LUMEN GENTIUM,  SEGUNDA PARTE (#23-59)

23. RELACIONES DE LOS OBISPOS DENTRO DEL COLEGIO

La unión colegial se manifiesta también en las mutuas relaciones de cada Obispo con las Iglesias particulares y con la Iglesia universal. El Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo visible de unidad[66] así de los Obispos como de la multitud de los fieles. Del mismo modo, cada Obispo es el principio y fundamento visible de unidad en su propia Iglesia[67], formada a imagen de la Iglesia universal; y en todas y de todas las Iglesias particulares queda integrada la sola y única Iglesia católica[68]. Por esto cada Obispo representa a su Iglesia, tal como todos ellos, a una con el Papa, representan toda la Iglesia en el vínculo de la paz, del amor y de la unidad.

Cada uno de los Obispos que es puesto al frente de una Iglesia particular, ejercita su poder pastoral sobre la porción del Pueblo de Dios que se le ha confiado, no sobre las otras Iglesias ni sobre la Iglesia universal. Pero, en cuanto miembros del Colegio episcopal y como legítimos sucesores de los Apóstoles, todos deben tener aquella solicitud por la Iglesia universal que la institución y precepto de Cristo exigen[69], la cual, si bien no se ejercita por acto de jurisdicción, contribuye, sin embargo, grandemente al progreso de la Iglesia universal. Todos los Obispos, en efecto, deben promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común en toda la Iglesia, instruir a los fieles en el amor de todo el Cuerpo Místico de Cristo, principalmente de los miembros pobres y de los que sufren o son perseguidos por la justicia (cf. Mt., 5, 10), promover en fin, toda acción que sea común a la Iglesia, sobre todo en orden a la dilatación de la fe y a la difusión de la luz de la verdad plena entre todos los hombres. Por lo demás, es cosa clara que gobernando bien sus propias Iglesias como porciones de la Iglesia universal, contribuyen en gran manera al bien de todo el Cuerpo Místico, que es también el cuerpo de las Iglesias[70].

El cuidado de anunciar el Evangelio en todo el mundo pertenece al cuerpo de los Pastores, ya que a todos ellos en común dio Cristo el mandato imponiéndoles un oficio común, según explicó ya el Papa Celestino a los Padres del Concilio de Efeso[71]. Por tanto, todos los Obispos, en cuanto se lo permite el desempeño de su propio oficio, deben colaborar entre sí y con el sucesor de Pedro, a quien particularmente se ha encomendado el oficio de propagar la religión cristiana[72]. Deben, pues, con todas sus fuerzas proveer a las misiones no sólo de operarios para la mies, sino también de socorros espirituales y materiales, ya sea directamente por sí, ya sea excitando la ardiente cooperación de los fieles. Procuren finalmente los Obispos, según el venerable ejemplo de la antigüedad, prestar una fraternal ayuda a las otras Iglesias, sobre todo a las Iglesias vecinas y más pobres, dentro de esta universal comunión de la caridad.

La divina Providencia ha hecho que en diversas regiones las varias Iglesias fundadas por los Apóstols y sus sucesores, con el correr de los tiempos se hayan reunido en grupos orgánicamente unidos que, dentro de la unidad de fe y la única constitución divina de la Iglesia, gozan de disciplina propia, de ritos litúrgicos propios y de un propio patrimonio teológico y espiritual. Entre las cuales, concretamente las antiguas Iglesias patriarcales, como madres en la fe, engendraron a otras y con ellas han quedado unidas hasta nuestros días por vínculos más estrechos de caridad tanto en la vida sacramental como en la mutua observancia de derechos y deberes[73]. Esta variedad de Iglesias locales, dirigida a la unidad muestra con mayor evidencia la indivisa catolicidad de la Iglesia. Del mismo modo las Conferencias Episcopales hoy en día pueden desarrollar una obra múltiple y fecunda a fin de que el afecto colegial tenga una aplicación concreta.

24. EL MINISTERIO DE LOS OBISPOS

Los Obispos, en su calidad de sucesores de los Apóstoles, reciben del Señor, a quien se ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra, la misión de enseñar a todas las gentes y de predicar el Evangelio a toda criatura, a fin de que todos los hombres logren la salvación por medio de la fe, el bautismo y el cumplimiento de los mandamientos (cfr. Mt., 28, 18; Mc., 16, 15-16; Hech., 26, 17 y s.). Para el desempeño de esta misión, Cristo Señor prometió a sus Apóstoles el Espíritu Santo a quien envió de hecho el día de Pentecostés desde el cielo para que, confortados con su virtud, fuesen sus testigos hasta los confines de la tierra ante las gentes y los pueblos y los reyes (cf. Hech., 1, 8; 2, 1 y ss.; 9, 15). Este encargo que el Señor confió a los pastores de su pueblo es un verdadero servicio y en la Sagrada Escritura se llama muy significativamente "diaconía", o sea ministerio (cf. Hech., 1, 17 y 25; 21, 19; Rom., 11, 13; 1 Tim., 1, 12).

La misión canónica de los Obispos puede hacerse ya sea por las legítimas costumbres que no hayan sido revocadas por la potestad suprema y universal de la Iglesia, ya se por las leyes dictadas o reconocidas por la misma autoridad, ya sea también directamente por el mismo sucesor de Pedro: y ningún Obispo puede ser elevado a tal oficio contra la voluntad de éste, o sea cuando él niega la comunión apostólica[74].

25. EL OFICIO DE ENSEÑAR DE LOS OBISPOS

Entre los oficios principales de los Obispos sobresale la predicación del Evangelio[75]. Porque los Obispos son los heraldos de la fe que ganan nuevos discípulos para Cristo, que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de creerse y ha de aplicarse a la vida, la ilustran con luz del Espíritu Santo, extrayendo del tesoro de la Revelación las cosas nuevas y las cosas viejas (cf. Mt., 13, 52), la hacen fructificar y con vigilancia apartan de la grey los errores que la amenazan (cf. 2 Tim., 4, 1-4). Los Obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como los testigos de la verdad divina y católica; los fieles, por su parte, tienen obligación de aceptar y adherirse con religiosa sumisión del espíritu al parecer de su Obispo en materias de fe y de costumbres cuando las expone en nombre de Cristo. Esta religiosa sumisión de la voluntad y del entendimiento, de modo particular se debe al magisterio auténtico del Romano Pontífice, aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se adhiera al parecer expresado por él según la mente y voluntad que haya manifestado él mismo y que se descubre principalmente, ya sea por la índole del documento, ya sea por la insistencia con que repite una misma doctrina, ya sea también por las fórmulas empleadas.

Aunque cada uno de los prelados por sí no posea la prerrogativa de la infalibilidad, sin embargo, si todos ellos, aun estando dispersos por el mundo, pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el Sucesor de Pedro, convienen en un mismo parecer como maestros auténticos que exponen como definitiva una doctrina en las cosas de fe y de costumbres, en ese caso enuncian infaliblemente la doctrina de Cristo[76]. Pero esto se ve todavía más claramente cuando reunidos en Concilio Ecuménico son los maestros y jueces de la fe y de la moral para la Iglesia universal, y sus definiciones de fe deben aceptarse con sumisión[77].

Esta infalibilidad que el Divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia cuando define la doctrina de la fe y de la moral, se extiende a todo cuanto abarca el depósito de la divina Revelación que debe ser celosamente conservado y fielmente expuesto. Esta infalibilidad compete al Romano Pontífice, Cabeza del Colegio Episcopal, en razón de su oficio cuando proclama como definitiva la doctrina de la fe o de la moral[78] en su calidad de supremo pastor y maestro de todos los fieles a quienes confirma en la fe (cf. Lc., 22, 32). Por lo cual con razón se dice que sus definiciones por sí y no por el consentimiento de la Iglesia son irreformables, puesto que han sido proclamadas bajo la asistencia del Espíritu Santo prometida a él en San Pedro, y así no necesitan de ninguna aprobación de otros ni admiten tampoco la apelación a ningún otro tribunal. Porque en esos casos el Romano Pontífice no da una sentencia como persona privada, sino que en calidad de maestro supremo de la Iglesia universal, en quien singularmente reside el carisma de la infalibilidad de la Iglesia misma, expone o defiende la doctrina de la fe católica[79]. La infalibilidad prometida a la Iglesia reside también en el Cuerpo de los Obispos cuando ejerce el supremo magisterio juntamente con el sucesor de Pedro. A estas definiciones nunca puede faltar el asenso de la Iglesia por la acción del Espíritu Santo, en virtud de la cual la grey toda de Cristo se conserva y progresa en la unidad de la fe[80].

Cuando el Romano Pontífice o con él el Cuerpo Episcopal definen una doctrina, lo hacen siempre de acuerdo con la Revelación, a la cual deben sujetarse y conformarse todos, y que por escrito o por transmisión de la sucesión legítima de los Obispos y sobre todo por el cuidado del mismo Pontífice Romano, se nos transmite íntegra y en la Iglesia se conserva celosamente y se expone fielmente, gracias a la luz del Espíritu de la verdad[81]. El Romano Pontífice y los Obispos, como lo requiere su cargo y la importancia del asunto, celosamente trabajan con los medios adecuados[82], a fin de que se estudie como se debe esta Revelación y se la proponga apropiadamente, y no aceptan ninguna nueva revelación pública dentro del divino depósito de la fe[83].

26. EL OFICIO DE SANTIFICAR DE LOS OBISPOS

El Obispo, revestido como está de la plenitud del sacramento del Orden, es "el administrador de la gracia del supremo sacerdocio"[84] sobre todo en la Eucaristía, que él mismo ofrece, ya sea por sí, ya sea por otros[85], y que hace vivir y crecer a la Iglesia. Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas comunidades locales de los fieles que, unidas a sus pastores, reciben también el nombre de Iglesias en el Nuevo Testamento[86]. Ellas en sus sedes, son el Pueblo nuevo, llamado por Dios con la virtud del Espíritu Santo y con plena convicción (cf. 1 Tes., 1, 5). En ellas se congregan los fieles por la predicación del Evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la Cena del Señor "a fin de que por el cuerpo y la sangre del Señor todos los hermanos de la comunidad queden estrechamente unidos"[87]. En todo altar, reunida la comunidad bajo el ministerio sagrado del Obispo[88], se manifiesta el símbolo de aquella caridad y "unidad del Cuerpo Místico, sin la cual no puede haber salvación"[89]. En estas comunidades, por más que sean con frecuencia pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, Cristo está presente, el cual con su poder da unidad a la Iglesia, una, católica y apostólica[90]. Porque "la participación del cuerpo y sangre de Cristo no hace otra cosa sino que pasemos a ser aquello que recibimos"[91].

Ahora bien: toda legítima celebración de la Eucaristía la dirige el Obispo, al cual ha sido confiado el oficio de ofrecer a la Divina Majestad el culto de la religión cristiana y de administrarlo conforme a los preceptos del Señor y las leyes de la Iglesia, las cuales él precisará según su propio criterio adaptándolas a su diócesis.

Así, los Obispos orando por el pueblo y trabajando, dan de muchas maneras y abundantemente de la plenitud de la santidad de Cristo. Por medio del ministerio de la palabra comunican a los creyentes la fuerza de Dios para su salvación (cf. Rom., 1, 16) y por medio de los sacramentos, cuya administración sana y fructuosa regulan ellos con su autoridad[92], santifican a los fieles. Ellos regulan la administración del bautismo, por medio del cual se concede la participación en el sacerdocio regio de Cristo. Ellos son los ministros originarios de la confirmación, dispensadores de las sagradas órdenes y moderadores de la disciplina penitencial; ellos solícitamente exhortan e instruyen a su pueblo a que participe con fe y reverencia en la liturgia y sobre todo en el santo sacrificio de la Misa. Ellos, finalmente, deben edificar a sus súbditos con el ejemplo de su vida, guardando su conducta no sólo de todo mal, sino con la ayuda de Dios, transformándola en bien dentro de lo posible para llegar a la vida eterna juntamente con la grey que se les ha confiado[93].

27. EL OFICIO DE REGIR DE LOS OBISPOS

Los Obispos rigen como vicarios y legados de Cristo las Iglesias particulares que se les han encomendado[94], con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y con su potestad sagrada que ejercitan únicamente para edificar su grey en la verdad y la santidad, teniendo en cuenta que el que es mayor ha de hacerse como el menor y el que ocupa el primer puesto, como el servidor (cf. Lc., 22, 26-27). Esta potestad que personalmente poseen en nombre de Cristo, es propia, ordinaria e inmediata, aunque el ejercicio último de la misma sea regulado por la autoridad suprema, y aunque, con miras a la utilidad de la Iglesia y de los fieles, pueda quedar circunscrita dentro de ciertos límites. En virtud de esta potestad, los Obispos tienen el sagrado derecho y ante Dios el deber de legislar sobre sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece al culto y organización del apostolado.

A ellos se les confía plenamente el oficio pastoral, es decir, el cuidado habitual y cotidiano de sus ovejas y no deben ser tenidos como vicarios de los Romanos Pontífices, ya que ostentan una potestad propia y son, con toda verdad, los Jefes del pueblo que gobiernan[95]. Así, pues, su potestad no queda anulada por la potestad suprema y universal, sino que al revés queda afirmada, robustecida y defendida[96], puesto que el Espíritu Santo mantiene indefectiblemente la forma de gobierno que Cristo Señor estableció en su Iglesia.

El Obispo, enviado por el Padre de familia a gobernar su familia, tenga siempre ante los ojos, el ejemplo del Buen Pastor que vino no a ser servido, sino a servir (cf. Mt., 20, 28; Mc., 10, 45) y a entregar su vida por sus ovejas (cf. Jn., 10, 11). Tomado de entre los hombres y rodeado él mismo de flaquezas, puede apiadarse de los ignorantes y de los errados (cf. Heb., 5, 1-2). No se niegue a oír a sus súbditos, a los que como a verdaderos hijos suyos abraza y a quienes exhorta a cooperar animosamente con él. Consciente de que ha de dar cuenta a Dios de sus almas (cf. Heb., 13, 17), trabaje con la oración, con la predicación y con todas las obras de caridad por ellos y también por los que todavía no son de la única grey, a quienes debe tener por encomendados en el Señor. Siendo él deudor para con todos, a la manera de Pablo, esté dispuesto a evangelizar a todos (cf. Rom., 1, 14-15) y no deje de exhortar a sus fieles a la actividad apostólica y misionera. Los fieles, por su parte, deben estar unidos con su Obispo como la Iglesia lo está con Cristo y como Cristo mismo lo está con el Padre, para que todas las cosas se armonicen en la unidad[97] y crezcan para la gloria de Dios (cf. 2 Cor., 4, 15).

28. LOS PRESBITEROS. SUS RELACIONES CON CRISTO, CON LOS OBISPOS, CON EL PRESBITERIO Y CON EL PUEBLO CRISTIANO

Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo (Jn., 10, 36), ha hecho participantes de su consagración y de su misión por medio de los Apóstoles a sus sucesores, es decir, a los Obispos. Ellos han encomendado legítimamente el oficio de su ministerio en diverso grado a diversos sujetos en la Iglesia[98]. Así el ministerio eclesiástico de divina institución es ejercitado en diversas categorías por aquellos que ya desde antiguo se llamaron Obispos, Presbíteros, Diáconos[99]. Los Presbíteros, aunque no tienen el sumo grado del pontificado y en el ejercicio de su potestad dependen de los Obispos, con todo están unidos con ellos en el honor del sacerdocio[100] y, en virtud del sacramento del Orden[101], han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento[102], según la imagen de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote (Heb., 5, 1-10; 7, 24; 9, 11-28), para predicar el Evangelio, y apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino. Participando, en el grado propio de su ministerio del oficio de Cristo, único Mediador (1 Tim., 2, 5), anuncian a todos la divina palabra. Pero su oficio sagrado lo ejercitan sobre todo en el culto eucarístico o comunión, en donde, representando la persona de Cristo[103] y proclamando su Misterio, unen al sacrificio de su Cabeza, Cristo, las oraciones de los fieles (cf. 1 Cor., 11, 26), representando y aplicando en el sacrificio de la Misa[104], hasta la venida del Señor, el único Sacrificio del Nuevo Testamento, a saber, el de Cristo, que se ofrece a sí mismo al Padre como hostia inmaculada (cf. Heb., 9, 1-28). Para con los fieles arrepentidos o enfermos desempeñan principalmente el ministerio de la reconciliación y del alivio y presentan a Dios Padre las necesidades y súplicas de los fieles (cf. Heb., 5, 1-4). Ellos, ejercitando[105], en la medida de su autoridad, el oficio de Cristo, Pastor y Cabeza, reúnen la familia de Dios como una comunidad de hermanos[106], animada y dirigida hacia la unidad y por Cristo en el Espíritu, la conducen hasta el Padre Dios. En medio de la grey le adoran en espíritu y en verdad (cf. Jn., 4, 24). Se afanan finalmente en la predicación y en la enseñanza (cf. 1 Tim., 5, 17), creyendo en aquello que leen cuando meditan en la ley del Señor, enseñando aquello en que creen, imitando aquello que enseñan[107].

Los Presbíteros, como próvidos colaboradores[108] del orden episcopal, como ayuda e instrumento suyo, llamados para servir al pueblo de Dios, forman, junto con su Obispo, un presbiterio[109], dedicado a diversas funciones. En cada una de las congregaciones locales de fieles, ellos hacen, por decirlo así, presente al Obispo con quien están confiada y animosamente unidos y toman sobre sí una parte de la carga y solicitud pastoral y la ejercitan en el diario trabajo. Ellos, bajo la autoridad del Obispo, santifican y rigen la porción de la grey del Señor a ellos confiada, hacen visible en cada lugar a la Iglesia universal y prestan eficaz ayuda a la edificación del cuerpo total de Cristo (cf. Ef., 4, 12). Preocupados siempre por el bien de los hijos de Dios, procuren cooperar en el trabajo pastoral de toda la diócesis y aun de toda la Iglesia. Los Presbíteros, en virtud de esta participación en el sacerdocio y en la misión, reconozcan al Obispo como verdadero padre y obedézcanle reverentemente.

El Obispo, por su parte, considere a los sacerdotes como hijos y amigos, tal como Cristo a sus discípulos ya no los llama siervos, sino amigos (cf. Jn., 15, 15). Todos los sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos, están, pues, adscritos al Cuerpo Episcopal por razón del Orden y del ministerio y sirven al bien de toda la Iglesia según la vocación y la gracia de cada cual.

En virtud de la común ordenación sagrada y de la común misión, los Presbíteros todos se unen entre sí en íntima fraternidad que debe manifestarse en espontánea y gustosa ayuda mutua, tanto espiritual como material, tanto pastoral como personal, en las reuniones, en la comunión de vida, de trabajo y de caridad.

Respecto de los fieles, a quienes con el bautismo y la doctrina han engendrado espiritualmente (cf. 1 Cor., 4, 15; 1 Pe., 1, 23), tengan la solicitud de padres en Cristo. Haciéndose de buena gana modelos de la grey (1 Pe., 5, 3) gobiernen y sirvan a su comunidad local de tal manera que ésta merezca llamarse con el nombre que es gala del pueblo de Dios único y total, es decir, Iglesia de Dios (cf. 1 Cor., 1, 2; 2 Cor., 1, 1, y passim). Acuérdense que con su conducta de todos los días y con su solicitud muestran a fieles e infieles, a católicos y no católicos la imagen del verdadero ministerio sacerdotal y pastoral y que deben, ante la faz de todos, dar el testimonio de la verdad y de la vida y que como buenos pastores deben buscar también (cf. Lc., 15, 4-7) a aquellos que, bautizados en la Iglesia católica, han abandonado, sin embargo, la práctica de los sacramentos, e incluso la fe.

Como el mundo entero cada día más tiende a la unidad de organización civil, económica y social, así conviene que cada vez más los sacerdotes, uniendo sus esfuerzos y cuidados bajo la guía de los Obispos y del Sumo Pontífice, eviten todo conato de dispersión para que todo el género humano venga a la unidad de la familia de Dios.

29. LOS DIACONOS

En el grado inferior de la jerarquía están los Diáconos que reciben la imposición de manos no en orden al sacerdocio sino en orden al ministerio[110]. Así, confortados con la gracia sacramental, en comunión con el Obispo y su presbiterio, sirven al Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad. Es oficio propio del Diácono, según la autoridad competente se lo asignare, la administración solemne del bautismo, el conservar y distribuir la Eucaristía, el asistir en nombre de la Iglesia y bendecir los matrimonios, llevar el Viático a los moribundos, leer la Sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y oración de los fieles, administrar los sacramentales, presidir los ritos de funerales y sepelios. Dedicados a los oficios de caridad y administración, recuerden los Diáconos el aviso de San Policarpo: "Misericordiosos, diligentes, procedan en su conducta conforme a la verdad del Señor que se hizo servidor de todos"[111].

Teniendo en cuenta que estas funciones tan necesarias para la vida de la Iglesia, según la disciplina actualmente vigente en la Iglesia latina, en muchas regiones difícilmente se pueden desempeñar, se podrá restablecer en adelante el Diaconado como grado propio y permanente en la jerarquía. Tocará a las distintas Conferencias Episcopales el decidir, con la aprobación del Sumo Pontífice, si se cree oportuno y en dónde, el establecer estos diáconos para la cura de las almas. Con el consentimiento del Romano Pontífice este diaconado se podrá conferir a hombres de edad madura, aunque estén casados, o también a jóvenes idóneos; pero para éstos debe mantenerse firme la ley del celibato.

CAPITULO IV
LOS LAICOS

30. PECULIARIDAD

El Santo Sínodo, una vez declaradas las funciones de la Jerarquía, vuelve gozosamente su espíritu hacia el estado de los fieles cristianos llamados laicos. Cuanto se ha dicho del Pueblo de Dios, se dirige por igual a los laicos, religiosos y clérigos; sin embargo, a los laicos, hombres y mujeres, en razón de su condición y misión, les corresponden ciertas particularidades cuyos fundamentos, por las especiales circunstancias de nuestro tiempo, hay que considerar más profundamente.

Los sagrados Pastores conocen muy bien la importancia de la contribución de los laicos al bien de toda la Iglesia. Pues saben que ellos no fueron constituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia para con el mundo, sino que su excelsa función es apacentar de tal modo a los fieles y de tal manera reconocer sus servicios y carismas, que todos, a su modo, cooperen unánimemente a la obra común. Es necesario, por tanto, que todos "abrazados a la verdad, en todo crezcamos en caridad, llegándonos a Aquel que es nuestra cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo, trabado y unido por todos los ligamentos que lo unen y nutren para la operación propia de cada miembro, crece y se perfecciona en la caridad" (Ef. 4, 15-16).

31. QUE SE ENTIENDE POR LAICOS

Por el nombre de laicos se entiende aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros que han recibido un orden sagrado y los que viven en estado religioso reconocido por la Iglesia, es decir, los fieles cristianos que, por estar incorporados a Cristo mediante el bautismo, constituidos en Pueblo de Dios y hechos partícipes a su manera de la función sacerdotal, profética y real de Jesucristo, ejercen, según sus posibilidades, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo.

El carácter secular es propio y peculiar de los laicos. Los que recibieron el orden sagrado, aunque algunas veces pueden ocuparse de asuntos seculares, incluso ejerciendo una profesión secular, están ordenados principal y directamente al sagrado ministerio, por razón de su vocación particular, en tanto que los religiosos, por su estado, dan un preclaro y eximio testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas. A los laicos pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales. Viven en el siglo, es decir, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, con su fe, su esperanza y caridad. A ellos, muy en especial, corresponde iluminar y organizar todos los asuntos temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal manera, que se realicen continuamente según el espíritu de Jesucristo y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y Redentor.

32. UNIDAD EN LA DIVERSIDAD

La Iglesia santa, por voluntad divina, está ordenada y se rige con admirable variedad. "Pues a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros y todos los miembros no tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo y todos miembros los unos de los otros" (Rom. 12, 4-5).

El pueblo elegido de Dios es uno: "Un Señor, una fe, un bautismo" (Ef., 4, 5); común dignidad de los miembros por su regeneración en Cristo, gracia común de hijos, común vocación a la perfección, una salvación, una esperanza y una indivisa caridad. En Cristo y en la Iglesia no existe desigualdad alguna en razón de estirpe o nacimiento, condición social o sexo, porque "no hay Judío ni Griego: no hay siervo o libre: no hay varón ni mujer. Pues todos vosotros sois "uno" en Cristo Jesús" (Gál., 3, 28; cf. Col., 3, 11).

Aunque no todos en la Iglesia van por el mismo camino, sin embargo, todos están llamados a la santidad y han alcanzado la misma fe por la justicia de Dios (cf. 2 Pe., 1, 1). Y si es cierto que algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos para los demás como doctores, dispensadores de los misterios y pastores, sin embargo, se da una verdadera igualdad entre todos en lo referente a la dignidad y a la acción común de todos los fieles para la edificación del Cuerpo de Cristo. La diferencia que puso el Señor entre los sagrados ministros y el resto del Pueblo de Dios, lleva consigo la unión, puesto que los Pastores y los demás fieles están vinculados entre sí por unión recíproca; los Pastores de la Iglesia, siguiendo el ejemplo del Señor, pónganse al servicio los unos de los otros, y al de los demás fieles, y estos últimos, a su vez, asocien su trabajo con el de los Pastores y doctores. De este modo, en la diversidad, todos dan testimonio de la admirable unidad en el Cuerpo de Cristo: pues la misma diversidad de gracias, servicios y funciones congrega en la unidad a los hijos de Dios, porque "todas estas cosas son obra del único e idéntico Espíritu" (1 Cor., 12, 11).

Si, pues, los seglares, por dignación divina, tienen a Jesucristo por hermano, que siendo Señor de todas las cosas, vino, sin embargo, a servir y no a ser servido (cf. Mat., 20, 28), así también tienen por hermanos a quienes, constituidos en el sagrado ministerio, enseñando, santificando y gobernando con la autoridad de Cristo, apacientan la familia de Dios de tal modo que se cumpla por todos el mandato nuevo de la caridad. A este respecto, dice hermosamente San Augustín: "Si me aterra, el hecho de que soy para vosotros, eso mismo me consuela, porque estoy con vosotros. Para vosotros soy el obispo, con vosotros soy el cristiano. Aquél es el nombre del cargo, éste el de la gracia; aquél, el del peligro; éste, el de la salvación"[112].

33. EL APOSTOLADO DE LOS LAICOS

Los laicos congregados en el Pueblo de Dios y constituidos en un solo Cuerpo de Cristo bajo una sola Cabeza cualesquiera que sean, están llamados, como miembros vivos, a procurar el crecimiento de la Iglesia y su perenne santificación con todas sus fuerzas, recibidas por beneficio del Creador y gracia del Redentor.

El apostolado de los laicos es la participación en la misma misión salvífica de la Iglesia y a él todos están destinados por el mismo Señor en razón del bautismo y de la confirmación. Por los sacramentos, especialmente por la Sagrada Eucaristía, se comunica y se nutre aquella caridad hacia Dios y hacia los hombres, que es el alma de todo apostolado. Los laicos, sin embargo, están llamados, particularmente, a hacer presente y operante a la Iglesia en los lugares y condiciones donde ella no puede ser sal de la tierra si no es a través de ellos[113]. Así, pues, todo laico, por los mismos dones que le han sido conferidos, se convierte en testigo y al mismo tiempo en instrumento vivo de la misión de la misma Iglesia "en la medida del don de Cristo" (Ef., 4, 7).

Además de este apostolado, que incumbe absolutamente a todos los fieles, los laicos pueden también ser llamados de diversos modos a una cooperación más inmediata con el apostolado de la Jerarquía[114], como aquellos hombres y mujeres que ayudaban al apóstol Pablo en la evangelización, trabajando mucho para el Señor (cf. Filp., 4, 3; Rom. 16, 3 s.). Por lo demás, son aptos para que la Jerarquía les confíe el ejercicio de determinados cargos eclesiásticos, ordenados a un fin espiritual.

Así, pues, incumbe a todos los laicos colaborar en la hermosa empresa de que el divino designio de salvación alcance más y más a todos los hombres de todos los tiempos y de toda la tierra. Abraseles, pues, camino por doquier para que, a la medida de sus fuerzas y de las necesidades de los tiempos, participen también ellos, celosamente, en la obra salvadora de la Iglesia.

34. CONSAGRACION DEL MUNDO

Cristo Jesús, Supremo y eterno sacerdote, deseando continuar su testimonio y su servicio por medio también de los laicos, los vivifica con su Espíritu e ininterrumpidamente los impulsa a toda obra buena y perfecta.

Pero a aquellos a quienes asocia íntimamente a su vida y misión, también les hace partícipes de su oficio sacerdotal, en orden al ejercicio del culto espiritual, para gloria de Dios y salvación de los hombres. Por eso los laicos, ya que están consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, tienen una vocación admirable y son instruidos para que en ellos se produzcan cada vez más abundantes los frutos del Espíritu. Pues todas sus obras, preces e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y del cuerpo, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren pacientemente, se convierten en "hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo" (1 Pe., 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía, con la oblación del cuerpo del Señor, se ofrecen piadosísimamente al Padre. Así también los laicos, en cuanto adoradores, obrando santamente en todo lugar, consagran a Dios el mundo mismo.

35. EL TESTIMONIO DE SU VIDA

Cristo, Profeta grande, que con el testimonio de su vida y con la virtud de su palabra proclamó el Reino del Padre, cumple su misión profética hasta la plena manifestación de la gloria, no sólo a través de la Jerarquía, que enseña en su nombre y con su potestad, sino también por medio de los laicos, a quienes por eso constituye testigos y les ilumina con el sentido de la fe y la gracia de la palabra (cf. Hech., 2, 17-18; Apoc., 19, 10), para que la virtud del Evangelio brille en la vida cotidiana, familiar y social. Ellos se muestran como hijos de la promesa, cuando fuertes en la fe y la esperanza, aprovechan el tiempo presente (cf. Ef., 5, 16; Col., 4, 5) y esperan con paciencia la gloria futura (cf. Rom., 8, 25). Pero que no escondan esta esperanza en la interioridad del alma, sino manifiéstenla con una continua conversión y lucha "contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malignos" (Ef., 6, 12) incluso a través de las estructuras de la vida secular.

Así como los sacramentos de la Nueva Ley, con los que se nutre la vida y el apostolado de los fieles, prefiguran el cielo nuevo y la tierra nueva (cf. Apoc., 21, 1), así los laicos se hacen valiosos pregoneros de la fe y de las cosas que esperamos (cf. Hebr., 11, 1), si asocian, sin desmayo, a la vida de fe, la profesión de la fe. Esta evangelización, es decir, el mensaje de Cristo pregonado con el testimonio de la vida y de la palabra, adquiere una nota específica y una peculiar eficacia por el hecho de que se realiza dentro de las comunes condiciones de la vida en el mundo.

En este quehacer es de gran valor aquel estado de vida que está santificado por un especial sacramento, es decir, el estado de vida matrimonial y familiar. Allí se da un ejercicio y una hermosa escuela para el apostolado de los laicos donde la religión cristiana penetra toda la institución de la vida y la transforma más cada día. Allí los cónyuges tienen su propia vocación para que sean el uno para el otro y para sus hijos testigos de la fe y del amor de Cristo. La familia cristiana proclama muy alto tanto las presentes virtudes del Reino de Dios, como la esperanza de la vida bienaventurada. Y así, con su ejemplo y testimonio, acusa al mundo de pecado e ilumina a los que buscan la verdad.

Por tanto, los laicos, también cuando se ocupan de las cosas temporales, pueden y deben realizar una acción preciosa en orden a la evangelización del mundo. Porque si bien algunos de entre ellos, al faltar los sagrados ministros o estar impedidos éstos en caso de persecución, les suplen en determinados oficios sagrados en la medida de sus facultades, y aunque muchos de ellos consumen todas sus energías en el trabajo apostólico, es preciso, sin embargo, que todos cooperen a la dilatación e incremento del Reino de Cristo en el mundo. Por ello, trabajen los laicos celosamente por conocer más profundamente la verdad revelada e impetren insistentemente de Dios el don de la sabiduría.

36. EN LAS ESTRUCTURAS HUMANAS

Cristo, hecho obediente hasta la muerte, y por eso exaltado por el Padre (cf. Filp., 2, 8-9), entró en la gloria de su reino; a El están sometidas todas las cosas hasta que El se someta a Sí mismo y todo lo creado al Padre, para que Dios sea todo en todas las cosas (cf. 1 Cor., 15, 27-28). Tal potestad la comunicó a sus discípulos para que quedasen constituidos en una libertad regia y con su abnegación y vida santa vencieran en sí mismos el reino del pecado (cf. Rom., 6, 12), más aún, sirviendo a Cristo también en los demás, condujeran en humildad y paciencia a sus hermanos hasta aquel Rey, a quien servir es reinar. Porque el Señor desea dilatar su Reino también por mediación de los fieles laicos; un reino de verdad y de vida, un reino de santidad y de gracia, un reino de justicia, de amor y de paz[115], en el cual la misma criatura quedará libre de la servidumbre de la corrupción para pasar a participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios (cf. Rom., 8, 21). Grande, realmente, es la promesa y grande el mandato que se da a los discípulos: "Todas las cosas son vuestras, pero vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios" (1 Cor., 3, 23).

Deben, pues, los fieles conocer la naturaleza íntima de todas las criaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios, y además deben ayudarse entre sí, también mediante las actividades seculares, para lograr una vida más santa, de suerte que el mundo se informe del espíritu de Cristo y alcance más eficazmente su fin en la justicia, la caridad y la paz. En el cumplimiento de este deber en el ámbito universal, corresponde a los laicos el puesto principal. Procuren, pues, seriamente, por su competencia en los asuntos profanos y por su actividad, elevada desde dentro por la gracia de Cristo, contribuir eficazmente a que los bienes creados se desarrollen al servicio absolutamente de todos los hombres, y se distribuyan mejor entre ellos, según el plan del Creador y la iluminación de su Verbo, mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil, y en su medida, conduzcan al progreso universal en la libertad cristiana y humana. Así Cristo, a través de los miembros de la Iglesia, iluminará más y más con su luz salvadora a toda la sociedad humana.

Además, los seglares han de procurar, uniendo también sus fuerzas, sanear las instituciones y las condiciones del mundo, si en algún caso incitan al pecado, de modo que todas se conformen a las normas de la justicia y favorezcan, más bien que impidan, la práctica de las virtudes. Obrando así informarán de sentido moral la cultura y las obras humanas. De esta manera se dispone mejor el campo del mundo para la siembra de la divina palabra, y a la vez se abren más las puertas de la Iglesia por las que ha de entrar en el mundo el mensaje de la paz.

En razón de la misma economía de la salvación, los fieles han de aprender diligentemente a distinguir entre los derechos y obligaciones que les corresponden por su pertenencia a la Iglesia y aquellos otros que les competen como miembros de la sociedad humana. Procuren armonizarlos entre sí, recordando que, en cualquier asunto temporal, deben guiarse por la conciencia cristiana, ya que ninguna actividad humana, ni siquiera en el orden temporal, puede sustraerse al imperio de Dios. En nuestro tiempo, concretamente, es de la mayor importancia que esta distinción y esta armonía brillen con suma claridad en el comportamiento de los fieles para que la misión de la Iglesia pueda responder mejor a las circunstancias particulares del mundo de hoy. Porque, así como se debe reconocer que la ciudad terrena, dedicada justamente a las preocupaciones temporales, se rige por principios propios, del mismo modo se rechaza con toda razón la infausta doctrina que intenta construir la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión y que ataca o destruye la libertad religiosa de los ciudadanos[116].

37. RELACIONES CON LA JERARQUIA

Los seglares, como todos los fieles cristianos, tienen el derecho de recibir con abundancia[117] de los sagrados Pastores, de entre los bienes espirituales de la Iglesia, ante todo, los auxilios de la palabra de Dios y de los sacramentos; y manifiéstenles, con aquella libertad y confianza propia de hijos de Dios y de hermanos en Cristo, sus necesidades y sus deseos. En la medida de la ciencia, de la competencia y del prestigio que poseen, tienen el derecho, y en algún caso la obligación, de manifestar su parecer[118] sobre aquellas cosas que dicen relación al bien de la Iglesia. Hágase esto, si las circunstancias lo requieren, mediante las instituciones establecidas al efecto por la Iglesia, y siempre con veracidad, fortaleza y prudencia, con reverencia y caridad hacia aquellos que, por razón de su oficio sagrado, representan a Cristo.

Procuren los seglares, como los demás fieles, siguiendo el ejemplo de Cristo, que con su obediencia hasta la muerte abrió a todos los hombres el gozoso camino de la libertad de los hijos de Dios, aceptar con prontitud y cristiana obediencia todo lo que los sagrados Pastores, como representantes de Cristo, establecen en la Iglesia actuando de maestros y de gobernantes. Y no dejen de encomendar en sus oraciones a sus Prelados, para que, ya que viven en continua vigilancia, obligados a dar cuenta de nuestras almas, cumplan esto con gozo y no gimiendo (cf. Heb., 13, 17).

Los sagrados Pastores, por su parte, reconozcan y promuevan la dignidad y la responsabilidad de los laicos en la Iglesia. Hagan uso gustosamente de sus prudentes consejos, encárguenles, con confianza, tareas en servicio de la Iglesia y déjenles libertad y campo de acción, e incluso denles ánimo para que ellos, espontáneamente, asuman tareas propias. Consideren atentamente en Cristo, con afecto paterno[119], las iniciativas, las peticiones y los deseos propuestos por los laicos. Y reconozcan cumplidamente los Pastores la justa libertad que a todos compete dentro de la sociedad temporal.

De este trato familiar entre Laicos y Pastores se deben esperar muchos bienes para la Iglesia; porque así se robustece en los seglares el sentido de su propia responsabilidad, se fomenta el entusiasmo y se asocian con mayor facilidad las fuerzas de los fieles a la obra de los Pastores. Pues estos últimos, ayudados por la experiencia de los laicos, pueden juzgar más exacta y acertadamente lo mismo los asuntos espirituales que los temporales, de suerte que la Iglesia entera, fortalecida por todos sus miembros, pueda cumplir con mayor eficacia su misión en favor de la vida del mundo.

38. COMO EL ALMA EN EL CUERPO

Cada seglar debe ser ante el mundo testigo de la resurrección y de la vida de Nuestro Señor Jesucristo y señal del Dios vivo. Todos unidos y cada uno por su parte, deben alimentar al mundo con frutos espirituales (cf. Gál., 5, 22) e infundirle aquel espíritu del que están animados aquellos pobres, mansos y pacíficos, a quienes el Señor, en el Evangelio, proclamó bienaventurados (cf. Mt., 5, 3-9). En una palabra, "lo que es el alma en el cuerpo, esto han de ser los cristianos en el mundo"[120].

CAPITULO V
UNIVERSAL VOCACION A LA SANTIDAD EN LA IGLESIA

39. LLAMAMIENTO A LA SANTIDAD

La Iglesia, cuyo misterio expone este Sagrado Concilio, goza en la opinión de todos de una indefectible santidad, ya que Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y el Espíritu llamamos "el sólo Santo"[121], amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a Sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef., 5, 25-26), la unió a Sí como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por eso todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la Jerarquía, ya sean dirigidos por ella, son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: "Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación" (1 Tes., 4, 3; Ef., 1, 4). Esta santidad de la Iglesia se manifiesta incesantemente y se debe manifestar en los frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles; se expresa de múltiples modos en todos aquellos que, con edificación de los demás, tienden en su propio estado de vida a la perfección de la caridad; pero aparece de modo particular en la práctica de los que comúnmente llamamos consejos evangélicos. Esta práctica de los consejos, que por impulso del Espíritu Santo muchos cristianos abrazan, tanto en forma privada como en una condición o estado admitido por la Iglesia, da en el mundo, y conviene que lo dé, un espléndido testimonio y ejemplo de esa santidad.

40. EL DIVINO MAESTRO Y MODELO DE TODA PERFECCION

El Señor Jesús, divino Maestro y Modelo de toda perfección, predicó la santidad de vida, de la que El es autor y consumador, a todos y cada uno de sus discípulos, de cualquier condición que fuesen: "Sed pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre Celestial es perfecto" (Mt., 5, 48)[122]. Ha enviado a todos el Espíritu Santo, que los mueva interiormente, para que amen a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (cf. Mc., 12, 30) y para que se amen unos a otros como Cristo nos amó (cf. Jn., 13, 34; 15, 12). Los seguidores de Cristo, llamados y justificados en Jesucristo, no por sus propios méritos, sino por designio y gracia de El, por el bautismo de la fe han sido hechos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, santos; deben, por consiguiente, conservar y perfeccionar en su vida, con la ayuda de Dios, esa santidad que recibieron. Les amonesta el Apóstol a que vivan "como conviene a los santos" (Ef., 5, 3) y que "como elegidos de Dios, santos y amados, se revistan de entrañas de misericordia, benignidad, humildad, modestia, paciencia" (Col., 3, 12) y produzcan como fruto del Espíritu la santidad (cf. Gál., 5, 22; Rom., 6, 22). Pero como todos tropezamos en muchas cosas (cf. Sant., 3, 2), tenemos continua necesidad de la gracia de Dios y hemos de orar todos los días: "Perdónanos nuestras deudas" (Mt., 6, 12)[123].

Es evidente, por tanto, para todos, que todos los fieles, de cualquier estado o grado, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad[124]; con esta santidad se promueve, aun en la sociedad terrena, un nivel de vida más humano. Para alcanzar esa perfección, los fieles, según la diversa medida de los dones recibidos de Cristo, deberán esforzarse para que, siguiendo sus huellas y haciéndose conformes a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, se entreguen con toda generosidad a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así la santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como brillantemente lo demuestra en la historia de la Iglesia la vida de tantos Santos.

41. LA SANTIDAD EN LOS DIVERSOS ESTADOS

Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión los que son guiados por el Espíritu de Dios y, obedeciendo a la voz del Padre, adorando a Dios Padre en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado de la cruz, para merecer la participación de su gloria. Cada uno según los propios dones y las gracias recibidas, debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que excita la esperanza y obra por la caridad.

Es menester, en primer lugar, que los Pastores del rebaño de Cristo cumplan con su deber ministerial, santamente y con generosidad, con humildad y fortaleza, según la imagen del Sumo y Eterno sacerdote, Pastor y Obispo de nuestras almas; cumplido así su deber, será para ellos mismos un magnífico medio de santificación. Escogidos para la plenitud del sacerdocio reciben la gracia sacramental, para que orando, ofreciendo el Sacrificio y predicando, con todas las formas de solicitud y servicio episcopal, ejerciten un perfecto oficio de caridad pastoral[125], no tengan miedo a dar su vida por sus ovejas y haciéndose modelo del rebaño (Cfr. 1 Pe., 5, 3) inciten también con su ejemplo a la Iglesia a una santidad cada día mayor.

Los Sacerdotes, a semejanza del orden de los Obispos, cuya corona espiritual forman[126], participando de la gracia del oficio de éstos por Cristo, eterno y único Mediador, crezcan en el amor de Dios y del prójimo por el ejercicio cotidiano de su deber, conserven el vínculo de la comunión sacerdotal, abunden en toda clase de bienes espirituales y den a todos un testimonio vivo de Dios[127], emulando a aquellos sacerdotes que en el transcurso de los siglos nos dejaron muchas veces, con un servicio humilde y escondido, preclaro ejemplo de santidad, y cuya alabanza se difunde por la Iglesia de Dios. Ofrezcan, como es su deber, sus oraciones y sacrificios por su pueblo y por todo el Pueblo de Dios, reconociendo lo que hacen e imitando lo que tratan[128]. Así, en vez de encontrar un obstáculo en sus preocupaciones apostólicas, peligros y aflicciones, sírvanse más bien de todo ello para elevarse a más alta santidad, alimentando y fomentando su actividad de la abundancia de la contemplación, para consuelo de toda la Iglesia de Dios. Todos los sacerdotes, y en particular los que por el título peculiar de su ordenación se llaman sacerdotes diocesanos, recuerden cuánto contribuirá a su santificación la fiel unión y la generosa cooperación con su propio Obispo.

Son también participantes de la misión y de la gracia del Supremo Sacerdote, de una manera particular los ministros de orden inferior, en primer lugar los Diáconos, los cuales, al dedicarse a los misterios de Cristo y de la Iglesia[129], deben conservarse inmunes de todo vicio y agradar a Dios y ser ejemplo de todo lo bueno ante los hombres (cf. 1 Tim., 3, 8-10; 12-13). Los clérigos, que llamados por Dios y separados para tener parte con El, se preparan para los deberes de los ministros bajo la vigilancia de los pastores, están obligados a ir adaptando su manera de pensar y sentir a tan preclara elección, asiduos en la oración, fervorosos en la caridad, solícitos para todo lo que es verdadero, justo y de buen nombre, realizando todo para gloria y honor de Dios. A los cuales todavía se añaden aquellos seglares, escogidos por Dios, que, entregados totalmente a las tareas apostólicas, son llamados por el Obispo y trabajan en el campo del Señor con mucho fruto[130].

Conviene que los cónyuges y padres cristianos, siguiendo su propio camino, se ayuden mutuamente con constante amor a mantenerse en la gracia durante toda la vida, y eduquen en la doctrina cristiana y en las virtudes evangélicas a la prole recibida amorosamente del Señor. De esta manera ofrecen al mundo el ejemplo de un incansable y generoso amor, edifican la fraternidad de la caridad y se presentan como testigos y cooperadores de la fecundidad de la Madre Iglesia, como símbolo y participación de aquel amor con que Cristo amó a su Esposa y se entregó a sí mismo por ella[131]. Un ejemplo análogo lo dan de otro modo los que, en estado de viudez o de celibato, pueden contribuir no poco a la santidad y actividad de la Iglesia. Y por su lado, los que viven entregados a un trabajo con frecuencia duro, deben perfeccionarse a sí mismos con las obras humanas, ayudar a sus conciudadanos y hacer progresar la sociedad entera y la creación hacia un estado mejor, pero también con caridad operante, gozosos por la esperanza y llevando los unos las cargas de los otros, imitar a Cristo, cuyas manos se ejercitaron en el trabajo, y que continúa trabajando por la salvación de todos en unión con el Padre, y con su mismo trabajo cotidiano subir a una mayor santidad, incluso apostólica.

Sepan también que están unidos de una manera especial con Cristo en sus dolores por la salvación del mundo todos los que se ven oprimidos por la pobreza, la debilidad, la enfermedad y otros muchos sufrimientos, o padecen persecución por la justicia; el Señor en su Evangelio los llamó bienaventurados, "El Señor... de toda gracia, que nos llamó a su eterna gloria en Cristo Jesús, después de sufrir un poco, nos perfeccionará El mismo, nos confirmará y nos consolidará" (1 Pe., 5, 10).

Por consiguiente, todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida, de oficio o de circunstancias, y precisamente por medio de todas esas cosas se podrán santificar más cada día, con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre Celestial, y con tal de cooperar con la voluntad divina, manifestando a todos, en el mismo servicio temporal, la caridad con que Dios amó al mundo.

42. LOS CONSEJOS EVANGELICOS

"Dios es caridad, y el que permanece en la caridad permanece en Dios y Dios en El" (1 Jn., 4, 16). Y Dios difundió su caridad en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (cfr. Rom., 5, 5). Por consiguiente, el don principal y más necesario es la caridad con la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por El. Pero a fin de que la caridad crezca en el alma como una buena semilla y fructifique, debe cada uno de los fieles oir de buena gana la palabra de Dios y cumplir con obras su voluntad, con la ayuda de su gracia, participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en el de la Eucaristía, y en otras funciones sagradas, y aplicarse de una manera constante a la oración, a la abnegación de sí mismo, a un fraterno y solícito servicio de los demás y al ejercicio de todas las virtudes. Porque la caridad, como vínculo de la perfección y plenitud de la ley (Col. 3, 14; Rom., 13, 10), regula todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin[132]. De ahí que el amor hacia Dios y hacia el prójimo sea la característica distintiva del verdadero discípulo de Cristo.

Así como Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su caridad ofreciendo su vida por nosotros, nadie tiene un mayor amor que el que ofrece la vida por El y por sus hermanos (cf. 1 Jn., 3, 16; Jn., 15, 13). Pues bien: ya desde los primeros tiempos algunos cristianos fueron llamados y lo serán siempre, a dar este máximo testimonio de amor delante de todos, principalmente delante de los perseguidores. El martirio, por consiguiente, con el que el discípulo se asemeja al Maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, y se conforma con El en el derramamiento de su sangre, es considerado por la Iglesia como un supremo don y la prueba mayor de la caridad. Y si ese don se da a pocos, todos sin embargo deben estar dispuestos a confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia.

La santidad de la Iglesia se fomenta también de una manera especial en los múltiples consejos que el Señor propone en el Evangelio para que los observen sus discípulos[133], entre los que descuella el precioso don de la gracia divina, que el Padre da a algunos (cf. Mat., 19, 11; 1 Cor., 7, 7), para que más fácilmente sin dividir el corazón (cf. 1 Cor., 7, 32-34) se entreguen a Dios solo en la virginidad o en el celibato[134]. Esta perfecta continencia por el reino de los cielos siempre ha sido tenida por la Iglesia en grandísimo honor como señal y estímulo de la caridad y como un manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo.

La Iglesia considera también la amonestación del Apóstol, quien, animando a los fieles a la práctica de la caridad, les exhorta a que "tengan los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús", que "se anonadó a sí mismo tomano naturaleza de esclavo... hecho obediente hasta la muerte" (Filp., 2, 7-8), y que por nosotros "se hizo pobre, siendo rico" (2 Cor., 8, 9). Y puesto que es necesario que los discípulos den siempre testimonio de la imitaión de esta humildad y caridad de Cristo, se alegra la Madre Iglesia de encontrar en su seno a muchos hombres y mujeres que siguen más de cerca el anonadamiento del Salvador y lo ponen en más clara evidencia, aceptando la pobreza con la libertad de los hijos de Dios y renunciando a su propia voluntad. Ellos en efecto, se someten al hombre por Dios en materia de perfección, más allá de lo que están obligados por el precepto, para asemejarse más a Cristo obediente[135].

Están, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar la santidad y la perfección de su propio estado. Vigilen, pues, todos por ordenar rectamente sus afectos, no sea que en el uso de las cosas de este mundo y en el apego a las riquezas en oposición al espíritu de pobreza, encuentren un obstáculo que les aparte de la búsqueda de la perfecta caridad, según el aviso del Apóstol: "Los que usan de este mundo, no se detengan en eso, porque los atractivos de este mundo pasan" (cf. 1 Cor., 7, 31, gr.)[136].

CAPITULO VI
DE LOS RELIGIOSOS

43. CASTIDAD, POBREZA Y OBEDIENCIA

Los consejos evangélicos de la castidad consagrada a Dios, la pobreza y la obediencia, puesto que están fundados en las palabras y ejemplos del Señor y recomendados por los Apóstoles, por los Padres, doctores y pastores de la Iglesia, son un don divino que la Iglesia recibió del Señor, y que con su gracia conserva perpetuamente. La autoridad de la Iglesia, regida por el Espíritu Santo, se preocupó de interpretar esos consejos, de regular su práctica y de determinar también las formas estables de vivirlos. De ahí ha resultado que han ido creciendo, a la manera de un árbol que, de una semilla divina, se ramifica espléndido y pujante en el campo del Señor, formas diversas de vida solitaria y vida en común en gran variedad de familias que se desarrollan, ya para provecho de sus propios miembros, ya para el bien de todo el Cuerpo de Cristo[137]. Y es que esas familias ofrecen a sus miembros todas las condiciones para una mayor estabilidad en su modo de vida, una doctrina experimentada para conseguir la perfección, una comunión fraterna en la milicia de Cristo y una libertad fortalecida por la obediencia, de tal modo que puedan guardar fielmente y cumplir con seguridad su profesión religiosa, avanzando en el camino de la caridad con espíritu gozoso[138].

Un estado así, en la divina y jerárquica Constitución de la Iglesia, no es un estado intermedio entre la condición del clero y la condición seglar, sino que de ésta y de aquélla se sienten llamados por Dios algunos fieles al goce de un don particular en la vida de la Iglesia para contribuir, cada uno a su modo, en su misión salvífica[139].

44. DISTINTIVO ESPECIAL

Por los votos, o por otros sagrados vínculos análogos a los votos por su naturaleza, con los cuales se obliga el fiel cristiano a la práctica de los tres consejos evangélicos antes citados, se entrega totalmente al servicio de Dios sumamente amado, de tal forma que queda destinado con un nuevo título al servicio y gloria de Dios. Ya por el bautismo había muerto al pecado y se había consagrado a Dios: ahora, para conseguir un fruto más abundante de la gracia bautismal, trata de liberarse, por la profesión de los consejos evangélicos en la Iglesia, de los impedimentos que podrían apartarle del fervor de la caridad y de la perfección del culto divino, y se consagra más íntimamente al divino servicio[140]. Esta consagración será tanto más perfecta cuanto por vínculos más firmes y más estables se represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble a su Esposa, la Iglesia.

Y como los consejos evangélicos tienen la virtud de unir con la Iglesia y con su misterio de una manera especial a quienes los practican, por la caridad a la que conducen[141], es menester que su vida espiritual se consagre al bien de toda la Iglesia. De ahí nace el deber de trabajar según las fuerzas y según el género de la propia vocación, sea con la oración, sea con la actividad laboriosa, por implantar o robustecer en las almas el Reino de Cristo y dilatarlo por todo el mundo. De ahí también que la Iglesia proteja y favorezca la índole propia de los diversos institutos religiosos.

Por consiguiente, la profesión de los consejos evangélicos aparece como un distintivo que puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia a cumplir sin desfallecimiento los deberes de la vocación cristiana. Porque, al no tener el Pueblo de Dios una ciudadanía permanente en este mundo, -sino que busca la futura- el estado religioso, al dejar más libres a sus seguidores frente a los cuidados terrenos, manifiesta mejor a todos los creyentes los bienes celestiales -presentes incluso en esta vida-, da un testimonio de la vida nueva y eterna conseguida por la redención de Cristo y preanuncia la resurrección futura y la gloria del Reino celestial. Y ese mismo estado imita más de cerca y representa perpetuamente en la Iglesia aquella forma de vida que el Hijo de Dios escogió al venir al mundo para cumplir la voluntad del Padre, y que dejó propuesta a los discípulos que quisieran seguirle. Finalmente, pone a la vista de todos, de una manera peculiar, la elevación del Reino de Dios sobre todo lo terreno y sus grandes exigencias; demuestra también a todos los hombres la maravillosa grandeza de la virtud de un Cristo que reina y el infinito poder del Espíritu Santo que obra maravillas en su Iglesia.

Por consiguiente, un estado cuya esencia está en la profesión de los consejos evangélicos, aunque no pertenezca a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, de una manera indiscutible a su vida y a su santidad.

45. REGLAS Y CONSTITUCIONES

Siendo un deber de la jerarquía eclesiástica el apacentar al Pueblo de Dios y conducirlo a los pastos mejores (cf. Ezeq., 34, 14), toca también a ella dirigir con la sabiduría de sus leyes la práctica de los consejos evangélicos, con los que se fomenta de un modo singular la perfección de la caridad hacia Dios y hacia el prójimo[142]. La misura jerarquía siguiendo dócilmente el impulso del Espíritu Santo, admite las reglas propuestas por varones y mujeres ilustres, y las aprueba auténticamente después de ordenarlas, y además está presente con su autoridad vigilante y protectora en el desarrollo de los institutos, erigidos por todas partes para la edificación del Cuerpo de Cristo, a fin de que crezcan y florezcan según el espíritu de sus fundadores.

El Sumo Pontífice, por razón de su primado sobre toda la Iglesia, para proveer mejor a las necesidades de toda la grey del Señor, puede eximir de la jurisdicción de los Ordinarios de lugar y someter a su sola autoridad a cualquier Instituto de perfección y a cada uno de sus miembros[143]. Y por la misma razón pueden ser éstos dejados o confiados a la autoridad patriarcal propia. Los miembros de estos institutos, en el cumplimiento de sus deberes para con la Iglesia, según la forma peculiar de su Instituto, deben prestar a los Obispos la debida reverencia y obediencia según las leyes canónicas, por su autoridad pastoral en las Iglesias particulares y por la necesaria unidad y concordia en el trabajo apostólico[144].

La Iglesia, no sólo eleva con su sanción la profesión religiosa a la dignidad de un estado canónico, sino que la presenta en la misma acción litúrgica como un estado consagrado a Dios. Ya que la misma Iglesia, con la autoridad recibida de Dios, recibe los votos de los profesos, les obtiene del Señor, con la oración pública, los auxilios y la gracia divina, les encomienda a Dios, y les imparte una bendición espiritual, asociando su oblación al sacrificio eucarístico.

46. PURIFICACION DEL ALMA

Pongan, pues, especial solicitud los religiosos en que, por ellos, la Iglesia muestre mejor cada día a fieles e infieles, a Cristo, ya sea entregado a la contemplación en el monte, ya sea anunciando el Reino de Dios a las turbas, sanando enfermos y heridos, convirtiendo los pecadores a una vida más virtuosa, bendiciendo a los niños, haciendo el bien a todos, siempre obediente a la voluntad del Padre que le envió[145].

Tengan por fin todos bien entendido que la profesión de los consejos evangélicos, aunque lleva consigo la renuncia de bienes que indudablemente son de mucho valor, sin embargo, no es un impedimento para el verdadero progreso de la persona humana, sino que, por su misma naturaleza, lo favorece grandemente. Porque los consejos evangélicos, aceptados voluntariamente según la vocación personal de cada uno, contribuyen no poco a la purificación del corazón y a la libertad espiritual, excitan continuamente el fervor de la caridad y, sobre todo, como se demuestra con el ejemplo de tantos santos fundadores, son capaces de asemejar más la vida del hombre cristiano a la vida virginal y pobre que para sí escogió Cristo Nuestro Señor y abrazó su Madre, la Virgen. Ni piense nadie que los religiosos, por su consagración, se hacen extraños a la Humanidad o inútiles para la ciudad terrena. Porque, aunque en algunos casos no asisten directamente a los prójimos, los tienen, sin embargo, presentes, de un modo más profundo, en las entrañas de Cristo, y cooperan con ellos espiritualmente para que la edificación de la ciudad terrena se funde siempre en Dios y se dirija a El, "no sea que trabajen en vano los que la edifican"[146].

Por eso este Sagrado Sínodo confirma y alaba a los hombres y mujeres, hermanos y hermanas que, en los monasterios, en las escuelas y hospitales o en las misiones, honran a la Esposa de Cristo con la constante y humilde fidelidad en su consagración y ofrecen a todos los hombres generosamente los más variados servicios.

47. PERSEVERANCIA

Esmérese por consiguiente todo el que haya sido llamado a la profesión de estos consejos, por perseverar y destacarse en la vocación a la que ha sido llamado por Dios, para que más abunde la santidad en la Iglesia y para mayor gloria de la Trinidad, una e indivisible, que en Cristo y por Cristo es la fuente y origen de toda santidad.

CAPITULO VII
INDOLE ESCATOLOGICA
DE LA IGLESIA PEREGRINANTE
Y SU UNION CON LA IGLESIA CELESTIAL

48. INDOLE ESCATOLOGICA DE NUESTRA VOCACION EN LA IGLESIA

La Iglesia, a la que todos somos llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la gracia de Dios, conseguimos la santidad, no será llevada a su plena perfección sino "cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas" (Hech., 3, 21) y cuando, con el género humano, también el Universo entero, que está íntimamente unido con el hombre y por él alcanza su fin, sea perfectamente renovado (cf. Ef., 1, 10; Col., 1, 20; 2 Pe., 3, 10-13).

Y ciertamente Cristo, levantado en alto sobre la tierra, atrajo hacia Sí a todos los hombres (cf. Jn., 12, 32 gr.); resucitando de entre los muertos (cf. Rom., 6, 9) envió a su Espíritu vivificador sobre sus discípulos y por El constituyó a su Cuerpo, que es la Iglesia, como Sacramento universal de salvación; estando sentado a la diestra del Padre, sin cesar actúa en el mundo para conducir a los hombres a su Iglesia y por Ella unirlos a Sí más estrechamente, y alimentándolos con su propio Cuerpo y Sangre hacerlos partícipes de su vida gloriosa. Así que la restauración prometida que esperamos, comienza ya en Cristo, es impulsada con la venida del Espíritu Santo y continúa en la Iglesia, en la cual por la fe somos instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, en tanto que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y labramos nuestra salvación (cf. Filp., 2, 12).

El fin de los tiempos ha llegado, pues, hasta nosotros (cf. 1 Cor., 10, 11) y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y empieza a realizarse en cierto modo en el siglo presente, ya que la Iglesia aun en la tierra se reviste de una verdadera, si bien imperfecta santidad. Sin embargo, mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que tenga su morada la santidad (cf. 2 Pe., 3, 13), la Iglesia peregrinante, en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, lleva consigo la imagen de este mundo que pasa, y Ella misma vive entre las criaturas que gimen entre dolores de parto hasta el presente, en espera de la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rom., 8, 22 y 19).

Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y sellados con el sello del Espíritu Santo, "que es prenda de nuestra herencia" (Ef., 1, 14), somos llamados hijos de Dios y lo somos de verdad (cf. 1 Jn., 3, 1); pero todavía no hemos aparecido con Cristo en aquella gloria (cf. Col., 3, 4) en la que seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal cual es (cf. 1 Jn., 3, 2). Por tanto, "mientras habitamos en este cuerpo, vivimos en el desierto, lejos del Señor" (2 Cor., 5, 6), y aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior (cf. Rom., 8, 23) y ansiamos estar con Cristo (cf. Filp., 1, 23). Ese mismo amor nos apremia a vivir más y más para Aquel que murió y resucitó por nosotros (cf. 2 Cor., 5, 15). Por eso ponemos toda nuestra voluntad en agradar al Señor en todo (cf. 2 Cor., 5, 9), y nos revestimos de la armadura de Dios para permanecer firmes contra las asechanzas del demonio y poder resistir en el día malo (cf. Ef., 6, 11-13). Y como no sabemos ni el día ni la hora, debemos vigilar constantemente, como nos avisa el Señor, para que, terminado el curso único de nuestra vida terrena (cf. Heb., 9, 27), si queremos entrar con El a las nupcias, merezcamos ser contados entre los escogidos (cf. Mt., 25, 31-46); no sea que como aquellos siervos malos y perezosos (cf. Mt., 25, 26) seamos arrojados al fuego eterno (cf. Mt., 25, 41), a las tinieblas exteriores en donde "habrá llanto y rechinar de dientes" (Mt., 22, 13 y 25, 30). En efecto, antes de reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer "ante el tribunal de Cristo para dar cuenta cada cual según las obras buenas o malas que hizo en su vida mortal" (2 Cor., 5, 10); y al fin del mundo "saldrán los que obraron el bien para la resurrección de vida, los que obraron el mal, para la resurrección de condenación" (Jn., 5, 29; cf. Mt., 25, 46). Teniendo, pues, por cierto, que "los padecimientos de esta vida presente son nada en comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros" (Rom., 8, 18; cf. 2 Tim., 2, 11-12), con fe firme, esperamos el cumplimiento de "la esperanza bienaventurada y la llegada de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo" (Tit., 2, 13), quien "transfigurará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante al suyo" (Filp., 3, 21) y vendrá "para ser glorificado en sus santos y para ser la admiración de todos los que han tenido fe" (2 Tes., 1, 10).

49. COMUNION DE LA IGLESIA CELESTIAL CON LA IGLESIA PEREGRINANTE

Así, pues, hasta que el Señor venga revestido de majestad y acompañado de todos sus ángeles (cf. Mt., 25, 31) y, destruida la muerte, le sean sometidas todas las cosas (cf. 1 Cor., 15, 26-27), algunos entre sus discípulos peregrinan en la tierra, otros, ya difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados contemplando claramente al mismo Dios, Uno y Trino, tal cual es[147]; mas todos, aunque en grado y formas distintas, estamos unidos en fraterna caridad y cantamos un mismo himno de gloria a nuestro Dios. Porque todos los que son de Cristo y tienen su Espíritu, forman una sola Iglesia y con El están mutuamente unidos (cf. Ef., 4, 16). Así que la unión de los peregrinos con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se fortalece con la comunicación de los bienes espirituales[148]. Por lo mismo que los bienaventurados están más íntimamente unidos a Cristo, consolidan más eficazmente a toda la Iglesia en la santidad, ennoblecen el culto que Ella misma ofrece a Dios en la tierra y contribuyen de múltiples maneras a su más dilatada edificación (cf. 1 Cor., 12, 12-27)[149] por nosotros ante el Padre[150], presentando por medio del único Mediador de Dios y de los hombres, Cristo Jesús (1 Tim., 2, 5), los méritos que en la tierra alcanzaron, sirviendo al Señor en todas las cosas y completando en su propia carne, en favor del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, lo que falta a las tribulaciones de Cristo (cf. Col., 1, 24)[151]. Su fraterna solicitud ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad.

50. RELACIONES DE LA IGLESIA PEREGRINANTE CON LA IGLESIA CELESTIAL

La Iglesia de los viadores desde los primeros tiempos del cristianismo tuvo perfecto conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo Místico de Jesucristo y así conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos[152] y ofreció también sufragios por ellos, "porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados" (2 Mac., 12, 46). Siempre creyó la Iglesia que los apóstoles y mártires de Cristo, por haber dado un supremo testimonio de fe y de amor con el derramamiento de su sangre, nos están más íntimamente unidos: a ellos junto con la Bienaventurada Virgen María y los santos ángeles, los veneró con peculiar afecto[153] e imploró piadosamente el auxilio de su intercesión. A éstos luego se unieron también aquellos otros que habían imitado[154] más de cerca la virginidad y la pobreza de Cristo y en fin otros, cuyo preclaro ejercicio de virtudes cristianas[155] y cuyos divinos carismas hacían recomendables a la piadosa devoción e imitación de los fieles[156].

En efecto, al mirar la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo, nuevos motivos nos impulsan a buscar la Ciudad futura (cf. Heb., 13, 14 y 11, 10) y al mismo tiempo, en medio de las cosas mudables de este mundo, se nos muestra el camino más seguro, conforme al propio estado y condición de cada uno por donde podremos llegar a la perfecta unión con Cristo, o sea, a la santidad[157]. Dios manifiesta a los hombres en forma viva su presencia y su rostro, en la vida de aquellos que, siendo hombres como nosotros, con mayor perfección se transforman en la imagen de Cristo (cf. 2 Cor., 3, 18). En ellos El mismo es quien nos habla y nos ofrece un signo de ese Reino suyo[158] hacia el cual somos poderosamente atraídos, con tan gran nube de testigos en torno (cf. Heb., 12, 1) y con tan gran testimonio de la verdad del Evangelio.

Pero no sólo veneramos la memoria de los santos del cielo por el ejemplo que nos dan, sino aún más para que la unión de la Iglesia en el Espíritu quede corroborada por el ejercicio de la caridad fraterna (cf. Ef., 4, 1-6). Porque así como la comunión cristiana entre los viadores nos conduce más cerca de Cristo, así el consorcio con los santos nos une con Cristo, de quien dimana como de Fuente y Cabeza toda la gracia y la vida del mismo Pueblo de Dios[159]. Conviene, pues, en sumo grado, que amemos a estos amigos y coherederos de Jesucristo, hermanos también nuestros y eximios bienhechores; rindamos a Dios las debidas gracias por ellos[160], "invoquémoslos humildemente y, para impetrar de Dios beneficios por medio de su Hijo Jesucristo, único Redentor y Salvador nuestro, acudamos a sus oraciones, ayuda y auxilios"[161]. En verdad, todo genuino testimonio de amor ofrecido por nosotros a los bienaventurados, por su misma naturaleza, se dirige y termina en Cristo, que es la "corona de todos los Santos"[162] y por El a Dios, que es admirable en sus Santos y en ellos es glorificado[163].

Pero nuestra más alta forma de unión con la Iglesia celestial se realiza especialmente cuando en la sagrada liturgia, en la cual "la virtud del Espíritu Santo obra sobre nosotros por los signos sacramentales", celebramos juntos con fraterna alegría la alabanza de la Divina Majestad[164], y todos los redimidos por la Sangre de Cristo de toda tribu, lengua, pueblo y nación (cf. Apoc., 5, 9), congregados en una misma Iglesia, ensalzamos con un mismo cántico de alabanza al Dios Uno y Trino. Al celebrar, pues, el Sacrificio Eucarístico, es cuando mejor nos unimos al culto de la Iglesia celestial en una misma comunión y veneración de la memoria de la gloriosa Virgen María, en primer lugar, y del bienaventurado José y de los bienaventurados Apóstoles, de los Mártires y de todos los Santos[165].

51. EL CONCILIO ESTABLECE DISPOSICIONES PASTORALES

Este Sagrado Sínodo recibe con gran piedad la venerable fe de nuestros antepasados acerca del consorcio vital con nuestros hermanos que están en la gloria celestial o aún están purificándose después de la muerte; y de nuevo propone los decretos de los sagrados Concilios Niceno II[166], Florentino[167] y Tridentino[168]. Junto con esto, por su solicitud pastoral, exhorta a todos aquellos a quienes corresponde, a que traten de apartar o corregir cualesquiera abusos, excesos o defectos que acaso en diversos sitios se hubieren introducido y restauren todo conforme a la mejor alabanza de Cristo y de Dios. Enseñen, pues, a los fieles que el auténtico culto a los santos no consiste tanto en la multiplicidad de los actos exteriores, cuanto en la intensidad de un amor práctico, por el cual para mayor bien nuestro y de la Iglesia, buscamos en los santos "el ejemplo de su vida, la participación de su intimidad y la ayuda de su intercesión"[169]. Explíquenles por otro lado que nuestro trato con los bienaventurados, si se considera en la plena luz de la fe, lejos de atenuar el culto latréutico debido a Dios Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo, más bien lo enriquece ampliamente[170].

Porque todos los que somos hijos de Dios y constituimos una familia en Cristo (cf. Heb., 3, 6), al unirnos en una mutua caridad y en una misma alabanza de la santísima Trinidad, correspondemos a la íntima vocación de la Iglesia y participamos con gusto anticipado de la liturgia de la gloria perfecta del cielo[171]. Porque cuando Cristo aparezca y se verifique la resurrección gloriosa de los muertos, la claridad de Dios iluminará la Ciudad celeste y su Lumbrera será el Cordero (cf. Apoc., 21, 24). Entonces toda la Iglesia de los santos, en la suprema felicidad del amor, adorará a Dios y "al Cordero que fue inmolado" (Apoc., 5, 12), aclamando todos a una voz: "Al que está sentado en el Trono y al Cordero: la alabanza, el honor y la gloria y el imperio por los siglos de los siglos" (Apoc., 5, 13-14).

Continuación a Lumen Gentium, tercera parte



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