continuación
EXHORTACIÓN
APOSTÓLICA POSTSINODAL
PASTORES GREGIS
CAPÍTULO VI
EN LA COMUNIÓN DE
LAS IGLESIAS
« La preocupación por
todas las Iglesias » (2 Co 11, 28)
55. Escribiendo a los
cristianos de Corinto, el apóstol Pablo recuerda cuánto ha sufrido por
el Evangelio: « Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de
salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles;
peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros
entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas
veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez. Y aparte de
otras cosas, mi responsabilidad diaria: la preocupación por todas las
Iglesias » (2 Co 11, 26-28). De esto saca una conclusión
apasionada: « ¿Quién desfallece sin que desfallezca yo? ¿Quién sufre
escándalo sin que yo me abrase? » (2 Co 11, 29). Este mismo
interrogante interpela la conciencia de cada Obispo en cuanto miembro
del Colegio episcopal.
Lo recuerda expresamente
el Concilio Vaticano II cuando afirma que todos los Obispos, en cuanto
miembros del Colegio episcopal y legítimos sucesores de los Apóstoles
por institución y mandato de Cristo, han de extender su preocupación a
toda la Iglesia. « Todos los Obispos, en efecto, deben impulsar y
defender la unidad de la fe y la disciplina común de toda la Iglesia y
enseñar a todos los fieles a amar a todo el Cuerpo místico de Cristo,
sobre todo a los pobres, a los que sufren y a los perseguidos a causa de
la justicia (cf. Mt 5, 10). Finalmente han de promover todas las
actividades comunes a toda la Iglesia, sobre todo para que la fe se
extienda y brille para todos la luz de la verdad plena. Por lo demás,
queda como principio sagrado que, dirigiendo bien su propia Iglesia,
como porción de la Iglesia universal, contribuyen eficazmente al bien de
todo el Cuerpo místico, que también es el cuerpo de las Iglesias ».206
Así, cada Obispo está
simultáneamente en relación con su Iglesia particular y con la Iglesia
universal. En efecto, el mismo Obispo que es principio visible y
fundamento de la unidad en la propia Iglesia particular, es también el
vínculo visible de la comunión eclesial entre su Iglesia particular y la
Iglesia universal. Por tanto, todos los Obispos, residiendo en sus
Iglesias particulares repartidas por el mundo, pero manteniendo siempre
la comunión jerárquica con la Cabeza del Colegio episcopal y con el
mismo Colegio, dan consistencia y expresan la catolicidad de la Iglesia,
al mismo tiempo que dan a su Iglesia particular este carácter de
catolicidad. De este modo, cada Obispo es como el punto de engarce de su
Iglesia particular con la Iglesia universal y testimonio visible de la
presencia de la única Iglesia de Cristo en su Iglesia particular. Por
tanto, en la comunión de las Iglesias el Obispo representa a su Iglesia
particular y, en ésta, representa la comunión de las Iglesias. En
efecto, mediante el ministerio episcopal, las portiones Ecclesiae
participan en la totalidad de la Una y Santa, mientras que ésta, siempre
mediante dicho ministerio, se hace presente en cada Ecclesiae portio.207
La dimensión universal
del ministerio episcopal se manifiesta y realiza plenamente cuando todos
los Obispos, en comunión jerárquica con el Romano Pontífice, actúan como
Colegio. Reunidos solemnemente en un Concilio Ecuménico o esparcidos por
el mundo, pero siempre en comunión jerárquica con el Romano Pontífice,
constituyen la continuidad del Colegio apostólico.208 No
obstante, todos los Obispos colaboran entre sí y con el Romano Pontífice
in bonum totius Ecclesiae también de otras maneras, y esto se hace,
sobre todo, para que el Evangelio se anuncie en toda la tierra, así como
para afrontar los diversos problemas que pesan sobre muchas Iglesias
particulares. Al mismo tiempo, tanto el ejercicio del ministerio del
Sucesor de Pedro para el bien de toda la Iglesia y de cada Iglesia
particular, como la acción del Colegio en cuanto tal, son una valiosa
ayuda para que se salvaguarden la unidad de la fe y la disciplina común
a toda la Iglesia en las Iglesias particulares confiadas a la atención
de cada uno de los Obispos diocesanos. Los Obispos, sea individualmente
que unidos entre sí como Colegio, tienen en la Cátedra de Pedro el
principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad de la fe y de la
comunión.209
El Obispo diocesano
en relación con la Autoridad suprema
56. El Concilio Vaticano
II enseña que « los Obispos, como sucesores de los Apóstoles, tienen de
por sí, en las diócesis que les han sido encomendadas, toda la potestad
ordinaria, propia e inmediata que se requiere para el ejercicio de su
función pastoral sin perjuicio de la potestad que tiene el Romano
Pontífice, en virtud de su función, de reservar algunas causas para sí o
para otra autoridad ».210
En el Aula sinodal alguno
planteó la cuestión sobre la posibilidad de tratar la relación entre el
Obispo y la Autoridad suprema a la luz del principio de subsidiaridad,
especialmente en lo que se refiere a las relaciones entre el Obispo y la
Curia romana, expresando el deseo de que dichas relaciones, en línea con
una eclesiología de comunión, se desarrollen en el respeto de las
competencias de cada uno y, por lo tanto, llevando a cabo una mayor
descentralización. Se pidió también que se estudie la posibilidad de
aplicar dicho principio a la vida de la Iglesia, quedando firme en todo
caso que el principio constitutivo para el ejercicio de la autoridad
episcopal es la comunión jerárquica de cada Obispo con el Romano
Pontífice y con el Colegio episcopal.
Como es sabido, el
principio de subsidiaridad fue formulado por mi predecesor de venerada
memoria Pío XI para la sociedad civil.211 El Concilio
Vaticano II, que nunca usó el término « subsidiaridad », impulsó no
obstante la participación entre los organismos de la Iglesia,
desarrollando una nueva reflexión sobre la teología del episcopado que
está dando sus frutos en la aplicación concreta del principio de
colegialidad en la comunión eclesial. Los Padres sinodales estimaron
que, por lo que concierne al ejercicio de la autoridad episcopal, el
concepto de subsidiaridad resulta ambiguo, e insistieron en profundizar
teológicamente la naturaleza de la autoridad episcopal a la luz del
principio de comunión.212
En la Asamblea sinodal se
habló varias veces del principio de comunión.213 Se trata de
una comunión orgánica, que se inspira en la imagen del Cuerpo de Cristo
de la que habla el apóstol Pablo cuando subraya las funciones de
complementariedad y ayuda mutua entre los diversos miembros del único
cuerpo (cf. 1 Co 12, 12-31).
Por tanto, para recurrir
correcta y eficazmente al principio de comunión, son indispensables
algunos puntos de referencia. Ante todo, se ha de tener en cuenta que el
Obispo diocesano, en su Iglesia particular, posee toda la potestad
ordinaria, propia e inmediata necesaria para cumplir su ministerio
pastoral. Le compete, por tanto, un ámbito propio, reconocido y tutelado
por la legislación universal, en que ejerce autónomamente dicha
autoridad.214 Por otro lado, la potestad del Obispo coexiste
con la potestad suprema del Romano Pontífice, también episcopal,
ordinaria e inmediata sobre todas y cada una de Iglesias, las
agrupaciones de las mismas y sobre todos los pastores y fieles.215
Se ha de tener presente
otro punto firme: la unidad de la Iglesia radica en la unidad del
episcopado, el cual, para ser uno, necesita una Cabeza del Colegio.
Análogamente, la Iglesia, para ser una, exige tener una Iglesia como
Cabeza de las Iglesias, que es la de Roma, cuyo Obispo, Sucesor de
Pedro, es la Cabeza del Colegio.216 Por tanto, « para que
cada Iglesia particular sea plenamente Iglesia, es decir, presencia
particular de la Iglesia universal con todos sus elementos esenciales, y
por lo tanto constituida a imagen de la Iglesia universal, debe hallarse
presente en ella, como elemento propio, la suprema autoridad de la
Iglesia [...]. El Primado del Obispo de Roma y el Colegio episcopal son
elementos propios de la Iglesia universal 'no derivados de la
particularidad de las Iglesias', pero interiores a cada Iglesia
particular [...]. Que el ministerio del Sucesor de Pedro sea interior a
cada Iglesia particular es expresión necesaria de aquella fundamental
mutua interioridad entre Iglesia universal e Iglesia particular ».217
La Iglesia de Cristo, por
su catolicidad, se realiza plenamente en cada Iglesia particular, la
cual recibe todos los medios naturales y sobrenaturales para llevar a
término la misión que Dios le ha encomendado a la Iglesia llevar a cabo
en el mundo. Uno de ellos es la potestad ordinaria, propia e inmediata
del Obispo, requerida para cumplir su ministerio pastoral (munus
pastorale), pero cuyo ejercicio está sometido a las leyes
universales y a lo que el derecho o un decreto del Sumo Pontífice
reserve a la suprema autoridad o a otra autoridad eclesiástica.218
La capacidad del propio
gobierno, que incluye también el ejercicio del magisterio auténtico,219
que pertenece intrínsecamente al Obispo en su diócesis, se encuentra
dentro de esa realidad mistérica de la Iglesia, por la cual en la
Iglesia particular está inmanente la Iglesia universal, que hace
presente la suprema autoridad, es decir, el Romano Pontífice y el
Colegio de los Obispos con su potestad suprema, plena, ordinaria e
inmediata sobre todos los fieles y pastores.220
En conformidad con la
doctrina del Concilio Vaticano II, se debe afirmar que la función de
enseñar (munus docendi) y la de gobernar (munus regendi)
–y por tanto la respectiva potestad de magisterio y gobierno– son
ejercidas en la Iglesia particular por cada Obispo diocesano, por su
naturaleza en comunión jerárquica con la Cabeza del Colegio y con el
Colegio mismo.221 Esto no debilita la autoridad episcopal
sino que más bien la refuerza, en cuanto los lazos de comunión
jerárquica que unen a los Obispos con la Sede Apostólica requieren una
necesaria coordinación, exigida por la naturaleza misma de la Iglesia,
entre la responsabilidad del Obispo diocesano y la de la suprema
autoridad. El derecho divino mismo es quien pone los límites al
ejercicio de una y de otra. Por eso, la potestad de los Obispos « no
queda suprimida por el poder supremo y universal, sino, al contrario,
afirmada, consolidada y protegida, ya que el Espíritu Santo, en efecto,
conserva indefectiblemente la forma de gobierno establecida por Cristo
en su Iglesia ».222
A este respecto, se
expresó bien el Papa Pablo VI cuando en la apertura del tercer período
del Concilio Vaticano II, afirmó: « Viviendo en diversas partes del
mundo, para realizar y mostrar la verdadera catolicidad de la Iglesia,
necesitáis absolutamente de un centro y un principio de fe y de comunión
que tenéis en esta Cátedra de Pedro. De la misma manera, Nos siempre
buscamos, a través de vuestra actividad, que el rostro de la Sede
Apostólica resplandezca y no carezca de su fuerza e importancia humana
histórica, más aún, para que su fe se conserve en armonía, para que sus
deberes se realicen de manera ejemplar, para encontrar consuelo en las
penas ».223
La realidad de la
comunión, que es la base de todas las relaciones intraeclesiales
224 y que se destacó también en la discusión sinodal, es una
relación de reciprocidad entre el Romano Pontífice y los Obispos. En
efecto, si por un lado el Obispo, para expresar en plenitud su propio
oficio y fundar la catolicidad de su Iglesia, tiene que ejercer la
potestad de gobierno que le es propia (munus regendi) en comunión
jerárquica con el Romano Pontífice y con el Colegio episcopal, de otro
lado, el Romano Pontífice, Cabeza del Colegio, en el ejercicio de su
ministerio de pastor supremo de la Iglesia (munus supremi Ecclesiae
pastoris), actúa siempre en comunión con todos los demás Obispos,
más aún, con toda la Iglesia.225 En la comunión eclesial,
pues, así como el Obispo no está solo, sino en continua relación con el
Colegio y su Cabeza, y sostenido por ellos, tampoco el Romano Pontífice
está solo, sino siempre en relación con los Obispos y sostenido por
ellos. Ésta es otra de las razones por las que el ejercicio de la
potestad suprema del Romano Pontífice no anula, sino que afirma,
corrobora y protege la potestad ordinaria misma, propia e inmediata del
Obispo en su Iglesia particular.
Visitas « ad
limina Apostolorum »
57. Las visitas ad
limina Apostolorum son a la vez una manifestación y un medio de
comunión entre los Obispos y la Cátedra de Pedro.226 En
efecto, constan de tres momentos principales, cada uno con su
significado propio.227 Ante todo la peregrinación a la tumba
de los príncipes de los Apóstoles Pedro y Pablo, que indica la
referencia a la única fe, de la cual ambos dieron testimonio en Roma con
su martirio.
El encuentro con el
Sucesor de Pedro está en relación con este momento. Efectivamente, con
ocasión de la visita ad limina los Obispos se reúnen en torno a
él y, según el principio de catolicidad, realizan una comunicación de
dones entre todos los bienes que, por obra del Espíritu, hay en la
Iglesia, tanto en ámbito particular y local como universal.228
Lo que entonces se produce no es una simple información recíproca, sino,
sobre todo, la afirmación y consolidación de la colegialidad (collegialis
confirmatio) del cuerpo de la Iglesia, por la que se obtiene la
unidad en la diversidad, dando lugar a una especie de « perichoresis
» entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares, que se
puede comparar al flujo de la sangre, que parte del corazón hacia las
extremidades del cuerpo y de ellas vuelve al corazón.229 La
savia vital que viene de Cristo une todas las partes como la savia de la
vid que llega a los sarmientos (cf. Jn 15, 5). Esto se pone de
manifiesto particularmente en la Celebración eucarística de los Obispos
con el Papa. En efecto, cada Eucaristía se celebra en comunión con el
propio Obispo, con el Romano Pontífice y con el Colegio Episcopal y, a
través de ellos, con los fieles de cada Iglesia particular y de toda la
Iglesia, de modo que la Iglesia universal está presente en la particular
y ésta se inserta, junto con las demás Iglesias particulares, en la
comunión de la Iglesia universal.
Ya desde los primeros
siglos la referencia última de la comunión está en la Iglesia de Roma,
donde Pedro y Pablo dieron su testimonio de fe. En efecto, por su
posición preeminente, es necesario que cada una de las Iglesias
concuerde con ella, porque es la garantía última de la integridad de la
tradición transmitida por los Apóstoles.230 La Iglesia de
Roma preside la comunión universal en la caridad,231 tutela
las legítimas diversidades y, al mismo tiempo, vigila para que la
particularidad no sólo no dañe a la unidad, sino que la sirva.232
Todo eso comporta la necesidad de la comunión de las diversas Iglesias
con la Iglesia de Roma, para que todas se puedan encontrar en la
integridad de la Tradición apostólica y en la unidad de la disciplina
canónica para la salvaguardia de la fe, de los Sacramentos y del camino
concreto hacia la santidad. Dicha comunión de las Iglesias se expresa
por la comunión jerárquica entre cada Obispo y el Romano Pontífice.233
De la comunión de todos los Obispos cum Petro et sub Petro,
realizada en la caridad, surge el deber de que todos ellos colaboren con
el Sucesor de Pedro para el bien de la Iglesia entera y, por tanto, de
cada Iglesia particular. La visita ad limina tiene precisamente
esta finalidad.
El tercer aspecto de las
visitas ad limina es el encuentro con los responsables de los
Dicasterios de la Curia romana. Tratando con ellos, los Obispos tienen
un contacto directo con los problemas que competen a cada Dicasterio,
siendo de este modo introducidos en los diversos aspectos de la común
solicitud pastoral. A este respecto, los Padres sinodales pidieron que,
en el contexto del conocimiento y confianza mutua, fueran más frecuentes
las relaciones entre Obispos, individualmente o unidos en las
Conferencias episcopales, y los Dicasterios de la Curia romana,234
de manera que éstos, informados directamente de los problemas concretos
de las Iglesias, puedan desempeñar mejor su servicio universal.
Sin duda, las visitas
ad limina, junto con las relaciones quinquenales sobre la situación
de las diócesis,235 son medios eficaces para cumplir con la
exigencia de conocimiento recíproco que surge de la comunión entre los
Obispos y el Romano Pontífice. Además, la presencia de los Obispos en
Roma para la visita puede ser una ocasión oportuna, de una parte, para
acelerar la respuesta a las cuestiones que han presentado a los
Dicasterios y, de otra, para favorecer, de acuerdo con los deseos
manifestados, una consulta individual o colectiva con vistas a la
preparación de documentos de cierta importancia general; puede ser
también una ocasión para ilustrar oportunamente a los Obispos sobre
eventuales documentos que la Santa Sede tuviera intención de dirigir a
la Iglesia en su conjunto, o específicamente a sus Iglesias
particulares, antes de su publicación.
El Sínodo de los
Obispos
58. Según una experiencia
ya consolidada, cada Asamblea General del Sínodo de los Obispos, que de
algún modo es expresión del episcopado, muestra de manera peculiar el
espíritu de comunión que une a los Obispos con el Romano Pontífice y a
los Obispos entre sí, dando la oportunidad de expresar un juicio
eclesial profundo, bajo la acción del Espíritu, sobre los diversos
problemas que afectan a la vida de la Iglesia.236
Como es sabido, durante
el Concilio Vaticano II se manifestó la exigencia de que los Obispos
pudieran ayudar mejor al Romano Pontífice en el ejercicio de su función.
Precisamente en consideración de esto, mi predecesor de venerada memoria
Pablo VI instituyó el Sínodo de los Obispos,237 aún teniendo
en cuenta la aportación que el Colegio de los Cardenales ya
proporcionaba al Romano Pontífice. Así, mediante el nuevo organismo se
podía expresar más eficazmente el afecto colegial y la solicitud de los
Obispos por el bien de toda la Iglesia.
Los años transcurridos
han mostrado cómo los Obispos, en unión de fe y caridad, pueden prestar
con sus consejos una valiosa ayuda al Romano Pontífice en el ejercicio
de su ministerio apostólico, tanto para la salvaguardia de la fe y de
las costumbres, como para la observancia de la disciplina eclesiástica.
En efecto, el intercambio de información sobre las Iglesias
particulares, al facilitar la concordancia de juicio incluso sobre
cuestiones doctrinales, es un modo eficaz para reforzar la comunión.238
Cada Asamblea General del
Sínodo de los Obispos es una experiencia eclesial intensa, aunque sigue
siendo perfectible en lo que se refiere a las modalidades de sus
procedimientos.239 Los Obispos reunidos en el Sínodo
representan, ante todo, a sus propias Iglesias, pero tienen presente
también la aportación de las Conferencias episcopales que los han
designado y son portadores de su parecer sobre las cuestiones a tratar.
Expresan así el voto del Cuerpo jerárquico de la Iglesia y, en cierto
modo, el del pueblo cristiano, del cual son sus pastores.
El Sínodo es un
acontecimiento en el que resulta evidente de manera especial que el
Sucesor de Pedro, en el cumplimiento de su misión, está siempre unido en
comunión con los demás Obispos y con toda la Iglesia.240 «
Corresponde al Sínodo de los Obispos –establece el Código de Derecho
Canónico– debatir las cuestiones que han de ser tratadas, y manifestar
su parecer pero no dirimir esas cuestiones ni dar decretos acerca de
ellas, a no ser que en casos determinados le haya sido otorgada potestad
deliberativa por el Romano Pontífice, a quien compete en este caso
ratificar las decisiones del Sínodo ».241 El hecho de que el
Sínodo tenga normalmente sólo una función consultiva no disminuye su
importancia. En efecto, en la Iglesia, el objetivo de cualquier órgano
colegial, sea consultivo o deliberativo, es siempre la búsqueda de la
verdad o del bien de la Iglesia. Además, cuando se trata de verificar la
fe misma, el consensus Ecclesiae no se da por el cómputo de los
votos, sino que es el resultado de la acción del Espíritu, alma de la
única Iglesia de Cristo.
Precisamente porque el
Sínodo está al servicio de la verdad y de la Iglesia, como expresión de
la verdadera corresponsabilidad en el bien de la Iglesia por parte de
todo el episcopado en unión con su Cabeza, los Obispos, al emitir el
voto consultivo o deliberativo, expresan en todo caso, junto con los
demás miembros del Sínodo, la participación en el gobierno de la Iglesia
universal. Como mi predecesor de venerada memoria Pablo VI, también yo
he recibido siempre las propuestas y opiniones expresadas por los Padres
sinodales, incluyéndolas en el proceso de elaboración del documento que
recoge los resultados del Sínodo y que, precisamente por ello, me
complace denominar « postsinodal ».
Comunión entre los
Obispos y entre las Iglesias en el ámbito local
59. Además del ámbito
universal, hay muchas y variadas formas en que se puede expresar, y de
hecho se expresa, la comunión episcopal y, por tanto, la solicitud por
todas las Iglesias hermanas. Asimismo, las relaciones recíprocas entre
los Obispos van mucho más allá de sus encuentros institucionales. El ser
bien conscientes de la dimensión colegial del ministerio que les ha sido
conferido ha de impulsarlos a practicar entre ellos, sobre todo en el
seno de la propia Conferencia episcopal, de su Provincia y Región
eclesiástica, las diversas formas de hermandad sacramental, que van
desde la acogida y consideración recíprocas hasta las atenciones de
caridad y la colaboración concreta.
Como he escrito
anteriormente, « se ha hecho mucho, desde el Concilio Vaticano II, en
lo que se refiere a la reforma de la Curia romana, la organización de
los Sínodos y el funcionamiento de las Conferencias Episcopales. Pero
queda ciertamente aún mucho por hacer para expresar de la mejor manera
las potencialidades de estos instrumentos de la comunión,
particularmente necesarios hoy ante la exigencia de responder con
prontitud y eficacia a los problemas que la Iglesia tiene que afrontar
en los cambios rápidos de nuestro tiempo ».242 En el nuevo
siglo, pues, todos hemos de comprometernos más que nunca en valorar y
desarrollar los ámbitos y los instrumentos que sirven para asegurar y
garantizar la comunión entre los Obispos y entre las Iglesias.
Toda acción del Obispo
realizada en el ejercicio del propio ministerio pastoral es siempre una
acción realizada en el Colegio. Sea que se trate del ministerio
de la Palabra o del gobierno de la propia Iglesia particular, o bien de
una decisión tomada con los demás Hermanos en el episcopado sobre las
otras Iglesias particulares de la misma Conferencia episcopal, en el
ámbito provincial o regional, siempre será una acción en el Colegio,
porque, además de empeñar la propia responsabilidad pastoral, se lleva a
cabo manteniendo la comunión con los demás Obispos y con la Cabeza del
Colegio. Todo esto obedece no tanto a una conveniencia humana de
coordinación, sino a una preocupación por las demás Iglesias, que se
deriva de que cada Obispo está integrado y forma parte de un Cuerpo o
Colegio. En efecto, cada Obispo es simultáneamente responsable, aunque
de modos diversos, de la Iglesia particular, de las Iglesias hermanas
más cercanas y de la Iglesia universal.
Los Padres sinodales
reiteraron oportunamente que « viviendo la comunión episcopal, cada
Obispo ha de sentir como propias las dificultades y los sufrimientos de
sus Hermanos en el episcopado. Para reforzar esta comunión episcopal y
hacerla cada vez más consistente, cada uno de los Obispos y las
Conferencias episcopales han de examinar cuidadosamente las
posibilidades que tienen sus Iglesias de ayudar a las más pobres ».243
Sabemos que dicha pobreza puede consistir tanto en una seria escasez de
sacerdotes u otros agentes pastorales como en una grave carencia de
medios materiales. En uno u otro caso, lo que se resiente es el anuncio
del Evangelio. Por eso, siguiendo la exhortación que ya hiciera el
Concilio Vaticano II,244 asumo la consideración de los Padres
sinodales en su deseo de que se favorezcan las relaciones de solidaridad
fraterna entre las Iglesias de antigua evangelización y las llamadas «
Iglesias jóvenes », estableciendo incluso « hermanamientos » que se
concreticen en la comunicación de experiencias y de agentes pastorales,
además de ayudas económicas. En efecto, eso confirma la imagen de la
Iglesia como « familia de Dios », en la que los más fuertes sustentan
a los más débiles para el bien de todos.245
De este modo, la comunión
de los Obispos se traduce en comunión de las Iglesias, que se manifiesta
también en atenciones cordiales respecto a aquellos Pastores que, más
que otros Hermanos, han sufrido o, lamentablemente, sufren aún, la mayor
parte de las veces al compartir las dificultades de sus fieles. Un grupo
de Pastores que merece una particular atención, por su creciente número,
es la de los Obispos eméritos. Los he recordado yo mismo, junto con los
Padres sinodales, en la Liturgia conclusiva de la X Asamblea General
Ordinaria. Toda la Iglesia tiene en gran consideración a estos queridos
Hermanos, que siguen siendo miembros importantes del Colegio episcopal,
y les queda reconocida por el servicio pastoral que han desarrollado y
todavía realizan, poniendo su sabiduría y experiencia a disposición de
la comunidad. La autoridad competente ha de valorar este patrimonio
espiritual personal, en el que se ha depositado una parte preciosa de la
memoria de las Iglesias que han presidido durante años. Resulta obligado
poner todo cuidado para asegurarles condiciones de serenidad espiritual
y económica, en el contexto humano que razonablemente deseen. Además, se
ha de estudiar la posibilidad de que sus competencias sean aprovechadas
aún en el ámbito de los diversos organismos de las Conferencias
episcopales.246
Las Iglesias
católicas orientales
60. En la misma
perspectiva de la comunión entre los Obispos y entre las Iglesias, los
Padres sinodales prestaron una atención del todo particular a las
Iglesias católicas orientales, volviendo a considerar las venerables y
antiguas riquezas de sus tradiciones, que son un tesoro vivo que
coexiste con expresiones análogas de la Iglesia latina. Desde ambas se
ilumina mejor la unidad católica del Pueblo santo de Dios.247
Además, no cabe duda de
que las Iglesias católicas de Oriente, por su afinidad espiritual,
histórica, teológica, litúrgica y disciplinar con las Iglesias ortodoxas
y las otras Iglesias orientales que aún no están en plena comunión con
la Iglesia católica, tienen un papel muy especial en la promoción de la
unidad de los cristianos, sobre todo en Oriente. Deben desempeñarlo,
como todas las Iglesias, con la oración y con una vida cristiana
ejemplar; asimismo, como una contribución específicamente suya, están
llamadas a aportar su religiosa fidelidad a las antiguas tradiciones
orientales.248
Las Iglesias
patriarcales y su Sínodo
61. Entre las
instituciones propias de las Iglesias católicas orientales destacan las
Iglesias patriarcales. Pertenecen a esas agrupaciones de Iglesias que,
como afirma el Concilio Vaticano II,249 por divina
Providencia, a lo largo del tiempo se han constituido orgánicamente y
gozan tanto de una disciplina y costumbres litúrgicas propias como de un
patrimonio teológico y espiritual común, conservando siempre la unidad
de la fe y la única constitución divina de la Iglesia universal. Su
dignidad particular proviene de que, como matrices de fe, han dado
origen a otras Iglesias, las cuales son como hijas suyas y, por tanto,
vinculadas a ellas hasta nuestros tiempos por lazos más estrechos de
caridad en la vida sacramental y en el mutuo respeto de derechos y
deberes.
La institución patriarcal
es muy antigua en la Iglesia. De ella da testimonio ya el primer
Concilio ecuménico de Nicea, fue reconocida por los primeros Concilios
ecuménicos y aún hoy es la forma tradicional de gobierno en las Iglesias
orientales.250 Por tanto, en su origen y estructura
particular, es de institución eclesiástica. Precisamente por eso el
Concilio ecuménico Vaticano II ha manifestado el deseo de que « donde
sea necesario, se erijan nuevos patriarcados, cuya constitución se
reserva al Sínodo ecuménico o al Romano Pontífice ».251 Todo
aquel que ejerce una potestad supraepiscopal y supralocal en las
Iglesias Orientales –como los Patriarcas y los Sínodos de los Obispos de
las Iglesias patriarcales– participa de la autoridad suprema que el
Sucesor de Pedro tiene sobre toda la Iglesia y ejerce dicha potestad
respetando, además del Primado del Romano Pontífice,252 la
función de cada Obispo, sin invadir el campo de su competencia ni
limitar el libre ejercicio de sus propias funciones.
En efecto, las relaciones
entre los Obispos de una Iglesia patriarcal y el Patriarca, que a su vez
es el Obispo de la eparquía patriarcal, se desarrollan sobre la base
establecida ya antigüamente en los Cánones de los Apóstoles: « Es
necesario que los Obispos de cada nación sepan quién es el primero entre
ellos y lo consideren como jefe suyo, y no hagan nada importante sin su
consentimiento; cada uno se ocupará de lo que concierne a su demarcación
y al territorio que depende de ella; pero tampoco él haga nada sin el
consentimiento de todos; así reinará la concordia y Dios será
glorificado, por Cristo en el Espíritu Santo ».253 Este
canon expresa la antigua praxis de la sinodalidad en las Iglesias de
Oriente, ofreciendo al mismo tiempo su fundamento teológico y el
significado doxológico, pues se afirma claramente que la acción sinodal
de los Obispos en la concordia ofrece culto y gloria a Dios Uno y Trino.
Se debe reconocer, pues,
en la vida sinodal de las Iglesias patriarcales, una realización
efectiva de la dimensión colegial del ministerio episcopal. Todos los
Obispos legítimamente consagrados participan en el Sínodo de su Iglesia
patriarcal como pastores de una porción del Pueblo de Dios. Sin embargo,
se reconoce el papel del primero, esto es, el Patriarca, como un
elemento a su manera constitutivo de la acción colegial. En efecto, no
se da acción colegial alguna sin un « primero » reconocido como tal.
Por otro lado, la sinodalidad no anula ni disminuye la autonomía
legítima de cada Obispo en el gobierno de su propia Iglesia; afirma, sin
embargo, el afecto colegial de los Obispos, corresponsables de todas las
Iglesias particulares que abarca el Patriarcado.
Al Sínodo patriarcal se
le reconoce una verdadera potestad de gobierno. En efecto, elige al
Patriarca y a los Obispos para las funciones dentro del territorio de la
Iglesia patriarcal, así como a los candidatos al episcopado para las
funciones fuera de los confines de la Iglesia patriarcal, que han de ser
propuestos al Santo Padre para su nombramiento.254 Además del
consentimiento o parecer necesarios para la validez de ciertos actos de
competencia del Patriarca, corresponde al Sínodo emanar leyes que tienen
vigor dentro de los confines de la Iglesia patriarcal y, en el caso de
leyes litúrgicas, también fuera de ellos.255 Asimismo, el
Sínodo, respetando la competencia de la Sede Apostólica, es el tribunal
superior dentro de los confines de la propia Iglesia patriarcal.256
Por lo demás, el Patriarca y también el Sínodo patriarcal se sirven de
la colaboración consultiva de la asamblea patriarcal, que el Patriarca
convoca al menos cada cinco años, para la gestión de los asuntos más
importantes, especialmente los que conciernen la actualización de las
formas y de los modos de apostolado y de la disciplina eclesiástica.257
La organización
metropolitana y de las Provincias eclesiásticas
62. Un modo concreto de
favorecer la comunión entre los Obispos y la solidaridad entre las
Iglesias es dar nueva vitalidad a la antiquísima institución de las
Provincias eclesiásticas, donde los Arzobispos son instrumento y signo
tanto de la hermandad entre los Obispos de la Provincia como de su
comunión con el Romano Pontífice.258 En efecto, dada la
similitud de los problemas que debe afrontar cada Obispo, así como el
hecho de que un número limitado facilita un consenso mayor y más
efectivo, se puede ciertamente programar un trabajo pastoral común en
las asambleas de los Obispos de la misma Provincia y, sobre todo, en los
Concilios provinciales.
Donde, por el bien común,
se crea conveniente la erección de Regiones eclesiásticas, una función
semejante puede ser desarrollada por las asambleas de los Obispos de la
misma Región o, en todo caso, por los Concilios plenarios. A este
respecto, se ha de recordar lo que ya dijo el Concilio Vaticano II: «
Las venerables instituciones de los Sínodos y de los Concilios florezcan
con nuevo vigor. Así se procurará más adecuada y eficazmente el
crecimiento de la fe y la conservación de la disciplina en las diversas
Iglesias, según las circunstancias de la época ».259 En
ellos, los Obispos podrán actuar no sólo manifestando la comunión entre
sí, sino también con todos los miembros de la porción de Pueblo de Dios
que se les ha confiado; dichos miembros serán representados en los
Concilios según las normas del derecho.
En efecto, en los
Concilios particulares, precisamente porque en ellos participan también,
presbíteros, diáconos, religiosos, religiosas y laicos, aunque sea sólo
con voto consultivo, se manifiesta de modo inmediato no sólo la comunión
entre los Obispos, sino también entre las Iglesias. Además, como momento
eclesial solemne, los Concilios particulares requieren una cuidadosa
reflexión en su preparación, que implica a todas las categorías de
fieles, haciendo que dichos Concilios sean momento adecuado para las
decisiones más importantes, especialmente las que se refieren a la fe.
Por eso, las Conferencias Episcopales no pueden ocupar el puesto de los
Concilios particulares, como puntualiza el mismo Concilio Vaticano II
cuando desea que éstos adquieran nuevo vigor. Las Conferencias
episcopales, sin embargo, pueden ser un instrumento valioso para la
preparación de los Concilios plenarios.260
Las Conferencias
episcopales
63. En modo alguno se
pretende con esto disminuir la importancia y la utilidad de las
Conferencias de los Obispos, cuya configuración institucional fue
trazada ya en el último Concilio y precisada ulteriormente en el Código
de Derecho Canónico y en el reciente Motu proprio
Apostolos suos.261 En
las Iglesias católicas orientales existen Instituciones análogas, como
las Asambleas de los Jerarcas de diversas Iglesias sui iuris,
previstas por el Código de los Cánones de las Iglesias Orientales « a
fin de que, comunicándose las luces de prudencia y experiencia e
intercambiando pareceres, se obtenga una santa cooperación de fuerzas
para el bien común de las Iglesias, mediante la cual se fomente la
unidad de acción, se apoyen obras comunes, se promueva mejor el bien de
la religión y se observe más eficazmente la disciplina eclesiástica ».262
Estas asambleas de
Obispos son hoy, como decían también los Padres sinodales, un
instrumento válido para expresar y poner en práctica el espíritu
colegial de los Obispos. Por eso se han de revalorizar aún más las
Conferencias episcopales en todas sus potencialidades.263 En
efecto, éstas « se han desarrollado notablemente y han asumido el papel
de órgano preferido por los Obispos de una nación o de un determinado
territorio para el intercambio de puntos de vista, la consulta recíproca
y la colaboración en favor del bien común de la Iglesia: 'se han
constituido en estos años en una realidad concreta, viva y eficiente en
todas las partes del mundo'. Su importancia obedece al hecho de que
contribuye eficazmente a la unidad entre los Obispos y, por tanto, a la
unidad de la Iglesia, al ser un instrumento muy válido para afianzar la
comunión eclesial ».264
Dado que las Conferencias
episcopales están formadas sólo por los Obispos y los que por derecho
son equiparados a ellos, aunque no tengan carácter episcopal,265
su fundamento teológico, a diferencia de los Concilios particulares,
reside directamente en la dimensión colegial de la responsabilidad del
gobierno episcopal. Sólo indirectamente lo es la comunión entre las
Iglesias.
En todo caso, siendo las
Conferencias episcopales un órgano permanente que se reúne
periódicamente, su función será eficaz si se la considera una ayuda
auxiliar a la función que cada Obispo desarrolla por derecho divino en
su propia Iglesia. En efecto, en cada Iglesia el Obispo diocesano
apacienta en nombre del Señor la grey que se le ha confiado, como pastor
propio, ordinario e inmediato, y su actuación es estrictamente personal,
no colegial, aunque esté animado por el espíritu de comunión. Por tanto,
por lo que se refiere a las agrupaciones de Iglesias particulares por
zonas geográficas (nación, región, etc.), los Obispos que presiden las
Iglesias no ejercen conjuntamente su solicitud pastoral con actos
colegiales iguales a los del Colegio episcopal, el cual, como sujeto
teológico, es indivisible.266 Por eso, los Obispos de cada
Conferencia episcopal, reunidos en Asamblea, ejercen conjuntamente para
el bien de sus fieles y en los límites de las competencias que les
otorgan el derecho o un mandato de la Sede Apostólica, sólo algunas de
las funciones que se desprenden de su ministerio pastoral (munus
pastorale).267
Es verdad que las
Conferencias episcopales más numerosas requieren una organización
compleja, precisamente para ofrecer su servicio a cada uno de los
Obispos que forman parte de ella, y por tanto a cada Iglesia. No
obstante, se ha de evitar « la burocratización de los oficios y de las
comisiones que actúan entre las reuniones plenarias ».268 En
efecto, las Conferencias episcopales « con sus comisiones y oficios
existen para ayudar a los Obispos y no para sustituirlos ».269
Y, menos aún, para constituir una estructura intermedia entre la Sede
Apostólica y cada uno de los Obispos. Las Conferencias episcopales
pueden ofrecer una ayuda válida a la Sede Apostólica expresando su
parecer sobre problemas específicos de carácter más general.270
Las Conferencias
episcopales expresan y ponen en práctica el espíritu colegial que une a
los Obispos y, por consiguiente, la comunión entre las diversas
Iglesias, estableciendo entre ellas, especialmente entre las más
cercanas, estrechas relaciones para buscar un bien mayor.271
Esto puede hacerse de varias formas, mediante consejos, simposios o
federaciones. Las reuniones continentales de los Obispos tienen una
importancia notable, aunque nunca asumen las competencias que se
reconocen a las Conferencias episcopales. Dichas reuniones ayudan mucho
a fomentar entre las Conferencias episcopales de las diversas naciones
esa colaboración que, en este tiempo de « globalización », resulta tan
necesaria para afrontar sus desafíos y poner en marcha una verdadera «
globalización de la solidaridad ».272
Unidad de la
Iglesia y diálogo ecuménico
64. La oración del Señor
Jesús por la unidad entre todos sus discípulos (ut unum sint:
Jn 17, 21) es una llamada apremiante a cada Obispo para un deber
apostólico específico. No puede esperarse que dicha unidad sea fruto de
nuestros esfuerzos; es sobre todo un don de la Trinidad Santa a la
Iglesia. No obstante, eso no exime a los cristianos de hacer todo
esfuerzo para ello, comenzando por la oración, para acelerar el camino
hacia la unidad plena. Como respuesta a las oraciones e intenciones del
Señor, y a su oblación en la Cruz para reunir a los hijos extraviados (cf.
Jn 11, 52), la Iglesia católica se siente comprometida
irreversiblemente en el diálogo ecuménico, cuya eficacia depende de su
testimonio en el mundo. Hace falta, pues, perseverar en la vía del
diálogo de la verdad y del amor.
Muchos Padres sinodales
se refirieron a la vocación específica que tiene todo Obispo de promover
en la propia diócesis este diálogo y llevarlo adelante in veritate et
caritate (cf. Ef 4, 15). En efecto, el escándalo de la
división entre los cristianos es percibido por todos como un signo
contrario a la esperanza cristiana. Como formas concretas para promover
el diálogo ecuménico se indicaron un mejor conocimiento recíproco entre
la Iglesia católica y las otras Iglesias y Comunidades eclesiales que no
están en plena comunión con ella; encuentros e iniciativas apropiadas y,
sobre todo, el testimonio de la caridad. Efectivamente, existe un
ecumenismo de la vida cotidiana, hecho de acogida recíproca, escucha y
colaboración, que tiene una poderosa eficacia.
Por otro lado, los Padres
sinodales advirtieron sobre el riesgo de gestos poco ponderados, signos
de un « ecumenismo impaciente », que pueden dañar el proceso actual
hacia la plena unidad. Por eso, es muy importante que todos acepten y
pongan en práctica los rectos principios del diálogo ecuménico, y que se
insista sobre ellos en los seminarios con los candidatos al ministerio
sagrado, en las parroquias y en las otras estructuras eclesiales. Por lo
demás, la misma vida interior de la Iglesia ha de dar testimonio de
unidad, respetando y ampliando cada vez más los ámbitos en que se acojan
y desarrollen las grandes riquezas de las diversas tradiciones
teológicas, espirituales, litúrgicas y disciplinares.273
Índole misionera
del ministerio episcopal
65. Los Obispos, como
miembros del Colegio episcopal, no sólo son consagrados para una
diócesis, sino para la salvación de todos los hombres.274 Los
Padres sinodales volvieron a recordar esta doctrina expuesta en el
Concilio Vaticano II para destacar que cada Obispo ha de ser consciente
de la índole misionera del propio ministerio pastoral. Toda su acción
pastoral, pues, debe estar caracterizada por un espíritu misionero, para
suscitar y conservar en el ánimo de los fieles el ardor por la difusión
del Evangelio. Por eso es tarea del Obispo suscitar, promover y dirigir
en la propia diócesis actividades e iniciativas misioneras, incluso bajo
el aspecto económico.275
Además, como se ha
afirmado en el Sínodo, es sumamente importante animar la dimensión
misionera en la propia Iglesia particular promoviendo, según las
diversas situaciones, valores fundamentales tales como el reconocimiento
del prójimo, el respeto de la diversidad cultural y una sana interacción
entre culturas diferentes. Por otro lado, el carácter cada vez más
multicultural de las ciudades y grupos sociales, sobre todo como
resultado de la emigración internacional, crea situaciones nuevas en las
que surge un desafío misionero peculiar.
En el Aula sinodal hubo
también intervenciones que pusieron de relieve algunas cuestiones sobre
la relación entre los Obispos diocesanos y las Congregaciones religiosas
misioneras, subrayando la necesidad de un reflexión más profunda al
respecto. Al mismo tiempo, se reconoció la gran aportación de
experiencia que puede recibir una Iglesia particular de las
Congregaciones de vida consagradas para mantener viva entre los fieles
la dimensión misionera.
El Obispo ha de mostrarse
en este aspecto como siervo y testigo de la esperanza. En efecto, la
misión es sin duda el indicador exacto de la fe en Cristo y en su amor
por nosotros: 276 ella mueve al hombre de todos los tiempos
hacia una vida nueva, animada por la esperanza. Al anunciar a Cristo
resucitado, los cristianos presentan a Aquél que inaugura un nueva era
de la historia y proclaman al mundo la buena noticia de una salvación
integral y universal, que contiene en sí la prenda de un mundo nuevo,
donde el dolor y la injusticia darán paso a la alegría y a la belleza.
Al principio de un nuevo milenio, cuando la conciencia de la
universalidad de la salvación se ha acentuado y se comprueba que se debe
renovar cada día el anuncio del Evangelio, la Asamblea sinodal lanza una
invitación a no disminuir el compromiso misionero, sino más bien a
ampliarlo en una cooperación misionera cada vez más profunda.
CAPÍTULO VII
EL OBISPO
ANTE LOS RETOS ACTUALES
« ¡Ánimo!: yo he
vencido al mundo » (Jn 16, 33)
66. En la Sagrada
Escritura la Iglesia se compara a un rebaño, « cuyo pastor será el
mismo Dios, como Él mismo anunció. Aunque son pastores humanos quienes
gobiernan las ovejas, sin embargo es Cristo mismo el que sin cesar las
guía y alimenta; Él, el Buen Pastor y Cabeza de los pastores ».277
¿Acaso no es Jesús mismo quien llama a sus discípulos pusillus grex
y les exhorta a no tener miedo, sino a cultivar la esperanza? (cf.
Lc 12, 32).
Jesús repitió varias
veces esta exhortación a sus discípulos: « En el mundo tendréis
tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo » (Jn 16, 33).
Cuando estaba para volver al Padre, después de lavar los pies a los
Apóstoles, les dijo: « No se turbe vuestro corazón », y añadió, « yo
soy el Camino [...]. Nadie va al Padre sino por mí » (Jn 14,
1-6). El pequeño rebaño, la Iglesia, ha emprendido este Camino, que es
Cristo, y guiada por Él, el Buen Pastor que « cuando ha sacado todas
las suyas, va delante de ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen
su voz » (Jn 10, 4).
A imagen de Jesucristo y
siguiendo sus huellas, el Obispo sale también a anunciarlo al mundo como
Salvador del hombre, de todos los hombres. Como misionero del Evangelio,
actúa en nombre de la Iglesia, experta en humanidad y cercana a los
hombres de nuestro tiempo. Por eso, afianzado en el radicalismo
evangélico, tiene además el deber de desenmascarar las falsas
antropologías, rescatar los valores despreciados por los procesos
ideológicos y discernir la verdad. Sabe que puede repetir con el
Apóstol: « Si nos fatigamos y luchamos es porque tenemos puesta la
esperanza en Dios vivo, que es el Salvador de todos los hombres,
principalmente de los creyentes » (1 Tm 4, 10).
La labor del Obispo se ha
de caracterizar, pues, por la parresía, que es fruto de la acción
del Espíritu (cf. Hch 4, 31). De este modo, saliendo de sí mismo
para anunciar a Jesucristo, el Obispo asume con confianza y valentía su
misión, factus pontifex, convertido realmente en « puente »
tendido a todo ser humano. Con pasión de pastor, sale a buscar las
ovejas, siguiendo a Jesús, que dice: « También tengo otras ovejas, que
no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán
mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor » (Jn 10, 16).
Artífice de
justicia y de paz
67. En este ámbito de
espíritu misionero, los Padres sinodales se refirieron al Obispo como
profeta de justicia. Hoy más que ayer, la guerra de los poderosos contra
los débiles ha abierto profundas divisiones entre ricos y pobres. ¡Los
pobres son legión! En el seno de un sistema económico injusto, con
disonancias estructurales muy fuertes, la situación de los marginados se
agrava de día en día. En la actualidad hay hambre en muchas partes de la
tierra, mientras en otras hay opulencia. Las víctimas de estas
dramáticas desigualdades son sobre todo los pobres, los jóvenes, los
refugiados. En muchos lugares, también la mujer es envilecida en su
dignidad de persona, víctima de una cultura hedonista y materialista.
Ante estas situaciones de
injusticia, y muchas veces sumidos en ellas, que abren inevitablemente
la puerta a conflictos y a la muerte, el Obispo es defensor de los
derechos del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. Predica la
doctrina moral de la Iglesia, defiende el derecho a la vida desde la
concepción hasta su término natural; predica la doctrina social de la
Iglesia, fundada en el Evangelio, y asume la defensa de los débiles,
haciéndose la voz de quien no tiene voz para hacer valer sus derechos.
No cabe duda de que la doctrina social de la Iglesia es capaz de
suscitar esperanza incluso en las situaciones más difíciles, porque, si
no hay esperanza para los pobres, no la habrá para nadie, ni siquiera
para los llamados ricos.
Los Obispos condenaron
enérgicamente el terrorismo y el genocidio, y levantaron su voz por los
que lloran a causa de injusticias, sufren persecución, están sin
trabajo; por los niños ultrajados de innumerables y gravísimas maneras.
Como la santa Iglesia, que en el mundo es sacramento de la íntima unión
con Dios y de la unidad de todo el género humano,278 el
Obispo es también defensor y padre de los pobres, se preocupa por la
justicia y los derechos humanos, es portador de esperanza.279
La palabra de los Padres
sinodales, junto con la mía, fue explícita y fuerte. « No hemos podido
cerrar nuestros oídos al eco de tantos otros dramas colectivos [...]. Se
impone un cambio de orden moral [...]. Algunos males endémicos, sub-
estimados durante mucho tiempo, pueden conducir a la desesperación de
poblaciones enteras. ¿Cómo callarse frente al drama persistente del
hambre y la pobreza extrema en una época en la cual la humanidad posee
como nunca los medios para un reparto equitativo? No podemos dejar de
expresar nuestra solidaridad con la masa de refugiados e inmigrantes
que, como consecuencia de la guerra, de la opresión política o de la
discriminación económica, se ven forzados a abandonar su tierra, en
busca de un trabajo y con la esperanza de paz. Los estragos del
paludismo, la expansión del sida, el analfabetismo, la falta de porvenir
para tantos niños y jóvenes abandonados en la calle, la explotación de
mujeres, la pornografía, la intolerancia, la instrumentalización
inaceptable de la religión para fines violentos, el tráfico de droga y
el comercio de las armas,... ¡La lista no es exhaustiva! Sin embargo, en
medio de todas estas calamidades, los humildes levantan la cabeza. El
Señor los mira y los apoya: “Por la opresión del humilde y el gemido del
pobre me levantaré, dice el Señor” (Sal 12, 6) ».280
Es obvio que, ante este
cuadro dramático, resulta urgente un llamamiento a la paz y un
compromiso en favor suyo. En efecto, siguen aún activos los focos de
conflicto heredados del siglo anterior y de todo el milenio. Tampoco
faltan conflictos locales que crean heridas profundas entre culturas y
nacionalidades. Y, ¿cómo callar sobre los fundamentalismos religiosos,
siempre enemigos del diálogo y de la paz? En muchas regiones del mundo
la tierra se parece a un polvorín a punto de explotar y diseminar sobre
la familia humana enormes sufrimientos.
En esta situación la
Iglesia sigue anunciando la paz de Cristo, que en el sermón de la
montaña ha proclamado bienaventurados a « los que trabajan por la paz
» (Mt 5, 9). La paz es una responsabilidad universal que pasa por
los mil pequeños actos de la vida cotidiana. Espera en sus profetas y
artífices, que no han de faltar, sobre todo en las comunidades
eclesiales, de las que el Obispo es pastor. A ejemplo de Jesús, que ha
venido para anunciar la libertad a los oprimidos y proclamar el año de
gracia del Señor (cf. Lc 4, 16-21), estará siempre dispuesto para
enseñar que la esperanza cristiana está íntimamente unida al celo por la
promoción integral del hombre y la sociedad, como enseña la doctrina
social de la Iglesia.
Por lo demás, el Obispo,
cuando se encuentra en una eventual situación de conflicto armado, que
lamentablemente no faltan, aun cuando exhorte al pueblo a defender sus
derechos, debe advertir siempre que todo cristiano tiene la obligación
de excluir la venganza y estar dispuesto al perdón y al amor de los
enemigos.281 En efecto, no hay justicia sin perdón. Por más
que sea difícil de aceptar, ésta es una afirmación que cualquier persona
sensata da por descontada: una verdadera paz sólo es posible por el
perdón.282
El diálogo
interreligioso, sobre todo en favor de la paz en el mundo
68. Como he repetido en
otras circunstancias, el diálogo entre las religiones debe estar al
servicio de la paz entre los pueblos. En efecto, las tradiciones
religiosas tienen recursos necesarios para superar rupturas y favorecer
la amistad recíproca y el respeto entre los pueblos. El Sínodo hizo un
llamamiento para que los Obispos fueran promotores de encuentros con los
representantes de los pueblos para reflexionar atentamente sobre las
discordias y las guerras que laceran el mundo, con el fin de encontrar
los caminos posibles para un compromiso común de justicia, concordia y
paz.
Los Padres sinodales
resaltaron la importancia del diálogo interreligioso para la paz y
pidieron a los Obispos que se comprometieran en este sentido en las
respetivas diócesis. Pueden abrirse nuevas perspectivas de paz con la
afirmación de la libertad religiosa, de la que habló el Concilio
Vaticano II en el Decreto Dignitatis humanae, como también
mediante la labor educativa de las nuevas generaciones y el empleo
correcto de los medios de comunicación social.283
No obstante, la
perspectiva del diálogo interreligioso es indudablemente más amplia y,
por eso, los Padres sinodales reiteraron que éste forma parte de la
nueva evangelización, sobre todo en estos tiempos en que, más que en el
pasado, conviven en una misma región, ciudad, puesto de trabajo y
ambiente cotidiano personas pertenecientes a religiones diversas. Por
tanto, el diálogo interreligioso es necesario en la vida cotidiana de
muchas familias cristianas y, por eso mismo, también para los Obispos
que, como maestros de la fe y pastores del Pueblo de Dios, deben prestar
una adecuada atención a este aspecto.
De este contexto de
convivencia con personas de otras religiones surge para el cristiano un
deber especial de dar testimonio de la unidad y universalidad del
misterio salvífico de Jesucristo y, consecuentemente, de la necesidad de
la Iglesia como instrumento de salvación para toda la humanidad. « Esta
verdad de fe no quita nada al hecho de que la Iglesia considera las
religiones del mundo con sincero respeto, pero al mismo tiempo excluye
esa mentalidad indiferentista marcada por un relativismo religioso que
termina por pensar que 'una religión es tan buena como otra' ».284
Resulta claro, pues, que el diálogo inter- religioso nunca puede
sustituir el anuncio y la propagación de la fe, que son la finalidad
prioritaria de la predicación, de la catequesis y de la misión de la
Iglesia.
Afirmar con franqueza y
sin ambigüedad que la salvación del hombre depende de la redención de
Cristo no impide el diálogo con las otras religiones. Además, en la
perspectiva de la profesión de la esperanza cristiana no se puede
olvidar que precisamente ésta es la que funda el diálogo interreligioso.
En efecto, como dice la Declaración conciliar Nostra aetate, «
todos los pueblos forman una única comunidad y tienen un mismo origen,
puesto que Dios hizo habitar a todo género humano sobre la entera faz de
la tierra;
tienen también un único
fin último, Dios, cuya providencia, testimonio de bondad y designios de
salvación se extienden a todos hasta que los elegidos se unan en la
Ciudad Santa, que el resplandor de Dios iluminará y en la que los
pueblos caminarán a su luz ».285
La vida civil,
social y económica
69. En la acción pastoral
del Obispo no ha de faltar una atención especial a las exigencias de
amor y justicia que se derivan de las condiciones sociales y económicas
de las personas más pobres, abandonadas, maltratadas, en las que el
creyente percibe particulares imágenes de Jesús. Su presencia en las
comunidades eclesiales y civiles pone a prueba la autenticidad de
nuestra fe cristiana.
Deseo referirme
brevemente también al complejo fenómeno de la llamada globalización, una
de las características del mundo actual. En efecto, existe una «
globalización » de la economía, las finanzas y también de la cultura,
que se impone progresivamente por efecto de los rápidos progresos
vinculados a las tecnologías informáticas. Como he tenido ocasión de
decir en otras circunstancias, la globalización requiere un
discernimiento atento para identificar sus aspectos positivos y
negativos, así como las consecuencias que pueden derivarse para la
Iglesia y para todo el género humano. En dicha tarea es importante la
aportación de los Obispos, los cuales han de insistir siempre en la
necesidad urgente de que se logre una globalización en la caridad y sin
marginaciones. También los Padres sinodales volvieron a indicar el deber
de promover una « globalización de la caridad », examinando en este
contexto las cuestiones relativas a la remisión de la deuda externa, que
compromete la economía de poblaciones enteras, frenando su progreso
social y político.286
Sin afrontar de nuevo una
problemática tan grave, reitero sólo algunos puntos fundamentales
expuestos ya en otros lugares: la visión de la Iglesia en esta materia
tiene tres puntos de referencia esenciales y concomitantes, que son la
dignidad de la persona humana, la solidaridad y la subsidiaridad. Por
tanto, « la economía globalizada debe ser analizada a la luz de los
principios de la justicia social, respetando la opción preferencial por
los pobres, que han de ser capacitados para protegerse en una economía
globalizada, y ante las exigencias del bien común internacional ».287
Inserta en el dinamismo de la solidaridad, la globalización ya no es
causa de marginación. La globalización de la solidaridad, en efecto, es
consecuencia directa de esa caridad universal que es el alma del
Evangelio.
Respeto del
ambiente y salvaguardia de la creación
70. Los Padres sinodales
recordaron además los aspectos éticos de la cuestión ecológica.288
Efectivamente, el sentido profundo del llamamiento a globalizar la
solidaridad incluye también, y con urgencia, la cuestión de la creación
y de los recursos de la tierra. El « gemido de la creación » al que
alude el apóstol (cf. Rm 8, 22) parece presentarse hoy en una
perspectiva inversa, pues no se trata ya de una tensión escatológica en
espera de la revelación de los hijo de Dios (cf. Rm 8, 19), sino
más bien de un espasmo de muerte que tiende a atrapar al hombre mismo
para destruirlo.
Efectivamente, en esto se
manifiesta en su forma más insidiosa y perversa la cuestión ecológica.
Pues « el signo más profundo y grave de las implicaciones morales,
inherentes a la cuestión ecológica, es la falta de respeto a la vida,
como se ve en muchos comportamientos contaminantes. Las razones de
producción prevalecen a menudo sobre la dignidad del trabajador, y los
intereses económicos se anteponen al bien de cada persona, o incluso al
de poblaciones enteras. En estos casos, la contaminación o la
destrucción del ambiente son fruto de una visión reductiva y
antinatural, que configura a veces un verdadero y propio desprecio del
hombre ».289
Evidentemente, no sólo
está en juego una ecología física, es decir, preocupada por la tutela
del hábitat de los diversos seres vivientes, sino también una
ecología humana, que proteja el bien radical de la vida en todas sus
manifestaciones y prepare a las generaciones futuras un entorno que se
acerque lo más posible al proyecto del Creador. Se necesita, pues, una
conversión ecológica, a la cual los Obispos darán su propia
contribución enseñando la relación correcta del hombre con la
naturaleza. Esta relación, a la luz de la doctrina sobre Dios Padre,
creador del cielo y de la tierra, es de tipo « ministerial ». En
efecto, el hombre ha sido puesto en el centro de la creación como
ministro del Creador.
Ministerio del
Obispo respecto a la salud
71. La preocupación por
el hombre impulsa al Obispo a imitar a Jesús, el auténtico « buen
Samaritano », lleno de compasión y misericordia, que cuida del hombre
sin discriminación alguna. El cuidado de la salud ocupa un lugar
relevante entre los desafíos actuales. Por desgracia hay todavía muchas
formas de enfermedad en las diversas partes del mundo y, aunque la
ciencia humana progrese de manera exponencial en la investigación de
nuevas soluciones o ayudas para afrontarlas mejor, siempre aparecen
nuevas situaciones que socavan la salud física y psíquica.
En el ámbito de su
diócesis, el Obispo, con ayuda de personas cualificadas, ha de
esforzarse por anunciar integralmente el « Evangelio de la vida ». El
compromiso por humanizar la medicina y la asistencia a los enfermos por
parte de cristianos que dan testimonio de la propia cercanía a los que
sufren, despierta en el ánimo de cada uno la figura de Jesús, médico de
los cuerpos y de las almas. Entre las instrucciones a sus apóstoles, no
dejó de incluir la exhortación de curar a los enfermos (cf. Mt
10, 8).290 Por tanto, la organización y promoción de un
adecuada pastoral para los agentes sanitarios merecen ser una auténtica
prioridad en el corazón del Obispo.
Los Padres sinodales
sintieron la necesidad de resaltar especialmente su preocupación por
promover una auténtica « cultura de la vida » en la sociedad
contemporánea: « Quizá lo que más lastima nuestro corazón de pastores
es el desprecio de la vida, desde su concepción hasta su término, y la
disgregación de la familia. El no de la Iglesia al aborto y a la
eutanasia es un sí a la vida, un sí a la bondad radical de
la creación, un sí que puede alcanzar a todo ser humano en el
santuario de su conciencia, un sí a la familia, primera célula de
esperanza, en la que Dios se complace hasta llamarla a convertirse en
“iglesia doméstica” ».291
Atención pastoral
del Obispo a los emigrantes
72. Los movimientos de
población han adquirido hoy proporciones inéditas y se presentan como
movimientos de masa que afectan a un gran número de personas. Muchas de
ellas han sido desalojadas o huyen del propio país a causa de conflictos
armados, precarias condiciones económicas, catástrofes naturales o
enfrentamientos políticos, étnicos y sociales. Aunque las situaciones
sean diversas, todas estas migraciones plantean serios interrogativos a
nuestras comunidades por lo que se refiere a problemas pastorales, como
la evangelización y el diálogo interreligioso.
Por tanto, es oportuno
que se procure instituir estructuras pastorales adecuadas para la
acogida y la atención pastoral apropiada de estas personas en las
diócesis, según las diversas condiciones en que se encuentran. Hace
falta favorecer también la colaboración entre diócesis limítrofes, para
garantizar un servicio más eficaz y competente, preocupándose incluso de
formar sacerdotes y agentes laicos particularmente generosos y
disponibles para este laborioso servicio, sobre todo en lo que refiere a
los problemas de naturaleza legal que pueden surgir en la inserción de
estas personas en el nuevo ambiente social.292
En este contexto, los
Padres sinodales procedentes de las Iglesias católicas orientales
replantearon el problema de la emigración de los fieles de sus
Comunidades, nuevo en algunos aspectos y con graves consecuencias para
la vida concreta. En efecto, un relevante número de fieles procedentes
de las Iglesias católicas orientales residen habitual y establemente
fuera de las tierras de origen y de las sedes de las Jerarquías
orientales. Como es comprensible, se trata de una situación que
interpela cotidianamente la responsabilidad de los Pastores.
Por eso, el Sínodo de los
Obispos creyó necesario también estudiar más profundamente la manera en
que las Iglesias católicas, tanto Orientales como Occidentales, puedan
establecer estructuras pastorales adecuadas y oportunas capaces de dar
cauce a las exigencias de estos fieles en condición de « diáspora ».293
En todo caso, es siempre un deber para los Obispos del lugar, aunque de
rito diverso, ser verdaderos padres para estos fieles de rito oriental,
garantizando en su atención pastoral la salvaguardia de los valores
religiosos y culturales específicos en que han nacido y recibido su
formación cristiana inicial.
Estos son algunos campos
en que el testimonio cristiano y el ministerio episcopal están
implicados con especial urgencia. Asumir responsabilidades ante el
mundo, sus problemas, sus desafíos y sus esperanzas, forma parte del
compromiso de anunciar el Evangelio de la esperanza. En efecto, siempre
está en juego el futuro del hombre en cuanto « ser de esperanza ».
Es comprensible que, ante
la acumulación de retos a los que la esperanza está expuesta, surja la
tentación del escepticismo y la desconfianza. Pero el cristiano sabe que
puede afrontar incluso las situaciones más difíciles, porque el
fundamento de su esperanza es el misterio de la cruz y la resurrección
del Señor. Solamente en Él puede encontrar fuerzas para ponerse y
permanecer al servicio de Dios, que quiere la salvación y la liberación
integral del hombre.
CONCLUSIÓN
73. Ante un panorama tan
complejo humanamente para el anuncio del Evangelio, viene a la memoria,
casi espontáneamente, el episodio de la multiplicación de los panes
narrado en los Evangelios. Los discípulos exponen a Jesús su perplejidad
ante la muchedumbre que, hambrienta de su palabra, lo ha seguido hasta
el desierto, y le proponen: « Dimitte turbas... Despide a la
gente » (Lc 9, 12). Quizás tienen miedo y verdaderamente no
saben cómo saciar a un número tan grande de personas.
Una actitud análoga
podría surgir en nuestro ánimo, como desalentado ante la magnitud de los
problemas que interpelan a las Iglesias y a nosotros, los Obispos,
personalmente. En este caso, hay que recurrir a esa nueva fantasía de
la caridad que ha de promover no tanto y no sólo la eficacia de la
ayuda prestada sino la capacidad de hacerse cercano a quien está
necesitado, de modo que los pobres se sientan en cada comunidad
cristiana como en su propia casa.294
No obstante, Jesús tiene
su propia manera de solucionar los problemas. Como provocando a los
Apóstoles, les dice: « Dadles vosotros de comer » (Lc 9, 13).
Conocemos bien la conclusión del episodio: « Comieron todos hasta
saciarse. Se recogieron los trozos que les habían sobrado: doce
canastos » (Lc 9, 17). ¡Quedan todavía muchas de aquellas sobras
en la vida de la Iglesia!
Se pide a los Obispos del
tercer milenio que hagan lo que muchos Obispos santos supieron hacer a
lo largo de la historia hasta a hoy. Como san Basilio, por ejemplo, que
quiso incluso construir a las puertas de Cesarea una vasta estructura de
acogida para los pobres, una verdadera ciudadela de la caridad, que en
su nombre se llamó Basiliade. En eso se ve claramente que « la caridad
de las obras corrobora la caridad de las palabras ».295
También nosotros hemos de seguir este camino: el Buen Pastor ha confiado
su grey a cada Obispo para que la alimente con la palabra y la forme con
el ejemplo.
Así pues, nosotros, los
Obispos, ¿de dónde sacaremos el pan necesario para responder a tantas
cuestiones dentro y fuera de las Iglesias y de la Iglesia? Podríamos
lamentarnos, como los Apóstoles con Jesús: « ¿Cómo hacernos en un
desierto con pan suficiente para saciar a una multitud tan grande? » (Mt
15, 33). ¿En qué « sitios » encontraremos los recursos? Podemos
insinuar al menos algunas respuestas fundamentales.
Nuestro primer y
trascendental recurso es la caridad de Dios infundida en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (cf. Rm 5,
5). El amor con que Dios nos ha amado es tan grande que siempre nos
puede ayudar a encontrar el modo apropiado para llegar al corazón del
hombre y la mujer de hoy. En cada instante el Señor, con la fuerza de su
Espíritu, nos da la capacidad de amar y de inventar formas más justas y
hermosas de amar. Llamados a ser servidores del Evangelio para la
esperanza del mundo, sabemos que esta esperanza no proviene de nosotros
sino del Espíritu Santo, que « no deja de ser el custodio de la
esperanza en el corazón del hombre: la esperanza de todas las criaturas
humanas y, especialmente, de aquellas que 'poseen las primicias del
Espíritu' y 'esperan la redención de su cuerpo' ».296
Otro recurso que tenemos
es la Iglesia, en la que estamos insertados por el Bautismo junto con
tantos otros hermanos y hermanas nuestros, con los cuales confesamos al
único Padre celeste y nos alimentamos del único Espíritu de santidad.297
La situación presente nos invita, si queremos responder a las esperanzas
del mundo, a comprometernos a hacer de la Iglesia « la casa y la
escuela de la comunión ».298
También nuestra comunión
en el cuerpo episcopal, del que formamos parte por la consagración, es
una formidable riqueza, puesto que es una ayuda inapreciable para leer
con atención los signos de los tiempos y discernir con claridad lo que
el Espíritu dice a las Iglesias. En el corazón del Colegio de los
Obispos está el apoyo y la solidaridad del Sucesor del apóstol Pedro,
cuya potestad suprema y universal no anula, sino que afirma, refuerza y
protege la potestad de los Obispos, sucesores de los Apóstoles. En esta
perspectiva, es importante potenciar los instrumentos de comunión,
siguiendo las directrices del Concilio Vaticano II. En efecto, no cabe
duda de que hay circunstancias –y hoy abundan– en que una Iglesia
particular por sí sola, o incluso varias Iglesias colindantes, se ven
incapaces o prácticamente imposibilitadas para intervenir adecuadamente
sobre problemas de la mayor importancia. Sobre todo en dichas
circunstancias es cuando puede ser una auténtica ayuda recurrir a los
instrumentos de la comunión episcopal.
Por último, un recurso
inmediato para un Obispo que busca el « pan » para saciar el hambre de
sus hermanos es la propia Iglesia particular, en la medida en que la
espiritualidad de la comunión se consolide en ella como « principio
educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano,
donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los
agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades
».299 En este punto se manifiesta nuevamente la conexión
entre la X Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos y las
otras tres Asambleas generales que la han precedido. Pues un Obispo
nunca está solo: no lo está en el Iglesia universal y tampoco en su
Iglesia particular.
74. Queda delineado así
el compromiso del Obispo al principio de un nuevo milenio. Es el de
siempre: anunciar el Evangelio de Cristo, salvación para mundo. Pero es
un compromiso caracterizado por novedades que urgen, que exigen la
dedicación concorde de todos los miembros del Pueblo de Dios. El Obispo
debe poder contar con miembros del presbiterio diocesano y con los
diáconos, ministros de la sangre de Cristo y de la caridad; con las
hermanas y hermanos consagrados, llamados a ser en la Iglesia y en el
mundo testigos elocuentes de la primacía de Dios en la vida cristiana y
del poder de su amor en la fragilidad de la condición humana; en fin,
con los fieles laicos, que son para los Pastores una fuente particular
de apoyo y un motivo especial de aliento.
Al término de las
reflexiones expuestas en estas páginas nos damos cuenta de cómo el tema
de la X Asamblea General Ordinaria del Sínodo nos conduce a nosotros,
Obispos, hacia todos nuestros hermanos y hermanas en la Iglesia y hacia
todos los hombres y mujeres del mundo. A ellos nos envía Cristo, como un
día envió a los Apóstoles (cf. Mt 28, 19-20). Nuestro cometido es
ser para cada persona, de manera eminente y visible, un signo vivo de
Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor.300
Cristo Jesús, pues, es el
icono al que, venerados Hermanos en el episcopado, dirigimos la mirada
para realizar nuestro ministerio de heraldos de esperanza. Como Él,
también nosotros hemos de saber ofrecer nuestra existencia por la
salvación de los que nos han sido confiados, anunciando y celebrando la
victoria del amor misericordioso de Dios sobre el pecado y la muerte.
Invocamos sobre esta
nuestra tarea la intercesión de la Virgen María, Madre de la Iglesia y
Reina de los Apóstoles. Que Ella, que mantuvo la oración del Colegio
apostólico en el Cenáculo, nos alcance la gracia de no frustrar jamás la
entrega de amor que Cristo nos ha confiado. Como testigo de la verdadera
vida, María, « hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo
de Dios en marcha –y especialmente ante nosotros, sus Pastores– como
señal de esperanza cierta y de consuelo ».301
Roma, junto a San
Pedro, 16 de octubre del año 2003, vigésimo quinto aniversario de mi
elección al Pontificado.
JOANNES PAULUS PP. II
CONTINUACIÓN A LAS NOTAS