El Camino de Amor: El Magisterio de la Iglesia - Lumen
Gentium |
Constitución Dogmática
"LUMEN GENTIUM"
Sobre la Iglesia
Noviembre 21, 1964
Índice
CAPITULO I: EL
MISTERIO DE LA IGLESIA
CAPITULO II: EL PUEBLO DE
DIOS
CAPITULO III:
CONSTITUCION JERARQUICA DE LA IGLESIA Y PARTICULARMENTE EL EPISCOPADO
CAPITULO IV:
LOS LAICOS
CAPITULO V:
UNIVERSAL VOCACION A LA SANTIDAD EN LA IGLESIA
CAPITULO VI:
DE LOS RELIGIOSOS
CAPITULO VII: INDOLE
ESCATOLOGICA DE LA IGLESIA PEREGRINANTE Y SU UNION CON LA IGLESIA CELESTIAL
CAPITULO VIII: LA
BIENAVENTURADA VIRGEN MARIA, MADRE DE DIOS, EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA
IGLESIA
CAPITULO 1
EL MISTERIO DE LA IGLESIA
1. INTRODUCCIÓN
Luz de los Pueblos es Cristo. Por eso, este Sagrado Concilio, congregado
bajo la acción del Espíritu Santo, desea ardientemente que su claridad, que brilla sobre
el rostro de la Iglesia, ilumine a todos los hombres por medio del anuncio del Evangelio a
toda criatura (cf. Mc., 16, 15). Y como la Iglesia es en Cristo como un sacramento o
señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género
humano, insistiendo en el ejemplo de los Concilios anteriores, se propone declarar con
mayor precisión a sus fieles y a todo el mundo su naturaleza y su misión universal. Las
condiciones de estos tiempos añaden a este deber de la Iglesia una mayor urgencia, para
que todos los hombres, unidos hoy más íntimamente por toda clase de relaciones sociales,
técnicas y culturales, consigan también la plena unidad en Cristo.
2. LA VOLUNTAD DEL PADRE ETERNO SOBRE LA SALVACION
UNIVERSAL
El Padre Eterno creó el mundo universo por un libérrimo y misterioso
designio de su sabiduría y de su bondad; decretó elevar a los hombres a la
participación de su vida divina y, caídos por el pecado de Adán, no los abandonó,
dispensándoles siempre su ayuda, en atención a Cristo Redentor, "que es la imagen
de Dios invisible, primogénito de toda criatura" (Col., 1, 15). A todos los elegidos
desde toda la eternidad el Padre "los conoció de antemano y los predestinó a ser
conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos
hermanos" (Rom., 8, 29). Determinó convocar a los creyentes en Cristo en la Santa
Iglesia, que fue ya prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la
historia del pueblo de Israel y en el Antiguo Testamento[1], constituida en los últimos
tiempos, manifestada por la efusión del Espíritu Santo, y que se perfeccionará
gloriosamente al fin de los tiempos. Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los
justos descendientes de Adán, "desde Abel el justo hasta el último
elegido"[2], se congregarán junto al Padre en una Iglesia universal.
3. MISION Y OBRA DEL HIJO
Vino, pues, el Hijo, enviado por el Padre, que nos eligió en El antes
de la creación del mundo, y nos predestinó a la adopción de hijos, porque en El se
complugo restaurar todas las cosas (cf. Ef., 1, 4-5 y 10). Por eso Cristo, para cumplir la
voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio
y efectuó la redención con su obediencia. La Iglesia, o reino de Cristo, presente ya en
el misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios. Comienzo y expansión
significada de nuevo por la sangre y el agua que manan del costado abierto de Cristo
crucificado (cf. Jn., 19, 34) y preanunciadas por las palabras de Cristo alusivas a su
muerte en la cruz: "Y yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré todos a mí"
(Jn., 12, gr.). Cuantas veces se renueva sobre el altar el sacrificio de la cruz, "en
el cual nuestra Pascua, Cristo, ha sido inmolada" (1 Cor., 5, 7), se efectúa la obra
de nuestra redención. Al propio tiempo en el sacramento del pan eucarístico se
representa y se reproduce la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en
Cristo (cf. 1 Cor., 10, 17). Todos los hombres son llamados a esta unión con Cristo, luz
del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos.
4. EL ESPIRITU, SANTIFICADOR DE LA IGLESIA
Consumada, pues, la obra que el Padre confió al Hijo en la tierra (cf.
Jn., 17, 4) fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, para que
continuamente santificara a la Iglesia, y de esta forma los creyentes pudieran acercarse
por Cristo al Padre en un mismo Espíritu (cf. Ef., 2, 18). El es el Espíritu de la vida,
o la fuente del agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn., 4, 14; 7, 38-39), por quien
vivifica el Padre a todos los muertos por el pecado hasta que resucite en Cristo sus
cuerpos mortales (cf. Rom., 8, 10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en los
corazones de los fieles como en un templo (1 Cor., 3, 16; 6, 19) y en ellos ora y da
testimonio de la adopción de hijos (cf. Gál., 4, 6; Rom., 8, 15-16 y 26). Con diversos
dones jerárquicos y carismáticos dirige y enriquece con todos sus frutos a la Iglesia
(cf. Ef. 4, 11-12; 1 Cor. 12, 4; Gal., 5, 22), a la que guía hacia toda verdad (cf. Jn.,
16, 13) y unifica en comunión y ministerio. Con la fuerza del Evangelio hace rejuvenecer
a la Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su
Esposo[3]. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús:
"[exclamdown]Ven!" (cf. Apoc., 22, 17).
Así se manifiesta toda la Iglesia como "una muchedumbre reunida
por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo"[4].
5. EL REINO DE DIOS
El misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación. Pues
nuestro Señor Jesús dio comienzo a su Iglesia predicando la buena nueva, es decir, el
Reino de Dios prometido muchos siglos antes en las Escrituraas: "Porque el tiempo se
cumplió y se acercó el Reino de Dios" (Mc., 1, 15; cf. Mt., 4, 17). Ahora bien:
este Reino brilla delante de los hombres por la palabra, por las obras y por la presencia
de Cristo. La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo (Mc., 4, 14);
quienes la reciben con fidelidad y se unen a la pequeña grey (Lc., 12, 32) de Cristo,
recibieron el Reino: la semilla va germinando poco a poco por su vigor interno, y va
creciendo hasta el tiempo de la siega (cf. Mc., 4, 26-29). Los milagros, por su parte,
prueban que el Reino de Jesús ya vino sobre la tierra: "Si expulso los demonios por
el poder de Dios, sin duda que el Reino de Dios ha llegado a vosotros" (Lc., 11, 20;
cf. Mt., 12, 28). Pero, sobre todo, el Reino se manifiesta en la Persona del mismo Hijo
del Hombre, que vino "a servir, y a dar su vida para redención de muchos" (Mc.,
10, 45).
Pero habiendo resucitado Jesús, después de morir en la cruz por los
hombres, apareció constituido como Señor, como Cristo y como Sacerdote para siempre (cf.
Hech., 2, 36; Heb., 5, 6; 7, 17-21), y derramó en sus discípulos el Espíritu prometido
por el Padre (cf. Hech., 2, 33). Por eso la Iglesia, enriquecida con los dones de su
Fundador, observando fielmente sus preceptos de caridad, de humildad y de abnegación,
recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios, de establecerlo en medio de
todas las gentes, y constituye en la tierra el germen y el principio de este Reino. Ella,
en tanto, mientras va creciendo poco a poco anhela el Reino consumado, espera con todas
sus fuerzas, y desea ardientemente unirse con su Rey en la gloria.
6. LAS VARIAS FIGURAS DE LA IGLESIA
Como en el Antiguo Testamento la revelación del Reino se propone muchas
veces bajo figuras, así ahora la íntima naturaleza de la Iglesia se nos manifiesta
también bajo diversas imágenes, tomadas de la vida pastoril, de la agricultura, de la
construcción, de la familia y de los esponsales, que ya se vislumbran en los libros de
los profetas.
Porque la Iglesia es un "redil", cuya única y obligada puerta
es Cristo (Jn., 10, 1-10). Es también una grey, de la cual Dios mismo anunció que sería
el Pastor (cf. Is., 40, 11; Ez., 34, 11 y ss.) y cuyas ovejas, aunque aparezcan conducidas
por pastores humanos, son guiadas y nutridas constantemente por el mismo Cristo, buen
Pastor y Jefe de pastores (cf. Jn., 10, 11; 1 Ped., 5, 4), que dio su vida por las ovejas
(cf. Jn., 10, 11-16).
La Iglesia es "campo de labranza" o arada de Dios (1 Cor., 3,
9). En este campo crece el vetusto olivo, cuya santa raíz fueron los patriarcas, en el
cual se efectuó y concluirá la reconciliación de los Judíos y de los Gentiles (Rom.,
11, 13-26). El celestial Agricultor la plantó como viña elegida (Mat., 21, 33-43 par.:
cf. Is., 5, 1 y ss.). La verdadera vid es Cristo, que comunica la savia y la fecundidad a
los sarmientos, es decir, a nosotros, que permanecemos en El por medio de la Iglesia y sin
el cual nada podemos hacer (Jn., 15, 1-5).
Muchas veces también la Iglesia se llama "edificación" de
Dios (1 Cor., 3, 9). El mismo Señor se comparó a una piedra rechazada por los
constructores, pero que fue puesta como piedra angular (Mt., 21, 42 par.; cf. Hech., 4,
11; 1 Pe., 2, 7; Salm., 117, 22). Sobre aquel fundamento levantan los apóstoles la
Iglesia (cf. 1 Cor., 3, 11) y de él recibe firmeza y cohesión. A esta edificación se le
dan diversos nombres: casa de Dios, (1 Tim., 3, 15) en que habita su "familia",
habitación de Dios en el Espíritu (Ef., 2, 19-22), tienda de Dios con los hombres
(Apoc., 21, 3) y sobre todo "templo" santo, que los Santos Padres celebran
representado con los santuarios de piedra, y en la liturgia se compara justamente a la
Ciudad santa, la nueva Jerusalén[5]. Porque de ella formamos parte aquí en la tierra
como piedras vivas (1 Pe., 2, 5). San Juan, en la renovación final del mundo, contempla
esta ciudad que baja del cielo, de junto a Dios, ataviada como una esposa que se engalana
para su esposo (Apoc., 21, 1 y s.).
La Iglesia, que es llamada también "la Jerusalén celestial"
y "madre nuestra" (Gál., 4, 26; cf. Apoc., 12, 17), se representa como la
inmaculada "esposa" del Cordero inmaculado (Apoc., 19, 1; 21, 2 y 9; 22, 17), a
la que Cristo "amó y se entregó por ella, para santificarla" (Ef., 5, 26), a
la que unió consigo con alianza indisoluble y sin cesar la "alimenta y cuida"
(Ef., 5, 29), y a la que, limpia de toda mancha, quiso unida a sí y sujeta por el amor y
la fidelidad (cf. Ef., 5, 24), a la que, por fin, enriqueció para siempre con tesoros
celestiales, para que podamos comprender la caridad de Dios y de Cristo para con nosotros,
que supera todo conocimiento (cf. Ef., 3, 19). Pero mientras la Iglesia peregrina en esta
tierra lejos del Señor (cf. 2 Cor., 5, 6), se considera como desterrada, de forma que
busca y aspira a las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios,
donde la vida de la Iglesia está escondida con Cristo en Dios, hasta que se manifieste
gloriosa con su Esposo (cf. Col., 3, 1-4).
7. LA IGLESIA, CUERPO MISTICO DE CRISTO
El Hijo de Dios, encarnado en la naturaleza humana, redimió al hombre y
lo transformó en una nueva criatura (cf. Gál., 6, 15; 2 Cor., 5, 17), superando la
muerte con su muerte y resurrección. A sus hermanos, convocados de entre todas las
gentes, los constituyó místicamente como su cuerpo, comunicándoles su
Espíritu.
La vida de Cristo en este cuerpo se comunica a los creyentes, que se
unen misteriosa y realmente a Cristo paciente y glorificado por medio de los
sacramentos[6]. Por el bautismo nos configuramos con Cristo: "Porque también todos
nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo" (1
Cor., 12, 13). Rito sagrado con que se representa y efectúa la unión con la muerte y
resurrección de Cristo: "Con El hemos sido sepultados por el bautismo, para
participar en su muerte", mas si "hemos sido injertados en El por la semejanza
de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección" (Rom., 6, 4-5). En la
fracción del pan eucarístico, participando realmente del cuerpo del Señor, nos elevamos
a una comunión con El y entre nosotros mismos. Puesto que hay un solo pan, aunque somos
muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan" (1 Cor.,
10, 17). Así todos nosotros quedamos hechos miembros de su Cuerpo (cf. I Cor., 12, 27),
"pero cada uno es miembro del otro" (Rom., 12, 5).
Pero como todos los miembros del cuerpo humano, aunque sean muchos,
constituyen un cuerpo, así los fieles en Cristo (cf. 1 Cor., 12, 12). También en la
constitución del cuerpo de Cristo hay variedad de miembros y de funciones. Uno mismo es
el Espíritu, que distribuye sus diversos dones, para el bien de la Iglesia, según su
riqueza y la diversidad de las funciones (cf. 1 Cor., 12, 1-11). Entre todos estos dones
sobresale la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad subordina el mismo Espíritu
incluso a los carismáticos (cf. 1 Cor., 14). Unificando el cuerpo, el mismo Espíritu por
sí y con su virtud y por la interna conexión de los miembros, produce y estimula la
caridad entre los fieles. Por tanto, si un miembro sufre, todos los miembros sufren con
él; o si un miembro es honrado, gozan juntamente con él todos los miembros (cf. 1 Cor.,
12, 26).
La Cabeza de este cuerpo es Cristo. El es la imagen del Dios invisible,
y en El fueron creadas todas las cosas. El es antes que todos, y todo subsiste en El. El
es la cabeza del cuerpo que es la Iglesia. El es el principio, el primogénito de los
muertos, para que tenga la primacía sobre todas las cosas (cf. Col., 1, 15-18). El domina
con la excelsa grandeza de su poder los cielos y la tierra y con su eminente perfección y
con su acción colma de riquezas todo su cuerpo glorioso (cf. Ef., 1, 18-23)[7].
Es necesario que todos los miembros se asemejen a El hasta que Cristo
quede formado en ellos (cf. Gál., 4, 19). Por eso somos incorporados a los misterios de
su vida, conformes con El, muertos y resucitados juntamente con El, hasta que reinemos con
El (cf. Filp., 3, 21; 2 Tim., 2, 11; Ef., 2, 6; Col., 2, 12, etc.). Peregrinos todavía
sobre la tierra, siguiendo sus huellas en el sufrimiento o en la persecución, nos unimos
a sus dolores como el cuerpo a la Cabeza, padeciendo con El, para ser con El glorificados
(cf. Rom., 8, 17).
Por El "el cuerpo entero, alimentado y trabado por las coyunturas y
ligamentos, crece con crecimiento divino" (Col., 2, 19). El dispensa constantemente
en su cuerpo, es decir, en la Iglesia, los dones para las funciones con los que por virtud
de El mismo nos ayudamos mutuamente en orden a la salvación, para que siguiendo la verdad
en la caridad, crezcamos por todos los medios en El, que es nuestra Cabeza (cf. Ef., 4,
11-16).
Mas para que incesantemente nos renovemos en El (cf. Ef., 4, 23), nos
concedió participar de su Espíritu, que siendo uno mismo en la Cabeza y en los miembros,
de tal forma vivifica, unifica y mueve todo el cuerpo, que su operación pudo ser
comparada por los Santos Padres con el servicio que realiza el principio de la vida, o el
alma, en el cuerpo humano[8].
Cristo, por cierto, ama a la Iglesia como a su propia Esposa, como el
varón que amando a su mujer ama su propio cuerpo (cf. Ef., 5, 25-28); pero la Iglesia,
por su parte, está sujeta a su Cabeza (ibid., 23-24). "Porque en El habita
corporalmente toda la plenitud de la divinidad" (Col., 2, 9), colma de bienes divinos
a la Iglesia, que es su cuerpo y su plenitud (cf. Ef., 1, 22-23), para que ella anhele y
consiga toda la plenitud de Dios (cf. Ef., 3, 19).
8. LA IGLESIA, VISIBLE Y ESPIRITUAL A UN TIEMPO
Cristo, Mediador único, estableció su Iglesia santa, comunidad de fe,
de esperanza y de caridad en este mundo como una trabazón visible y la sustenta
constantemente[9], y por ella comunica a todos la verdad y la gracia. Pero la sociedad
dotada de órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, la reunión visible y la
comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia dotada de bienes celestiales, no
han de considerarse como dos cosas, porque forma una realidad completa, constituida por un
elemento humano y otro divino[10]. Por esta profunda analogía se asimila al Misterio del
Verbo encarnado. Pues como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como órgano de
salvación a El indisolublemente unido, de forma semejante la unión social de la Iglesia
sirve al Espíritu de Cristo, que la vivifica, para el incremento del cuerpo (cf. Ef., 4,
16)[11].
Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos una,
santa, católica y apostólica[12], la que nuestro Salvador confió después de su
resurrección a Pedro para que la apacentara (Jn., 24, 17), confiándole a él y a los
demás Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt., 28, 18, etc.), y la erigió para
siempre como "columna y fundamento de la verdad" (I Tim., 3, 15).
Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad,
subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en
comunión con él[13], aunque puedan encontrarse fuera de ella muchos elementos de
santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, inducen hacia
la unidad católica.
Mas como Cristo cumplió la redención en la pobreza y en la
persecución, así la Iglesia es llamada a seguir ese mismo camino para comunicar a los
hombres los frutos de la salvación. Cristo Jesús, "existiendo en la forma de Dios,
se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo" (Filp., 2, 6) y por nosotros
"se hizo pobre, siendo rico" (2 Cor., 8, 9); así la Iglesia aunque en el
cumplimiento de su misión exige recursos humanos, no está constituida para buscar la
gloria de este mundo, sino para predicar la humildad y la abnegación incluso con su
ejemplo. Cristo fue enviado por el Padre a "evangelizar a los pobres, y levantar a
los oprimidos" (Lc., 4, 18), "para buscar y salvar lo que estaba perdido"
(Lc., 19, 10); de manera semejante la Iglesia abraza a todos los afligidos por la
debilidad humana, más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su
Fundador pobre y paciente, se esfuerza en aliviar sus necesidades, y pretende servir en
ellos a Cristo. Pues mientras Cristo, santo, inocente, inmaculado (Heb., 7, 26) no
conoció el pecado (2 Cor., 5, 21), sino que vino a expiar sólo los pecados del pueblo
(cf. Heb., 2, 17), la Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecadores, santa al
mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la
renovación.
La Iglesia "va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los
consuelos de Dios"[14], anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que El venga
(cf. 1 Cor., 11, 26). Se vigoriza con la fuerza del Señor resucitado, para vencer con
paciencia y con caridad sus propios sufrimientos y dificultades internas y externas, y
manifiesta fielmente en el mundo el misterio de Cristo, aunque entre penumbras, hasta que
al fin de los tiempos se descubra con todo esplendor.
CAPITULO II
EL PUEBLO DE DIOS
9. NUEVO PACTO Y NUEVO PUEBLO
En todo tiempo y lugar son aceptos a Dios los que le temen y practican
la justicia (cf. Hech., 10, 35). Quiso, sin embargo, el Señor santificar y salvar a los
hombres no individualmente y aislados entre sí, sino constituir con ellos un pueblo que
le conociera en la verdad y le sirviera santamente. Eligió como pueblo suyo el pueblo de
Israel, con quien estableció un pacto, y a quien instruyó gradualmente,
manifestándosele a Sí mismo y sus divinos designios a través de su historia y
santificándolo para Sí. Pero todo esto lo realizó como preparación y símbolo del
nuevo pacto perfecto que había de efectuarse en Cristo, y de la plena revelación que
había de hacer por el mismo Verbo de Dios hecho carne: "He aquí que llega el
tiempo, dice el Señor, y haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de
Judá. Pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios para
ellos, y ellos serán mi pueblo... Todos, desde el pequeño al mayor me conocerán, afirma
el Señor" (Jer., 31, 31-34). Pacto nuevo que estableció Cristo, es decir, el Nuevo
Testamento en su sangre (cf. 1 Cor., 11, 25), convocando un pueblo de entre los judíos y
los gentiles, que se fundiera en unidad, no según la carne, sino en el Espíritu, y
constituyera el nuevo Pueblo de Dios. Pues los que creen en Cristo, renacidos de un germen
no corruptible, sino incorruptible, por la palabra de Dios vivo (cf. 1 Ped., 1, 23), no de
la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn., 3, 5-6), constituyen por fin
"un linaje escogido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo de su
patrimonio... que en un tiempo no era ni siquiera un pueblo y ahora es pueblo de
Dios" (1 Pe., 2, 9-10).
Ese pueblo mesiánico tiene por Cabeza de Cristo, "que fue
entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra salvación" (Rom., 4, 25), y
habiendo conseguido un nombre que está sobre todo nombre, reina gloriosamente en los
cielos. Tiene por condición la dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyos
corazones habita el Espíritu Santo como en un templo. Tiene por ley el mandato del amor,
como el mismo Cristo nos amó (cf. Jn., 13, 14). Tiene últimamente como fin la
dilatación del Reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que sea
consumado por El mismo al fin de los tiempos, cuando se manifieste Cristo, nuestra vida
(cf. Col., 3, 4), y "la misma criatura será libertada de la servidumbre de la
corrupción para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios" (Rom., 8,
21). Aquel pueblo mesiánico, por tanto, aunque de momento no abrace a todos los hombres,
y muchas veces aparezca como una pequeña grey, es, sin embargo, el germen firmísimo de
unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano. Constituido por Cristo
en orden a la comunión de vida, de caridad y de verdad, es también como instrumento suyo
de la redención universal y es enviado a todo el mundo como luz del mundo y sal de la
tierra (cf. Mt., 5, 13-16).
Así como el pueblo de Israel, según la carne, peregrino del desierto,
es llamado alguna vez Iglesia de Dios (cf. 2 Esdr., 13, 1; cf. Núm., 20, 4; Deut., 23, 1
ss.), así el nuevo Israel, que va avanzando en este mundo en busca de la ciudad futura y
permanente (cf. Heb., 13, 14) se llama también Iglesia de Cristo (cf. Mt., 16, 18),
porque El la adquirió con su sangre (cf. Hech., 20, 28), la llenó de su Espíritu y la
proveyó de medios aptos para una unión visible y social. La congregación de todos los
creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación y principio de la unidad y de la
paz, es la Iglesia convocada y constituida por Dios, para que sea para todos y cada uno
sacramento visible de esta unidad salvífica[15]. Rebasando todos los límites de tiempos
y de lugares, entra en la historia humana para extenderse a todas las naciones. Caminando,
pues, la Iglesia a través de peligros y de tribulaciones, de tal forma se ve confortada
por la fuerza de la gracia de Dios que el Señor le prometió, que en la debilidad de la
carne no pierde su fidelidad absoluta, sino que persevera siendo digna esposa de su
Señor, y no deja de renovarse a sí misma bajo la acción del Espíritu Santo, hasta que
por la cruz llegue a la luz sin ocaso.
10. EL SACERDOCIO COMUN
Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cf. Heb., 5,
1-5), hizo de su nuevo pueblo "reino y sacerdote para Dios, su Padre" (cf.
Apoc., 1, 6; 5, 9-10). Pues los bautizados son consagrados como casa espiritual y
sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por
medio de todas las obras del cristiano ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien las
maravillas de quien los llamó de las tinieblas a su luz admirable (cf. 1 Pe., 2, 4-10).
Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabanza a Dios
(cf. Hech., 2, 42, 47), han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a
Dios (cf. Rom., 12, 1), han de dar testimonio de Cristo en todo lugar, y a quien se la
pidiere han de dar también razón de la esperanza que tienen en la vida eterna (cf. 1
Pe., 3, 15).
El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o
jerárquico, aunque distinguiéndose esencial y no sólo gradualmente, se ordenan el uno
al otro, pues cada uno participa de forma peculiar del único sacerdocio de Cristo[16].
Porque el sacerdote ministerial, en virtud de la sagrada potestad que posee, forma y
dirige al pueblo sacerdotal, efectúa el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo,
ofreciéndolo a Dios en nombre de todo el pueblo; los fieles, en cambio, en virtud de su
sacerdocio real, concurren a la oblación de la Eucaristía[17], y lo ejercen con la
recepción de los sacramentos, con la oración y acción de gracias, con el testimonio de
una vida santa, con la abnegación y caridad operante.
11. EL EJERCICIO DEL SACERDOCIO COMUN EN LOS SACRAMENTOS
La condición sagrada y orgánicamente constituida de la comunidad
sacerdotal se actualiza tanto por los sacramentos como por las virtudes. Los fieles,
incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de
la religión cristiana, y, regenerados como hijos de Dios, tienen el deber de confesar
delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia[18]. Por el
sacramento de la confirmación se vinculan más íntimamente a la Iglesia, se enriquecen
con una fortaleza especial del Espíritu Santo, y de esta forma se obligan más
estrechamente[19] a difundir y defender la fe con su palabra y sus obras como verdaderos
testigos de Cristo. Participando del sacrificio eucarístico, fuente y culmen de toda vida
cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos juntamente con ella[20]; y
así, tanto por la oblación como por la sagrada comunión, todos toman parte activa en la
acción litúrgica no indistintamente, sino cada uno según su condición. Una vez
saciados con el cuerpo de Cristo en la asamblea sagrada, manifiestan concretamente la
unidad del pueblo de Dios, aptamente significada y maravillosamente producida por este
augustísimo sacramento.
Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la
misericordia de Dios el perdón de las ofensas hechas a El y al mismo tiempo se
reconcilian con la Iglesia, a la que, pecando, hirieron; y ella, con caridad, con ejemplos
y con oraciones, les ayuda en su conversión. Con la sagrada unción de los enfermos y con
la oración de los sacerdotes, la Iglesia entera encomienda al Señor paciente y
glorificado a los que sufren para que los alivie y los salve (cf. Sant., 5, 14-16); más
aún, los exhorta a que, uniéndose libremente a la pasión y a la muerte de Cristo (Rom.,
8, 17; Col., 1, 24; 2 Tim., 2, 11-12; 1 Pe., 4, 13), contribuyan al bien del Pueblo de
Dios. Además, aquellos que entre los fieles tienen el carácter del orden sagrado, quedan
destinados en el nombre de Cristo para apacentar la Iglesia con la palabra y con la gracia
de Dios. Por fin, los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por
el que manifiestan y participan del misterio de la unidad y del fecundo amor entre Cristo
y la Iglesia (Ef., 5, 32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la
procreación y educación de los hijos, y, de esta manera, tienen en su condición y
estado de vida su propia gracia en el Pueblo de Dios (cf. 1 Cor., 7, 7)[21]. Pues de esta
unión conyugal procede la familia, en que nacen los nuevos ciudadanos de la sociedad
humana, que por la gracia del Espíritu Santo quedan constituidos por el bautismo en hijos
de Dios, para perpetuar el pueblo de Dios en el decurso de los tiempos. En esta como
Iglesia doméstica los padres han de ser para con sus hijos los primeros predicadores de
la fe, tanto con su palabra como con su ejemplo, y han de fomentar la vocación propia de
cada uno y con especial cuidado la vocación sagrada.
Los fieles todos, de cualquier condición y estado que sean,
fortalecidos por tantos y tan poderosos medios, son llamados por Dios, cada uno por su
camino, a la perfección de la santidad con la que el mismo Padre es perfecto.
12. EL SENTIDO DE LA FE
Y DE LOS CARISMAS EN EL PUEBLO CRISTIANO
El Pueblo santo de Dios participa también del don profético de Cristo,
difundiendo su vivo testimonio sobre todo por la vida de fe y de caridad, ofreciendo a
Dios el sacrificio de la alabanza, el fruto de los labios que bendicen su nombre (cf.
Heb., 13, 15). La universalidad de los fieles que tiene la unción del que es Santo (cf. 1
Jn., 2, 20 y 27) no puede fallar en su creencia, y ejerce ésta su peculiar propiedad
mediante el sentimiento sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando "desde los
Obispos hasta los últimos fieles seglares"[22] manifiesta el asentimiento universal
en las cosas de fe y de costumbres. Con ese sentido de la fe que el Espíritu Santo mueve
y sostiene, el Pueblo de Dios, bajo la dirección del sagrado magisterio, al que sigue
fielmente, recibe, no ya la palabra de los hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cf.
1 Tes., 2, 13), se adhiere indefectiblemente a la fe confiada una vez a los santos (cf.
Jud., 3), penetra profundamente con rectitud de juicio y la aplica más íntegramente en
la vida.
Además, el mismo Espíritu Santo, no solamente santifica y dirige al
pueblo de Dios por los Sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino
que "distribuyendo sus dones a cada uno según quiere" (1 Cor., 12, 11), reparte
entre toda clase de fieles, gracias incluso especiales, con las que los dispone y prepara
para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y más amplia
y provechosa edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: "A cada uno se le
otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad" (1 Cor., 12, 7). Estos
carismas, tanto los extraordinarios como los más sencillos y comunes, por el hecho de que
son muy conformes y útiles a las necesidades de la Iglesia, hay que recibirlos con
agradecimiento y consuelo. Los dones extraordinarios no hay que pedirlos temerariamente,
ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos de los trabajos apostólicos; pero
el juicio sobre su autenticidad y sobre su aplicación pertenece a los que tienen
autoridad en la Iglesia, a quienes sobre todo compete no apagar el Espíritu, sino
probarlo todo y quedarse con lo bueno (cf. 1 Tes., 5, 12 y 19-21).
13. UNIVERSALIDAD Y CATOLICIDAD DEL UNICO PUEBLO DE DIOS
Todos los hombres son llamados a formar parte del Pueblo de Dios. Por lo
cual este pueblo, siendo uno y único, ha de abarcar el mundo entero y todos los tiempos,
para cumplir los designios de la voluntad de Dios, que creó en el principio una sola
naturaleza humana, y determinó congregar en un conjunto a todos sus hijos, que estaban
dispersos (cf. Jn., 11, 52). Para ello envió Dios a su Hijo, a quien constituyó heredero
universal (cf. Heb., 1, 2), para que fuera Maestro, Rey y Sacerdote de todos, Cabeza del
nuevo y universal pueblo de los hijos de Dios. Para ello, por fin, envió al Espíritu de
su Hijo, Señor y Vivificador, que es para toda la Iglesia y para todos y cada uno de los
creyentes principio de unión y de unidad en la doctrina de los Apóstoles y en la
comunión, en la fracción del pan y en la oración (cf. Hech., 2, 42, gr.).
Así, pues, entre todas las gentes de la tierra está el Pueblo de Dios,
porque de todas recibe los ciudadanos de su Reino, no terreno, sino celestial. Pues todos
los fieles esparcidos por el haz de la tierra están en comunión con los demás en el
Espíritu Santo, y así "el que habita en Roma sabe que los indios son también sus
miembros"[23]. Pero como el Reino de Cristo no es de este mundo (cf. Jn., 18, 36), la
Iglesia, o Pueblo de Dios, introduciendo este Reino, no arrebata a ningún pueblo ningún
bien temporal, sino al contrario fomenta y recoge todas las cualidades, riquezas y
costumbres de los pueblos en cuanto son buenas, y recogiéndolas, las purifica, las
fortalece y las eleva. Pues sabe muy bien que debe recoger juntamente con aquel Rey a
quien fueron dadas en heredad todas las naciones y a cuya ciudad llevan dones y ofrendas
[c. Salm., 71 (72), 10; Is., 60, 4-7; Apoc., 21, 24]. Este carácter de universalidad, que
distingue al pueblo de Dios, es un don del mismo Señor por el que la Iglesia católica
tiende eficaz y constantemente a recapitular la Humanidad entera con todos sus bienes bajo
Cristo como Cabeza, en la unidad de su Espíritu[24].
En virtud de esta catolicidad cada una de las partes presenta sus dones
a las otras y a toda la Iglesia, de suerte que el todo y cada uno de sus elementos se
aumentan con todos los que mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en la unidad.
De donde resulta que el Pueblo de Dios no sólo congrega gentes de diversos pueblos, sino
que en sí mismo está integrado por diversos elementos. Porque hay diversidad entre sus
miembros, ya según las funciones, pues algunos desempeñan el ministerio sagrado en bien
de sus hermanos, ya según la condición y ordenación de vida, pues otros muchos en el
estado religioso, tendiendo a la santidad por el camino más estrecho, estimulan con su
ejemplo a los hermanos. Así también, en la comunión eclesiástica existen Iglesias
particulares que gozan de tradiciones propias, permaneciendo íntegro el primado de la
Cátedra de Pedro, que preside todo el conjunto de la caridad[25], defiende las legítimas
diferencias, y al mismo tiempo procura que estas particularidades no sólo no perjudiquen
a la unidad, sino incluso cooperen a ella. De aquí dimanan finalmente entre las diversas
partes de la Iglesia los vínculos de íntima comunión de bienes espirituales, de
operarios apostólicos y de recursos económicos. En efecto, los miembros del Pueblo de
Dios son llamados a la comunicación de bienes, y a cada una de las Iglesias pueden
aplicarse estas palabras del apóstol: "El don que cada uno haya recibido, póngalo
al servicio de los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de
Dios" (1 Pe., 4, 10).
Todos los hombres son admitidos a esta unidad católica del Pueblo de
Dios, que prefigura y promueve la paz universal, y a ella pertenecen de varios modos o se
destinan tanto los fieles católicos como los otros cristianos, e incluso todos los
hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios.
14. LOS FIELES CATOLICOS
El sagrado Concilio dirige ante todo su atención a los fieles
católicos. Enseña, fundado en la Escritura y en la Tradición, que esta Iglesia
peregrinante es necesaria para la salvación, pues Cristo es el único Mediador y el
camino de salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y El,
inculcando con palabras concretas la necesidad del bautismo (cf. Mt., 16, 16; Jn., 3, 5),
confirmó a un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el
bautismo como por una puerta. Por lo cual no podrían salvarse quienes, sabiendo que la
Iglesia católica fue instituida por Jesucristo como necesaria, no quisieran entrar o
permanecer en ella.
A la sociedad de la Iglesia se incorporan plenamente los que, poseyendo
el Espíritu de Cristo, reciben íntegramente sus disposiciones y todos los medios de
salvación depositados en ella, y se unen por los vínculos de la profesión de la fe, de
los sacramentos, del régimen eclesiástico y de la comunión a su organización visible
con Cristo, que la dirige por medio del Sumo Pontífice y de los Obispos. Sin embargo, no
alcanza la salvación, aunque esté incorporado a la Iglesia, quien, no perseverando en la
caridad, permanece en el seno de la Iglesia "con el cuerpo", pero no "con
el corazón"[26]. No olviden, con todo, los hijos de la Iglesia que su excelsa
condición no deben atribuirla a sus propios méritos, sino a una gracia especial de
Cristo; y si no responden a ella con el pensamiento, las palabras y las obras, lejos de
salvarse, serán juzgados con mayor severidad[27].
Los catecúmenos que, por la moción del Espíritu Santo, solicitan con
voluntad expresa ser incorporados a la Iglesia, se unen a ella por este mismo deseo; y la
Madre Iglesia los abraza ya amorosa y solícitamente como suyos.
15. VINCULOS DE LA IGLESIA CON LOS CRISTIANOS NO
CATOLICOS
La Iglesia se siente unida por varios vínculos con todos los que se
honran con el nombre de cristianos, por estar bautizados, aunque no profesan íntegramente
la fe, o no conservan la unidad de comunión bajo el Sucesor de Pedro[28]. Pues son muchos
los que veneran efectivamente las Sagradas Escrituras como norma de fe y de vida y
muestran un sincero celo religioso, creen con amor en Dios Padre todopoderoso, y en el
Hijo de Dios Salvador[29], están marcados con el bautismo, con el que se unen a Cristo, e
incluso reconocen y reciben en sus propias Iglesias o comunidades eclesiales otros
sacramentos. Muchos de ellos tienen Episcopado, celebran la sagrada Eucaristía y fomentan
la piedad hacia la Virgen Madre de Dios[30]. Hay que contar también la comunión de
oraciones y de otros beneficios espirituales; más aún: cierta verdadera unión en el
Espíritu Santo, puesto que también obra en ellos con su virtud santificante por medio de
dones y de gracias, y a algunos de ellos les dio la fortaleza del martirio. De esta forma
el Espíritu promueve en todos los discípulos de Cristo el deseo y la acción para que
todos se unan en paz, de la manera que Cristo estableció en un rebaño y bajo un solo
Pastor[31]. Para obtener eso la Madre Iglesia no cesa de orar, de esperar y de trabajar, y
exhorta a todos sus hijos a la santificación y renovación, para que la imagen de Cristo
resplandezca con mayores claridades sobre el rostro de la Iglesia.
16. LOS NO CRISTIANOS
Por fin, los que todavía no recibieron el Evangelio, están ordenados
al Pueblo de Dios por varios motivos[32]. En primer lugar ciertamente, aquel pueblo a
quien se confiaron las alianzas y las promesas y del que nació Cristo según la carne
(cf. Rom., 9, 4-5); pueblo, según la elección, amadísimo a causa de sus padres; porque
los dones y la vocación de Dios son irrevocables (cf. Rom., 11, 28-29). Pero el designio
de salvación abarca también a aquellos que reconocen al Creador, entre los cuales están
en primer término los Musulmanes, que confesando profesar la fe de Abraham, adoran con
nosotros a un solo Dios, misericordioso, que ha de juzgar a los hombres en el último
día. Este mismo Dios tampoco está lejos de otros que entre sombras e imágenes buscan al
Dios desconocido, puesto que les da a todos la vida, el aliento y todas las cosas (cf.
Hech., 17, 25-28), y el Salvador quiere que todos los hombres se salven (cf. 1 Tim., 2,
4). Pues los que inculpablemente desconocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, y buscan
con sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con obras su
voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación
eterna[33]. La Divina Providencia no niega los auxilios necesarios para la salvación a
los que sin culpa por su parte no llegaron todavía a un claro conocimiento de Dios y, sin
embargo, se esfuerzan, ayudados por la gracia divina, en conseguir una vida recta. La
Iglesia aprecia todo lo bueno y verdadero que entre ellos se da, como preparación al
Evangelio[34], y dado por quien ilumina a todos los hombres, para que al fin tengan la
vida. Pero más frecuentemente los hombres, engañados por el Maligno, se hicieron necios
en sus razonamientos y trocaron la verdad de Dios por la mentira, sirviendo a la criatura
en lugar del Creador (cf. Rom., 1, 21 y 25), o viviendo y muriendo sin Dios en este mundo,
están expuestos a una horrible desesperación. Por eso, para la gloria de Dios y la
salvación de todos éstos, la Iglesia, recordando el mandato del Señor: "Predicad
el Evangelio a toda criatura" (cf. Mc., 16, 16), promueve con toda solicitud las
misiones.
17. CARACTER MISIONERO DE LA IGLESIA
Como el Padre envió al Hijo, así el Hijo envió a los Apóstoles (cf.
Jn., 20, 21), diciendo: "Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os
he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo" (Mt.,
28, 18-20). Este solemne mandato de Cristo, de anunciar la verdad salvadora, la Iglesia lo
heredó de los Apóstoles con la misión de llevarla hasta los confines de la tierra (cf.
Hech., 1, 8). De aquí que haga suyas las palabras del Apóstol: "[exclamdown]Ay de
mí si no evangelizara!" (1 Cor., 9, 10), y por eso se preocupa incansablemente de
enviar evangelizadores hasta que queden plenamente establecidas nuevas Iglesias y éstas
continúen la obra evangelizadora. Porque se ve impulsada por el Espíritu Santo a
cooperar para que se cumpla efectivamente el plan de Dios, que puso a Cristo como
principio de salvación para todo el mundo. Predicando el Evangelio mueve a los oyentes a
la fe y a la confesión de la fe, los dispone para el bautismo, los arranca de la
servidumbre del error y los incorpora a Cristo, para que amándolo, crezcan hasta quedar
llenos de El. Con su obra consigue que todo lo bueno que halla depositado en la mente y en
el corazón de los hombres, en los ritos y en las culturas de los pueblos, no solamente no
desaparezca, sino que se purifique y se eleve y se perfeccione para la gloria de Dios,
confusión del demonio y felicidad del hombre. Sobre todos los discípulos de Cristo pesa
la obligación de propagar la fe según su propia posibilidad[35]. Pero, aunque cualquiera
puede bautizar a los creyentes, es, no obstante, propio del sacerdote el consumar la
edificación del Cuerpo de Cristo por el sacrificio eucarístico, realizando las palabras
de Dios, dichas por el profeta: "Desde donde sale el sol hasta el poniente se
extiende mi nombre grande entre las gentes, y en todas partes se le ofrece una oblación
pura" (Mal., 1, 11)[36]. Así, pues, ora y trabaja a un tiempo la Iglesia, para que
la totalidad del mundo se incorpore al pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del
Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda todo honor y gloria al Creador y
Padre universal.
CAPITULO III
CONSTITUCION JERARQUICA DE LA
IGLESIA Y PARTICULARMENTE EL EPISCOPADO
18. "PROEMIO"
Para apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor
instituye en su Iglesia diversos ministerios ordenados al bien de todo el Cuerpo. Porque
los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de
que todos cuantos son miembros del Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la dignidad
cristiana, tiendan libre y ordenadamente a un mismo fin y lleguen a la
salvación.
Este Santo Concilio, siguiendo las huellas del Vaticano I, enseña y
declara, a una con él, que Jesucristo, eterno Pastor, edificó la santa Iglesia enviando
a sus Apóstoles como El mismo había sido enviado por el Padre (cf. Jn., 20, 21) y quiso
que los sucesores de éstos, los Obispos, hasta la consumación de los siglos, fuesen los
pastores en su Iglesia. Pero para que el Episcopado mismo fuese uno solo e indiviso, puso
al frente de los demás apóstoles al bienaventurado Pedro, e instituyó en él el
principio visible y perpetuo fundamento[37] de la unidad de fe y de comunión. El santo
Concilio propone nuevamente como objeto firme de fe a todos los fieles esta doctrina de la
institución, perpetuidad, fuerza y razón de ser del sacro primado del Romano Pontífice
y de su magisterio infalible, y prosiguiendo dentro de la misma línea, se propone, ante
la faz de todos, profesar y declarar la doctrina acerca de los Obispos, sucesores de los
Apóstoles, los cuales, junto con el sucesor de Pedro, Vicario de Cristo[38] y Cabeza
visible de toda la Iglesia, rigen la casa del Dios vivo.
19. LA INSTITUCION DE LOS DOCE APOSTOLES
El Señor Jesús, después de haber hecho oración al Padre, llamando a
sí a los que El quiso, eligió a los doce para vivir con El y enviarlos después a
predicar el Reino de Dios (cf. Mc., 3, 13-19; Mt., 10, 1-42); a estos Apóstoles (cf. Lc.,
6, 13) los fundó a modo de colegio, es decir, de grupo estable, y puso al frente de
ellos, sacándolo de en medio de ellos, a Pedro (cf. Jn., 21, 15-17). Los envió Cristo,
primero a los hijos de Israel, luego a todas las gentes (cf. Rom., 1, 16) para que, con la
potestad que les entregaba, hiciesen discípulos suyos a todos los pueblos, los
santificasen y gobernasen (cf. Mt., 28, 16-20; Mc., 16, 15; Lc., 24, 45-48; Jn., 20,
21-23) y así dilatasen la Iglesia y la apacentasen, sirviéndola, bajo la dirección del
Señor, todos los días hasta la consumación de los siglos (cf. Mt., 28, 20). En esta
misión fueron confirmados plenamente el día de Pentecostés (cf. Hech., 2, 1-26), según
la promesa del Señor: "Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre
vosotros, y seréis mis testigos así en Jerusalén como en toda la Judea y Samaria y
hasta el último confín de la tierra" (Hech., 1, 8). Los Apóstoles, pues,
predicando en todas partes el Evangelio (cf. Mc., 16, 20), que los oyentes recibían por
influjo del Espíritu Santo, reúnen la Iglesia universal que el Señor fundó sobre los
Apóstoles y edificó sobre el bienaventurado Pedro, su cabeza, poniendo como piedra
angular del edificio a Cristo Jesús (cf. Apoc., 21, 14; Mt., 16, 18; Ef., 2, 20)[39].
20. LOS OBISPOS, SUCESORES DE LOS APOSTOLES
Esta divina misión, confiada por Cristo a los Apóstoles, ha de durar
hasta el fin de los siglos (cf. Mt., 28, 20), puesto que el Evangelio que ellos deben
transmitir es el principio de la vida para la Iglesia en todo tiempo. Por lo cual los
Apóstoles, en esta sociedad jerárquicamente organizada, tuvieron cuidado de establecer
sucesores.
En efecto, no sólo tuvieron diversos colaboradores en el
ministerio[40], sino que, a fin de que la misión a ellos confiada se continuase después
de su muerte, los Apóstoles, a modo de testamento, confiaron a sus cooperadores
inmediatos el encargo de acabar y consolidar la obra por ellos comenzada[41],
encomendándoles que atendieran a toda la grey en medio de la cual el Espíritu Santo los
había puesto para apacentar la Iglesia de Dios (cf. Hech., 20, 28). Establecieron, pues,
tales colaboradores y dejaron dispuesto que, a su vez, otros hombres probados, al morir
ellos, se hiciesen cargo del ministerio[42]. Entre los varios ministerios que ya desde los
primeros tiempos se ejercitan en la Iglesia, según testimonio de la tradición, ocupa el
primer lugar el oficio de aquellos que, constituidos en el Episcopado, por una sucesión
que surge desde el principio[43], conservan el vástago de la semilla apostólica[44].
Así, según atestigua San Ireneo, por medio de aquellos que fueron establecidos por los
Apóstoles como Obispos y como sucesores suyos hasta nosotros, se manifiesta[45] y se
conserva la tradición apostólica en el mundo entero[46].
Así, pues, los Obispos, junto con los presbíteros y diáconos[47],
recibieron el ministerio de la comunidad presidiendo en nombre de Dios la grey[48] de la
que son pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros
dotados de autoridad[49]. Y así como permanece el oficio concedido por Dios singularmente
a Pedro como a primero entre los Apóstoles, que debe ser transmitido a sus sucesores,
así también permanece el oficio de los Apóstoles de apacentar la Iglesia que debe ser
ejercitado continuamente por el orden sagrado de los Obispos[50]. Enseña, pues, este
sagrado Sínodo que los Obispos han sucedido por institución divina en el lugar de los
Apóstoles[51] como pastores de la Iglesia, y quien a ellos escucha, a Cristo escucha, y
quien los desprecia, a Cristo desprecia y al que le envió (cf. Lc., 10, 16)[52].
21. EL EPISCOPADO COMO SACRAMENTO
Así, pues, en la persona de los Obispos, a quienes asisten los
presbíteros, Jesucristo Nuestro Señor está presente en medio de los fieles como
Pontífice Supremo. Porque, sentado a la diestra de Dios Padre, no está lejos de la
congregación de sus pontífices[53], sino que principalmente, a través de su excelso
ministerio, predica la palabra de Dios a todas las gentes y administra sin cesar los
sacramentos de la fe a los creyentes y por medio de su oficio paternal (cf. 1 Cor., 4, 15)
va agregando nuevos miembros a su Cuerpo con regeneración sobrenatural; finalmente, por
medio de su sabiduría y prudencia, orienta y guía al pueblo del Nuevo Testamento en su
peregrinación hacia la eterna felicidad. Estos pastores, elegidos para apacentar la grey
del Señor, son los ministros de Cristo y los dispensadores de los misterios de Dios (cf.
1 Cor., 4, 1) y a ellos está encomendado el testimonio del Evangelio de la gracia de Dios
(cf. Rom., 15, 16; Hech., 20, 24) y el glorioso ministerio del Espíritu y de la justicia
(cf. 2 Cor., 3, 8-9).
Para realizar estos oficios tan altos, fueron los Apóstoles
enriquecidos por Cristo con la efusión especial del Espíritu Santo (cf. Hech., 1, 8; 2,
4; Jn., 20, 22-23) y ellos a su vez, por la imposición de las manos, transmitieron a sus
colaboradores el don del Espíritu (cf. 1 Tim., 4, 14; 2 Tim., 1, 6-7), que ha llegado
hasta nosotros en la consagración episcopal[54]. Este santo Sínodo enseña que con la
consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del Orden, que por esto se
llama en la liturgia de la Iglesia y en el testimonio de los Santos Padres "supremo
sacerdocio" o "cumbre del ministerio sagrado"[55]. Ahora bien: la
consagración episcopal, junto con el oficio de santificar, confiere también los de
enseñar y regir, los cuales, sin embargo, por su naturaleza, no pueden ejercitarse sino
en comunión jerárquica con la Cabeza y miembros del Colegio. En efecto, según la
tradición, que aparece sobre todo en los ritos litúrgicos y en la práctica de la
Iglesia tanto de Oriente como de Occidente, es cosa clara que con la imposición de las
manos se confiere la gracia del Espíritu Santo[56] y se imprime el sagrado carácter[57]
de tal manera que los Obispos, en forma eminente y visible, hagan las veces de Cristo,
Maestro, Pastor y Pontífice, y obren en su nombre[58]. Es propio de los Obispos el
admitir, por medio del Sacramento del Orden, nuevos elegidos en el cuerpo episcopal.
22. EL COLEGIO DE LOS OBISPOS Y SU CABEZA
Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás
Apóstoles forman un solo Colegio Apostólico, de semejante modo se unen entre sí el
Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles. Ya la
más antigua disciplina, conforme a la cual los Obispos establecidos por todo el mundo
comunicaban entre sí y con el Obispo de Roma con el vínculo de la unidad, de la caridad
y de la paz[59], como también los Concilios convocados[60] para resolver en común las
cosas más importantes[61], contrastándolas con el parecer de muchos[62], manifiestan la
naturaleza y forma colegial propia del orden episcopal. Forma que claramente demuestran
los Concilios ecuménicos que a lo largo de los siglos se han celebrado. Esto mismo lo
muestra también el uso, introducido de antiguo, de llamar a varios Obispos a tomar parte
en el rito de consagración cuando un nuevo elegido ha de ser elevado al ministerio del
sumo sacerdocio. Uno es constituido miembro del cuerpo episcopal en virtud de la
consagración sacramental y por la comunión jerárquica con la Cabeza y miembros del
Colegio.
El Colegio o cuerpo episcopal, por su parte, no tiene autoridad si no se
considera incluido el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, como Cabeza del mismo, quedando
siempre a salvo el poder primacial de éste tanto sobre los Pastores como sobre los
fieles. Porque el Pontífice Romano tiene, en virtud de su cargo de Vicario de Cristo y
Pastor de toda la Iglesia, potestad plena, suprema y universal sobre la Iglesia, que puede
siempre ejercer libremente. En cambio, el orden de los Obispos, que sucede en el
magisterio y en el régimen pastoral al Colegio apostólico, junto con su Cabeza, el
Romano Pontífice, y nunca sin esta Cabeza, es también sujeto de la suprema y plena
potestad sobre la universal Iglesia[63], potestad que no puede ejercitarse sino con el
consentimiento del Romano Pontífice. El Señor puso tan sólo a Simón como roca y
portador de las llaves de la Iglesia (Mt., 16, 18-19) y le constituyó Pastor de toda su
grey (cf. Jn., 21, 15 y ss.); pero el oficio que dio a Pedro de atar y desatar, consta que
lo dio también al Colegio de los Apóstoles unido con su Cabeza (Mt., 18, 18; 28,
16-20)[64]. Este Colegio expresa la variedad y universalidad del Pueblo de Dios en cuanto
está compuesto por muchos; y la unidad de la grey de Cristo, en cuanto está agrupado
bajo una sola cabeza. Dentro de este Colegio, los Obispos, respetando fielmente el primado
y principado de su Cabeza, gozan de potestad propia en bien no sólo de sus propios
fieles, sino incluso de toda la Iglesia, mientras el Espíritu Santo robustece sin cesar
su estructura orgánica y su concordia. La potestad suprema que este Colegio posee sobre
la Iglesia universal se ejercita de modo solemne en el Concilio Ecuménico. No puede haber
Concilio Ecuménico que no sea aprobado, o al menos aceptado como tal, por el sucesor de
Pedro. Y es prerrogativa del Romano Pontífice convocar estos Concilio Ecuménicos,
presidirlos y confirmarlos[65]. Esta misma potestad colegial puede ser ejercitada por los
Obispos dispersos por el mundo, a una con el Papa, con tal que la Cabeza del Colegio los
llame a una acción colegial, o por lo menos apruebe la acción unida de ellos o la acepte
libremente para que sea un verdadero acto colegial.
CONTINUACIÓN A "LUMEN GENTIUM", SEGUNDA PARTE