El Camino de Amor:  El Magisterio de la Iglesia - Lumen Gentium

Constitución Dogmática
 "LUMEN GENTIUM"
Sobre la Iglesia
Noviembre 21, 1964
 

Índice

CAPITULO I:  EL MISTERIO DE LA IGLESIA
CAPITULO II: EL PUEBLO DE DIOS
CAPITULO III: CONSTITUCION JERARQUICA DE LA IGLESIA Y PARTICULARMENTE EL EPISCOPADO
CAPITULO IV: LOS LAICOS
CAPITULO V: UNIVERSAL VOCACION A LA SANTIDAD EN LA IGLESIA
CAPITULO VI: DE LOS RELIGIOSOS
CAPITULO VII: INDOLE ESCATOLOGICA DE LA IGLESIA PEREGRINANTE Y SU UNION CON LA IGLESIA CELESTIAL
CAPITULO VIII: LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARIA, MADRE DE DIOS, EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA

 

CAPITULO 1
EL MISTERIO DE LA IGLESIA

1. INTRODUCCIÓN

Luz de los Pueblos es Cristo. Por eso, este Sagrado Concilio, congregado bajo la acción del Espíritu Santo, desea ardientemente que su claridad, que brilla sobre el rostro de la Iglesia, ilumine a todos los hombres por medio del anuncio del Evangelio a toda criatura (cf. Mc., 16, 15). Y como la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano, insistiendo en el ejemplo de los Concilios anteriores, se propone declarar con mayor precisión a sus fieles y a todo el mundo su naturaleza y su misión universal. Las condiciones de estos tiempos añaden a este deber de la Iglesia una mayor urgencia, para que todos los hombres, unidos hoy más íntimamente por toda clase de relaciones sociales, técnicas y culturales, consigan también la plena unidad en Cristo.

2. LA VOLUNTAD DEL PADRE ETERNO SOBRE LA SALVACION UNIVERSAL

El Padre Eterno creó el mundo universo por un libérrimo y misterioso designio de su sabiduría y de su bondad; decretó elevar a los hombres a la participación de su vida divina y, caídos por el pecado de Adán, no los abandonó, dispensándoles siempre su ayuda, en atención a Cristo Redentor, "que es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura" (Col., 1, 15). A todos los elegidos desde toda la eternidad el Padre "los conoció de antemano y los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos" (Rom., 8, 29). Determinó convocar a los creyentes en Cristo en la Santa Iglesia, que fue ya prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en el Antiguo Testamento[1], constituida en los últimos tiempos, manifestada por la efusión del Espíritu Santo, y que se perfeccionará gloriosamente al fin de los tiempos. Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los justos descendientes de Adán, "desde Abel el justo hasta el último elegido"[2], se congregarán junto al Padre en una Iglesia universal.

3. MISION Y OBRA DEL HIJO

Vino, pues, el Hijo, enviado por el Padre, que nos eligió en El antes de la creación del mundo, y nos predestinó a la adopción de hijos, porque en El se complugo restaurar todas las cosas (cf. Ef., 1, 4-5 y 10). Por eso Cristo, para cumplir la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y efectuó la redención con su obediencia. La Iglesia, o reino de Cristo, presente ya en el misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios. Comienzo y expansión significada de nuevo por la sangre y el agua que manan del costado abierto de Cristo crucificado (cf. Jn., 19, 34) y preanunciadas por las palabras de Cristo alusivas a su muerte en la cruz: "Y yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré todos a mí" (Jn., 12, gr.). Cuantas veces se renueva sobre el altar el sacrificio de la cruz, "en el cual nuestra Pascua, Cristo, ha sido inmolada" (1 Cor., 5, 7), se efectúa la obra de nuestra redención. Al propio tiempo en el sacramento del pan eucarístico se representa y se reproduce la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo (cf. 1 Cor., 10, 17). Todos los hombres son llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos.

4. EL ESPIRITU, SANTIFICADOR DE LA IGLESIA

Consumada, pues, la obra que el Padre confió al Hijo en la tierra (cf. Jn., 17, 4) fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, para que continuamente santificara a la Iglesia, y de esta forma los creyentes pudieran acercarse por Cristo al Padre en un mismo Espíritu (cf. Ef., 2, 18). El es el Espíritu de la vida, o la fuente del agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn., 4, 14; 7, 38-39), por quien vivifica el Padre a todos los muertos por el pecado hasta que resucite en Cristo sus cuerpos mortales (cf. Rom., 8, 10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo (1 Cor., 3, 16; 6, 19) y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos (cf. Gál., 4, 6; Rom., 8, 15-16 y 26). Con diversos dones jerárquicos y carismáticos dirige y enriquece con todos sus frutos a la Iglesia (cf. Ef. 4, 11-12; 1 Cor. 12, 4; Gal., 5, 22), a la que guía hacia toda verdad (cf. Jn., 16, 13) y unifica en comunión y ministerio. Con la fuerza del Evangelio hace rejuvenecer a la Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo[3]. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: "[exclamdown]Ven!" (cf. Apoc., 22, 17).

Así se manifiesta toda la Iglesia como "una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo"[4].

5. EL REINO DE DIOS

El misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación. Pues nuestro Señor Jesús dio comienzo a su Iglesia predicando la buena nueva, es decir, el Reino de Dios prometido muchos siglos antes en las Escrituraas: "Porque el tiempo se cumplió y se acercó el Reino de Dios" (Mc., 1, 15; cf. Mt., 4, 17). Ahora bien: este Reino brilla delante de los hombres por la palabra, por las obras y por la presencia de Cristo. La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo (Mc., 4, 14); quienes la reciben con fidelidad y se unen a la pequeña grey (Lc., 12, 32) de Cristo, recibieron el Reino: la semilla va germinando poco a poco por su vigor interno, y va creciendo hasta el tiempo de la siega (cf. Mc., 4, 26-29). Los milagros, por su parte, prueban que el Reino de Jesús ya vino sobre la tierra: "Si expulso los demonios por el poder de Dios, sin duda que el Reino de Dios ha llegado a vosotros" (Lc., 11, 20; cf. Mt., 12, 28). Pero, sobre todo, el Reino se manifiesta en la Persona del mismo Hijo del Hombre, que vino "a servir, y a dar su vida para redención de muchos" (Mc., 10, 45).

Pero habiendo resucitado Jesús, después de morir en la cruz por los hombres, apareció constituido como Señor, como Cristo y como Sacerdote para siempre (cf. Hech., 2, 36; Heb., 5, 6; 7, 17-21), y derramó en sus discípulos el Espíritu prometido por el Padre (cf. Hech., 2, 33). Por eso la Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador, observando fielmente sus preceptos de caridad, de humildad y de abnegación, recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios, de establecerlo en medio de todas las gentes, y constituye en la tierra el germen y el principio de este Reino. Ella, en tanto, mientras va creciendo poco a poco anhela el Reino consumado, espera con todas sus fuerzas, y desea ardientemente unirse con su Rey en la gloria.

6. LAS VARIAS FIGURAS DE LA IGLESIA

Como en el Antiguo Testamento la revelación del Reino se propone muchas veces bajo figuras, así ahora la íntima naturaleza de la Iglesia se nos manifiesta también bajo diversas imágenes, tomadas de la vida pastoril, de la agricultura, de la construcción, de la familia y de los esponsales, que ya se vislumbran en los libros de los profetas.

Porque la Iglesia es un "redil", cuya única y obligada puerta es Cristo (Jn., 10, 1-10). Es también una grey, de la cual Dios mismo anunció que sería el Pastor (cf. Is., 40, 11; Ez., 34, 11 y ss.) y cuyas ovejas, aunque aparezcan conducidas por pastores humanos, son guiadas y nutridas constantemente por el mismo Cristo, buen Pastor y Jefe de pastores (cf. Jn., 10, 11; 1 Ped., 5, 4), que dio su vida por las ovejas (cf. Jn., 10, 11-16).

La Iglesia es "campo de labranza" o arada de Dios (1 Cor., 3, 9). En este campo crece el vetusto olivo, cuya santa raíz fueron los patriarcas, en el cual se efectuó y concluirá la reconciliación de los Judíos y de los Gentiles (Rom., 11, 13-26). El celestial Agricultor la plantó como viña elegida (Mat., 21, 33-43 par.: cf. Is., 5, 1 y ss.). La verdadera vid es Cristo, que comunica la savia y la fecundidad a los sarmientos, es decir, a nosotros, que permanecemos en El por medio de la Iglesia y sin el cual nada podemos hacer (Jn., 15, 1-5).

Muchas veces también la Iglesia se llama "edificación" de Dios (1 Cor., 3, 9). El mismo Señor se comparó a una piedra rechazada por los constructores, pero que fue puesta como piedra angular (Mt., 21, 42 par.; cf. Hech., 4, 11; 1 Pe., 2, 7; Salm., 117, 22). Sobre aquel fundamento levantan los apóstoles la Iglesia (cf. 1 Cor., 3, 11) y de él recibe firmeza y cohesión. A esta edificación se le dan diversos nombres: casa de Dios, (1 Tim., 3, 15) en que habita su "familia", habitación de Dios en el Espíritu (Ef., 2, 19-22), tienda de Dios con los hombres (Apoc., 21, 3) y sobre todo "templo" santo, que los Santos Padres celebran representado con los santuarios de piedra, y en la liturgia se compara justamente a la Ciudad santa, la nueva Jerusalén[5]. Porque de ella formamos parte aquí en la tierra como piedras vivas (1 Pe., 2, 5). San Juan, en la renovación final del mundo, contempla esta ciudad que baja del cielo, de junto a Dios, ataviada como una esposa que se engalana para su esposo (Apoc., 21, 1 y s.).

La Iglesia, que es llamada también "la Jerusalén celestial" y "madre nuestra" (Gál., 4, 26; cf. Apoc., 12, 17), se representa como la inmaculada "esposa" del Cordero inmaculado (Apoc., 19, 1; 21, 2 y 9; 22, 17), a la que Cristo "amó y se entregó por ella, para santificarla" (Ef., 5, 26), a la que unió consigo con alianza indisoluble y sin cesar la "alimenta y cuida" (Ef., 5, 29), y a la que, limpia de toda mancha, quiso unida a sí y sujeta por el amor y la fidelidad (cf. Ef., 5, 24), a la que, por fin, enriqueció para siempre con tesoros celestiales, para que podamos comprender la caridad de Dios y de Cristo para con nosotros, que supera todo conocimiento (cf. Ef., 3, 19). Pero mientras la Iglesia peregrina en esta tierra lejos del Señor (cf. 2 Cor., 5, 6), se considera como desterrada, de forma que busca y aspira a las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios, donde la vida de la Iglesia está escondida con Cristo en Dios, hasta que se manifieste gloriosa con su Esposo (cf. Col., 3, 1-4).

7. LA IGLESIA, CUERPO MISTICO DE CRISTO

El Hijo de Dios, encarnado en la naturaleza humana, redimió al hombre y lo transformó en una nueva criatura (cf. Gál., 6, 15; 2 Cor., 5, 17), superando la muerte con su muerte y resurrección. A sus hermanos, convocados de entre todas las gentes, los constituyó místicamente como su cuerpo, comunicándoles su Espíritu.

La vida de Cristo en este cuerpo se comunica a los creyentes, que se unen misteriosa y realmente a Cristo paciente y glorificado por medio de los sacramentos[6]. Por el bautismo nos configuramos con Cristo: "Porque también todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo" (1 Cor., 12, 13). Rito sagrado con que se representa y efectúa la unión con la muerte y resurrección de Cristo: "Con El hemos sido sepultados por el bautismo, para participar en su muerte", mas si "hemos sido injertados en El por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección" (Rom., 6, 4-5). En la fracción del pan eucarístico, participando realmente del cuerpo del Señor, nos elevamos a una comunión con El y entre nosotros mismos. Puesto que hay un solo pan, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan" (1 Cor., 10, 17). Así todos nosotros quedamos hechos miembros de su Cuerpo (cf. I Cor., 12, 27), "pero cada uno es miembro del otro" (Rom., 12, 5).

Pero como todos los miembros del cuerpo humano, aunque sean muchos, constituyen un cuerpo, así los fieles en Cristo (cf. 1 Cor., 12, 12). También en la constitución del cuerpo de Cristo hay variedad de miembros y de funciones. Uno mismo es el Espíritu, que distribuye sus diversos dones, para el bien de la Iglesia, según su riqueza y la diversidad de las funciones (cf. 1 Cor., 12, 1-11). Entre todos estos dones sobresale la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad subordina el mismo Espíritu incluso a los carismáticos (cf. 1 Cor., 14). Unificando el cuerpo, el mismo Espíritu por sí y con su virtud y por la interna conexión de los miembros, produce y estimula la caridad entre los fieles. Por tanto, si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él; o si un miembro es honrado, gozan juntamente con él todos los miembros (cf. 1 Cor., 12, 26).

La Cabeza de este cuerpo es Cristo. El es la imagen del Dios invisible, y en El fueron creadas todas las cosas. El es antes que todos, y todo subsiste en El. El es la cabeza del cuerpo que es la Iglesia. El es el principio, el primogénito de los muertos, para que tenga la primacía sobre todas las cosas (cf. Col., 1, 15-18). El domina con la excelsa grandeza de su poder los cielos y la tierra y con su eminente perfección y con su acción colma de riquezas todo su cuerpo glorioso (cf. Ef., 1, 18-23)[7].

Es necesario que todos los miembros se asemejen a El hasta que Cristo quede formado en ellos (cf. Gál., 4, 19). Por eso somos incorporados a los misterios de su vida, conformes con El, muertos y resucitados juntamente con El, hasta que reinemos con El (cf. Filp., 3, 21; 2 Tim., 2, 11; Ef., 2, 6; Col., 2, 12, etc.). Peregrinos todavía sobre la tierra, siguiendo sus huellas en el sufrimiento o en la persecución, nos unimos a sus dolores como el cuerpo a la Cabeza, padeciendo con El, para ser con El glorificados (cf. Rom., 8, 17).

Por El "el cuerpo entero, alimentado y trabado por las coyunturas y ligamentos, crece con crecimiento divino" (Col., 2, 19). El dispensa constantemente en su cuerpo, es decir, en la Iglesia, los dones para las funciones con los que por virtud de El mismo nos ayudamos mutuamente en orden a la salvación, para que siguiendo la verdad en la caridad, crezcamos por todos los medios en El, que es nuestra Cabeza (cf. Ef., 4, 11-16).

Mas para que incesantemente nos renovemos en El (cf. Ef., 4, 23), nos concedió participar de su Espíritu, que siendo uno mismo en la Cabeza y en los miembros, de tal forma vivifica, unifica y mueve todo el cuerpo, que su operación pudo ser comparada por los Santos Padres con el servicio que realiza el principio de la vida, o el alma, en el cuerpo humano[8].

Cristo, por cierto, ama a la Iglesia como a su propia Esposa, como el varón que amando a su mujer ama su propio cuerpo (cf. Ef., 5, 25-28); pero la Iglesia, por su parte, está sujeta a su Cabeza (ibid., 23-24). "Porque en El habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad" (Col., 2, 9), colma de bienes divinos a la Iglesia, que es su cuerpo y su plenitud (cf. Ef., 1, 22-23), para que ella anhele y consiga toda la plenitud de Dios (cf. Ef., 3, 19).

8. LA IGLESIA, VISIBLE Y ESPIRITUAL A UN TIEMPO

Cristo, Mediador único, estableció su Iglesia santa, comunidad de fe, de esperanza y de caridad en este mundo como una trabazón visible y la sustenta constantemente[9], y por ella comunica a todos la verdad y la gracia. Pero la sociedad dotada de órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, la reunión visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia dotada de bienes celestiales, no han de considerarse como dos cosas, porque forma una realidad completa, constituida por un elemento humano y otro divino[10]. Por esta profunda analogía se asimila al Misterio del Verbo encarnado. Pues como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como órgano de salvación a El indisolublemente unido, de forma semejante la unión social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo, que la vivifica, para el incremento del cuerpo (cf. Ef., 4, 16)[11].

Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos una, santa, católica y apostólica[12], la que nuestro Salvador confió después de su resurrección a Pedro para que la apacentara (Jn., 24, 17), confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt., 28, 18, etc.), y la erigió para siempre como "columna y fundamento de la verdad" (I Tim., 3, 15).

Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él[13], aunque puedan encontrarse fuera de ella muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, inducen hacia la unidad católica.

Mas como Cristo cumplió la redención en la pobreza y en la persecución, así la Iglesia es llamada a seguir ese mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación. Cristo Jesús, "existiendo en la forma de Dios, se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo" (Filp., 2, 6) y por nosotros "se hizo pobre, siendo rico" (2 Cor., 8, 9); así la Iglesia aunque en el cumplimiento de su misión exige recursos humanos, no está constituida para buscar la gloria de este mundo, sino para predicar la humildad y la abnegación incluso con su ejemplo. Cristo fue enviado por el Padre a "evangelizar a los pobres, y levantar a los oprimidos" (Lc., 4, 18), "para buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc., 19, 10); de manera semejante la Iglesia abraza a todos los afligidos por la debilidad humana, más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en aliviar sus necesidades, y pretende servir en ellos a Cristo. Pues mientras Cristo, santo, inocente, inmaculado (Heb., 7, 26) no conoció el pecado (2 Cor., 5, 21), sino que vino a expiar sólo los pecados del pueblo (cf. Heb., 2, 17), la Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecadores, santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación.

La Iglesia "va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios"[14], anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que El venga (cf. 1 Cor., 11, 26). Se vigoriza con la fuerza del Señor resucitado, para vencer con paciencia y con caridad sus propios sufrimientos y dificultades internas y externas, y manifiesta fielmente en el mundo el misterio de Cristo, aunque entre penumbras, hasta que al fin de los tiempos se descubra con todo esplendor.

 

CAPITULO II
EL PUEBLO DE DIOS

9. NUEVO PACTO Y NUEVO PUEBLO

En todo tiempo y lugar son aceptos a Dios los que le temen y practican la justicia (cf. Hech., 10, 35). Quiso, sin embargo, el Señor santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados entre sí, sino constituir con ellos un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente. Eligió como pueblo suyo el pueblo de Israel, con quien estableció un pacto, y a quien instruyó gradualmente, manifestándosele a Sí mismo y sus divinos designios a través de su historia y santificándolo para Sí. Pero todo esto lo realizó como preparación y símbolo del nuevo pacto perfecto que había de efectuarse en Cristo, y de la plena revelación que había de hacer por el mismo Verbo de Dios hecho carne: "He aquí que llega el tiempo, dice el Señor, y haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. Pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios para ellos, y ellos serán mi pueblo... Todos, desde el pequeño al mayor me conocerán, afirma el Señor" (Jer., 31, 31-34). Pacto nuevo que estableció Cristo, es decir, el Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1 Cor., 11, 25), convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles, que se fundiera en unidad, no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el nuevo Pueblo de Dios. Pues los que creen en Cristo, renacidos de un germen no corruptible, sino incorruptible, por la palabra de Dios vivo (cf. 1 Ped., 1, 23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn., 3, 5-6), constituyen por fin "un linaje escogido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo de su patrimonio... que en un tiempo no era ni siquiera un pueblo y ahora es pueblo de Dios" (1 Pe., 2, 9-10).

Ese pueblo mesiánico tiene por Cabeza de Cristo, "que fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra salvación" (Rom., 4, 25), y habiendo conseguido un nombre que está sobre todo nombre, reina gloriosamente en los cielos. Tiene por condición la dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo. Tiene por ley el mandato del amor, como el mismo Cristo nos amó (cf. Jn., 13, 14). Tiene últimamente como fin la dilatación del Reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que sea consumado por El mismo al fin de los tiempos, cuando se manifieste Cristo, nuestra vida (cf. Col., 3, 4), y "la misma criatura será libertada de la servidumbre de la corrupción para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios" (Rom., 8, 21). Aquel pueblo mesiánico, por tanto, aunque de momento no abrace a todos los hombres, y muchas veces aparezca como una pequeña grey, es, sin embargo, el germen firmísimo de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano. Constituido por Cristo en orden a la comunión de vida, de caridad y de verdad, es también como instrumento suyo de la redención universal y es enviado a todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt., 5, 13-16).

Así como el pueblo de Israel, según la carne, peregrino del desierto, es llamado alguna vez Iglesia de Dios (cf. 2 Esdr., 13, 1; cf. Núm., 20, 4; Deut., 23, 1 ss.), así el nuevo Israel, que va avanzando en este mundo en busca de la ciudad futura y permanente (cf. Heb., 13, 14) se llama también Iglesia de Cristo (cf. Mt., 16, 18), porque El la adquirió con su sangre (cf. Hech., 20, 28), la llenó de su Espíritu y la proveyó de medios aptos para una unión visible y social. La congregación de todos los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación y principio de la unidad y de la paz, es la Iglesia convocada y constituida por Dios, para que sea para todos y cada uno sacramento visible de esta unidad salvífica[15]. Rebasando todos los límites de tiempos y de lugares, entra en la historia humana para extenderse a todas las naciones. Caminando, pues, la Iglesia a través de peligros y de tribulaciones, de tal forma se ve confortada por la fuerza de la gracia de Dios que el Señor le prometió, que en la debilidad de la carne no pierde su fidelidad absoluta, sino que persevera siendo digna esposa de su Señor, y no deja de renovarse a sí misma bajo la acción del Espíritu Santo, hasta que por la cruz llegue a la luz sin ocaso.

10. EL SACERDOCIO COMUN

Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cf. Heb., 5, 1-5), hizo de su nuevo pueblo "reino y sacerdote para Dios, su Padre" (cf. Apoc., 1, 6; 5, 9-10). Pues los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del cristiano ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a su luz admirable (cf. 1 Pe., 2, 4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabanza a Dios (cf. Hech., 2, 42, 47), han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rom., 12, 1), han de dar testimonio de Cristo en todo lugar, y a quien se la pidiere han de dar también razón de la esperanza que tienen en la vida eterna (cf. 1 Pe., 3, 15).

El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque distinguiéndose esencial y no sólo gradualmente, se ordenan el uno al otro, pues cada uno participa de forma peculiar del único sacerdocio de Cristo[16]. Porque el sacerdote ministerial, en virtud de la sagrada potestad que posee, forma y dirige al pueblo sacerdotal, efectúa el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo, ofreciéndolo a Dios en nombre de todo el pueblo; los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio real, concurren a la oblación de la Eucaristía[17], y lo ejercen con la recepción de los sacramentos, con la oración y acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y caridad operante.

11. EL EJERCICIO DEL SACERDOCIO COMUN EN LOS SACRAMENTOS

La condición sagrada y orgánicamente constituida de la comunidad sacerdotal se actualiza tanto por los sacramentos como por las virtudes. Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana, y, regenerados como hijos de Dios, tienen el deber de confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia[18]. Por el sacramento de la confirmación se vinculan más íntimamente a la Iglesia, se enriquecen con una fortaleza especial del Espíritu Santo, y de esta forma se obligan más estrechamente[19] a difundir y defender la fe con su palabra y sus obras como verdaderos testigos de Cristo. Participando del sacrificio eucarístico, fuente y culmen de toda vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos juntamente con ella[20]; y así, tanto por la oblación como por la sagrada comunión, todos toman parte activa en la acción litúrgica no indistintamente, sino cada uno según su condición. Una vez saciados con el cuerpo de Cristo en la asamblea sagrada, manifiestan concretamente la unidad del pueblo de Dios, aptamente significada y maravillosamente producida por este augustísimo sacramento.

Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de las ofensas hechas a El y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que, pecando, hirieron; y ella, con caridad, con ejemplos y con oraciones, les ayuda en su conversión. Con la sagrada unción de los enfermos y con la oración de los sacerdotes, la Iglesia entera encomienda al Señor paciente y glorificado a los que sufren para que los alivie y los salve (cf. Sant., 5, 14-16); más aún, los exhorta a que, uniéndose libremente a la pasión y a la muerte de Cristo (Rom., 8, 17; Col., 1, 24; 2 Tim., 2, 11-12; 1 Pe., 4, 13), contribuyan al bien del Pueblo de Dios. Además, aquellos que entre los fieles tienen el carácter del orden sagrado, quedan destinados en el nombre de Cristo para apacentar la Iglesia con la palabra y con la gracia de Dios. Por fin, los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por el que manifiestan y participan del misterio de la unidad y del fecundo amor entre Cristo y la Iglesia (Ef., 5, 32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de los hijos, y, de esta manera, tienen en su condición y estado de vida su propia gracia en el Pueblo de Dios (cf. 1 Cor., 7, 7)[21]. Pues de esta unión conyugal procede la familia, en que nacen los nuevos ciudadanos de la sociedad humana, que por la gracia del Espíritu Santo quedan constituidos por el bautismo en hijos de Dios, para perpetuar el pueblo de Dios en el decurso de los tiempos. En esta como Iglesia doméstica los padres han de ser para con sus hijos los primeros predicadores de la fe, tanto con su palabra como con su ejemplo, y han de fomentar la vocación propia de cada uno y con especial cuidado la vocación sagrada.

Los fieles todos, de cualquier condición y estado que sean, fortalecidos por tantos y tan poderosos medios, son llamados por Dios, cada uno por su camino, a la perfección de la santidad con la que el mismo Padre es perfecto.

12. EL SENTIDO DE LA FE Y DE LOS CARISMAS EN EL PUEBLO CRISTIANO

El Pueblo santo de Dios participa también del don profético de Cristo, difundiendo su vivo testimonio sobre todo por la vida de fe y de caridad, ofreciendo a Dios el sacrificio de la alabanza, el fruto de los labios que bendicen su nombre (cf. Heb., 13, 15). La universalidad de los fieles que tiene la unción del que es Santo (cf. 1 Jn., 2, 20 y 27) no puede fallar en su creencia, y ejerce ésta su peculiar propiedad mediante el sentimiento sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando "desde los Obispos hasta los últimos fieles seglares"[22] manifiesta el asentimiento universal en las cosas de fe y de costumbres. Con ese sentido de la fe que el Espíritu Santo mueve y sostiene, el Pueblo de Dios, bajo la dirección del sagrado magisterio, al que sigue fielmente, recibe, no ya la palabra de los hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cf. 1 Tes., 2, 13), se adhiere indefectiblemente a la fe confiada una vez a los santos (cf. Jud., 3), penetra profundamente con rectitud de juicio y la aplica más íntegramente en la vida.

Además, el mismo Espíritu Santo, no solamente santifica y dirige al pueblo de Dios por los Sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino que "distribuyendo sus dones a cada uno según quiere" (1 Cor., 12, 11), reparte entre toda clase de fieles, gracias incluso especiales, con las que los dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y más amplia y provechosa edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: "A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad" (1 Cor., 12, 7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más sencillos y comunes, por el hecho de que son muy conformes y útiles a las necesidades de la Iglesia, hay que recibirlos con agradecimiento y consuelo. Los dones extraordinarios no hay que pedirlos temerariamente, ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos de los trabajos apostólicos; pero el juicio sobre su autenticidad y sobre su aplicación pertenece a los que tienen autoridad en la Iglesia, a quienes sobre todo compete no apagar el Espíritu, sino probarlo todo y quedarse con lo bueno (cf. 1 Tes., 5, 12 y 19-21).

13. UNIVERSALIDAD Y CATOLICIDAD DEL UNICO PUEBLO DE DIOS

Todos los hombres son llamados a formar parte del Pueblo de Dios. Por lo cual este pueblo, siendo uno y único, ha de abarcar el mundo entero y todos los tiempos, para cumplir los designios de la voluntad de Dios, que creó en el principio una sola naturaleza humana, y determinó congregar en un conjunto a todos sus hijos, que estaban dispersos (cf. Jn., 11, 52). Para ello envió Dios a su Hijo, a quien constituyó heredero universal (cf. Heb., 1, 2), para que fuera Maestro, Rey y Sacerdote de todos, Cabeza del nuevo y universal pueblo de los hijos de Dios. Para ello, por fin, envió al Espíritu de su Hijo, Señor y Vivificador, que es para toda la Iglesia y para todos y cada uno de los creyentes principio de unión y de unidad en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en la oración (cf. Hech., 2, 42, gr.).

Así, pues, entre todas las gentes de la tierra está el Pueblo de Dios, porque de todas recibe los ciudadanos de su Reino, no terreno, sino celestial. Pues todos los fieles esparcidos por el haz de la tierra están en comunión con los demás en el Espíritu Santo, y así "el que habita en Roma sabe que los indios son también sus miembros"[23]. Pero como el Reino de Cristo no es de este mundo (cf. Jn., 18, 36), la Iglesia, o Pueblo de Dios, introduciendo este Reino, no arrebata a ningún pueblo ningún bien temporal, sino al contrario fomenta y recoge todas las cualidades, riquezas y costumbres de los pueblos en cuanto son buenas, y recogiéndolas, las purifica, las fortalece y las eleva. Pues sabe muy bien que debe recoger juntamente con aquel Rey a quien fueron dadas en heredad todas las naciones y a cuya ciudad llevan dones y ofrendas [c. Salm., 71 (72), 10; Is., 60, 4-7; Apoc., 21, 24]. Este carácter de universalidad, que distingue al pueblo de Dios, es un don del mismo Señor por el que la Iglesia católica tiende eficaz y constantemente a recapitular la Humanidad entera con todos sus bienes bajo Cristo como Cabeza, en la unidad de su Espíritu[24].

En virtud de esta catolicidad cada una de las partes presenta sus dones a las otras y a toda la Iglesia, de suerte que el todo y cada uno de sus elementos se aumentan con todos los que mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en la unidad. De donde resulta que el Pueblo de Dios no sólo congrega gentes de diversos pueblos, sino que en sí mismo está integrado por diversos elementos. Porque hay diversidad entre sus miembros, ya según las funciones, pues algunos desempeñan el ministerio sagrado en bien de sus hermanos, ya según la condición y ordenación de vida, pues otros muchos en el estado religioso, tendiendo a la santidad por el camino más estrecho, estimulan con su ejemplo a los hermanos. Así también, en la comunión eclesiástica existen Iglesias particulares que gozan de tradiciones propias, permaneciendo íntegro el primado de la Cátedra de Pedro, que preside todo el conjunto de la caridad[25], defiende las legítimas diferencias, y al mismo tiempo procura que estas particularidades no sólo no perjudiquen a la unidad, sino incluso cooperen a ella. De aquí dimanan finalmente entre las diversas partes de la Iglesia los vínculos de íntima comunión de bienes espirituales, de operarios apostólicos y de recursos económicos. En efecto, los miembros del Pueblo de Dios son llamados a la comunicación de bienes, y a cada una de las Iglesias pueden aplicarse estas palabras del apóstol: "El don que cada uno haya recibido, póngalo al servicio de los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios" (1 Pe., 4, 10).

Todos los hombres son admitidos a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que prefigura y promueve la paz universal, y a ella pertenecen de varios modos o se destinan tanto los fieles católicos como los otros cristianos, e incluso todos los hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios.

14. LOS FIELES CATOLICOS

El sagrado Concilio dirige ante todo su atención a los fieles católicos. Enseña, fundado en la Escritura y en la Tradición, que esta Iglesia peregrinante es necesaria para la salvación, pues Cristo es el único Mediador y el camino de salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y El, inculcando con palabras concretas la necesidad del bautismo (cf. Mt., 16, 16; Jn., 3, 5), confirmó a un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como por una puerta. Por lo cual no podrían salvarse quienes, sabiendo que la Iglesia católica fue instituida por Jesucristo como necesaria, no quisieran entrar o permanecer en ella.

A la sociedad de la Iglesia se incorporan plenamente los que, poseyendo el Espíritu de Cristo, reciben íntegramente sus disposiciones y todos los medios de salvación depositados en ella, y se unen por los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos, del régimen eclesiástico y de la comunión a su organización visible con Cristo, que la dirige por medio del Sumo Pontífice y de los Obispos. Sin embargo, no alcanza la salvación, aunque esté incorporado a la Iglesia, quien, no perseverando en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia "con el cuerpo", pero no "con el corazón"[26]. No olviden, con todo, los hijos de la Iglesia que su excelsa condición no deben atribuirla a sus propios méritos, sino a una gracia especial de Cristo; y si no responden a ella con el pensamiento, las palabras y las obras, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad[27].

Los catecúmenos que, por la moción del Espíritu Santo, solicitan con voluntad expresa ser incorporados a la Iglesia, se unen a ella por este mismo deseo; y la Madre Iglesia los abraza ya amorosa y solícitamente como suyos.

15. VINCULOS DE LA IGLESIA CON LOS CRISTIANOS NO CATOLICOS

La Iglesia se siente unida por varios vínculos con todos los que se honran con el nombre de cristianos, por estar bautizados, aunque no profesan íntegramente la fe, o no conservan la unidad de comunión bajo el Sucesor de Pedro[28]. Pues son muchos los que veneran efectivamente las Sagradas Escrituras como norma de fe y de vida y muestran un sincero celo religioso, creen con amor en Dios Padre todopoderoso, y en el Hijo de Dios Salvador[29], están marcados con el bautismo, con el que se unen a Cristo, e incluso reconocen y reciben en sus propias Iglesias o comunidades eclesiales otros sacramentos. Muchos de ellos tienen Episcopado, celebran la sagrada Eucaristía y fomentan la piedad hacia la Virgen Madre de Dios[30]. Hay que contar también la comunión de oraciones y de otros beneficios espirituales; más aún: cierta verdadera unión en el Espíritu Santo, puesto que también obra en ellos con su virtud santificante por medio de dones y de gracias, y a algunos de ellos les dio la fortaleza del martirio. De esta forma el Espíritu promueve en todos los discípulos de Cristo el deseo y la acción para que todos se unan en paz, de la manera que Cristo estableció en un rebaño y bajo un solo Pastor[31]. Para obtener eso la Madre Iglesia no cesa de orar, de esperar y de trabajar, y exhorta a todos sus hijos a la santificación y renovación, para que la imagen de Cristo resplandezca con mayores claridades sobre el rostro de la Iglesia.

16. LOS NO CRISTIANOS

Por fin, los que todavía no recibieron el Evangelio, están ordenados al Pueblo de Dios por varios motivos[32]. En primer lugar ciertamente, aquel pueblo a quien se confiaron las alianzas y las promesas y del que nació Cristo según la carne (cf. Rom., 9, 4-5); pueblo, según la elección, amadísimo a causa de sus padres; porque los dones y la vocación de Dios son irrevocables (cf. Rom., 11, 28-29). Pero el designio de salvación abarca también a aquellos que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer término los Musulmanes, que confesando profesar la fe de Abraham, adoran con nosotros a un solo Dios, misericordioso, que ha de juzgar a los hombres en el último día. Este mismo Dios tampoco está lejos de otros que entre sombras e imágenes buscan al Dios desconocido, puesto que les da a todos la vida, el aliento y todas las cosas (cf. Hech., 17, 25-28), y el Salvador quiere que todos los hombres se salven (cf. 1 Tim., 2, 4). Pues los que inculpablemente desconocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, y buscan con sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con obras su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna[33]. La Divina Providencia no niega los auxilios necesarios para la salvación a los que sin culpa por su parte no llegaron todavía a un claro conocimiento de Dios y, sin embargo, se esfuerzan, ayudados por la gracia divina, en conseguir una vida recta. La Iglesia aprecia todo lo bueno y verdadero que entre ellos se da, como preparación al Evangelio[34], y dado por quien ilumina a todos los hombres, para que al fin tengan la vida. Pero más frecuentemente los hombres, engañados por el Maligno, se hicieron necios en sus razonamientos y trocaron la verdad de Dios por la mentira, sirviendo a la criatura en lugar del Creador (cf. Rom., 1, 21 y 25), o viviendo y muriendo sin Dios en este mundo, están expuestos a una horrible desesperación. Por eso, para la gloria de Dios y la salvación de todos éstos, la Iglesia, recordando el mandato del Señor: "Predicad el Evangelio a toda criatura" (cf. Mc., 16, 16), promueve con toda solicitud las misiones.

17. CARACTER MISIONERO DE LA IGLESIA

Como el Padre envió al Hijo, así el Hijo envió a los Apóstoles (cf. Jn., 20, 21), diciendo: "Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo" (Mt., 28, 18-20). Este solemne mandato de Cristo, de anunciar la verdad salvadora, la Iglesia lo heredó de los Apóstoles con la misión de llevarla hasta los confines de la tierra (cf. Hech., 1, 8). De aquí que haga suyas las palabras del Apóstol: "[exclamdown]Ay de mí si no evangelizara!" (1 Cor., 9, 10), y por eso se preocupa incansablemente de enviar evangelizadores hasta que queden plenamente establecidas nuevas Iglesias y éstas continúen la obra evangelizadora. Porque se ve impulsada por el Espíritu Santo a cooperar para que se cumpla efectivamente el plan de Dios, que puso a Cristo como principio de salvación para todo el mundo. Predicando el Evangelio mueve a los oyentes a la fe y a la confesión de la fe, los dispone para el bautismo, los arranca de la servidumbre del error y los incorpora a Cristo, para que amándolo, crezcan hasta quedar llenos de El. Con su obra consigue que todo lo bueno que halla depositado en la mente y en el corazón de los hombres, en los ritos y en las culturas de los pueblos, no solamente no desaparezca, sino que se purifique y se eleve y se perfeccione para la gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre. Sobre todos los discípulos de Cristo pesa la obligación de propagar la fe según su propia posibilidad[35]. Pero, aunque cualquiera puede bautizar a los creyentes, es, no obstante, propio del sacerdote el consumar la edificación del Cuerpo de Cristo por el sacrificio eucarístico, realizando las palabras de Dios, dichas por el profeta: "Desde donde sale el sol hasta el poniente se extiende mi nombre grande entre las gentes, y en todas partes se le ofrece una oblación pura" (Mal., 1, 11)[36]. Así, pues, ora y trabaja a un tiempo la Iglesia, para que la totalidad del mundo se incorpore al pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda todo honor y gloria al Creador y Padre universal.

CAPITULO III
CONSTITUCION JERARQUICA DE LA
IGLESIA Y PARTICULARMENTE EL EPISCOPADO

18. "PROEMIO"

Para apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituye en su Iglesia diversos ministerios ordenados al bien de todo el Cuerpo. Porque los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos son miembros del Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la dignidad cristiana, tiendan libre y ordenadamente a un mismo fin y lleguen a la salvación.

Este Santo Concilio, siguiendo las huellas del Vaticano I, enseña y declara, a una con él, que Jesucristo, eterno Pastor, edificó la santa Iglesia enviando a sus Apóstoles como El mismo había sido enviado por el Padre (cf. Jn., 20, 21) y quiso que los sucesores de éstos, los Obispos, hasta la consumación de los siglos, fuesen los pastores en su Iglesia. Pero para que el Episcopado mismo fuese uno solo e indiviso, puso al frente de los demás apóstoles al bienaventurado Pedro, e instituyó en él el principio visible y perpetuo fundamento[37] de la unidad de fe y de comunión. El santo Concilio propone nuevamente como objeto firme de fe a todos los fieles esta doctrina de la institución, perpetuidad, fuerza y razón de ser del sacro primado del Romano Pontífice y de su magisterio infalible, y prosiguiendo dentro de la misma línea, se propone, ante la faz de todos, profesar y declarar la doctrina acerca de los Obispos, sucesores de los Apóstoles, los cuales, junto con el sucesor de Pedro, Vicario de Cristo[38] y Cabeza visible de toda la Iglesia, rigen la casa del Dios vivo.

19. LA INSTITUCION DE LOS DOCE APOSTOLES

El Señor Jesús, después de haber hecho oración al Padre, llamando a sí a los que El quiso, eligió a los doce para vivir con El y enviarlos después a predicar el Reino de Dios (cf. Mc., 3, 13-19; Mt., 10, 1-42); a estos Apóstoles (cf. Lc., 6, 13) los fundó a modo de colegio, es decir, de grupo estable, y puso al frente de ellos, sacándolo de en medio de ellos, a Pedro (cf. Jn., 21, 15-17). Los envió Cristo, primero a los hijos de Israel, luego a todas las gentes (cf. Rom., 1, 16) para que, con la potestad que les entregaba, hiciesen discípulos suyos a todos los pueblos, los santificasen y gobernasen (cf. Mt., 28, 16-20; Mc., 16, 15; Lc., 24, 45-48; Jn., 20, 21-23) y así dilatasen la Iglesia y la apacentasen, sirviéndola, bajo la dirección del Señor, todos los días hasta la consumación de los siglos (cf. Mt., 28, 20). En esta misión fueron confirmados plenamente el día de Pentecostés (cf. Hech., 2, 1-26), según la promesa del Señor: "Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos así en Jerusalén como en toda la Judea y Samaria y hasta el último confín de la tierra" (Hech., 1, 8). Los Apóstoles, pues, predicando en todas partes el Evangelio (cf. Mc., 16, 20), que los oyentes recibían por influjo del Espíritu Santo, reúnen la Iglesia universal que el Señor fundó sobre los Apóstoles y edificó sobre el bienaventurado Pedro, su cabeza, poniendo como piedra angular del edificio a Cristo Jesús (cf. Apoc., 21, 14; Mt., 16, 18; Ef., 2, 20)[39].

20. LOS OBISPOS, SUCESORES DE LOS APOSTOLES

Esta divina misión, confiada por Cristo a los Apóstoles, ha de durar hasta el fin de los siglos (cf. Mt., 28, 20), puesto que el Evangelio que ellos deben transmitir es el principio de la vida para la Iglesia en todo tiempo. Por lo cual los Apóstoles, en esta sociedad jerárquicamente organizada, tuvieron cuidado de establecer sucesores.

En efecto, no sólo tuvieron diversos colaboradores en el ministerio[40], sino que, a fin de que la misión a ellos confiada se continuase después de su muerte, los Apóstoles, a modo de testamento, confiaron a sus cooperadores inmediatos el encargo de acabar y consolidar la obra por ellos comenzada[41], encomendándoles que atendieran a toda la grey en medio de la cual el Espíritu Santo los había puesto para apacentar la Iglesia de Dios (cf. Hech., 20, 28). Establecieron, pues, tales colaboradores y dejaron dispuesto que, a su vez, otros hombres probados, al morir ellos, se hiciesen cargo del ministerio[42]. Entre los varios ministerios que ya desde los primeros tiempos se ejercitan en la Iglesia, según testimonio de la tradición, ocupa el primer lugar el oficio de aquellos que, constituidos en el Episcopado, por una sucesión que surge desde el principio[43], conservan el vástago de la semilla apostólica[44]. Así, según atestigua San Ireneo, por medio de aquellos que fueron establecidos por los Apóstoles como Obispos y como sucesores suyos hasta nosotros, se manifiesta[45] y se conserva la tradición apostólica en el mundo entero[46].

Así, pues, los Obispos, junto con los presbíteros y diáconos[47], recibieron el ministerio de la comunidad presidiendo en nombre de Dios la grey[48] de la que son pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros dotados de autoridad[49]. Y así como permanece el oficio concedido por Dios singularmente a Pedro como a primero entre los Apóstoles, que debe ser transmitido a sus sucesores, así también permanece el oficio de los Apóstoles de apacentar la Iglesia que debe ser ejercitado continuamente por el orden sagrado de los Obispos[50]. Enseña, pues, este sagrado Sínodo que los Obispos han sucedido por institución divina en el lugar de los Apóstoles[51] como pastores de la Iglesia, y quien a ellos escucha, a Cristo escucha, y quien los desprecia, a Cristo desprecia y al que le envió (cf. Lc., 10, 16)[52].

21. EL EPISCOPADO COMO SACRAMENTO

Así, pues, en la persona de los Obispos, a quienes asisten los presbíteros, Jesucristo Nuestro Señor está presente en medio de los fieles como Pontífice Supremo. Porque, sentado a la diestra de Dios Padre, no está lejos de la congregación de sus pontífices[53], sino que principalmente, a través de su excelso ministerio, predica la palabra de Dios a todas las gentes y administra sin cesar los sacramentos de la fe a los creyentes y por medio de su oficio paternal (cf. 1 Cor., 4, 15) va agregando nuevos miembros a su Cuerpo con regeneración sobrenatural; finalmente, por medio de su sabiduría y prudencia, orienta y guía al pueblo del Nuevo Testamento en su peregrinación hacia la eterna felicidad. Estos pastores, elegidos para apacentar la grey del Señor, son los ministros de Cristo y los dispensadores de los misterios de Dios (cf. 1 Cor., 4, 1) y a ellos está encomendado el testimonio del Evangelio de la gracia de Dios (cf. Rom., 15, 16; Hech., 20, 24) y el glorioso ministerio del Espíritu y de la justicia (cf. 2 Cor., 3, 8-9).

Para realizar estos oficios tan altos, fueron los Apóstoles enriquecidos por Cristo con la efusión especial del Espíritu Santo (cf. Hech., 1, 8; 2, 4; Jn., 20, 22-23) y ellos a su vez, por la imposición de las manos, transmitieron a sus colaboradores el don del Espíritu (cf. 1 Tim., 4, 14; 2 Tim., 1, 6-7), que ha llegado hasta nosotros en la consagración episcopal[54]. Este santo Sínodo enseña que con la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del Orden, que por esto se llama en la liturgia de la Iglesia y en el testimonio de los Santos Padres "supremo sacerdocio" o "cumbre del ministerio sagrado"[55]. Ahora bien: la consagración episcopal, junto con el oficio de santificar, confiere también los de enseñar y regir, los cuales, sin embargo, por su naturaleza, no pueden ejercitarse sino en comunión jerárquica con la Cabeza y miembros del Colegio. En efecto, según la tradición, que aparece sobre todo en los ritos litúrgicos y en la práctica de la Iglesia tanto de Oriente como de Occidente, es cosa clara que con la imposición de las manos se confiere la gracia del Espíritu Santo[56] y se imprime el sagrado carácter[57] de tal manera que los Obispos, en forma eminente y visible, hagan las veces de Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice, y obren en su nombre[58]. Es propio de los Obispos el admitir, por medio del Sacramento del Orden, nuevos elegidos en el cuerpo episcopal.

22. EL COLEGIO DE LOS OBISPOS Y SU CABEZA

Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás Apóstoles forman un solo Colegio Apostólico, de semejante modo se unen entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles. Ya la más antigua disciplina, conforme a la cual los Obispos establecidos por todo el mundo comunicaban entre sí y con el Obispo de Roma con el vínculo de la unidad, de la caridad y de la paz[59], como también los Concilios convocados[60] para resolver en común las cosas más importantes[61], contrastándolas con el parecer de muchos[62], manifiestan la naturaleza y forma colegial propia del orden episcopal. Forma que claramente demuestran los Concilios ecuménicos que a lo largo de los siglos se han celebrado. Esto mismo lo muestra también el uso, introducido de antiguo, de llamar a varios Obispos a tomar parte en el rito de consagración cuando un nuevo elegido ha de ser elevado al ministerio del sumo sacerdocio. Uno es constituido miembro del cuerpo episcopal en virtud de la consagración sacramental y por la comunión jerárquica con la Cabeza y miembros del Colegio.

El Colegio o cuerpo episcopal, por su parte, no tiene autoridad si no se considera incluido el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, como Cabeza del mismo, quedando siempre a salvo el poder primacial de éste tanto sobre los Pastores como sobre los fieles. Porque el Pontífice Romano tiene, en virtud de su cargo de Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, potestad plena, suprema y universal sobre la Iglesia, que puede siempre ejercer libremente. En cambio, el orden de los Obispos, que sucede en el magisterio y en el régimen pastoral al Colegio apostólico, junto con su Cabeza, el Romano Pontífice, y nunca sin esta Cabeza, es también sujeto de la suprema y plena potestad sobre la universal Iglesia[63], potestad que no puede ejercitarse sino con el consentimiento del Romano Pontífice. El Señor puso tan sólo a Simón como roca y portador de las llaves de la Iglesia (Mt., 16, 18-19) y le constituyó Pastor de toda su grey (cf. Jn., 21, 15 y ss.); pero el oficio que dio a Pedro de atar y desatar, consta que lo dio también al Colegio de los Apóstoles unido con su Cabeza (Mt., 18, 18; 28, 16-20)[64]. Este Colegio expresa la variedad y universalidad del Pueblo de Dios en cuanto está compuesto por muchos; y la unidad de la grey de Cristo, en cuanto está agrupado bajo una sola cabeza. Dentro de este Colegio, los Obispos, respetando fielmente el primado y principado de su Cabeza, gozan de potestad propia en bien no sólo de sus propios fieles, sino incluso de toda la Iglesia, mientras el Espíritu Santo robustece sin cesar su estructura orgánica y su concordia. La potestad suprema que este Colegio posee sobre la Iglesia universal se ejercita de modo solemne en el Concilio Ecuménico. No puede haber Concilio Ecuménico que no sea aprobado, o al menos aceptado como tal, por el sucesor de Pedro. Y es prerrogativa del Romano Pontífice convocar estos Concilio Ecuménicos, presidirlos y confirmarlos[65]. Esta misma potestad colegial puede ser ejercitada por los Obispos dispersos por el mundo, a una con el Papa, con tal que la Cabeza del Colegio los llame a una acción colegial, o por lo menos apruebe la acción unida de ellos o la acepte libremente para que sea un verdadero acto colegial.

CONTINUACIÓN A "LUMEN GENTIUM",  SEGUNDA PARTE

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