EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL
VITA CONSECRATA
Al Episcopado y al Clero, a las Órdenes Religiosas, a las sociedades de
Vida Apostólica, a los Institutos Seculares y a todos los fieles sobre
la vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo.
SS. Juan Pablo II, 25 de marzo de
1996
Nota de
Corazones.org: Este documento lo presentamos en 2 páginas de web. La
presente incluye hasta el capítulo II. La segunda contiene el
resto del documento.
INTRODUCCIÓN
CAPITULO I:
CONFESSIO TRINITATIS
EN LAS FUENTES CRISTOLÓGICO-TRINITARIAS DE LA VIDA
CONSAGRADA
CAPITULO II:
SIGNUM FRATERNITATIS
LA VIDA CONSAGRADA, SIGNO DE COMUNIÓN EN LA IGLESIA
CAPITULO III:
SERVITIUM CARITATIS
LA VIDA CONSAGRADA, EPIFANÍA DEL AMOR DE DIOS EN EL MUNDO
CONCLUSIÓN
NOTAS
INTRODUCCIÓN
1. La vida consagrada, enraizada profundamente en los ejemplos y
enseñanzas de Cristo el Señor, es un don de Dios Padre a su Iglesia
por medio del Espíritu. Con la profesión de los consejos evangélicos,
los rasgos característicos de Jesús -virgen, pobre y obediente- tienen
una típica y permanente «visibilidad» en medio del mundo, y la mirada
de los fieles es atraída hacia el misterio del reino de Dios que ya
actúa en la historia, pero espera su plena realización en el cielo.
A lo largo de los siglos nunca han faltado hombres y mujeres que,
dóciles a la llamada del Padre y a la moción del Espíritu, han elegido
este camino de especial seguimiento de Cristo, para dedicarse a él con
corazón «indiviso» (cf. 1 Co 7, 34). También ellos, como los
Apóstoles, han dejado todo para estar con él y ponerse, como él, al
servicio de Dios y de los hermanos. De este modo han contribuido a
manifestar el misterio y la misión de la Iglesia con los múltiples
carismas de vida espiritual y apostólica que les distribuía el
Espíritu Santo, y por ello han cooperado también a renovar la
sociedad.
Acción de gracias por la vida consagrada
2. El papel de la vida consagrada en la Iglesia es tan importante que
decidí convocar un sínodo para profundizar en su significado y
perspectivas, en vista del ya inminente nuevo milenio. Quise que en la
Asamblea sinodal estuvieran también presentes, junto a los padres,
numerosos consagrados y consagradas, para que no faltase su aportación
a la reflexión común.
Todos somos conscientes de la riqueza que para la comunidad eclesial
constituye el don de la vida consagrada en la variedad de sus carismas
y de sus instituciones. Juntos damos gracias a Dios por las órdenes e
institutos religiosos dedicados a la contemplación o a las obras de
apostolado, por las sociedades de vida apostólica, por los institutos
seculares y por otros grupos de consagrados, como también por todos
aquellos que, en el secreto de su corazón, se entregan a Dios con una
especial consagración.
El Sínodo ha podido comprobar la difusión universal de la vida
consagrada, presente en las Iglesias de todas las partes de la tierra.
La vida consagrada anima y acompaña el desarrollo de la evangelización
en las diversas regiones del mundo, donde no solo se acogen con
gratitud los institutos procedentes del exterior, sino que se
constituyen otros nuevos, con gran variedad de formas y de
expresiones.
De este modo, si en algunas regiones de la tierra los institutos de
vida consagrada parece que atraviesan un momento de dificultad, en
otras prosperan con sorprendente vigor, mostrando que la opción de
total entrega a Dios en Cristo no es incompatible con la cultura y la
historia de cada pueblo. Además, no florece solamente dentro de la
Iglesia católica; en realidad, se encuentra particularmente viva en el
monacato de las Iglesias ortodoxas, como rasgo esencial de su
fisonomía, y está naciendo o resurgiendo en las Iglesias y comunidades
eclesiales nacidas de la Reforma, como signo de una gracia común de
los discípulos de Cristo. De esta constatación deriva un impulso al
ecumenismo que alimenta el deseo de una comunión siempre mas plena
entre los cristianos, «para que el mundo crea» (Jn 17, 21).
La vida consagrada es un don a la Iglesia
3. La presencia universal de la vida consagrada y el carácter
evangélico de su testimonio muestran con toda evidencia -si es que
fuera necesario- que no es una realidad aislada y marginal, sino que
abarca a toda la Iglesia. Los obispos en el Sínodo lo han confirmado
muchas veces: «de re nostra agitur», «es algo que nos afecta»1. En
realidad, la vida consagrada está en el corazón mismo de la Iglesia
como elemento decisivo para su misión, ya que «indica la naturaleza
íntima de la vocación cristiana»2 y, la aspiración de toda la Iglesia
Esposa hacia la unión con el único Esposo3. En el Sínodo se ha
afirmado en varias ocasiones que la vida consagrada no sólo ha
desempeñado en el pasado un papel de ayuda y apoyo también para el
presente y el futuro del pueblo de Dios, porque pertenece íntimamente
a su santidad y a su misión4.
Las dificultades actuales, que no pocos institutos encuentran en
algunas regiones del mundo, no deben inducir a suscitar dudas sobre el
hecho de que la profesión de los consejos evangélicos sea parte
integrante de la vida de la Iglesia, a la que aporta un precioso
impulso hacia una mayor coherencia evangélica5. Podrá haber
históricamente una ulterior variedad de formas, pero no cambiará la
sustancia de una opción que se manifiesta en el radicalismo del don de
sí mismo por amor al Señor Jesús y, en él, a cada miembro de la
familia humana. Con esta certeza, que ha animado a innumerables
personas a lo largo de los siglos, el pueblo cristiano continúa
contando, consciente de que podrá obtener de la aportación de estas
almas generosas un apoyo valiosísimo en su camino hacia la patria del
cielo.
Cosechando los frutos del Sínodo
4. Adhiriéndome al deseo manifestado por la Asamblea general ordinaria
del Sínodo de los obispos reunida para reflexionar sobre el tema «La
vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo», quiero
presentar en esta exhortación apostólica los frutos del itinerario
sinodal6 y mostrar a todos los fieles -obispos, presbíteros, diáconos,
personas consagradas y laicos-, así como a cuantos se pongan a la
escucha, las maravillas que el Señor quiere realizar también hoy por
medio de la vida consagrada.
Este sínodo, que sigue a los dedicados a los laicos y a los
presbíteros, completa el análisis de las peculiaridades que
caracterizan los estados de vida queridos por el Señor Jesús para su
Iglesia. En efecto, si en el concilio Vaticano II se señaló la gran
realidad de la comunión eclesial, en la cual convergen todos los dones
para la edificación del Cuerpo de Cristo y para la misión de la
Iglesia en el mundo, en estos últimos años se ha advertido la
necesidad de explicitar mejor la identidad de los diversos estados de
vida, su vocación y su misión específica en la Iglesia.
La comunión en la Iglesia no es, pues, uniformidad, sino don del
Espíritu que pasa también a través de la variedad de los carismas y de
los estados de vida. Éstos serán tantos más útiles a la Iglesia y a su
misión, cuanto mayor sea el respeto de su identidad. En efecto, todo
don del Espíritu es concedido con objeto de que fructifique para el
Señor7 en el crecimiento de la fraternidad y de la misión.
La obra del Espíritu en las diversas formas de vida consagrada
5. ¿Cómo no recordar con gratitud al Espíritu la multitud de formas
históricas de vida consagrada, suscitadas, por él y todavía presentes
en el ámbito eclesial? Éstas aparecen como una planta llena de ramas8,
que hunde sus raíces en el Evangelio y da frutos copiosos en cada
época de la Iglesia. ¡Que extraordinaria riqueza! Yo mismo, al final
del Sínodo, he sentido la necesidad de señalar este elemento constante
en la historia de la Iglesia: los numerosos fundadores y fundadoras,
santos y santas, que han optado por Cristo en la radicalidad
evangélica y en el servicio fraterno, especialmente de los pobres y
abandonados9. Precisamente este servicio evidencia con claridad cómo
la vida consagrada manifiesta el carácter unitario del mandamiento del
amor, en el vínculo inseparable entre amor a Dios y amor al prójimo.
El Sínodo ha recordado esta obra incesante del Espíritu Santo, a lo
largo de los siglos difunde las riquezas de la práctica de los
consejos evangélicos a través de los múltiples carismas, y que también
por esta vía hace presente de modo perenne en la Iglesia y en el
mundo, en el tiempo y en el espacio, el misterio de Cristo.
Vida monástica en Oriente y en Occidente
6. Los padres sinodales de las Iglesias católicas orientales y los
representantes de las otras Iglesias de Oriente han señalado en sus
intervenciones los valores evangélicos de la vida monástica10, surgida
ya desde los inicios del cristianismo y floreciente todavía en sus
territorios, especialmente en las Iglesias ortodoxas.
Desde los primeros siglos de la Iglesia ha habido hombres y mujeres
que se han sentido llamados a imitar la condición de siervo del Verbo
encarnado y han seguido sus huellas viviendo de modo específico y
radical, en la profesión monástica, las exigencias derivadas de la
participación bautismal en el misterio Pascual de su muerte y
resurrección. De este modo, haciéndose portadores de la cruz (staurophóroi),
se han comprometido a ser portadores del Espíritu (pneumatophóroi),
hombres y mujeres auténticamente espirituales, capaces de fecundar
secretamente la historia con la alabanza y la intercesión continua,
con los consejos ascéticos y las obras de caridad.
Con el propósito de transfigurar al mundo y la vida en espera de la
definitiva visión del rostro de Dios, el monacato oriental da la
prioridad a la conversión, la renuncia de sí mismo y la compunción del
corazón, a la búsqueda de la esichia, es decir, de la paz interior, y
la oración incesante, al ayuno y las vigilias, al combate espiritual y
al silencio, a la alegría pascual por la presencia del Señor y por la
espera de su venida definitiva, al ofrecimiento de sí mismo y de los
propios bienes, vivido en la santa comunión del cenobio o en la
soledad eremítica11.
Occidente ha practicado también desde los primeros siglos de la
Iglesia la vida monástica y ha conocido su gran variedad de
expresiones tanto en el ámbito cenobítico como en el eremítico. En su
forma actual, inspirada principalmente en San Benito, el monacato
Occidental es heredero de tantos hombres y mujeres que, dejando la
vida según el mundo, buscaron a Dios y se dedicaron a él, «no
anteponiendo nada al amor de Cristo»12. Los monjes de hoy también se
esfuerzan en conciliar armónicamente la vida interior y el trabajo en
el compromiso evangélico por la conversión de las costumbres, la
obediencia, la estabilidad y la asidua dedicación a la meditación de
la Palabra (lectio divina), la celebración de la liturgia y adoración.
Los monasterios han sido y siguen siendo, en el corazón de la Iglesia
y del mundo, un signo elocuente de comunión, un lugar acogedor para
quienes buscan a Dios y las cosas del espíritu, escuelas de fe y
verdaderos laboratorios de estudio, de diálogo y cultura para la
edificación de la ciudad terrena, en espera de la celestial.
El orden de las vírgenes, los eremitas y las viudas
7. Es motivo de alegría y esperanza ver como hoy vuelve a florecer el
antiguo orden de las vírgenes, testimoniado en las comunidades
cristianas desde los tiempos apostólicos13. Consagradas por el obispo
diocesano, asumen un vínculo especial con la Iglesia, a cuyo servicio
se dedican, aun permaneciendo en el mundo. Solas o asociadas,
constituyen una especial imagen escatológica de la Esposa celeste y de
la vida futura, cuando finalmente la Iglesia viva en plenitud el amor
de Cristo esposo.
Los eremitas y las eremitas, pertenecientes a ordenes antiguas o a
institutos nuevos, o incluso de dependientes directamente del obispo,
con la separación interior y exterior del mundo testimonian el
carácter provisorio del tiempo presente, con el ayuno y la penitencia
atestiguan que no sólo de pan vive el hombre, sino de la palabra de
Dios (cf. Mt 4, 4). Esta vida «en el desierto» es una invitación para
los demás y para la misma comunidad eclesial a no perder de vista la
suprema vocación, que es la de estar siempre con el Señor.
Hoy vuelve a practicarse también la consagración de las viudas14, que
se remonta a los tiempos apostólicos (cf. 1 Tim 5, 5. 9-10; 1 Co 7,8),
así como la de los viudos. Estas personas, mediante el voto de
castidad perpetua como signo del reino de Dios, consagran su condición
para dedicarse a la oración y al servicio de la Iglesia.
Institutos dedicados totalmente a la contemplación
8. Los institutos orientados completamente a la contemplación,
formados por mujeres o por hombres, son para la Iglesia un motivo de
gloria y una fuente de gracias celestiales. Con su vida y su misión,
sus miembros imitan a Cristo orando en el monte, testimonian el
señorío de Dios sobre la historia y anticipan la gloria futura.
En la soledad y el silencio, mediante la escucha de la palabra de
Dios, el ejercicio del culto divino, la ascesis personal, la oración,
la mortificación y la comunión en el amor fraterno, orientan toda su
vida y actividad a la contemplación de Dios. Ofrecen así a la
comunidad eclesial un singular testimonio del amor de la Iglesia por
su Señor y contribuyen, con una misteriosa fecundidad apostólica, al
crecimiento del pueblo de Dios15.
Es justo, por tanto, esperar que las distintas formas de vida
contemplativa experimenten una creciente difusión en las Iglesias
jóvenes como expresión del pleno arraigo del Evangelio, sobre todo en
las regiones del mundo donde están más difundidas otras religiones.
Esto permitirá testimoniar el vigor de las tradiciones ascética y
mística cristianas y favorecer el mismo diálogo interreligioso16.
La vida religiosa apostólica
9. En Occidente han florecido a lo largo de los siglos otras múltiples
expresiones de vida religiosa, en las que innumerables personas,
renunciando al mundo, se ha consagrado a Dios mediante la profesión
pública de los consejos evangélicos según un carisma específico y en
una forma estable de vida común17, para un multiforme servicio
apostólico al pueblo de Dios. Así, las diversas familias de canónigos
regulares, las ordenes mendicantes, los clérigos regulares y, en
general, las congregaciones religiosas masculinas y femeninas
dedicadas a la actividad apostólica y misionera y a las múltiples
obras que la caridad cristiana ha suscitado.
Es un testimonio espléndido y variado, en el que se refleja la
multitud de dones otorgados por Dios a los fundadores y fundadoras
que, abiertos a la acción del Espíritu Santo, han sabido interpretar
los signos de los tiempos y responder de un modo clarividente a las
exigencias que iban surgiendo poco a poco. Siguiendo sus huellas,
muchas otras personas han tratado de encarnar con la palabra y la
acción el Evangelio en su propia existencia, para mostrar en su tiempo
la presencia viva de Jesús, el Consagrado por excelencia y el Apóstol
del Padre. Los religiosos y religiosas en cada época deben continuar
tomando ejemplo de Cristo el Señor, alimentando en la oración una
profunda comunión de sentimientos con él (cf. Flp. 2, 5-11), de modo
que toda su vida esté impregnada de espíritu apostólico y toda su
acción apostólica esté sostenida por la contemplación18.
Institutos seculares
10. El Espíritu Santo, admirable artífice de la variedad de los
carismas, ha suscitado en nuestro tiempo nuevas formas de vida
consagrada, como queriendo corresponder, según un providencial
designio, a las nuevas necesidades que la Iglesia encuentra hoy al
realizar su misión en el mundo.
Pienso en primer lugar en los institutos seculares, cuyos miembros
quieren vivir la consagración a Dios en el mundo mediante la profesión
de los consejos evangélicos en el contexto de las estructuras
temporales, para ser así levadura de sabiduría y testigos de gracia
dentro de la vida cultural y económica y política. Mediante la
síntesis, propia de ellos, de secularidad y consagración, tratan de
introducir en la sociedad las energías nuevas del reino de Cristo,
buscando transfigurar el mundo desde dentro con la fuerza de las
bienaventuranzas. De este modo, mientras la total pertenencia a Dios
los hace plenamente consagrados a su servicio, su actividad en las
normales condiciones laicales contribuye, bajo la acción del Espíritu,
a la animación evangélica de las realidades seculares. Los institutos
seculares contribuyen de este modo a asegurar a la Iglesia, según la
índole específica de cada uno, una presencia incisiva en la
sociedad19.
Una valiosa aportación dan también los institutos seculares
clericales, en los que sacerdotes pertenecientes al presbiterio
diocesano, aun cuando se reconoce a algunos de ellos la incardinación
en el propio instituto, se consagran a Cristo mediante la practica de
los consejos evangélicos según un carisma especifico. Encuentran en
las riquezas espirituales del instituto al que pertenecen una ayuda
para vivir intensamente la espiritualidad propia del sacerdocio y, de
este modo, ser fermento de comunión y de generosidad apostólica entre
los hermanos.
Sociedades de vida apostólica
11. Merecen especial mención, además, las sociedades de vida
apostólica o de vida común, masculinas y femeninas, las cuales buscan,
con un estilo propio, un especifico fin apostólico o misionero. En
muchas de ellas, con vínculos sagrados reconocidos oficialmente por la
Iglesia, se asumen expresamente los consejos evangélicos. Sin embargo,
incluso en este caso, la peculiaridad de su consagración las distingue
de los institutos religiosos y de los institutos seculares. Se debe
salvaguardar y promover la peculiaridad de esta forma de vida, que en
el curso de los últimos siglos ha producido tantos frutos de santidad
y apostolado, especialmente en el campo de la caridad y en la difusión
misionera del Evangelio20.
Nuevas formas de vida consagrada
12. La perenne juventud de la Iglesia continua manifestándose también
hoy: en los últimos decenios, después del concilio ecuménico Vaticano
II, han surgido nuevas o renovadas formas de vida consagrada. En
muchos casos se trata de institutos semejantes a los ya existentes,
pero nacidos de nuevos impulsos espirituales y apostólicos. La
autoridad de la Iglesia debe discernir su vitalidad, pues a ella
corresponde realizar los necesarios exámenes tanto para probar la
autenticidad de la finalidad que los ha inspirado, como para evitar la
excesiva multiplicación de instituciones análogas entre sí, con el
consiguiente riesgo de una nociva fragmentación en grupos demasiado
pequeños. En otros casos se trata de experiencias originales, que
están buscando una identidad propia en la Iglesia y esperan ser
reconocidas oficialmente por la Sede apostólica, única autoridad a la
que compete el juicio último21.
Estas nuevas formas de vida consagrada, que se añaden a las antiguas,
manifiestan el atractivo constante que la entrega total al Señor, el
ideal de la comunidad apostólica y los carismas de fundación continúan
teniendo también sobre la generación actual y son, además, signo de la
complementariedad de los dones del Espíritu Santo.
Además, el Espíritu en la novedad no se contradice. Prueba de esto es
el hecho de que las nuevas formas de vida consagrada no han suplantado
a las precedentes. En tal multiforme variedad se ha podido conservar
la unidad de fondo gracias a la misma llamada a seguir, en la búsqueda
de la caridad perfecta, a Jesús virgen, pobre y obediente. Esta
llamada, tal como se encuentra en todas las formas ya existentes, se
pide del mismo modo en aquellas que se proponen como nuevas.
Finalidad de esta exhortación apostólica
13. Recogiendo los frutos de los trabajos sinodales, quiero dirigirme
con esta exhortación apostólica a toda la Iglesia, para ofrecer no
solo a las personas consagradas, sino también a los pastores y a los
fieles, los resultados de un encuentro alentador, sobre cuyo
desarrollo no ha dejado de velar el Espíritu Santo con sus dones de
verdad y de amor.
En estos años de renovación la vida consagrada ha atravesado, como
también otras formas de vida en la Iglesia, un período delicado y
duro. Ha sido un tiempo rico de esperanzas, proyectos y propuestas
innovadoras encaminadas a reforzar la profesión de los consejos
evangélicos. Pero ha sido también un período no exento de tensiones y
pruebas, en el que experiencias, incluso siendo generosas, no siempre
se han visto coronadas por resultados positivos.
Las dificultades no deben, sin embargo, inducir al desánimo. Es
preciso más bien comprometer con nuevo ímpetu, porque la Iglesia
necesita la aportación espiritual y apostólica de una vida consagrada
renovada y fortalecida. Con la presente exhortación postsinodal deseo
dirigirme a las comunidades religiosas y a las personas consagradas
con el mismo espíritu que animaba la carta dirigida por el concilio de
Jerusalén a los cristianos de Antioquía, y tengo la esperanza de que
se repita también hoy la misma experiencia vivida entonces: «La
leyeron y se gozaron al recibir aquel aliento» (Hch 15, 31). No sólo
esto: tengo, además, la esperanza de aumentar el gozo de todo el
pueblo de Dios que, conociendo mejor la vida consagrada, podrá dar
gracias más conscientemente al Omnipotente por este gran don.
En actitud de cordial apertura hacia los padres sinodales, he ido
recogiendo la valiosas aportaciones surgidas durante las intensas
asambleas de trabajo, en las que he querido estar constantemente
presente. Durante este período, he ofrecido a todo el pueblo de Dios
algunas catequesis sistemáticas sobre la vida consagrada en la
Iglesia. En ellas he presentado de nuevo las enseñanzas del Concilio
Vaticano II, que ha sido punto de referencia luminoso para los
desarrollos doctrinales posteriores y para la misma reflexión
realizada por el Sínodo durante las semanas de sus trabajos22.
Mientras confío en que los hijos de la Iglesia, y en particular las
personas consagradas, acogerán con adhesión cordial esta exhortación,
deseo que continúe la reflexión para profundizar en el don de la vida
consagrada en su triple dimensión de la consagración, la comunión y la
misión, y que los consagrados y consagradas, en plena sintonía con la
Iglesia y su magisterio, encuentren así ulteriores estímulos para
afrontar espiritual y apostólicamente los nuevos desafíos.
CAPITULO I
CONFESSIO TRINITATIS
EN LAS FUENTES CRISTOLÓGICO-TRINITARIAS DE LA VIDA CONSAGRADA
Icono de Cristo transfigurado
14. El fundamento evangélico de la vida consagrada se debe buscar en
la especial relación que Jesús, en su vida terrena, estableció con
algunos de sus discípulos, invitándoles no sólo a acoger el reino de
Dios en la propia vida, sino también a poner la propia existencia al
servicio de esta causa, dejando todo e imitando de cerca su forma de
vida.
Tal existencia «cristiforme», propuesta a tantos bautizados a lo largo
de la historia, es posible sólo desde una especial vocación y gracias
a un don peculiar del Espíritu. En efecto, en ella la consagración
bautismal los lleva a una respuesta radical en el seguimiento de
Cristo mediante la adopción de los consejos evangélicos, el primero y
esencial entre ellos es el vínculo sagrado de la castidad por el reino
de los cielos23. Este especial «seguimiento de Cristo», en cuyo origen
está siempre la iniciativa del Padre, tiene, pues, una connotación
esencialmente cristológica y pneumatólogica, manifestando así de modo
particularmente vivo el carácter trinitario de la vida cristiana, de
la que anticipa de alguna manera la realización escatológica a la que
tiende toda la Iglesia24.
En el Evangelio son muchas las palabras y gestos de Cristo que
iluminan el sentido de esta especial vocación. Sin embargo, para
captar con una visión de conjunto sus rasgos esenciales, ayuda
singularmente contemplar el rostro radiante de Cristo en el misterio
de la Transfiguración. A este «icono» se refiere toda una antigua
tradición espiritual, cuando relaciona la vida contemplativa con la
oración de Jesús «en el monte»25. Además, a ella pueden referirse, en
cierto modo, las mismas dimensiones «activas» de la vida consagrada,
ya que la Transfiguración no es sólo revelación de la gloria de
Cristo, sino también preparación para afrontar la cruz. Ella implica
un «subir al monte» y un «bajar del monte»: los discípulos que han
gozado de la intimidad del Maestro, envueltos momentáneamente por el
esplendor de la vida trinitaria y de la comunión de los santos, como
arrebatados en el horizonte de la eternidad, vuelven de repente a la
realidad cotidiana, donde no ven más que a «Jesús solo» en la humildad
de la naturaleza humana, y son invitados a descender para vivir con él
las exigencias de Dios y emprender con valor el camino de la cruz.
«Y se transfiguró delante de ellos...»
15. «Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su
hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró
delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus
vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron
Moisés y Elías que conversaban con él.
»Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: "Señor, bueno es estarnos
aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para
Moisés y otra para Elías". Todavía estaba hablando, cuando una nube
luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que
decía: "Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle". Al
oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas
Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: "Levantaos, no tengáis
miedo". Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús
solo.
»Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: "no contéis a nadie la
visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los
muertos"» (Mt 17, 1-9).
El episodio de la Transfiguración marca un momento decisivo en el
ministerio de Jesús. Es un acontecimiento de revelación que consolida
la fe en el corazón de los discípulos, les prepara al drama de la cruz
y anticipa la gloria de la resurrección. Este misterio es vivido
continuamente por la Iglesia, pueblo en camino hacia el encuentro
escatológico con su Señor. Como los tres apóstoles escogidos, la
Iglesia contempla el rostro transfigurado de Cristo, para confirmarse
en la fe y no desfallecer ante su rostro desfigurado en la cruz. En un
caso y en otro, ella es la Esposa ante el Esposo, partícipe de su
misterio y envuelta por su luz.
Esta luz llega a todos sus hijos, todos igualmente llamados a seguir a
Cristo poniendo en él el sentido último de la propia vida, hasta poder
decir con el Apóstol: «Para mi la vida es Cristo» (Flp 1, 21). Una
experiencia singular de la luz que emana del Verbo encarnado es,
ciertamente, la que tienen los llamados a la vida consagrada. En
efecto, la profesión de los consejos evangélicos los presenta como
signo y profecía para la comunidad de los hermanos y para el mundo;
encuentran, pues, en ellos particular resonancia las palabras
extasiadas de Pedro: «Bueno es estarnos aquí» (Mt 17,4). Estas
palabras muestran la orientación cristocéntrica de toda la vida
cristiana. Sin embargo, expresan con particular elocuencia el carácter
absoluto que constituye el dinamismo profundo de la vocación a la vida
consagrada: ¡qué hermoso es estar contigo, dedicarnos a ti, concentrar
de modo exclusivo nuestra existencia en ti! En efecto, quien ha
recibido la gracia de esta especial comunión de amor con Cristo, se
siente como seducido por su fulgor: él es «el mas hermoso de los hijos
de Adán» (Sal 45/44, 3), el Incomparable.
«Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle»
16. A los tres discípulos extasiados se dirige la llamada del Padre a
ponerse a la escucha de Cristo, a depositar en él toda confianza, a
hacer de él el centro de la vida. En la palabra que viene de lo alto
adquiere nueva profundidad la invitación con la que Jesús mismo, al
inicio de la vida pública, les había llamado a su seguimiento,
sacándolos de su vida ordinaria y acogiéndolos en su intimidad.
Precisamente de esta especial intimidad surge, en la vida consagrada,
la posibilidad y la exigencia de la entrega total de sí mismo en la
profesión de los consejos evangélicos. Éstos, antes que una renuncia,
son una específica acogida del misterio de Cristo, vivida en la
Iglesia.
En efecto, en la unidad de la vida cristiana las distintas vocaciones
son como rayos de la única luz de Cristo, «que resplandece sobre el
rostro de la Iglesia»26. Los laicos en virtud del carácter secular de
su vocación, reflejan el misterio del Verbo encarnado en cuanto Alfa y
Omega del mundo, fundamento y medida del valor de todas las cosas
creadas. Los ministros sagrados, por su parte, son imágenes vivas de
Cristo cabeza y pastor, que guía a su pueblo en el tiempo del «ya,
pero todavía no», a la espera de su venida en la gloria. A la vida
consagrada se confía la misión de señalar al Hijo de Dios hecho hombre
como la meta escatológica a la que todo tiende, el resplandor ante el
cual cualquier otra luz languidece, la infinita belleza que, sola,
puede satisfacer totalmente el corazón humano. Por tanto, en la vida
consagrada no se trata sólo de seguir a Cristo con todo el corazón,
amándolo «más que al padre o a la madre, más que al hijo o a la hija»
(cf. Mt 10, 37), como se pide a todo discípulo, sino de vivirlo y
expresarlo con la adhesión «conformadora» con Cristo de toda la
existencia, en una tensión global que anticipa, en la medida de lo
posible en el tiempo y según los diversos carismas, la perfección
escatológica.
En efecto, mediante la profesión de los consejos evangélicos la
persona consagrada no sólo hace de Cristo el centro de la propia vida
sino que se preocupa de reproducir en sí mismo, en cuanto es posible,
«aquella forma de vida que escogió el Hijo de Dios al venir al
mundo»27. Abrazando la virginidad, hace suyo el amor virginal de
Cristo y lo confiesa como Hijo unigénito, uno con el Padre (cf. Jn 10,
30; 14, 11); imitando su pobreza, lo confiesa como Hijo que todo
recibe del padre y todo lo devuelve en el amor (cf. Jn 17, 7. 10);
adhiriéndose, con el sacrificio de la propia libertad, al misterio de
la obediencia filial, lo confiesa infinitamente amando y amante, como
Aquel que se complace sólo en la voluntad del Padre (Jn 4, 34), al que
está perfectamente unido y del que depende en todo.
Con la identificación «conformadora» con el misterio de Cristo, la
vida consagrada realiza por un titulo especial aquella confessio
Trinitatis que caracteriza toda la vida cristiana, reconociendo con
admiración la sublime belleza de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo y
testimoniando con alegría su amorosa condescendencia hacia cada ser
humano.
I. PARA ALABANZA DE LA TRINIDAD
A Patre ad Patrem: la iniciativa de Dios
17. La contemplación de la gloria del Señor Jesús en el icono de la
Transfiguración revela a las personas consagradas ante todo al Padre,
creador y dador de todo bien, que atrae a sí (cf. Jn 6, 44) una
criatura suya con un amor especial para una misión especial. «Este es
mi Hijo amado: escuchadle» (Mt 17, 5). Respondiendo a esta invitación
acompañada de una atracción interior, la persona llamada se confía al
amor de Dios que la quiere a su exclusivo servicio, y se consagra
totalmente a él y a su designio de salvación (cf. 1 Co 7, 32-34).
Este es el sentido de la vocación a la vida consagrada: una iniciativa
enteramente del Padre (cf. Jn 15, 16), que exige de aquellos que ha
elegido la respuesta de una entrega total y exclusiva28. La
experiencia de este amor gratuito de Dios es hasta tal punto íntima y
fuerte que la persona experimenta que debe responder con la entrega
incondicional de su vida, consagrando todo, presente y futuro, en sus
manos. Precisamente por esto, siguiendo a Santo Tomás, se puede
comprender la identidad de la persona consagrada a partir de la
totalidad de su entrega, equiparable a un auténtico holocausto29.
Por Filium: siguiendo a Cristo
18. El Hijo, camino que conduce al Padre (cf. Jn 14, 6), llama a todos
los que el Padre le ha dado (cf. Jn 17, 9) a un seguimiento que
orienta su existencia. Pero a algunos -precisamente las personas
consagradas- pide un compromiso total, que conlleva el abandono de
todas las cosas (cf. Mt 19, 27) para vivir en intimidad con él30 y
seguirlo adonde vaya (cf. Ap 14, 4).
En la mirada de Cristo (cf. Mc 10, 21), «imagen de Dios invisible»,
(Col 1, 15), resplandor de la gloria del Padre (cf. Hb 1, 3), se
percibe la profundidad de un amor eterno e infinito que toca las
raíces del ser31. La persona que se deja seducir por él tiene que
abandonar todo y seguirlo (cf. Mc 1, 16-20; 2, 14; 10, 21. 28). Como
Pablo, considera que todo lo demás es «perdida ante la sublimidad del
conocimiento de Cristo Jesús», ante el cual no duda en tener todas las
cosas «por basura para ganar a Cristo», (Flp. 3, 8). Su aspiración es
identificarse con él, asumiendo sus sentimientos y su forma de vida.
Este dejarlo todo y seguir al Señor (cf. Lc. 18, 28) es un programa
válido para todas las personas llamadas y para todos los tiempos.
Los consejos evangélicos, con los que Cristo invita a algunos a
compartir su experiencia de virgen, pobre y obediente, exigen y
manifiestan, en quien los acoge, el deseo explícito de una total
conformación con él. Viviendo, «en obediencia, sin nada propio y en
castidad»32, los consagrados confiesan que Jesús es el Modelo en el
que cada virtud alcanza la perfección. En efecto, su forma de vida
casta, pobre y obediente, aparece como el modo más radical de vivir el
Evangelio en esta tierra, un modo -se puede decir- divino, porque es
abrazado por él, Hombre- Dios, como expresión de su relación de Hijo
unigénito con el Padre y con el Espíritu Santo. Éste es el motivo por
el que en la tradición cristiana se ha hablado siempre de la
excelencia objetiva de la vida consagrada.
No se puede negar, además, que la práctica de los consejos evangélicos
es un modo particularmente íntimo y fecundo de participar también en
la misión de Cristo, siguiendo el ejemplo de María de Nazaret, primera
discípula, la cual aceptó ponerse al servicio del plan divino en la
donación total de si misma. Toda misión comienza con la misma actitud
manifestada por María en la Anunciación: «He aquí la esclava del
Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 3 8).
In Spiritu: consagrados por el Espíritu Santo
19. «Una nube luminosa los cubrió con su sombra» (Mt 17, 5). Una
significativa interpretación espiritual de la Transfiguración ve en
esta nube la imagen del Espíritu Santo33.
Como toda la existencia cristiana, la llamada a la vida consagrada
está también en íntima relación con la obra del Espíritu Santo. Es él
quien, a lo largo de los milenios, acerca siempre nuevas personas, a
percibir el atractivo de una opción tan comprometida. Bajo su acción
reviven, en cierto modo, la experiencia del profeta Jeremías: «Me has
seducido, Señor, y me dejé seducir» (20, 7). Es el Espíritu quien
suscita el deseo de una respuesta plena; es él quien guía el
crecimiento de tal deseo, llevando a su madurez la respuesta positiva
y sosteniendo después su fiel realización; es él quien forma y plasma
el ánimo de los llamados, configurándolos a Cristo casto, pobre y
obediente, y moviéndolos a acoger como propia su misión. Dejándose
guiar por el Espíritu en un incesante camino de purificación, llegan a
ser, día tras día, personas cristiformes, prolongación en la historia,
de una especial presencia del Señor resucitado.
Con intuición profunda, los Padres de la Iglesia han calificado este
camino espiritual como filocalia, es decir, amor por la por la belleza
divina, que es irradiación de la divina bondad. La persona que por el
poder del Espíritu Santo es conducida progresivamente a la plena
configuración con Cristo refleja en sí misma un rayo de la luz
inaccesible y en su peregrinar terreno camina hacia la Fuente
inagotable de la luz. De este modo la vida consagrada es una expresión
particularmente profunda de la Iglesia Esposa, la cual, conducida por
el Espíritu a reproducir en si los rasgos del Esposo, se presenta ante
él resplandeciente, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida,
sino santa e inmaculada (cf. Ef 5, 27).
El Espíritu mismo, además, lejos de separar de la historia de los
hombres las personas que el Padre ha llamado, las pone al servicio de
los hermanos según las modalidades propias de su estado de vida, y las
orienta a desarrollar tareas particulares, de acuerdo con las
necesidades de la Iglesia y del mundo, por medio de los carismas
particulares de cada instituto. De aquí surgen las múltiples formas de
vida consagrada, mediante las cuales la Iglesia «aparece también
adornada con los diversos dones de sus hijos, como una esposa que se
ha arreglado para su esposo (cf. Ap 21, 2)»34 y es enriquecida con
todos los medios para desarrollar su misión en el mundo.
Los consejos evangélicos, don de la Trinidad
20. Los consejos evangélicos son, pues, ante todo un don de la
Santísima Trinidad. La vida consagrada es anuncio de lo que el Padre,
por medio del Hijo, en el Espíritu, realiza con su amor, su bondad su
belleza. En efecto, «el estado religioso (...) revela de manera
especial la superioridad del Reino sobre todo lo creado y sus
exigencias radicales. Muestra también a todos los hombres la grandeza
extraordinaria del poder de Cristo Rey y la eficacia infinita del
Espíritu Santo, que realiza maravillas en su Iglesia»35.
Primer objetivo de la vida consagrada es el de hacer visibles las
maravillas que Dios realiza en la frágil humanidad de las personas
llamadas. Más que con palabras, testimonian estas maravillas con el
lenguaje elocuente de una existencia transfigurada, capaz de
sorprender al mundo. Al asombro de los hombres responden con el
anuncio de los prodigios de gracia que el Señor realiza en los que
ama. En la medida en que la persona consagrada se deja conducir por el
Espíritu hasta la cumbre de la perfección, puede exclamar: «Veo la
belleza de tu gracia, contemplo su fulgor y reflejo su luz; me
arrebata su esplendor indescriptible; soy empujado fuera de mi
mientras pienso en mí mismo; veo cómo era y que soy ahora. ¡Oh
prodigio! Estoy atento, lleno de respeto hacia mí mismo, de reverencia
y de temor, como si fuera ante ti; no se que hacer porque la timidez
me domina; no sé dónde sentarme, a dónde acercarme, dónde reclinar
estos miembros, que son tuyos; en qué obras ocupar estas sorprendentes
maravillas divinas»36. De este modo, la vida consagrada se convierte,
en una de las huellas, concretas que la Trinidad deja en la historia,
para que los hombres puedan descubrir el atractivo y la nostalgia de
la belleza divina.
El reflejo, de la vida trinitaria en los consejos
21. La referencia de los consejos evangélicos a la Trinidad santa y
santificante revela su sentido más profundo. En efecto, son expresión
del amor del Hijo al Padre en la unidad del Espíritu Santo. Al
practicarlos, la persona consagrada vive con particular intensidad el
carácter trinitario y cristológico que caracteriza toda la vida
cristiana.
La castidad de los célibes y de las vírgenes, en cuanto manifestación
de la entrega a Dios con corazón indiviso (cf. 1 Co 7, 32-34) es el
reflejo de amor infinito que une a las tres Personas divinas en la
profundidad misteriosa de la vida trinitaria; amor testimoniado por el
Verbo encarnado hasta la entrega de su vida; amor «derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rm 5, 5), que anima una
respuesta de amor total hacía Dios y hacía los hermanos.
La pobreza manifiesta que Dios es la única riqueza verdadera del
hombre. Vivida según el ejemplo de Cristo que «siendo rico, se hizo
pobre», (2 Co 8,9) es expresión de la entrega total de sí que las tres
Personas divinas se hacen recíprocamente. Es don que brota en la
creación y se manifiesta plenamente en la Encarnación del Verbo y en
su muerte redentora.
La obediencia, practicada a imitación de Cristo, cuyo alimento era
hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34), manifiesta la belleza
liberadora de una dependencia filial y no servil, rica de sentido de
responsabilidad y animada por la confianza recíproca, que es reflejo
en la historia de la amorosa correspondencia propia de las tres
Personas divinas.
Por tanto, la vida consagrada está llamada a profundizar continuamente
el don de los consejos evangélicos con un amor cada vez más sincero e
intenso en dimensión trinitaria: amor a Cristo, que llama a su
intimidad; al Espíritu Santo, que dispone el ánimo a acoger sus
inspiraciones; al Padre, origen primero y fin supremo de la vida
consagrada37. De este modo se convierte en manifestación y signo de la
Trinidad, cuyo misterio viene presentado a la Iglesia como modelo y
fuente de cada forma de vida cristiana.
La misma vida fraterna, en virtud de la cual las personas consagradas
se esfuerzan por vivir en Cristo con «un solo corazón y una sola alma»
(Hch 4, 32), se propone como elocuente manifestación trinitaria. La
vida fraterna manifiesta al Padre, que quiere hacer de todos los
hombres una sola familia; manifiesta al Hijo encarnado, que reúne a
los redimidos en la unidad, mostrando el camino con su ejemplo, su
oración, sus palabras y, sobre todo, con su muerte, fuente de
reconciliación para los hombres divididos y dispersos; manifiesta al
Espíritu Santo como principio de unidad en la Iglesia, donde no cesa
de suscitar familias espirituales y comunidades fraternas.
Consagrados como Cristo para el reino de Dios
22. La vida consagrada «imita más de cerca y hace presente
continuamente en la Iglesia»38, por impulso del Espíritu Santo, la
forma de vida que Jesús, supremo consagrado y misionero del Padre para
su Reino, abrazó y propuso a los discípulos que lo seguían (cf. Mt 4,
18-22; Mc 1, 16-20; Lc 5, 10-11; Jn 15, 16). A la luz de la
consagración de Jesús, es posible descubrir en la iniciativa del
Padre, fuente de toda santidad, el principio originario de la vida
consagrada. En efecto, Jesús mismo es aquel que Dios «ungió con el
Espíritu Santo y con poder» (Hch 10, 38), «aquel a quien el Padre ha
santificado y enviado al mundo» (Jn 10,36). Acogiendo la consagración
del Padre, el Hijo a su vez se consagra a él por la humanidad (cf Jn
17,19): su vida de virginidad, obediencia y pobreza manifiesta su
filial y total adhesión al designio del Padre (cf Jn 10, 30; 14, 11).
Su perfecta oblación confiere un significado de consagración a todos
los acontecimientos de su existencia terrena.
Él es el obediente por excelencia, bajado del cielo no para hacer su
voluntad, sino la de Aquel que lo ha enviado (cf Jn 6, 38; Hb 10,
5.7). El pone su ser y su actuar en las manos del Padre (cf Lc 2, 49).
En obediencia filial, adopta la forma del siervo: «Se despojó de sí
mismo tomando condición de siervo (...), obedeciendo hasta la muerte y
muerte de cruz» (Flp 2, 7-8). En esta actitud de docilidad al Padre,
Cristo, aun aprobando y defendiendo la dignidad y la santidad de la
vida matrimonial, asume la forma de vida virginal y revela así el
valor sublime y la misteriosa fecundidad espiritual de la virginidad.
Su adhesión plena al designio del Padre se manifiesta también en el
desapego de los bienes terrenos: «Siendo rico, por vosotros se hizo
pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2 Cor 8,9). La
profundidad de su pobreza se revela en la perfecta oblación de todo lo
suyo al Padre.
Verdaderamente la vida consagrada es memoria viviente del modo de
existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante
los hermanos. Es tradición viviente de la vida y del mensaje del
Salvador.
II. ENTRE LA PASCUA Y LA CULMINACIÓN
Del Tabor al Calvario
23. El acontecimiento deslumbrante de la Transfiguración prepara a
aquel otro dramático, pero no menos luminoso, del Calvario: Pedro,
Santiago y Juan contemplan al Señor Jesús junto a Moisés y Elías, con
los que -según el evangelista Lucas- habla «de su partida, que iba a
cumplir en Jerusalén» (9,31). Los ojos de los Apóstoles están fijos en
Jesús que piensa en la cruz (cf Lc 9, 43-45). Allí su amor virginal
por el Padre y por todos los hombres alcanzará su máxima expresión; su
pobreza llegará al despojo de todo; su obediencia hasta la entrega de
la vida.
Los discípulos y las discípulas son invitados a contemplar a Jesús
exaltado en la cruz, de la cual «el Verbo salido del silencio»39, en
su silencio y en su soledad, afirma proféticamente la absoluta
trascendencia de Dios sobre todos los bienes creados, vence en su
carne nuestro pecado y atrae hacia sí a cada hombre y mujer, dando a
cada uno la vida nueva de la resurrección (cf. Jn 12, 32; 19, 34. 37).
En la contemplación de Cristo crucificado se inspiran todas las
vocaciones; en ella tienen su origen, con el don fundamental del
Espíritu, todos los dones y en particular el don de la vida
consagrada.
Después de María, Madre de Jesús, Juan, el discípulo que Jesús amaba,
el testigo que junto con María estuvo a los pies de la cruz (cf. Jn
19, 26-27), recibió este don. Su decisión de consagración total es
fruto del amor divino que lo envuelve, lo sostiene y le llena el
corazón. Juan, al lado de María, está entre los primeros de la larga
serie de hombres y mujeres que, desde los inicios de la Iglesia hasta
el final, tocados por el amor de Dios, se sienten llamados a seguir al
Cordero inmolado y viviente, dondequiera que vaya (cf Ap 14, 1-5)40.
Dimensión pascual de la vida consagrada
24. La persona consagrada, en las diversas formas de vida suscitadas
por el Espíritu a lo largo de la historia, experimenta la verdad de
Dios-Amor de un modo tanto más inmediato y profundo cuanto más se
coloca bajo la cruz de Cristo. Aquel que en su muerte aparece ante los
ojos humanos desfigurado y sin belleza, hasta el punto de mover a los
presentes a cubrirse el rostro (cf. Is 53, 2-3), precisamente en la
cruz manifiesta en plenitud la belleza y el poder del amor de Dios.
San Agustín lo canta así: «Hermoso siendo Dios, Verbo en Dios (...).
Es hermoso en el cielo y es hermoso en la tierra; hermoso en el seno,
hermoso en los brazos de sus padres, hermoso en los milagros, hermoso
en los azotes; hermoso invitado a la vida, hermoso no preocupándose de
la muerte, hermoso dando la vida, hermoso tomándola; hermoso en la
cruz, hermoso en el sepulcro y hermoso en el cielo. Oíd entendiendo el
cántico, y la flaqueza de su carne no aparte de vuestros ojos el
esplendor de su hermosura»41
La vida consagrada refleja este esplendor del amor, porque confiesa,
con su fidelidad al misterio de la cruz, creer y vivir del amor del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. De este modo contribuye a
mantener viva en la Iglesia la conciencia de que la cruz es la
sobreabundancia del amor de Dios que se derrama sobre este mundo, el
gran signo de la presencia salvífica de Cristo. Y esto especialmente
en las dificultades y pruebas. Es lo que testimonian continuamente y
con un valor digno de profunda admiración un gran número de personas
consagradas, que con frecuencia viven en situaciones difíciles,
incluso de persecución y martirio. Su fidelidad al único Amor se
manifiesta y se fortalece en la humildad de una vida oculta, en la
aceptación de los sufrimientos para completar en la propia carne lo
que «falta a las tribulaciones de Cristo» (Col 1, 24), en el
sacrificio silencioso, en el abandono a la santa voluntad de Dios, en
la serena fidelidad incluso ante el declive de las fuerzas y del
propio ascendiente. De la fidelidad a Dios nace también la entrega al
prójimo, que las personas consagradas viven no sin sacrificio en la
constante intercesión por las necesidades de los hermanos, en el
servicio generoso a los pobres y a los enfermos, en el compartir las
dificultades de los demás y en la participación solícita en las
preocupaciones y pruebas de la Iglesia.
Testigos de Cristo en el mundo
25. Del misterio pascual surge, además, la misión, dimensión que
determina toda la vida eclesial. Ella tiene una realización específica
propia en la vida consagrada. En efecto, más allá incluso de los
carismas propios de los institutos dedicados a la misión ad gentes o
empeñados en una actividad de tipo propiamente apostólico, se puede
decir que la misión está inscrita en el corazón mismo de cada forma de
vida consagrada. En la medida en que el consagrado vive una vida
únicamente entregada al Padre (cf. Lc 2, 49; Jn 4, 34), sostenida por
Cristo (cf. Jn 15, 16; Ga 1, 15-16), animada por el Espíritu a la
misión del Señor Jesús (cf Jn 20, 21), contribuyendo de forma
particularmente profunda a la renovación del mundo.
El primer cometido misionero las personas consagradas lo tienen hacia
sí mismas, y lo llevan a cabo abriendo el propio corazón a la acción
del Espíritu de Cristo. Su testimonio ayuda a toda la Iglesia a
recordar que en primer lugar está el servicio gratuito a Dios, hecho
posible por la gracia de Cristo, comunicada al creyente mediante el
don del Espíritu. De este modo se anuncia al mundo la paz que
desciende del Padre, la entrega que el Hijo testimonia y la alegría
que es fruto del Espíritu Santo.
Las personas consagradas serán misioneras ante todo profundizando
continuamente en la conciencia de haber sido llamadas y escogidas por
Dios, al cual deben, pues, orientar toda su vida y ofrecer todo lo que
son y tienen, liberándose de los impedimentos que pudieran frenar la
total respuesta de amor. De este modo podrán llegar a ser un signo
verdadero de Cristo en el mundo. Su estilo de vida debe transparentar
también el ideal que profesan, proponiéndose como signo vivo de Dios y
como elocuente, aunque con frecuencia silenciosa, predicación del
Evangelio.
Siempre, pero especialmente en la cultura contemporánea, con
frecuencia tan secularizada y sin embargo sensible al lenguaje de los
signos, la Iglesia debe preocuparse de hacer visible su presencia en
la vida cotidiana. Ella tiene derecho a esperar una aportación
significativa al respecto de las personas consagradas, llamadas a dar
en cada situación un testimonio concreto de su pertenencia a Cristo.
Puesto que el hábito es signo de consagración, de pobreza y de
pertenencia a una determinada familia religiosa, junto con los padres
del Sínodo recomiendo vivamente a los religiosos y a las religiosas
que usen el propio hábito, adaptado oportunamente a las circunstancias
de los tiempos y de los lugares42. Allí donde válidas exigencias
apostólicas lo requieran, conforme a las normas del propio instituto,
podrán emplear también un vestido sencillo y decoroso, con un símbolo
adecuado, de modo que sea reconocible su consagración.
Los institutos que desde su origen o por disposición de sus
constituciones no prevén un hábito propio, procuren que el vestido de
sus miembros responda, por dignidad y sencillez, a la naturaleza de su
vocación43.
Dimensión escatológica de la vida consagrada
26. Debido a que hoy las preocupaciones apostólicas son cada vez más
urgentes y la dedicación a las cosas de este mundo corre el riesgo de
ser siempre más absorbente, es particularmente oportuno llamar la
atención sobre la naturaleza escatológica de la vida consagrada.
«Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6, 21): el
tesoro único del Reino suscita el deseo, la espera, el compromiso y el
testimonio. En la Iglesia primitiva la espera de la venida del Señor
se vivía de un modo particularmente intenso. A pesar del paso de los
siglos la Iglesia no ha dejado de cultivar esta actitud de esperanza:
ha seguido invitando a los fieles a dirigir la mirada hacia la
salvación que va a manifestarse, «porque la apariencia de este mundo
pasa» (1 Cor. 7, 31; cf. 1 P 1, 3-6)44.
En este horizonte es donde mejor se comprende el papel de signo
escatológico propio de la vida consagrada. En efecto, es constante la
doctrina que la presenta como anticipación del Reino futuro. El
concilio Vaticano II vuelve a proponer esta enseñanza cuando afirma
que la consagración «anuncia ya la resurrección futura y la gloria del
reino de los cielos»45. Esto lo realiza sobre todo la opción por la
virginidad, entendida siempre por la tradición como una anticipación
del mundo definitivo, que ya desde ahora actúa y transforma al hombre
en su totalidad.
Las personas que han dedicado su vida a Cristo viven necesariamente
con el deseo de encontrarlo para estar finalmente y para siempre con
él. De aquí la ardiente espera, el deseo de «sumergirse en el fuego de
amor que arde en ellas y que no es otro que el Espíritu Santo»46,
espera y deseo sostenidos por los dones que el Señor concede
libremente a quienes aspiran a las cosas de arriba (cf. Col 3, 1).
Fijos los ojos en el Señor, la persona consagrada recuerda que «no
tenemos aquí ciudad permanente» (Hb 13, 14), porque «somos ciudadanos
del cielo» (Flp 3, 20). Lo único necesario es buscar el reino de Dios
y su justicia (cf. Mt 6, 33), invocando incesantemente la venida del
Señor.
Una espera activa: compromiso y vigilancia
27. «¡Ven Señor Jesús!» (Ap 22, 20). Esta espera es lo más opuesto a
la inercia: aunque dirigida al Reino futuro, se traduce en trabajo y
misión, para que el Reino se haga presente ya ahora mediante la
instauración del espíritu de las bienaventuranzas, capaz de suscitar
también en la sociedad humana actitudes eficaces de justicia, paz,
solidaridad y perdón.
Esto lo ha demostrado ampliamente la historia de la vida consagrada,
que siempre ha producido frutos abundantes también para el mundo. Con
sus carismas las personas consagradas llegan a ser un signo del
Espíritu para un futuro nuevo, iluminado por la fe y por la esperanza
cristiana. La tensión escatológica se convierte en misión, para que el
Reino se afirme de modo creciente aquí y ahora. A la súplica «¡Ven,
Señor Jesús!», se une otra invocación: «¡Venga tu Reino!» (Mt 6, 10).
Quien espera vigilante el cumplimiento de las promesas de Cristo es
capaz de infundir también esperanza entre sus hermanos y hermanas, con
frecuencia desconfiados y pesimistas respecto al futuro. Su esperanza
está fundada sobre la promesa de Dios contenida en la Palabra
revelada: la historia de los hombres camina hacia «un cielo nuevo y
una tierra nueva» (Ap 21,1), en los que el Señor «enjugará toda
lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos,
ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21, 4).
La vida consagrada está al servicio de esta definitiva irradiación de
la gloria divina, cuando toda carne verá la salvación de Dios (cf. Lc
3,6; Is 40,5). El Oriente cristiano destaca esta dimensión cuando
considera a los monjes como ángeles de Dios sobre la tierra, que
anuncian la renovación del mundo en Cristo. En Occidente el monacato
es celebración de memoria y vigilia: memoria de las maravillas
realizadas por Dios, vigilia del cumplimiento último de la esperanza.
El mensaje del monacato y de la vida contemplativa repite
incesantemente que la primacía de Dios es plenitud de sentido y de
alegría para la existencia humana, porque el hombre ha sido hecho para
Dios y su corazón estará inquieto hasta que descanse en él47.
La Virgen María, modelo de consagración y seguimiento
28. María es la persona que, desde su concepción inmaculada, refleja
más perfectamente la belleza divina. «Toda hermosa» es el título con
el que la Iglesia la invoca. «La relación que todo fiel, como
consecuencia de su unión con Cristo, mantiene con María Santísima
queda aún más acentuada en la vida de las personas consagradas (...).
En todos (los institutos de vida consagrada) existe la convicción de
que la presencia de María tiene una importancia fundamental tanto para
la vida espiritual de cada alma consagrada, como para la consistencia,
la unidad y el progreso de toda la comunidad»48.
En efecto, María es ejemplo sublime de perfecta consagración, por su
pertenencia plena y entrega total a Dios. Elegida por el Señor, que
quiso realizar en ella el misterio de la Encarnación, recuerda a los
consagrados la primacía de la iniciativa de Dios. Al mismo tiempo,
habiendo dado su consentimiento a la Palabra divina, que se hizo carne
en ella, María aparece como modelo de acogida de la gracia por parte
de la criatura humana. Cercana a Cristo, junto con José, en la vida
oculta de Nazaret, presente al lado del Hijo en los momentos cruciales
de su vida pública, la Virgen es maestra de seguimiento incondicional
y de servicio asiduo. En ella, «templo del Espíritu Santo»49, brilla
de este modo todo el esplendor de la nueva criatura. La vida
consagrada la contempla como modelo sublime de consagración al Padre,
de unión al Hijo y de docilidad al Espíritu, sabiendo bien que
identificarse con «el tipo de vida en pobreza y virginidad»50, de
Cristo significa asumir también el tipo de vida de María.
La persona consagrada encuentra, además, en la Virgen una Madre por
título muy especial. En efecto, si la nueva maternidad dada a María en
el Calvario es un don a todos los cristianos, adquiere un valor
específico para quien ha consagrado plenamente la propia vida a
Cristo. «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27): las palabras de Jesús al
discípulo «a quien amaba» (Jn 19,26), asumen una profundidad
particular en la vida de la persona consagrada. En efecto, está
llamada con Juan a acoger consigo a María Santísima (cf Jn 19,27),
amándola e imitándola con la radicalidad propia de su vocación y
experimentando, a su vez, una especial ternura materna. La Virgen le
comunica aquel amor que permite ofrecer cada día la vida por Cristo,
cooperando con él en la salvación del mundo. Por eso, la relación
filial con María es el camino privilegiado para la fidelidad a la
vocación recibida y una ayuda eficacísima para avanzar en ella y
vivirla en plenitud51.
III. EN LA IGLESIA Y PARA LA IGLESIA
«Bueno es estarnos aquí»: la vida consagrada en el misterio de la
Iglesia
29. En la escena de la Transfiguración, Pedro habla en nombre de los
demás Apóstoles, «Bueno es estarnos aquí» (Mt 17,4). La experiencia de
la gloria de Cristo, aunque le extasía la mente y el corazón, no lo
aísla, sino que, por el contrario, lo une más profundamente al
«nosotros» de los discípulos.
Esta dimensión del «nosotros» nos lleva a considerar el lugar que la
vida consagrada ocupa en el misterio de la Iglesia. La reflexión
teológica sobre la naturaleza de la vida consagrada ha profundizado en
estos años en las nuevas perspectivas surgidas de la doctrina del
concilio Vaticano II. A su luz se ha tomado conciencia de que la
profesión de los consejos evangélicos pertenece indiscutiblemente a la
vida y a la santidad de la Iglesia52. Esto significa que la vida
consagrada, presente desde el comienzo, no podrá faltar nunca a la
Iglesia como uno de sus elementos irrenunciables y característicos,
como expresión de su misma naturaleza.
Esto resulta evidente, ya que la profesión de los consejos evangélicos
está íntimamente relacionada con el misterio de Cristo, teniendo el
cometido de hacer de algún modo presente la forma de vida que él
eligió, señalándola como valor absoluto y escatológico. Jesús mismo,
llamando a algunas personas a dejarlo todo para seguirlo, inauguró
este género de vida que, bajo la acción del Espíritu, se ha
desarrollado progresivamente a lo largo de los siglos en las diversas
formas de la vida consagrada. El concepto de una Iglesia formada
únicamente por ministros sagrados y laicos no corresponde, por tanto,
a las intenciones de su divino Fundador tal y como resulta de los
Evangelios y de los demás escritos neotestamentarios.
La nueva y especial consagración
30. En la tradición de la Iglesia la profesión religiosa es
considerada como una singular y fecunda profundización de la
consagración bautismal en cuanto que, por su medio, la íntima unión
con Cristo, ya inaugurada con el bautismo, se desarrolla en el don de
una configuración más plenamente expresada y realizada, mediante la
profesión de los consejos evangélicos53.
Esta posterior consagración tiene, sin embargo, una peculiaridad
propia respecto a la primera, de la que no es una consecuencia
necesaria54. En realidad, todo renacido en Cristo está llamado a
vivir, con la fuerza proveniente del don del Espíritu, la castidad
correspondiente a su propio estado de vida, la obediencia a Dios y a
la Iglesia, y un desapego razonable de los bienes materiales, porque
todos son llamados a la santidad, que consiste en la perfección de la
caridad55. Pero el bautismo no implica por sí mismo la llamada al
celibato o a la virginidad, la renuncia a la posesión de bienes y la
obediencia a un superior, en la forma propia de los consejos
evangélicos. Por tanto, su profesión supone un don particular de Dios
no concedido a todos, como Jesús mismo lo señala en el caso de
celibato voluntario. (cf Mt 19, 10-12).
A esta llamada corresponde, por otra parte, un don específico del
Espíritu Santo, de modo que la persona consagrada pueda responder a su
vocación y a su misión. Por eso, como se refleja en las liturgias de
Oriente y Occidente, en el rito de la profesión monástica o religiosa
y en la consagración de las vírgenes, la Iglesia invoca sobre las
personas elegidas el don del Espíritu Santo y asocia su oblación al
sacrificio de Cristo56.
La profesión de los consejos evangélicos es también un desarrollo de
la gracia del sacramento de la confirmación, pero va más allá de las
exigencias normales de la consagración crismal en virtud de un don
particular del Espíritu, que abre a nuevas posibilidades y frutos de
santidad y de apostolado, como demuestra la historia de la vida
consagrada.
En cuanto a los sacerdotes que profesan los consejos evangélicos, la
experiencia misma muestra que el sacramento del orden encuentra una
fecundidad peculiar en esta consagración, puesto que presenta y
favorece la exigencia de una pertenencia más estrecha al Señor. El
sacerdote que profesa los consejos evangélicos encuentra una ayuda
particular para vivir en sí mismo la plenitud del misterio de Cristo,
gracias también a la espiritualidad peculiar de su instituto y a la
dimensión apostólica del correspondiente carisma. En efecto, en el
presbítero la vocación al sacerdocio y a la vida consagrada convergen
en profunda y dinámica unidad.
De valor inconmensurable es también la aportación dada a la vida de la
Iglesia por los religiosos sacerdotes dedicados íntegramente a la
contemplación. Especialmente en la celebración eucarística realizan
una acción de la Iglesia y para la Iglesia, a la que unen el
ofrecimiento de sí mismos, en comunión con Cristo que se ofrece al
Padre para la salvación del mundo entero57.
Las relaciones entre los diversos estados de vida del cristiano
31. Las diversas formas de vida en las que, según el designio del
Señor Jesús, se articula la vida eclesial presentan relaciones
recíprocas sobre las que interesa detenerse.
Todos los fieles, en virtud de su regeneración en Cristo, participan
de una dignidad común; todos son llamados a la santidad; todos
cooperan a la edificación del único Cuerpo de Cristo, cada uno según
su propia vocación y el don recibido del Espíritu (cf. Rm 12, 38)58.
La igual dignidad de todos los miembros de la Iglesia es obra del
Espíritu; está fundada en el bautismo y la confirmación y corroborada
por la Eucaristía. Sin embargo, también es obra del Espíritu la
variedad de formas. Él constituye la Iglesia como una comunión
orgánica en la diversidad de vocaciones, carisma y ministerios59.
Las vocaciones a la vida laical, al ministerio ordenado y a la vida
consagrada se pueden considerar paradigmáticas, dado que todas las
vocaciones particulares, bajo uno u otro aspecto, se refieren o se
reconducen a ellas, consideradas separadamente o en conjunto, según la
riqueza del don de Dios. Además, están al servicio unas de otras para
el crecimiento del Cuerpo de Cristo en la historia y para su misión en
el mundo. Todos en la Iglesia son consagrados en el bautismo y en la
confirmación, pero el ministerio ordenado y la vida consagrada suponen
una vocación distinta y una forma específica de consagración, en razón
de una misión peculiar.
La consagración bautismal y crismal, común a todos los miembros del
pueblo de Dios, es fundamento adecuado de la misión de los laicos, de
los que es propio «el buscar el reino de Dios ocupándose de las
realidades temporales y ordenándolas según Dios»60. Los ministros
ordenados, además de esta consagración fundamental, reciben la
consagración en la ordenación para continuar en el tiempo el
ministerio apostólico. Las personas consagradas que abrazan los
consejos evangélicos reciben una nueva y especial consagración que,
sin ser sacramental, las compromete a abrazar -en el celibato, la
pobreza y la obediencia- la forma de vida practicada personalmente por
Jesús y propuesta por él a los discípulos. Aunque estas diversas
categorías son manifestaciones del único misterio de Cristo, los
laicos tienen como aspecto peculiar, si bien no exclusivo, el carácter
secular, los pastores el carácter ministerial y los consagrados la
especial conformación con Cristo virgen, pobre y obediente.
El valor especial de la vida consagrada
32. En este armonioso conjunto de dones, se confía a cada uno de los
estados de vida fundamentales la misión de manifestar, en su propia
categoría, una u otra de las dimensiones del único misterio de Cristo.
Si la vida laical tiene la misión particular de anunciar el Evangelio
en medio de las realidades temporales, en el ámbito de la comunión
eclesial desarrollan un ministerio insustituible los que han recibido
el orden sagrado, especialmente los obispos. Ellos tienen la tarea de
apacentar el pueblo de Dios con la enseñanza de la Palabra, la
administración de los sacramentos y el ejercicio de la potestad
sagrada al servicio de la comunión eclesial, que es comunión orgánica,
ordenada jerárquicamente61.
Como expresión de la santidad de la Iglesia, se debe reconocer una
excelencia objetiva a la vida consagrada, que refleja el mismo modo de
vivir de Cristo. Precisamente por esto, ella es una manifestación
particularmente rica de los bienes evangélicos y una realización más
completa del fin de la Iglesia, que es la santificación de la
humanidad. La vida consagrada anuncia y, en cierto sentido, anticipa
el tiempo futuro, cuando, alcanzada la plenitud del reino de los
cielos presente ya en germen y en el misterio62, los hijos de la
resurrección no tomarán mujer o marido, sino que serán como ángeles de
Dios (cf. Mt 22, 30).
En efecto, la excelencia de la castidad perfecta por el Reino63,
considerada con razón la «puerta» de toda la vida consagrada64, es
objeto de la constante enseñanza de la Iglesia. Esta manifiesta, al
mismo tiempo, gran estima por la vocación al matrimonio, que hace de
los dos cónyuges «testigos y colaboradores de la fecundidad de la
Madre Iglesia como símbolo y participación de aquel amor con el que
Cristo amó a su esposa y se entregó por ella»65.
En este horizonte común a toda la vida consagrada, se articulan vías
distintas entre sí, pero complementarias. Los religiosos y las
religiosas dedicados íntegramente a la contemplación son, de modo
especial, imagen de Cristo en oración en el monte66. Las personas
consagradas de vida activa lo manifiestan «anunciando a las gentes el
reino de Dios, curando a los enfermos y lisiados, convirtiendo a los
pecadores en fruto bueno, bendiciendo a los niños y haciendo el bien a
todos»67. Las personas consagradas en los institutos seculares
realizan un servicio particular para la venida del reino de Dios,
uniendo en una síntesis específica el valor de la consagración y el de
la secularidad. Viviendo su consagración en el mundo y a partir del
mundo68, «se esfuerzan por impregnar todas las cosas con el espíritu
evangélico, para fortaleza y crecimiento del Cuerpo de Cristo»69.
Participan, para ello, en la obra evangelizadora de la Iglesia
mediante el testimonio personal de vida cristiana, el empeño por
ordenar según Dios las realidades temporales, la colaboración en el
servicio de la comunidad eclesial, de acuerdo con el estilo de vida
secular que les es propio70.
Testimoniar el evangelio de las bienaventuranzas
33. Misión peculiar de la vida consagrada es mantener viva en los
bautizados la conciencia de los valores fundamentales del Evangelio,
dando «un testimonio magnífico y extraordinario de que sin el espíritu
de las bienaventuranzas no se puede transformar este mundo y ofrecerlo
a Dios»71. De este modo la vida consagrada aviva continuamente en la
conciencia del pueblo de Dios la exigencia de responder con la
santidad de la vida al amor de Dios derramado en los corazones por el
Espíritu Santo (cf. Rm 5, 5), reflejando en la conducta la
consagración sacramental obrada por Dios en el bautismo, la
confirmación o el orden. En efecto, se debe pasar de la santidad
comunicada por los sacramentos a la santidad de la vida cotidiana. La
vida consagrada, con su misma presencia en la Iglesia, se pone al
servicio de la consagración de la vida de cada fiel, laico o clérigo.
Por otra parte, no se debe olvidar que los consagrados reciben también
del testimonio propio de las demás vocaciones una ayuda para vivir
íntegramente la adhesión al misterio de Cristo y de la Iglesia en sus
múltiples dimensiones. En virtud de este enriquecimiento recíproco, se
hace más elocuente y eficaz la misión de la vida consagrada: señalar
como meta a los demás hermanos y hermanas, fijando la mirada en la paz
futura, la felicidad definitiva que está en Dios.
Imagen viva de la Iglesia-Esposa
34. Importancia particular tiene el significado esponsal de la vida
consagrada, que hace referencia a la exigencia de la Iglesia de vivir
en la entrega plena y exclusiva a su Esposo, del cual recibe todo
bien. En esta dimensión esponsal, propia de toda la vida consagrada,
es sobre todo la mujer la que se ve singularmente reflejada, como
descubriendo la índole especial de su relación con el Señor.
A este respecto, es sugestiva la página neotestamentaria que presenta
a María con los Apóstoles en el cenáculo en espera orante del Espíritu
Santo (cf. Hch 1, 13-14). Aquí se puede ver una imagen viva de la
Iglesia-Esposa, atenta a las señales del Esposo y preparada para
acoger su don. En Pedro y en los demás Apóstoles emerge sobre todo la
dimensión de la fecundidad, como se manifiesta en el ministerio
eclesial, que se hace instrumento del Espíritu para la generación de
nuevos hijos mediante el anuncio de la Palabra, la celebración de los
sacramentos y la atención pastoral. En María está particularmente viva
la dimensión de la acogida esponsal, con la que la Iglesia hace
fructificar en sí misma la vida divina a través de su amor total de
virgen.
La vida consagrada ha sido siempre vista prevalentemente en María, la
Virgen esposa. De ese amor virginal procede una fecundidad particular,
que contribuye al nacimiento y crecimiento de la vida divina en los
corazones72. La persona consagrada, siguiendo las huellas de María,
nueva Eva, manifiesta su fecundidad espiritual acogiendo la Palabra,
para colaborar en la formación de la nueva humanidad con su dedicación
incondicional y su testimonio. Así la Iglesia manifiesta plenamente su
maternidad tanto por la comunicación de la acción divina confiada a
Pedro, como por la acogida responsable del don divino, típica de
María.
Por su parte, el pueblo cristiano encuentra en el ministerio ordenado
los medios de la salvación, y en la vida consagrada el impulso para
una respuesta de amor plena en todas las diversas formas de
diaconía73.
IV. GUIADOS POR EL ESPÍRITU DE SANTIDAD
Existencia «transfigurada»: llamada a al santidad
35. «Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de
miedo» (Mt 17, 6). Los sinópticos ponen de relieve en el episodio de
la Transfiguración con matices diversos, el temor de los discípulos.
El atractivo del rostro transfigurado de Cristo no impide que se
sientan atemorizados ante la Majestad divina que los envuelve. Siempre
que el hombre experimenta la gloria de Dios se da cuenta también de su
pequeñez y de aquí surge una sensación de miedo. Este temor es
saludable. Recuerda al hombre la perfección divina, y al mismo tiempo
lo empuja con una llamada urgente a la «santidad».
Todos los hijos de la Iglesia, llamados por el Padre a «escuchar» a
Cristo, deben sentir una profunda exigencia de conversión y de
santidad. Pero, como se ha puesto de relieve en el Sínodo, esta
exigencia se refiere en primer lugar a la vida consagrada. En efecto,
la vocación de las personas consagradas a buscar ante todo el reino de
Dios es, principalmente, una llamada a la plena conversión, en la
renuncia de sí mismo para vivir totalmente en el Señor, para que Dios
sea todo en todos. Los consagrados, llamados a contemplar y
testimoniar el rostro «transfigurado» de Cristo, son llamados también
a una existencia transfigurada.
A este respecto, es significativo lo expresado en la Relación final de
la II Asamblea extraordinaria del Sínodo: «Los santos y santas han
sido siempre fuente y origen de renovación en las circunstancias más
difíciles a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Hoy
necesitamos fuertemente pedir con asiduidad a Dios santos. Los
institutos de vida consagrada, por la profesión de los consejos
evangélicos, sean conscientes de su misión especial en la Iglesia de
hoy, y nosotros debemos animarlos en esa misión»74. De estas
consideraciones se han hecho eco los padres de la IX Asamblea sinodal,
afirmando: «La vida consagrada ha sido a través de la historia de la
Iglesia una presencia viva de esta acción del Espíritu, como un
espacio privilegiado de amor absoluto a Dios y al prójimo, testimonio
del proyecto divino de hacer de toda la humanidad, dentro de la
civilización del amor, la gran familia de los hijos de Dios»75.
La Iglesia ha visto siempre en la profesión de los consejos
evangélicos un camino privilegiado hacia la santidad. Las mismas
expresiones con las que la define -escuela del servicio del Señor,
escuela de amor y santidad, camino o estado de perfección- indican
tanto la eficacia y riqueza de los medios propios de esta forma de
vida evangélica, como el empeño particular de quienes la abrazan76. No
es casual que a lo largo de los siglos tantos consagrados hayan dejado
testimonios elocuentes de santidad y hayan realizado empresas de
evangelización y de servicio particularmente generosas y arduas.
Fidelidad al carisma
36. En el seguimiento de Cristo y en el amor hacia su persona hay
algunos puntos sobre el crecimiento de la santidad en la vida
consagrada que merecen ser hoy especialmente evidenciados.
Ante todo se pide la fidelidad al carisma fundacional y al
consiguiente patrimonio espiritual de cada instituto. Precisamente en
esta fidelidad a la inspiración de los fundadores y fundadoras, don
del Espíritu Santo, se descubren más fácilmente y se reviven con más
fervor los elementos esenciales de la vida consagrada.
En efecto, cada carisma tiene, en su origen, una triple orientación:
hacia el Padre, sobre todo en el deseo de buscar filialmente su
voluntad mediante un proceso de conversión continua, en el que la
obediencia es fuente de verdadera libertad, la castidad manifiesta la
tensión de un corazón insatisfecho de cualquier amor finito, la
pobreza alimenta el hambre y la sed de justicia que Dios prometió
saciar (cf. Mt 5, 6). En esta perspectiva el carisma de cada instituto
animará a la persona consagrada a ser toda de Dios, a hablar con Dios
o de Dios, como se dice de santo Domingo77, para gustar qué bueno es
el Señor (cf. Sal 34/33, 9) en todas las situaciones.
Los carismas de vida consagrada implican también una orientación hacia
el Hijo, llevando a cultivar con él una comunión de vida íntima y
gozosa, en la escuela de su servicio generoso a Dios y a los hermanos.
De este modo, «la mirada progresivamente cristificada aprende a
alejarse de lo exterior, del torbellino de los sentidos, es decir, de
cuanto impide al hombre la levedad que le permitiría dejarse
conquistar por el Espíritu»78, y posibilita así ir a la misión con
Cristo, trabajando y sufriendo con él en la difusión de su Reino.
Por último, cada carisma comporta una orientación hacia el Espíritu
Santo, ya que dispone la persona a dejarse conducir y sostener por él,
tanto en el propio camino espiritual como en la vida de comunión y en
la acción apostólica, para vivir en aquella actitud de servicio que
debe inspirar toda decisión del cristiano auténtico.
En efecto, esta triple relación emerge siempre, a pesar de las
características específicas de los diversos modelos de vida, en cada
carisma de fundación, por el hecho mismo de que en ellos domina «una
profunda preocupación por configurarse con Cristo testimoniando alguno
de los aspectos de su misterio»79, aspecto específico llamado a
encarnarse y desarrollarse en la tradición más genuina de cada
instituto, según las Reglas, Constituciones o Estatutos80.
Fidelidad creativa
37. Se invita, pues, a los institutos a reproducir con valor la
audacia, la creatividad y la santidad de sus fundadores y fundadoras
como respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el mundo de
hoy81. Esta invitación es sobre todo una llamada a perseverar en el
camino de santidad a través de las dificultades materiales y
espirituales que marcan la vida cotidiana. Pero es también llamada a
buscar la competencia en el propio trabajo y a cultivar una fidelidad
dinámica a la propia misión, adaptando sus formas, cuando es
necesario, a las nuevas situaciones y a las diversas necesidades, en
plena docilidad a la inspiración divina y al discernimiento eclesial.
Debe permanecer viva, pues, la convicción de que la garantía de toda
renovación que pretenda ser fiel a la inspiración originaria está en
la búsqueda de la conformación cada vez más plena con el Señor82.
En este espíritu, vuelve a ser hoy urgente para cada instituto la
necesidad de una referencia renovada a la Regla, porque en ella y en
las Constituciones se contiene un itinerario de seguimiento,
caracterizado por un carisma específico reconocido por la Iglesia. Una
creciente atención a la Regla ofrecerá a las personas consagradas un
criterio seguro para buscar las formas adecuadas de testimonio capaces
de responder a las exigencias del momento sin alejarse de la
inspiración inicial.
Oración y ascesis: el combate espiritual
38. La llamada a la santidad es acogida y puede ser cultivada sólo en
el silencio de la adoración ante la infinita trascendencia de Dios:
«Debemos confesar que todos tenemos necesidad de este silencio cargado
de presencia adorada: la teología, para poder valorizar plenamente su
propia alma sapiencial y espiritual; la oración, para que no se olvide
nunca de que ver a Dios significa bajar del monte con un rostro tan
radiante que obligue a cubrirlo con un velo (cf. Ex 34, 33) (...); el
compromiso, para renunciar a encerrarse en una lucha sin amor y perdón
(...). Todos, tanto creyentes como no creyentes, necesitan aprender un
silencio que permita al Otro hablar, cuando quiera y como quiera, y a
nosotros comprender esa palabra»83. Esto comporta en concreto una gran
fidelidad a la oración litúrgica y personal, a los tiempos dedicados a
la oración mental y a la contemplación, a la adoración eucarística,
los retiros mensuales y los ejercicios espirituales.
Es necesario también tener presentes los medios ascéticos típicos de
la tradición espiritual de la Iglesia y del propio instituto. Ellos
han sido y son aún una ayuda poderosa para un auténtico camino de
santidad. La ascesis, ayudando a dominar y corregir las tendencias de
la naturaleza humana herida por el pecado, es verdaderamente
indispensable a la persona consagrada para permanecer fiel a la propia
vocación y seguir a Jesús por el camino de la cruz.
Es necesario también reconocer y superar algunas tentaciones que a
veces, por insidia del Diablo, se presentan bajo la apariencia de
bien. Así, por ejemplo, la legítima exigencia de conocer la sociedad
moderna para responder a sus desafíos puede inducir a ceder a las
modas del momento, con disminución del fervor espiritual o con
actitudes de desánimo. La posibilidad de una formación espiritual más
elevada podría empujar a las personas consagradas a un cierto
sentimiento de superioridad respecto a los demás fieles, mientras que
la urgencia de una cualificación legítima y necesaria puede
transformarse en una búsqueda excesiva de eficacia, como si el
servicio apostólico dependiera prevalentemente de los medios humanos,
más que de Dios. El deseo loable de acercarse a los hombres y mujeres
de nuestro tiempo, creyentes y no creyentes, pobres y ricos, puede
llevar a la adopción de un estilo de vida secularizado o a una
promoción de los valores humanos en sentido puramente horizontal. El
compartir las aspiraciones legítimas de la propia nación o cultura
podría llevar a abrazar formas de nacionalismo o a asumir prácticas
que tienen, por el contrario, necesidad de ser purificadas y elevadas
a la luz del Evangelio.
El camino que conduce a la santidad conlleva, pues, la aceptación del
combate espiritual. Se trata de un dato exigente al que hoy no siempre
se dedica la atención necesaria. La tradición ha visto con frecuencia
representado el combate espiritual en la lucha de Jacob con el
misterio de Dios, que él afronta para acceder a su bendición y a su
visión (cf. Gn 32, 23-31). En esta narración de los principios de la
historia bíblica las personas consagradas pueden ver el símbolo del
empeño ascético necesario para dilatar el corazón y abrirlo a la
acogida del Señor y de los hermanos.
Promover la santidad
39. Hoy más que nunca es necesario un renovado compromiso de santidad
por parte de las personas consagradas para favorecer y sostener el
esfuerzo de todo cristiano por la perfección. «Es necesario suscitar
en cada fiel un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de
conversión y de renovación personal en un clima de oración siempre más
intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más
necesitado»84.
Las personas consagradas, en la medida en que profundizan su propia
amistad con Dios, se hacen capaces de ayudar a los hermanos y hermanas
mediante iniciativas espirituales válidas, como escuelas de oración,
ejercicios y retiros espirituales, jornadas de soledad, escucha y
dirección espiritual. De este modo se favorece el progreso en la
oración de personas que podrán después realizar un mejor
discernimiento de la voluntad de Dios sobre ellas y emprender opciones
valientes, a veces heroicas, exigidas por la fe. En efecto, las
personas consagradas «a través de su ser más íntimo, se sitúan dentro
del dinamismo de la Iglesia, sedienta de lo Absoluto de Dios, llamada
a la santidad. Es de esta santidad de la que dan testimonio»85. El
hecho de que todos sean llamados a la santidad debe animar más aún a
quienes, por su misma opción de vida, tienen la misión de recordarlo a
los demás.
«Levantaos, no tengáis miedo»: una confianza renovada
40. «Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: "Levantaos, no
tengáis miedo"» (Mt 17, 7). Como los tres Apóstoles en el episodio de
la Transfiguración, las personas consagradas saben por experiencia que
no siempre su vida es iluminada por aquel fervor sensible que hace
exclamar: «Bueno es estarnos aquí» (Mt 17, 4). Sin embargo, es siempre
una vida «tocada» por la mano de Cristo, conducida por su voz y
sostenida por su gracia.
«Levantaos, no tengáis miedo». Esta invitación del Maestro se dirige
obviamente a cada cristiano. Pero con mayor motivo a quien ha sido
llamado a «dejarlo todo» y, por consiguiente, a «arriesgarlo todo» por
Cristo. De modo especial es válida siempre que, con el Maestro, se
baja del «monte» para tomar el camino que lleva del Tabor al Calvario.
Al decir que Moisés y Elías hablaban con Cristo sobre su misterio
pascual, Lucas emplea significativamente el término «partida»
(éxodos): «Hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén» (Lc
9, 31). «Éxodo»: término fundamental de la revelación, al que se
refiere toda la historia de la salvación, y que expresa el sentido
profundo del misterio pascual. Tema particularmente vinculado a la
espiritualidad de la vida consagrada y que manifiesta bien su
significado. En él se contiene inevitablemente lo que pertenece al
mysterium crucis. Sin embargo, este comprometido «camino de éxodo»,
visto desde la perspectiva del Tabor, aparece como un camino entre dos
luces: la luz anticipadora de la Transfiguración y la definitiva de la
Resurrección.
La vocación a la vida consagrada -en el horizonte de toda la vida
cristiana-, a pesar de sus renuncias y sus pruebas, y más aún gracias
a ellas, es camino «de luz», sobre el que vela la mirada del Redentor:
«Levantaos, no tengáis miedo».
CAPÍTULO II
SIGNUM FRATERNITATIS
LA VIDA CONSAGRADA, SIGNO DE COMUNIÓN EN LA IGLESIA
I. VALORES PERMANENTES
A imagen de la Trinidad
41. Durante su vida terrena, Jesús llamó a quienes él quiso, para
tenerlos junto a sí y para enseñarles a vivir según su ejemplo, para
el Padre y para la misión que el Padre le había encomendado (cf. Mc 3,
13-15). Inauguraba de este modo una nueva familia de la cual habrían
de formar parte a través de los siglos todos aquellos que estuvieran
dispuestos a «cumplir la voluntad de Dios» (cf. Mc 3, 32-35). Después
de la Ascensión, gracias al don del Espíritu, se constituyó en torno a
los Apóstoles una comunidad fraterna, unida en la alabanza a Dios y en
una concreta experiencia de comunión (cf. Hch 2, 42-47; 4, 32-35). La
vida de esta comunidad y, sobre todo, la experiencia de la plena
participación en el misterio de Cristo vivida por los Doce, han sido
el modelo en el que la Iglesia se ha inspirado siempre que ha querido
revivir el fervor de los orígenes y reanudar su camino en la historia
con un renovado vigor evangélico86.
En realidad, la Iglesia es esencialmente misterio de comunión,
«muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo»87. La vida fraterna quiere reflejar la hondura y la riqueza de
este misterio, configurándose como espacio humano habitado por la
Trinidad, la cual derrama así en la historia los dones de la comunión
que son propios de las tres Personas divinas. Los ámbitos y las
modalidades en que se manifiesta la comunión fraterna en la vida
eclesial son muchos. La vida consagrada posee ciertamente el mérito de
haber contribuido eficazmente a mantener viva en la Iglesia la
exigencia de la fraternidad como confesión de la Trinidad. Con la
constante promoción del amor fraterno en la forma de vida común, la
vida consagrada pone de manifiesto que la participación en la comunión
trinitaria puede transformar las relaciones humanas, creando un nuevo
tipo de solidaridad. Ella indica de este modo a los hombres tanto la
belleza de la comunión fraterna, como los caminos concretos que a ésta
conducen. Las personas consagradas, en efecto, viven «para» Dios y
«de» Dios. Por eso precisamente pueden proclamar el poder
reconciliador de la gracia, que destruye las fuerzas disgregadoras que
se encuentran en el corazón humano y en las relaciones sociales.
Vida fraterna en el amor
42. La vida fraterna, entendida como vida compartida en el amor, es un
signo elocuente de la comunión eclesial. Es cultivada con especial
esmero por los institutos religiosos y las sociedades de vida
apostólica, en los que la vida de comunidad adquiere un peculiar
significado88. Pero la dimensión de la comunión fraterna no falta ni
en los institutos seculares ni en las mismas formas individuales de
vida consagrada. Los eremitas, en lo recóndito de su soledad, no se
apartan de la comunión eclesial, sino que la sirven con su propio y
específico carisma contemplativo; las vírgenes consagradas en el mundo
realizan su consagración en una especial relación de comunión con la
Iglesia particular y universal, como lo hacen, de un modo similar, la
viudas y viudos consagrados.
Todas estas personas, queriendo poner en práctica la condición
evangélica de discípulos, se comprometen a vivir el «mandamiento
nuevo» del Señor, amándose unos a otros como él nos ha amado (cf. Jn
13, 34). El amor llevó a Cristo a la entrega de sí mismo hasta el
sacrificio supremo de la cruz. De modo parecido, entre sus discípulos
no hay unidad verdadera sin este amor recíproco incondicional, que
exige disponibilidad para el servicio sin reservas, prontitud para
acoger al otro tal como es sin «juzgarlo» (cf. Mt 7, 1-2), capacidad
de perdonar hasta «setenta veces siete» (Mt 18, 22). Para las personas
consagradas, que se han hecho «un corazón solo y una sola alma» (Hch
4, 32) por el don del Espíritu Santo derramado en los corazones (cf.
Rm 5, 5), resulta una exigencia interior el poner todo en común:
bienes materiales y experiencias espirituales, talentos e
inspiraciones, ideales apostólicos y servicios de caridad. «En la vida
comunitaria, la energía del Espíritu que hay en uno pasa
simultáneamente a todos. Aquí no solamente se disfruta del propio don,
sino que se multiplica al hacer a los otros partícipes de él, y se
goza del fruto de los dones del otro como si fuera del propio»89.
En la vida de comunidad, además, debe hacerse tangible de algún modo
que la comunión fraterna, antes de ser instrumento para una
determinada misión, es espacio teologal en el que se puede
experimentar la presencia mística del Señor resucitado (cf. Mt 18,
20)90. Esto sucede merced al amor recíproco de cuantos forman la
comunidad, un amor alimentado por la Palabra y la Eucaristía,
purificado en el sacramento de la reconciliación, sostenido por la
súplica de la unidad, don especial del Espíritu para aquellos que se
ponen a la escucha obediente del Evangelio. Es precisamente él, el
Espíritu, quien introduce el alma en la comunión con el Padre y con su
Hijo Jesucristo (cf. 1 Jn 1, 3), comunión en la que está la fuente de
la vida fraterna. El Espíritu es quien guía las comunidades de vida
consagrada en el cumplimiento de su misión de servicio a la Iglesia y
a la humanidad entera, según la propia inspiración.
En esta perspectiva tienen particular importancia los «capítulos» (o
reuniones análogas), sean particulares o generales, en los que cada
instituto debe elegir los superiores o superioras según las normas
establecidas en las propias Constituciones, y discernir a la luz del
Espíritu el modo adecuado de mantener y actualizar el propio carisma y
el propio patrimonio espiritual en las diversas situaciones históricas
y culturales91.
La misión de la autoridad
43. En la vida consagrada ha tenido siempre una gran importancia la
función de los superiores y de las superioras, incluidos los locales,
tanto para la vida espiritual como para la misión. En estos años de
búsqueda y de transformaciones, se ha sentido a veces la necesidad de
revisar este cargo. Pero es preciso reconocer que quien ejerce la
autoridad no puede abdicar de su cometido de primer responsable de la
comunidad, como guía de los hermanos y hermanas en el camino
espiritual y apostólico.
En ambientes marcados fuertemente por el individualismo, no resulta
fácil reconocer y acoger la función que la autoridad desempeña para
provecho de todos. Pero se debe reafirmar la importancia de este
cargo, que resulta necesario precisamente para consolidar la comunión
fraterna y para que no sea vana la obediencia profesada. Si bien es
cierto que la autoridad debe ser ante todo fraterna y espiritual, y
que quien la ejerce debe consecuentemente saber involucrar mediante el
diálogo a los hermanos y hermanas en el proceso de decisión, conviene
recordar, sin embargo, que la última palabra corresponde a la
autoridad, a la cual compete también hacer respetar las decisiones
tomadas92.
El papel de las personas ancianas
44. En la vida fraterna ocupa un lugar importante el cuidado de los
ancianos y de los enfermos, especialmente en un momento como éste, en
el que en ciertas regiones del mundo aumenta el número de las personas
consagradas ya entradas en años. Los cuidados solícitos que merecen no
se basan únicamente en un deber de caridad y de reconocimiento, sino
que manifiestan también la convicción de que su testimonio es de gran
ayuda a la Iglesia y a los institutos, y de que su misión continúa
siendo válida y meritoria, aun cuando, por motivos de edad o de
enfermedad, se hayan visto obligados a dejar sus propias actividades.
Ellos tienen ciertamente mucho que dar en sabiduría y experiencia a la
comunidad, si ésta sabe estar cercana a ellos con atención y capacidad
de escucha.
En realidad la misión apostólica, antes que en la acción, consiste en
el testimonio de la propia entrega plena a la voluntad salvífica del
Señor, entrega que se alimenta en la oración y la penitencia. Los
ancianos, pues, están llamados a vivir su vocación de muchas maneras:
la oración asidua, la aceptación paciente de su propia condición, la
disponibilidad para el servicio de la dirección espiritual, la
confesión y la guía en la oración93.
A imagen de la comunidad apostólica
45. La vida fraterna tiene un papel fundamental en el camino
espiritual de las personas consagradas, sea para su renovación
constante, sea para el cumplimiento de su misión en el mundo. Esto se
deduce de las motivaciones teológicas que la fundamentan, y la misma
experiencia lo confirma con creces. Exhorto, por tanto, a los
consagrados y consagradas a cultivarla con tesón, siguiendo el ejemplo
de los primeros cristianos de Jerusalén, que eran asiduos en la
escucha de las enseñanzas de los Apóstoles, en la oración común, en la
participación en la Eucaristía, y en el compartir los bienes de la
naturaleza y de la gracia (cf. Hch 2, 42-47). Exhorto sobre todo a los
religiosos, a las religiosas y a los miembros de las sociedades de
vida apostólica, a vivir sin reservas el amor mutuo y a manifestarlo
de la manera más adecuada a la naturaleza del propio instituto, para
que cada comunidad se muestre como signo luminoso de la nueva
Jerusalén, «morada de Dios con los hombres» (Ap 21, 3).
En efecto, toda la Iglesia espera mucho del testimonio de comunidades
ricas «de gozo y del Espíritu Santo» (Hch 13, 52). Desea poner ante el
mundo el ejemplo de comunidades en las que la atención recíproca ayuda
a superar la soledad, y la comunicación contribuye a que todos se
sientan corresponsables; en las que el perdón cicatriza las heridas,
reforzando en cada uno el propósito de la comunión. En comunidades de
este tipo la naturaleza del carisma encauza las energías, sostiene la
fidelidad y orienta el trabajo apostólico de todos hacia la única
misión. Para presentar a la humanidad de hoy su verdadero rostro, la
Iglesia tiene urgente necesidad de semejantes comunidades fraternas.
Su misma existencia representa una contribución a la nueva
evangelización, puesto que muestran de manera fehaciente y concreta
los frutos del «mandamiento nuevo».
Sentire cum Ecclesia
46. A la vida consagrada se le asigna también un papel importante a la
luz de la doctrina sobre la Iglesia-comunión, propuesta con tanto
énfasis por el concilio Vaticano II. Se pide a las personas
consagradas que sean verdaderamente expertas en comunión, y que vivan
la respectiva espiritualidad94 como «testigos y artífices de aquel
"proyecto de comunión" que constituye la cima de la historia del
hombre según Dios»95. El sentido de la comunión eclesial, al
desarrollarse como una espiritualidad de comunión, promueve un modo de
pensar, decir y obrar, que hace crecer la Iglesia en hondura y en
extensión. La vida de comunión «será así un signo para el mundo y una
fuerza atractiva que conduce a creer en Cristo (...). De este modo la
comunión se abre a la misión, haciéndose ella misma misión». Más aún,
«la comunión genera comunión y se configura esencialmente como
comunión misionera»96.
En los fundadores y fundadoras aparece siempre vivo el sentido de la
Iglesia, que se manifiesta en su plena participación en la vida
eclesial en todas sus dimensiones, y en la diligente obediencia a los
pastores, especialmente al Romano Pontífice. En este contexto de amor
a la santa Iglesia, «columna y fundamento de la verdad» (1 Tm 3, 15),
se comprenden bien la devoción de Francisco de Asís por «el Señor
Papa»97, el filial atrevimiento de Catalina de Siena hacia quien ella
llama «dulce Cristo en la tierra»98, la obediencia apostólica y el sentire cum Ecclesia99 de Ignacio de Loyola, la gozosa profesión de fe
de Teresa de Jesús: «Soy hija de la Iglesia»100; como también el
anhelo de Teresa de Lisieux: «En el corazón de la Iglesia, mi madre,
yo seré el amor»101. Semejantes testimonios son representativos de la
plena comunión eclesial en la que han participado santos y santas,
fundadores y fundadoras, en épocas muy diversas de la historia y en
circunstancias a veces harto difíciles. Son ejemplos en los que deben
fijarse de continuo las personas consagradas, para resistir a las
fuerzas centrífugas y disgregadoras, particularmente activas en
nuestros días.
Un aspecto distintivo de esta comunión eclesial es la adhesión de
mente y de corazón al magisterio de los obispos, que ha de ser vivida
con lealtad y testimoniada con nitidez ante el pueblo de Dios por
parte de todas las personas consagradas, especialmente por aquellas
comprometidas en la investigación teológica, en la enseñanza, en
publicaciones, en la catequesis y en el uso de los medios de
comunicación social102. Puesto que las personas consagradas ocupan un
lugar especial en la Iglesia, su actitud a este respecto adquiere un
particular relieve ante todo el pueblo de Dios. Su testimonio de amor
filial confiere fuerza e incisividad a su acción apostólica, la cual,
en el marco de la misión profética de todos los bautizados, se
caracteriza normalmente por cometidos que implican una especial
colaboración con la jerarquía103. De este modo, con la riqueza de sus
carismas, las personas consagradas brindan una específica aportación a
la Iglesia para que ésta profundice cada vez más en su propio ser,
como sacramento «de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el
género humano»104.
La fraternidad en la Iglesia universal
47. Las personas consagradas están llamadas a ser fermento de comunión
misionera en la Iglesia universal por el hecho mismo de que los
múltiples carismas de los respectivos institutos son otorgados por el
Espíritu para el bien de todo el Cuerpo místico, a cuya edificación
deben servir (cf. 1 Co 12, 4-11). Es significativo que, en palabras
del Apóstol, el «camino más excelente» (1 Co 12, 31), el más grande de
todos, es la caridad (cf. 1 Co 13, 13), la cual armoniza todas las
diversidades e infunde en todos la fuerza del apoyo mutuo en la acción
apostólica. A esto tiende precisamente el peculiar vínculo de
comunión, que las varias formas de vida consagrada y las sociedades de
vida apostólica tienen con el Sucesor de Pedro en su ministerio de
unidad y de universalidad misionera. La historia de la espiritualidad
ilustra profusamente esta vinculación, poniendo de manifiesto su
función providencial como garantía tanto de la identidad propia de la
vida consagrada, como de la expansión misionera del Evangelio. Sin la
contribución de tantos institutos de vida consagrada y sociedades de
vida apostólica -como han hecho notar los padres sinodales-, sería
impensable la vigorosa difusión del anuncio evangélico, el firme
enraizamiento de la Iglesia en tantas regiones del mundo, y la
primavera cristiana que hoy se constata en las jóvenes Iglesias. Ellos
han mantenido firme a través de los siglos la comunión con los
Sucesores de Pedro, los cuales, a su vez, han encontrado en estos
institutos una actitud pronta y generosa para dedicarse a la misión,
con una disponibilidad que, llegado el caso, ha alcanzado el verdadero
heroísmo.
Emerge de este modo el carácter de universalidad y de comunión, que es
peculiar de los institutos de vida consagrada y de las sociedades de
vida apostólica. Por la connotación supradiocesana, que tiene su raíz
en la especial vinculación con el ministerio petrino, ellos están
también al servicio de la colaboración entre las diversas Iglesias
particulares105, en las cuales pueden promover eficazmente el
«intercambio de dones», contribuyendo así a una inculturación del
Evangelio que asume, purifica y valora la riqueza de las culturas de
todos los pueblos106. El florecer de vocaciones a la vida consagrada
en las Iglesias jóvenes sigue manifestando hoy la capacidad que ésta
tiene de expresar, en la unidad católica, las exigencias de los
diversos pueblos y culturas.
La vida consagrada y la Iglesia particular
48. Las personas consagradas tienen también un papel significativo
dentro de las Iglesias particulares. Éste es un aspecto que, a partir
de la doctrina conciliar sobre la Iglesia como comunión y misterio, y
sobre las Iglesias particulares como porción del pueblo de Dios, en
las que «está verdaderamente presente y actúa la Iglesia de Cristo
una, santa, católica y apostólica»107, ha sido desarrollado y regulado
por varios documentos sucesivos. A la luz de estos textos aparece con
toda evidencia la importancia que reviste la colaboración de las
personas consagradas con los obispos para el desarrollo armonioso de
la pastoral diocesana. Los carismas de la vida consagrada pueden
contribuir poderosamente a la edificación de la caridad en la Iglesia
particular.
Las diversas formas de vivir los consejos evangélicos son, en efecto,
expresión y fruto de los dones espirituales recibidos por fundadores y
fundadoras y, en cuanto tales, constituyen una «experiencia del
Espíritu, transmitida a los propios discípulos para ser por ellos
vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en
sintonía con el Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne»108. La índole
propia de cada instituto conlleva un estilo particular de
santificación y de apostolado, que tiende a consolidarse en una
determinada tradición caracterizada por elementos objetivos109. Por
eso la Iglesia procura que los institutos crezcan y se desarrollen
según el espíritu de los fundadores y de las fundadoras, y de sus
sanas tradiciones110.
Por consiguiente, se reconoce a cada uno de los institutos una justa
autonomía, gracias a la cual pueden tener su propia disciplina y
conservar íntegro su patrimonio espiritual y apostólico. Cometido del
ordinario del lugar es conservar y tutelar esta autonomía111. Se pide
por tanto a los obispos que acojan y estimen los carismas de la vida
consagrada, reservándoles un espacio en los proyectos de la pastoral
diocesana. Deben tener especial solicitud con los institutos de
derecho diocesano, que están confiados de modo particular al cuidado
del obispo del lugar. Una diócesis que quedara sin vida consagrada,
además de perder tantos dones espirituales, ambientes apropiados para
la búsqueda de Dios, actividades apostólicas y metodologías pastorales
específicas, correría el riesgo de ver muy debilitado su espíritu
misionero, que es una característica de la mayoría de los
institutos112. Se debe, por tanto, corresponder al don de la vida
consagrada que el Espíritu suscita en la Iglesia particular,
acogiéndolo con generosidad y con sentimientos de gratitud al Señor.
Una fecunda y ordenada comunión eclesial
49. El obispo es padre y pastor de toda la Iglesia particular. A él
compete reconocer y respetar cada uno de los carismas, promoverlos y
coordinarlos. En su caridad pastoral debe acoger, por tanto, el
carisma de la vida consagrada como una gracia que no concierne sólo a
un instituto, sino que incumbe y beneficia a toda la Iglesia.
Procurará, pues, sustentar y prestar ayuda a las personas consagradas,
a fin de que, en comunión con la Iglesia y fieles a la inspiración
fundacional, se abran a perspectivas espirituales y pastorales en
armonía con las exigencias de nuestro tiempo. Las personas
consagradas, por su parte, no dejarán de ofrecer su generosa
colaboración a la Iglesia particular según las propias fuerzas, y
respetando el propio carisma, actuando en plena comunión con el obispo
en el ámbito de la evangelización, de la catequesis y de la vida de
las parroquias.
Es útil recordar que, a la hora de coordinar el servicio que se presta
a la Iglesia universal y a la Iglesia particular, los institutos no
pueden invocar la justa autonomía o incluso la exención de que gozan
muchos de ellos113, con el fin de justificar decisiones que, de hecho,
contrastan con las exigencias de una comunión orgánica, requerida por
una sana vida eclesial. Es preciso, por el contrario, que las
iniciativas pastorales de las personas consagradas sean decididas y
actuadas en el contexto de un diálogo abierto y cordial entre obispos
y superiores de los diversos institutos. La especial atención por
parte de los obispos a la vocación y misión de los distintos
institutos, y el respeto por parte de éstos del ministerio de los
obispos con una acogida solícita de sus concretas indicaciones
pastorales para la vida diocesana, representan dos formas, íntimamente
relacionadas entre sí, de una única caridad eclesial que compromete a
todos en el servicio de la comunión orgánica -carismática y al mismo
tiempo jerárquicamente estructurada- de todo el pueblo de Dios.
Un diálogo constante animado por la caridad
50. Para promover el conocimiento recíproco, que es requisito obligado
de una eficaz cooperación, sobre todo en el ámbito pastoral, es
siempre oportuno un constante diálogo de los superiores y superioras
de los institutos de vida consagrada y de las sociedades de vida
apostólica con los obispos. Gracias a estos contactos habituales, los
superiores y superioras podrán informar a los obispos sobre las
iniciativas apostólicas que desean emprender en sus diócesis, para
llegar con ellos a los necesarios acuerdos operativos. Del mismo modo,
conviene que sean invitadas a asistir a las asambleas de las
Conferencias de obispos personas delegadas de las Conferencias de
superiores y superioras mayores, y que, viceversa, delegados de las
Conferencias episcopales sean invitados a las Conferencias de
superiores y superioras mayores, según las modalidades que se
determinen. En esta perspectiva será de gran utilidad que, allí donde
aún no existan, se constituyan y sean operativas a nivel nacional
comisiones mixtas de obispos y superiores y superioras mayores114, que
examinen juntos los problemas de interés común. Contribuirá también a
un mejor conocimiento recíproco la inserción de la teología y de la
espiritualidad de la vida consagrada en el plan de estudios teológicos
de los presbíterios diocesanos, así como la previsión en la formación
de la teología de la Iglesia particular y de la espiritualidad del
clero diocesano115.
Finalmente, es consolador el recuerdo de cómo, en el Sínodo, no sólo
han tenido lugar numerosas intervenciones sobre la doctrina de la
comunión, sino que se ha vivido una satisfactoria experiencia de
diálogo, en un clima de recíproca apertura y confianza entre los
obispos y los religiosos y las religiosas presentes. Esto ha suscitado
el deseo de que «tal experiencia espiritual de comunión y de
colaboración se extienda a toda la Iglesia» incluso después del
Sínodo116. Es un auspicio que hago mío, para que aumente en todos la
mentalidad y la espiritualidad de comunión.
La fraternidad en un mundo dividido e injusto
51. La Iglesia encomienda a las comunidades de vida consagrada la
particular tarea de fomentar la espiritualidad de la comunión, ante
todo en su interior y, además, en la comunidad eclesial misma y más
allá aún de sus confines, entablando o restableciendo constantemente
el diálogo de la caridad, sobre todo allí donde el mundo de hoy está
desgarrado por el odio étnico o las locuras homicidas. Situadas en las
diversas sociedades de nuestro mundo- frecuentemente laceradas por
pasiones e intereses contrapuestos, deseosas de unidad pero indecisas
sobre la vías a seguir-, las comunidades de vida consagrada, en las
cuales conviven como hermanos y hermanas personas de diferentes
edades, lenguas y culturas, se presentan como signo de un diálogo
siempre posible y de una comunión capaz de poner en armonía las
diversidades.
Las comunidades de vida consagrada son enviadas a anunciar con el
testimonio de la propia vida el valor de la fraternidad cristiana y la
fuerza transformadora de la buena nueva117, que hace reconocer a todos
como hijos de Dios e incita al amor oblativo hacia todos, y
especialmente hacia los últimos. Estas comunidades son lugares de
esperanza y de descubrimiento de las bienaventuranzas; lugares en los
que el amor, alimentado con la oración y principio de comunión, está
llamado a convertirse en lógica de vida y fuente de alegría.
Particularmente los institutos internacionales, en esta época
caracterizada por la dimensión mundial de los problemas y, al mismo
tiempo, por el retorno de los ídolos del nacionalismo, tienen el
cometido de dar testimonio y de mantener siempre vivo el sentido de la
comunión entre los pueblos, las razas y las culturas. En un clima de
fraternidad, la apertura a la dimensión mundial de los problemas no
ahogará la riqueza de los dones particulares, y la afirmación de una
característica particular no creará contrastes con las otras, ni
atentará a la unidad. Los institutos internacionales pueden hacer esto
con eficacia, al tener ellos mismos que enfrentarse creativamente al
reto de la inculturación y conservar al mismo tiempo su propia
identidad.
Comunión entre los diversos institutos
52. El sentido eclesial de comunión alimenta y sustenta también la
fraterna relación espiritual y la mutua colaboración entre los
diversos institutos de vida consagrada y sociedades de vida
apostólica. Personas que están unidas entre sí por el compromiso común
del seguimiento de Cristo y animadas por el mismo Espíritu, no pueden
dejar de hacer visible, como ramas de una única vid, la plenitud del
evangelio del amor. Permaneciendo siempre fieles a su propio carisma,
pero teniendo presente la amistad espiritual que frecuentemente ha
unido en la tierra diversos fundadores y fundadoras, estas personas
están llamadas a manifestar una fraternidad ejemplar, que sirva de
estímulo a los otros componentes eclesiales en el compromiso cotidiano
de dar testimonio del Evangelio.
Resultan siempre actuales las palabras de san Bernardo a propósito de
las diversas órdenes religiosas; «Yo las admiro todas. Pertenezco a
una de ellas con la observancia, pero a todas en la caridad. Todos
tenemos necesidad los unos de los otros: el bien espiritual que yo no
poseo, lo recibo de los otros (...). En este exilio la Iglesia está
aún en camino y, si puedo decirlo así, es plural: una pluralidad
múltiple y una unidad plural. Y todas nuestras diversidades, que
manifiestan la riqueza de los dones de Dios, subsistirán en la única
casa del Padre que contiene tantas mansiones. Ahora hay división de
gracias, entonces habrá una distinción de glorias. La unidad, tanto
aquí como allá, consiste en una misma caridad»118.
Organismos de coordinación
53. Las Conferencias de superiores y de superioras mayores y las
Conferencias de los institutos seculares pueden dar una notable
contribución a la comunión. Estimulados y regulados por el concilio
Vaticano II119 y por documentos posteriores120, estos organismos tienen
como principal objetivo la promoción de la vida consagrada, engarzada
en la trama de la misión eclesial.
A través de ellos los institutos expresan la comunión entre sí y
buscan los medios para reforzarla, con respeto y aprecio por el valor
específico de cada uno de los carismas, en los que se refleja el
misterio de la Iglesia y la multiforme sabiduría de Dios121. Aliento,
pues, a los institutos de vida consagrada a que se presten asistencia
mutua, especialmente en aquellos países en los que, debido a
particulares dificultades, la tentación de replegarse sobre sí puede
ser fuerte, con perjuicio de la vida consagrada misma y de la Iglesia.
Es preciso, por el contrario, que se ayuden recíprocamente en su
intento de comprender el designio de Dios en los actuales avatares de
la historia, para así responder mejor con iniciativas apostólicas
adecuadas122. En este horizonte de comunión, abierto a los desafíos de
nuestro tiempo, los superiores y las superioras, «actuando en sintonía
con el Episcopado», procuren aprovecharse «del trabajo de los mejores
colaboradores de cada instituto y ofrecer servicios que no sólo ayuden
a superar posibles límites, sino que también creen un estilo válido de
formación a la vida religiosa»123.
Exhorto a las Conferencias de los superiores y de las superioras
mayores y a las Conferencias de los institutos seculares a que
mantengan contactos frecuentes y regulares con la Congregación para
los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica,
como expresión de su comunión con la Santa Sede. También debe tenerse
una relación activa y confiada con las Conferencias episcopales de
cada país. Según el espíritu del documento Mutuae relationes, es
conveniente que dicha relación adquiera una forma estable, para hacer
así posible una coordinación tempestiva y duradera de las iniciativas
que vayan surgiendo. Si todo esto se lleva a la práctica con
perseverancia y espíritu de adhesión fiel a las directrices del
Magisterio, los organismos de conexión y de comunión resultarán
sumamente útiles para encontrar soluciones que eviten incomprensiones,
tanto en el terreno teórico como en el práctico124; de este modo serán
un soporte válido no sólo para promover la comunión entre los
institutos de vida consagrada y los obispos, sino también para
contribuir al desempeño de la misión misma de la Iglesia particular.
Comunión y colaboración con los laicos
54. Uno de los frutos de la doctrina de la Iglesia como comunión en
estos últimos años ha sido la toma de conciencia de que sus diversos
miembros pueden y deben aunar esfuerzos, en actitud de colaboración e
intercambio de dones, con el fin de participar más eficazmente en la
misión eclesial. De este modo se contribuye a presentar una imagen más
articulada y completa de la Iglesia, a la vez que resulta más fácil
dar respuestas a los grandes retos de nuestro tiempo con la aportación
coral de los diferentes dones.
En el caso de los institutos monásticos y contemplativos, las
relaciones con los laicos se caracterizan principalmente por una
vinculación espiritual, mientras que, en aquellos institutos
comprometidos en la dimensión apostólica, se traducen en formas de
cooperación pastoral. Los miembros de los institutos seculares, laicos
o clérigos, por su parte, entran en contacto con los otros fieles en
las formas ordinarias de la vida cotidiana. Debido a las nuevas
situaciones, no pocos institutos han llegado a la convicción de que su
carisma puede ser compartido con los laicos. Estos son invitados, por
tanto, a participar de manera más intensa en la espiritualidad y en la
misión del instituto mismo. En continuidad con las experiencias
históricas de las diversas órdenes seculares o terceras órdenes, se
puede decir que se ha comenzado un nuevo capitulo, rico de esperanza,
en la historia de las relaciones entre las personas consagradas y el
laicado.
Para un renovado dinamismo espiritual y apostólico
55. Estos nuevos caminos de comunión y de colaboración merecen ser
alentados por diversos motivos. En efecto, de ello se podrá derivar
ante todo una irradiación activa de la espiritualidad más allá de las
fronteras del instituto, que contará con nuevas energías, asegurando
así a la Iglesia la continuidad de algunas de sus formas más típicas
de servicio. Otra consecuencia positiva podrá consistir también en el
aunar esfuerzos entre personas consagradas y laicos en orden a la
misión: movidos por el ejemplo de santidad de las personas
consagradas, los laicos serán introducidos en la experiencia directa
del espíritu de los consejos evangélicos y animados a vivir y
testimoniar el espíritu de las bienaventuranzas para transformar el
mundo según el corazón de Dios125.
No es raro que la participación de los laicos lleve a descubrir
inesperadas y fecundas implicaciones de algunos aspectos del carisma,
suscitando una interpretación más espiritual e impulsando a encontrar
válidas indicaciones para nuevos dinamismos apostólicos. Cualquiera
que sea la actividad o el ministerio que ejerzan, las personas
consagradas recordarán por tanto su deber de ser ante todo guías
expertas de vida espiritual y cultivarán en esta perspectiva «el
talento más precioso: el espíritu»126. A su vez, los laicos ofrecerán
a las familias religiosas la rica aportación de su secularidad y de su
servicio especifico.
Laicos voluntarios y asociados
56. Una manifestación significativa de participación laical en la
riqueza de la vida consagrada es la adhesión de fieles a los varios
institutos bajo la fórmula de los llamados miembros asociados o, según
las exigencias de algunos ambientes culturales, de personas que
comparten, durante un cierto tiempo, la vida comunitaria y la
particular entrega a la contemplación o al apostolado del instituto,
siempre que, obviamente, no sufra daño alguno la identidad del
instituto en su vida interna127.
Es justo tener en gran estima el voluntariado que se nutre de las
riquezas de la vida consagrada; pero es preciso cuidar su formación,
con el fin de que los voluntarios tengan siempre, además de
competencia, profundas motivaciones sobrenaturales en su propósito y
un vivo sentido comunitario y eclesial en sus proyectos128. Debe
tenerse presente también que, para que sean consideradas como obras de
un determinado instituto aquellas iniciativas en las que los laicos
están implicados con capacidad de decisión, deben perseguir los fines
propios del instituto y ser realizadas bajo su responsabilidad. Por
tanto, si los laicos se hacen cargo de la dirección, éstos responderán
de la misma a los superiores y superioras competentes. Es conveniente
que todo esto sea considerado y regulado por normas específicas de
cada instituto, aprobadas por la autoridad superior, en las cuales se
prevean las competencias respectivas del instituto mismo, de las
comunidades y de los miembros asociados o de los voluntarios.
Las personas consagradas, enviadas por sus superiores o superioras y
permaneciendo bajo su dependencia, pueden participar con formas
especificas de colaboración en iniciativas laicales, particularmente
en organismos e instituciones que se ocupan de los marginados y que
tienen como finalidad aliviar el sufrimiento humano. Esta
colaboración, si está sustentada y animada por una fuerte y clara
identidad cristiana, y respeta el carácter propio de la vida
consagrada, puede hacer brillar la fuerza iluminadora del Evangelio en
las situaciones más oscuras de la existencia humana.
En estos años no pocas personas consagradas han entrado a formar parte
de alguno de los movimientos eclesiales surgidos en nuestro tiempo.
Con frecuencia los interesados se benefician especialmente en lo que
se refiere a la renovación espiritual. Sin embargo, no se puede negar
que en algunos casos crea malestar y desorientación a nivel personal y
comunitario, sobre todo cuando tales experiencias entran en conflicto
con las exigencias de la vida comunitaria y de la espiritualidad del
propio instituto. Es necesario, por tanto, poner mucho cuidado en que
la adhesión a los movimientos eclesiales se efectúe siempre respetando
el carisma y la disciplina del propio instituto129, con el
consentimiento de los superiores y las superioras, y con
disponibilidad para aceptar sus decisiones.
La dignidad y el papel de la mujer consagrada
57. La Iglesia revela plenamente su multiforme riqueza espiritual
cuando, superada toda discriminación, acoge como una auténtica
bendición los dones derramados por Dios tanto en los hombres como en
las mujeres, estimándolos en su igual dignidad. Las mujeres
consagradas están llamadas a ser de una manera especial, y a través de
su dedicación vivida con plenitud y con alegría, un signo de la
ternura de Dios hacia el género humano y un testimonio singular del
misterio de la Iglesia, la cual es virgen, esposa y madre130. Esta
misión se ha dejado ver en el Sínodo, en el cual varias de ellas han
participado y en el que han tenido ocasión de hacer oír su voz, por
todos escuchada y apreciada. Gracias a sus aportaciones han surgido
algunas indicaciones útiles para la vida de la Iglesia y para su
misión evangelizadora. Ciertamente no es posible desconocer lo fundado
de muchas de las reivindicaciones que se refieren a la posición de la
mujer en los diversos ámbitos sociales y eclesiales. Es obligado
reconocer igualmente que la nueva conciencia femenina ayuda también a
los hombres a revisar sus esquemas mentales, su manera de autocomprenderse, de situarse en la historia e interpretarla, y de
organizar la vida social, política, económica, religiosa y eclesial.
La Iglesia, que ha recibido de Cristo un mensaje de liberación, tiene
la misión de difundirlo profécticamente, promoviendo una mentalidad y
una conducta conformes a las intenciones del Señor. En este contexto
la mujer consagrada, a partir de su experiencia de Iglesia y de mujer
en la Iglesia, puede contribuir a eliminar ciertas visiones
unilaterales, que no se ajustan al pleno reconocimiento de su
dignidad, de su aportación específica a la vida y a la acción pastoral
y misionera de la Iglesia. Por ello es legítimo que la mujer
consagrada aspire a ver reconocida más claramente su identidad, su
capacidad, su misión y su responsabilidad, tanto en la conciencia
eclesial como en la vida cotidiana.
También el futuro de la nueva evangelización, como de las otras formas
de acción misionera, es impensable sin una renovada aportación de las
mujeres, especialmente de las mujeres consagradas.
Nuevas perspectivas de presencia y acción
58. Urge, por tanto, dar algunos pasos concretos, comenzando por abrir
espacios de participación a las mujeres en diversos sectores y a todos
los niveles, incluidos aquellos procesos en que se elaboran las
decisiones, especialmente en los asuntos que las conciernen más
directamente.
Es necesario también que la formación de las mujeres consagradas, no
menos que la de los hombres, sea adecuada a las nuevas urgencias, y
prevea el tiempo suficiente y las oportunidades institucionales
necesarias para una educación sistemática, que abarque todos los
campos, desde el aspecto teológico-pastoral hasta el profesional. La
formación pastoral y catequética, siempre importante, adquiere un
interés especial de cara a la nueva evangelización, que exige también
de las mujeres nuevas formas de participación.
Se puede pensar que una formación más profunda, a la vez que ayudará a
la mujer consagrada a comprender mejor los propios dones, será un
estímulo para la necesaria reciprocidad en el seno de la Iglesia. Se
espera mucho del genio de la mujer también en el campo de la reflexión
teológica, cultural y espiritual, no sólo en lo que se refiere a los
especifico de la vida consagrada femenina, sino también en la
inteligencia de la fe en todas sus manifestaciones. A este respecto,
¡cuánto debe la historia de la espiritualidad a santas como Teresa de
Jesús y Catalina de Siena, las dos primeras mujeres honradas con el
título de doctoras de la Iglesia, y a tantas otras místicas, que han
sabido sondear el misterio de Dios y analizar su acción en el
creyente! La Iglesia confía mucho en las mujeres consagradas, de las
que espera una aportación original para promover la doctrina y las
costumbres de la vida familiar y social, especialmente en lo que se
refiere a la dignidad de la mujer y al respeto de la vida humana131.
De hecho, «las mujeres tienen un campo de pensamiento y de acción
singular y sin duda determinante: les corresponde ser promotoras de un
"nuevo feminismo" que, sin caer en la tentación de seguir modelos
"machistas", sepa reconocer y expresar el verdadero espíritu femenino
en todas las manifestaciones de la convivencia ciudadana, trabajando
por la superación de toda forma de discriminación, de violencia y de
explotación»132.
Hay motivos para esperar que un reconocimiento más hondo de la misión
de la mujer provocará cada vez más en la vida consagrada femenina una
mayor conciencia del propio papel y una creciente dedicación a la
causa del reino de Dios. Esto podrá traducirse en numerosas
actividades, como el compromiso por la evangelización, la misión
educativa, la participación en la formación de los futuros sacerdotes
y de las personas consagradas, la animación de las comunidades
cristianas, el acompañamiento espiritual y la promoción de los bienes
fundamentales de la vida y de la paz. Reitero de nuevo a las mujeres
consagradas y a su extraordinario capacidad de entrega, la admiración
y el reconocimiento de toda la Iglesia, que las sostiene para que
vivan en plenitud y con alegría su vocación, y se sientan interpeladas
por la insigne tarea de ayudar a formar la mujer de hoy.
II. CONTINUIDAD EN LA OBRA DEL ESPÍRITU:
FIDELIDAD EN LA NOVEDAD
Las monjas de clausura
59. Una atención particular merecen la vida monástica femenina y la
clausura de las monjas, por la gran estima que la comunidad cristiana
siente hacia este género de vida, que es signo de la unión exclusiva
de la Iglesia-Esposa con su Señor, profundamente amado. En efecto, la
vida de las monjas de clausura, ocupadas principalmente en la oración,
en la ascesis y en el progreso ferviente de la vida espiritual, «no es
otra cosa que un viaje a la Jerusalén celestial y una anticipación de
la Iglesia escatológica, abismada en la posesión y contemplación de
Dios»133. A la luz de esta vocación y misión eclesial, la clausura
responde a la exigencia, sentida como prioritaria de estar con el
Señor. Al elegir un espacio circunscrito como lugar de vida, las claustrales participan en el anonadamiento de Cristo mediante una
pobreza radical que se manifiesta en la renuncia no sólo de las cosas,
sino también del «espacio», de los contactos externos, de tantos
bienes de la creación. Este modo singular de ofrecer el «cuerpo» las
introduce de manera más sensible en el misterio eucarístico. Se
ofrecen con Jesús por la salvación del mundo. Su ofrecimiento, además
del aspecto de sacrifico y de expiación, adquiere la dimensión de la
acción de gracias al Padre, participando de la acción de gracias del
Hijo predilecto.
Enraizada en esta orientación espiritual, la clausura no es sólo un
medio ascético de inmenso valor, sino también un modo de vivir la
Pascua de Cristo134. De experiencia de «muerte», se convierte en
sobreabundancia de vida, constituyéndose como anuncio gozoso y
anticipación profética de la posibilidad, ofrecida a cada persona y a
la humanidad entera, de vivir únicamente para Dios, en Cristo Jesús (cf.
Rm 6,11). La clausura evoca por tanto aquella celda de corazón en la
que cada uno está llamado a vivir la unión con el Señor. Acogida como
don y elegida como libre respuesta de amor, la clausura es el lugar de
la comunión espiritual con Dios y con los hermanos y hermanas, donde
la limitación del espacio y de las relaciones con el mundo exterior
favorecen la interiorización de los valores evangélicos (cf. Jn 13,
34; Mt 5, 3. 8).
Las comunidades claustrales, puestas como ciudades sobre el monte y
luces en el candelero (cf. Mt. 5, 14-15), a pesar de la sencillez de
vida, prefiguran visiblemente la meta hacia la cual camina la entera
comunidad eclesial que, «entregada a la acción y dada a la
contemplación»135, se encamina por las sendas del tiempo con la mirada
fija en la futura recapitulación de todo en Cristo, cuando la Iglesia
«se manifieste gloriosa con su Esposo» (cf. Col 3, 1-4)136, y Cristo
«entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo
Principado, Dominación y Potestad (...), para que Dios sea todo en
todos» (1 Co 15, 24. 28).
A estas queridísimas hermanas, pues, expreso mi reconocimiento, a la
vez que las aliento a mantenerse fieles a la vida claustral según el
propio carisma. Gracias a su ejemplo, este género de vida continúa
teniendo numerosas vocaciones, atraídas por la radicalidad de una
existencia «esponsal», dedicada totalmente a Dios en la contemplación.
Como expresión del puro amor, que vale más que cualquier obra, la vida
contemplativa tiene también una extraordinaria eficacia apostólica y
misionera137.
Los padres sinodales han manifestado un gran aprecio por los valores
de la clausura, tomando en consideración al mismo tiempo diversas
peticiones sobre su disciplina concreta manifestadas desde varias
partes. Las indicaciones del Sínodo sobre este tema y, en particular,
el propósito de otorgar una mayor responsabilidad a las superioras
mayores en lo concerniente a la dispensa de la clausura por causas
justas y graves138, serán objeto de consideración orgánica en la línea
del camino de renovación ya actuado a partir del concilio Vaticano
II139. De este modo la clausura en sus varias formas y grados -de la
clausura papal y constitucional a la clausura monástica- se
corresponderá mejor con la variedad de los institutos contemplativos y
con las tradiciones de los monasterios.
Como el mismo Sínodo ha subrayado, se han de favorecer también las
asociaciones y federaciones entre monasterios, recomendadas ya por Pío
XII y por el concilio ecuménico Vaticano II140, especialmente allí
donde no existan otras formas eficaces de coordinación y de
asistencia, para custodiar y promover los valores de la vida
contemplativa. En efecto, tales agrupaciones, salvando siempre la
legítima autonomía de los monasterios, pueden ofrecer una ayuda válida
para resolver adecuadamente problemas comunes, como la oportuna
renovación, la formación tanto inicial como permanente, la mutua ayuda
económica y la reorganización de los mismos monasterios.
Los religiosos hermanos
60. Según la doctrina tradicional de la Iglesia, la vida consagrada,
por su naturaleza, no es ni laical ni clerical141, y por consiguiente
la «consagración laical» tanto de varones como de mujeres, es un
estado de profesión de los consejos evangélicos completo en sí
mismo142. Dicha consagración laical, por lo tanto, tiene un valor
propio, independientemente del ministerio sagrado, tanto para la
persona misma como para la Iglesia.
Siguiendo las enseñanzas del concilio Vaticano II143, el Sínodo ha
manifestado un gran aprecio por este tipo de vida consagrada, en la
que los religiosos hermanos desempeñan múltiples y valiosos servicios
dentro y fuera de la comunidad, participando así en la misión de
proclamar el Evangelio y de dar testimonio de él con la caridad en la
vida de cada día. Efectivamente, algunos de estos servicios se pueden
considerar ministerios eclesiales confiados por la legítima autoridad.
Ello exige una formación apropiada e integral: humana, espiritual,
teológica, pastoral y profesional.
Según la terminología vigente, los institutos que, por determinación
del fundador o por legítima tradición tienen características y
finalidades que no implican el ejercicio del orden sagrada, son
llamados «institutos laicales»144. En el Sínodo se ha hecho notar, no
obstante, que esta terminología no expresa adecuadamente la índole
peculiar de la vocación de los miembros de tales institutos
religiosos. En efecto, aunque desempeñan muchos servicios que son
comunes también a los fieles laicos, ellos los realizan con su
identidad de consagrados, manifestando de este modo el espíritu de
entrega total a Cristo y a la Iglesia según su carisma especifico.
Por este motivo los padres sinodales, con el fin de evitar cualquier
ambigüedad y confusión con la índole secular de los fieles laicos145,
han querido proponer el término de institutos religiosos de
hermanos146. La propuesta es significativa, sobre todo si se tiene en
cuenta que el término hermano encierra una rica espiritualidad. «Estos
religiosos están llamados a ser hermanos de Cristo, profundamente
unidos a él, primogénito entre muchos hermanos (Rm 8,29); hermanos
entre sí por el amor mutuo y la cooperación al servicio del bien de la
Iglesia; hermanos de todo hombre por el testimonio de la caridad de
Cristo hacia todos, especialmente hacia los más pequeños, los más
necesitados; hermanos para hacer que reine mayor fraternidad en la
Iglesia»147. Viviendo de una manera especial este aspecto de la vida a
la vez cristiana y consagrada, los «religiosos hermanos» recuerdan de
modo fehaciente a los mismos religiosos sacerdotes la dimensión
fundamental de la fraternidad en Cristo, que han de vivir entre ellos
y con cada hombre y mujer, proclamando a todos la palabra del Señor:
«Y vosotros sois todos hermanos» (Mt 23,8).
No existen impedimentos para que en estos institutos religiosos de
hermanos, cuando el capítulo general así lo disponga, algunos miembros
reciban las órdenes sagradas para el servicio sacerdotal de la
comunidad religiosa148. No obstante, el concilio Vaticano II no incita
explícitamente a seguir esta praxis, precisamente porque desea que los
institutos de hermanos permanezcan fieles a su vocación y misión. Esto
vale también por lo que se refiere a la condición de quien accede al
cargo de superior, considerando que éste refleja de manera especial la
naturaleza del instituto mismo.
Diversa es la vocación de los hermanos en aquellos institutos que son
llamados «clericales» porque, según el proyecto del fundador o por
tradición legítima, prevén el ejercicio del orden sagrado, son regidos
por clérigos y como tales, son reconocidos por la autoridad de la
Iglesia149. En estos institutos el ministerio sagrado es parte
integrante del carisma y determina su índole específica, el fin y el
espíritu. La presencia de hermanos representa una participación
diferenciada en la misión del instituto, con servicios que se prestan
en colaboración con aquellos que ejercen el ministerio sacerdotal, sea
dentro de la comunidad o en las obras apostólicas.
Institutos mixtos
61. Algunos institutos religiosos, que en el proyecto original del
fundador se presentaban como fraternidades, en las que todos los
miembros -sacerdotes y no sacerdotes- eran considerados iguales entre
sí, con el pasar del tiempo han adquirido una fisonomía diversa. Es
menester que estos institutos llamados «mixtos», evalúen, mediante una
profundización del propio carisma fundacional, si resulta oportuno y
posible volver hoy a la inspiración de origen.
Los padres sinodales han manifestado el deseo de que en tales
institutos se reconozca a todos los religiosos igualdad de derechos y
de obligaciones, exceptuados los que derivan del orden sagrado150.
Para examinar y resolver los problemas conexos con esta materia se ha
instituido una comisión especial, y conviene esperar sus conclusiones
para después tomar las oportunas decisiones, según lo que se disponga
de manera autorizada.
Nuevas formas de vida evangélica
62. El Espíritu, que en diversos momentos de la historia ha suscitado
numerosas formas de vida consagrada, no cesa de asistir a la Iglesia,
bien alentado en los institutos ya existentes el compromiso de la
renovación en fidelidad al carisma original, bien distribuyendo nuevos
carismas a hombres y mujeres de nuestro tiempo, para que den vida a
instituciones que respondan a los retos del presente. Un signo de esta
intervención divina son las llamadas nuevas fundaciones, con
características en cierto modo originales a las tradicionales.
La originalidad de las nuevas comunidades consiste frecuentemente en
el hecho de que se trata de grupos compuestos de hombres y mujeres, de
clérigos y laicos, de casados y célibes, que siguen un estilo
particular de vida, a veces inspirado en una u otra formal
tradicional, o adaptado a las exigencias de la sociedad de hoy.
También su compromiso de vida evangélica se expresa de varias maneras,
si bien se manifiesta, como una orientación general, una aspiración
intensa a la vida comunitaria, a la pobreza y a la oración. En el
gobierno participan, en función de su competencia, clérigos y laicos,
y el fin apostólico se abre a las exigencias de la nueva
evangelización.
Si de una parte hay que alegrarse por la acción del Espíritu, por otra
es necesario proceder con el debido discernimiento de las carismas. El
principio fundamental para que se pueda hablar de vida consagrada es
que los rasgos específicos de las nuevas comunidades y formas de vida
estén fundados en los elementos esenciales, teológicos y canónicos,
que son característicos de la vida consagrada151. Este discernimiento
es necesario tanto a nivel local como universal, con el fin de prestar
una común obediencia al único Espíritu. En las diócesis, el obispo ha
de examinar el testimonio de vida y la ortodoxia de los fundadores y
fundadoras de tales comunidades, su espiritualidad, la sensibilidad
eclesial en el cumplimiento de su misión, los métodos de formación y
los modos de incorporación a la comunidad; evalúe con prudencia
posibles puntos débiles, sabiendo esperar con paciencia la
confirmación de los frutos (cf. Mt 7, 16), para poder reconocer la
autenticidad del carisma152. Se le pide sobre todo que ponga especial
cuidado en verificar, a la luz de criterios claros, la idoneidad de
quienes solicitan el acceso a las órdenes sagradas153.
En virtud de este mismo principio de discernimiento, no pueden ser
comprendidas en la categoría específica de vida consagrada aquellas
formas de compromiso, por otro lado loables, que algunos cónyuges
cristianos asumen en asociaciones o movimientos eclesiales cuando,
deseando llevar a la perfección de la caridad su amor «como
consagrado» ya en el sacramento del matrimonio154, confirman con un
voto el deber de la castidad propia de la vida conyugal y, sin
descuidar sus deberes para con los hijos, profesan la pobreza y la
obediencia155. Esta obligada puntualización acerca de la naturaleza de
tales experiencias, no pretende infravalorar dicho camino de
santificación, al cual no es ajena ciertamente la acción del Espíritu
Santo, infinitamente rico en sus dones e inspiraciones.
Ante tanta riqueza de dones y de impulsos innovadores, parece
conveniente crear una comisión para las cuestiones relativas a las
nuevas formas de vida consagrada, con el fin de establecer criterios
de autenticidad, que sirvan de ayuda a la hora de discernir y de tomar
las oportuna decisiones156. Entre otras tareas, tal comisión deberá
valorar, a la luz de la experiencia de estos últimos decenios, cuáles
son las formas nuevas de consagración que la autoridad eclesiástica,
con prudencia pastoral y para el bien común, pueda reconocer
oficialmente y proponer a los fieles deseosos de una vida cristiana
más perfecta.
Estas nuevas asociaciones de vida evangélica no son alternativas a las
precedentes instituciones, las cuales continúan ocupando el lugar
insigne que la tradición les ha reservado. Las nuevas formas son
también un don del Espíritu, para que la Iglesia siga a su Señor en
una perenne dinámica de generosidad, atenta a las llamadas de Dios,
que se manifiestan a través de los signos de los tiempos. De esta
manera se presenta ante el mundo con variedad de formas de santidad y
de servicio, como «señal e instrumento de la íntima unión con Dios y
de la unidad de todo el género humano»157. Los antiguos institutos,
muchos de los cuales han pasado en el transcurso de los siglos por el
crisol de pruebas durísimas que han afrontado con fortaleza, pueden
enriquecerse entablando un diálogo e intercambiando sus dones con las
fundaciones que ven la luz en este tiempo nuestro.
De este modo el vigor de las diversas instituciones de vida
consagrada, desde las más antiguas a las más recientes, así como la
vivacidad de las nuevas comunidades, alimentarán la fidelidad al
Espíritu Santo, que es principio de comunión y de perenne novedad de
vida.
III. MIRANDO HACIA EL FUTURO
Dificultades y perspectivas
63. En algunas regiones del mundo, los cambios sociales y la
disminución del número de vocaciones está haciendo mella en la vida
consagrada. Las obras apostólicas de muchos institutos y su misma
presencia en ciertas Iglesias locales están en peligro. Como ya ha
ocurrido otras veces en la historia, hay institutos que corren incluso
el riesgo de desaparecer. La Iglesia universal les está sumamente
agradecida por la gran contribución que han dado a su edificación con
el testimonio y el servicio158. La preocupación de hoy no anula sus
méritos ni los frutos que han madurado gracias a sus esfuerzos.
En otros institutos se plantea más bien el problema de la
reorganización de sus obras. Esta tarea, nada fácil y no pocas veces
dolorosa, requiere estudio y discernimiento a la luz de algunos
criterios. Es preciso, por ejemplo, salvaguardar el sentido del propio
carisma, promover la vida fraterna, estar atentos a las necesidades de
la Iglesia tanto universal como particular, ocuparse de aquello que el
mundo descuida, responder generosamente y con audacia, aunque sea con
intervenciones obligadamente exiguas, a las nuevas pobrezas, sobre
todo en los lugares más abandonados159.
Las dificultades provenientes de la disminución de personal y de
iniciativas no deben en modo alguno hacer perder la confianza en la
fuerza evangélica de la vida consagrada, la cual será siempre actual y
operante en la Iglesia. Aunque cada instituto no posea la prerrogativa
de la perpetuidad, la vida consagrada, sin embargo, continuará
alimentando entre los fieles la respuesta de amor a Dios y a los
hermanos. Por eso es necesario distinguir entre las vicisitudes
históricas de un determinado instituto o de una forma de vida
consagrada, y la misión eclesial de la vida consagrada como tal. Las
primeras pueden cambiar con el mudar de las situaciones, la segunda no
puede faltar.
Esto es verdad tanto para la vida consagrada de tipo contemplativo,
como para la dedicada a las obras de apostolado. En su conjunto, bajo
la acción siempre nueva del Espíritu, está destinada a continuar como
testimonio luminoso de la unidad indisoluble del amor a Dios y al
prójimo, como memoria viviente de la fecundidad, incluso humana y
social, del amor de Dios. Las nuevas situaciones de penuria han de ser
afrontadas por tanto con la serenidad de quien sabe que a cada uno se
le pide no tanto el éxito, cuanto el compromiso de la fidelidad. Lo
que se debe evitar absolutamente es la debilitación de la vida
consagrada, que no consiste tanto en la disminución numérica, sino en
la pérdida de la adhesión espiritual al Señor y a la propia vocación y
misión. Por el contrario, perseverando fielmente en ella, se confiesa,
y con gran eficacia incluso ante el mundo, la propia y firme confianza
en el Señor de la historia, en cuyas manos están los tiempos y los
destinos de las personas, de las instituciones, de los pueblos y, por
tanto, también la actuación histórica de sus dones. Los dolorosos
momentos de crisis representan un apremio a las personas consagradas
para que proclamen con fortaleza la fe en la muerte y resurrección de
Cristo, haciéndose así signo visible del paso de la muerte a la vida.
Nuevo impulso de la pastoral vocacional
64. La misión de la vida consagrada y la vitalidad de los institutos
dependen indudablemente de la fidelidad con la que los consagrados
responden a su vocación, pero tienen futuro en la medida en que otros
hombres y mujeres acogen generosamente la llamada del Señor. El
problema de las vocaciones es un auténtico desafío que interpela
directamente a los institutos, pero que concierne a toda la Iglesia.
En el campo de la pastoral vocacional se invierten muchas energías
espirituales y materiales, aunque los resultados no siempre se
corresponden a las expectativas y a los esfuerzos realizados. Sucede
que, mientras las vocaciones a la vida consagrada florecen en las
Iglesias jóvenes y en aquellas que han sufrido persecuciones por parte
de regímenes totalitarios, escasean en otros países tradicionalmente
ricos en vocaciones y en misioneros.
Esta situación de dificultad pone a prueba a las personas consagradas,
que a veces se interrogan sobre su efectiva capacidad de atraer nuevas
vocaciones. Es necesario tener confianza en el Señor Jesús, que
continúa llamando a seguir sus pasos, y encomendarse al Espíritu
Santo, autor e inspirador de los carismas de la vida consagrada. Así
pues, a la vez, que nos alegramos por la acción del Espíritu que
rejuvenece a la Esposa de Cristo haciendo florecer la vida consagrada
en muchas naciones, debemos dirigir una constante plegaria al Dueño de
la mies para que envíe obreros a su Iglesia, para hacer frente a las
exigencias de la nueva evangelización (cf. Mt 9, 37-38). Además de
promover la oración por las vocaciones, es urgente esforzarse,
mediante el anuncio explícito y una catequesis adecuada, por favorecer
en los llamados a la vida consagrada la respuesta libre, pero pronta y
generosa, que hace operante la gracia de la vocación.
La Invitación de Jesús: «Venid y veréis» (Jn 1, 39) sigue siendo aún
hoy la regla de oro de la pastoral vocacional. Con ella se pretende
presentar, a ejemplo de los fundadores y fundadoras, el atractivo de
la persona del Señor Jesús y la belleza de la entrega total de sí
mismo a la causa del Evangelio. Por tanto, la primera tarea de todos
los consagrados y consagradas consiste en proponer valerosamente, con
la palabra y con el ejemplo, el ideal del seguimiento de Cristo,
alimentando y manteniendo posteriormente en los llamados la respuesta
a los impulsos que el Espíritu inspira en su corazón.
Al entusiasmo del primer encuentro con Cristo debe seguir, como es
obvio, el esfuerzo paciente de saber corresponder cada día a la gracia
recibida, haciendo de la vocación una historia de amistad con el
Señor. Para ello, la pastoral vocacional utilizará los recursos
apropiados, como la dirección espiritual, para alimentar aquella
respuesta de amor personal al Señor que es condición indispensable
para convertirse en discípulos y apóstoles de su Reino. Por otra
parte, si la abundancia vocacional que se manifiesta en varias partes
del mundo justifica el optimismo y la esperanza, la escasez en otras
regiones no debe inducir al desánimo ni a la tentación de un fácil y
precipitado reclutamiento. Es preciso que la tarea de promover las
vocaciones se desarrolle de manera que aparezca cada vez más como un
compromiso coral de toda la Iglesia160. Se requiere, por tanto, la
colaboración activa de pastores, religiosos, familias y educadores,
como es propio de un servicio que forma parte integrante de la
pastoral de conjunto de cada Iglesia particular. Que en cada diócesis
exista, pues, este servicio común, que coordine y multiplique las
fuerzas, pero sin prejuzgar e incluso favoreciendo la actividad
vocacional de cada instituto161.
Esta colaboración activa de todo el pueblo de Dios, sostenida por la
Providencia, suscitará sin duda la abundancia de los dones divinos. La
solidaridad cristiana está llamada a solventar las necesidades de la
formación vocacional en los países económicamente más pobres. La
promoción de vocaciones en estos países por parte de los diversos
institutos ha de hacerse en plena armonía con las Iglesias del lugar,
a partir de una activa y prolongada inserción en su actividad
pastoral162. El modo más auténtico para secundar la acción del
Espíritu será el invertir las mejores energías en la actividad
vocacional, especialmente con una adecuada dedicación a la pastoral
juvenil.
Las exigencias de la formación inicial
65. La Asamblea sinodal ha reservado una atención especial a la
formación de quienes aspiran a consagrarse al Señor163, reconociendo
su decisiva importancia. El objetivo central del proceso de formación
es la preparación de la persona para la consagración total de sí misma
a Dios en el seguimiento de Cristo, al servicio de la misión. Decir
«sí» a la llamada del Señor, asumiendo personalmente el dinamismo del
crecimiento vocacional, es responsabilidad inalienable de cada
llamado, el cual debe abrir toda su vida a la acción del Espíritu
Santo; es recorrer con generosidad el camino formativo, acogiendo con
fe las ayudas que el Señor y la Iglesia le ofrecen164.
La formación, por tanto, debe abarcar la persona entera, de tal modo
que toda actitud y todo comportamiento manifiesten la plena y gozosa
pertenencia a Dios, tanto en los momentos importantes como en las
circunstancias ordinarias de la vida cotidiana165. Desde el momento
que el fin de la vida consagrada consiste en la conformación con el
Señor Jesús y con su total oblación166, a esto se debe orientar ante
todo la formación. Se trata de un itinerario de progresiva asimilación
de los sentimientos de Cristo hacia el Padre.
Siendo éste el objetivo de la vida consagrada, el método para
prepararse a ella deberá contener y expresar la característica de la
totalidad. Deberá ser formación de toda la persona167, en cada aspecto
de su individualidad, en las intenciones y en los gestos exteriores.
Precisamente por su propósito de transformar toda la persona, la
exigencia de la formación no acaba nunca. En efecto, es necesario que
a las personas consagradas se les proporcione hasta el fin la
oportunidad de crecer en la adhesión al carisma y a la misión del
propio instituto.
Para que sea total, la formación debe abarcar todos los ámbitos de la
vida cristiana y de la vida consagrada. Se ha de prever, por tanto,
una preparación humana, cultural, espiritual y pastoral, poniendo sumo
cuidado en facilitar la integración armónica de los diferentes
aspectos. A la formación inicial, entendida como un proceso evolutivo
que pasa por los diversos grados de la maduración personal -desde el
psicológico y espiritual al teológico y pastoral-, se debe reservar un
amplio espacio de tiempo. En el caso de las vocaciones al
presbiterado, viene a coincidir y a armonizarse con un programa
específico de estudios, como parte de un itinerario formativo más
extenso.
El papel de los formadores y formadoras
66. Dios Padre, en el don continuo de Cristo y del Espíritu, es el
formador por excelencia de quien se consagra a él. Pero en esta obra
él se sirve de la mediación humana, poniendo al lado de los que él
llama algunos hermanos y hermanas mayores. La formación es, pues, una
participación en la acción del Padre que, mediante el Espíritu,
infunde en el corazón de los jóvenes y de las jóvenes los sentimientos
del Hijo. Los formadores y las formadoras deben ser, por tanto,
personas expertas en los caminos que llevan a Dios, para poder ser así
capaces de acompañar a otros en este recorrido. Atentos a la acción de
la gracia, deben indicar aquellos obstáculos que a veces no resultan
tan evidentes, pero, sobre todo, mostrarán la belleza del seguimiento
del Señor y el valor del carisma en que éste se concretiza. A las
luces de la sabiduría espiritual añadirán también aquellas que
provienen de los instrumentos humanos que pueden servir de ayuda,
tanto en el discernimiento vocacional, como en la formación del hombre
nuevo auténticamente libre. El principal instrumento de formación es
el coloquio personal, que ha de tenerse con regularidad y cierta
frecuencia, y que constituye una práctica de comprobada e
insustituible eficacia.
De cara a tareas tan delicadas, resulta verdaderamente importante la
preparación de formadores idóneos, que aseguren en su servicio una
gran sintonía con el camino seguido por toda la Iglesia. Será
conveniente crear estructuras adecuadas para la formación de los
formadores, posiblemente en lugares que permitan el contacto con la
cultura en la que se ejercerá después el propio servicio pastoral. En
esta obra formativa, los institutos más arraigados ayuden a los de
fundación más reciente, mediante la aportación de algunos de sus
mejores miembros168.
Una formación comunitaria y apostólica
67. Puesto que la formación debe ser también comunitaria, su lugar
privilegiado, para los institutos de vida religiosa y las sociedades
de vida apostólica, es la comunidad. En ella se realiza la iniciación
en la fatiga y en el gozo de la convivencia. En la fraternidad cada
uno aprende a vivir con quien Dios ha puesto a su lado, aceptando
tanto sus cualidades positivas como sus diversidades y sus límites.
Aprende especialmente a compartir los dones recibidos para la
edificación de todos, puesto que «a cada cual se le otorga la
manifestación del Espíritu para provecho común» (1 Co 12, 7)169. Al
mismo tiempo, la vida comunitaria, ya desde la primera formación, debe
mostrar la dimensión intrínsecamente misionera de la consagración. Por
ello, en los institutos de vida consagrada será útil introducir,
durante el período de formación inicial y con el prudente
acompañamiento del formador o formadora, experiencias concretas que
permitan ejercitar, en diálogo con la cultura circundante, las
aptitudes apostólicas, la capacidad de adaptación y el espíritu de
iniciativa.
Si de una parte es importante que la persona consagrada se forme de
modo progresivo una conciencia evangélicamente crítica respecto a los
valores y antivalores de la cultura, tanto de la suya propia como de
la que encontrará en el futuro campo de trabajo, de otra debe
ejercitarse en el difícil arte de la unidad de vida, de la mutua
compenetración de la caridad hacia Dios y hacia los hermanos y
hermanas, haciendo propia la experiencia de que la oración es el alma
del apostolado, pero también de que el apostolado vivifica y estimula
la oración.
Necesidad de una «ratio» completa y actualizada
68. Se recomienda también a los institutos femeninos y a los
masculinos, por lo que se refiere a los religiosos hermanos, un
período explícitamente formativo, que se prolongue hasta la profesión
perpetua. Esto vale substancialmente también para las comunidades
claustrales, que han de elaborar un programa adecuado para lograr una
auténtica formación para la vida contemplativa y su peculiar misión en
la Iglesia.
Los padres sinodales han invitado vivamente a todos los institutos de
vida consagrada y a las sociedades de vida apostólica a elaborar
cuanto antes una ratio institutionis, es decir, un proyecto de
formación inspirado en el carisma institucional, en el cual se
presente de manera clara y dinámica el camino a seguir para asimilar
plenamente la espiritualidad del propio instituto. La ratio responde
hoy a una verdadera urgencia: de un lado indica el modo de transmitir
el espíritu del instituto, para que sea vivido en su autenticidad por
las nuevas generaciones, en la diversidad de las culturas y de las
situaciones geográficas; de otro, muestra a las personas consagradas
los medios para vivir el mismo espíritu en las varias fases de la
existencia, progresando hacia la plena madurez de la fe en Cristo.
Si bien es cierto que la renovación de la vida consagrada depende
principalmente de la formación, también es verdad que ésta, a su vez,
está unida a la capacidad de proponer un método rico de sabiduría
espiritual y pedagógica, que conduzca de manera progresiva a quienes
desean consagrarse a asumir los sentimientos de Cristo, el Señor. La
formación es un proceso vital a través del cual la persona se
convierte al Verbo de Dios desde lo más profundo de su ser y, al mismo
tiempo, aprende el arte de buscar los signos de Dios en las realidades
del mundo. En una época de creciente marginación de los valores
religiosos por parte de la cultura, este aspecto de la formación
resulta doblemente importante: gracias a él la persona consagrada no
sólo puede seguir «viendo» con los ojos de la fe a Dios en un mundo
que ignora su presencia, sino que consigue incluso hacer «sensible» en
cierto modo su presencia mediante el testimonio del propio carisma.
La formación permanente
69. La formación permanente, tanto para los institutos de vida
apostólica como para los de vida contemplativa, es una exigencia
intrínseca de la consagración religiosa. El proceso formativo, como se
ha dicho, no se reduce a la fase inicial, puesto que, por la
limitación humana, la persona consagrada no podrá jamás suponer que ha
completado la gestación de aquel hombre nuevo que experimenta dentro
de sí, ni de poseer en cada circunstancia de la vida los mismos
sentimientos de Cristo. La formación inicial, por tanto, debe
engarzarse con la formación permanente, creando en el sujeto la
disponibilidad para dejarse formar cada uno de los días de su vida170.
Es muy importante, por tanto, que cada instituto incluya, como parte
de la ratio institutionis, la definición de un proyecto de formación
permanente lo más preciso y sistemático posible, cuyo objetivo
primario sea el de acompañar a cada persona consagrada con un programa
que abarque toda su existencia. Ninguno puede estar exento de
aplicarse al propio crecimiento humano y religioso; como nadie puede
tampoco presumir de sí mismo y llevar su vida con autosuficiencia.
Ninguna fase de la vida puede ser considerada tan segura y fervorosa
como para excluir toda oportunidad de ser asistida y poder de este
modo tener mayores garantías de perseverancia en la fidelidad, ni
existe edad alguna en la que se pueda dar por concluida la completa
madurez de la persona.
En un dinamismo de fidelidad
70. Hay una juventud de espíritu que permanece en el tiempo y que
tiene que ver con el hecho de que el individuo busca y encuentra en
cada ciclo vital un cometido diverso que realizar, un modo específico
de ser, de servir y de amar171.
En la vida consagrada, los primeros años de plena inserción en la
actividad apostólica representan una fase por sí misma crítica,
marcada por el paso de una vida guiada y tutelada a una situación de
plena responsabilidad operativa. Es importante que las personas
consagradas jóvenes sean alentadas y acompañadas por un hermano o una
hermana que les ayuden a vivir con plenitud la juventud de su amor y
de su entusiasmo por Cristo.
La fase sucesiva puede presentar el riesgo de la rutina y la
consiguiente tentación de la desilusión por la escasez de los
resultados. Es necesario, pues, ayudar a las personas consagradas de
media edad a revisar, a la luz del Evangelio y de la inspiración
carismática, su opción originaria, y a no confundir la totalidad de la
entrega con la totalidad del resultado. Esto permitirá dar nuevo
empuje y nuevas motivaciones a la decisión tomada en su día. Es la
época de la búsqueda de lo esencial.
En la fase de la edad madura, junto con el crecimiento personal, puede
presentarse el peligro de un cierto individualismo, acompañado a veces
del temor de no estar adecuados a los tiempos, o de fenómenos de
rigidez, de cerrazón o de relajación. La formación permanente tiene en
este caso la función de ayudar no sólo a recuperar un tono más alto de
vida espiritual y apostólica, sino también a descubrir la peculiaridad
de esta fase existencial. En efecto, en ella, una vez purificados
algunos aspectos de la personalidad, el ofrecimiento de sí se eleva a
Dios con mayor pureza y generosidad, y revierte en los hermanos y
hermanas de manera más sosegada y discreta, a la vez que más
transparente y rica de gracia. Es el don y la experiencia de la
paternidad y maternidad espiritual.
La edad avanzada presenta problemas nuevos, que se han de afrontar
previamente con un esmerado programa de apoyo espiritual. El
progresivo alejamiento de la actividad, la enfermedad en algunos casos
o la inactividad forzosa, son una experiencia que puede ser altamente
formativa. Aunque sea un momento frecuentemente doloroso, ofrece sin
embargo a la persona consagrada anciana la oportunidad de dejarse
plasmar por la experiencia pascual172, conformándose a Cristo
crucificado que cumple en todo la voluntad del Padre y se abandona en
sus manos hasta encomendarle el espíritu. Éste es un nuevo modo de
vivir la consagración, que no está vinculado a la eficiencia propia de
una tarea de gobierno o de un trabajo apostólico.
Cuando al fin llega el momento de unirse a la hora suprema de la
pasión del Señor, la persona consagrada sabe que el Padre está
llevando a cumplimiento en ella el misterioso proceso de formación
iniciado tiempo atrás. La muerte será entonces esperada y preparada
como acto de amor supremo y de entrega total de sí mismo.
Es necesario añadir que, independientemente de las varias etapas de la
vida, cada edad puede pasar por situaciones críticas bien a causa de
diversos factores externos -cambio de lugar o de oficio, dificultad en
el trabajo o fracaso apostólico, incomprensión, marginación, etc.-,
bien por motivos más estrictamente personales, como la enfermedad
física o psíquica, la aridez espiritual, lutos, problemas de
relaciones interpersonales, fuertes tentaciones, crisis de fe o de
identidad, sensación de insignificancia, u otros semejantes. Cuando la
fidelidad resulta más difícil, es preciso ofrecer a la persona el
auxilio de una mayor confianza y un amor más grande, tanto a nivel
personal como comunitario. Se hace necesaria, sobre todo en estos
momentos, la cercanía afectuosa del superior; mucho consuelo y aliento
viene también de la ayuda cualificada de un hermano o hermana, cuya
disponibilidad y premura facilitarán un redescubrimiento del sentido
de la alianza que Dios ha sido el primero en establecer y que no
dejará de cumplir. La persona que se encuentra en un momento de prueba
logrará de este modo acoger la purificación y el anonadamiento como
aspectos esenciales del seguimiento de Cristo crucificado. La prueba
misma se revelará como un instrumento providencial de formación en las
manos del Padre, como lucha no sólo psicológica, entablada por el yo
en relación consigo mismo y sus debilidades, sino también religiosa,
marcada cada día por la presencia de Dios y por la fuerza poderosa de
la cruz.
Dimensiones de la formación permanente
71. Puesto que el sujeto de la formación es la persona en cada fase de
la vida, el término de la formación es la totalidad del ser humano,
llamado a buscar y amar a Dios «con todo el corazón, con toda el alma
y con todas las fuerzas» (Dt 6, 5) y al prójimo como a sí mismo (cf.
Lv 19, 18; Mt 22, 37-39) . El amor a Dios y a los hermanos es un
dinamismo vigoroso que puede inspirar constantemente el camino de
crecimiento y de fidelidad.
La vida en el Espíritu tiene obviamente la primacía: en ella la
persona consagrada encuentra su identidad y experimenta una serenidad
profunda, crece en la atención a las insinuaciones cotidianas de la
palabra de Dios y se deja guiar por la inspiración originaria del
propio instituto. Bajo la acción del Espíritu se defienden con denuedo
los tiempos de oración, de silencio, de soledad, y se implora de lo
Alto el don de la sabiduría en las fatigas diarias (cf. Sb 9, 10).
La dimensión humana y fraterna exige el conocimiento de sí mismo y de
los propios límites, para obtener el estímulo necesario y el apoyo en
el camino hacia la plena liberación. En el contexto actual revisten
una particular importancia la libertad interior de la persona
consagrada, su integración afectiva, la capacidad de comunicarse con
todos, especialmente en la propia comunidad, la serenidad de espíritu
y la sensibilidad hacia aquellos que sufren, el amor por la verdad y
la coherencia efectiva entre el decir y el hacer.
La dimensión apostólica abre la mente y el corazón de la persona
consagrada, disponiéndola para el esfuerzo continuo de la acción, como
signo del amor de Cristo que la apremia (cf. 2 Co 5, 14). Esto
significa, en la práctica, la actualización de los métodos y de los
objetivos de las actividades apostólicas, con fidelidad al espíritu y
al fin pretendido por el fundador o fundadora, y a las tradiciones
maduradas sucesivamente, teniendo en cuenta las condiciones cambiantes
de la historia y la cultura, general o local, y del ambiente en que se
actúa.
La dimensión cultural y profesional, fundada en una sólida formación
teológica que capacite al discernimiento, implica una actualización
continua y una particular atención a los diversos campos a los que se
orienta cada uno de los carismas. Es necesario por tanto mantener una
mentalidad lo más flexible y abierta posible, para que el servicio sea
comprendido y desempeñado según las exigencias del propio tiempo,
sirviéndose de los instrumentos ofrecidos por el progreso cultural.
En la dimensión del carisma convergen, finalmente, todos los demás
aspectos, como en una síntesis que requiere una reflexión continua
sobre la propia consagración en sus diversas vertientes, tanto la
apostólica, como la ascética y mística. Esto exige de cada miembro el
estudio asiduo del espíritu del instituto al que pertenece, de su
historia y su misión, con el fin de mejorar así la asimilación
personal y comunitaria173.
Continuación