LUMEN GENTIUM,
SEGUNDA PARTE
(#23-59)
23. RELACIONES DE LOS OBISPOS DENTRO DEL COLEGIO
La unión colegial se manifiesta también en las mutuas relaciones de
cada Obispo con las Iglesias particulares y con la Iglesia universal. El Romano
Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo visible de
unidad[66] así de los Obispos como de la multitud de los fieles. Del mismo modo, cada
Obispo es el principio y fundamento visible de unidad en su propia Iglesia[67], formada a
imagen de la Iglesia universal; y en todas y de todas las Iglesias particulares queda
integrada la sola y única Iglesia católica[68]. Por esto cada Obispo representa a su
Iglesia, tal como todos ellos, a una con el Papa, representan toda la Iglesia en el
vínculo de la paz, del amor y de la unidad.
Cada uno de los Obispos que es puesto al frente de una Iglesia
particular, ejercita su poder pastoral sobre la porción del Pueblo de Dios que se le ha
confiado, no sobre las otras Iglesias ni sobre la Iglesia universal. Pero, en cuanto
miembros del Colegio episcopal y como legítimos sucesores de los Apóstoles, todos deben
tener aquella solicitud por la Iglesia universal que la institución y precepto de Cristo
exigen[69], la cual, si bien no se ejercita por acto de jurisdicción, contribuye, sin
embargo, grandemente al progreso de la Iglesia universal. Todos los Obispos, en efecto,
deben promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común en toda la Iglesia,
instruir a los fieles en el amor de todo el Cuerpo Místico de Cristo, principalmente de
los miembros pobres y de los que sufren o son perseguidos por la justicia (cf. Mt., 5,
10), promover en fin, toda acción que sea común a la Iglesia, sobre todo en orden a la
dilatación de la fe y a la difusión de la luz de la verdad plena entre todos los
hombres. Por lo demás, es cosa clara que gobernando bien sus propias Iglesias como
porciones de la Iglesia universal, contribuyen en gran manera al bien de todo el Cuerpo
Místico, que es también el cuerpo de las Iglesias[70].
El cuidado de anunciar el Evangelio en todo el mundo pertenece al cuerpo
de los Pastores, ya que a todos ellos en común dio Cristo el mandato imponiéndoles un
oficio común, según explicó ya el Papa Celestino a los Padres del Concilio de
Efeso[71]. Por tanto, todos los Obispos, en cuanto se lo permite el desempeño de su
propio oficio, deben colaborar entre sí y con el sucesor de Pedro, a quien
particularmente se ha encomendado el oficio de propagar la religión cristiana[72]. Deben,
pues, con todas sus fuerzas proveer a las misiones no sólo de operarios para la mies,
sino también de socorros espirituales y materiales, ya sea directamente por sí, ya sea
excitando la ardiente cooperación de los fieles. Procuren finalmente los Obispos, según
el venerable ejemplo de la antigüedad, prestar una fraternal ayuda a las otras Iglesias,
sobre todo a las Iglesias vecinas y más pobres, dentro de esta universal comunión de la
caridad.
La divina Providencia ha hecho que en diversas regiones las varias
Iglesias fundadas por los Apóstols y sus sucesores, con el correr de los tiempos se hayan
reunido en grupos orgánicamente unidos que, dentro de la unidad de fe y la única
constitución divina de la Iglesia, gozan de disciplina propia, de ritos litúrgicos
propios y de un propio patrimonio teológico y espiritual. Entre las cuales, concretamente
las antiguas Iglesias patriarcales, como madres en la fe, engendraron a otras y con ellas
han quedado unidas hasta nuestros días por vínculos más estrechos de caridad tanto en
la vida sacramental como en la mutua observancia de derechos y deberes[73]. Esta variedad
de Iglesias locales, dirigida a la unidad muestra con mayor evidencia la indivisa
catolicidad de la Iglesia. Del mismo modo las Conferencias Episcopales hoy en día pueden
desarrollar una obra múltiple y fecunda a fin de que el afecto colegial tenga una
aplicación concreta.
24. EL MINISTERIO DE LOS OBISPOS
Los Obispos, en su calidad de sucesores de los Apóstoles, reciben del
Señor, a quien se ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra, la misión de
enseñar a todas las gentes y de predicar el Evangelio a toda criatura, a fin de que todos
los hombres logren la salvación por medio de la fe, el bautismo y el cumplimiento de los
mandamientos (cfr. Mt., 28, 18; Mc., 16, 15-16; Hech., 26, 17 y s.). Para el desempeño de
esta misión, Cristo Señor prometió a sus Apóstoles el Espíritu Santo a quien envió
de hecho el día de Pentecostés desde el cielo para que, confortados con su virtud,
fuesen sus testigos hasta los confines de la tierra ante las gentes y los pueblos y los
reyes (cf. Hech., 1, 8; 2, 1 y ss.; 9, 15). Este encargo que el Señor confió a los
pastores de su pueblo es un verdadero servicio y en la Sagrada Escritura se llama muy
significativamente "diaconía", o sea ministerio (cf. Hech., 1, 17 y 25; 21, 19;
Rom., 11, 13; 1 Tim., 1, 12).
La misión canónica de los Obispos puede hacerse ya sea por las
legítimas costumbres que no hayan sido revocadas por la potestad suprema y universal de
la Iglesia, ya se por las leyes dictadas o reconocidas por la misma autoridad, ya sea
también directamente por el mismo sucesor de Pedro: y ningún Obispo puede ser elevado a
tal oficio contra la voluntad de éste, o sea cuando él niega la comunión
apostólica[74].
25. EL
OFICIO DE ENSEÑAR DE LOS OBISPOS
Entre los oficios principales de los Obispos sobresale la predicación
del Evangelio[75]. Porque los Obispos son los heraldos de la fe que ganan nuevos
discípulos para Cristo, que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha
de creerse y ha de aplicarse a la vida, la ilustran con luz del Espíritu Santo,
extrayendo del tesoro de la Revelación las cosas nuevas y las cosas viejas (cf. Mt., 13,
52), la hacen fructificar y con vigilancia apartan de la grey los errores que la amenazan
(cf. 2 Tim., 4, 1-4). Los Obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice,
deben ser respetados por todos como los testigos de la verdad divina y católica; los
fieles, por su parte, tienen obligación de aceptar y adherirse con religiosa sumisión
del espíritu al parecer de su Obispo en materias de fe y de costumbres cuando las expone
en nombre de Cristo. Esta religiosa sumisión de la voluntad y del entendimiento, de modo
particular se debe al magisterio auténtico del Romano Pontífice, aun cuando no hable ex
cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con
sinceridad se adhiera al parecer expresado por él según la mente y voluntad que haya
manifestado él mismo y que se descubre principalmente, ya sea por la índole del
documento, ya sea por la insistencia con que repite una misma doctrina, ya sea también
por las fórmulas empleadas.
Aunque cada uno de los prelados por sí no posea la prerrogativa de la
infalibilidad, sin embargo, si todos ellos, aun estando dispersos por el mundo, pero
manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el Sucesor de Pedro, convienen en un
mismo parecer como maestros auténticos que exponen como definitiva una doctrina en las
cosas de fe y de costumbres, en ese caso enuncian infaliblemente la doctrina de
Cristo[76]. Pero esto se ve todavía más claramente cuando reunidos en Concilio
Ecuménico son los maestros y jueces de la fe y de la moral para la Iglesia universal, y
sus definiciones de fe deben aceptarse con sumisión[77].
Esta infalibilidad que el Divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia
cuando define la doctrina de la fe y de la moral, se extiende a todo cuanto abarca el
depósito de la divina Revelación que debe ser celosamente conservado y fielmente
expuesto. Esta infalibilidad compete al Romano Pontífice, Cabeza del Colegio Episcopal,
en razón de su oficio cuando proclama como definitiva la doctrina de la fe o de la
moral[78] en su calidad de supremo pastor y maestro de todos los fieles a quienes confirma
en la fe (cf. Lc., 22, 32). Por lo cual con razón se dice que sus definiciones por sí y
no por el consentimiento de la Iglesia son irreformables, puesto que han sido proclamadas
bajo la asistencia del Espíritu Santo prometida a él en San Pedro, y así no necesitan
de ninguna aprobación de otros ni admiten tampoco la apelación a ningún otro tribunal.
Porque en esos casos el Romano Pontífice no da una sentencia como persona privada, sino
que en calidad de maestro supremo de la Iglesia universal, en quien singularmente reside
el carisma de la infalibilidad de la Iglesia misma, expone o defiende la doctrina de la fe
católica[79]. La infalibilidad prometida a la Iglesia reside también en el Cuerpo de los
Obispos cuando ejerce el supremo magisterio juntamente con el sucesor de Pedro. A estas
definiciones nunca puede faltar el asenso de la Iglesia por la acción del Espíritu
Santo, en virtud de la cual la grey toda de Cristo se conserva y progresa en la unidad de
la fe[80].
Cuando el Romano Pontífice o con él el Cuerpo Episcopal definen una
doctrina, lo hacen siempre de acuerdo con la Revelación, a la cual deben sujetarse y
conformarse todos, y que por escrito o por transmisión de la sucesión legítima de los
Obispos y sobre todo por el cuidado del mismo Pontífice Romano, se nos transmite íntegra
y en la Iglesia se conserva celosamente y se expone fielmente, gracias a la luz del
Espíritu de la verdad[81]. El Romano Pontífice y los Obispos, como lo requiere su cargo
y la importancia del asunto, celosamente trabajan con los medios adecuados[82], a fin de
que se estudie como se debe esta Revelación y se la proponga apropiadamente, y no aceptan
ninguna nueva revelación pública dentro del divino depósito de la fe[83].
26. EL OFICIO DE SANTIFICAR DE LOS OBISPOS
El Obispo, revestido como está de la plenitud del sacramento del Orden,
es "el administrador de la gracia del supremo sacerdocio"[84] sobre todo en la
Eucaristía, que él mismo ofrece, ya sea por sí, ya sea por otros[85], y que hace vivir
y crecer a la Iglesia. Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las
legítimas comunidades locales de los fieles que, unidas a sus pastores, reciben también
el nombre de Iglesias en el Nuevo Testamento[86]. Ellas en sus sedes, son el Pueblo nuevo,
llamado por Dios con la virtud del Espíritu Santo y con plena convicción (cf. 1 Tes., 1,
5). En ellas se congregan los fieles por la predicación del Evangelio de Cristo y se
celebra el misterio de la Cena del Señor "a fin de que por el cuerpo y la sangre del
Señor todos los hermanos de la comunidad queden estrechamente unidos"[87]. En todo
altar, reunida la comunidad bajo el ministerio sagrado del Obispo[88], se manifiesta el
símbolo de aquella caridad y "unidad del Cuerpo Místico, sin la cual no puede haber
salvación"[89]. En estas comunidades, por más que sean con frecuencia pequeñas y
pobres o vivan en la dispersión, Cristo está presente, el cual con su poder da unidad a
la Iglesia, una, católica y apostólica[90]. Porque "la participación del cuerpo y
sangre de Cristo no hace otra cosa sino que pasemos a ser aquello que recibimos"[91].
Ahora bien: toda legítima celebración de la Eucaristía la dirige el
Obispo, al cual ha sido confiado el oficio de ofrecer a la Divina Majestad el culto de la
religión cristiana y de administrarlo conforme a los preceptos del Señor y las leyes de
la Iglesia, las cuales él precisará según su propio criterio adaptándolas a su
diócesis.
Así, los Obispos orando por el pueblo y trabajando, dan de muchas
maneras y abundantemente de la plenitud de la santidad de Cristo. Por medio del ministerio
de la palabra comunican a los creyentes la fuerza de Dios para su salvación (cf. Rom., 1,
16) y por medio de los sacramentos, cuya administración sana y fructuosa regulan ellos
con su autoridad[92], santifican a los fieles. Ellos regulan la administración del
bautismo, por medio del cual se concede la participación en el sacerdocio regio de
Cristo. Ellos son los ministros originarios de la confirmación, dispensadores de las
sagradas órdenes y moderadores de la disciplina penitencial; ellos solícitamente
exhortan e instruyen a su pueblo a que participe con fe y reverencia en la liturgia y
sobre todo en el santo sacrificio de la Misa. Ellos, finalmente, deben edificar a sus
súbditos con el ejemplo de su vida, guardando su conducta no sólo de todo mal, sino con
la ayuda de Dios, transformándola en bien dentro de lo posible para llegar a la vida
eterna juntamente con la grey que se les ha confiado[93].
27. EL OFICIO DE REGIR DE LOS OBISPOS
Los Obispos rigen como vicarios y legados de Cristo las Iglesias
particulares que se les han encomendado[94], con sus consejos, con sus exhortaciones, con
sus ejemplos, pero también con su autoridad y con su potestad sagrada que ejercitan
únicamente para edificar su grey en la verdad y la santidad, teniendo en cuenta que el
que es mayor ha de hacerse como el menor y el que ocupa el primer puesto, como el servidor
(cf. Lc., 22, 26-27). Esta potestad que personalmente poseen en nombre de Cristo, es
propia, ordinaria e inmediata, aunque el ejercicio último de la misma sea regulado por la
autoridad suprema, y aunque, con miras a la utilidad de la Iglesia y de los fieles, pueda
quedar circunscrita dentro de ciertos límites. En virtud de esta potestad, los Obispos
tienen el sagrado derecho y ante Dios el deber de legislar sobre sus súbditos, de
juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece al culto y organización del apostolado.
A ellos se les confía plenamente el oficio pastoral, es decir, el
cuidado habitual y cotidiano de sus ovejas y no deben ser tenidos como vicarios de los
Romanos Pontífices, ya que ostentan una potestad propia y son, con toda verdad, los Jefes
del pueblo que gobiernan[95]. Así, pues, su potestad no queda anulada por la potestad
suprema y universal, sino que al revés queda afirmada, robustecida y defendida[96],
puesto que el Espíritu Santo mantiene indefectiblemente la forma de gobierno que Cristo
Señor estableció en su Iglesia.
El Obispo, enviado por el Padre de familia a gobernar su familia, tenga
siempre ante los ojos, el ejemplo del Buen Pastor que vino no a ser servido, sino a servir
(cf. Mt., 20, 28; Mc., 10, 45) y a entregar su vida por sus ovejas (cf. Jn., 10, 11).
Tomado de entre los hombres y rodeado él mismo de flaquezas, puede apiadarse de los
ignorantes y de los errados (cf. Heb., 5, 1-2). No se niegue a oír a sus súbditos, a los
que como a verdaderos hijos suyos abraza y a quienes exhorta a cooperar animosamente con
él. Consciente de que ha de dar cuenta a Dios de sus almas (cf. Heb., 13, 17), trabaje
con la oración, con la predicación y con todas las obras de caridad por ellos y también
por los que todavía no son de la única grey, a quienes debe tener por encomendados en el
Señor. Siendo él deudor para con todos, a la manera de Pablo, esté dispuesto a
evangelizar a todos (cf. Rom., 1, 14-15) y no deje de exhortar a sus fieles a la actividad
apostólica y misionera. Los fieles, por su parte, deben estar unidos con su Obispo como
la Iglesia lo está con Cristo y como Cristo mismo lo está con el Padre, para que todas
las cosas se armonicen en la unidad[97] y crezcan para la gloria de Dios (cf. 2 Cor., 4,
15).
28. LOS PRESBITEROS. SUS RELACIONES CON CRISTO, CON LOS
OBISPOS, CON EL PRESBITERIO Y CON EL PUEBLO CRISTIANO
Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo (Jn., 10, 36), ha
hecho participantes de su consagración y de su misión por medio de los Apóstoles a sus
sucesores, es decir, a los Obispos. Ellos han encomendado legítimamente el oficio de su
ministerio en diverso grado a diversos sujetos en la Iglesia[98]. Así el ministerio
eclesiástico de divina institución es ejercitado en diversas categorías por aquellos
que ya desde antiguo se llamaron Obispos, Presbíteros, Diáconos[99]. Los Presbíteros,
aunque no tienen el sumo grado del pontificado y en el ejercicio de su potestad dependen
de los Obispos, con todo están unidos con ellos en el honor del sacerdocio[100] y, en
virtud del sacramento del Orden[101], han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del
Nuevo Testamento[102], según la imagen de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote (Heb., 5, 1-10;
7, 24; 9, 11-28), para predicar el Evangelio, y apacentar a los fieles y para celebrar el
culto divino. Participando, en el grado propio de su ministerio del oficio de Cristo,
único Mediador (1 Tim., 2, 5), anuncian a todos la divina palabra. Pero su oficio sagrado
lo ejercitan sobre todo en el culto eucarístico o comunión, en donde, representando la
persona de Cristo[103] y proclamando su Misterio, unen al sacrificio de su Cabeza, Cristo,
las oraciones de los fieles (cf. 1 Cor., 11, 26), representando y aplicando en el
sacrificio de la Misa[104], hasta la venida del Señor, el único Sacrificio del Nuevo
Testamento, a saber, el de Cristo, que se ofrece a sí mismo al Padre como hostia
inmaculada (cf. Heb., 9, 1-28). Para con los fieles arrepentidos o enfermos desempeñan
principalmente el ministerio de la reconciliación y del alivio y presentan a Dios Padre
las necesidades y súplicas de los fieles (cf. Heb., 5, 1-4). Ellos, ejercitando[105], en
la medida de su autoridad, el oficio de Cristo, Pastor y Cabeza, reúnen la familia de
Dios como una comunidad de hermanos[106], animada y dirigida hacia la unidad y por Cristo
en el Espíritu, la conducen hasta el Padre Dios. En medio de la grey le adoran en
espíritu y en verdad (cf. Jn., 4, 24). Se afanan finalmente en la predicación y en la
enseñanza (cf. 1 Tim., 5, 17), creyendo en aquello que leen cuando meditan en la ley del
Señor, enseñando aquello en que creen, imitando aquello que enseñan[107].
Los Presbíteros, como próvidos colaboradores[108] del orden episcopal,
como ayuda e instrumento suyo, llamados para servir al pueblo de Dios, forman, junto con
su Obispo, un presbiterio[109], dedicado a diversas funciones. En cada una de las
congregaciones locales de fieles, ellos hacen, por decirlo así, presente al Obispo con
quien están confiada y animosamente unidos y toman sobre sí una parte de la carga y
solicitud pastoral y la ejercitan en el diario trabajo. Ellos, bajo la autoridad del
Obispo, santifican y rigen la porción de la grey del Señor a ellos confiada, hacen
visible en cada lugar a la Iglesia universal y prestan eficaz ayuda a la edificación del
cuerpo total de Cristo (cf. Ef., 4, 12). Preocupados siempre por el bien de los hijos de
Dios, procuren cooperar en el trabajo pastoral de toda la diócesis y aun de toda la
Iglesia. Los Presbíteros, en virtud de esta participación en el sacerdocio y en la
misión, reconozcan al Obispo como verdadero padre y obedézcanle reverentemente.
El Obispo, por su parte, considere a los sacerdotes como hijos y amigos,
tal como Cristo a sus discípulos ya no los llama siervos, sino amigos (cf. Jn., 15, 15).
Todos los sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos, están, pues, adscritos al Cuerpo
Episcopal por razón del Orden y del ministerio y sirven al bien de toda la Iglesia según
la vocación y la gracia de cada cual.
En virtud de la común ordenación sagrada y de la común misión, los
Presbíteros todos se unen entre sí en íntima fraternidad que debe manifestarse en
espontánea y gustosa ayuda mutua, tanto espiritual como material, tanto pastoral como
personal, en las reuniones, en la comunión de vida, de trabajo y de caridad.
Respecto de los fieles, a quienes con el bautismo y la doctrina han
engendrado espiritualmente (cf. 1 Cor., 4, 15; 1 Pe., 1, 23), tengan la solicitud de
padres en Cristo. Haciéndose de buena gana modelos de la grey (1 Pe., 5, 3) gobiernen y
sirvan a su comunidad local de tal manera que ésta merezca llamarse con el nombre que es
gala del pueblo de Dios único y total, es decir, Iglesia de Dios (cf. 1 Cor., 1, 2; 2
Cor., 1, 1, y passim). Acuérdense que con su conducta de todos los días y con su
solicitud muestran a fieles e infieles, a católicos y no católicos la imagen del
verdadero ministerio sacerdotal y pastoral y que deben, ante la faz de todos, dar el
testimonio de la verdad y de la vida y que como buenos pastores deben buscar también (cf.
Lc., 15, 4-7) a aquellos que, bautizados en la Iglesia católica, han abandonado, sin
embargo, la práctica de los sacramentos, e incluso la fe.
Como el mundo entero cada día más tiende a la unidad de organización
civil, económica y social, así conviene que cada vez más los sacerdotes, uniendo sus
esfuerzos y cuidados bajo la guía de los Obispos y del Sumo Pontífice, eviten todo
conato de dispersión para que todo el género humano venga a la unidad de la familia de
Dios.
29. LOS DIACONOS
En el grado inferior de la jerarquía están los Diáconos que reciben
la imposición de manos no en orden al sacerdocio sino en orden al ministerio[110]. Así,
confortados con la gracia sacramental, en comunión con el Obispo y su presbiterio, sirven
al Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad. Es
oficio propio del Diácono, según la autoridad competente se lo asignare, la
administración solemne del bautismo, el conservar y distribuir la Eucaristía, el asistir
en nombre de la Iglesia y bendecir los matrimonios, llevar el Viático a los moribundos,
leer la Sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y
oración de los fieles, administrar los sacramentales, presidir los ritos de funerales y
sepelios. Dedicados a los oficios de caridad y administración, recuerden los Diáconos el
aviso de San Policarpo: "Misericordiosos, diligentes, procedan en su conducta
conforme a la verdad del Señor que se hizo servidor de todos"[111].
Teniendo en cuenta que estas funciones tan necesarias para la vida de la
Iglesia, según la disciplina actualmente vigente en la Iglesia latina, en muchas regiones
difícilmente se pueden desempeñar, se podrá restablecer en adelante el Diaconado como
grado propio y permanente en la jerarquía. Tocará a las distintas Conferencias
Episcopales el decidir, con la aprobación del Sumo Pontífice, si se cree oportuno y en
dónde, el establecer estos diáconos para la cura de las almas. Con el consentimiento del
Romano Pontífice este diaconado se podrá conferir a hombres de edad madura, aunque
estén casados, o también a jóvenes idóneos; pero para éstos debe mantenerse firme la
ley del celibato.
CAPITULO IV
LOS LAICOS
30. PECULIARIDAD
El Santo Sínodo, una vez declaradas las funciones de la Jerarquía,
vuelve gozosamente su espíritu hacia el estado de los fieles cristianos llamados laicos.
Cuanto se ha dicho del Pueblo de Dios, se dirige por igual a los laicos, religiosos y
clérigos; sin embargo, a los laicos, hombres y mujeres, en razón de su condición y
misión, les corresponden ciertas particularidades cuyos fundamentos, por las especiales
circunstancias de nuestro tiempo, hay que considerar más profundamente.
Los sagrados Pastores conocen muy bien la importancia de la
contribución de los laicos al bien de toda la Iglesia. Pues saben que ellos no fueron
constituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia
para con el mundo, sino que su excelsa función es apacentar de tal modo a los fieles y de
tal manera reconocer sus servicios y carismas, que todos, a su modo, cooperen
unánimemente a la obra común. Es necesario, por tanto, que todos "abrazados a la
verdad, en todo crezcamos en caridad, llegándonos a Aquel que es nuestra cabeza, Cristo,
de quien todo el cuerpo, trabado y unido por todos los ligamentos que lo unen y nutren
para la operación propia de cada miembro, crece y se perfecciona en la caridad" (Ef.
4, 15-16).
31. QUE SE ENTIENDE POR LAICOS
Por el nombre de laicos se entiende aquí todos los fieles cristianos, a
excepción de los miembros que han recibido un orden sagrado y los que viven en estado
religioso reconocido por la Iglesia, es decir, los fieles cristianos que, por estar
incorporados a Cristo mediante el bautismo, constituidos en Pueblo de Dios y hechos
partícipes a su manera de la función sacerdotal, profética y real de Jesucristo,
ejercen, según sus posibilidades, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y
en el mundo.
El carácter secular es propio y peculiar de los laicos. Los que
recibieron el orden sagrado, aunque algunas veces pueden ocuparse de asuntos seculares,
incluso ejerciendo una profesión secular, están ordenados principal y directamente al
sagrado ministerio, por razón de su vocación particular, en tanto que los religiosos,
por su estado, dan un preclaro y eximio testimonio de que el mundo no puede ser
transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas. A los laicos
pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios,
los asuntos temporales. Viven en el siglo, es decir, en todas y cada una de las
actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y
social con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios a
cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, igual
que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo
descubran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, con
su fe, su esperanza y caridad. A ellos, muy en especial, corresponde iluminar y organizar
todos los asuntos temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal manera, que
se realicen continuamente según el espíritu de Jesucristo y se desarrollen y sean para
la gloria del Creador y Redentor.
32. UNIDAD EN LA DIVERSIDAD
La Iglesia santa, por voluntad divina, está ordenada y se rige con
admirable variedad. "Pues a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros y
todos los miembros no tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un
solo cuerpo en Cristo y todos miembros los unos de los otros" (Rom. 12, 4-5).
El pueblo elegido de Dios es uno: "Un Señor, una fe, un
bautismo" (Ef., 4, 5); común dignidad de los miembros por su regeneración en
Cristo, gracia común de hijos, común vocación a la perfección, una salvación, una
esperanza y una indivisa caridad. En Cristo y en la Iglesia no existe desigualdad alguna
en razón de estirpe o nacimiento, condición social o sexo, porque "no hay Judío ni
Griego: no hay siervo o libre: no hay varón ni mujer. Pues todos vosotros sois
"uno" en Cristo Jesús" (Gál., 3, 28; cf. Col., 3, 11).
Aunque no todos en la Iglesia van por el mismo camino, sin embargo,
todos están llamados a la santidad y han alcanzado la misma fe por la justicia de Dios
(cf. 2 Pe., 1, 1). Y si es cierto que algunos, por voluntad de Cristo, han sido
constituidos para los demás como doctores, dispensadores de los misterios y pastores, sin
embargo, se da una verdadera igualdad entre todos en lo referente a la dignidad y a la
acción común de todos los fieles para la edificación del Cuerpo de Cristo. La
diferencia que puso el Señor entre los sagrados ministros y el resto del Pueblo de Dios,
lleva consigo la unión, puesto que los Pastores y los demás fieles están vinculados
entre sí por unión recíproca; los Pastores de la Iglesia, siguiendo el ejemplo del
Señor, pónganse al servicio los unos de los otros, y al de los demás fieles, y estos
últimos, a su vez, asocien su trabajo con el de los Pastores y doctores. De este modo, en
la diversidad, todos dan testimonio de la admirable unidad en el Cuerpo de Cristo: pues la
misma diversidad de gracias, servicios y funciones congrega en la unidad a los hijos de
Dios, porque "todas estas cosas son obra del único e idéntico Espíritu" (1
Cor., 12, 11).
Si, pues, los seglares, por dignación divina, tienen a Jesucristo por
hermano, que siendo Señor de todas las cosas, vino, sin embargo, a servir y no a ser
servido (cf. Mat., 20, 28), así también tienen por hermanos a quienes, constituidos en
el sagrado ministerio, enseñando, santificando y gobernando con la autoridad de Cristo,
apacientan la familia de Dios de tal modo que se cumpla por todos el mandato nuevo de la
caridad. A este respecto, dice hermosamente San Augustín: "Si me aterra, el hecho de
que soy para vosotros, eso mismo me consuela, porque estoy con vosotros. Para vosotros soy
el obispo, con vosotros soy el cristiano. Aquél es el nombre del cargo, éste el de la
gracia; aquél, el del peligro; éste, el de la salvación"[112].
33. EL APOSTOLADO DE LOS LAICOS
Los laicos congregados en el Pueblo de Dios y constituidos en un solo
Cuerpo de Cristo bajo una sola Cabeza cualesquiera que sean, están llamados, como
miembros vivos, a procurar el crecimiento de la Iglesia y su perenne santificación con
todas sus fuerzas, recibidas por beneficio del Creador y gracia del Redentor.
El apostolado de los laicos es la participación en la misma misión
salvífica de la Iglesia y a él todos están destinados por el mismo Señor en razón del
bautismo y de la confirmación. Por los sacramentos, especialmente por la Sagrada
Eucaristía, se comunica y se nutre aquella caridad hacia Dios y hacia los hombres, que es
el alma de todo apostolado. Los laicos, sin embargo, están llamados, particularmente, a
hacer presente y operante a la Iglesia en los lugares y condiciones donde ella no puede
ser sal de la tierra si no es a través de ellos[113]. Así, pues, todo laico, por los
mismos dones que le han sido conferidos, se convierte en testigo y al mismo tiempo en
instrumento vivo de la misión de la misma Iglesia "en la medida del don de
Cristo" (Ef., 4, 7).
Además de este apostolado, que incumbe absolutamente a todos los
fieles, los laicos pueden también ser llamados de diversos modos a una cooperación más
inmediata con el apostolado de la Jerarquía[114], como aquellos hombres y mujeres que
ayudaban al apóstol Pablo en la evangelización, trabajando mucho para el Señor (cf.
Filp., 4, 3; Rom. 16, 3 s.). Por lo demás, son aptos para que la Jerarquía les confíe
el ejercicio de determinados cargos eclesiásticos, ordenados a un fin espiritual.
Así, pues, incumbe a todos los laicos colaborar en la hermosa empresa
de que el divino designio de salvación alcance más y más a todos los hombres de todos
los tiempos y de toda la tierra. Abraseles, pues, camino por doquier para que, a la medida
de sus fuerzas y de las necesidades de los tiempos, participen también ellos,
celosamente, en la obra salvadora de la Iglesia.
34. CONSAGRACION DEL MUNDO
Cristo Jesús, Supremo y eterno sacerdote, deseando continuar su
testimonio y su servicio por medio también de los laicos, los vivifica con su Espíritu e
ininterrumpidamente los impulsa a toda obra buena y perfecta.
Pero a aquellos a quienes asocia íntimamente a su vida y misión,
también les hace partícipes de su oficio sacerdotal, en orden al ejercicio del culto
espiritual, para gloria de Dios y salvación de los hombres. Por eso los laicos, ya que
están consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, tienen una vocación
admirable y son instruidos para que en ellos se produzcan cada vez más abundantes los
frutos del Espíritu. Pues todas sus obras, preces e iniciativas apostólicas, la vida
conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y del cuerpo, si se
realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren pacientemente, se
convierten en "hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo" (1 Pe.,
2, 5), que en la celebración de la Eucaristía, con la oblación del cuerpo del Señor,
se ofrecen piadosísimamente al Padre. Así también los laicos, en cuanto adoradores,
obrando santamente en todo lugar, consagran a Dios el mundo mismo.
35. EL TESTIMONIO DE SU VIDA
Cristo, Profeta grande, que con el testimonio de su vida y con la virtud
de su palabra proclamó el Reino del Padre, cumple su misión profética hasta la plena
manifestación de la gloria, no sólo a través de la Jerarquía, que enseña en su nombre
y con su potestad, sino también por medio de los laicos, a quienes por eso constituye
testigos y les ilumina con el sentido de la fe y la gracia de la palabra (cf. Hech., 2,
17-18; Apoc., 19, 10), para que la virtud del Evangelio brille en la vida cotidiana,
familiar y social. Ellos se muestran como hijos de la promesa, cuando fuertes en la fe y
la esperanza, aprovechan el tiempo presente (cf. Ef., 5, 16; Col., 4, 5) y esperan con
paciencia la gloria futura (cf. Rom., 8, 25). Pero que no escondan esta esperanza en la
interioridad del alma, sino manifiéstenla con una continua conversión y lucha
"contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malignos"
(Ef., 6, 12) incluso a través de las estructuras de la vida secular.
Así como los sacramentos de la Nueva Ley, con los que se nutre la vida
y el apostolado de los fieles, prefiguran el cielo nuevo y la tierra nueva (cf. Apoc., 21,
1), así los laicos se hacen valiosos pregoneros de la fe y de las cosas que esperamos
(cf. Hebr., 11, 1), si asocian, sin desmayo, a la vida de fe, la profesión de la fe. Esta
evangelización, es decir, el mensaje de Cristo pregonado con el testimonio de la vida y
de la palabra, adquiere una nota específica y una peculiar eficacia por el hecho de que
se realiza dentro de las comunes condiciones de la vida en el mundo.
En este quehacer es de gran valor aquel estado de vida que está
santificado por un especial sacramento, es decir, el estado de vida matrimonial y
familiar. Allí se da un ejercicio y una hermosa escuela para el apostolado de los laicos
donde la religión cristiana penetra toda la institución de la vida y la transforma más
cada día. Allí los cónyuges tienen su propia vocación para que sean el uno para el
otro y para sus hijos testigos de la fe y del amor de Cristo. La familia cristiana
proclama muy alto tanto las presentes virtudes del Reino de Dios, como la esperanza de la
vida bienaventurada. Y así, con su ejemplo y testimonio, acusa al mundo de pecado e
ilumina a los que buscan la verdad.
Por tanto, los laicos, también cuando se ocupan de las cosas
temporales, pueden y deben realizar una acción preciosa en orden a la evangelización del
mundo. Porque si bien algunos de entre ellos, al faltar los sagrados ministros o estar
impedidos éstos en caso de persecución, les suplen en determinados oficios sagrados en
la medida de sus facultades, y aunque muchos de ellos consumen todas sus energías en el
trabajo apostólico, es preciso, sin embargo, que todos cooperen a la dilatación e
incremento del Reino de Cristo en el mundo. Por ello, trabajen los laicos celosamente por
conocer más profundamente la verdad revelada e impetren insistentemente de Dios el don de
la sabiduría.
36. EN LAS ESTRUCTURAS HUMANAS
Cristo, hecho obediente hasta la muerte, y por eso exaltado por el Padre
(cf. Filp., 2, 8-9), entró en la gloria de su reino; a El están sometidas todas las
cosas hasta que El se someta a Sí mismo y todo lo creado al Padre, para que Dios sea todo
en todas las cosas (cf. 1 Cor., 15, 27-28). Tal potestad la comunicó a sus discípulos
para que quedasen constituidos en una libertad regia y con su abnegación y vida santa
vencieran en sí mismos el reino del pecado (cf. Rom., 6, 12), más aún, sirviendo a
Cristo también en los demás, condujeran en humildad y paciencia a sus hermanos hasta
aquel Rey, a quien servir es reinar. Porque el Señor desea dilatar su Reino también por
mediación de los fieles laicos; un reino de verdad y de vida, un reino de santidad y de
gracia, un reino de justicia, de amor y de paz[115], en el cual la misma criatura quedará
libre de la servidumbre de la corrupción para pasar a participar de la gloriosa libertad
de los hijos de Dios (cf. Rom., 8, 21). Grande, realmente, es la promesa y grande el
mandato que se da a los discípulos: "Todas las cosas son vuestras, pero vosotros
sois de Cristo y Cristo es de Dios" (1 Cor., 3, 23).
Deben, pues, los fieles conocer la naturaleza íntima de todas las
criaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios, y además deben ayudarse entre
sí, también mediante las actividades seculares, para lograr una vida más santa, de
suerte que el mundo se informe del espíritu de Cristo y alcance más eficazmente su fin
en la justicia, la caridad y la paz. En el cumplimiento de este deber en el ámbito
universal, corresponde a los laicos el puesto principal. Procuren, pues, seriamente, por
su competencia en los asuntos profanos y por su actividad, elevada desde dentro por la
gracia de Cristo, contribuir eficazmente a que los bienes creados se desarrollen al
servicio absolutamente de todos los hombres, y se distribuyan mejor entre ellos, según el
plan del Creador y la iluminación de su Verbo, mediante el trabajo humano, la técnica y
la cultura civil, y en su medida, conduzcan al progreso universal en la libertad cristiana
y humana. Así Cristo, a través de los miembros de la Iglesia, iluminará más y más con
su luz salvadora a toda la sociedad humana.
Además, los seglares han de procurar, uniendo también sus fuerzas,
sanear las instituciones y las condiciones del mundo, si en algún caso incitan al pecado,
de modo que todas se conformen a las normas de la justicia y favorezcan, más bien que
impidan, la práctica de las virtudes. Obrando así informarán de sentido moral la
cultura y las obras humanas. De esta manera se dispone mejor el campo del mundo para la
siembra de la divina palabra, y a la vez se abren más las puertas de la Iglesia por las
que ha de entrar en el mundo el mensaje de la paz.
En razón de la misma economía de la salvación, los fieles han de
aprender diligentemente a distinguir entre los derechos y obligaciones que les
corresponden por su pertenencia a la Iglesia y aquellos otros que les competen como
miembros de la sociedad humana. Procuren armonizarlos entre sí, recordando que, en
cualquier asunto temporal, deben guiarse por la conciencia cristiana, ya que ninguna
actividad humana, ni siquiera en el orden temporal, puede sustraerse al imperio de Dios.
En nuestro tiempo, concretamente, es de la mayor importancia que esta distinción y esta
armonía brillen con suma claridad en el comportamiento de los fieles para que la misión
de la Iglesia pueda responder mejor a las circunstancias particulares del mundo de hoy.
Porque, así como se debe reconocer que la ciudad terrena, dedicada justamente a las
preocupaciones temporales, se rige por principios propios, del mismo modo se rechaza con
toda razón la infausta doctrina que intenta construir la sociedad prescindiendo en
absoluto de la religión y que ataca o destruye la libertad religiosa de los
ciudadanos[116].
37. RELACIONES CON LA JERARQUIA
Los seglares, como todos los fieles cristianos, tienen el derecho de
recibir con abundancia[117] de los sagrados Pastores, de entre los bienes espirituales de
la Iglesia, ante todo, los auxilios de la palabra de Dios y de los sacramentos; y
manifiéstenles, con aquella libertad y confianza propia de hijos de Dios y de hermanos en
Cristo, sus necesidades y sus deseos. En la medida de la ciencia, de la competencia y del
prestigio que poseen, tienen el derecho, y en algún caso la obligación, de manifestar su
parecer[118] sobre aquellas cosas que dicen relación al bien de la Iglesia. Hágase esto,
si las circunstancias lo requieren, mediante las instituciones establecidas al efecto por
la Iglesia, y siempre con veracidad, fortaleza y prudencia, con reverencia y caridad hacia
aquellos que, por razón de su oficio sagrado, representan a Cristo.
Procuren los seglares, como los demás fieles, siguiendo el ejemplo de
Cristo, que con su obediencia hasta la muerte abrió a todos los hombres el gozoso camino
de la libertad de los hijos de Dios, aceptar con prontitud y cristiana obediencia todo lo
que los sagrados Pastores, como representantes de Cristo, establecen en la Iglesia
actuando de maestros y de gobernantes. Y no dejen de encomendar en sus oraciones a sus
Prelados, para que, ya que viven en continua vigilancia, obligados a dar cuenta de
nuestras almas, cumplan esto con gozo y no gimiendo (cf. Heb., 13, 17).
Los sagrados Pastores, por su parte, reconozcan y promuevan la dignidad
y la responsabilidad de los laicos en la Iglesia. Hagan uso gustosamente de sus prudentes
consejos, encárguenles, con confianza, tareas en servicio de la Iglesia y déjenles
libertad y campo de acción, e incluso denles ánimo para que ellos, espontáneamente,
asuman tareas propias. Consideren atentamente en Cristo, con afecto paterno[119], las
iniciativas, las peticiones y los deseos propuestos por los laicos. Y reconozcan
cumplidamente los Pastores la justa libertad que a todos compete dentro de la sociedad
temporal.
De este trato familiar entre Laicos y Pastores se deben esperar muchos
bienes para la Iglesia; porque así se robustece en los seglares el sentido de su propia
responsabilidad, se fomenta el entusiasmo y se asocian con mayor facilidad las fuerzas de
los fieles a la obra de los Pastores. Pues estos últimos, ayudados por la experiencia de
los laicos, pueden juzgar más exacta y acertadamente lo mismo los asuntos espirituales
que los temporales, de suerte que la Iglesia entera, fortalecida por todos sus miembros,
pueda cumplir con mayor eficacia su misión en favor de la vida del mundo.
38. COMO EL ALMA EN EL CUERPO
Cada seglar debe ser ante el mundo testigo de la resurrección y de la
vida de Nuestro Señor Jesucristo y señal del Dios vivo. Todos unidos y cada uno por su
parte, deben alimentar al mundo con frutos espirituales (cf. Gál., 5, 22) e infundirle
aquel espíritu del que están animados aquellos pobres, mansos y pacíficos, a quienes el
Señor, en el Evangelio, proclamó bienaventurados (cf. Mt., 5, 3-9). En una palabra,
"lo que es el alma en el cuerpo, esto han de ser los cristianos en el
mundo"[120].
CAPITULO V
UNIVERSAL VOCACION A LA SANTIDAD EN LA IGLESIA
39. LLAMAMIENTO A LA
SANTIDAD
La Iglesia, cuyo misterio expone este
Sagrado Concilio, goza en la opinión de todos de una
indefectible santidad, ya que Cristo, el Hijo de Dios, a
quien con el Padre y el Espíritu llamamos "el sólo
Santo"[121], amó a la Iglesia como a su esposa,
entregándose a Sí mismo por ella para santificarla (cf.
Ef., 5, 25-26), la unió a Sí como su propio cuerpo y la
enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de
Dios. Por eso todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la
Jerarquía, ya sean dirigidos por ella, son llamados a la
santidad, según aquello del Apóstol: "Porque ésta
es la voluntad de Dios, vuestra santificación" (1
Tes., 4, 3; Ef., 1, 4). Esta santidad de la Iglesia se
manifiesta incesantemente y se debe manifestar en los
frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los
fieles; se expresa de múltiples modos en todos aquellos
que, con edificación de los demás, tienden en su propio
estado de vida a la perfección de la caridad; pero
aparece de modo particular en la práctica de los que
comúnmente llamamos consejos evangélicos. Esta
práctica de los consejos, que por impulso del Espíritu
Santo muchos cristianos abrazan, tanto en forma privada
como en una condición o estado admitido por la Iglesia,
da en el mundo, y conviene que lo dé, un espléndido
testimonio y ejemplo de esa santidad.
40. EL DIVINO MAESTRO Y
MODELO DE TODA PERFECCION
El Señor Jesús, divino Maestro y
Modelo de toda perfección, predicó la santidad de vida,
de la que El es autor y consumador, a todos y cada uno de
sus discípulos, de cualquier condición que fuesen:
"Sed pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre
Celestial es perfecto" (Mt., 5, 48)[122]. Ha enviado
a todos el Espíritu Santo, que los mueva interiormente,
para que amen a Dios con todo el corazón, con toda el
alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (cf. Mc.,
12, 30) y para que se amen unos a otros como Cristo nos
amó (cf. Jn., 13, 34; 15, 12). Los seguidores de Cristo,
llamados y justificados en Jesucristo, no por sus propios
méritos, sino por designio y gracia de El, por el
bautismo de la fe han sido hechos hijos de Dios y
partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo,
santos; deben, por consiguiente, conservar y perfeccionar
en su vida, con la ayuda de Dios, esa santidad que
recibieron. Les amonesta el Apóstol a que vivan
"como conviene a los santos" (Ef., 5, 3) y que
"como elegidos de Dios, santos y amados, se revistan
de entrañas de misericordia, benignidad, humildad,
modestia, paciencia" (Col., 3, 12) y produzcan como
fruto del Espíritu la santidad (cf. Gál., 5, 22; Rom.,
6, 22). Pero como todos tropezamos en muchas cosas (cf.
Sant., 3, 2), tenemos continua necesidad de la gracia de
Dios y hemos de orar todos los días: "Perdónanos
nuestras deudas" (Mt., 6, 12)[123].
Es evidente, por tanto, para todos, que
todos los fieles, de cualquier estado o grado, son
llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la
perfección de la caridad[124]; con esta santidad se
promueve, aun en la sociedad terrena, un nivel de vida
más humano. Para alcanzar esa perfección, los fieles,
según la diversa medida de los dones recibidos de
Cristo, deberán esforzarse para que, siguiendo sus
huellas y haciéndose conformes a su imagen, obedeciendo
en todo a la voluntad del Padre, se entreguen con toda
generosidad a la gloria de Dios y al servicio del
prójimo. Así la santidad del Pueblo de Dios producirá
frutos abundantes, como brillantemente lo demuestra en la
historia de la Iglesia la vida de tantos Santos.
41. LA SANTIDAD EN LOS
DIVERSOS ESTADOS
Una misma es la santidad que cultivan
en cualquier clase de vida y de profesión los que son
guiados por el Espíritu de Dios y, obedeciendo a la voz
del Padre, adorando a Dios Padre en espíritu y verdad,
siguen a Cristo pobre, humilde y cargado de la cruz, para
merecer la participación de su gloria. Cada uno según
los propios dones y las gracias recibidas, debe caminar
sin vacilación por el camino de la fe viva, que excita
la esperanza y obra por la caridad.
Es menester, en primer lugar, que los
Pastores del rebaño de Cristo cumplan con su deber
ministerial, santamente y con generosidad, con humildad y
fortaleza, según la imagen del Sumo y Eterno sacerdote,
Pastor y Obispo de nuestras almas; cumplido así su
deber, será para ellos mismos un magnífico medio de
santificación. Escogidos para la plenitud del sacerdocio
reciben la gracia sacramental, para que orando,
ofreciendo el Sacrificio y predicando, con todas las
formas de solicitud y servicio episcopal, ejerciten un
perfecto oficio de caridad pastoral[125], no tengan miedo
a dar su vida por sus ovejas y haciéndose modelo del
rebaño (Cfr. 1 Pe., 5, 3) inciten también con su
ejemplo a la Iglesia a una santidad cada día mayor.
Los Sacerdotes, a semejanza del orden
de los Obispos, cuya corona espiritual forman[126],
participando de la gracia del oficio de éstos por
Cristo, eterno y único Mediador, crezcan en el amor de
Dios y del prójimo por el ejercicio cotidiano de su
deber, conserven el vínculo de la comunión sacerdotal,
abunden en toda clase de bienes espirituales y den a
todos un testimonio vivo de Dios[127], emulando a
aquellos sacerdotes que en el transcurso de los siglos
nos dejaron muchas veces, con un servicio humilde y
escondido, preclaro ejemplo de santidad, y cuya alabanza
se difunde por la Iglesia de Dios. Ofrezcan, como es su
deber, sus oraciones y sacrificios por su pueblo y por
todo el Pueblo de Dios, reconociendo lo que hacen e
imitando lo que tratan[128]. Así, en vez de encontrar un
obstáculo en sus preocupaciones apostólicas, peligros y
aflicciones, sírvanse más bien de todo ello para
elevarse a más alta santidad, alimentando y fomentando
su actividad de la abundancia de la contemplación, para
consuelo de toda la Iglesia de Dios. Todos los
sacerdotes, y en particular los que por el título
peculiar de su ordenación se llaman sacerdotes
diocesanos, recuerden cuánto contribuirá a su
santificación la fiel unión y la generosa cooperación
con su propio Obispo.
Son también participantes de la
misión y de la gracia del Supremo Sacerdote, de una
manera particular los ministros de orden inferior, en
primer lugar los Diáconos, los cuales, al dedicarse a
los misterios de Cristo y de la Iglesia[129], deben
conservarse inmunes de todo vicio y agradar a Dios y ser
ejemplo de todo lo bueno ante los hombres (cf. 1 Tim., 3,
8-10; 12-13). Los clérigos, que llamados por Dios y
separados para tener parte con El, se preparan para los
deberes de los ministros bajo la vigilancia de los
pastores, están obligados a ir adaptando su manera de
pensar y sentir a tan preclara elección, asiduos en la
oración, fervorosos en la caridad, solícitos para todo
lo que es verdadero, justo y de buen nombre, realizando
todo para gloria y honor de Dios. A los cuales todavía
se añaden aquellos seglares, escogidos por Dios, que,
entregados totalmente a las tareas apostólicas, son
llamados por el Obispo y trabajan en el campo del Señor
con mucho fruto[130].
Conviene que los cónyuges y padres
cristianos, siguiendo su propio camino, se ayuden
mutuamente con constante amor a mantenerse en la gracia
durante toda la vida, y eduquen en la doctrina cristiana
y en las virtudes evangélicas a la prole recibida
amorosamente del Señor. De esta manera ofrecen al mundo
el ejemplo de un incansable y generoso amor, edifican la
fraternidad de la caridad y se presentan como testigos y
cooperadores de la fecundidad de la Madre Iglesia, como
símbolo y participación de aquel amor con que Cristo
amó a su Esposa y se entregó a sí mismo por ella[131].
Un ejemplo análogo lo dan de otro modo los que, en
estado de viudez o de celibato, pueden contribuir no poco
a la santidad y actividad de la Iglesia. Y por su lado,
los que viven entregados a un trabajo con frecuencia
duro, deben perfeccionarse a sí mismos con las obras
humanas, ayudar a sus conciudadanos y hacer progresar la
sociedad entera y la creación hacia un estado mejor,
pero también con caridad operante, gozosos por la
esperanza y llevando los unos las cargas de los otros,
imitar a Cristo, cuyas manos se ejercitaron en el
trabajo, y que continúa trabajando por la salvación de
todos en unión con el Padre, y con su mismo trabajo
cotidiano subir a una mayor santidad, incluso apostólica.
Sepan también que están unidos de una
manera especial con Cristo en sus dolores por la
salvación del mundo todos los que se ven oprimidos por
la pobreza, la debilidad, la enfermedad y otros muchos
sufrimientos, o padecen persecución por la justicia; el
Señor en su Evangelio los llamó bienaventurados,
"El Señor... de toda gracia, que nos llamó a su
eterna gloria en Cristo Jesús, después de sufrir un
poco, nos perfeccionará El mismo, nos confirmará y nos
consolidará" (1 Pe., 5, 10).
Por consiguiente, todos los fieles
cristianos, en cualquier condición de vida, de oficio o
de circunstancias, y precisamente por medio de todas esas
cosas se podrán santificar más cada día, con tal de
recibirlo todo con fe de la mano del Padre Celestial, y
con tal de cooperar con la voluntad divina, manifestando
a todos, en el mismo servicio temporal, la caridad con
que Dios amó al mundo.
42. LOS CONSEJOS
EVANGELICOS
"Dios es caridad, y el que
permanece en la caridad permanece en Dios y Dios en
El" (1 Jn., 4, 16). Y Dios difundió su caridad en
nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha
dado (cfr. Rom., 5, 5). Por consiguiente, el don
principal y más necesario es la caridad con la que
amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por El.
Pero a fin de que la caridad crezca en el alma como una
buena semilla y fructifique, debe cada uno de los fieles
oir de buena gana la palabra de Dios y cumplir con obras
su voluntad, con la ayuda de su gracia, participar
frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en el de la
Eucaristía, y en otras funciones sagradas, y aplicarse
de una manera constante a la oración, a la abnegación
de sí mismo, a un fraterno y solícito servicio de los
demás y al ejercicio de todas las virtudes. Porque la
caridad, como vínculo de la perfección y plenitud de la
ley (Col. 3, 14; Rom., 13, 10), regula todos los medios
de santificación, los informa y los conduce a su
fin[132]. De ahí que el amor hacia Dios y hacia el
prójimo sea la característica distintiva del verdadero
discípulo de Cristo.
Así como Jesús, el Hijo de Dios,
manifestó su caridad ofreciendo su vida por nosotros,
nadie tiene un mayor amor que el que ofrece la vida por
El y por sus hermanos (cf. 1 Jn., 3, 16; Jn., 15, 13).
Pues bien: ya desde los primeros tiempos algunos
cristianos fueron llamados y lo serán siempre, a dar
este máximo testimonio de amor delante de todos,
principalmente delante de los perseguidores. El martirio,
por consiguiente, con el que el discípulo se asemeja al
Maestro, que aceptó libremente la muerte por la
salvación del mundo, y se conforma con El en el
derramamiento de su sangre, es considerado por la Iglesia
como un supremo don y la prueba mayor de la caridad. Y si
ese don se da a pocos, todos sin embargo deben estar
dispuestos a confesar a Cristo delante de los hombres y a
seguirle por el camino de la cruz en medio de las
persecuciones que nunca faltan a la Iglesia.
La santidad de la Iglesia se fomenta
también de una manera especial en los múltiples
consejos que el Señor propone en el Evangelio para que
los observen sus discípulos[133], entre los que
descuella el precioso don de la gracia divina, que el
Padre da a algunos (cf. Mat., 19, 11; 1 Cor., 7, 7), para
que más fácilmente sin dividir el corazón (cf. 1 Cor.,
7, 32-34) se entreguen a Dios solo en la virginidad o en
el celibato[134]. Esta perfecta continencia por el reino
de los cielos siempre ha sido tenida por la Iglesia en
grandísimo honor como señal y estímulo de la caridad y
como un manantial extraordinario de espiritual fecundidad
en el mundo.
La Iglesia considera también la
amonestación del Apóstol, quien, animando a los fieles
a la práctica de la caridad, les exhorta a que
"tengan los mismos sentimientos que tuvo Cristo
Jesús", que "se anonadó a sí mismo tomano
naturaleza de esclavo... hecho obediente hasta la
muerte" (Filp., 2, 7-8), y que por nosotros "se
hizo pobre, siendo rico" (2 Cor., 8, 9). Y puesto
que es necesario que los discípulos den siempre
testimonio de la imitaión de esta humildad y caridad de
Cristo, se alegra la Madre Iglesia de encontrar en su
seno a muchos hombres y mujeres que siguen más de cerca
el anonadamiento del Salvador y lo ponen en más clara
evidencia, aceptando la pobreza con la libertad de los
hijos de Dios y renunciando a su propia voluntad. Ellos
en efecto, se someten al hombre por Dios en materia de
perfección, más allá de lo que están obligados por el
precepto, para asemejarse más a Cristo obediente[135].
Están, pues, invitados y aun obligados
todos los fieles cristianos a buscar la santidad y la
perfección de su propio estado. Vigilen, pues, todos por
ordenar rectamente sus afectos, no sea que en el uso de
las cosas de este mundo y en el apego a las riquezas en
oposición al espíritu de pobreza, encuentren un
obstáculo que les aparte de la búsqueda de la perfecta
caridad, según el aviso del Apóstol: "Los que usan
de este mundo, no se detengan en eso, porque los
atractivos de este mundo pasan" (cf. 1 Cor., 7, 31,
gr.)[136].
CAPITULO
VI
DE LOS RELIGIOSOS
43. CASTIDAD, POBREZA Y
OBEDIENCIA
Los consejos evangélicos de la
castidad consagrada a Dios, la pobreza y la obediencia,
puesto que están fundados en las palabras y ejemplos del
Señor y recomendados por los Apóstoles, por los Padres,
doctores y pastores de la Iglesia, son un don divino que
la Iglesia recibió del Señor, y que con su gracia
conserva perpetuamente. La autoridad de la Iglesia,
regida por el Espíritu Santo, se preocupó de
interpretar esos consejos, de regular su práctica y de
determinar también las formas estables de vivirlos. De
ahí ha resultado que han ido creciendo, a la manera de
un árbol que, de una semilla divina, se ramifica
espléndido y pujante en el campo del Señor, formas
diversas de vida solitaria y vida en común en gran
variedad de familias que se desarrollan, ya para provecho
de sus propios miembros, ya para el bien de todo el
Cuerpo de Cristo[137]. Y es que esas familias ofrecen a
sus miembros todas las condiciones para una mayor
estabilidad en su modo de vida, una doctrina
experimentada para conseguir la perfección, una
comunión fraterna en la milicia de Cristo y una libertad
fortalecida por la obediencia, de tal modo que puedan
guardar fielmente y cumplir con seguridad su profesión
religiosa, avanzando en el camino de la caridad con
espíritu gozoso[138].
Un estado así, en la divina y
jerárquica Constitución de la Iglesia, no es un estado
intermedio entre la condición del clero y la condición
seglar, sino que de ésta y de aquélla se sienten
llamados por Dios algunos fieles al goce de un don
particular en la vida de la Iglesia para contribuir, cada
uno a su modo, en su misión salvífica[139].
44. DISTINTIVO ESPECIAL
Por los votos, o por otros sagrados
vínculos análogos a los votos por su naturaleza, con
los cuales se obliga el fiel cristiano a la práctica de
los tres consejos evangélicos antes citados, se entrega
totalmente al servicio de Dios sumamente amado, de tal
forma que queda destinado con un nuevo título al
servicio y gloria de Dios. Ya por el bautismo había
muerto al pecado y se había consagrado a Dios: ahora,
para conseguir un fruto más abundante de la gracia
bautismal, trata de liberarse, por la profesión de los
consejos evangélicos en la Iglesia, de los impedimentos
que podrían apartarle del fervor de la caridad y de la
perfección del culto divino, y se consagra más
íntimamente al divino servicio[140]. Esta consagración
será tanto más perfecta cuanto por vínculos más
firmes y más estables se represente mejor a Cristo,
unido con vínculo indisoluble a su Esposa, la Iglesia.
Y como los consejos evangélicos tienen
la virtud de unir con la Iglesia y con su misterio de una
manera especial a quienes los practican, por la caridad a
la que conducen[141], es menester que su vida espiritual
se consagre al bien de toda la Iglesia. De ahí nace el
deber de trabajar según las fuerzas y según el género
de la propia vocación, sea con la oración, sea con la
actividad laboriosa, por implantar o robustecer en las
almas el Reino de Cristo y dilatarlo por todo el mundo.
De ahí también que la Iglesia proteja y favorezca la
índole propia de los diversos institutos religiosos.
Por consiguiente, la profesión de los
consejos evangélicos aparece como un distintivo que
puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de
la Iglesia a cumplir sin desfallecimiento los deberes de
la vocación cristiana. Porque, al no tener el Pueblo de
Dios una ciudadanía permanente en este mundo, -sino que
busca la futura- el estado religioso, al dejar más
libres a sus seguidores frente a los cuidados terrenos,
manifiesta mejor a todos los creyentes los bienes
celestiales -presentes incluso en esta vida-, da un
testimonio de la vida nueva y eterna conseguida por la
redención de Cristo y preanuncia la resurrección futura
y la gloria del Reino celestial. Y ese mismo estado imita
más de cerca y representa perpetuamente en la Iglesia
aquella forma de vida que el Hijo de Dios escogió al
venir al mundo para cumplir la voluntad del Padre, y que
dejó propuesta a los discípulos que quisieran seguirle.
Finalmente, pone a la vista de todos, de una manera
peculiar, la elevación del Reino de Dios sobre todo lo
terreno y sus grandes exigencias; demuestra también a
todos los hombres la maravillosa grandeza de la virtud de
un Cristo que reina y el infinito poder del Espíritu
Santo que obra maravillas en su Iglesia.
Por consiguiente, un estado cuya
esencia está en la profesión de los consejos
evangélicos, aunque no pertenezca a la estructura
jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, de una
manera indiscutible a su vida y a su santidad.
45. REGLAS Y
CONSTITUCIONES
Siendo un deber de la jerarquía
eclesiástica el apacentar al Pueblo de Dios y conducirlo
a los pastos mejores (cf. Ezeq., 34, 14), toca también a
ella dirigir con la sabiduría de sus leyes la práctica
de los consejos evangélicos, con los que se fomenta de
un modo singular la perfección de la caridad hacia Dios
y hacia el prójimo[142]. La misura jerarquía siguiendo
dócilmente el impulso del Espíritu Santo, admite las
reglas propuestas por varones y mujeres ilustres, y las
aprueba auténticamente después de ordenarlas, y además
está presente con su autoridad vigilante y protectora en
el desarrollo de los institutos, erigidos por todas
partes para la edificación del Cuerpo de Cristo, a fin
de que crezcan y florezcan según el espíritu de sus fundadores.
El Sumo Pontífice, por razón de su
primado sobre toda la Iglesia, para proveer mejor a las
necesidades de toda la grey del Señor, puede eximir de
la jurisdicción de los Ordinarios de lugar y someter a
su sola autoridad a cualquier Instituto de perfección y
a cada uno de sus miembros[143]. Y por la misma razón
pueden ser éstos dejados o confiados a la autoridad
patriarcal propia. Los miembros de estos institutos, en
el cumplimiento de sus deberes para con la Iglesia,
según la forma peculiar de su Instituto, deben prestar a
los Obispos la debida reverencia y obediencia según las
leyes canónicas, por su autoridad pastoral en las
Iglesias particulares y por la necesaria unidad y
concordia en el trabajo apostólico[144].
La Iglesia, no sólo eleva con su
sanción la profesión religiosa a la dignidad de un
estado canónico, sino que la presenta en la misma
acción litúrgica como un estado consagrado a Dios. Ya
que la misma Iglesia, con la autoridad recibida de Dios,
recibe los votos de los profesos, les obtiene del Señor,
con la oración pública, los auxilios y la gracia
divina, les encomienda a Dios, y les imparte una
bendición espiritual, asociando su oblación al
sacrificio eucarístico.
46. PURIFICACION DEL
ALMA
Pongan, pues, especial solicitud los
religiosos en que, por ellos, la Iglesia muestre mejor
cada día a fieles e infieles, a Cristo, ya sea entregado
a la contemplación en el monte, ya sea anunciando el
Reino de Dios a las turbas, sanando enfermos y heridos,
convirtiendo los pecadores a una vida más virtuosa,
bendiciendo a los niños, haciendo el bien a todos,
siempre obediente a la voluntad del Padre que le
envió[145].
Tengan por fin todos bien entendido que
la profesión de los consejos evangélicos, aunque lleva
consigo la renuncia de bienes que indudablemente son de
mucho valor, sin embargo, no es un impedimento para el
verdadero progreso de la persona humana, sino que, por su
misma naturaleza, lo favorece grandemente. Porque los
consejos evangélicos, aceptados voluntariamente según
la vocación personal de cada uno, contribuyen no poco a
la purificación del corazón y a la libertad espiritual,
excitan continuamente el fervor de la caridad y, sobre
todo, como se demuestra con el ejemplo de tantos santos
fundadores, son capaces de asemejar más la vida del
hombre cristiano a la vida virginal y pobre que para sí
escogió Cristo Nuestro Señor y abrazó su Madre, la
Virgen. Ni piense nadie que los religiosos, por su
consagración, se hacen extraños a la Humanidad o
inútiles para la ciudad terrena. Porque, aunque en
algunos casos no asisten directamente a los prójimos,
los tienen, sin embargo, presentes, de un modo más
profundo, en las entrañas de Cristo, y cooperan con
ellos espiritualmente para que la edificación de la
ciudad terrena se funde siempre en Dios y se dirija a El,
"no sea que trabajen en vano los que la
edifican"[146].
Por eso este Sagrado Sínodo confirma y
alaba a los hombres y mujeres, hermanos y hermanas que,
en los monasterios, en las escuelas y hospitales o en las
misiones, honran a la Esposa de Cristo con la constante y
humilde fidelidad en su consagración y ofrecen a todos
los hombres generosamente los más variados servicios.
47. PERSEVERANCIA
Esmérese por consiguiente todo el que
haya sido llamado a la profesión de estos consejos, por
perseverar y destacarse en la vocación a la que ha sido
llamado por Dios, para que más abunde la santidad en la
Iglesia y para mayor gloria de la Trinidad, una e
indivisible, que en Cristo y por Cristo es la fuente y
origen de toda santidad.
CAPITULO
VII
INDOLE ESCATOLOGICA
DE LA IGLESIA PEREGRINANTE
Y SU UNION CON LA IGLESIA CELESTIAL
48. INDOLE ESCATOLOGICA
DE NUESTRA VOCACION EN LA IGLESIA
La Iglesia, a la que todos somos
llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la gracia de
Dios, conseguimos la santidad, no será llevada a su
plena perfección sino "cuando llegue el tiempo de
la restauración de todas las cosas" (Hech., 3, 21)
y cuando, con el género humano, también el Universo
entero, que está íntimamente unido con el hombre y por
él alcanza su fin, sea perfectamente renovado (cf. Ef.,
1, 10; Col., 1, 20; 2 Pe., 3, 10-13).
Y ciertamente Cristo, levantado en alto
sobre la tierra, atrajo hacia Sí a todos los hombres (cf. Jn., 12, 32 gr.); resucitando de entre los
muertos (cf. Rom., 6, 9) envió a su Espíritu vivificador sobre
sus discípulos y por El constituyó a su Cuerpo, que es
la Iglesia, como Sacramento universal de salvación;
estando sentado a la diestra del Padre, sin cesar actúa
en el mundo para conducir a los hombres a su Iglesia y
por Ella unirlos a Sí más estrechamente, y
alimentándolos con su propio Cuerpo y Sangre hacerlos
partícipes de su vida gloriosa. Así que la
restauración prometida que esperamos, comienza ya en
Cristo, es impulsada con la venida del Espíritu Santo y
continúa en la Iglesia, en la cual por la fe somos
instruidos también acerca del sentido de nuestra vida
temporal, en tanto que con la esperanza de los bienes
futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha
confiado en el mundo y labramos nuestra salvación (cf.
Filp., 2, 12).
El fin de los tiempos ha llegado, pues,
hasta nosotros (cf. 1 Cor., 10, 11) y la renovación del
mundo está irrevocablemente decretada y empieza a
realizarse en cierto modo en el siglo presente, ya que la
Iglesia aun en la tierra se reviste de una verdadera, si
bien imperfecta santidad. Sin embargo, mientras no haya
nuevos cielos y nueva tierra, en los que tenga su morada
la santidad (cf. 2 Pe., 3, 13), la Iglesia peregrinante,
en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este
tiempo, lleva consigo la imagen de este mundo que pasa, y
Ella misma vive entre las criaturas que gimen entre
dolores de parto hasta el presente, en espera de la
manifestación de los hijos de Dios (cf. Rom., 8, 22 y
19).
Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y
sellados con el sello del Espíritu Santo, "que es
prenda de nuestra herencia" (Ef., 1, 14), somos
llamados hijos de Dios y lo somos de verdad (cf. 1 Jn.,
3, 1); pero todavía no hemos aparecido con Cristo en
aquella gloria (cf. Col., 3, 4) en la que seremos
semejantes a Dios, porque lo veremos tal cual es (cf. 1
Jn., 3, 2). Por tanto, "mientras habitamos en este
cuerpo, vivimos en el desierto, lejos del Señor" (2
Cor., 5, 6), y aunque poseemos las primicias del
Espíritu, gemimos en nuestro interior (cf. Rom., 8, 23)
y ansiamos estar con Cristo (cf. Filp., 1, 23). Ese mismo
amor nos apremia a vivir más y más para Aquel que
murió y resucitó por nosotros (cf. 2 Cor., 5, 15). Por
eso ponemos toda nuestra voluntad en agradar al Señor en
todo (cf. 2 Cor., 5, 9), y nos revestimos de la armadura
de Dios para permanecer firmes contra las asechanzas del
demonio y poder resistir en el día malo (cf. Ef., 6,
11-13). Y como no sabemos ni el día ni la hora, debemos
vigilar constantemente, como nos avisa el Señor, para
que, terminado el curso único de nuestra vida terrena (cf. Heb., 9, 27), si queremos
entrar con El a las
nupcias, merezcamos ser contados entre los escogidos (cf. Mt., 25, 31-46); no sea que
como aquellos siervos malos y
perezosos (cf. Mt., 25, 26) seamos arrojados al fuego
eterno (cf. Mt., 25, 41), a las tinieblas exteriores en
donde "habrá llanto y rechinar de dientes" (Mt., 22, 13 y 25, 30). En efecto, antes de reinar con
Cristo glorioso, todos debemos comparecer "ante el
tribunal de Cristo para dar cuenta cada cual según las
obras buenas o malas que hizo en su vida mortal" (2
Cor., 5, 10); y al fin del mundo "saldrán los que
obraron el bien para la resurrección de vida, los que
obraron el mal, para la resurrección de
condenación" (Jn., 5, 29; cf. Mt., 25, 46).
Teniendo, pues, por cierto, que "los padecimientos
de esta vida presente son nada en comparación con la
gloria futura que se ha de revelar en nosotros" (Rom., 8, 18; cf. 2
Tim., 2, 11-12), con fe firme,
esperamos el cumplimiento de "la esperanza
bienaventurada y la llegada de la gloria del gran Dios y
Salvador nuestro Jesucristo" (Tit., 2, 13), quien
"transfigurará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo
glorioso semejante al suyo" (Filp., 3, 21) y vendrá
"para ser glorificado en sus santos y para ser la
admiración de todos los que han tenido fe" (2 Tes.,
1, 10).
49. COMUNION DE LA
IGLESIA CELESTIAL CON LA IGLESIA PEREGRINANTE
Así, pues, hasta que el Señor venga
revestido de majestad y acompañado de todos sus ángeles (cf. Mt., 25, 31) y, destruida la muerte, le sean
sometidas todas las cosas (cf. 1 Cor., 15, 26-27),
algunos entre sus discípulos peregrinan en la tierra,
otros, ya difuntos, se purifican, mientras otros son
glorificados contemplando claramente al mismo Dios, Uno y
Trino, tal cual es[147]; mas todos, aunque en grado y
formas distintas, estamos unidos en fraterna caridad y
cantamos un mismo himno de gloria a nuestro Dios. Porque
todos los que son de Cristo y tienen su Espíritu, forman
una sola Iglesia y con El están mutuamente unidos (cf.
Ef., 4, 16). Así que la unión de los peregrinos con los
hermanos que durmieron en la paz de Cristo, de ninguna
manera se interrumpe, antes bien, según la constante fe
de la Iglesia, se fortalece con la comunicación de los
bienes espirituales[148]. Por lo mismo que los
bienaventurados están más íntimamente unidos a Cristo,
consolidan más eficazmente a toda la Iglesia en la
santidad, ennoblecen el culto que Ella misma ofrece a
Dios en la tierra y contribuyen de múltiples maneras a
su más dilatada edificación (cf. 1 Cor., 12,
12-27)[149] por nosotros ante el Padre[150], presentando
por medio del único Mediador de Dios y de los hombres,
Cristo Jesús (1 Tim., 2, 5), los méritos que en la
tierra alcanzaron, sirviendo al Señor en todas las cosas
y completando en su propia carne, en favor del Cuerpo de
Cristo que es la Iglesia, lo que falta a las
tribulaciones de Cristo (cf. Col., 1, 24)[151]. Su fraterna solicitud ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad.
50. RELACIONES DE LA
IGLESIA PEREGRINANTE CON LA IGLESIA CELESTIAL
La Iglesia de los viadores desde los
primeros tiempos del cristianismo tuvo perfecto
conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo Místico
de Jesucristo y así conservó con gran piedad el
recuerdo de los difuntos[152] y ofreció también
sufragios por ellos, "porque santo y saludable es el
pensamiento de orar por los difuntos para que queden
libres de sus pecados" (2 Mac., 12, 46). Siempre
creyó la Iglesia que los apóstoles y mártires de
Cristo, por haber dado un supremo testimonio de fe y de
amor con el derramamiento de su sangre, nos están más
íntimamente unidos: a ellos junto con la Bienaventurada
Virgen María y los santos ángeles, los veneró con
peculiar afecto[153] e imploró piadosamente el auxilio
de su intercesión. A éstos luego se unieron también
aquellos otros que habían imitado[154] más de cerca la
virginidad y la pobreza de Cristo y en fin otros, cuyo
preclaro ejercicio de virtudes cristianas[155] y cuyos
divinos carismas hacían recomendables a la piadosa
devoción e imitación de los fieles[156].
En efecto, al mirar la vida de quienes
siguieron fielmente a Cristo, nuevos motivos nos impulsan
a buscar la Ciudad futura (cf. Heb., 13, 14 y 11, 10) y
al mismo tiempo, en medio de las cosas mudables de este
mundo, se nos muestra el camino más seguro, conforme al
propio estado y condición de cada uno por donde podremos
llegar a la perfecta unión con Cristo, o sea, a la
santidad[157]. Dios manifiesta a los hombres en forma
viva su presencia y su rostro, en la vida de aquellos
que, siendo hombres como nosotros, con mayor perfección
se transforman en la imagen de Cristo (cf. 2 Cor., 3,
18). En ellos El mismo es quien nos habla y nos ofrece un
signo de ese Reino suyo[158] hacia el cual somos
poderosamente atraídos, con tan gran nube de testigos en
torno (cf. Heb., 12, 1) y con tan gran testimonio de la
verdad del Evangelio.
Pero no sólo veneramos la memoria de
los santos del cielo por el ejemplo que nos dan, sino
aún más para que la unión de la Iglesia en el
Espíritu quede corroborada por el ejercicio de la
caridad fraterna (cf. Ef., 4, 1-6). Porque así como la comunión cristiana entre los viadores nos conduce más
cerca de Cristo, así el consorcio con los santos nos une
con Cristo, de quien dimana como de Fuente y Cabeza toda
la gracia y la vida del mismo Pueblo de Dios[159].
Conviene, pues, en sumo grado, que amemos a estos amigos
y coherederos de Jesucristo, hermanos también nuestros y
eximios bienhechores; rindamos a Dios las debidas gracias
por ellos[160], "invoquémoslos humildemente y, para
impetrar de Dios beneficios por medio de su Hijo
Jesucristo, único Redentor y Salvador nuestro, acudamos
a sus oraciones, ayuda y auxilios"[161]. En verdad,
todo genuino testimonio de amor ofrecido por nosotros a
los bienaventurados, por su misma naturaleza, se dirige y
termina en Cristo, que es la "corona de todos los
Santos"[162] y por El a Dios, que es admirable en
sus Santos y en ellos es glorificado[163].
Pero nuestra más alta forma de unión
con la Iglesia celestial se realiza especialmente cuando
en la sagrada liturgia, en la cual "la virtud del
Espíritu Santo obra sobre nosotros por los signos
sacramentales", celebramos juntos con fraterna
alegría la alabanza de la Divina Majestad[164], y todos
los redimidos por la Sangre de Cristo de toda tribu,
lengua, pueblo y nación (cf. Apoc., 5, 9), congregados
en una misma Iglesia, ensalzamos con un mismo cántico de
alabanza al Dios Uno y Trino. Al celebrar, pues, el
Sacrificio Eucarístico, es cuando mejor nos unimos al
culto de la Iglesia celestial en una misma comunión y
veneración de la memoria de la gloriosa Virgen María,
en primer lugar, y del bienaventurado José y de los
bienaventurados Apóstoles, de los Mártires y de todos
los Santos[165].
51. EL CONCILIO
ESTABLECE DISPOSICIONES PASTORALES
Este Sagrado Sínodo recibe con gran
piedad la venerable fe de nuestros antepasados acerca del
consorcio vital con nuestros hermanos que están en la
gloria celestial o aún están purificándose después de
la muerte; y de nuevo propone los decretos de los
sagrados Concilios Niceno II[166], Florentino[167] y
Tridentino[168]. Junto con esto, por su solicitud
pastoral, exhorta a todos aquellos a quienes corresponde,
a que traten de apartar o corregir cualesquiera abusos,
excesos o defectos que acaso en diversos sitios se
hubieren introducido y restauren todo conforme a la mejor
alabanza de Cristo y de Dios. Enseñen, pues, a los
fieles que el auténtico culto a los santos no consiste
tanto en la multiplicidad de los actos exteriores, cuanto
en la intensidad de un amor práctico, por el cual para
mayor bien nuestro y de la Iglesia, buscamos en los
santos "el ejemplo de su vida, la participación de
su intimidad y la ayuda de su intercesión"[169].
Explíquenles por otro lado que nuestro trato con los
bienaventurados, si se considera en la plena luz de la
fe, lejos de atenuar el culto latréutico debido a Dios
Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo, más bien lo
enriquece ampliamente[170].
Porque todos los que somos hijos de
Dios y constituimos una familia en Cristo (cf. Heb., 3,
6), al unirnos en una mutua caridad y en una misma
alabanza de la santísima Trinidad, correspondemos a la
íntima vocación de la Iglesia y participamos con gusto
anticipado de la liturgia de la gloria perfecta del
cielo[171]. Porque cuando Cristo aparezca y se verifique
la resurrección gloriosa de los muertos, la claridad de
Dios iluminará la Ciudad celeste y su Lumbrera será el
Cordero (cf. Apoc., 21, 24). Entonces toda la Iglesia de
los santos, en la suprema felicidad del amor, adorará a
Dios y "al Cordero que fue inmolado" (Apoc., 5,
12), aclamando todos a una voz: "Al que está
sentado en el Trono y al Cordero: la alabanza, el honor y
la gloria y el imperio por los siglos de los siglos"
(Apoc., 5, 13-14).
Continuación a Lumen
Gentium, tercera parte
Regreso a
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de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.