Evangelio que es el Santo Rosario. Además de experto de esta
oración, basada en la contemplación de los acontecimientos salvadores de
la vida de Cristo, a los que su santa Madre estuvo íntimamente asociada,
cada Obispo está invitado también a promoverla diligentemente.65
Encomendarse a la
Palabra
15. La Asamblea del
Sínodo de los Obispos indicó algunos medios necesarios para alimentar y
hacer progresar la propia vida espiritual.66 Entre ellos
está, en primer lugar, la lectura y meditación de la Palabra de Dios.
Todo Obispo debe encomendarse siempre y sentirse encomendado « a Dios y
a la Palabra de su gracia, que tiene poder para construir el edificio y
daros la herencia con todos los santificados » (Hch 20, 32). Por
tanto, antes de ser transmisor de la Palabra, el Obispo, al igual que
sus sacerdotes y los fieles, e incluso como la Iglesia misma,67
tiene que ser oyente de la Palabra. Ha de estar como « dentro de » la
Palabra, para dejarse proteger y alimentar como en un regazo materno.
Con san Ignacio de Antioquía, el Obispo exclama también: « me he
refugiado en el Evangelio, como si en él estuviera corporalmente
presente el mismo Cristo ».68 Así pues, tendrá siempre
presente aquella conocida exhortación de san Jerónimo, citada por el
Concilio Vaticano II: « Desconocer la Escritura es desconocer a Cristo
».69 En efecto, no hay primacía de la santidad sin escucha de
la Palabra de Dios, que es guía y alimento de la santidad.
Encomendarse a la Palabra
de Dios y custodiarla, como la Virgen María que fue Virgo audiens,70
comporta algunas prácticas útiles que la tradición y la experiencia
espiritual de la Iglesia han sugerido siempre. Se trata, ante todo, de
la lectura personal frecuente y del estudio atento y asiduo de la
Sagrada Escritura. El Obispo sería un predicador vano de la Palabra
hacia fuera, si antes no la escuchara en su interior.71 Sería
incluso un ministro poco creíble de la esperanza sin el contacto
frecuente con la Sagrada Escritura, pues, como exhorta san Pablo, « con
la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la
esperanza » (Rm 15, 4). Así pues, sigue siendo válido lo que
escribió Orígenes: « Estas son las dos actividades del Pontífice: o
aprender de Dios, leyendo las Escrituras divinas y meditándolas
repetidamente, o enseñar al pueblo. En todo caso, que enseñe lo que él
mismo ha aprendido de Dios ».72
El Sínodo recordó la
importancia de la lectio y de la meditatio de la Palabra
de Dios en la vida de los Pastores y en su ministerio al servicio de la
comunidad. Como he escrito en la Carta apostólica
Novo millennio ineunte, «
es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta
en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la
lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra
viva que interpela, orienta y modela la existencia ».73 En
los momentos de la meditación y de la lectio, el corazón que ya
ha acogido la Palabra se abre a la contemplación de la obra de Dios y,
por consiguiente, a la conversión a Él tanto de pensamiento como de
obra, acompañada por la petición suplicante de su perdón y su gracia.
Alimentarse de la
Eucaristía
16. Así como el misterio
pascual es el centro de la vida y misión del Buen Pastor, la Eucaristía
es también el centro de la vida y misión del Obispo, como la de todo
sacerdote.
Con la celebración
cotidiana de la Santa Misa, el Obispo se ofrece a sí mismo junto con
Cristo. Cuando esta celebración se hace en la catedral, o en otras
iglesias, especialmente parroquiales, con asistencia y participación
activa de los fieles, el Obispo aparece además ante todos tal cual es,
es decir, como Sacerdos et Pontifex, ya que actúa en la persona
de Cristo y con la fuerza de su Espíritu, y como el hiereus, el
sacerdote santo, dedicado a realizar los sagrados misterios del altar,
que anuncia y explica con la predicación.74
El Obispo muestra también
su amor a la Eucaristía cuando, durante el día, dedica largos ratos de
su tiempo a la adoración ante el Sagrario. Entonces abre su alma al
Señor para impregnarse totalmente y configurarse por la caridad
derramada en la Cruz por el gran Pastor de las ovejas, que dio su sangre
por ellas al entregar la propia vida. A Él eleva también su oración,
intercediendo por las ovejas que le han sido confiadas.
Oración y Liturgia
de las Horas
17. Un segundo medio
indicado por los Padres sinodales es la oración, especialmente la que se
dirige al Señor con el rezo de la Liturgia de las Horas, que es siempre
y específicamente oración de la comunidad cristiana en nombre de Cristo
y bajo la guía del Espíritu.
La oración es en sí misma
un deber particular para el Obispo, como lo es para cuantos « han
recibido el don de la vocación a una vida de especial consagración
[...]: por su naturaleza, la consagración les hace más disponibles para
la experiencia contemplativa ».75 El Obispo no puede olvidar
que es sucesor de aquellos Apóstoles que fueron instituidos por Cristo
ante todo « para que estuvieran con él » (Mc 3, 14) y que, al
comienzo de su misión, hicieron una declaración solemne, que es todo un
programa de vida: « nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la
Palabra » (Hch 6, 4). Así pues, el Obispo sólo llegará a ser
maestro de oración para los fieles si tiene experiencia propia de
diálogo personal con Dios. Debe poder dirigirse a Dios en cada momento
con las palabras del Salmista: « Yo espero en tu palabra » (Sal
119, 114). Precisamente en la oración podrá obtener la esperanza con la
cual debe contagiar en cierto modo a los fieles. En efecto, en la
oración se manifiesta y se alimenta de manera privilegiada la esperanza,
pues, según una expresión de santo Tomás de Aquino, es la « intérprete
de la esperanza ».76
La oración personal del
Obispo ha de ser especialmente una plegaria típicamente « apostólica
», es decir, elevada al Padre como intercesión por todas las necesidades
del pueblo que le ha sido confiado. En el Pontifical Romano, éste es el
último compromiso que asume el elegido al episcopado antes de la
imposición de la manos: « ¿Perseverarás en la oración a Dios Padre
Todopoderoso y ejercerás el sumo sacerdocio con toda fidelidad? ».77
El Obispo ora muy en particular por la santidad de sus sacerdotes, por
las vocaciones al ministerio ordenado y a la vida consagrada y para que
en la Iglesia sea cada vez más ardiente la entrega misionera y
apostólica.
Por lo que se refiere a
la Liturgia de las Horas, destinada a consagrar y orientar toda
la jornada mediante la alabanza de Dios, ¿cómo no recordar las
magníficas palabras del Concilio?: « Cuando los sacerdotes y los que
han sido destinados a esta tarea por la Iglesia, o los fieles juntamente
con el sacerdote, oran en la forma establecida, entonces realmente es la
voz de la misma Esposa la que habla al Esposo; más aún, es la oración de
Cristo, con su mismo cuerpo, al Padre. Por eso, todos los que ejercen
esta función no sólo cumplen el oficio de la Iglesia, sino que también
participan del sumo honor de la Esposa de Cristo, porque, al alabar a
Dios, están ante su trono en nombre de la Madre Iglesia ».78
Escribiendo sobre el rezo del Oficio Divino, mi predecesor Pablo VI
decía que es « oración de la Iglesia local », en la cual se manifiesta
« la verdadera naturaleza de la Iglesia orante ».79 En la
consecratio temporis, que hace la Liturgia de las Horas, se
realiza esa laus perennis que anticipa y prefigura la Liturgia
celeste, vínculo de unión con los ángeles y los santos que glorifican
por siempre el nombre de Dios. Así pues, el Obispo, cuanto más se imbuye
del dinamismo escatológico de la oración del salterio, tanto más se
manifiesta y realiza como hombre de esperanza. En los Salmos resuena la
Vox sponsae que invoca al Esposo.
Cada Obispo, pues, ora
con su pueblo y por su pueblo. A su vez, es edificado y
ayudado por la oración de sus fieles, sacerdotes, diáconos, personas de
vida consagrada y laicos de toda edad. Para ellos es educador y promotor
de la oración. No solamente transmite lo que ha contemplado, sino que
abre a los cristianos el camino mismo de la contemplación. De este modo,
el conocido lema contemplata aliis tradere se convierte así en
contemplationem aliis tradere.
La vía de los
consejos evangélicos y de las bienaventuranzas
18. El Señor propone a
todos sus discípulos, pero de modo particular a quienes ya durante esta
vida quieren seguirlo más de cerca, como los Apóstoles, la vía de los
consejos evangélicos. Éstos, además de ser un don de la Trinidad a la
Iglesia, son un reflejo de la vida trinitaria en el creyente.80
Lo son de manera especial en el Obispo que, como sucesor de los
Apóstoles, está llamado a seguir a Cristo por la vía de la perfección de
la caridad. Por esto él es consagrado como es consagrado Jesús. Su vida
es dependencia radical de Él y total transparencia suya ante la Iglesia
y el mundo. En la vida del Obispo debe resplandecer la vida de Jesús y,
por tanto, su obediencia al Padre hasta la muerte y muerte de cruz (cf.
Flp 2, 8), su amor casto y virginal, su pobreza que es libertad
absoluta ante los bienes terrenos.
De este modo, los Obispos
pueden guiar con su ejemplo no sólo a los que en la Iglesia han sido
llamados a seguir a Cristo en la vida consagrada, sino también a los
presbíteros, a los cuales se les propone también el radicalismo de la
santidad según el espíritu de los consejos evangélicos. Dicho
radicalismo, por lo demás, concierne a todos los fieles, incluso a los
laicos, puesto que « es una exigencia fundamental e irrenunciable, que
brota de la llamada de Cristo a seguirlo e imitarlo, en virtud de la
íntima comunión de vida con Él, realizada por el Espíritu ».81
En definitiva, en el
rostro del Obispo los fieles han de contemplar las cualidades que son
don de la gracia y que, en las Bienaventuranzas, son como un
autorretrato de Cristo: el rostro de la pobreza, de la mansedumbre y de
la pasión por la justicia; el rostro misericordioso del Padre y del
hombre pacífico y pacificador; el rostro de la pureza de quien pone su
atención constante y únicamente en Dios. Los fieles han de poder ver
también en su Obispo el rostro de quien vive la compasión de Jesús con
los afligidos y, a veces, como ha ocurrido en la historia y ocurre
también hoy, el rostro lleno de fortaleza y gozo interior de quien es
perseguido a causa de la verdad del Evangelio.
La virtud de la
obediencia
19. Reflejando en sí
mismo estos rasgos tan humanos de Jesús, el Obispo se convierte además
en modelo y promotor de una espiritualidad de comunión, orientada con
solícita atención a construir la Iglesia, de modo que todo, palabras y
obras, se realice bajo el signo de la sumisión filial en Cristo y en el
Espíritu al amoroso designio del Padre. Como maestro de santidad y
ministro de la santificación de su pueblo, el Obispo está llamado a
cumplir fielmente la voluntad del Padre. La obediencia del Obispo ha de
ser vivida teniendo como modelo –y no podría ser de otro modo– la
obediencia misma de Cristo, el cual dijo varias veces que había bajado
del cielo no para hacer su voluntad, sino la de Quien la había enviado (cf.
Jn 6, 38; 8, 29; Flp 2, 7-8).
Siguiendo las huellas de
Cristo, el Obispo es obediente al Evangelio y a la Tradición de la
Iglesia; sabe interpretar los signos de los tiempos y reconocer la voz
del Espíritu Santo en el ministerio petrino y en la colegialidad
episcopal. En la Exhortación apostólica
Pastores dabo vobis puse de
relieve el carácter apostólico, comunitario y pastoral de la obediencia
presbiteral.82 Como es obvio, estas características se
encuentran de manera más intensa en la obediencia del Obispo. En efecto,
la plenitud del sacramento del Orden que él ha recibido lo sitúa en una
relación especial con el Sucesor de Pedro, con los miembros del Colegio
episcopal y con su misma Iglesia particular. Debe sentirse comprometido
a vivir intensamente estas relaciones con el Papa y con sus hermanos
Obispos en un estrecho vínculo de unidad y colaboración, respondiendo de
este modo al designio divino que ha querido unir inseparablemente a los
Apóstoles en torno a Pedro. Esta comunión jerárquica del Obispo con el
Sumo Pontífice refuerza, gracias al Orden recibido, su capacidad de
hacer presente a Jesucristo, Cabeza invisible de toda la Iglesia.
Al aspecto apostólico de
la obediencia ha de añadirse también el comunitario, ya que el
episcopado es por su naturaleza « uno e indiviso ».83
Gracias a este carácter comunitario, el Obispo está llamado a vivir su
obediencia venciendo toda tentación de individualismo y haciéndose
cargo, en el conjunto de la misión del Colegio episcopal, de la
solicitud por el bien de toda la Iglesia.
Como modelo de escucha,
el Obispo ha de estar también atento a comprender, por medio de la
oración y el discernimiento, la voluntad de Dios a través de lo que el
Espíritu dice a la Iglesia. Ejerciendo evangélicamente su autoridad,
debe saber dialogar con sus colaboradores y con los fieles para hacer
crecer eficazmente el entendimiento recíproco.84 Esto le
permitirá valorar pastoralmente la dignidad y responsabilidad de cada
miembro del Pueblo de Dios, favoreciendo con equilibrio y serenidad el
espíritu de iniciativa de cada uno. En efecto, se ha de ayudar a los
fieles a progresar en una obediencia responsable que los haga activos a
nivel pastoral.85 A este respecto, es siempre actual la
exhortación que san Ignacio de Antioquía dirigía a Policarpo: « Que no
se haga nada sin tu consentimiento, pero tú no debes hacer nada sin el
consentimiento de Dios ».86
Espíritu y práctica
de la pobreza en el Obispo
20. Los Padres sinodales,
como signo de sintonía colegial, acogieron la invitación que hice en la
Liturgia de apertura del Sínodo, para que la biena- venturanza
evangélica de la pobreza fuese considerada como una de las condiciones
necesarias, en la situación actual, para llevar a cabo un fecundo
ministerio episcopal. También en esta ocasión, en la asamblea de los
Obispos quedó como impresa la figura de Cristo el Señor, que « realizó
la obra de la redención en la pobreza y en la persecución » e invita a
la Iglesia, con sus pastores al frente, « a seguir el mismo camino para
comunicar a los hombres los frutos de la salvación ».87
Por tanto, el Obispo, que
quiere ser auténtico testigo y ministro del evangelio de la esperanza,
ha de ser vir pauper. Lo exige el testimonio que debe dar de
Cristo pobre; lo exige también la solicitud de la Iglesia para con los
pobres, por los cuales se debe hacer una opción preferencial. La opción
del Obispo de vivir el propio ministerio en la pobreza contribuye
decididamente a hacer de la Iglesia la « casa de los pobres ».
Además, dicha opción da
al Obispo una gran libertad interior en el ejercicio del ministerio,
favoreciendo una comunicación eficaz de los frutos de la salvación. La
autoridad episcopal se ha de ejercer con una incansable generosidad y
una inagotable gratuidad. Eso requiere por parte del Obispo una
confianza plena en la providencia del Padre celestial, una comunión
magnánima de bienes, un estilo de vida austero y una conversión personal
permanente. Sólo de este modo podrá participar en las angustias y los
sufrimientos del Pueblo de Dios, al que no sólo debe guiar y alentar,
sino con el cual debe ser solidario, compartiendo sus problemas y
alentando su esperanza.
Llevará a cabo este
servicio con eficacia si su vida es sencilla, sobria y, a la vez, activa
y generosa, y si pone en el centro de la comunidad cristiana, y no al
margen, a quienes son considerados como los últimos de nuestra sociedad.88
Debe favorecer casi de modo natural la « fantasía de la caridad », que
pondrá de relieve, más que la eficacia de las ayudas prestadas, la
capacidad de compartir de manera fraterna. En efecto, en la Iglesia
apostólica, como atestiguan abundantemente los Hechos, la pobreza de
algunos provocaba la solidaridad de los otros con el resultado
sorprendente de que « no había entre ellos ningún necesitado » (Hch
4, 34). La Iglesia es deudora de esta profecía a un mundo angustiado por
los problemas del hambre y de la desigualdad entre los pueblos. En esta
perspectiva de compartir y de sencillez, el Obispo administra los bienes
de la Iglesia como el « buen padre de familia » y vigila que sean
empleados según los fines propios de la Iglesia: el culto de Dios, la
manutención de sus ministros, las obras de apostolado y las iniciativas
de caridad con los pobres.
Procurator pauperum ha
sido siempre un título de los pastores de la Iglesia y debe serlo
también hoy de manera concreta, para hacer presente y elocuente el
mensaje del Evangelio de Jesucristo como fundamento de la esperanza de
todos, pero especialmente de los que sólo pueden esperar de Dios una
vida más digna y un futuro mejor. Atraídas por el ejemplo de los
Pastores, la Iglesia y las Iglesias han de poner en práctica la «
opción preferencial por los pobres », que he indicado como programa
para el tercer milenio.89
Con la castidad al
servicio de una Iglesia que refleja la pureza de Cristo
21. « Recibe este
anillo, signo de fidelidad, y permanece fiel a la Iglesia, Esposa santa
de Dios ». Con estas palabras del Pontifical Romano de la Ordenación,90
se invita al Obispo a tomar conciencia de que asume el compromiso de
reflejar en sí mismo el amor virginal de Cristo por todos sus fieles.
Está llamado ante todo a suscitar entre ellos relaciones recíprocas
inspiradas en el respeto y la estima propias de una familia donde
florece el amor en el sentido de la exhortación del apóstol Pedro: «
Amaos unos a otros de corazón e intensamente. Mirad que habéis vuelto a
nacer, y no de un padre mortal, sino de uno inmortal, por medio de la
Palabra de Dios viva y duradera » (1 P 1, 22).
Mientras con su ejemplo y
su palabra exhorta a los cristianos a ofrecer sus cuerpos como
sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cf. Rm 12, 1),
recuerda a todos que « la apariencia de este mundo pasa » (1 Co
7, 31), y por esto se debe vivir « aguardando la feliz esperanza » del
retorno glorioso de Cristo (cf. Tt 2, 13). En particular, en su
solicitud pastoral está cercano con su afecto paterno a cuantos han
abrazado la vida religiosa con la profesión de los consejos evangélicos
y ofrecen su precioso servicio a la Iglesia. Además, sostiene y anima a
los sacerdotes que, llamados por la divina gracia, han asumido
libremente el compromiso del celibato por el Reino de los cielos,
recordándoles a ellos y a sí mismo las motivaciones evangélicas y
espirituales de dicha opción, tan importante para el servicio del Pueblo
de Dios. En la Iglesia actual y en el mundo, el testimonio del amor
casto es, por un lado, una especie de terapia espiritual para la
humanidad y, por otro, una denuncia de la idolatría del instinto sexual.
En el contexto social
actual, el Obispo debe estar particularmente cercano a su grey, y ante
todo a sus sacerdotes, atento paternalmente a sus dificultades ascéticas
y espirituales, dándoles el apoyo oportuno para favorecer su fidelidad a
la vocación y a las exigencias de una ejemplar santidad de vida en el
ejercicio del ministerio. Además, en los casos de faltas graves y sobre
todo de delitos que perjudican el testimonio mismo del Evangelio,
especialmente por parte de los ministros de la Iglesia, el Obispo ha de
ser firme y decidido, justo y sereno. Debe intervenir en seguida, según
establecen las normas canónicas, tanto para la corrección y el bien
espiritual del ministro sagrado, como para la reparación del escándalo y
el restablecimiento de la justicia, así como por lo que concierne a la
protección y ayuda de las víctimas.
Con su palabra y su
actuación atenta y paternal, el Obispo cumple el compromiso de ofrecer
al mundo la verdad de una Iglesia santa y casta en sus ministros y en
sus fieles. Actuando de este modo, el pastor va delante de su grey como
hizo Cristo, el Esposo, que entregó su vida por nosotros y dejó a todos
el ejemplo de un amor puro y virginal y, por eso mismo, también fecundo
y universal.
Animador de una
espiritualidad de comunión y de misión
22. En la Carta
apostólica Novo millennio
ineunte he subrayado la necesidad de « hacer de la Iglesia la
casa y la escuela de la comunión ».91 Esta observación ha
tenido amplio eco y ha sido recogida en la Asamblea sinodal. Obviamente,
el Obispo es el primero que, en su camino espiritual, tiene el cometido
de ser promotor y animador de una espiritualidad de comunión,
esforzándose incansablemente para que ésta sea uno de los principios
educativos de fondo en todos los ámbitos en que se modela al hombre y al
cristiano: en la parroquia, asociaciones católicas, movimientos
eclesiales, escuelas católicas o los oratorios. De modo particular el
Obispo ha de cuidar que la espiritualidad de comunión se favorezca y
desarrolle donde se educan los futuros presbíteros, es decir, en los
seminarios, así como en los noviciados y casas religiosas, en los
Institutos y en las Facultades teológicas.
Los puntos más
importantes de esta promoción de la espiritualidad de comunión los he
indicado sintéticamente en la misma Carta apostólica. Ahora es
suficiente añadir que el Obispo ha de alentarla de manera especial en su
presbiterio, como también entre los diáconos, los consagrados y las
consagradas. Lo ha de hacer en el diálogo y encuentro personal, pero
también en encuentros comunitarios, por lo que debe favorecer en la
propia Iglesia particular momentos especiales para disponerse mejor a la
escucha de « lo que el Espíritu dice a las Iglesias » (Ap 2,
7.11, etc.). Así ocurre en los retiros, ejercicios espirituales y
jornadas de espiritualidad, como también con el uso prudente de los
nuevos instrumentos de comunicación social, si eso fuere oportuno para
una mayor eficacia.
Para un Obispo, cultivar
una espiritualidad de comunión quiere decir también alimentar la
comunión con el Romano Pontífice y con los demás hermanos Obispos,
especialmente dentro de la misma Conferencia Episcopal y Provincia
eclesiástica. Además, para superar el riesgo de la soledad y el
desaliento ante la magnitud y la desproporción de los problemas, el
Obispo necesita recurrir de buen grado, no sólo a la oración, sino
también a la amistad y comunión fraterna con sus Hermanos en el
episcopado.
Tanto en su fuente como
en su modelo trinitario, la comunión se manifiesta siempre en la misión,
que es su fruto y consecuencia lógica. Se favorece el dinamismo de
comunión cuando se abre al horizonte y a las urgencias de la misión,
garantizando siempre el testimonio de la unidad para que el mundo crea y
ampliando la perspectiva del amor para que todos alcancen la comunión
trinitaria, de la cual proceden y a la cual están destinados. Cuanto más
intensa es la comunión, tanto más se favorece la misión, especialmente
cuando se vive en la pobreza del amor, que es la capacidad de ir al
encuentro de cada persona, grupo y cultura sólo con la fuerza de la
Cruz, spes unica y testimonio supremo del amor de Dios, que se
manifiesta también como amor de fraternidad universal.
Caminar en lo
cotidiano
23. El realismo
espiritual lleva a reconocer que el Obispo ha de vivir la propia
vocación a la santidad en el contexto de dificultades externas e
internas, de debilidades propias y ajenas, de imprevistos cotidianos, de
problemas personales e institucionales. Ésta es una situación constante
en la vida de los pastores, de la que san Gregorio Magno da testimonio
cuando constata con dolor: « Desde que he cargado sobre mis hombros la
responsabilidad, me es imposible guardar el recogimiento que yo querría,
solicitado como estoy por tantos asuntos. Me veo, en efecto, obligado a
dirimir las causas, ora de las diversas Iglesias, ora de los
monasterios, y a juzgar con frecuencia de la vida y actuación de los
individuos en particular [...]. Estando mi espíritu disperso y
desgarrado con tan diversas preocupaciones, ¿cómo voy a poder
reconcentrarme para dedicarme por entero a la predicación y al
ministerio de la palabra? [...] ¿Qué soy yo, por tanto, o qué clase de
atalaya soy, que no estoy situado, por mis obras, en lo alto de la
montaña? ».92
Para contrarrestar las
tendencias dispersivas que intentan fragmentar la unidad interior, el
Obispo necesita cultivar un ritmo de vida sereno, que favorezca el
equilibrio mental, psicológico y afectivo, y lo haga capaz de estar
abierto para acoger a las personas y sus interrogantes, en un contexto
de auténtica participación en las situaciones más diversas, alegres o
tristes. El cuidado de la propia salud en todas sus dimensiones es
también para el Obispo un acto de amor a los fieles y una garantía de
mayor apertura y disponibilidad a las mociones del Espíritu. A este
respecto, son conocidas las recomendaciones de san Carlos Borromeo,
brillante figura de pastor, en el discurso que pronunció en su último
Sínodo: « ¿Ejerces la cura de almas? No por ello olvides la cura de ti
mismo, ni te entregues tan pródigamente a los demás que no quede para ti
nada de ti mismo; porque es necesario, ciertamente, que te acuerdes de
las almas a cuyo frente estás, pero no de manera que te olvides de ti
».93
El Obispo debe afrontar,
pues, con equilibrio los múltiples compromisos armonizándolos entre sí:
la celebración de los misterios divinos y la oración privada, el estudio
personal y la programación pastoral, el recogimiento y el descanso
necesario. Con la ayuda de estos medios para su vida espiritual,
encontrará la paz del corazón experimentando la profundidad de la
comunión con la Trinidad, que lo ha elegido y consagrado. Con la gracia
que Dios le concede, debe desempeñar cada día su ministerio, atento a
las necesidades de la Iglesia y del mundo, como testigo de la esperanza.
Formación
permanente del Obispo
24. En estrecha relación
con el deber del Obispo de seguir incansablemente la vía de la santidad
viviendo una espiritualidad cristocéntrica y eclesial, la Asamblea
sinodal planteó también la cuestión de su formación permanente. Ésta,
necesaria para todos los fieles, como se subrayó en los Sínodos
anteriores y recordaron las sucesivas Exhortaciones apostólicas
Christifideles laici,
Pastores dabo vobis y
Vita consecrata, debe considerarse
necesaria especialmente para el Obispo, que tiene la responsabilidad del
progreso común y concorde de la Iglesia.
Como en el caso de los
sacerdotes y las personas de vida consagrada, la formación permanente es
también para el Obispo una exigencia intrínseca de su vocación y misión.
En efecto, le permite discernir mejor las nuevas indicaciones con las
que Dios precisa y actualiza la llamada inicial. El apóstol Pedro,
después del « sígueme » del primer encuentro con Cristo (cf. Mt
4, 19), volvió a oír que el Resucitado, antes de dejar la tierra, le
repetía la misma invitación, anunciándole las fatigas y tribulaciones
del futuro ministerio, añadiendo: « Tú, sígueme » (Jn 21, 22).
« Por tanto, hay un 'sígueme' que acompaña toda la vida y la misión del
apóstol. Es un 'sígueme' que atestigua la llamada y la exigencia de
fidelidad hasta a la muerte (cf. ibíd.), un 'sígueme' que puede
significar una sequela Christi con el don total de sí en el
martirio ».94 Evidentemente, no se trata sólo de una
adecuada puesta al día, como exige un conocimiento realista de la
situación de la Iglesia y del mundo, que capacite al Pastor a vivir el
presente con mente abierta y corazón compasivo. A esta buena razón para
una formación permanente actualizada, se añaden otros motivos tanto de
índole antropológica, derivados del hecho de que la vida misma es un
incesante camino hacia la madurez, como de índole teológica, vinculados
profundamente a la naturaleza sacramental. En efecto, el Obispo debe «
custodiar con amor vigilante el 'misterio' del que es portador para el
bien de la Iglesia y de la humanidad ».95
Para una puesta al día
periódica, especialmente sobre algunos temas de gran importancia, se
requieren tiempos sosegados de escucha atenta, comunión y diálogo con
personas expertas –Obispos, sacerdotes, religiosas y religiosos,
laicos–, en un intercambio de experiencias pastorales, conocimientos
doctrinales y recursos espirituales que proporcionarán un auténtico
enriquecimiento personal. Para ello, los Padres sinodales subrayaron la
utilidad de cursos especiales de formación para los Obispos, como los
encuentros anuales promovidos por la Congregación para los Obispos o por
la de la Evangelización de los Pueblos, para los Obispos ordenados
recientemente. Al mismo tiempo, se estimó conveniente que los Sínodos
patriarcales, las Conferencias nacionales y regionales, e incluso las
Asambleas continentales de Obispos organicen breves cursos de formación
o jornadas de estudio, o de actualización, así como también de
ejercicios espirituales para los Obispos.
Convendrá que la misma
Presidencia de la Conferencia episcopal asuma la tarea de preparar y
realizar dichos programas de formación permanente, animando a los
Obispos a participar en estos cursos, a fin de alcanzar también de este
modo una más estrecha comunión entre los Pastores, con vistas a una
mayor eficacia pastoral en cada diócesis.96
En cualquier caso, es
evidente que, como la vida de la Iglesia, el estilo de actuar, las
iniciativas pastorales y las formas del ministerio del Obispo
evolucionan con el tiempo. Desde este punto de vista se necesitaría
también una actualización, en conformidad con las disposiciones del
Código de Derecho Canónico y en relación con los nuevos desafíos y
compromisos de la Iglesia en la sociedad. En este contexto, la Asamblea
sinodal propuso que se revisara el Directorio Ecclesiae imago,
publicado ya por la Congregación para los Obispos el 22 de febrero de
1973, adaptándolo a las nuevas exigencias de los tiempos y a los cambios
producidos en la Iglesia y en la vida pastoral.97
El ejemplo de los
Obispos santos
25. Los Obispos
encuentran siempre aliento en el ejemplo de Pastores santos, tanto para
su vida y su ministerio como para la propia espiritualidad y su esfuerzo
por adaptar la acción apostólica. En la homilía de la Celebración
eucarística de clausura del Sínodo, yo mismo propuse la figura de santos
Pastores, canonizados durante el último siglo, como testimonio de una
gracia del Espíritu que nunca ha faltado y jamás faltará a la Iglesia.98
La historia de la
Iglesia, ya desde los Apóstoles, está plagada de Pastores cuya doctrina
y santidad, pueden iluminar y orientar el camino espiritual de los
Obispos del tercer milenio. Los testimonios gloriosos de los grandes
Pastores de los primeros siglos de la Iglesia, los Fundadores de
Iglesias particulares, los confesores de la fe y los mártires que han
dado la vida por Cristo en tiempos de persecución, siguen siendo punto
de referencia luminoso para los Obispos de nuestro tiempo y en los que
pueden encontrar indicaciones y estímulos en su servicio al Evangelio.
En particular, muchos de
ellos han sido ejemplares en la virtud de la esperanza, cuando han
alentado a su pueblo en tiempos difíciles, han reconstruido las iglesias
tras épocas de persecución y calamidad, edificado hospicios para acoger
a peregrinos y menesterosos, abierto hospitales donde atender a enfermos
y ancianos. Muchos Obispos han sido guías clarividentes, que han abierto
nuevos derroteros para su pueblo; con la mirada fija en Cristo
crucificado y resucitado, esperanza nuestra, han dado respuestas
positivas y creativas a los desafíos del momento durante tiempos
difíciles. Al principio del tercer milenio hay también Pastores como
éstos, que tienen una historia que contar, hecha de fe anclada
firmemente en la Cruz. Pastores que saben percibir las aspiraciones
humanas, asumirlas, purificarlas e interpretarlas a la luz del Evangelio
y que, por tanto, tienen también una historia que construir junto con
todo el pueblo confiado a ellos.
Por eso, cada Iglesia
particular procurará celebrar a sus propios santos Obispos y recordar
también a los Pastores que han dejado en el pueblo una huella especial
de admiración y cariño por su vida santa y su preclara doctrina. Ellos
son los vigías espirituales que desde el cielo orientan el camino de la
Iglesia peregrina en el tiempo. Por eso la Asamblea sinodal, para que se
conserve siempre viva la memoria de la fidelidad de los Obispos
eminentes en el ejercicio de su ministerio, recomendó que las Iglesias
particulares o, según el caso, las Conferencias episcopales, se
preocupasen de dar a conocer su figura a los fieles con biografías
actualizadas y, en los casos oportunos, tomen en consideración la
conveniencia de introducir sus causas de canonización.99
El testimonio de una vida
espiritual y apostólica plenamente realizada sigue siendo hoy la gran
prueba de la fuerza del Evangelio para transformar a las personas y
comunidades, dando entrada en el mundo y en la historia a la santidad
misma de Dios. Esto es también un motivo de esperanza, especialmente
para las nuevas generaciones, que esperan de la Iglesia propuestas
estimulantes en las cuales inspirarse para el compromiso de renovar en
Cristo a la sociedad de nuestro tiempo.
PARTE II >