EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL
VITA CONSECRATA

Al Episcopado y al Clero, a las Órdenes Religiosas, a las sociedades de Vida Apostólica, a los Institutos Seculares y a todos los fieles sobre la vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo. SS. Juan Pablo II, 25 de marzo de 1996

Nota de Corazones.org: Este documento lo presentamos en 2 páginas de web. La presente incluye hasta el capítulo II.  La segunda contiene el resto del documento.

INTRODUCCIÓN

CAPITULO I: CONFESSIO TRINITATIS
EN LAS FUENTES CRISTOLÓGICO-TRINITARIAS DE LA VIDA CONSAGRADA

CAPITULO II: SIGNUM FRATERNITATIS
LA VIDA CONSAGRADA, SIGNO DE COMUNIÓN EN LA IGLESIA

CAPITULO III: SERVITIUM CARITATIS
LA VIDA CONSAGRADA, EPIFANÍA DEL AMOR DE DIOS EN EL MUNDO

CONCLUSIÓN

NOTAS


INTRODUCCIÓN

1. La vida consagrada, enraizada profundamente en los ejemplos y enseñanzas de Cristo el Señor, es un don de Dios Padre a su Iglesia por medio del Espíritu. Con la profesión de los consejos evangélicos, los rasgos característicos de Jesús -virgen, pobre y obediente- tienen una típica y permanente «visibilidad» en medio del mundo, y la mirada de los fieles es atraída hacia el misterio del reino de Dios que ya actúa en la historia, pero espera su plena realización en el cielo.
A lo largo de los siglos nunca han faltado hombres y mujeres que, dóciles a la llamada del Padre y a la moción del Espíritu, han elegido este camino de especial seguimiento de Cristo, para dedicarse a él con corazón «indiviso» (cf. 1 Co 7, 34). También ellos, como los Apóstoles, han dejado todo para estar con él y ponerse, como él, al servicio de Dios y de los hermanos. De este modo han contribuido a manifestar el misterio y la misión de la Iglesia con los múltiples carismas de vida espiritual y apostólica que les distribuía el Espíritu Santo, y por ello han cooperado también a renovar la sociedad.

Acción de gracias por la vida consagrada

2. El papel de la vida consagrada en la Iglesia es tan importante que decidí convocar un sínodo para profundizar en su significado y perspectivas, en vista del ya inminente nuevo milenio. Quise que en la Asamblea sinodal estuvieran también presentes, junto a los padres, numerosos consagrados y consagradas, para que no faltase su aportación a la reflexión común.
Todos somos conscientes de la riqueza que para la comunidad eclesial constituye el don de la vida consagrada en la variedad de sus carismas y de sus instituciones. Juntos damos gracias a Dios por las órdenes e institutos religiosos dedicados a la contemplación o a las obras de apostolado, por las sociedades de vida apostólica, por los institutos seculares y por otros grupos de consagrados, como también por todos aquellos que, en el secreto de su corazón, se entregan a Dios con una especial consagración.
El Sínodo ha podido comprobar la difusión universal de la vida consagrada, presente en las Iglesias de todas las partes de la tierra. La vida consagrada anima y acompaña el desarrollo de la evangelización en las diversas regiones del mundo, donde no solo se acogen con gratitud los institutos procedentes del exterior, sino que se constituyen otros nuevos, con gran variedad de formas y de expresiones.
De este modo, si en algunas regiones de la tierra los institutos de vida consagrada parece que atraviesan un momento de dificultad, en otras prosperan con sorprendente vigor, mostrando que la opción de total entrega a Dios en Cristo no es incompatible con la cultura y la historia de cada pueblo. Además, no florece solamente dentro de la Iglesia católica; en realidad, se encuentra particularmente viva en el monacato de las Iglesias ortodoxas, como rasgo esencial de su fisonomía, y está naciendo o resurgiendo en las Iglesias y comunidades eclesiales nacidas de la Reforma, como signo de una gracia común de los discípulos de Cristo. De esta constatación deriva un impulso al ecumenismo que alimenta el deseo de una comunión siempre mas plena entre los cristianos, «para que el mundo crea» (Jn 17, 21).

La vida consagrada es un don a la Iglesia

3. La presencia universal de la vida consagrada y el carácter evangélico de su testimonio muestran con toda evidencia -si es que fuera necesario- que no es una realidad aislada y marginal, sino que abarca a toda la Iglesia. Los obispos en el Sínodo lo han confirmado muchas veces: «de re nostra agitur», «es algo que nos afecta»1. En realidad, la vida consagrada está en el corazón mismo de la Iglesia como elemento decisivo para su misión, ya que «indica la naturaleza íntima de la vocación cristiana»2 y, la aspiración de toda la Iglesia Esposa hacia la unión con el único Esposo3. En el Sínodo se ha afirmado en varias ocasiones que la vida consagrada no sólo ha desempeñado en el pasado un papel de ayuda y apoyo también para el presente y el futuro del pueblo de Dios, porque pertenece íntimamente a su santidad y a su misión4.
Las dificultades actuales, que no pocos institutos encuentran en algunas regiones del mundo, no deben inducir a suscitar dudas sobre el hecho de que la profesión de los consejos evangélicos sea parte integrante de la vida de la Iglesia, a la que aporta un precioso impulso hacia una mayor coherencia evangélica5. Podrá haber históricamente una ulterior variedad de formas, pero no cambiará la sustancia de una opción que se manifiesta en el radicalismo del don de sí mismo por amor al Señor Jesús y, en él, a cada miembro de la familia humana. Con esta certeza, que ha animado a innumerables personas a lo largo de los siglos, el pueblo cristiano continúa contando, consciente de que podrá obtener de la aportación de estas almas generosas un apoyo valiosísimo en su camino hacia la patria del cielo.

Cosechando los frutos del Sínodo

4. Adhiriéndome al deseo manifestado por la Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos reunida para reflexionar sobre el tema «La vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo», quiero presentar en esta exhortación apostólica los frutos del itinerario sinodal6 y mostrar a todos los fieles -obispos, presbíteros, diáconos, personas consagradas y laicos-, así como a cuantos se pongan a la escucha, las maravillas que el Señor quiere realizar también hoy por medio de la vida consagrada.
Este sínodo, que sigue a los dedicados a los laicos y a los presbíteros, completa el análisis de las peculiaridades que caracterizan los estados de vida queridos por el Señor Jesús para su Iglesia. En efecto, si en el concilio Vaticano II se señaló la gran realidad de la comunión eclesial, en la cual convergen todos los dones para la edificación del Cuerpo de Cristo y para la misión de la Iglesia en el mundo, en estos últimos años se ha advertido la necesidad de explicitar mejor la identidad de los diversos estados de vida, su vocación y su misión específica en la Iglesia.
La comunión en la Iglesia no es, pues, uniformidad, sino don del Espíritu que pasa también a través de la variedad de los carismas y de los estados de vida. Éstos serán tantos más útiles a la Iglesia y a su misión, cuanto mayor sea el respeto de su identidad. En efecto, todo don del Espíritu es concedido con objeto de que fructifique para el Señor7 en el crecimiento de la fraternidad y de la misión.

La obra del Espíritu en las diversas formas de vida consagrada

5. ¿Cómo no recordar con gratitud al Espíritu la multitud de formas históricas de vida consagrada, suscitadas, por él y todavía presentes en el ámbito eclesial? Éstas aparecen como una planta llena de ramas8, que hunde sus raíces en el Evangelio y da frutos copiosos en cada época de la Iglesia. ¡Que extraordinaria riqueza! Yo mismo, al final del Sínodo, he sentido la necesidad de señalar este elemento constante en la historia de la Iglesia: los numerosos fundadores y fundadoras, santos y santas, que han optado por Cristo en la radicalidad evangélica y en el servicio fraterno, especialmente de los pobres y abandonados9. Precisamente este servicio evidencia con claridad cómo la vida consagrada manifiesta el carácter unitario del mandamiento del amor, en el vínculo inseparable entre amor a Dios y amor al prójimo.
El Sínodo ha recordado esta obra incesante del Espíritu Santo, a lo largo de los siglos difunde las riquezas de la práctica de los consejos evangélicos a través de los múltiples carismas, y que también por esta vía hace presente de modo perenne en la Iglesia y en el mundo, en el tiempo y en el espacio, el misterio de Cristo.

Vida monástica en Oriente y en Occidente

6. Los padres sinodales de las Iglesias católicas orientales y los representantes de las otras Iglesias de Oriente han señalado en sus intervenciones los valores evangélicos de la vida monástica10, surgida ya desde los inicios del cristianismo y floreciente todavía en sus territorios, especialmente en las Iglesias ortodoxas.
Desde los primeros siglos de la Iglesia ha habido hombres y mujeres que se han sentido llamados a imitar la condición de siervo del Verbo encarnado y han seguido sus huellas viviendo de modo específico y radical, en la profesión monástica, las exigencias derivadas de la participación bautismal en el misterio Pascual de su muerte y resurrección. De este modo, haciéndose portadores de la cruz (staurophóroi), se han comprometido a ser portadores del Espíritu (pneumatophóroi), hombres y mujeres auténticamente espirituales, capaces de fecundar secretamente la historia con la alabanza y la intercesión continua, con los consejos ascéticos y las obras de caridad.
Con el propósito de transfigurar al mundo y la vida en espera de la definitiva visión del rostro de Dios, el monacato oriental da la prioridad a la conversión, la renuncia de sí mismo y la compunción del corazón, a la búsqueda de la esichia, es decir, de la paz interior, y la oración incesante, al ayuno y las vigilias, al combate espiritual y al silencio, a la alegría pascual por la presencia del Señor y por la espera de su venida definitiva, al ofrecimiento de sí mismo y de los propios bienes, vivido en la santa comunión del cenobio o en la soledad eremítica11.
Occidente ha practicado también desde los primeros siglos de la Iglesia la vida monástica y ha conocido su gran variedad de expresiones tanto en el ámbito cenobítico como en el eremítico. En su forma actual, inspirada principalmente en San Benito, el monacato Occidental es heredero de tantos hombres y mujeres que, dejando la vida según el mundo, buscaron a Dios y se dedicaron a él, «no anteponiendo nada al amor de Cristo»12. Los monjes de hoy también se esfuerzan en conciliar armónicamente la vida interior y el trabajo en el compromiso evangélico por la conversión de las costumbres, la obediencia, la estabilidad y la asidua dedicación a la meditación de la Palabra (lectio divina), la celebración de la liturgia y adoración. Los monasterios han sido y siguen siendo, en el corazón de la Iglesia y del mundo, un signo elocuente de comunión, un lugar acogedor para quienes buscan a Dios y las cosas del espíritu, escuelas de fe y verdaderos laboratorios de estudio, de diálogo y cultura para la edificación de la ciudad terrena, en espera de la celestial.

El orden de las vírgenes, los eremitas y las viudas

7. Es motivo de alegría y esperanza ver como hoy vuelve a florecer el antiguo orden de las vírgenes, testimoniado en las comunidades cristianas desde los tiempos apostólicos13. Consagradas por el obispo diocesano, asumen un vínculo especial con la Iglesia, a cuyo servicio se dedican, aun permaneciendo en el mundo. Solas o asociadas, constituyen una especial imagen escatológica de la Esposa celeste y de la vida futura, cuando finalmente la Iglesia viva en plenitud el amor de Cristo esposo.
Los eremitas y las eremitas, pertenecientes a ordenes antiguas o a institutos nuevos, o incluso de dependientes directamente del obispo, con la separación interior y exterior del mundo testimonian el carácter provisorio del tiempo presente, con el ayuno y la penitencia atestiguan que no sólo de pan vive el hombre, sino de la palabra de Dios (cf. Mt 4, 4). Esta vida «en el desierto» es una invitación para los demás y para la misma comunidad eclesial a no perder de vista la suprema vocación, que es la de estar siempre con el Señor.
Hoy vuelve a practicarse también la consagración de las viudas14, que se remonta a los tiempos apostólicos (cf. 1 Tim 5, 5. 9-10; 1 Co 7,8), así como la de los viudos. Estas personas, mediante el voto de castidad perpetua como signo del reino de Dios, consagran su condición para dedicarse a la oración y al servicio de la Iglesia.

Institutos dedicados totalmente a la contemplación

8. Los institutos orientados completamente a la contemplación, formados por mujeres o por hombres, son para la Iglesia un motivo de gloria y una fuente de gracias celestiales. Con su vida y su misión, sus miembros imitan a Cristo orando en el monte, testimonian el señorío de Dios sobre la historia y anticipan la gloria futura.
En la soledad y el silencio, mediante la escucha de la palabra de Dios, el ejercicio del culto divino, la ascesis personal, la oración, la mortificación y la comunión en el amor fraterno, orientan toda su vida y actividad a la contemplación de Dios. Ofrecen así a la comunidad eclesial un singular testimonio del amor de la Iglesia por su Señor y contribuyen, con una misteriosa fecundidad apostólica, al crecimiento del pueblo de Dios15.
Es justo, por tanto, esperar que las distintas formas de vida contemplativa experimenten una creciente difusión en las Iglesias jóvenes como expresión del pleno arraigo del Evangelio, sobre todo en las regiones del mundo donde están más difundidas otras religiones. Esto permitirá testimoniar el vigor de las tradiciones ascética y mística cristianas y favorecer el mismo diálogo interreligioso16.

La vida religiosa apostólica

9. En Occidente han florecido a lo largo de los siglos otras múltiples expresiones de vida religiosa, en las que innumerables personas, renunciando al mundo, se ha consagrado a Dios mediante la profesión pública de los consejos evangélicos según un carisma específico y en una forma estable de vida común17, para un multiforme servicio apostólico al pueblo de Dios. Así, las diversas familias de canónigos regulares, las ordenes mendicantes, los clérigos regulares y, en general, las congregaciones religiosas masculinas y femeninas dedicadas a la actividad apostólica y misionera y a las múltiples obras que la caridad cristiana ha suscitado.
Es un testimonio espléndido y variado, en el que se refleja la multitud de dones otorgados por Dios a los fundadores y fundadoras que, abiertos a la acción del Espíritu Santo, han sabido interpretar los signos de los tiempos y responder de un modo clarividente a las exigencias que iban surgiendo poco a poco. Siguiendo sus huellas, muchas otras personas han tratado de encarnar con la palabra y la acción el Evangelio en su propia existencia, para mostrar en su tiempo la presencia viva de Jesús, el Consagrado por excelencia y el Apóstol del Padre. Los religiosos y religiosas en cada época deben continuar tomando ejemplo de Cristo el Señor, alimentando en la oración una profunda comunión de sentimientos con él (cf. Flp. 2, 5-11), de modo que toda su vida esté impregnada de espíritu apostólico y toda su acción apostólica esté sostenida por la contemplación18.

Institutos seculares

10. El Espíritu Santo, admirable artífice de la variedad de los carismas, ha suscitado en nuestro tiempo nuevas formas de vida consagrada, como queriendo corresponder, según un providencial designio, a las nuevas necesidades que la Iglesia encuentra hoy al realizar su misión en el mundo.
Pienso en primer lugar en los institutos seculares, cuyos miembros quieren vivir la consagración a Dios en el mundo mediante la profesión de los consejos evangélicos en el contexto de las estructuras temporales, para ser así levadura de sabiduría y testigos de gracia dentro de la vida cultural y económica y política. Mediante la síntesis, propia de ellos, de secularidad y consagración, tratan de introducir en la sociedad las energías nuevas del reino de Cristo, buscando transfigurar el mundo desde dentro con la fuerza de las bienaventuranzas. De este modo, mientras la total pertenencia a Dios los hace plenamente consagrados a su servicio, su actividad en las normales condiciones laicales contribuye, bajo la acción del Espíritu, a la animación evangélica de las realidades seculares. Los institutos seculares contribuyen de este modo a asegurar a la Iglesia, según la índole específica de cada uno, una presencia incisiva en la sociedad19.
Una valiosa aportación dan también los institutos seculares clericales, en los que sacerdotes pertenecientes al presbiterio diocesano, aun cuando se reconoce a algunos de ellos la incardinación en el propio instituto, se consagran a Cristo mediante la practica de los consejos evangélicos según un carisma especifico. Encuentran en las riquezas espirituales del instituto al que pertenecen una ayuda para vivir intensamente la espiritualidad propia del sacerdocio y, de este modo, ser fermento de comunión y de generosidad apostólica entre los hermanos.

Sociedades de vida apostólica

11. Merecen especial mención, además, las sociedades de vida apostólica o de vida común, masculinas y femeninas, las cuales buscan, con un estilo propio, un especifico fin apostólico o misionero. En muchas de ellas, con vínculos sagrados reconocidos oficialmente por la Iglesia, se asumen expresamente los consejos evangélicos. Sin embargo, incluso en este caso, la peculiaridad de su consagración las distingue de los institutos religiosos y de los institutos seculares. Se debe salvaguardar y promover la peculiaridad de esta forma de vida, que en el curso de los últimos siglos ha producido tantos frutos de santidad y apostolado, especialmente en el campo de la caridad y en la difusión misionera del Evangelio20.

Nuevas formas de vida consagrada

12. La perenne juventud de la Iglesia continua manifestándose también hoy: en los últimos decenios, después del concilio ecuménico Vaticano II, han surgido nuevas o renovadas formas de vida consagrada. En muchos casos se trata de institutos semejantes a los ya existentes, pero nacidos de nuevos impulsos espirituales y apostólicos. La autoridad de la Iglesia debe discernir su vitalidad, pues a ella corresponde realizar los necesarios exámenes tanto para probar la autenticidad de la finalidad que los ha inspirado, como para evitar la excesiva multiplicación de instituciones análogas entre sí, con el consiguiente riesgo de una nociva fragmentación en grupos demasiado pequeños. En otros casos se trata de experiencias originales, que están buscando una identidad propia en la Iglesia y esperan ser reconocidas oficialmente por la Sede apostólica, única autoridad a la que compete el juicio último21.
Estas nuevas formas de vida consagrada, que se añaden a las antiguas, manifiestan el atractivo constante que la entrega total al Señor, el ideal de la comunidad apostólica y los carismas de fundación continúan teniendo también sobre la generación actual y son, además, signo de la complementariedad de los dones del Espíritu Santo.
Además, el Espíritu en la novedad no se contradice. Prueba de esto es el hecho de que las nuevas formas de vida consagrada no han suplantado a las precedentes. En tal multiforme variedad se ha podido conservar la unidad de fondo gracias a la misma llamada a seguir, en la búsqueda de la caridad perfecta, a Jesús virgen, pobre y obediente. Esta llamada, tal como se encuentra en todas las formas ya existentes, se pide del mismo modo en aquellas que se proponen como nuevas.

Finalidad de esta exhortación apostólica

13. Recogiendo los frutos de los trabajos sinodales, quiero dirigirme con esta exhortación apostólica a toda la Iglesia, para ofrecer no solo a las personas consagradas, sino también a los pastores y a los fieles, los resultados de un encuentro alentador, sobre cuyo desarrollo no ha dejado de velar el Espíritu Santo con sus dones de verdad y de amor.
En estos años de renovación la vida consagrada ha atravesado, como también otras formas de vida en la Iglesia, un período delicado y duro. Ha sido un tiempo rico de esperanzas, proyectos y propuestas innovadoras encaminadas a reforzar la profesión de los consejos evangélicos. Pero ha sido también un período no exento de tensiones y pruebas, en el que experiencias, incluso siendo generosas, no siempre se han visto coronadas por resultados positivos.
Las dificultades no deben, sin embargo, inducir al desánimo. Es preciso más bien comprometer con nuevo ímpetu, porque la Iglesia necesita la aportación espiritual y apostólica de una vida consagrada renovada y fortalecida. Con la presente exhortación postsinodal deseo dirigirme a las comunidades religiosas y a las personas consagradas con el mismo espíritu que animaba la carta dirigida por el concilio de Jerusalén a los cristianos de Antioquía, y tengo la esperanza de que se repita también hoy la misma experiencia vivida entonces: «La leyeron y se gozaron al recibir aquel aliento» (Hch 15, 31). No sólo esto: tengo, además, la esperanza de aumentar el gozo de todo el pueblo de Dios que, conociendo mejor la vida consagrada, podrá dar gracias más conscientemente al Omnipotente por este gran don.
En actitud de cordial apertura hacia los padres sinodales, he ido recogiendo la valiosas aportaciones surgidas durante las intensas asambleas de trabajo, en las que he querido estar constantemente presente. Durante este período, he ofrecido a todo el pueblo de Dios algunas catequesis sistemáticas sobre la vida consagrada en la Iglesia. En ellas he presentado de nuevo las enseñanzas del Concilio Vaticano II, que ha sido punto de referencia luminoso para los desarrollos doctrinales posteriores y para la misma reflexión realizada por el Sínodo durante las semanas de sus trabajos22.
Mientras confío en que los hijos de la Iglesia, y en particular las personas consagradas, acogerán con adhesión cordial esta exhortación, deseo que continúe la reflexión para profundizar en el don de la vida consagrada en su triple dimensión de la consagración, la comunión y la misión, y que los consagrados y consagradas, en plena sintonía con la Iglesia y su magisterio, encuentren así ulteriores estímulos para afrontar espiritual y apostólicamente los nuevos desafíos.

CAPITULO I
CONFESSIO TRINITATIS
EN LAS FUENTES CRISTOLÓGICO-TRINITARIAS DE LA VIDA CONSAGRADA

Icono de Cristo transfigurado

14. El fundamento evangélico de la vida consagrada se debe buscar en la especial relación que Jesús, en su vida terrena, estableció con algunos de sus discípulos, invitándoles no sólo a acoger el reino de Dios en la propia vida, sino también a poner la propia existencia al servicio de esta causa, dejando todo e imitando de cerca su forma de vida.
Tal existencia «cristiforme», propuesta a tantos bautizados a lo largo de la historia, es posible sólo desde una especial vocación y gracias a un don peculiar del Espíritu. En efecto, en ella la consagración bautismal los lleva a una respuesta radical en el seguimiento de Cristo mediante la adopción de los consejos evangélicos, el primero y esencial entre ellos es el vínculo sagrado de la castidad por el reino de los cielos23. Este especial «seguimiento de Cristo», en cuyo origen está siempre la iniciativa del Padre, tiene, pues, una connotación esencialmente cristológica y pneumatólogica, manifestando así de modo particularmente vivo el carácter trinitario de la vida cristiana, de la que anticipa de alguna manera la realización escatológica a la que tiende toda la Iglesia24.
En el Evangelio son muchas las palabras y gestos de Cristo que iluminan el sentido de esta especial vocación. Sin embargo, para captar con una visión de conjunto sus rasgos esenciales, ayuda singularmente contemplar el rostro radiante de Cristo en el misterio de la Transfiguración. A este «icono» se refiere toda una antigua tradición espiritual, cuando relaciona la vida contemplativa con la oración de Jesús «en el monte»25. Además, a ella pueden referirse, en cierto modo, las mismas dimensiones «activas» de la vida consagrada, ya que la Transfiguración no es sólo revelación de la gloria de Cristo, sino también preparación para afrontar la cruz. Ella implica un «subir al monte» y un «bajar del monte»: los discípulos que han gozado de la intimidad del Maestro, envueltos momentáneamente por el esplendor de la vida trinitaria y de la comunión de los santos, como arrebatados en el horizonte de la eternidad, vuelven de repente a la realidad cotidiana, donde no ven más que a «Jesús solo» en la humildad de la naturaleza humana, y son invitados a descender para vivir con él las exigencias de Dios y emprender con valor el camino de la cruz.

«Y se transfiguró delante de ellos...»

15. «Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él.
»Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: "Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: "Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle". Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: "Levantaos, no tengáis miedo". Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo.
»Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: "no contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos"» (Mt 17, 1-9).
El episodio de la Transfiguración marca un momento decisivo en el ministerio de Jesús. Es un acontecimiento de revelación que consolida la fe en el corazón de los discípulos, les prepara al drama de la cruz y anticipa la gloria de la resurrección. Este misterio es vivido continuamente por la Iglesia, pueblo en camino hacia el encuentro escatológico con su Señor. Como los tres apóstoles escogidos, la Iglesia contempla el rostro transfigurado de Cristo, para confirmarse en la fe y no desfallecer ante su rostro desfigurado en la cruz. En un caso y en otro, ella es la Esposa ante el Esposo, partícipe de su misterio y envuelta por su luz.
Esta luz llega a todos sus hijos, todos igualmente llamados a seguir a Cristo poniendo en él el sentido último de la propia vida, hasta poder decir con el Apóstol: «Para mi la vida es Cristo» (Flp 1, 21). Una experiencia singular de la luz que emana del Verbo encarnado es, ciertamente, la que tienen los llamados a la vida consagrada. En efecto, la profesión de los consejos evangélicos los presenta como signo y profecía para la comunidad de los hermanos y para el mundo; encuentran, pues, en ellos particular resonancia las palabras extasiadas de Pedro: «Bueno es estarnos aquí» (Mt 17,4). Estas palabras muestran la orientación cristocéntrica de toda la vida cristiana. Sin embargo, expresan con particular elocuencia el carácter absoluto que constituye el dinamismo profundo de la vocación a la vida consagrada: ¡qué hermoso es estar contigo, dedicarnos a ti, concentrar de modo exclusivo nuestra existencia en ti! En efecto, quien ha recibido la gracia de esta especial comunión de amor con Cristo, se siente como seducido por su fulgor: él es «el mas hermoso de los hijos de Adán» (Sal 45/44, 3), el Incomparable.

«Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle»

16. A los tres discípulos extasiados se dirige la llamada del Padre a ponerse a la escucha de Cristo, a depositar en él toda confianza, a hacer de él el centro de la vida. En la palabra que viene de lo alto adquiere nueva profundidad la invitación con la que Jesús mismo, al inicio de la vida pública, les había llamado a su seguimiento, sacándolos de su vida ordinaria y acogiéndolos en su intimidad. Precisamente de esta especial intimidad surge, en la vida consagrada, la posibilidad y la exigencia de la entrega total de sí mismo en la profesión de los consejos evangélicos. Éstos, antes que una renuncia, son una específica acogida del misterio de Cristo, vivida en la Iglesia.
En efecto, en la unidad de la vida cristiana las distintas vocaciones son como rayos de la única luz de Cristo, «que resplandece sobre el rostro de la Iglesia»26. Los laicos en virtud del carácter secular de su vocación, reflejan el misterio del Verbo encarnado en cuanto Alfa y Omega del mundo, fundamento y medida del valor de todas las cosas creadas. Los ministros sagrados, por su parte, son imágenes vivas de Cristo cabeza y pastor, que guía a su pueblo en el tiempo del «ya, pero todavía no», a la espera de su venida en la gloria. A la vida consagrada se confía la misión de señalar al Hijo de Dios hecho hombre como la meta escatológica a la que todo tiende, el resplandor ante el cual cualquier otra luz languidece, la infinita belleza que, sola, puede satisfacer totalmente el corazón humano. Por tanto, en la vida consagrada no se trata sólo de seguir a Cristo con todo el corazón, amándolo «más que al padre o a la madre, más que al hijo o a la hija» (cf. Mt 10, 37), como se pide a todo discípulo, sino de vivirlo y expresarlo con la adhesión «conformadora» con Cristo de toda la existencia, en una tensión global que anticipa, en la medida de lo posible en el tiempo y según los diversos carismas, la perfección escatológica.
En efecto, mediante la profesión de los consejos evangélicos la persona consagrada no sólo hace de Cristo el centro de la propia vida sino que se preocupa de reproducir en sí mismo, en cuanto es posible, «aquella forma de vida que escogió el Hijo de Dios al venir al mundo»27. Abrazando la virginidad, hace suyo el amor virginal de Cristo y lo confiesa como Hijo unigénito, uno con el Padre (cf. Jn 10, 30; 14, 11); imitando su pobreza, lo confiesa como Hijo que todo recibe del padre y todo lo devuelve en el amor (cf. Jn 17, 7. 10); adhiriéndose, con el sacrificio de la propia libertad, al misterio de la obediencia filial, lo confiesa infinitamente amando y amante, como Aquel que se complace sólo en la voluntad del Padre (Jn 4, 34), al que está perfectamente unido y del que depende en todo.
Con la identificación «conformadora» con el misterio de Cristo, la vida consagrada realiza por un titulo especial aquella confessio Trinitatis que caracteriza toda la vida cristiana, reconociendo con admiración la sublime belleza de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo y testimoniando con alegría su amorosa condescendencia hacia cada ser humano.

I. PARA ALABANZA DE LA TRINIDAD

A Patre ad Patrem: la iniciativa de Dios

17. La contemplación de la gloria del Señor Jesús en el icono de la Transfiguración revela a las personas consagradas ante todo al Padre, creador y dador de todo bien, que atrae a sí (cf. Jn 6, 44) una criatura suya con un amor especial para una misión especial. «Este es mi Hijo amado: escuchadle» (Mt 17, 5). Respondiendo a esta invitación acompañada de una atracción interior, la persona llamada se confía al amor de Dios que la quiere a su exclusivo servicio, y se consagra totalmente a él y a su designio de salvación (cf. 1 Co 7, 32-34).
Este es el sentido de la vocación a la vida consagrada: una iniciativa enteramente del Padre (cf. Jn 15, 16), que exige de aquellos que ha elegido la respuesta de una entrega total y exclusiva28. La experiencia de este amor gratuito de Dios es hasta tal punto íntima y fuerte que la persona experimenta que debe responder con la entrega incondicional de su vida, consagrando todo, presente y futuro, en sus manos. Precisamente por esto, siguiendo a Santo Tomás, se puede comprender la identidad de la persona consagrada a partir de la totalidad de su entrega, equiparable a un auténtico holocausto29.

Por Filium: siguiendo a Cristo

18. El Hijo, camino que conduce al Padre (cf. Jn 14, 6), llama a todos los que el Padre le ha dado (cf. Jn 17, 9) a un seguimiento que orienta su existencia. Pero a algunos -precisamente las personas consagradas- pide un compromiso total, que conlleva el abandono de todas las cosas (cf. Mt 19, 27) para vivir en intimidad con él30 y seguirlo adonde vaya (cf. Ap 14, 4).
En la mirada de Cristo (cf. Mc 10, 21), «imagen de Dios invisible», (Col 1, 15), resplandor de la gloria del Padre (cf. Hb 1, 3), se percibe la profundidad de un amor eterno e infinito que toca las raíces del ser31. La persona que se deja seducir por él tiene que abandonar todo y seguirlo (cf. Mc 1, 16-20; 2, 14; 10, 21. 28). Como Pablo, considera que todo lo demás es «perdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús», ante el cual no duda en tener todas las cosas «por basura para ganar a Cristo», (Flp. 3, 8). Su aspiración es identificarse con él, asumiendo sus sentimientos y su forma de vida. Este dejarlo todo y seguir al Señor (cf. Lc. 18, 28) es un programa válido para todas las personas llamadas y para todos los tiempos.
Los consejos evangélicos, con los que Cristo invita a algunos a compartir su experiencia de virgen, pobre y obediente, exigen y manifiestan, en quien los acoge, el deseo explícito de una total conformación con él. Viviendo, «en obediencia, sin nada propio y en castidad»32, los consagrados confiesan que Jesús es el Modelo en el que cada virtud alcanza la perfección. En efecto, su forma de vida casta, pobre y obediente, aparece como el modo más radical de vivir el Evangelio en esta tierra, un modo -se puede decir- divino, porque es abrazado por él, Hombre- Dios, como expresión de su relación de Hijo unigénito con el Padre y con el Espíritu Santo. Éste es el motivo por el que en la tradición cristiana se ha hablado siempre de la excelencia objetiva de la vida consagrada.
No se puede negar, además, que la práctica de los consejos evangélicos es un modo particularmente íntimo y fecundo de participar también en la misión de Cristo, siguiendo el ejemplo de María de Nazaret, primera discípula, la cual aceptó ponerse al servicio del plan divino en la donación total de si misma. Toda misión comienza con la misma actitud manifestada por María en la Anunciación: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 3 8).

In Spiritu: consagrados por el Espíritu Santo

19. «Una nube luminosa los cubrió con su sombra» (Mt 17, 5). Una significativa interpretación espiritual de la Transfiguración ve en esta nube la imagen del Espíritu Santo33.
Como toda la existencia cristiana, la llamada a la vida consagrada está también en íntima relación con la obra del Espíritu Santo. Es él quien, a lo largo de los milenios, acerca siempre nuevas personas, a percibir el atractivo de una opción tan comprometida. Bajo su acción reviven, en cierto modo, la experiencia del profeta Jeremías: «Me has seducido, Señor, y me dejé seducir» (20, 7). Es el Espíritu quien suscita el deseo de una respuesta plena; es él quien guía el crecimiento de tal deseo, llevando a su madurez la respuesta positiva y sosteniendo después su fiel realización; es él quien forma y plasma el ánimo de los llamados, configurándolos a Cristo casto, pobre y obediente, y moviéndolos a acoger como propia su misión. Dejándose guiar por el Espíritu en un incesante camino de purificación, llegan a ser, día tras día, personas cristiformes, prolongación en la historia, de una especial presencia del Señor resucitado.
Con intuición profunda, los Padres de la Iglesia han calificado este camino espiritual como filocalia, es decir, amor por la por la belleza divina, que es irradiación de la divina bondad. La persona que por el poder del Espíritu Santo es conducida progresivamente a la plena configuración con Cristo refleja en sí misma un rayo de la luz inaccesible y en su peregrinar terreno camina hacia la Fuente inagotable de la luz. De este modo la vida consagrada es una expresión particularmente profunda de la Iglesia Esposa, la cual, conducida por el Espíritu a reproducir en si los rasgos del Esposo, se presenta ante él resplandeciente, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada (cf. Ef 5, 27).
El Espíritu mismo, además, lejos de separar de la historia de los hombres las personas que el Padre ha llamado, las pone al servicio de los hermanos según las modalidades propias de su estado de vida, y las orienta a desarrollar tareas particulares, de acuerdo con las necesidades de la Iglesia y del mundo, por medio de los carismas particulares de cada instituto. De aquí surgen las múltiples formas de vida consagrada, mediante las cuales la Iglesia «aparece también adornada con los diversos dones de sus hijos, como una esposa que se ha arreglado para su esposo (cf. Ap 21, 2)»34 y es enriquecida con todos los medios para desarrollar su misión en el mundo.

Los consejos evangélicos, don de la Trinidad

20. Los consejos evangélicos son, pues, ante todo un don de la Santísima Trinidad. La vida consagrada es anuncio de lo que el Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu, realiza con su amor, su bondad su belleza. En efecto, «el estado religioso (...) revela de manera especial la superioridad del Reino sobre todo lo creado y sus exigencias radicales. Muestra también a todos los hombres la grandeza extraordinaria del poder de Cristo Rey y la eficacia infinita del Espíritu Santo, que realiza maravillas en su Iglesia»35.
Primer objetivo de la vida consagrada es el de hacer visibles las maravillas que Dios realiza en la frágil humanidad de las personas llamadas. Más que con palabras, testimonian estas maravillas con el lenguaje elocuente de una existencia transfigurada, capaz de sorprender al mundo. Al asombro de los hombres responden con el anuncio de los prodigios de gracia que el Señor realiza en los que ama. En la medida en que la persona consagrada se deja conducir por el Espíritu hasta la cumbre de la perfección, puede exclamar: «Veo la belleza de tu gracia, contemplo su fulgor y reflejo su luz; me arrebata su esplendor indescriptible; soy empujado fuera de mi mientras pienso en mí mismo; veo cómo era y que soy ahora. ¡Oh prodigio! Estoy atento, lleno de respeto hacia mí mismo, de reverencia y de temor, como si fuera ante ti; no se que hacer porque la timidez me domina; no sé dónde sentarme, a dónde acercarme, dónde reclinar estos miembros, que son tuyos; en qué obras ocupar estas sorprendentes maravillas divinas»36. De este modo, la vida consagrada se convierte, en una de las huellas, concretas que la Trinidad deja en la historia, para que los hombres puedan descubrir el atractivo y la nostalgia de la belleza divina.

El reflejo, de la vida trinitaria en los consejos

21. La referencia de los consejos evangélicos a la Trinidad santa y santificante revela su sentido más profundo. En efecto, son expresión del amor del Hijo al Padre en la unidad del Espíritu Santo. Al practicarlos, la persona consagrada vive con particular intensidad el carácter trinitario y cristológico que caracteriza toda la vida cristiana.
La castidad de los célibes y de las vírgenes, en cuanto manifestación de la entrega a Dios con corazón indiviso (cf. 1 Co 7, 32-34) es el reflejo de amor infinito que une a las tres Personas divinas en la profundidad misteriosa de la vida trinitaria; amor testimoniado por el Verbo encarnado hasta la entrega de su vida; amor «derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rm 5, 5), que anima una respuesta de amor total hacía Dios y hacía los hermanos.
La pobreza manifiesta que Dios es la única riqueza verdadera del hombre. Vivida según el ejemplo de Cristo que «siendo rico, se hizo pobre», (2 Co 8,9) es expresión de la entrega total de sí que las tres Personas divinas se hacen recíprocamente. Es don que brota en la creación y se manifiesta plenamente en la Encarnación del Verbo y en su muerte redentora.
La obediencia, practicada a imitación de Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34), manifiesta la belleza liberadora de una dependencia filial y no servil, rica de sentido de responsabilidad y animada por la confianza recíproca, que es reflejo en la historia de la amorosa correspondencia propia de las tres Personas divinas.
Por tanto, la vida consagrada está llamada a profundizar continuamente el don de los consejos evangélicos con un amor cada vez más sincero e intenso en dimensión trinitaria: amor a Cristo, que llama a su intimidad; al Espíritu Santo, que dispone el ánimo a acoger sus inspiraciones; al Padre, origen primero y fin supremo de la vida consagrada37. De este modo se convierte en manifestación y signo de la Trinidad, cuyo misterio viene presentado a la Iglesia como modelo y fuente de cada forma de vida cristiana.
La misma vida fraterna, en virtud de la cual las personas consagradas se esfuerzan por vivir en Cristo con «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32), se propone como elocuente manifestación trinitaria. La vida fraterna manifiesta al Padre, que quiere hacer de todos los hombres una sola familia; manifiesta al Hijo encarnado, que reúne a los redimidos en la unidad, mostrando el camino con su ejemplo, su oración, sus palabras y, sobre todo, con su muerte, fuente de reconciliación para los hombres divididos y dispersos; manifiesta al Espíritu Santo como principio de unidad en la Iglesia, donde no cesa de suscitar familias espirituales y comunidades fraternas.

Consagrados como Cristo para el reino de Dios

22. La vida consagrada «imita más de cerca y hace presente continuamente en la Iglesia»38, por impulso del Espíritu Santo, la forma de vida que Jesús, supremo consagrado y misionero del Padre para su Reino, abrazó y propuso a los discípulos que lo seguían (cf. Mt 4, 18-22; Mc 1, 16-20; Lc 5, 10-11; Jn 15, 16). A la luz de la consagración de Jesús, es posible descubrir en la iniciativa del Padre, fuente de toda santidad, el principio originario de la vida consagrada. En efecto, Jesús mismo es aquel que Dios «ungió con el Espíritu Santo y con poder» (Hch 10, 38), «aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo» (Jn 10,36). Acogiendo la consagración del Padre, el Hijo a su vez se consagra a él por la humanidad (cf Jn 17,19): su vida de virginidad, obediencia y pobreza manifiesta su filial y total adhesión al designio del Padre (cf Jn 10, 30; 14, 11). Su perfecta oblación confiere un significado de consagración a todos los acontecimientos de su existencia terrena.
Él es el obediente por excelencia, bajado del cielo no para hacer su voluntad, sino la de Aquel que lo ha enviado (cf Jn 6, 38; Hb 10, 5.7). El pone su ser y su actuar en las manos del Padre (cf Lc 2, 49). En obediencia filial, adopta la forma del siervo: «Se despojó de sí mismo tomando condición de siervo (...), obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 7-8). En esta actitud de docilidad al Padre, Cristo, aun aprobando y defendiendo la dignidad y la santidad de la vida matrimonial, asume la forma de vida virginal y revela así el valor sublime y la misteriosa fecundidad espiritual de la virginidad. Su adhesión plena al designio del Padre se manifiesta también en el desapego de los bienes terrenos: «Siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2 Cor 8,9). La profundidad de su pobreza se revela en la perfecta oblación de todo lo suyo al Padre.
Verdaderamente la vida consagrada es memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante los hermanos. Es tradición viviente de la vida y del mensaje del Salvador.

II. ENTRE LA PASCUA Y LA CULMINACIÓN

Del Tabor al Calvario

23. El acontecimiento deslumbrante de la Transfiguración prepara a aquel otro dramático, pero no menos luminoso, del Calvario: Pedro, Santiago y Juan contemplan al Señor Jesús junto a Moisés y Elías, con los que -según el evangelista Lucas- habla «de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén» (9,31). Los ojos de los Apóstoles están fijos en Jesús que piensa en la cruz (cf Lc 9, 43-45). Allí su amor virginal por el Padre y por todos los hombres alcanzará su máxima expresión; su pobreza llegará al despojo de todo; su obediencia hasta la entrega de la vida.
Los discípulos y las discípulas son invitados a contemplar a Jesús exaltado en la cruz, de la cual «el Verbo salido del silencio»39, en su silencio y en su soledad, afirma proféticamente la absoluta trascendencia de Dios sobre todos los bienes creados, vence en su carne nuestro pecado y atrae hacia sí a cada hombre y mujer, dando a cada uno la vida nueva de la resurrección (cf. Jn 12, 32; 19, 34. 37). En la contemplación de Cristo crucificado se inspiran todas las vocaciones; en ella tienen su origen, con el don fundamental del Espíritu, todos los dones y en particular el don de la vida consagrada.
Después de María, Madre de Jesús, Juan, el discípulo que Jesús amaba, el testigo que junto con María estuvo a los pies de la cruz (cf. Jn 19, 26-27), recibió este don. Su decisión de consagración total es fruto del amor divino que lo envuelve, lo sostiene y le llena el corazón. Juan, al lado de María, está entre los primeros de la larga serie de hombres y mujeres que, desde los inicios de la Iglesia hasta el final, tocados por el amor de Dios, se sienten llamados a seguir al Cordero inmolado y viviente, dondequiera que vaya (cf Ap 14, 1-5)40.

Dimensión pascual de la vida consagrada

24. La persona consagrada, en las diversas formas de vida suscitadas por el Espíritu a lo largo de la historia, experimenta la verdad de Dios-Amor de un modo tanto más inmediato y profundo cuanto más se coloca bajo la cruz de Cristo. Aquel que en su muerte aparece ante los ojos humanos desfigurado y sin belleza, hasta el punto de mover a los presentes a cubrirse el rostro (cf. Is 53, 2-3), precisamente en la cruz manifiesta en plenitud la belleza y el poder del amor de Dios. San Agustín lo canta así: «Hermoso siendo Dios, Verbo en Dios (...). Es hermoso en el cielo y es hermoso en la tierra; hermoso en el seno, hermoso en los brazos de sus padres, hermoso en los milagros, hermoso en los azotes; hermoso invitado a la vida, hermoso no preocupándose de la muerte, hermoso dando la vida, hermoso tomándola; hermoso en la cruz, hermoso en el sepulcro y hermoso en el cielo. Oíd entendiendo el cántico, y la flaqueza de su carne no aparte de vuestros ojos el esplendor de su hermosura»41
La vida consagrada refleja este esplendor del amor, porque confiesa, con su fidelidad al misterio de la cruz, creer y vivir del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. De este modo contribuye a mantener viva en la Iglesia la conciencia de que la cruz es la sobreabundancia del amor de Dios que se derrama sobre este mundo, el gran signo de la presencia salvífica de Cristo. Y esto especialmente en las dificultades y pruebas. Es lo que testimonian continuamente y con un valor digno de profunda admiración un gran número de personas consagradas, que con frecuencia viven en situaciones difíciles, incluso de persecución y martirio. Su fidelidad al único Amor se manifiesta y se fortalece en la humildad de una vida oculta, en la aceptación de los sufrimientos para completar en la propia carne lo que «falta a las tribulaciones de Cristo» (Col 1, 24), en el sacrificio silencioso, en el abandono a la santa voluntad de Dios, en la serena fidelidad incluso ante el declive de las fuerzas y del propio ascendiente. De la fidelidad a Dios nace también la entrega al prójimo, que las personas consagradas viven no sin sacrificio en la constante intercesión por las necesidades de los hermanos, en el servicio generoso a los pobres y a los enfermos, en el compartir las dificultades de los demás y en la participación solícita en las preocupaciones y pruebas de la Iglesia.

Testigos de Cristo en el mundo

25. Del misterio pascual surge, además, la misión, dimensión que determina toda la vida eclesial. Ella tiene una realización específica propia en la vida consagrada. En efecto, más allá incluso de los carismas propios de los institutos dedicados a la misión ad gentes o empeñados en una actividad de tipo propiamente apostólico, se puede decir que la misión está inscrita en el corazón mismo de cada forma de vida consagrada. En la medida en que el consagrado vive una vida únicamente entregada al Padre (cf. Lc 2, 49; Jn 4, 34), sostenida por Cristo (cf. Jn 15, 16; Ga 1, 15-16), animada por el Espíritu a la misión del Señor Jesús (cf Jn 20, 21), contribuyendo de forma particularmente profunda a la renovación del mundo.
El primer cometido misionero las personas consagradas lo tienen hacia sí mismas, y lo llevan a cabo abriendo el propio corazón a la acción del Espíritu de Cristo. Su testimonio ayuda a toda la Iglesia a recordar que en primer lugar está el servicio gratuito a Dios, hecho posible por la gracia de Cristo, comunicada al creyente mediante el don del Espíritu. De este modo se anuncia al mundo la paz que desciende del Padre, la entrega que el Hijo testimonia y la alegría que es fruto del Espíritu Santo.
Las personas consagradas serán misioneras ante todo profundizando continuamente en la conciencia de haber sido llamadas y escogidas por Dios, al cual deben, pues, orientar toda su vida y ofrecer todo lo que son y tienen, liberándose de los impedimentos que pudieran frenar la total respuesta de amor. De este modo podrán llegar a ser un signo verdadero de Cristo en el mundo. Su estilo de vida debe transparentar también el ideal que profesan, proponiéndose como signo vivo de Dios y como elocuente, aunque con frecuencia silenciosa, predicación del Evangelio.
Siempre, pero especialmente en la cultura contemporánea, con frecuencia tan secularizada y sin embargo sensible al lenguaje de los signos, la Iglesia debe preocuparse de hacer visible su presencia en la vida cotidiana. Ella tiene derecho a esperar una aportación significativa al respecto de las personas consagradas, llamadas a dar en cada situación un testimonio concreto de su pertenencia a Cristo.
Puesto que el hábito es signo de consagración, de pobreza y de pertenencia a una determinada familia religiosa, junto con los padres del Sínodo recomiendo vivamente a los religiosos y a las religiosas que usen el propio hábito, adaptado oportunamente a las circunstancias de los tiempos y de los lugares42. Allí donde válidas exigencias apostólicas lo requieran, conforme a las normas del propio instituto, podrán emplear también un vestido sencillo y decoroso, con un símbolo adecuado, de modo que sea reconocible su consagración.
Los institutos que desde su origen o por disposición de sus constituciones no prevén un hábito propio, procuren que el vestido de sus miembros responda, por dignidad y sencillez, a la naturaleza de su vocación43.

Dimensión escatológica de la vida consagrada

26. Debido a que hoy las preocupaciones apostólicas son cada vez más urgentes y la dedicación a las cosas de este mundo corre el riesgo de ser siempre más absorbente, es particularmente oportuno llamar la atención sobre la naturaleza escatológica de la vida consagrada.
«Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6, 21): el tesoro único del Reino suscita el deseo, la espera, el compromiso y el testimonio. En la Iglesia primitiva la espera de la venida del Señor se vivía de un modo particularmente intenso. A pesar del paso de los siglos la Iglesia no ha dejado de cultivar esta actitud de esperanza: ha seguido invitando a los fieles a dirigir la mirada hacia la salvación que va a manifestarse, «porque la apariencia de este mundo pasa» (1 Cor. 7, 31; cf. 1 P 1, 3-6)44.
En este horizonte es donde mejor se comprende el papel de signo escatológico propio de la vida consagrada. En efecto, es constante la doctrina que la presenta como anticipación del Reino futuro. El concilio Vaticano II vuelve a proponer esta enseñanza cuando afirma que la consagración «anuncia ya la resurrección futura y la gloria del reino de los cielos»45. Esto lo realiza sobre todo la opción por la virginidad, entendida siempre por la tradición como una anticipación del mundo definitivo, que ya desde ahora actúa y transforma al hombre en su totalidad.
Las personas que han dedicado su vida a Cristo viven necesariamente con el deseo de encontrarlo para estar finalmente y para siempre con él. De aquí la ardiente espera, el deseo de «sumergirse en el fuego de amor que arde en ellas y que no es otro que el Espíritu Santo»46, espera y deseo sostenidos por los dones que el Señor concede libremente a quienes aspiran a las cosas de arriba (cf. Col 3, 1).
Fijos los ojos en el Señor, la persona consagrada recuerda que «no tenemos aquí ciudad permanente» (Hb 13, 14), porque «somos ciudadanos del cielo» (Flp 3, 20). Lo único necesario es buscar el reino de Dios y su justicia (cf. Mt 6, 33), invocando incesantemente la venida del Señor.

Una espera activa: compromiso y vigilancia

27. «¡Ven Señor Jesús!» (Ap 22, 20). Esta espera es lo más opuesto a la inercia: aunque dirigida al Reino futuro, se traduce en trabajo y misión, para que el Reino se haga presente ya ahora mediante la instauración del espíritu de las bienaventuranzas, capaz de suscitar también en la sociedad humana actitudes eficaces de justicia, paz, solidaridad y perdón.
Esto lo ha demostrado ampliamente la historia de la vida consagrada, que siempre ha producido frutos abundantes también para el mundo. Con sus carismas las personas consagradas llegan a ser un signo del Espíritu para un futuro nuevo, iluminado por la fe y por la esperanza cristiana. La tensión escatológica se convierte en misión, para que el Reino se afirme de modo creciente aquí y ahora. A la súplica «¡Ven, Señor Jesús!», se une otra invocación: «¡Venga tu Reino!» (Mt 6, 10).

Quien espera vigilante el cumplimiento de las promesas de Cristo es capaz de infundir también esperanza entre sus hermanos y hermanas, con frecuencia desconfiados y pesimistas respecto al futuro. Su esperanza está fundada sobre la promesa de Dios contenida en la Palabra revelada: la historia de los hombres camina hacia «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21,1), en los que el Señor «enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos, ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21, 4).
La vida consagrada está al servicio de esta definitiva irradiación de la gloria divina, cuando toda carne verá la salvación de Dios (cf. Lc 3,6; Is 40,5). El Oriente cristiano destaca esta dimensión cuando considera a los monjes como ángeles de Dios sobre la tierra, que anuncian la renovación del mundo en Cristo. En Occidente el monacato es celebración de memoria y vigilia: memoria de las maravillas realizadas por Dios, vigilia del cumplimiento último de la esperanza. El mensaje del monacato y de la vida contemplativa repite incesantemente que la primacía de Dios es plenitud de sentido y de alegría para la existencia humana, porque el hombre ha sido hecho para Dios y su corazón estará inquieto hasta que descanse en él47.

La Virgen María, modelo de consagración y seguimiento

28. María es la persona que, desde su concepción inmaculada, refleja más perfectamente la belleza divina. «Toda hermosa» es el título con el que la Iglesia la invoca. «La relación que todo fiel, como consecuencia de su unión con Cristo, mantiene con María Santísima queda aún más acentuada en la vida de las personas consagradas (...). En todos (los institutos de vida consagrada) existe la convicción de que la presencia de María tiene una importancia fundamental tanto para la vida espiritual de cada alma consagrada, como para la consistencia, la unidad y el progreso de toda la comunidad»48.
En efecto, María es ejemplo sublime de perfecta consagración, por su pertenencia plena y entrega total a Dios. Elegida por el Señor, que quiso realizar en ella el misterio de la Encarnación, recuerda a los consagrados la primacía de la iniciativa de Dios. Al mismo tiempo, habiendo dado su consentimiento a la Palabra divina, que se hizo carne en ella, María aparece como modelo de acogida de la gracia por parte de la criatura humana. Cercana a Cristo, junto con José, en la vida oculta de Nazaret, presente al lado del Hijo en los momentos cruciales de su vida pública, la Virgen es maestra de seguimiento incondicional y de servicio asiduo. En ella, «templo del Espíritu Santo»49, brilla de este modo todo el esplendor de la nueva criatura. La vida consagrada la contempla como modelo sublime de consagración al Padre, de unión al Hijo y de docilidad al Espíritu, sabiendo bien que identificarse con «el tipo de vida en pobreza y virginidad»50, de Cristo significa asumir también el tipo de vida de María.
La persona consagrada encuentra, además, en la Virgen una Madre por título muy especial. En efecto, si la nueva maternidad dada a María en el Calvario es un don a todos los cristianos, adquiere un valor específico para quien ha consagrado plenamente la propia vida a Cristo. «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27): las palabras de Jesús al discípulo «a quien amaba» (Jn 19,26), asumen una profundidad particular en la vida de la persona consagrada. En efecto, está llamada con Juan a acoger consigo a María Santísima (cf Jn 19,27), amándola e imitándola con la radicalidad propia de su vocación y experimentando, a su vez, una especial ternura materna. La Virgen le comunica aquel amor que permite ofrecer cada día la vida por Cristo, cooperando con él en la salvación del mundo. Por eso, la relación filial con María es el camino privilegiado para la fidelidad a la vocación recibida y una ayuda eficacísima para avanzar en ella y vivirla en plenitud51.

III. EN LA IGLESIA Y PARA LA IGLESIA

«Bueno es estarnos aquí»: la vida consagrada en el misterio de la Iglesia

29. En la escena de la Transfiguración, Pedro habla en nombre de los demás Apóstoles, «Bueno es estarnos aquí» (Mt 17,4). La experiencia de la gloria de Cristo, aunque le extasía la mente y el corazón, no lo aísla, sino que, por el contrario, lo une más profundamente al «nosotros» de los discípulos.
Esta dimensión del «nosotros» nos lleva a considerar el lugar que la vida consagrada ocupa en el misterio de la Iglesia. La reflexión teológica sobre la naturaleza de la vida consagrada ha profundizado en estos años en las nuevas perspectivas surgidas de la doctrina del concilio Vaticano II. A su luz se ha tomado conciencia de que la profesión de los consejos evangélicos pertenece indiscutiblemente a la vida y a la santidad de la Iglesia52. Esto significa que la vida consagrada, presente desde el comienzo, no podrá faltar nunca a la Iglesia como uno de sus elementos irrenunciables y característicos, como expresión de su misma naturaleza.
Esto resulta evidente, ya que la profesión de los consejos evangélicos está íntimamente relacionada con el misterio de Cristo, teniendo el cometido de hacer de algún modo presente la forma de vida que él eligió, señalándola como valor absoluto y escatológico. Jesús mismo, llamando a algunas personas a dejarlo todo para seguirlo, inauguró este género de vida que, bajo la acción del Espíritu, se ha desarrollado progresivamente a lo largo de los siglos en las diversas formas de la vida consagrada. El concepto de una Iglesia formada únicamente por ministros sagrados y laicos no corresponde, por tanto, a las intenciones de su divino Fundador tal y como resulta de los Evangelios y de los demás escritos neotestamentarios.

La nueva y especial consagración

30. En la tradición de la Iglesia la profesión religiosa es considerada como una singular y fecunda profundización de la consagración bautismal en cuanto que, por su medio, la íntima unión con Cristo, ya inaugurada con el bautismo, se desarrolla en el don de una configuración más plenamente expresada y realizada, mediante la profesión de los consejos evangélicos53.
Esta posterior consagración tiene, sin embargo, una peculiaridad propia respecto a la primera, de la que no es una consecuencia necesaria54. En realidad, todo renacido en Cristo está llamado a vivir, con la fuerza proveniente del don del Espíritu, la castidad correspondiente a su propio estado de vida, la obediencia a Dios y a la Iglesia, y un desapego razonable de los bienes materiales, porque todos son llamados a la santidad, que consiste en la perfección de la caridad55. Pero el bautismo no implica por sí mismo la llamada al celibato o a la virginidad, la renuncia a la posesión de bienes y la obediencia a un superior, en la forma propia de los consejos evangélicos. Por tanto, su profesión supone un don particular de Dios no concedido a todos, como Jesús mismo lo señala en el caso de celibato voluntario. (cf Mt 19, 10-12).
A esta llamada corresponde, por otra parte, un don específico del Espíritu Santo, de modo que la persona consagrada pueda responder a su vocación y a su misión. Por eso, como se refleja en las liturgias de Oriente y Occidente, en el rito de la profesión monástica o religiosa y en la consagración de las vírgenes, la Iglesia invoca sobre las personas elegidas el don del Espíritu Santo y asocia su oblación al sacrificio de Cristo56.
La profesión de los consejos evangélicos es también un desarrollo de la gracia del sacramento de la confirmación, pero va más allá de las exigencias normales de la consagración crismal en virtud de un don particular del Espíritu, que abre a nuevas posibilidades y frutos de santidad y de apostolado, como demuestra la historia de la vida consagrada.
En cuanto a los sacerdotes que profesan los consejos evangélicos, la experiencia misma muestra que el sacramento del orden encuentra una fecundidad peculiar en esta consagración, puesto que presenta y favorece la exigencia de una pertenencia más estrecha al Señor. El sacerdote que profesa los consejos evangélicos encuentra una ayuda particular para vivir en sí mismo la plenitud del misterio de Cristo, gracias también a la espiritualidad peculiar de su instituto y a la dimensión apostólica del correspondiente carisma. En efecto, en el presbítero la vocación al sacerdocio y a la vida consagrada convergen en profunda y dinámica unidad.
De valor inconmensurable es también la aportación dada a la vida de la Iglesia por los religiosos sacerdotes dedicados íntegramente a la contemplación. Especialmente en la celebración eucarística realizan una acción de la Iglesia y para la Iglesia, a la que unen el ofrecimiento de sí mismos, en comunión con Cristo que se ofrece al Padre para la salvación del mundo entero57.

Las relaciones entre los diversos estados de vida del cristiano

31. Las diversas formas de vida en las que, según el designio del Señor Jesús, se articula la vida eclesial presentan relaciones recíprocas sobre las que interesa detenerse.
Todos los fieles, en virtud de su regeneración en Cristo, participan de una dignidad común; todos son llamados a la santidad; todos cooperan a la edificación del único Cuerpo de Cristo, cada uno según su propia vocación y el don recibido del Espíritu (cf. Rm 12, 38)58. La igual dignidad de todos los miembros de la Iglesia es obra del Espíritu; está fundada en el bautismo y la confirmación y corroborada por la Eucaristía. Sin embargo, también es obra del Espíritu la variedad de formas. Él constituye la Iglesia como una comunión orgánica en la diversidad de vocaciones, carisma y ministerios59.

Las vocaciones a la vida laical, al ministerio ordenado y a la vida consagrada se pueden considerar paradigmáticas, dado que todas las vocaciones particulares, bajo uno u otro aspecto, se refieren o se reconducen a ellas, consideradas separadamente o en conjunto, según la riqueza del don de Dios. Además, están al servicio unas de otras para el crecimiento del Cuerpo de Cristo en la historia y para su misión en el mundo. Todos en la Iglesia son consagrados en el bautismo y en la confirmación, pero el ministerio ordenado y la vida consagrada suponen una vocación distinta y una forma específica de consagración, en razón de una misión peculiar.
La consagración bautismal y crismal, común a todos los miembros del pueblo de Dios, es fundamento adecuado de la misión de los laicos, de los que es propio «el buscar el reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios»60. Los ministros ordenados, además de esta consagración fundamental, reciben la consagración en la ordenación para continuar en el tiempo el ministerio apostólico. Las personas consagradas que abrazan los consejos evangélicos reciben una nueva y especial consagración que, sin ser sacramental, las compromete a abrazar -en el celibato, la pobreza y la obediencia- la forma de vida practicada personalmente por Jesús y propuesta por él a los discípulos. Aunque estas diversas categorías son manifestaciones del único misterio de Cristo, los laicos tienen como aspecto peculiar, si bien no exclusivo, el carácter secular, los pastores el carácter ministerial y los consagrados la especial conformación con Cristo virgen, pobre y obediente.

El valor especial de la vida consagrada

32. En este armonioso conjunto de dones, se confía a cada uno de los estados de vida fundamentales la misión de manifestar, en su propia categoría, una u otra de las dimensiones del único misterio de Cristo. Si la vida laical tiene la misión particular de anunciar el Evangelio en medio de las realidades temporales, en el ámbito de la comunión eclesial desarrollan un ministerio insustituible los que han recibido el orden sagrado, especialmente los obispos. Ellos tienen la tarea de apacentar el pueblo de Dios con la enseñanza de la Palabra, la administración de los sacramentos y el ejercicio de la potestad sagrada al servicio de la comunión eclesial, que es comunión orgánica, ordenada jerárquicamente61.
Como expresión de la santidad de la Iglesia, se debe reconocer una excelencia objetiva a la vida consagrada, que refleja el mismo modo de vivir de Cristo. Precisamente por esto, ella es una manifestación particularmente rica de los bienes evangélicos y una realización más completa del fin de la Iglesia, que es la santificación de la humanidad. La vida consagrada anuncia y, en cierto sentido, anticipa el tiempo futuro, cuando, alcanzada la plenitud del reino de los cielos presente ya en germen y en el misterio62, los hijos de la resurrección no tomarán mujer o marido, sino que serán como ángeles de Dios (cf. Mt 22, 30).
En efecto, la excelencia de la castidad perfecta por el Reino63, considerada con razón la «puerta» de toda la vida consagrada64, es objeto de la constante enseñanza de la Iglesia. Esta manifiesta, al mismo tiempo, gran estima por la vocación al matrimonio, que hace de los dos cónyuges «testigos y colaboradores de la fecundidad de la Madre Iglesia como símbolo y participación de aquel amor con el que Cristo amó a su esposa y se entregó por ella»65.
En este horizonte común a toda la vida consagrada, se articulan vías distintas entre sí, pero complementarias. Los religiosos y las religiosas dedicados íntegramente a la contemplación son, de modo especial, imagen de Cristo en oración en el monte66. Las personas consagradas de vida activa lo manifiestan «anunciando a las gentes el reino de Dios, curando a los enfermos y lisiados, convirtiendo a los pecadores en fruto bueno, bendiciendo a los niños y haciendo el bien a todos»67. Las personas consagradas en los institutos seculares realizan un servicio particular para la venida del reino de Dios, uniendo en una síntesis específica el valor de la consagración y el de la secularidad. Viviendo su consagración en el mundo y a partir del mundo68, «se esfuerzan por impregnar todas las cosas con el espíritu evangélico, para fortaleza y crecimiento del Cuerpo de Cristo»69. Participan, para ello, en la obra evangelizadora de la Iglesia mediante el testimonio personal de vida cristiana, el empeño por ordenar según Dios las realidades temporales, la colaboración en el servicio de la comunidad eclesial, de acuerdo con el estilo de vida secular que les es propio70.

Testimoniar el evangelio de las bienaventuranzas

33. Misión peculiar de la vida consagrada es mantener viva en los bautizados la conciencia de los valores fundamentales del Evangelio, dando «un testimonio magnífico y extraordinario de que sin el espíritu de las bienaventuranzas no se puede transformar este mundo y ofrecerlo a Dios»71. De este modo la vida consagrada aviva continuamente en la conciencia del pueblo de Dios la exigencia de responder con la santidad de la vida al amor de Dios derramado en los corazones por el Espíritu Santo (cf. Rm 5, 5), reflejando en la conducta la consagración sacramental obrada por Dios en el bautismo, la confirmación o el orden. En efecto, se debe pasar de la santidad comunicada por los sacramentos a la santidad de la vida cotidiana. La vida consagrada, con su misma presencia en la Iglesia, se pone al servicio de la consagración de la vida de cada fiel, laico o clérigo.
Por otra parte, no se debe olvidar que los consagrados reciben también del testimonio propio de las demás vocaciones una ayuda para vivir íntegramente la adhesión al misterio de Cristo y de la Iglesia en sus múltiples dimensiones. En virtud de este enriquecimiento recíproco, se hace más elocuente y eficaz la misión de la vida consagrada: señalar como meta a los demás hermanos y hermanas, fijando la mirada en la paz futura, la felicidad definitiva que está en Dios.

Imagen viva de la Iglesia-Esposa

34. Importancia particular tiene el significado esponsal de la vida consagrada, que hace referencia a la exigencia de la Iglesia de vivir en la entrega plena y exclusiva a su Esposo, del cual recibe todo bien. En esta dimensión esponsal, propia de toda la vida consagrada, es sobre todo la mujer la que se ve singularmente reflejada, como descubriendo la índole especial de su relación con el Señor.
A este respecto, es sugestiva la página neotestamentaria que presenta a María con los Apóstoles en el cenáculo en espera orante del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 13-14). Aquí se puede ver una imagen viva de la Iglesia-Esposa, atenta a las señales del Esposo y preparada para acoger su don. En Pedro y en los demás Apóstoles emerge sobre todo la dimensión de la fecundidad, como se manifiesta en el ministerio eclesial, que se hace instrumento del Espíritu para la generación de nuevos hijos mediante el anuncio de la Palabra, la celebración de los sacramentos y la atención pastoral. En María está particularmente viva la dimensión de la acogida esponsal, con la que la Iglesia hace fructificar en sí misma la vida divina a través de su amor total de virgen.
La vida consagrada ha sido siempre vista prevalentemente en María, la Virgen esposa. De ese amor virginal procede una fecundidad particular, que contribuye al nacimiento y crecimiento de la vida divina en los corazones72. La persona consagrada, siguiendo las huellas de María, nueva Eva, manifiesta su fecundidad espiritual acogiendo la Palabra, para colaborar en la formación de la nueva humanidad con su dedicación incondicional y su testimonio. Así la Iglesia manifiesta plenamente su maternidad tanto por la comunicación de la acción divina confiada a Pedro, como por la acogida responsable del don divino, típica de María.
Por su parte, el pueblo cristiano encuentra en el ministerio ordenado los medios de la salvación, y en la vida consagrada el impulso para una respuesta de amor plena en todas las diversas formas de diaconía73.

IV. GUIADOS POR EL ESPÍRITU DE SANTIDAD

Existencia «transfigurada»: llamada a al santidad

35. «Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo» (Mt 17, 6). Los sinópticos ponen de relieve en el episodio de la Transfiguración con matices diversos, el temor de los discípulos. El atractivo del rostro transfigurado de Cristo no impide que se sientan atemorizados ante la Majestad divina que los envuelve. Siempre que el hombre experimenta la gloria de Dios se da cuenta también de su pequeñez y de aquí surge una sensación de miedo. Este temor es saludable. Recuerda al hombre la perfección divina, y al mismo tiempo lo empuja con una llamada urgente a la «santidad».
Todos los hijos de la Iglesia, llamados por el Padre a «escuchar» a Cristo, deben sentir una profunda exigencia de conversión y de santidad. Pero, como se ha puesto de relieve en el Sínodo, esta exigencia se refiere en primer lugar a la vida consagrada. En efecto, la vocación de las personas consagradas a buscar ante todo el reino de Dios es, principalmente, una llamada a la plena conversión, en la renuncia de sí mismo para vivir totalmente en el Señor, para que Dios sea todo en todos. Los consagrados, llamados a contemplar y testimoniar el rostro «transfigurado» de Cristo, son llamados también a una existencia transfigurada.
A este respecto, es significativo lo expresado en la Relación final de la II Asamblea extraordinaria del Sínodo: «Los santos y santas han sido siempre fuente y origen de renovación en las circunstancias más difíciles a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Hoy necesitamos fuertemente pedir con asiduidad a Dios santos. Los institutos de vida consagrada, por la profesión de los consejos evangélicos, sean conscientes de su misión especial en la Iglesia de hoy, y nosotros debemos animarlos en esa misión»74. De estas consideraciones se han hecho eco los padres de la IX Asamblea sinodal, afirmando: «La vida consagrada ha sido a través de la historia de la Iglesia una presencia viva de esta acción del Espíritu, como un espacio privilegiado de amor absoluto a Dios y al prójimo, testimonio del proyecto divino de hacer de toda la humanidad, dentro de la civilización del amor, la gran familia de los hijos de Dios»75.
La Iglesia ha visto siempre en la profesión de los consejos evangélicos un camino privilegiado hacia la santidad. Las mismas expresiones con las que la define -escuela del servicio del Señor, escuela de amor y santidad, camino o estado de perfección- indican tanto la eficacia y riqueza de los medios propios de esta forma de vida evangélica, como el empeño particular de quienes la abrazan76. No es casual que a lo largo de los siglos tantos consagrados hayan dejado testimonios elocuentes de santidad y hayan realizado empresas de evangelización y de servicio particularmente generosas y arduas.

Fidelidad al carisma

36. En el seguimiento de Cristo y en el amor hacia su persona hay algunos puntos sobre el crecimiento de la santidad en la vida consagrada que merecen ser hoy especialmente evidenciados.
Ante todo se pide la fidelidad al carisma fundacional y al consiguiente patrimonio espiritual de cada instituto. Precisamente en esta fidelidad a la inspiración de los fundadores y fundadoras, don del Espíritu Santo, se descubren más fácilmente y se reviven con más fervor los elementos esenciales de la vida consagrada.
En efecto, cada carisma tiene, en su origen, una triple orientación: hacia el Padre, sobre todo en el deseo de buscar filialmente su voluntad mediante un proceso de conversión continua, en el que la obediencia es fuente de verdadera libertad, la castidad manifiesta la tensión de un corazón insatisfecho de cualquier amor finito, la pobreza alimenta el hambre y la sed de justicia que Dios prometió saciar (cf. Mt 5, 6). En esta perspectiva el carisma de cada instituto animará a la persona consagrada a ser toda de Dios, a hablar con Dios o de Dios, como se dice de santo Domingo77, para gustar qué bueno es el Señor (cf. Sal 34/33, 9) en todas las situaciones.
Los carismas de vida consagrada implican también una orientación hacia el Hijo, llevando a cultivar con él una comunión de vida íntima y gozosa, en la escuela de su servicio generoso a Dios y a los hermanos. De este modo, «la mirada progresivamente cristificada aprende a alejarse de lo exterior, del torbellino de los sentidos, es decir, de cuanto impide al hombre la levedad que le permitiría dejarse conquistar por el Espíritu»78, y posibilita así ir a la misión con Cristo, trabajando y sufriendo con él en la difusión de su Reino.
Por último, cada carisma comporta una orientación hacia el Espíritu Santo, ya que dispone la persona a dejarse conducir y sostener por él, tanto en el propio camino espiritual como en la vida de comunión y en la acción apostólica, para vivir en aquella actitud de servicio que debe inspirar toda decisión del cristiano auténtico.
En efecto, esta triple relación emerge siempre, a pesar de las características específicas de los diversos modelos de vida, en cada carisma de fundación, por el hecho mismo de que en ellos domina «una profunda preocupación por configurarse con Cristo testimoniando alguno de los aspectos de su misterio»79, aspecto específico llamado a encarnarse y desarrollarse en la tradición más genuina de cada instituto, según las Reglas, Constituciones o Estatutos80.

Fidelidad creativa

37. Se invita, pues, a los institutos a reproducir con valor la audacia, la creatividad y la santidad de sus fundadores y fundadoras como respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el mundo de hoy81. Esta invitación es sobre todo una llamada a perseverar en el camino de santidad a través de las dificultades materiales y espirituales que marcan la vida cotidiana. Pero es también llamada a buscar la competencia en el propio trabajo y a cultivar una fidelidad dinámica a la propia misión, adaptando sus formas, cuando es necesario, a las nuevas situaciones y a las diversas necesidades, en plena docilidad a la inspiración divina y al discernimiento eclesial. Debe permanecer viva, pues, la convicción de que la garantía de toda renovación que pretenda ser fiel a la inspiración originaria está en la búsqueda de la conformación cada vez más plena con el Señor82.
En este espíritu, vuelve a ser hoy urgente para cada instituto la necesidad de una referencia renovada a la Regla, porque en ella y en las Constituciones se contiene un itinerario de seguimiento, caracterizado por un carisma específico reconocido por la Iglesia. Una creciente atención a la Regla ofrecerá a las personas consagradas un criterio seguro para buscar las formas adecuadas de testimonio capaces de responder a las exigencias del momento sin alejarse de la inspiración inicial.

Oración y ascesis: el combate espiritual

38. La llamada a la santidad es acogida y puede ser cultivada sólo en el silencio de la adoración ante la infinita trascendencia de Dios: «Debemos confesar que todos tenemos necesidad de este silencio cargado de presencia adorada: la teología, para poder valorizar plenamente su propia alma sapiencial y espiritual; la oración, para que no se olvide nunca de que ver a Dios significa bajar del monte con un rostro tan radiante que obligue a cubrirlo con un velo (cf. Ex 34, 33) (...); el compromiso, para renunciar a encerrarse en una lucha sin amor y perdón (...). Todos, tanto creyentes como no creyentes, necesitan aprender un silencio que permita al Otro hablar, cuando quiera y como quiera, y a nosotros comprender esa palabra»83. Esto comporta en concreto una gran fidelidad a la oración litúrgica y personal, a los tiempos dedicados a la oración mental y a la contemplación, a la adoración eucarística, los retiros mensuales y los ejercicios espirituales.
Es necesario también tener presentes los medios ascéticos típicos de la tradición espiritual de la Iglesia y del propio instituto. Ellos han sido y son aún una ayuda poderosa para un auténtico camino de santidad. La ascesis, ayudando a dominar y corregir las tendencias de la naturaleza humana herida por el pecado, es verdaderamente indispensable a la persona consagrada para permanecer fiel a la propia vocación y seguir a Jesús por el camino de la cruz.
Es necesario también reconocer y superar algunas tentaciones que a veces, por insidia del Diablo, se presentan bajo la apariencia de bien. Así, por ejemplo, la legítima exigencia de conocer la sociedad moderna para responder a sus desafíos puede inducir a ceder a las modas del momento, con disminución del fervor espiritual o con actitudes de desánimo. La posibilidad de una formación espiritual más elevada podría empujar a las personas consagradas a un cierto sentimiento de superioridad respecto a los demás fieles, mientras que la urgencia de una cualificación legítima y necesaria puede transformarse en una búsqueda excesiva de eficacia, como si el servicio apostólico dependiera prevalentemente de los medios humanos, más que de Dios. El deseo loable de acercarse a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, creyentes y no creyentes, pobres y ricos, puede llevar a la adopción de un estilo de vida secularizado o a una promoción de los valores humanos en sentido puramente horizontal. El compartir las aspiraciones legítimas de la propia nación o cultura podría llevar a abrazar formas de nacionalismo o a asumir prácticas que tienen, por el contrario, necesidad de ser purificadas y elevadas a la luz del Evangelio.
El camino que conduce a la santidad conlleva, pues, la aceptación del combate espiritual. Se trata de un dato exigente al que hoy no siempre se dedica la atención necesaria. La tradición ha visto con frecuencia representado el combate espiritual en la lucha de Jacob con el misterio de Dios, que él afronta para acceder a su bendición y a su visión (cf. Gn 32, 23-31). En esta narración de los principios de la historia bíblica las personas consagradas pueden ver el símbolo del empeño ascético necesario para dilatar el corazón y abrirlo a la acogida del Señor y de los hermanos.

Promover la santidad

39. Hoy más que nunca es necesario un renovado compromiso de santidad por parte de las personas consagradas para favorecer y sostener el esfuerzo de todo cristiano por la perfección. «Es necesario suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y de renovación personal en un clima de oración siempre más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado»84.
Las personas consagradas, en la medida en que profundizan su propia amistad con Dios, se hacen capaces de ayudar a los hermanos y hermanas mediante iniciativas espirituales válidas, como escuelas de oración, ejercicios y retiros espirituales, jornadas de soledad, escucha y dirección espiritual. De este modo se favorece el progreso en la oración de personas que podrán después realizar un mejor discernimiento de la voluntad de Dios sobre ellas y emprender opciones valientes, a veces heroicas, exigidas por la fe. En efecto, las personas consagradas «a través de su ser más íntimo, se sitúan dentro del dinamismo de la Iglesia, sedienta de lo Absoluto de Dios, llamada a la santidad. Es de esta santidad de la que dan testimonio»85. El hecho de que todos sean llamados a la santidad debe animar más aún a quienes, por su misma opción de vida, tienen la misión de recordarlo a los demás.

«Levantaos, no tengáis miedo»: una confianza renovada

40. «Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: "Levantaos, no tengáis miedo"» (Mt 17, 7). Como los tres Apóstoles en el episodio de la Transfiguración, las personas consagradas saben por experiencia que no siempre su vida es iluminada por aquel fervor sensible que hace exclamar: «Bueno es estarnos aquí» (Mt 17, 4). Sin embargo, es siempre una vida «tocada» por la mano de Cristo, conducida por su voz y sostenida por su gracia.
«Levantaos, no tengáis miedo». Esta invitación del Maestro se dirige obviamente a cada cristiano. Pero con mayor motivo a quien ha sido llamado a «dejarlo todo» y, por consiguiente, a «arriesgarlo todo» por Cristo. De modo especial es válida siempre que, con el Maestro, se baja del «monte» para tomar el camino que lleva del Tabor al Calvario.
Al decir que Moisés y Elías hablaban con Cristo sobre su misterio pascual, Lucas emplea significativamente el término «partida» (éxodos): «Hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén» (Lc 9, 31). «Éxodo»: término fundamental de la revelación, al que se refiere toda la historia de la salvación, y que expresa el sentido profundo del misterio pascual. Tema particularmente vinculado a la espiritualidad de la vida consagrada y que manifiesta bien su significado. En él se contiene inevitablemente lo que pertenece al mysterium crucis. Sin embargo, este comprometido «camino de éxodo», visto desde la perspectiva del Tabor, aparece como un camino entre dos luces: la luz anticipadora de la Transfiguración y la definitiva de la Resurrección.
La vocación a la vida consagrada -en el horizonte de toda la vida cristiana-, a pesar de sus renuncias y sus pruebas, y más aún gracias a ellas, es camino «de luz», sobre el que vela la mirada del Redentor: «Levantaos, no tengáis miedo».

 CAPÍTULO II
SIGNUM FRATERNITATIS
LA VIDA CONSAGRADA, SIGNO DE COMUNIÓN EN LA IGLESIA

I. VALORES PERMANENTES

A imagen de la Trinidad

41. Durante su vida terrena, Jesús llamó a quienes él quiso, para tenerlos junto a sí y para enseñarles a vivir según su ejemplo, para el Padre y para la misión que el Padre le había encomendado (cf. Mc 3, 13-15). Inauguraba de este modo una nueva familia de la cual habrían de formar parte a través de los siglos todos aquellos que estuvieran dispuestos a «cumplir la voluntad de Dios» (cf. Mc 3, 32-35). Después de la Ascensión, gracias al don del Espíritu, se constituyó en torno a los Apóstoles una comunidad fraterna, unida en la alabanza a Dios y en una concreta experiencia de comunión (cf. Hch 2, 42-47; 4, 32-35). La vida de esta comunidad y, sobre todo, la experiencia de la plena participación en el misterio de Cristo vivida por los Doce, han sido el modelo en el que la Iglesia se ha inspirado siempre que ha querido revivir el fervor de los orígenes y reanudar su camino en la historia con un renovado vigor evangélico86.
En realidad, la Iglesia es esencialmente misterio de comunión, «muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»87. La vida fraterna quiere reflejar la hondura y la riqueza de este misterio, configurándose como espacio humano habitado por la Trinidad, la cual derrama así en la historia los dones de la comunión que son propios de las tres Personas divinas. Los ámbitos y las modalidades en que se manifiesta la comunión fraterna en la vida eclesial son muchos. La vida consagrada posee ciertamente el mérito de haber contribuido eficazmente a mantener viva en la Iglesia la exigencia de la fraternidad como confesión de la Trinidad. Con la constante promoción del amor fraterno en la forma de vida común, la vida consagrada pone de manifiesto que la participación en la comunión trinitaria puede transformar las relaciones humanas, creando un nuevo tipo de solidaridad. Ella indica de este modo a los hombres tanto la belleza de la comunión fraterna, como los caminos concretos que a ésta conducen. Las personas consagradas, en efecto, viven «para» Dios y «de» Dios. Por eso precisamente pueden proclamar el poder reconciliador de la gracia, que destruye las fuerzas disgregadoras que se encuentran en el corazón humano y en las relaciones sociales.

Vida fraterna en el amor

42. La vida fraterna, entendida como vida compartida en el amor, es un signo elocuente de la comunión eclesial. Es cultivada con especial esmero por los institutos religiosos y las sociedades de vida apostólica, en los que la vida de comunidad adquiere un peculiar significado88. Pero la dimensión de la comunión fraterna no falta ni en los institutos seculares ni en las mismas formas individuales de vida consagrada. Los eremitas, en lo recóndito de su soledad, no se apartan de la comunión eclesial, sino que la sirven con su propio y específico carisma contemplativo; las vírgenes consagradas en el mundo realizan su consagración en una especial relación de comunión con la Iglesia particular y universal, como lo hacen, de un modo similar, la viudas y viudos consagrados.
Todas estas personas, queriendo poner en práctica la condición evangélica de discípulos, se comprometen a vivir el «mandamiento nuevo» del Señor, amándose unos a otros como él nos ha amado (cf. Jn 13, 34). El amor llevó a Cristo a la entrega de sí mismo hasta el sacrificio supremo de la cruz. De modo parecido, entre sus discípulos no hay unidad verdadera sin este amor recíproco incondicional, que exige disponibilidad para el servicio sin reservas, prontitud para acoger al otro tal como es sin «juzgarlo» (cf. Mt 7, 1-2), capacidad de perdonar hasta «setenta veces siete» (Mt 18, 22). Para las personas consagradas, que se han hecho «un corazón solo y una sola alma» (Hch 4, 32) por el don del Espíritu Santo derramado en los corazones (cf. Rm 5, 5), resulta una exigencia interior el poner todo en común: bienes materiales y experiencias espirituales, talentos e inspiraciones, ideales apostólicos y servicios de caridad. «En la vida comunitaria, la energía del Espíritu que hay en uno pasa simultáneamente a todos. Aquí no solamente se disfruta del propio don, sino que se multiplica al hacer a los otros partícipes de él, y se goza del fruto de los dones del otro como si fuera del propio»89.
En la vida de comunidad, además, debe hacerse tangible de algún modo que la comunión fraterna, antes de ser instrumento para una determinada misión, es espacio teologal en el que se puede experimentar la presencia mística del Señor resucitado (cf. Mt 18, 20)90. Esto sucede merced al amor recíproco de cuantos forman la comunidad, un amor alimentado por la Palabra y la Eucaristía, purificado en el sacramento de la reconciliación, sostenido por la súplica de la unidad, don especial del Espíritu para aquellos que se ponen a la escucha obediente del Evangelio. Es precisamente él, el Espíritu, quien introduce el alma en la comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo (cf. 1 Jn 1, 3), comunión en la que está la fuente de la vida fraterna. El Espíritu es quien guía las comunidades de vida consagrada en el cumplimiento de su misión de servicio a la Iglesia y a la humanidad entera, según la propia inspiración.
En esta perspectiva tienen particular importancia los «capítulos» (o reuniones análogas), sean particulares o generales, en los que cada instituto debe elegir los superiores o superioras según las normas establecidas en las propias Constituciones, y discernir a la luz del Espíritu el modo adecuado de mantener y actualizar el propio carisma y el propio patrimonio espiritual en las diversas situaciones históricas y culturales91.

La misión de la autoridad

43. En la vida consagrada ha tenido siempre una gran importancia la función de los superiores y de las superioras, incluidos los locales, tanto para la vida espiritual como para la misión. En estos años de búsqueda y de transformaciones, se ha sentido a veces la necesidad de revisar este cargo. Pero es preciso reconocer que quien ejerce la autoridad no puede abdicar de su cometido de primer responsable de la comunidad, como guía de los hermanos y hermanas en el camino espiritual y apostólico.
En ambientes marcados fuertemente por el individualismo, no resulta fácil reconocer y acoger la función que la autoridad desempeña para provecho de todos. Pero se debe reafirmar la importancia de este cargo, que resulta necesario precisamente para consolidar la comunión fraterna y para que no sea vana la obediencia profesada. Si bien es cierto que la autoridad debe ser ante todo fraterna y espiritual, y que quien la ejerce debe consecuentemente saber involucrar mediante el diálogo a los hermanos y hermanas en el proceso de decisión, conviene recordar, sin embargo, que la última palabra corresponde a la autoridad, a la cual compete también hacer respetar las decisiones tomadas92.

El papel de las personas ancianas

44. En la vida fraterna ocupa un lugar importante el cuidado de los ancianos y de los enfermos, especialmente en un momento como éste, en el que en ciertas regiones del mundo aumenta el número de las personas consagradas ya entradas en años. Los cuidados solícitos que merecen no se basan únicamente en un deber de caridad y de reconocimiento, sino que manifiestan también la convicción de que su testimonio es de gran ayuda a la Iglesia y a los institutos, y de que su misión continúa siendo válida y meritoria, aun cuando, por motivos de edad o de enfermedad, se hayan visto obligados a dejar sus propias actividades. Ellos tienen ciertamente mucho que dar en sabiduría y experiencia a la comunidad, si ésta sabe estar cercana a ellos con atención y capacidad de escucha.
En realidad la misión apostólica, antes que en la acción, consiste en el testimonio de la propia entrega plena a la voluntad salvífica del Señor, entrega que se alimenta en la oración y la penitencia. Los ancianos, pues, están llamados a vivir su vocación de muchas maneras: la oración asidua, la aceptación paciente de su propia condición, la disponibilidad para el servicio de la dirección espiritual, la confesión y la guía en la oración93.

A imagen de la comunidad apostólica

45. La vida fraterna tiene un papel fundamental en el camino espiritual de las personas consagradas, sea para su renovación constante, sea para el cumplimiento de su misión en el mundo. Esto se deduce de las motivaciones teológicas que la fundamentan, y la misma experiencia lo confirma con creces. Exhorto, por tanto, a los consagrados y consagradas a cultivarla con tesón, siguiendo el ejemplo de los primeros cristianos de Jerusalén, que eran asiduos en la escucha de las enseñanzas de los Apóstoles, en la oración común, en la participación en la Eucaristía, y en el compartir los bienes de la naturaleza y de la gracia (cf. Hch 2, 42-47). Exhorto sobre todo a los religiosos, a las religiosas y a los miembros de las sociedades de vida apostólica, a vivir sin reservas el amor mutuo y a manifestarlo de la manera más adecuada a la naturaleza del propio instituto, para que cada comunidad se muestre como signo luminoso de la nueva Jerusalén, «morada de Dios con los hombres» (Ap 21, 3).
En efecto, toda la Iglesia espera mucho del testimonio de comunidades ricas «de gozo y del Espíritu Santo» (Hch 13, 52). Desea poner ante el mundo el ejemplo de comunidades en las que la atención recíproca ayuda a superar la soledad, y la comunicación contribuye a que todos se sientan corresponsables; en las que el perdón cicatriza las heridas, reforzando en cada uno el propósito de la comunión. En comunidades de este tipo la naturaleza del carisma encauza las energías, sostiene la fidelidad y orienta el trabajo apostólico de todos hacia la única misión. Para presentar a la humanidad de hoy su verdadero rostro, la Iglesia tiene urgente necesidad de semejantes comunidades fraternas. Su misma existencia representa una contribución a la nueva evangelización, puesto que muestran de manera fehaciente y concreta los frutos del «mandamiento nuevo».

Sentire cum Ecclesia

46. A la vida consagrada se le asigna también un papel importante a la luz de la doctrina sobre la Iglesia-comunión, propuesta con tanto énfasis por el concilio Vaticano II. Se pide a las personas consagradas que sean verdaderamente expertas en comunión, y que vivan la respectiva espiritualidad94 como «testigos y artífices de aquel "proyecto de comunión" que constituye la cima de la historia del hombre según Dios»95. El sentido de la comunión eclesial, al desarrollarse como una espiritualidad de comunión, promueve un modo de pensar, decir y obrar, que hace crecer la Iglesia en hondura y en extensión. La vida de comunión «será así un signo para el mundo y una fuerza atractiva que conduce a creer en Cristo (...). De este modo la comunión se abre a la misión, haciéndose ella misma misión». Más aún, «la comunión genera comunión y se configura esencialmente como comunión misionera»96.
En los fundadores y fundadoras aparece siempre vivo el sentido de la Iglesia, que se manifiesta en su plena participación en la vida eclesial en todas sus dimensiones, y en la diligente obediencia a los pastores, especialmente al Romano Pontífice. En este contexto de amor a la santa Iglesia, «columna y fundamento de la verdad» (1 Tm 3, 15), se comprenden bien la devoción de Francisco de Asís por «el Señor Papa»97, el filial atrevimiento de Catalina de Siena hacia quien ella llama «dulce Cristo en la tierra»98, la obediencia apostólica y el sentire cum Ecclesia99 de Ignacio de Loyola, la gozosa profesión de fe de Teresa de Jesús: «Soy hija de la Iglesia»100; como también el anhelo de Teresa de Lisieux: «En el corazón de la Iglesia, mi madre, yo seré el amor»101. Semejantes testimonios son representativos de la plena comunión eclesial en la que han participado santos y santas, fundadores y fundadoras, en épocas muy diversas de la historia y en circunstancias a veces harto difíciles. Son ejemplos en los que deben fijarse de continuo las personas consagradas, para resistir a las fuerzas centrífugas y disgregadoras, particularmente activas en nuestros días.
Un aspecto distintivo de esta comunión eclesial es la adhesión de mente y de corazón al magisterio de los obispos, que ha de ser vivida con lealtad y testimoniada con nitidez ante el pueblo de Dios por parte de todas las personas consagradas, especialmente por aquellas comprometidas en la investigación teológica, en la enseñanza, en publicaciones, en la catequesis y en el uso de los medios de comunicación social102. Puesto que las personas consagradas ocupan un lugar especial en la Iglesia, su actitud a este respecto adquiere un particular relieve ante todo el pueblo de Dios. Su testimonio de amor filial confiere fuerza e incisividad a su acción apostólica, la cual, en el marco de la misión profética de todos los bautizados, se caracteriza normalmente por cometidos que implican una especial colaboración con la jerarquía103. De este modo, con la riqueza de sus carismas, las personas consagradas brindan una específica aportación a la Iglesia para que ésta profundice cada vez más en su propio ser, como sacramento «de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano»104.

La fraternidad en la Iglesia universal

47. Las personas consagradas están llamadas a ser fermento de comunión misionera en la Iglesia universal por el hecho mismo de que los múltiples carismas de los respectivos institutos son otorgados por el Espíritu para el bien de todo el Cuerpo místico, a cuya edificación deben servir (cf. 1 Co 12, 4-11). Es significativo que, en palabras del Apóstol, el «camino más excelente» (1 Co 12, 31), el más grande de todos, es la caridad (cf. 1 Co 13, 13), la cual armoniza todas las diversidades e infunde en todos la fuerza del apoyo mutuo en la acción apostólica. A esto tiende precisamente el peculiar vínculo de comunión, que las varias formas de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica tienen con el Sucesor de Pedro en su ministerio de unidad y de universalidad misionera. La historia de la espiritualidad ilustra profusamente esta vinculación, poniendo de manifiesto su función providencial como garantía tanto de la identidad propia de la vida consagrada, como de la expansión misionera del Evangelio. Sin la contribución de tantos institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica -como han hecho notar los padres sinodales-, sería impensable la vigorosa difusión del anuncio evangélico, el firme enraizamiento de la Iglesia en tantas regiones del mundo, y la primavera cristiana que hoy se constata en las jóvenes Iglesias. Ellos han mantenido firme a través de los siglos la comunión con los Sucesores de Pedro, los cuales, a su vez, han encontrado en estos institutos una actitud pronta y generosa para dedicarse a la misión, con una disponibilidad que, llegado el caso, ha alcanzado el verdadero heroísmo.
Emerge de este modo el carácter de universalidad y de comunión, que es peculiar de los institutos de vida consagrada y de las sociedades de vida apostólica. Por la connotación supradiocesana, que tiene su raíz en la especial vinculación con el ministerio petrino, ellos están también al servicio de la colaboración entre las diversas Iglesias particulares105, en las cuales pueden promover eficazmente el «intercambio de dones», contribuyendo así a una inculturación del Evangelio que asume, purifica y valora la riqueza de las culturas de todos los pueblos106. El florecer de vocaciones a la vida consagrada en las Iglesias jóvenes sigue manifestando hoy la capacidad que ésta tiene de expresar, en la unidad católica, las exigencias de los diversos pueblos y culturas.

La vida consagrada y la Iglesia particular

48. Las personas consagradas tienen también un papel significativo dentro de las Iglesias particulares. Éste es un aspecto que, a partir de la doctrina conciliar sobre la Iglesia como comunión y misterio, y sobre las Iglesias particulares como porción del pueblo de Dios, en las que «está verdaderamente presente y actúa la Iglesia de Cristo una, santa, católica y apostólica»107, ha sido desarrollado y regulado por varios documentos sucesivos. A la luz de estos textos aparece con toda evidencia la importancia que reviste la colaboración de las personas consagradas con los obispos para el desarrollo armonioso de la pastoral diocesana. Los carismas de la vida consagrada pueden contribuir poderosamente a la edificación de la caridad en la Iglesia particular.
Las diversas formas de vivir los consejos evangélicos son, en efecto, expresión y fruto de los dones espirituales recibidos por fundadores y fundadoras y, en cuanto tales, constituyen una «experiencia del Espíritu, transmitida a los propios discípulos para ser por ellos vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con el Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne»108. La índole propia de cada instituto conlleva un estilo particular de santificación y de apostolado, que tiende a consolidarse en una determinada tradición caracterizada por elementos objetivos109. Por eso la Iglesia procura que los institutos crezcan y se desarrollen según el espíritu de los fundadores y de las fundadoras, y de sus sanas tradiciones110.
Por consiguiente, se reconoce a cada uno de los institutos una justa autonomía, gracias a la cual pueden tener su propia disciplina y conservar íntegro su patrimonio espiritual y apostólico. Cometido del ordinario del lugar es conservar y tutelar esta autonomía111. Se pide por tanto a los obispos que acojan y estimen los carismas de la vida consagrada, reservándoles un espacio en los proyectos de la pastoral diocesana. Deben tener especial solicitud con los institutos de derecho diocesano, que están confiados de modo particular al cuidado del obispo del lugar. Una diócesis que quedara sin vida consagrada, además de perder tantos dones espirituales, ambientes apropiados para la búsqueda de Dios, actividades apostólicas y metodologías pastorales específicas, correría el riesgo de ver muy debilitado su espíritu misionero, que es una característica de la mayoría de los institutos112. Se debe, por tanto, corresponder al don de la vida consagrada que el Espíritu suscita en la Iglesia particular, acogiéndolo con generosidad y con sentimientos de gratitud al Señor.

Una fecunda y ordenada comunión eclesial

49. El obispo es padre y pastor de toda la Iglesia particular. A él compete reconocer y respetar cada uno de los carismas, promoverlos y coordinarlos. En su caridad pastoral debe acoger, por tanto, el carisma de la vida consagrada como una gracia que no concierne sólo a un instituto, sino que incumbe y beneficia a toda la Iglesia. Procurará, pues, sustentar y prestar ayuda a las personas consagradas, a fin de que, en comunión con la Iglesia y fieles a la inspiración fundacional, se abran a perspectivas espirituales y pastorales en armonía con las exigencias de nuestro tiempo. Las personas consagradas, por su parte, no dejarán de ofrecer su generosa colaboración a la Iglesia particular según las propias fuerzas, y respetando el propio carisma, actuando en plena comunión con el obispo en el ámbito de la evangelización, de la catequesis y de la vida de las parroquias.
Es útil recordar que, a la hora de coordinar el servicio que se presta a la Iglesia universal y a la Iglesia particular, los institutos no pueden invocar la justa autonomía o incluso la exención de que gozan muchos de ellos113, con el fin de justificar decisiones que, de hecho, contrastan con las exigencias de una comunión orgánica, requerida por una sana vida eclesial. Es preciso, por el contrario, que las iniciativas pastorales de las personas consagradas sean decididas y actuadas en el contexto de un diálogo abierto y cordial entre obispos y superiores de los diversos institutos. La especial atención por parte de los obispos a la vocación y misión de los distintos institutos, y el respeto por parte de éstos del ministerio de los obispos con una acogida solícita de sus concretas indicaciones pastorales para la vida diocesana, representan dos formas, íntimamente relacionadas entre sí, de una única caridad eclesial que compromete a todos en el servicio de la comunión orgánica -carismática y al mismo tiempo jerárquicamente estructurada- de todo el pueblo de Dios.

Un diálogo constante animado por la caridad

50. Para promover el conocimiento recíproco, que es requisito obligado de una eficaz cooperación, sobre todo en el ámbito pastoral, es siempre oportuno un constante diálogo de los superiores y superioras de los institutos de vida consagrada y de las sociedades de vida apostólica con los obispos. Gracias a estos contactos habituales, los superiores y superioras podrán informar a los obispos sobre las iniciativas apostólicas que desean emprender en sus diócesis, para llegar con ellos a los necesarios acuerdos operativos. Del mismo modo, conviene que sean invitadas a asistir a las asambleas de las Conferencias de obispos personas delegadas de las Conferencias de superiores y superioras mayores, y que, viceversa, delegados de las Conferencias episcopales sean invitados a las Conferencias de superiores y superioras mayores, según las modalidades que se determinen. En esta perspectiva será de gran utilidad que, allí donde aún no existan, se constituyan y sean operativas a nivel nacional comisiones mixtas de obispos y superiores y superioras mayores114, que examinen juntos los problemas de interés común. Contribuirá también a un mejor conocimiento recíproco la inserción de la teología y de la espiritualidad de la vida consagrada en el plan de estudios teológicos de los presbíterios diocesanos, así como la previsión en la formación de la teología de la Iglesia particular y de la espiritualidad del clero diocesano115.
Finalmente, es consolador el recuerdo de cómo, en el Sínodo, no sólo han tenido lugar numerosas intervenciones sobre la doctrina de la comunión, sino que se ha vivido una satisfactoria experiencia de diálogo, en un clima de recíproca apertura y confianza entre los obispos y los religiosos y las religiosas presentes. Esto ha suscitado el deseo de que «tal experiencia espiritual de comunión y de colaboración se extienda a toda la Iglesia» incluso después del Sínodo116. Es un auspicio que hago mío, para que aumente en todos la mentalidad y la espiritualidad de comunión.

La fraternidad en un mundo dividido e injusto

51. La Iglesia encomienda a las comunidades de vida consagrada la particular tarea de fomentar la espiritualidad de la comunión, ante todo en su interior y, además, en la comunidad eclesial misma y más allá aún de sus confines, entablando o restableciendo constantemente el diálogo de la caridad, sobre todo allí donde el mundo de hoy está desgarrado por el odio étnico o las locuras homicidas. Situadas en las diversas sociedades de nuestro mundo- frecuentemente laceradas por pasiones e intereses contrapuestos, deseosas de unidad pero indecisas sobre la vías a seguir-, las comunidades de vida consagrada, en las cuales conviven como hermanos y hermanas personas de diferentes edades, lenguas y culturas, se presentan como signo de un diálogo siempre posible y de una comunión capaz de poner en armonía las diversidades.
Las comunidades de vida consagrada son enviadas a anunciar con el testimonio de la propia vida el valor de la fraternidad cristiana y la fuerza transformadora de la buena nueva117, que hace reconocer a todos como hijos de Dios e incita al amor oblativo hacia todos, y especialmente hacia los últimos. Estas comunidades son lugares de esperanza y de descubrimiento de las bienaventuranzas; lugares en los que el amor, alimentado con la oración y principio de comunión, está llamado a convertirse en lógica de vida y fuente de alegría.
Particularmente los institutos internacionales, en esta época caracterizada por la dimensión mundial de los problemas y, al mismo tiempo, por el retorno de los ídolos del nacionalismo, tienen el cometido de dar testimonio y de mantener siempre vivo el sentido de la comunión entre los pueblos, las razas y las culturas. En un clima de fraternidad, la apertura a la dimensión mundial de los problemas no ahogará la riqueza de los dones particulares, y la afirmación de una característica particular no creará contrastes con las otras, ni atentará a la unidad. Los institutos internacionales pueden hacer esto con eficacia, al tener ellos mismos que enfrentarse creativamente al reto de la inculturación y conservar al mismo tiempo su propia identidad.

Comunión entre los diversos institutos

52. El sentido eclesial de comunión alimenta y sustenta también la fraterna relación espiritual y la mutua colaboración entre los diversos institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica. Personas que están unidas entre sí por el compromiso común del seguimiento de Cristo y animadas por el mismo Espíritu, no pueden dejar de hacer visible, como ramas de una única vid, la plenitud del evangelio del amor. Permaneciendo siempre fieles a su propio carisma, pero teniendo presente la amistad espiritual que frecuentemente ha unido en la tierra diversos fundadores y fundadoras, estas personas están llamadas a manifestar una fraternidad ejemplar, que sirva de estímulo a los otros componentes eclesiales en el compromiso cotidiano de dar testimonio del Evangelio.
Resultan siempre actuales las palabras de san Bernardo a propósito de las diversas órdenes religiosas; «Yo las admiro todas. Pertenezco a una de ellas con la observancia, pero a todas en la caridad. Todos tenemos necesidad los unos de los otros: el bien espiritual que yo no poseo, lo recibo de los otros (...). En este exilio la Iglesia está aún en camino y, si puedo decirlo así, es plural: una pluralidad múltiple y una unidad plural. Y todas nuestras diversidades, que manifiestan la riqueza de los dones de Dios, subsistirán en la única casa del Padre que contiene tantas mansiones. Ahora hay división de gracias, entonces habrá una distinción de glorias. La unidad, tanto aquí como allá, consiste en una misma caridad»118.

Organismos de coordinación

53. Las Conferencias de superiores y de superioras mayores y las Conferencias de los institutos seculares pueden dar una notable contribución a la comunión. Estimulados y regulados por el concilio Vaticano II119 y por documentos posteriores120, estos organismos tienen como principal objetivo la promoción de la vida consagrada, engarzada en la trama de la misión eclesial.
A través de ellos los institutos expresan la comunión entre sí y buscan los medios para reforzarla, con respeto y aprecio por el valor específico de cada uno de los carismas, en los que se refleja el misterio de la Iglesia y la multiforme sabiduría de Dios121. Aliento, pues, a los institutos de vida consagrada a que se presten asistencia mutua, especialmente en aquellos países en los que, debido a particulares dificultades, la tentación de replegarse sobre sí puede ser fuerte, con perjuicio de la vida consagrada misma y de la Iglesia. Es preciso, por el contrario, que se ayuden recíprocamente en su intento de comprender el designio de Dios en los actuales avatares de la historia, para así responder mejor con iniciativas apostólicas adecuadas122. En este horizonte de comunión, abierto a los desafíos de nuestro tiempo, los superiores y las superioras, «actuando en sintonía con el Episcopado», procuren aprovecharse «del trabajo de los mejores colaboradores de cada instituto y ofrecer servicios que no sólo ayuden a superar posibles límites, sino que también creen un estilo válido de formación a la vida religiosa»123.
Exhorto a las Conferencias de los superiores y de las superioras mayores y a las Conferencias de los institutos seculares a que mantengan contactos frecuentes y regulares con la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, como expresión de su comunión con la Santa Sede. También debe tenerse una relación activa y confiada con las Conferencias episcopales de cada país. Según el espíritu del documento Mutuae relationes, es conveniente que dicha relación adquiera una forma estable, para hacer así posible una coordinación tempestiva y duradera de las iniciativas que vayan surgiendo. Si todo esto se lleva a la práctica con perseverancia y espíritu de adhesión fiel a las directrices del Magisterio, los organismos de conexión y de comunión resultarán sumamente útiles para encontrar soluciones que eviten incomprensiones, tanto en el terreno teórico como en el práctico124; de este modo serán un soporte válido no sólo para promover la comunión entre los institutos de vida consagrada y los obispos, sino también para contribuir al desempeño de la misión misma de la Iglesia particular.

Comunión y colaboración con los laicos

54. Uno de los frutos de la doctrina de la Iglesia como comunión en estos últimos años ha sido la toma de conciencia de que sus diversos miembros pueden y deben aunar esfuerzos, en actitud de colaboración e intercambio de dones, con el fin de participar más eficazmente en la misión eclesial. De este modo se contribuye a presentar una imagen más articulada y completa de la Iglesia, a la vez que resulta más fácil dar respuestas a los grandes retos de nuestro tiempo con la aportación coral de los diferentes dones.
En el caso de los institutos monásticos y contemplativos, las relaciones con los laicos se caracterizan principalmente por una vinculación espiritual, mientras que, en aquellos institutos comprometidos en la dimensión apostólica, se traducen en formas de cooperación pastoral. Los miembros de los institutos seculares, laicos o clérigos, por su parte, entran en contacto con los otros fieles en las formas ordinarias de la vida cotidiana. Debido a las nuevas situaciones, no pocos institutos han llegado a la convicción de que su carisma puede ser compartido con los laicos. Estos son invitados, por tanto, a participar de manera más intensa en la espiritualidad y en la misión del instituto mismo. En continuidad con las experiencias históricas de las diversas órdenes seculares o terceras órdenes, se puede decir que se ha comenzado un nuevo capitulo, rico de esperanza, en la historia de las relaciones entre las personas consagradas y el laicado.

Para un renovado dinamismo espiritual y apostólico

55. Estos nuevos caminos de comunión y de colaboración merecen ser alentados por diversos motivos. En efecto, de ello se podrá derivar ante todo una irradiación activa de la espiritualidad más allá de las fronteras del instituto, que contará con nuevas energías, asegurando así a la Iglesia la continuidad de algunas de sus formas más típicas de servicio. Otra consecuencia positiva podrá consistir también en el aunar esfuerzos entre personas consagradas y laicos en orden a la misión: movidos por el ejemplo de santidad de las personas consagradas, los laicos serán introducidos en la experiencia directa del espíritu de los consejos evangélicos y animados a vivir y testimoniar el espíritu de las bienaventuranzas para transformar el mundo según el corazón de Dios125.
No es raro que la participación de los laicos lleve a descubrir inesperadas y fecundas implicaciones de algunos aspectos del carisma, suscitando una interpretación más espiritual e impulsando a encontrar válidas indicaciones para nuevos dinamismos apostólicos. Cualquiera que sea la actividad o el ministerio que ejerzan, las personas consagradas recordarán por tanto su deber de ser ante todo guías expertas de vida espiritual y cultivarán en esta perspectiva «el talento más precioso: el espíritu»126. A su vez, los laicos ofrecerán a las familias religiosas la rica aportación de su secularidad y de su servicio especifico.

Laicos voluntarios y asociados

56. Una manifestación significativa de participación laical en la riqueza de la vida consagrada es la adhesión de fieles a los varios institutos bajo la fórmula de los llamados miembros asociados o, según las exigencias de algunos ambientes culturales, de personas que comparten, durante un cierto tiempo, la vida comunitaria y la particular entrega a la contemplación o al apostolado del instituto, siempre que, obviamente, no sufra daño alguno la identidad del instituto en su vida interna127.
Es justo tener en gran estima el voluntariado que se nutre de las riquezas de la vida consagrada; pero es preciso cuidar su formación, con el fin de que los voluntarios tengan siempre, además de competencia, profundas motivaciones sobrenaturales en su propósito y un vivo sentido comunitario y eclesial en sus proyectos128. Debe tenerse presente también que, para que sean consideradas como obras de un determinado instituto aquellas iniciativas en las que los laicos están implicados con capacidad de decisión, deben perseguir los fines propios del instituto y ser realizadas bajo su responsabilidad. Por tanto, si los laicos se hacen cargo de la dirección, éstos responderán de la misma a los superiores y superioras competentes. Es conveniente que todo esto sea considerado y regulado por normas específicas de cada instituto, aprobadas por la autoridad superior, en las cuales se prevean las competencias respectivas del instituto mismo, de las comunidades y de los miembros asociados o de los voluntarios.
Las personas consagradas, enviadas por sus superiores o superioras y permaneciendo bajo su dependencia, pueden participar con formas especificas de colaboración en iniciativas laicales, particularmente en organismos e instituciones que se ocupan de los marginados y que tienen como finalidad aliviar el sufrimiento humano. Esta colaboración, si está sustentada y animada por una fuerte y clara identidad cristiana, y respeta el carácter propio de la vida consagrada, puede hacer brillar la fuerza iluminadora del Evangelio en las situaciones más oscuras de la existencia humana.
En estos años no pocas personas consagradas han entrado a formar parte de alguno de los movimientos eclesiales surgidos en nuestro tiempo. Con frecuencia los interesados se benefician especialmente en lo que se refiere a la renovación espiritual. Sin embargo, no se puede negar que en algunos casos crea malestar y desorientación a nivel personal y comunitario, sobre todo cuando tales experiencias entran en conflicto con las exigencias de la vida comunitaria y de la espiritualidad del propio instituto. Es necesario, por tanto, poner mucho cuidado en que la adhesión a los movimientos eclesiales se efectúe siempre respetando el carisma y la disciplina del propio instituto129, con el consentimiento de los superiores y las superioras, y con disponibilidad para aceptar sus decisiones.

La dignidad y el papel de la mujer consagrada

57. La Iglesia revela plenamente su multiforme riqueza espiritual cuando, superada toda discriminación, acoge como una auténtica bendición los dones derramados por Dios tanto en los hombres como en las mujeres, estimándolos en su igual dignidad. Las mujeres consagradas están llamadas a ser de una manera especial, y a través de su dedicación vivida con plenitud y con alegría, un signo de la ternura de Dios hacia el género humano y un testimonio singular del misterio de la Iglesia, la cual es virgen, esposa y madre130. Esta misión se ha dejado ver en el Sínodo, en el cual varias de ellas han participado y en el que han tenido ocasión de hacer oír su voz, por todos escuchada y apreciada. Gracias a sus aportaciones han surgido algunas indicaciones útiles para la vida de la Iglesia y para su misión evangelizadora. Ciertamente no es posible desconocer lo fundado de muchas de las reivindicaciones que se refieren a la posición de la mujer en los diversos ámbitos sociales y eclesiales. Es obligado reconocer igualmente que la nueva conciencia femenina ayuda también a los hombres a revisar sus esquemas mentales, su manera de autocomprenderse, de situarse en la historia e interpretarla, y de organizar la vida social, política, económica, religiosa y eclesial.
La Iglesia, que ha recibido de Cristo un mensaje de liberación, tiene la misión de difundirlo profécticamente, promoviendo una mentalidad y una conducta conformes a las intenciones del Señor. En este contexto la mujer consagrada, a partir de su experiencia de Iglesia y de mujer en la Iglesia, puede contribuir a eliminar ciertas visiones unilaterales, que no se ajustan al pleno reconocimiento de su dignidad, de su aportación específica a la vida y a la acción pastoral y misionera de la Iglesia. Por ello es legítimo que la mujer consagrada aspire a ver reconocida más claramente su identidad, su capacidad, su misión y su responsabilidad, tanto en la conciencia eclesial como en la vida cotidiana.
También el futuro de la nueva evangelización, como de las otras formas de acción misionera, es impensable sin una renovada aportación de las mujeres, especialmente de las mujeres consagradas.

Nuevas perspectivas de presencia y acción

58. Urge, por tanto, dar algunos pasos concretos, comenzando por abrir espacios de participación a las mujeres en diversos sectores y a todos los niveles, incluidos aquellos procesos en que se elaboran las decisiones, especialmente en los asuntos que las conciernen más directamente.
Es necesario también que la formación de las mujeres consagradas, no menos que la de los hombres, sea adecuada a las nuevas urgencias, y prevea el tiempo suficiente y las oportunidades institucionales necesarias para una educación sistemática, que abarque todos los campos, desde el aspecto teológico-pastoral hasta el profesional. La formación pastoral y catequética, siempre importante, adquiere un interés especial de cara a la nueva evangelización, que exige también de las mujeres nuevas formas de participación.
Se puede pensar que una formación más profunda, a la vez que ayudará a la mujer consagrada a comprender mejor los propios dones, será un estímulo para la necesaria reciprocidad en el seno de la Iglesia. Se espera mucho del genio de la mujer también en el campo de la reflexión teológica, cultural y espiritual, no sólo en lo que se refiere a los especifico de la vida consagrada femenina, sino también en la inteligencia de la fe en todas sus manifestaciones. A este respecto, ¡cuánto debe la historia de la espiritualidad a santas como Teresa de Jesús y Catalina de Siena, las dos primeras mujeres honradas con el título de doctoras de la Iglesia, y a tantas otras místicas, que han sabido sondear el misterio de Dios y analizar su acción en el creyente! La Iglesia confía mucho en las mujeres consagradas, de las que espera una aportación original para promover la doctrina y las costumbres de la vida familiar y social, especialmente en lo que se refiere a la dignidad de la mujer y al respeto de la vida humana131. De hecho, «las mujeres tienen un campo de pensamiento y de acción singular y sin duda determinante: les corresponde ser promotoras de un "nuevo feminismo" que, sin caer en la tentación de seguir modelos "machistas", sepa reconocer y expresar el verdadero espíritu femenino en todas las manifestaciones de la convivencia ciudadana, trabajando por la superación de toda forma de discriminación, de violencia y de explotación»132.
Hay motivos para esperar que un reconocimiento más hondo de la misión de la mujer provocará cada vez más en la vida consagrada femenina una mayor conciencia del propio papel y una creciente dedicación a la causa del reino de Dios. Esto podrá traducirse en numerosas actividades, como el compromiso por la evangelización, la misión educativa, la participación en la formación de los futuros sacerdotes y de las personas consagradas, la animación de las comunidades cristianas, el acompañamiento espiritual y la promoción de los bienes fundamentales de la vida y de la paz. Reitero de nuevo a las mujeres consagradas y a su extraordinario capacidad de entrega, la admiración y el reconocimiento de toda la Iglesia, que las sostiene para que vivan en plenitud y con alegría su vocación, y se sientan interpeladas por la insigne tarea de ayudar a formar la mujer de hoy.

II. CONTINUIDAD EN LA OBRA DEL ESPÍRITU:
FIDELIDAD EN LA NOVEDAD

Las monjas de clausura

59. Una atención particular merecen la vida monástica femenina y la clausura de las monjas, por la gran estima que la comunidad cristiana siente hacia este género de vida, que es signo de la unión exclusiva de la Iglesia-Esposa con su Señor, profundamente amado. En efecto, la vida de las monjas de clausura, ocupadas principalmente en la oración, en la ascesis y en el progreso ferviente de la vida espiritual, «no es otra cosa que un viaje a la Jerusalén celestial y una anticipación de la Iglesia escatológica, abismada en la posesión y contemplación de Dios»133. A la luz de esta vocación y misión eclesial, la clausura responde a la exigencia, sentida como prioritaria de estar con el Señor. Al elegir un espacio circunscrito como lugar de vida, las claustrales participan en el anonadamiento de Cristo mediante una pobreza radical que se manifiesta en la renuncia no sólo de las cosas, sino también del «espacio», de los contactos externos, de tantos bienes de la creación. Este modo singular de ofrecer el «cuerpo» las introduce de manera más sensible en el misterio eucarístico. Se ofrecen con Jesús por la salvación del mundo. Su ofrecimiento, además del aspecto de sacrifico y de expiación, adquiere la dimensión de la acción de gracias al Padre, participando de la acción de gracias del Hijo predilecto.
Enraizada en esta orientación espiritual, la clausura no es sólo un medio ascético de inmenso valor, sino también un modo de vivir la Pascua de Cristo134. De experiencia de «muerte», se convierte en sobreabundancia de vida, constituyéndose como anuncio gozoso y anticipación profética de la posibilidad, ofrecida a cada persona y a la humanidad entera, de vivir únicamente para Dios, en Cristo Jesús (cf. Rm 6,11). La clausura evoca por tanto aquella celda de corazón en la que cada uno está llamado a vivir la unión con el Señor. Acogida como don y elegida como libre respuesta de amor, la clausura es el lugar de la comunión espiritual con Dios y con los hermanos y hermanas, donde la limitación del espacio y de las relaciones con el mundo exterior favorecen la interiorización de los valores evangélicos (cf. Jn 13, 34; Mt 5, 3. 8).
Las comunidades claustrales, puestas como ciudades sobre el monte y luces en el candelero (cf. Mt. 5, 14-15), a pesar de la sencillez de vida, prefiguran visiblemente la meta hacia la cual camina la entera comunidad eclesial que, «entregada a la acción y dada a la contemplación»135, se encamina por las sendas del tiempo con la mirada fija en la futura recapitulación de todo en Cristo, cuando la Iglesia «se manifieste gloriosa con su Esposo» (cf. Col 3, 1-4)136, y Cristo «entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad (...), para que Dios sea todo en todos» (1 Co 15, 24. 28).

A estas queridísimas hermanas, pues, expreso mi reconocimiento, a la vez que las aliento a mantenerse fieles a la vida claustral según el propio carisma. Gracias a su ejemplo, este género de vida continúa teniendo numerosas vocaciones, atraídas por la radicalidad de una existencia «esponsal», dedicada totalmente a Dios en la contemplación. Como expresión del puro amor, que vale más que cualquier obra, la vida contemplativa tiene también una extraordinaria eficacia apostólica y misionera137.
Los padres sinodales han manifestado un gran aprecio por los valores de la clausura, tomando en consideración al mismo tiempo diversas peticiones sobre su disciplina concreta manifestadas desde varias partes. Las indicaciones del Sínodo sobre este tema y, en particular, el propósito de otorgar una mayor responsabilidad a las superioras mayores en lo concerniente a la dispensa de la clausura por causas justas y graves138, serán objeto de consideración orgánica en la línea del camino de renovación ya actuado a partir del concilio Vaticano II139. De este modo la clausura en sus varias formas y grados -de la clausura papal y constitucional a la clausura monástica- se corresponderá mejor con la variedad de los institutos contemplativos y con las tradiciones de los monasterios.
Como el mismo Sínodo ha subrayado, se han de favorecer también las asociaciones y federaciones entre monasterios, recomendadas ya por Pío XII y por el concilio ecuménico Vaticano II140, especialmente allí donde no existan otras formas eficaces de coordinación y de asistencia, para custodiar y promover los valores de la vida contemplativa. En efecto, tales agrupaciones, salvando siempre la legítima autonomía de los monasterios, pueden ofrecer una ayuda válida para resolver adecuadamente problemas comunes, como la oportuna renovación, la formación tanto inicial como permanente, la mutua ayuda económica y la reorganización de los mismos monasterios.

Los religiosos hermanos

60. Según la doctrina tradicional de la Iglesia, la vida consagrada, por su naturaleza, no es ni laical ni clerical141, y por consiguiente la «consagración laical» tanto de varones como de mujeres, es un estado de profesión de los consejos evangélicos completo en sí mismo142. Dicha consagración laical, por lo tanto, tiene un valor propio, independientemente del ministerio sagrado, tanto para la persona misma como para la Iglesia.
Siguiendo las enseñanzas del concilio Vaticano II143, el Sínodo ha manifestado un gran aprecio por este tipo de vida consagrada, en la que los religiosos hermanos desempeñan múltiples y valiosos servicios dentro y fuera de la comunidad, participando así en la misión de proclamar el Evangelio y de dar testimonio de él con la caridad en la vida de cada día. Efectivamente, algunos de estos servicios se pueden considerar ministerios eclesiales confiados por la legítima autoridad. Ello exige una formación apropiada e integral: humana, espiritual, teológica, pastoral y profesional.
Según la terminología vigente, los institutos que, por determinación del fundador o por legítima tradición tienen características y finalidades que no implican el ejercicio del orden sagrada, son llamados «institutos laicales»144. En el Sínodo se ha hecho notar, no obstante, que esta terminología no expresa adecuadamente la índole peculiar de la vocación de los miembros de tales institutos religiosos. En efecto, aunque desempeñan muchos servicios que son comunes también a los fieles laicos, ellos los realizan con su identidad de consagrados, manifestando de este modo el espíritu de entrega total a Cristo y a la Iglesia según su carisma especifico.
Por este motivo los padres sinodales, con el fin de evitar cualquier ambigüedad y confusión con la índole secular de los fieles laicos145, han querido proponer el término de institutos religiosos de hermanos146. La propuesta es significativa, sobre todo si se tiene en cuenta que el término hermano encierra una rica espiritualidad. «Estos religiosos están llamados a ser hermanos de Cristo, profundamente unidos a él, primogénito entre muchos hermanos (Rm 8,29); hermanos entre sí por el amor mutuo y la cooperación al servicio del bien de la Iglesia; hermanos de todo hombre por el testimonio de la caridad de Cristo hacia todos, especialmente hacia los más pequeños, los más necesitados; hermanos para hacer que reine mayor fraternidad en la Iglesia»147. Viviendo de una manera especial este aspecto de la vida a la vez cristiana y consagrada, los «religiosos hermanos» recuerdan de modo fehaciente a los mismos religiosos sacerdotes la dimensión fundamental de la fraternidad en Cristo, que han de vivir entre ellos y con cada hombre y mujer, proclamando a todos la palabra del Señor: «Y vosotros sois todos hermanos» (Mt 23,8).
No existen impedimentos para que en estos institutos religiosos de hermanos, cuando el capítulo general así lo disponga, algunos miembros reciban las órdenes sagradas para el servicio sacerdotal de la comunidad religiosa148. No obstante, el concilio Vaticano II no incita explícitamente a seguir esta praxis, precisamente porque desea que los institutos de hermanos permanezcan fieles a su vocación y misión. Esto vale también por lo que se refiere a la condición de quien accede al cargo de superior, considerando que éste refleja de manera especial la naturaleza del instituto mismo.
Diversa es la vocación de los hermanos en aquellos institutos que son llamados «clericales» porque, según el proyecto del fundador o por tradición legítima, prevén el ejercicio del orden sagrado, son regidos por clérigos y como tales, son reconocidos por la autoridad de la Iglesia149. En estos institutos el ministerio sagrado es parte integrante del carisma y determina su índole específica, el fin y el espíritu. La presencia de hermanos representa una participación diferenciada en la misión del instituto, con servicios que se prestan en colaboración con aquellos que ejercen el ministerio sacerdotal, sea dentro de la comunidad o en las obras apostólicas.

Institutos mixtos

61. Algunos institutos religiosos, que en el proyecto original del fundador se presentaban como fraternidades, en las que todos los miembros -sacerdotes y no sacerdotes- eran considerados iguales entre sí, con el pasar del tiempo han adquirido una fisonomía diversa. Es menester que estos institutos llamados «mixtos», evalúen, mediante una profundización del propio carisma fundacional, si resulta oportuno y posible volver hoy a la inspiración de origen.
Los padres sinodales han manifestado el deseo de que en tales institutos se reconozca a todos los religiosos igualdad de derechos y de obligaciones, exceptuados los que derivan del orden sagrado150. Para examinar y resolver los problemas conexos con esta materia se ha instituido una comisión especial, y conviene esperar sus conclusiones para después tomar las oportunas decisiones, según lo que se disponga de manera autorizada.

Nuevas formas de vida evangélica

62. El Espíritu, que en diversos momentos de la historia ha suscitado numerosas formas de vida consagrada, no cesa de asistir a la Iglesia, bien alentado en los institutos ya existentes el compromiso de la renovación en fidelidad al carisma original, bien distribuyendo nuevos carismas a hombres y mujeres de nuestro tiempo, para que den vida a instituciones que respondan a los retos del presente. Un signo de esta intervención divina son las llamadas nuevas fundaciones, con características en cierto modo originales a las tradicionales.
La originalidad de las nuevas comunidades consiste frecuentemente en el hecho de que se trata de grupos compuestos de hombres y mujeres, de clérigos y laicos, de casados y célibes, que siguen un estilo particular de vida, a veces inspirado en una u otra formal tradicional, o adaptado a las exigencias de la sociedad de hoy. También su compromiso de vida evangélica se expresa de varias maneras, si bien se manifiesta, como una orientación general, una aspiración intensa a la vida comunitaria, a la pobreza y a la oración. En el gobierno participan, en función de su competencia, clérigos y laicos, y el fin apostólico se abre a las exigencias de la nueva evangelización.
Si de una parte hay que alegrarse por la acción del Espíritu, por otra es necesario proceder con el debido discernimiento de las carismas. El principio fundamental para que se pueda hablar de vida consagrada es que los rasgos específicos de las nuevas comunidades y formas de vida estén fundados en los elementos esenciales, teológicos y canónicos, que son característicos de la vida consagrada151. Este discernimiento es necesario tanto a nivel local como universal, con el fin de prestar una común obediencia al único Espíritu. En las diócesis, el obispo ha de examinar el testimonio de vida y la ortodoxia de los fundadores y fundadoras de tales comunidades, su espiritualidad, la sensibilidad eclesial en el cumplimiento de su misión, los métodos de formación y los modos de incorporación a la comunidad; evalúe con prudencia posibles puntos débiles, sabiendo esperar con paciencia la confirmación de los frutos (cf. Mt 7, 16), para poder reconocer la autenticidad del carisma152. Se le pide sobre todo que ponga especial cuidado en verificar, a la luz de criterios claros, la idoneidad de quienes solicitan el acceso a las órdenes sagradas153.
En virtud de este mismo principio de discernimiento, no pueden ser comprendidas en la categoría específica de vida consagrada aquellas formas de compromiso, por otro lado loables, que algunos cónyuges cristianos asumen en asociaciones o movimientos eclesiales cuando, deseando llevar a la perfección de la caridad su amor «como consagrado» ya en el sacramento del matrimonio154, confirman con un voto el deber de la castidad propia de la vida conyugal y, sin descuidar sus deberes para con los hijos, profesan la pobreza y la obediencia155. Esta obligada puntualización acerca de la naturaleza de tales experiencias, no pretende infravalorar dicho camino de santificación, al cual no es ajena ciertamente la acción del Espíritu Santo, infinitamente rico en sus dones e inspiraciones.
Ante tanta riqueza de dones y de impulsos innovadores, parece conveniente crear una comisión para las cuestiones relativas a las nuevas formas de vida consagrada, con el fin de establecer criterios de autenticidad, que sirvan de ayuda a la hora de discernir y de tomar las oportuna decisiones156. Entre otras tareas, tal comisión deberá valorar, a la luz de la experiencia de estos últimos decenios, cuáles son las formas nuevas de consagración que la autoridad eclesiástica, con prudencia pastoral y para el bien común, pueda reconocer oficialmente y proponer a los fieles deseosos de una vida cristiana más perfecta.
Estas nuevas asociaciones de vida evangélica no son alternativas a las precedentes instituciones, las cuales continúan ocupando el lugar insigne que la tradición les ha reservado. Las nuevas formas son también un don del Espíritu, para que la Iglesia siga a su Señor en una perenne dinámica de generosidad, atenta a las llamadas de Dios, que se manifiestan a través de los signos de los tiempos. De esta manera se presenta ante el mundo con variedad de formas de santidad y de servicio, como «señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano»157. Los antiguos institutos, muchos de los cuales han pasado en el transcurso de los siglos por el crisol de pruebas durísimas que han afrontado con fortaleza, pueden enriquecerse entablando un diálogo e intercambiando sus dones con las fundaciones que ven la luz en este tiempo nuestro.
De este modo el vigor de las diversas instituciones de vida consagrada, desde las más antiguas a las más recientes, así como la vivacidad de las nuevas comunidades, alimentarán la fidelidad al Espíritu Santo, que es principio de comunión y de perenne novedad de vida.

III. MIRANDO HACIA EL FUTURO

Dificultades y perspectivas

63. En algunas regiones del mundo, los cambios sociales y la disminución del número de vocaciones está haciendo mella en la vida consagrada. Las obras apostólicas de muchos institutos y su misma presencia en ciertas Iglesias locales están en peligro. Como ya ha ocurrido otras veces en la historia, hay institutos que corren incluso el riesgo de desaparecer. La Iglesia universal les está sumamente agradecida por la gran contribución que han dado a su edificación con el testimonio y el servicio158. La preocupación de hoy no anula sus méritos ni los frutos que han madurado gracias a sus esfuerzos.
En otros institutos se plantea más bien el problema de la reorganización de sus obras. Esta tarea, nada fácil y no pocas veces dolorosa, requiere estudio y discernimiento a la luz de algunos criterios. Es preciso, por ejemplo, salvaguardar el sentido del propio carisma, promover la vida fraterna, estar atentos a las necesidades de la Iglesia tanto universal como particular, ocuparse de aquello que el mundo descuida, responder generosamente y con audacia, aunque sea con intervenciones obligadamente exiguas, a las nuevas pobrezas, sobre todo en los lugares más abandonados159.
Las dificultades provenientes de la disminución de personal y de iniciativas no deben en modo alguno hacer perder la confianza en la fuerza evangélica de la vida consagrada, la cual será siempre actual y operante en la Iglesia. Aunque cada instituto no posea la prerrogativa de la perpetuidad, la vida consagrada, sin embargo, continuará alimentando entre los fieles la respuesta de amor a Dios y a los hermanos. Por eso es necesario distinguir entre las vicisitudes históricas de un determinado instituto o de una forma de vida consagrada, y la misión eclesial de la vida consagrada como tal. Las primeras pueden cambiar con el mudar de las situaciones, la segunda no puede faltar.
Esto es verdad tanto para la vida consagrada de tipo contemplativo, como para la dedicada a las obras de apostolado. En su conjunto, bajo la acción siempre nueva del Espíritu, está destinada a continuar como testimonio luminoso de la unidad indisoluble del amor a Dios y al prójimo, como memoria viviente de la fecundidad, incluso humana y social, del amor de Dios. Las nuevas situaciones de penuria han de ser afrontadas por tanto con la serenidad de quien sabe que a cada uno se le pide no tanto el éxito, cuanto el compromiso de la fidelidad. Lo que se debe evitar absolutamente es la debilitación de la vida consagrada, que no consiste tanto en la disminución numérica, sino en la pérdida de la adhesión espiritual al Señor y a la propia vocación y misión. Por el contrario, perseverando fielmente en ella, se confiesa, y con gran eficacia incluso ante el mundo, la propia y firme confianza en el Señor de la historia, en cuyas manos están los tiempos y los destinos de las personas, de las instituciones, de los pueblos y, por tanto, también la actuación histórica de sus dones. Los dolorosos momentos de crisis representan un apremio a las personas consagradas para que proclamen con fortaleza la fe en la muerte y resurrección de Cristo, haciéndose así signo visible del paso de la muerte a la vida.

Nuevo impulso de la pastoral vocacional

64. La misión de la vida consagrada y la vitalidad de los institutos dependen indudablemente de la fidelidad con la que los consagrados responden a su vocación, pero tienen futuro en la medida en que otros hombres y mujeres acogen generosamente la llamada del Señor. El problema de las vocaciones es un auténtico desafío que interpela directamente a los institutos, pero que concierne a toda la Iglesia. En el campo de la pastoral vocacional se invierten muchas energías espirituales y materiales, aunque los resultados no siempre se corresponden a las expectativas y a los esfuerzos realizados. Sucede que, mientras las vocaciones a la vida consagrada florecen en las Iglesias jóvenes y en aquellas que han sufrido persecuciones por parte de regímenes totalitarios, escasean en otros países tradicionalmente ricos en vocaciones y en misioneros.
Esta situación de dificultad pone a prueba a las personas consagradas, que a veces se interrogan sobre su efectiva capacidad de atraer nuevas vocaciones. Es necesario tener confianza en el Señor Jesús, que continúa llamando a seguir sus pasos, y encomendarse al Espíritu Santo, autor e inspirador de los carismas de la vida consagrada. Así pues, a la vez, que nos alegramos por la acción del Espíritu que rejuvenece a la Esposa de Cristo haciendo florecer la vida consagrada en muchas naciones, debemos dirigir una constante plegaria al Dueño de la mies para que envíe obreros a su Iglesia, para hacer frente a las exigencias de la nueva evangelización (cf. Mt 9, 37-38). Además de promover la oración por las vocaciones, es urgente esforzarse, mediante el anuncio explícito y una catequesis adecuada, por favorecer en los llamados a la vida consagrada la respuesta libre, pero pronta y generosa, que hace operante la gracia de la vocación.
La Invitación de Jesús: «Venid y veréis» (Jn 1, 39) sigue siendo aún hoy la regla de oro de la pastoral vocacional. Con ella se pretende presentar, a ejemplo de los fundadores y fundadoras, el atractivo de la persona del Señor Jesús y la belleza de la entrega total de sí mismo a la causa del Evangelio. Por tanto, la primera tarea de todos los consagrados y consagradas consiste en proponer valerosamente, con la palabra y con el ejemplo, el ideal del seguimiento de Cristo, alimentando y manteniendo posteriormente en los llamados la respuesta a los impulsos que el Espíritu inspira en su corazón.
Al entusiasmo del primer encuentro con Cristo debe seguir, como es obvio, el esfuerzo paciente de saber corresponder cada día a la gracia recibida, haciendo de la vocación una historia de amistad con el Señor. Para ello, la pastoral vocacional utilizará los recursos apropiados, como la dirección espiritual, para alimentar aquella respuesta de amor personal al Señor que es condición indispensable para convertirse en discípulos y apóstoles de su Reino. Por otra parte, si la abundancia vocacional que se manifiesta en varias partes del mundo justifica el optimismo y la esperanza, la escasez en otras regiones no debe inducir al desánimo ni a la tentación de un fácil y precipitado reclutamiento. Es preciso que la tarea de promover las vocaciones se desarrolle de manera que aparezca cada vez más como un compromiso coral de toda la Iglesia160. Se requiere, por tanto, la colaboración activa de pastores, religiosos, familias y educadores, como es propio de un servicio que forma parte integrante de la pastoral de conjunto de cada Iglesia particular. Que en cada diócesis exista, pues, este servicio común, que coordine y multiplique las fuerzas, pero sin prejuzgar e incluso favoreciendo la actividad vocacional de cada instituto161.
Esta colaboración activa de todo el pueblo de Dios, sostenida por la Providencia, suscitará sin duda la abundancia de los dones divinos. La solidaridad cristiana está llamada a solventar las necesidades de la formación vocacional en los países económicamente más pobres. La promoción de vocaciones en estos países por parte de los diversos institutos ha de hacerse en plena armonía con las Iglesias del lugar, a partir de una activa y prolongada inserción en su actividad pastoral162. El modo más auténtico para secundar la acción del Espíritu será el invertir las mejores energías en la actividad vocacional, especialmente con una adecuada dedicación a la pastoral juvenil.

Las exigencias de la formación inicial

65. La Asamblea sinodal ha reservado una atención especial a la formación de quienes aspiran a consagrarse al Señor163, reconociendo su decisiva importancia. El objetivo central del proceso de formación es la preparación de la persona para la consagración total de sí misma a Dios en el seguimiento de Cristo, al servicio de la misión. Decir «sí» a la llamada del Señor, asumiendo personalmente el dinamismo del crecimiento vocacional, es responsabilidad inalienable de cada llamado, el cual debe abrir toda su vida a la acción del Espíritu Santo; es recorrer con generosidad el camino formativo, acogiendo con fe las ayudas que el Señor y la Iglesia le ofrecen164.
La formación, por tanto, debe abarcar la persona entera, de tal modo que toda actitud y todo comportamiento manifiesten la plena y gozosa pertenencia a Dios, tanto en los momentos importantes como en las circunstancias ordinarias de la vida cotidiana165. Desde el momento que el fin de la vida consagrada consiste en la conformación con el Señor Jesús y con su total oblación166, a esto se debe orientar ante todo la formación. Se trata de un itinerario de progresiva asimilación de los sentimientos de Cristo hacia el Padre.
Siendo éste el objetivo de la vida consagrada, el método para prepararse a ella deberá contener y expresar la característica de la totalidad. Deberá ser formación de toda la persona167, en cada aspecto de su individualidad, en las intenciones y en los gestos exteriores. Precisamente por su propósito de transformar toda la persona, la exigencia de la formación no acaba nunca. En efecto, es necesario que a las personas consagradas se les proporcione hasta el fin la oportunidad de crecer en la adhesión al carisma y a la misión del propio instituto.
Para que sea total, la formación debe abarcar todos los ámbitos de la vida cristiana y de la vida consagrada. Se ha de prever, por tanto, una preparación humana, cultural, espiritual y pastoral, poniendo sumo cuidado en facilitar la integración armónica de los diferentes aspectos. A la formación inicial, entendida como un proceso evolutivo que pasa por los diversos grados de la maduración personal -desde el psicológico y espiritual al teológico y pastoral-, se debe reservar un amplio espacio de tiempo. En el caso de las vocaciones al presbiterado, viene a coincidir y a armonizarse con un programa específico de estudios, como parte de un itinerario formativo más extenso.

El papel de los formadores y formadoras

66. Dios Padre, en el don continuo de Cristo y del Espíritu, es el formador por excelencia de quien se consagra a él. Pero en esta obra él se sirve de la mediación humana, poniendo al lado de los que él llama algunos hermanos y hermanas mayores. La formación es, pues, una participación en la acción del Padre que, mediante el Espíritu, infunde en el corazón de los jóvenes y de las jóvenes los sentimientos del Hijo. Los formadores y las formadoras deben ser, por tanto, personas expertas en los caminos que llevan a Dios, para poder ser así capaces de acompañar a otros en este recorrido. Atentos a la acción de la gracia, deben indicar aquellos obstáculos que a veces no resultan tan evidentes, pero, sobre todo, mostrarán la belleza del seguimiento del Señor y el valor del carisma en que éste se concretiza. A las luces de la sabiduría espiritual añadirán también aquellas que provienen de los instrumentos humanos que pueden servir de ayuda, tanto en el discernimiento vocacional, como en la formación del hombre nuevo auténticamente libre. El principal instrumento de formación es el coloquio personal, que ha de tenerse con regularidad y cierta frecuencia, y que constituye una práctica de comprobada e insustituible eficacia.
De cara a tareas tan delicadas, resulta verdaderamente importante la preparación de formadores idóneos, que aseguren en su servicio una gran sintonía con el camino seguido por toda la Iglesia. Será conveniente crear estructuras adecuadas para la formación de los formadores, posiblemente en lugares que permitan el contacto con la cultura en la que se ejercerá después el propio servicio pastoral. En esta obra formativa, los institutos más arraigados ayuden a los de fundación más reciente, mediante la aportación de algunos de sus mejores miembros168.

Una formación comunitaria y apostólica

67. Puesto que la formación debe ser también comunitaria, su lugar privilegiado, para los institutos de vida religiosa y las sociedades de vida apostólica, es la comunidad. En ella se realiza la iniciación en la fatiga y en el gozo de la convivencia. En la fraternidad cada uno aprende a vivir con quien Dios ha puesto a su lado, aceptando tanto sus cualidades positivas como sus diversidades y sus límites. Aprende especialmente a compartir los dones recibidos para la edificación de todos, puesto que «a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común» (1 Co 12, 7)169. Al mismo tiempo, la vida comunitaria, ya desde la primera formación, debe mostrar la dimensión intrínsecamente misionera de la consagración. Por ello, en los institutos de vida consagrada será útil introducir, durante el período de formación inicial y con el prudente acompañamiento del formador o formadora, experiencias concretas que permitan ejercitar, en diálogo con la cultura circundante, las aptitudes apostólicas, la capacidad de adaptación y el espíritu de iniciativa.
Si de una parte es importante que la persona consagrada se forme de modo progresivo una conciencia evangélicamente crítica respecto a los valores y antivalores de la cultura, tanto de la suya propia como de la que encontrará en el futuro campo de trabajo, de otra debe ejercitarse en el difícil arte de la unidad de vida, de la mutua compenetración de la caridad hacia Dios y hacia los hermanos y hermanas, haciendo propia la experiencia de que la oración es el alma del apostolado, pero también de que el apostolado vivifica y estimula la oración.

Necesidad de una «ratio» completa y actualizada

68. Se recomienda también a los institutos femeninos y a los masculinos, por lo que se refiere a los religiosos hermanos, un período explícitamente formativo, que se prolongue hasta la profesión perpetua. Esto vale substancialmente también para las comunidades claustrales, que han de elaborar un programa adecuado para lograr una auténtica formación para la vida contemplativa y su peculiar misión en la Iglesia.
Los padres sinodales han invitado vivamente a todos los institutos de vida consagrada y a las sociedades de vida apostólica a elaborar cuanto antes una ratio institutionis, es decir, un proyecto de formación inspirado en el carisma institucional, en el cual se presente de manera clara y dinámica el camino a seguir para asimilar plenamente la espiritualidad del propio instituto. La ratio responde hoy a una verdadera urgencia: de un lado indica el modo de transmitir el espíritu del instituto, para que sea vivido en su autenticidad por las nuevas generaciones, en la diversidad de las culturas y de las situaciones geográficas; de otro, muestra a las personas consagradas los medios para vivir el mismo espíritu en las varias fases de la existencia, progresando hacia la plena madurez de la fe en Cristo.
Si bien es cierto que la renovación de la vida consagrada depende principalmente de la formación, también es verdad que ésta, a su vez, está unida a la capacidad de proponer un método rico de sabiduría espiritual y pedagógica, que conduzca de manera progresiva a quienes desean consagrarse a asumir los sentimientos de Cristo, el Señor. La formación es un proceso vital a través del cual la persona se convierte al Verbo de Dios desde lo más profundo de su ser y, al mismo tiempo, aprende el arte de buscar los signos de Dios en las realidades del mundo. En una época de creciente marginación de los valores religiosos por parte de la cultura, este aspecto de la formación resulta doblemente importante: gracias a él la persona consagrada no sólo puede seguir «viendo» con los ojos de la fe a Dios en un mundo que ignora su presencia, sino que consigue incluso hacer «sensible» en cierto modo su presencia mediante el testimonio del propio carisma.

La formación permanente

69. La formación permanente, tanto para los institutos de vida apostólica como para los de vida contemplativa, es una exigencia intrínseca de la consagración religiosa. El proceso formativo, como se ha dicho, no se reduce a la fase inicial, puesto que, por la limitación humana, la persona consagrada no podrá jamás suponer que ha completado la gestación de aquel hombre nuevo que experimenta dentro de sí, ni de poseer en cada circunstancia de la vida los mismos sentimientos de Cristo. La formación inicial, por tanto, debe engarzarse con la formación permanente, creando en el sujeto la disponibilidad para dejarse formar cada uno de los días de su vida170.
Es muy importante, por tanto, que cada instituto incluya, como parte de la ratio institutionis, la definición de un proyecto de formación permanente lo más preciso y sistemático posible, cuyo objetivo primario sea el de acompañar a cada persona consagrada con un programa que abarque toda su existencia. Ninguno puede estar exento de aplicarse al propio crecimiento humano y religioso; como nadie puede tampoco presumir de sí mismo y llevar su vida con autosuficiencia. Ninguna fase de la vida puede ser considerada tan segura y fervorosa como para excluir toda oportunidad de ser asistida y poder de este modo tener mayores garantías de perseverancia en la fidelidad, ni existe edad alguna en la que se pueda dar por concluida la completa madurez de la persona.

En un dinamismo de fidelidad

70. Hay una juventud de espíritu que permanece en el tiempo y que tiene que ver con el hecho de que el individuo busca y encuentra en cada ciclo vital un cometido diverso que realizar, un modo específico de ser, de servir y de amar171.
En la vida consagrada, los primeros años de plena inserción en la actividad apostólica representan una fase por sí misma crítica, marcada por el paso de una vida guiada y tutelada a una situación de plena responsabilidad operativa. Es importante que las personas consagradas jóvenes sean alentadas y acompañadas por un hermano o una hermana que les ayuden a vivir con plenitud la juventud de su amor y de su entusiasmo por Cristo.
La fase sucesiva puede presentar el riesgo de la rutina y la consiguiente tentación de la desilusión por la escasez de los resultados. Es necesario, pues, ayudar a las personas consagradas de media edad a revisar, a la luz del Evangelio y de la inspiración carismática, su opción originaria, y a no confundir la totalidad de la entrega con la totalidad del resultado. Esto permitirá dar nuevo empuje y nuevas motivaciones a la decisión tomada en su día. Es la época de la búsqueda de lo esencial.
En la fase de la edad madura, junto con el crecimiento personal, puede presentarse el peligro de un cierto individualismo, acompañado a veces del temor de no estar adecuados a los tiempos, o de fenómenos de rigidez, de cerrazón o de relajación. La formación permanente tiene en este caso la función de ayudar no sólo a recuperar un tono más alto de vida espiritual y apostólica, sino también a descubrir la peculiaridad de esta fase existencial. En efecto, en ella, una vez purificados algunos aspectos de la personalidad, el ofrecimiento de sí se eleva a Dios con mayor pureza y generosidad, y revierte en los hermanos y hermanas de manera más sosegada y discreta, a la vez que más transparente y rica de gracia. Es el don y la experiencia de la paternidad y maternidad espiritual.
La edad avanzada presenta problemas nuevos, que se han de afrontar previamente con un esmerado programa de apoyo espiritual. El progresivo alejamiento de la actividad, la enfermedad en algunos casos o la inactividad forzosa, son una experiencia que puede ser altamente formativa. Aunque sea un momento frecuentemente doloroso, ofrece sin embargo a la persona consagrada anciana la oportunidad de dejarse plasmar por la experiencia pascual172, conformándose a Cristo crucificado que cumple en todo la voluntad del Padre y se abandona en sus manos hasta encomendarle el espíritu. Éste es un nuevo modo de vivir la consagración, que no está vinculado a la eficiencia propia de una tarea de gobierno o de un trabajo apostólico.
Cuando al fin llega el momento de unirse a la hora suprema de la pasión del Señor, la persona consagrada sabe que el Padre está llevando a cumplimiento en ella el misterioso proceso de formación iniciado tiempo atrás. La muerte será entonces esperada y preparada como acto de amor supremo y de entrega total de sí mismo.
Es necesario añadir que, independientemente de las varias etapas de la vida, cada edad puede pasar por situaciones críticas bien a causa de diversos factores externos -cambio de lugar o de oficio, dificultad en el trabajo o fracaso apostólico, incomprensión, marginación, etc.-, bien por motivos más estrictamente personales, como la enfermedad física o psíquica, la aridez espiritual, lutos, problemas de relaciones interpersonales, fuertes tentaciones, crisis de fe o de identidad, sensación de insignificancia, u otros semejantes. Cuando la fidelidad resulta más difícil, es preciso ofrecer a la persona el auxilio de una mayor confianza y un amor más grande, tanto a nivel personal como comunitario. Se hace necesaria, sobre todo en estos momentos, la cercanía afectuosa del superior; mucho consuelo y aliento viene también de la ayuda cualificada de un hermano o hermana, cuya disponibilidad y premura facilitarán un redescubrimiento del sentido de la alianza que Dios ha sido el primero en establecer y que no dejará de cumplir. La persona que se encuentra en un momento de prueba logrará de este modo acoger la purificación y el anonadamiento como aspectos esenciales del seguimiento de Cristo crucificado. La prueba misma se revelará como un instrumento providencial de formación en las manos del Padre, como lucha no sólo psicológica, entablada por el yo en relación consigo mismo y sus debilidades, sino también religiosa, marcada cada día por la presencia de Dios y por la fuerza poderosa de la cruz.

Dimensiones de la formación permanente

71. Puesto que el sujeto de la formación es la persona en cada fase de la vida, el término de la formación es la totalidad del ser humano, llamado a buscar y amar a Dios «con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas» (Dt 6, 5) y al prójimo como a sí mismo (cf. Lv 19, 18; Mt 22, 37-39) . El amor a Dios y a los hermanos es un dinamismo vigoroso que puede inspirar constantemente el camino de crecimiento y de fidelidad.
La vida en el Espíritu tiene obviamente la primacía: en ella la persona consagrada encuentra su identidad y experimenta una serenidad profunda, crece en la atención a las insinuaciones cotidianas de la palabra de Dios y se deja guiar por la inspiración originaria del propio instituto. Bajo la acción del Espíritu se defienden con denuedo los tiempos de oración, de silencio, de soledad, y se implora de lo Alto el don de la sabiduría en las fatigas diarias (cf. Sb 9, 10).
La dimensión humana y fraterna exige el conocimiento de sí mismo y de los propios límites, para obtener el estímulo necesario y el apoyo en el camino hacia la plena liberación. En el contexto actual revisten una particular importancia la libertad interior de la persona consagrada, su integración afectiva, la capacidad de comunicarse con todos, especialmente en la propia comunidad, la serenidad de espíritu y la sensibilidad hacia aquellos que sufren, el amor por la verdad y la coherencia efectiva entre el decir y el hacer.
La dimensión apostólica abre la mente y el corazón de la persona consagrada, disponiéndola para el esfuerzo continuo de la acción, como signo del amor de Cristo que la apremia (cf. 2 Co 5, 14). Esto significa, en la práctica, la actualización de los métodos y de los objetivos de las actividades apostólicas, con fidelidad al espíritu y al fin pretendido por el fundador o fundadora, y a las tradiciones maduradas sucesivamente, teniendo en cuenta las condiciones cambiantes de la historia y la cultura, general o local, y del ambiente en que se actúa.
La dimensión cultural y profesional, fundada en una sólida formación teológica que capacite al discernimiento, implica una actualización continua y una particular atención a los diversos campos a los que se orienta cada uno de los carismas. Es necesario por tanto mantener una mentalidad lo más flexible y abierta posible, para que el servicio sea comprendido y desempeñado según las exigencias del propio tiempo, sirviéndose de los instrumentos ofrecidos por el progreso cultural.
En la dimensión del carisma convergen, finalmente, todos los demás aspectos, como en una síntesis que requiere una reflexión continua sobre la propia consagración en sus diversas vertientes, tanto la apostólica, como la ascética y mística. Esto exige de cada miembro el estudio asiduo del espíritu del instituto al que pertenece, de su historia y su misión, con el fin de mejorar así la asimilación personal y comunitaria173.  

Continuación

siervas_logo_color.jpg (14049 bytes)
Regreso a la página principal
www.corazones.org
Esta página es obra de Las  Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.