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SEGUNDA PARTE
LA CELEBRACIÓN DEL MISTERIO
CRISTIANO
SEGUNDA SECCIÓN:
LOS SIETE SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
CAPÍTULO TERCERO
LOS SACRAMENTOS AL SERVICIO DE LA COMUNIDAD
ARTÍCULO 7
EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO
1601 "La alianza
matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un
consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al
bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue
elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre
bautizados" (CIC, can. 1055,1)
I El
matrimonio en el plan de Dios
1602 La Sagrada Escritura se
abre con el relato de la creación del hombre y de la mujer a imagen y
semejanza de Dios (Gn 1,26- 27) y se cierra con la visión de las
"bodas del Cordero" (Ap 19,7.9). De un extremo a otro la Escritura
habla del matrimonio y de su "misterio", de su institución y del
sentido que Dios le dio, de su origen y de su fin, de sus
realizaciones diversas a lo largo de la historia de la salvación, de
sus dificultades nacidas del pecado y de su renovación "en el Señor"
(1 Co 7,39) todo ello en la perspectiva de la Nueva Alianza de Cristo
y de la Iglesia (cf Ef 5,31-32).
El matrimonio en el orden de la creación
1603 "La íntima comunidad de
vida y amor conyugal, fundada por el Creador y provista de leyes
propias, se establece sobre la alianza del matrimonio... un vínculo
sagrado... no depende del arbitrio humano. El mismo Dios es el autor
del matrimonio" (GS 48,1). La vocación al matrimonio se inscribe en la
naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano
del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana a
pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de
los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y
actitudes espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar sus
rasgos comunes y permanente. A pesar de que la dignidad de esta
institución no se trasluzca siempre con la misma claridad (cf GS
47,2), existe en todas las culturas un cierto sentido de la grandeza
de la unión matrimonial. "La salvación de la persona y de la sociedad
humana y cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la
comunidad conyugal y familiar" (GS 47,1).
1604 Dios que ha creado al hombre por amor lo
ha llamado también al amor, vocación fundamental e innata de todo ser
humano. Porque el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios (Gn
1,2), que es Amor (cf 1 Jn 4,8.16). Habiéndolos creado Dios hombre y
mujer, el amor mutuo entre ellos se convierte en imagen del amor
absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Este amor es
bueno, muy bueno, a los ojos del Creador (cf Gn 1,31). Y este amor que
Dios bendice es destinado a ser fecundo y a realizarse en la obra
común del cuidado de la creación. "Y los bendijo Dios y les dijo: "Sed
fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla'" (Gn 1,28).
1605 La Sagrada escritura afirma que el hombre
y la mujer fueron creados el uno para el otro: "No es bueno que el
hombre esté solo". La mujer, "carne de su carne", su igual, la
criatura más semejante al hombre mismo, le es dada por Dios como una
"auxilio", representando así a Dios que es nuestro "auxilio" (cf Sal
121,2). "Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su
mujer, y se hacen una sola carne" (cf Gn 2,18-25). Que esto significa
una unión indefectible de sus dos vidas, el Señor mismo lo muestra
recordando cuál fue "en el principio", el plan del Creador: "De manera
que ya no son dos sino una sola carne" (Mt 19,6).
El matrimonio bajo la esclavitud del pecado
1606 Todo hombre, tanto en
su entorno como en su propio corazón, vive la experiencia del mal.
Esta experiencia se hace sentir también en las relaciones entre el
hombre y la mujer. En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive
amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad,
los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura.
Este desorden puede manifestarse de manera más o menos aguda, y puede
ser más o menos superado, según las culturas, las épocas, los
individuos, pero siempre aparece como algo de carácter universal.
1607 Según la fe, este desorden que constatamos
dolorosamente, no se origina en la naturaleza del hombre y de
la mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado.
El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la
ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer. Sus
relaciones quedan distorsionadas por agravios recíprocos (cf Gn 3,12);
su atractivo mutuo, don propio del creador (cf Gn 2,22), se cambia en
relaciones de dominio y de concupiscencia (cf Gn 3,16b); la hermosa
vocación del hombre y de la mujer de ser fecundos, de multiplicarse y
someter la tierra (cf Gn 1,28) queda sometida a los dolores del parto
y los esfuerzos de ganar el pan (cf Gn 3,16-19).
1608 Sin embargo, el orden de la Creación
subsiste aunque gravemente perturbado. Para sanar las heridas del
pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia que Dios,
en su misericordia infinita, jamás les ha negado (cf Gn 3,21). Sin
esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión
de sus vidas en orden a la cual Dios los creó "al comienzo".
El matrimonio bajo la pedagogía de la antigua Ley
1609 En su misericordia,
Dios no abandonó al hombre pecador. Las penas que son consecuencia del
pecado, "los dolores del parto" (Gn 3,16), el trabajo "con el sudor de
tu frente" (Gn 3,19), constituyen también remedios que limitan los
daños del pecado. Tras la caída, el matrimonio ayuda a vencer el
repliegue sobre s í mismo, el egoísmo, la búsqueda del propio placer,
y a abrirse al otro, a la ayuda mutua, al don de sí.
1610 La conciencia moral relativa a la unidad e
indisolubilidad del matrimonio se desarrolló bajo la pedagogía de la
Ley antigua. La poligamia de los patriarcas y de los reyes no es
todavía prohibida de una manera explícita. No obstante, la Ley dada
por Moisés se orienta a proteger a la mujer contra un dominio
arbitrario del hombre, aunque ella lleve también, según la palabra del
Señor, las huellas de "la dureza del corazón" de la persona humana,
razón por la cual Moisés permitió el repudio de la mujer (cf Mt 19,8;
Dt 24,1).
1611 Contemplando la Alianza de Dios con Israel
bajo la imagen de un amor conyugal exclusivo y fiel (cf Os 1-3; Is
54.62; Jr 2-3. 31; Ez 16,62;23), los profetas fueron preparando la
conciencia del Pueblo elegido para una comprensión más profunda de la
unidad y de la indisolubilidad del matrimonio (cf Mal 2,13-17). Los
libros de Rut y de Tobías dan testimonios conmovedores del sentido
hondo del matrimonio, de la fidelidad y de la ternura de los esposos.
La Tradición ha visto siempre en el Cantar de los Cantares una
expresión única del amor humano, en cuanto que éste es reflejo del
amor de Dios, amor "fuerte como la muerte" que "las grandes aguas no
pueden anegar" (Ct 8,6-7).
El matrimonio en el Señor
1612 La alianza nupcial
entre Dios y su pueblo Israel había preparado la nueva y eterna
alianza mediante la que el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida,
se unió en cierta manera con toda la humanidad salvada por él (cf. GS
22), preparando así "las bodas del cordero" (Ap 19,7.9).
1613 En el umbral de su vida pública, Jesús
realiza su primer signo -a petición de su Madre- con ocasión de un
banquete de boda (cf Jn 2,1-11). La Iglesia concede una gran
importancia a la presencia de Jesús en las bodas de Caná. Ve en ella
la confirmación de la bondad del matrimonio y el anuncio de que en
adelante el matrimonio será un signo eficaz de la presencia de Cristo.
1614 En su predicación, Jesús enseñó sin
ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y la mujer, tal
como el Creador la quiso al comienzo: la autorización, dada por
Moisés, de repudiar a su mujer era una concesión a la dureza del
corazón (cf Mt 19,8); la unión matrimonial del hombre y la mujer es
indisoluble: Dios mismo la estableció: "lo que Dios unió, que no lo
separe el hombre" (Mt 19,6).
1615 Esta insistencia, inequívoca, en la
indisolubilidad del vínculo matrimonial pudo causar perplejidad y
aparecer como una exigencia irrealizable (cf Mt 19,10). Sin embargo,
Jesús no impuso a los esposos una carga imposible de llevar y
demasiado pesada (cf Mt 11,29-30), más pesada que la Ley de Moisés.
Viniendo para restablecer el orden inicial de la creación perturbado
por el pecado, da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la
dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a s
í mismos, tomando sobre s í sus cruces (cf Mt 8,34), los esposos
podrán "comprender" (cf Mt 19,11) el sentido original del matrimonio y
vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta gracia del Matrimonio cristiano
es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda la vida cristiana.
1616 Es lo que el apóstol
Pablo da a entender diciendo: "Maridos, amad a vuestras mujeres como
Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para
santificarla" (Ef 5,25-26), y añadiendo enseguida: "`Por es o dejará
el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se
harán una sola carne'. Gran misterio es éste, lo digo respecto a
Cristo y a la Iglesia" (Ef 5,31-32).
1617 Toda la vida cristiana
está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el
Bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es,
por así decirlo, como el baño de bodas (cf Ef 5,26-27) que precede al
banquete de bodas, la Eucaristía. El Matrimonio cristiano viene a ser
por su parte signo eficaz, sacramento de la alianza de Cristo y de la
Iglesia. Puesto que es signo y comunicación de la gracia, el
matrimonio entre bautizados es un verdadero sacramento de la Nueva
Alianza (cf DS 1800; CIC, can. 1055,2).
La virginidad por el Reino de Dios
1618 Cristo es el centro de
toda vida cristiana. El vínculo con El ocupa el primer lugar entre
todos los demás vínculos, familiares o sociales (cf Lc 14,26; Mc
10,28-31). Desde los comienzos de la Iglesia ha habido hombres y
mujeres que han renunciado al gran bien del matrimonio para seguir al
Cordero dondequiera que vaya (cf Ap 14,4), para ocuparse de las cosas
del Señor, para tratar de agradarle (cf 1 Co 7,32), para ir al
encuentro del Esposo que viene (cf Mt 25,6). Cristo mismo invitó a
algunos a seguirle en este modo de vida del que El es el modelo:
Hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay
eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales
a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que
entienda (Mt 19,12).
1619 La virginidad por el Reino de los Cielos
es un desarrollo de la gracia bautismal, un signo poderoso de la
preeminencia del vínculo con Cristo, de la ardiente espera de su
retorno, un signo que recuerda también que el matrimonio es una
realidad que manifiesta el carácter pasajero de este mundo (cf 1 Co
7,31; Mc 12,25).
1620 Estas dos realidades, el sacramento del
Matrimonio y la virginidad por el Reino de Dios, vienen del Señor
mismo. Es él quien les da sentido y les concede la gracia
indispensable para vivirlos conforme a su voluntad (cf Mt 19,3-12). La
estima de la virginidad por el Reino (cf LG 42; PC 12; OT 10) y el
sentido cristiano del Matrimonio son inseparables y se apoyan
mutuamente:
Denigrar el matrimonio es reducir a la vez la gloria
de la virginidad; elogiarlo es realzar a la vez la admiración que
corresponde a la virginidad... (S. Juan Crisóstomo, virg. 10,1; cf
FC, 16).
II La
celebración del Matrimonio
1621 En el rito latino, la celebración del
matrimonio entre dos fieles católicos tiene lugar ordinariamente
dentro de la Santa Misa, en virtud del vínculo que tienen todos los
sacramentos con el Misterio Pascual de Cristo (cf SC 61). En la
Eucaristía se realiza el memorial de la Nueva Alianza, en la que
Cristo se unió para siempre a la Iglesia, su esposa amada por la que
se entregó (cf LG 6). Es, pues, conveniente que los esposos sellen su
consentimiento en darse el uno al otro mediante la ofrenda de sus
propias vidas, uniéndose a la ofrenda de Cristo por su Iglesia, hecha
presente en el sacrificio eucarístico, y recibiendo la Eucaristía,
para que, comulgando en el mismo Cuerpo y en la misma Sangre de
Cristo, "formen un solo cuerpo" en Cristo (cf 1 Co 10,17).
1622 "En cuanto gesto sacramental de
santificación, la celebración del matrimonio...debe ser por sí misma
válida, digna y fructuosa" (FC 67). Por tanto, conviene que los
futuros esposos se dispongan a la celebración de su matrimonio
recibiendo el sacramento de la penitencia.
1623 Según la tradición latina, los esposos,
como ministros de la gracia de Cristo, manifestando su consentimiento
ante la Iglesia, se confieren mutuamente el sacramento del matrimonio.
En las tradiciones de las Iglesias orientales, los sacerdotes –Obispos
o presbíteros– son testigos del recíproco consentimiento expresado por
los esposos (cf. CCEO, can. 817), pero también su bendición es
necesaria para la validez del sacramento (cf CCEO, can. 828).
1624 Las diversas liturgias son ricas en
oraciones de bendición y de epíclesis pidiendo a Dios su gracia y la
bendición sobre la nueva pareja, especialmente sobre la esposa. En la
epíclesis de este sacramento los esposos reciben el Espíritu Santo
como Comunión de amor de Cristo y de la Iglesia (cf. Ef 5,32). El
Espíritu Santo es el sello de la alianza de los esposos, la fuente
siempre generosa de su amor, la fuerza con que se renovará su
fidelidad.
III El
consentimiento matrimonial
1625 Los protagonistas de la
alianza matrimonial son un hombre y una mujer bautizados, libres para
contraer el matrimonio y que expresan libremente su consentimiento.
"Ser libre" quiere decir:
— no obrar por coacción;
— no estar impedido por una ley natural o eclesiástica.
1626 La Iglesia considera el intercambio de los
consentimientos entre los esposos como el elemento indispensable "que
hace el matrimonio" (CIC, can. 1057,1). Si el consentimiento falta, no
hay matrimonio.
1627 El consentimiento consiste en "un acto
humano, por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente" (GS
48,1; cf CIC, can. 1057,2): "Yo te recibo como esposa" - "Yo te recibo
como esposo" (OcM 45). Este consentimiento que une a los esposos entre
sí, encuentra su plenitud en el hecho de que los dos "vienen a ser una
sola carne" (cf Gn 2,24; Mc 10,8; Ef 5,31).
1628 El consentimiento debe
ser un acto de la voluntad de cada uno de los contrayentes, libre de
violencia o de temor grave externo (cf CIC, can. 1103). Ningún poder
humano puede reemplazar este consentimiento (CIC, can. 1057, 1). Si
esta libertad falta, el matrimonio es inválido.
1629 Por esta razón (o por
otras razones que hacen nulo e inválido el matrimonio; cf. CIC, can.
1095-1107), la Iglesia, tras examinar la situación por el tribunal
eclesiástico competente, puede declarar "la nulidad del matrimonio",
es decir, que el matrimonio no ha existido. En este caso, los
contrayentes quedan libres para casarse, aunque deben cumplir las
obligaciones naturales nacidas de una unión precedente precedente (cf
CIC, can. 1071).
1630 El sacerdote ( o el diácono) que asiste a
la celebraci ón del matrimonio, recibe el consentimiento de los
esposos en nombre de la Iglesia y da la bendición de la Iglesia. La
presencia del ministro de la Iglesia (y también de los testigos)
expresa visiblemente que el matrimonio es una realidad eclesial.
1631 Por esta razón, la Iglesia exige
ordinariamente para sus fieles la forma eclesiástica de la
celebración del matrimonio (cf Cc. de Trento: DS 1813-1816; CIC, can.
1108). Varias razones concurren para explicar esta determinación:
— El matrimonio sacramental es un acto litúrgico.
Por tanto, es conveniente que sea celebrado en la liturgia pública de
la Iglesia.
— El matrimonio introduce en un ordo eclesial, crea derechos y
deberes en la Iglesia entre los esposos y para con los hijos.
— Por ser el matrimonio un estado de vida en la Iglesia, es preciso
que exista certeza sobre él (de ahí la obligación de tener testigos).
— El carácter público del consentimiento protege el "Sí" una vez dado
y ayuda a permanecer fiel a él.
1632 Para que el "Sí" de los esposos sea un
acto libre y responsable, y para que la alianza matrimonial tenga
fundamentos humanos y cristianos sólidos y estables, la preparación
para el matrimonio es de primera importancia:
El ejemplo y la enseñanza dados por los padres y por
las familias son el camino privilegiado de esta preparación.
El papel de los pastores y de la comunidad cristiana
como "familia de Dios" es indispensable para la transmisión de los
valores humanos y cristianos del matrimonio y de la familia (cf.
CIC, can. 1063), y esto con mayor razón en nuestra época en la que
muchos jóvenes conocen la experiencia de hogares rotos que ya no
aseguran suficientemente esta iniciación:
Los jóvenes deben ser instruidos adecuada y
oportunamente sobre la dignidad, dignidad , tareas y ejercicio del
amor conyugal, sobre todo en el seno de la misma familia, para que,
educados en el cultivo de la castidad, puedan pasar, a la edad
conveniente, de un honesto noviazgo vivido al matrimonio (GS 49,3).
Matrimonios mixtos y disparidad de culto
1633 En numerosos países, la
situación del matrimonio mixto (entre católico y bautizado no
católico) se presenta con bastante frecuencia. Exige una atención
particular de los cónyuges y de los pastores. El caso de matrimonios
con disparidad de culto (entre católico y no bautizado) exige
una aún mayor atención.
1634 La diferencia de confesión entre los
cónyuges no constituye un obstáculo insuperable para el matrimonio,
cuando llegan a poner en común lo que cada uno de ellos ha recibido en
su comunidad, y a aprender el uno del otro el modo como cada uno vive
su fidelidad a Cristo. Pero las dificultades de los matrimonios mixtos
no deben tampoco ser subestimadas. Se deben al hecho de que la
separación de los cristianos no se ha superado todavía. Los esposos
corren el peligro de vivir en el seno de su hogar el drama de la
desunión de los cristianos. La disparidad de culto puede agravar aún
más estas dificultades. Divergencias en la fe, en la concepción misma
del matrimonio, pero también mentalidades religiosas distintas pueden
constituir una fuente de tensiones en el matrimonio, principalmente a
propósito de la educación de los hijos. Una tentación que puede
presentarse entonces es la indiferencia religiosa.
1635 Según el derecho vigente en la Iglesia
latina, un matrimonio mixto necesita, para su licitud, el permiso
expreso de la autoridad eclesiástica (cf CIC, can. 1124). En caso
de disparidad de culto se requiere una dispensa expresa del
impedimento para la validez del matrimonio (cf CIC, can. 1086). Este
permiso o esta dispensa supone que ambas partes conozcan y no excluyan
los fines y las propiedades esenciales del matrimonio; además, que la
parte católica confirme los compromisos –también haciéndolos conocer a
la parte no católica– de conservar la propia fe y de asegurar el
Bautismo y la educación de los hijos en la Iglesia Católica (cf CIC,
can. 1125).
1636 En muchas regiones, gracias al diálogo
ecuménico, las comunidades cristianas interesadas han podido llevar a
cabo una pastoral común para los matrimonios mixtos. Su
objetivo es ayudar a estas parejas a vivir su situación particular a
la luz de la fe. Debe también ayudarles a superar las tensiones entre
las obligaciones de los cónyuges, el uno con el otro, y con sus
comunidades eclesiales. Debe alentar el desarrollo de lo que les es
común en la fe, y el respeto de lo que los separa.
1637 En los matrimonios con disparidad de
culto, el esposo católico tiene una tarea particular: "Pues el marido
no creyente queda santificado por su mujer, y la mujer no creyente
queda santificada por el marido creyente" ( 1 Co 7,14). Es un gran
gozo para el cónyuge cristiano y para la Iglesia el que esta
"santificación" conduzca a la conversión libre del otro cónyuge a la
fe cristiana (cf. 1 Co 7,16). El amor conyugal sincero, la práctica
humilde y paciente de las virtudes familiares, y la oración
perseverante pueden preparar al cónyuge no creyente a recibir la
gracia de la conversión.
IV Los efectos
del sacramento del Matrimonio
1638 "Del matrimonio válido
se origina entre los cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo
por su misma naturaleza; además, en el matrimonio cristiano los
cónyuges son fortalecidos y quedan como consagrados por un
sacramento peculiar para los deberes y la dignidad de su estado"
(CIC, can. 1134).
El vínculo matrimonial
1639 El consentimiento por el que los esposos
se dan y se reciben mutuamente es sellado por el mismo Dios (cf Mc
10,9). De su alianza "nace una institución estable por ordenación
divina, también ante la sociedad" (GS 48,1). La alianza de los esposos
está integrada en la alianza de Dios con los hombres: "el auténtico
amor conyugal es asumido en el amor divino" (GS 48,2).
1640 Por tanto, el
vínculo matrimonial es establecido por Dios mismo, de modo que el
matrimonio celebrado y consumado entre bautizados no puede ser
disuelto jamás. Este vínculo que resulta del acto humano libre de los
esposos y de la consumación del matrimonio es una realidad ya
irrevocable y da origen a una alianza garantizada por la fidelidad de
Dios. La Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esta
disposición de la sabiduría divina (cf CIC, can. 1141).
La gracia del sacramento del matrimonio
1641 "En su modo y estado de vida, (los
cónyuges cristianos) tienen su carisma propio en el Pueblo de Dios"
(LG 11). Esta gracia propia del sacramento del matrimonio está
destinada a perfeccionar el amor de los cónyuges, a fortalecer su
unidad indisoluble. Por medio de esta gracia "se ayudan mutuamente a
santificarse con la vida matrimonial conyugal y en la acogida y
educación de los hijos" (LG 11; cf LG 41).
1642 Cristo es la fuente de esta gracia.
"Pues de la misma manera que Dios en otro tiempo salió al encuentro de
su pueblo por una alianza de amor y fidelidad, ahora el Salvador de
los hombres y Esposo de la Iglesia, mediante el sacramento del
matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos" (GS 48,2).
Permanece con ellos, les da la fuerza de segu irle tomando su cruz, de
levantarse después de sus caídas, de perdonarse mutuamente, de llevar
unos las cargas de los otros (cf Ga 6,2), de estar "sometidos unos a
otros en el temor de Cristo" (Ef 5,21) y de amarse con un amor
sobrenatural, delicado y fecundo. En las alegrías de su amor y de su
vida familiar les da, ya aquí, un gusto anticipado del banquete de las
bodas del Cordero:
¿De dónde voy a sacar la fuerza para describir de
manera satisfactoria la dicha del matrimonio que celebra la Iglesia,
que confirma la ofrenda, que sella la bendición? Los ángeles lo
proclaman, el Padre celestial lo ratifica...¡Qué matrimonio el de
dos cristianos, unidos por una sola esperanza, un solo deseo, una
sola disciplina, el mismo servicio! Los dos hijos de un mismo Padre,
servidores de un mismo Señor; nada los separa, ni en el espíritu ni
en la carne; al contrario, son verdaderamente dos en una sola carne.
Donde la carne es una, también es uno el espíritu (Tertuliano, ux.
2,9; cf. FC 13).
V Los bienes
y las exigencias del amor conyugal
1643 "El amor conyugal
comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la
persona -reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y
de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad-; mira una
unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola
carne, conduce a no tener más que un corazón y un alma; exige la
indisolubilidad y la fidelidad de la donación recíproca definitiva; y
se abre a fecundidad. En una palabra: se trata de características
normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo
que no sólo las purifica y consolida, sino las eleva hasta el punto de
hacer de ellas la expresión de valores propiamente cristianos" (FC
13). Unidad e indisolubilidad del matrimonio
1644 El amor de los esposos exige, por su misma
naturaleza, la unidad y la indisolubilidad de la comunidad de personas
que abarca la vida entera de los esposos: "De manera que ya no son dos
sino una sola carne" (Mt 19,6; cf Gn 2,24). "Están llamados a crecer
continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la
promesa matrimonial de la recíproca donación total" (FC 19). Esta
comunión humana es confirmada, purificada y perfeccionada por la
comunión en Jesucristo dada mediante el sacramento del matrimonio. Se
profundiza por la vida de la fe común y por la Eucaristía recibida en
común.
1645 "La unidad del matrimonio aparece
ampliamente confirmada por la igual dignidad personal que hay que
reconocer a la mujer y el varón en el mutuo y pleno amor" (GS 49,2). La
poligamia es contraria a esta igual dignidad de uno y otro y al
amor conyugal que es único y exclusivo.
La fidelidad del amor conyugal
1646 El amor conyugal exige
de los esposos, por su misma naturaleza, una fidelidad inviolable.
Esto es consecuencia del don de sí mismos que se hacen mutuamente los
esposos. El auténtico amor tiende por sí mismo a ser algo definitivo,
no algo pasajero. "Esta íntima unión, en cuanto donación mutua de dos
personas, como el bien de los hijos exigen la fidelidad de los
cónyuges y urgen su indisoluble unidad" (GS 48,1).
1647 Su motivo más profundo consiste en la
fidelidad de Dios a su alianza, de Cristo a su Iglesia. Por el
sacramento del matrimonio los esposos son capacitados para representar
y testimoniar esta fidelidad. Por el sacramento, la indisolubilidad
del matrimonio adquiere un sentido nuevo y más profundo.
1648 Puede parecer difícil, incluso imposible,
atarse para toda la vida a un ser humano. Por ello es tanto más
importante anunciar la buena nueva de que Dios nos ama con un amor
definitivo e irrevocable, de que los esposos participan de este amor,
que les conforta y mantiene, y de que por su fidelidad se convierten
en testigos del amor fiel de Dios. Los esposos que, con la gracia de
Dios, dan este testimonio, con frecuencia en condiciones muy
difíciles, merecen la gratitud y el apoyo de la comunidad eclesial (cf
FC 20).
1649 Existen, sin embargo, situaciones en que
la convivencia matrimonial se hace prácticamente imposible por razones
muy diversas. En tales casos, la Iglesia admite la separación
física de los esposos y el fin de la cohabitación. Los esposos no
cesan de ser marido y mujer delante de Dios; ni son libres para
contraer una nueva unión. En esta situación difícil, la mejor solución
sería, s i es posible, la reconciliación. La comunidad cristiana está
llamada a ayudar a estas personas a vivir cristianamente su situación
en la fidelidad al vínculo de su matrimonio que permanece indisoluble
(cf FC; 83; CIC, can. 1151-1155).
1650 Hoy son numerosos en
muchos países los católicos que recurren al divorcio según las
leyes civiles y que contraen también civilmente una nueva unión. La
Iglesia mantiene, por fidelidad a la palabra de Jesucristo ("Quien
repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra
aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete
adulterio": Mc 10,11-12), que no puede reconocer como válida esta
nueva unión, si era válido el primer matrimonio. Si los divorciados se
vuelven a casar civilmente, se ponen en una situación que contradice
objetivamente a la ley de Dios. Por lo cual no pueden acceder a la
comunión eucarística mientras persista esta situación, y por la misma
razón no pueden ejercer ciertas responsabilidades eclesiales. La
reconciliación mediante el sacramento de la penitencia no puede ser
concedida más que aquellos que se arrepientan de haber violado el
signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo y que se comprometan a
vivir en total continencia.
1651 Respecto a los
cristianos que viven en esta situación y que con frecuencia conservan
la fe y desean educar cristianamente a sus hijos, los sacerdotes y
toda la comunidad deben dar prueba de una atenta solicitud, a fin de
aquellos no se consideren como separados de la Iglesia, de cuya vida
pueden y deben participar en cuanto bautizados:
Se les exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a
frecuentar el sacrificio de la misa, a perseverar en la oración, a
incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad
en favor de la justicia, a educar sus hijos en la fe cristiana, a
cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este
modo, día a día, la gracia de Dios (FC 84).
La apertura a la fecundidad
1652 "Por su naturaleza misma, la institución
misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la
procreación y a la educación de la prole y con ellas son coronados
como su culminación" (GS 48,1):
Los hijos son el don más excelente del matrimonio y
contribuyen mucho al bien de sus mismos padres. El mismo Dios, que
dijo: "No es bueno que el hombre esté solo (Gn 2,18), y que hizo
desde el principio al hombre, varón y mujer" (Mt 19,4), queriendo
comunicarle cierta participación especial en su propia obra
creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: "Creced y
multiplicaos" (Gn 1,28). De ahí que el cultivo verdadero del amor
conyugal y todo el sistema de vida familiar que de él procede, sin
dejar posponer los otros fines del matrimonio, tienden a que los
esposos estén dispuestos con fortaleza de ánimo a cooperar con el
amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y
enriquece su propia familia cada día más (GS 50,1).
1653 La fecundidad del amor conyugal se
extiende a los frutos de la vida moral, espiritual y sobrenatural que
los padres transmiten a sus hijos por medio de la educación. Los
padres son los principales y primeros educadores de sus hijos (cf. GE
3). En este sentido, la tarea fundamental del matrimonio y de la
familia es estar al servicio de la vida (cf FC 28).
1654 Sin embargo, los esposos a los que Dios no
ha concedido tener hijos pueden llevar una vida conyugal plena de
sentido, humana y cristianamente. Su matrimonio puede irradiar una
fecundidad de caridad, de acogida y de sacrificio.
VI La iglesia
doméstica
1655 Cristo quiso nacer y crecer en el seno de
la Sagrada Familia de José y de María. La Iglesia no es otra cosa que
la "familia de Dios". Desde sus orígenes, el núcleo de la Iglesia
estaba a menudo constituido por los que, "con toda su casa", habían
llegado a ser creyentes (cf Hch 18,8). Cuando se convertían deseaban
también que se salvase "toda su casa" (cf Hch 16,31 y 11,14). Estas
familias convertidas eran islotes de vida cristiana en un mundo no
creyente.
1656 En nuestros días, en un mundo
frecuentemente extraño e incluso hostil a la fe, las familias
creyentes tienen una importancia primordial en cuanto faros de una fe
viva e irradiadora. Por eso el Concilio Vaticano II llama a la
familia, con una antigua expresión, "Ecclesia domestica" (LG 11; cf.
FC 21). En el seno de la familia, "los padres han de ser para sus
hijos los primeros anunciadores de la fe con su palabra y con su
ejemplo, y han de fomentar la vocación personal de cada uno y, con
especial cuidado, la vocación a la vida consagrada" (LG 11).
1657 Aquí es donde se ejercita de manera
privilegiada el sacerdocio bautismal del padre de familia, de
la madre, de los hijos, de todos los miembros de la familia, "en la
recepción de los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias,
con el testimonio de una vida santa, con la renuncia y el amor que se
traduce en obras" (LG 10). El hogar es así la primera escuela de vida
cristiana y "escuela del más rico humanismo" (GS 52,1). Aquí se
aprende la paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el
perdón generoso, incluso reiterado, y sobre todo el culto divino por
medio de la oración y la ofrenda de su vida.
1658 Es preciso recordar asimismo a un gran
número de personas que permanecen solteras a causa de las
concretas condiciones en que deben vivir, a menudo sin haberlo querido
ellas mismas. Estas personas se encuentran particularmente cercanas al
corazón de Jesús; y, por ello, merecen afecto y solicitud diligentes
de la Iglesia, particularmente de sus pastores. Muchas de ellas viven
sin familia humana, con frecuencia a causa de condiciones de
pobreza. Hay quienes viven su situación según el espíritu de las
bienaventuranzas sirviendo a Dios y al prójimo de manera ejemplar. A
todas ellas es preciso abrirles las puertas de los hogares, "iglesias
domésticas" y las puertas de la gran familia que es la Iglesia. "Nadie
se sienta sin familia en este mundo: la Iglesia es casa y familia de
todos, especialmente para cuantos están `fatigados y agobiados' (Mt
11,28)" (FC 85).
Resumen
1659 S. Pablo dice: "Maridos, amad a
vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia...Gran misterio es éste,
lo digo con respecto a Cristo y la Iglesia" (Ef 5,25.32).
1660 La alianza matrimonial, por la que un
hombre y una mujer constituyen una íntima comunidad de vida y de amor,
fue fundada y dotada de sus leyes propias por el Creador. Por su
naturaleza está ordenada al bien de los cónyuges así como a la
generación y educación de los hijos. Entre bautizados, el matrimonio
ha sido elevado por Cristo Señor a la dignidad de sacramento (cf. GS
48,1; CIC, can. 1055,1).
1661 El sacramento del matrimonio significa
la unión de Cristo con la Iglesia. Da a los esposos la gracia de
amarse con el amor con que Cristo amó a su Iglesia; la gracia del
sacramento perfecciona así el amor humano de los esposos, reafirma su
unidad indisoluble y los santifica en el camino de la vida eterna (cf.
Cc. de Trento: DS 1799).
1662 El matrimonio se funda en el
consentimiento de los contrayentes, es decir, en la voluntad de darse
mutua y definitivamente con el fin de vivir una alianza de amor fiel y
fecundo.
1663 Dado que el matrimonio establece a los
cónyuges en un estado público de vida en la Iglesia, la celebración
del mismo se hace ordinariamente de modo público, en el marco de una
celebración litúrgica, ante el sacerdote (o el testigo cualificado de
la Iglesia), los testigos y la asamblea de los fieles.
1664 La unidad, la
indisolubilidad, y la apertura a la fecundidad son esenciales al
matrimonio. La poligamia es incompatible con la unidad del matrimonio;
el divorcio separa lo que Dios ha unido; el rechazo de la fecundidad
priva la vida conyugal de su "don más excelente", el hijo (GS 50,1).
1665 Contraer un nuevo matrimonio por parte
de los divorciados mientras viven sus cónyuges legítimos contradice el
plan y la ley de Dios enseñados por Cristo. Los que viven en esta
situación no están separados de la Iglesia pero no pueden acceder a la
comunión eucarística. Pueden vivir su vida cristiana sobre todo
educando a sus hijos en la fe.
1666 El hogar cristiano es el lugar en que
los hijos reciben el primer anuncio de la fe. Por eso la casa familiar
es llamada justamente "Iglesia doméstica", comunidad de gracia y de
oración, escuela de virtudes humanas y de caridad cristiana.
CAPÍTULO CUARTO
OTRAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS
ARTÍCULO 1
LOS SACRAMENTALES
1667 "La santa Madre Iglesia instituyó, además,
los sacramentales. Estos son signos sagrados con los que, imitando de
alguna manera a los sacramentos, se expresan efectos, sobre todo
espirituales, obtenidos por la intercesión de la Iglesia. Por ellos,
los hombres se disponen a recibir el efecto principal de los
sacramentos y se santifican las diversas circunstancias de la vida"
(SC 60; CIC can 1166; CO can 867).
Características de los sacramentales
1668 Han sido instituidos por la Iglesia en
orden a la santificación de ciertos ministerios eclesiales, de ciertos
estados de vida, de circunstancias muy variadas de la vida cristiana,
así como del uso de cosas útiles al hombre. Según las decisiones
pastorales de los obispos pueden también responder a las necesidades,
a la cultura, y a la historia propias del pueblo cristiano de una
región o de una época. Comprenden siempre una oración, con frecuencia
acompañada de un signo determinado, como la imposición de la mano, la
señal de la cruz, la aspersión con agua bendita (que recuerda el
Bautismo).
1669 Los sacramentales proceden del sacerdocio
bautismal: todo bautizado es llamado a ser una "bendición" (cf Gn
12,2) y a bendecir (cf Lc 6,28; Rm 12,14; 1 P 3,9). Por eso los laicos
pueden presidir ciertas bendiciones (cf SC 79; CIC can. 1168); la
presidencia de una bendición se reserva al ministerio ordenado
(obispos, presbíteros o diáconos, cf. De benedictionibus, 16,18), en
la medida en que dicha bendición afecte más a la vida eclesial y
sacramental.
1670 Los sacramentales no confieren la gracia
del Espíritu Santo a la manera de los sacramentos, pero por la oración
de la Iglesia preparan a recibirla y disponen a cooperar con a ella.
"La liturgia de los sacramentos y de los sacramentales hace que, en
los fieles bien dispuestos, casi todos los acontecimientos de la vida
sean santificados por la gracia divina que emana del misterio pascual
de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, de quien reciben su
poder todos los sacramentos y sacramentales, y que todo uso honesto de
las cosas materiales pueda estar ordenado a la santificación del
hombre y a la alabanza de Dios" (SC 61).
Diversas formas de sacramentales
1671 Entre los sacramentales figuran en primer
lugar las bendiciones (de personas, de la mesa, de objetos, de
lugares). Toda bendición es alabanza de Dios y oración para obtener
sus dones. En Cristo, los cristianos son bendecidos por Dios Padre
"con toda clase de bendiciones espirituales" (Ef 1,3). Por eso la
Iglesia da la bendición invocando el nombre de Jesús y haciendo
habitualmente la señal santa de la cruz de Cristo.
1672 Ciertas bendiciones tienen un alcance
permanente: su efecto es consagrar personas a Dios y reservar
para el uso litúrgico objetos y lugares. Entre las que están
destinadas a personas - que no se han de confundir con la ordenación
sacramental -figuran la bendición del abad o de la abadesa de un
monasterio, la consagración de vírgenes y de viudas, el rito de la
profesión religiosa y las bendiciones para ciertos ministerios de la
Iglesia (lectores, acólitos, catequistas, etc.). Como ejemplo de las
que se refieren a objetos, se puede señalar la dedicación o bendición
de una iglesia o de un altar, la bendición de los santos óleos, de los
vasos y ornamentos sagrados, de las campanas, etc.
1673 Cuando la Iglesia pide públicamente y con
autoridad, en nombre de Jesucristo, que una persona o un objeto sea
protegido contra las asechanzas del maligno y sustraída a su dominio,
se habla de exorcismo. Jesús lo practicó (cf Mc 1,25s; etc.),
de él tiene la Iglesia el poder y el oficio de exorcizar (cf Mc 3,15;
6,7.13; 16,17). En forma simple, el exorcismo tiene lugar en la
celebración del Bautismo. El exorcismo solemne sólo puede ser
practicado por un sacerdote y con el permiso del obispo. En estos
casos es preciso proceder con prudencia, observando estrictamente las
reglas establecidas por la Iglesia. El exorcismo intenta expulsar a
los demonios o liberar del dominio demoníaco gracias a la autoridad
espiritual que Jesús ha confiado a su Iglesia. Muy distinto es el caso
de las enfermedades, sobre todo síquicas, cuyo cuidado pertenece a la
ciencia médica. Por tanto, es importante, asegurarse , antes de
celebrar el exorcismo, de que se trata de un presencia del Maligno y
no de una enfermedad (cf. CIC, can. 1172).
La religiosidad popular
1674 Además de la liturgia sacramental y de los
sacramentales, la catequesis debe tener en cuenta las formas de piedad
de los fieles y de religiosidad popular. El sentido religioso del
pueblo cristiano ha encontrado, en todo tiempo, su expresión en formas
variadas de piedad en torno a la vida sacramental de la Iglesia: tales
como la veneración de las reliquias, las visitas a santuarios, las
peregrinaciones, las procesiones, el via crucis, las danzas
religiosas, el rosario, las medallas, etc. (cf Cc. de Nicea II: DS
601;603; Cc. de Trento: DS 1822).
1675 Estas expresiones prolongan la vida
litúrgica de la Iglesia, pero no la sustituyen: "Pero conviene que
estos ejercicios se organicen teniendo en cuenta los tiempos
litúrgicos para que estén de acuerdo con la sagrada liturgia, deriven
en cierto modo de ella y conduzcan al pueblo a ella, ya que la
liturgia, por su naturaleza, está muy por encima de ellos" (SC 13).
1676 Se necesita un discernimiento pastoral
para sostener y apoyar la religiosidad popular y, llegado el caso,
para purificar y rectificar el sentido religioso que subyace en estas
devociones y para hacerlas progresar en el conocimiento del Misterio
de Cristo (cf CT 54). Su ejercicio está sometido al cuidado y al
juicio de los obispos y a las normas generales de la Iglesia.
La religiosidad del pueblo, en su núcleo, es un acervo
de valores que responde con sabiduría cristiana a los grandes
interrogantes de la existencia. La sapiencia popular católica tiene
una capacidad de síntesis vital; así conlleva creadoramente lo divino
y lo humano; Cristo y María, espíritu y cuerpo; comunión e
institución; persona y comunidad; fe y patria, inteligencia y afecto.
Esa sabiduría es un humanismo cristiano que afirma radicalmente la
dignidad de toda persona como hijo de Dios, establece una fraternidad
fundamental, enseña a encontrar la naturaleza y a comprender el
trabajo y proporciona las razones para la alegría y el humor, aun en
medio de una vida muy dura. Esa sabiduría es también para el pueblo un
principio de discernimiento, un instinto evangélico por el que capta
espontáneamente cuándo se sirve en la Iglesia al Evangelio y cuándo se
lo vacía y asfixia con otros intereses (Documento de Puebla, 1979, nº
448; cf EN 48).
Resumen
1677 Se llaman sacramentales los signos
sagrados instituidos por la Iglesia cuyo fin es preparar a los hombres
para recibir el fruto de los sacramentos y santificar las diversas
circunstancias de la vida.
1678 Entre los sacramentales, las
bendiciones ocupan un lugar importante. Comprenden a la vez la
alabanza de Dios por sus obras y sus dones, y la intercesión de la
Iglesia para que los hombres puedan hacer uso de los dones de Dios
según el espíritu de los evangelios.
1679 Además de la liturgia, la vida
cristiana se nutre de formas variadas de piedad popular, enraizadas en
las distintas culturas. Esclareciéndolas a la luz de la fe, la Iglesia
favorece aquellas formas de religiosid ad popular que expresan mejor
un sentido evangélico y una sabiduría humana, y que enriquecen la vida
cristiana.
ARTÍCULO 2
LAS EXEQUIAS CRISTIANAS
1680 Todos los sacramentos, principalmente los
de la iniciación cristiana, tienen como fin último la Pascua
definitiva del cristiano, es decir, la que a través de la muerte hace
entrar al creyente en la vida del Reino. Entonces se cumple en él lo
que la fe y la esperanza han confesado: "Espero la resurrección de los
muertos y la vida del mundo futuro" (Símbolo de Nicea-Constantinopla).
I La
última Pascua del cristiano
1681 El sentido cristiano de la muerte es
revelado a la luz del Misterio pascual de la muerte y de la
resurrección de Cristo, en quien radica nuestra única esperanza. El
cristiano que muere en Cristo Jesús "sale de este cuerpo para vivir
con el Señor" (2 Co 5,8).
1682 El día de la muerte inaugura para el
cristiano, al término de su vida sacramental, la plenitud de su
nuevo nacimiento comenzado en el Bautismo, la "semejanza" definitiva a
"imagen del Hijo", conferida por la Unción del Espíritu Santo y la
participación en el Banquete del Reino anticipado en la Eucaristía,
aunque pueda todavía necesitar últimas purificaciones para revestirse
de la túnica nupcial.
1683 La Iglesia que, como Madre, ha llevado
sacramentalmente en su seno al cristiano durante su peregrinación
terrena, lo acompaña al término de su caminar para entregarlo "en las
manos del Padre". La Iglesia ofrece al Padre, en Cristo, al hijo de su
gracia, y deposita en la tierra, con esperanza, el germen del cuerpo
que resucitará en la gloria (cf 1 Co 15,42-44). Esta ofrenda es
plenamente celebrada en el Sacrificio eucarístico; las bendiciones que
preceden y que siguen son sacramentales.
II La
celebración de las exequias
1684 Las exequias cristianas son una
celebración litúrgica de la Iglesia. El ministerio de la Iglesia
pretende expresar también aquí la comunión eficaz con el difunto,
hacer participar en esa comunión a la asamblea reunida para las
exequias y anunciarle la vida eterna.
1685 Los diferentes ritos de las exequias
expresan el carácter pascual de la muerte cristiana y responden a las
situaciones y a las tradiciones de cada región, aun en lo referente al
color litúrgico (cf SC 81).
1686 El Ordo exequiarum (OEx) o Ritual
de los funerales de la liturgia romana propone tres tipos de
celebración de las exequias, correspondientes a tres lugares de su
desarrollo (la casa, la iglesia, el cementerio), y según la
importancia que les presten la familia, las costumbres locales, la
cultura y la piedad popular. Por otra parte, este desarrollo es común
a todas las tradiciones litúrgicas y comprende cuatro momentos
principales:
1687 La acogida de la comunidad. El
saludo de fe abre la celebración. Los familiares del difunto son
acogidos con una palabra de "consolación" (en el sentido del Nuevo
Testamento: la fuerza del Espíritu Santo en la esperanza; cf 1 Ts
4,18). La comunidad orante que se reúne espera también "las palabras
de vida eterna". La muerte de un miembro de la comunidad (o el
aniversario, el séptimo o el trigésimo día) es un acontecimiento que
debe hacer superar las perspectivas de "este mundo" y atraer a los
fieles, a las verdaderas perspectivas de la fe en Cristo resucitado.
1688 La Liturgia de la Palabra. La
celebración de la Liturgia de la Palabra en las exequias exige una
preparación, tanto más atenta cuanto que la asamblea allí presente
puede incluir fieles poco asiduos a la liturgia y amigos del difunto
que no son cristianos. La homilía, en particular, debe "evitar" el
género literario de elogio fúnebre (OEx 41) y debe iluminar el
misterio de la muerte cristiana a la luz de Cristo resucitado.
1689 El Sacrificio eucarístico. Cuando
la celebración tiene lugar en la Iglesia, la Eucaristía es el corazón
de la realidad pascual de la muerte cristiana (cf OEx 1). La Iglesia
expresa entonces su comunión eficaz con el difunto: ofreciendo al
Padre, en el Espíritu Santo, el sacrificio de la muerte y resurrección
de Cristo, pide que su hijo sea purificado de sus pecados y de sus
consecuencias y que sea admitido a la plenitud pascual de la mesa del
Reino (cf. OEx 57). Así celebrada la Eucaristía, la comunidad de
fieles, especialmente la familia del difunto, aprende a vivir en
comunión con quien "se durmió en el Señor" , comulgando con el Cuerpo
de Cristo, de quien es miembro vivo, y orando luego por él y con él.
1690 El adiós ("a Dios") al difunto es
"su recomendación a Dios" por la Iglesia. Es el "último adiós por el
que la comunidad cristiana despide a uno de sus miembros antes que su
cuerpo sea llevado a su sepulcro" (OEx 10). La tradición bizantina lo
expresa con el beso de adiós al difunto:
Con este saludo final "se canta por su partida de
esta vida y por su separación, pero también porque existe una
comunión y una reunión. En efecto, una vez muertos no estamos en
absoluto separados unos de otros, pues todos recorremos el mismo
camino y nos volveremos a encontrar en un mismo lugar. No nos
separaremos jamás, porque vivimos para Cristo y ahora estamos unidos
a Cristo, yendo hacia él...estaremos todos juntos en Cristo" (S.
Simeón de Tesalónica, De ordine sep).
TERCERA PARTE
LA VIDA EN CRISTO
1691 “Cristiano, reconoce tu
dignidad. Puesto que ahora participas de la naturaleza divina, no
degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada. Recuerda a qué
Cabeza perteneces y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que has
sido arrancado del poder de las tinieblas para ser trasladado a la luz
del Reino de Dios” (San León Magno).
1692 El Símbolo de la fe profesa
la grandeza de los dones de Dios al hombre por la obra de su creación,
y más aún, por la redención y la santificación. Lo que confiesa la fe,
los sacramentos lo comunican: por “los sacramentos que les han hecho
renacer”, los cristianos han llegado a ser “hijos de Dios” (Jn 1,12 ;1
Jn 3,1), “partícipes de la naturaleza divina” (2 Pe 1,4). Los
cristianos, reconociendo en la fe su nueva dignidad, son llamados a
llevar en adelante una “vida digna del Evangelio de Cristo” (Flp
1,27). Por los sacramentos y la oración reciben la gracia de Cristo y
los dones de su Espíritu que les capacitan para ello.
1693 Cristo Jesús hizo siempre
lo que agradaba al Padre(cf Jn 8,29). Vivió siempre en perfecta
comunión con El. De igual modo sus discípulos son invitados a vivir
bajo la mirada del Padre ‘que ve en lo secreto’ (Mt 6,6) para ser
‘perfectos como el Padre celestial es perfecto’ (Mt 5,48).
1694 Incorporados a Cristo
por el bautismo (cf Rm 6,5), los cristianos están ‘muertos al pecado y
vivos para Dios en Cristo Jesús’ (Rm 6,11), participando así en la
vida del Resucitado (cf Col 2,12). Siguiendo a Cristo y en unión con
él (cf Jn 15,5), los cristianos pueden ser ‘imitadores de Dios, como
hijos queridos y vivir en el amor’ (Ef 5,1.), conformando sus
pensamientos, sus palabras y sus acciones con ‘los sentimientos que
tuvo Cristo’ (Flp 2,5.) y siguiendo sus ejemplos (cf Jn 13,12-16).
1695 “Justificados en el nombre
del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios” (1 Co 6,11.),
“santificados y llamados a ser santos” (1 Co 1,2.), los cristianos se
convierten en ‘el templo del Espíritu Santo’(cf 1 Co 6,19).
Este ‘Espíritu del Hijo’ les enseña a orar al Padre (Ga 4, 6) y,
haciéndose vida en ellos, les hace obrar (cf Ga 5, 25) para dar ‘los
frutos del Espíritu’ (Ga 5, 22.) por la caridad operante. Sanando las
heridas del pecado, el Espíritu Santo nos renueva interiormente
mediante una transformación espiritual (cf. Ef 4, 23.), nos ilumina y
nos fortalece para vivir como ‘hijos de la luz’ (Ef 5, 8.), ‘por la
bondad, la justicia y la verdad’ en todo (Ef 5,9.).
1696 El camino de Cristo ‘lleva
a la vida’, un camino contrario ‘lleva a la perdición’ (Mt 7,13; cf Dt
30, 15-20). La parábola evangélica de los dos caminos está
siempre presente en la catequesis de la Iglesia. Significa la
importancia de las decisiones morales para nuestra salvación. ‘Hay dos
caminos, el uno de la vida, el otro de la muerte; pero entre los dos,
una gran diferencia’ (Didaché, 1, 1)
1697 En la catequesis es
importante destacar con toda claridad el gozo y las exigencias del
camino de Cristo (cf CT 29). La catequesis de la ‘vida nueva’ en El (Rm
6, 4.) será:
— una catequesis del Espíritu Santo,
Maestro interior de la vida según Cristo, dulce huésped del alma que
inspira, conduce, rectifica y fortalece esta vida;
— una catequesis de la gracia,
pues por la gracia somos salvados, y también por la gracia nuestras
obras pueden dar fruto para la vida eterna;
— una catequesis de las
bienaventuranzas, porque el camino de Cristo está resumido en las
bienaventuranzas, único camino hacia la dicha eterna a la que aspira
el corazón del hombre;
— una catequesis del pecado y del perdón,
porque sin reconocerse pecador, el hombre no puede conocer la verdad
sobre sí mismo, condición del obrar justo, y sin el ofrecimiento del
perdón no podría soportar esta verdad;
— una catequesis de las virtudes humanas que
haga captar la belleza y el atractivo de las rectas disposiciones para
el bien;
— una catequesis de las virtudes cristianas de
fe, esperanza y caridad que se inspire ampliamente en el ejemplo de
los santos;
— una catequesis del doble mandamiento de la
caridad desarrollado en el Decálogo;
— una catequesis eclesial, pues en los
múltiples intercambios de los ‘bienes espirituales’ en la ‘comunión de
los santos’ es donde la vida cristiana puede crecer, desplegarse y
comunicarse.
1698. La referencia primera y última de esta
catequesis será siempre Jesucristo que es ‘el camino, la verdad y la
vida’ (Jn 14,6). Contemplándole en la fe, los fieles de Cristo pueden
esperar que El realice en ellos sus promesas, y que amándolo con el
amor con que El nos ha amado realicen las obras que corresponden a su
dignidad:
Os ruego que penséis que Jesucristo, Nuestro Señor,
es vuestra verdadera Cabeza, y que vosotros sois uno de sus
miembros. El es con relación a vosotros lo que la cabeza es con
relación a sus miembros; todo lo que es suyo es vuestro, su
espíritu, su Corazón, su cuerpo, su alma y todas sus facultades, y
debéis usar de ellos como de cosas que son vuestras, para servir,
alabar, amar y glorificar a Dios. Vosotros sois de El como los
miembros lo son de su cabeza. Así desea El ardientemente usar de
todo lo que hay en vosotros, para el servicio y la gloria de su
Padre, como de cosas que son de El. (San Juan Eudes).
Mi vida es Cristo (Flp 1,21).
PRIMERA SECCIÓN
LA VOCACIÓN DEL HOMBRE:
LA VIDA EN EL ESPÍRITU
1699. La vida en el Espíritu Santo realiza la
vocación del hombre (Capítulo primero). Está hecha de caridad divina y
solidaridad humana (Capítulo segundo). Es concedida gratuitamente como
una Salvación (Capítulo tercero).
CAPÍTULO PRIMERO
LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA
1700 La dignidad de la persona humana está
enraizada en su creación a imagen y semejanza de Dios (artículo 1); se
realiza en su vocación a la bienaventuranza divina (artículo 2).
Corresponde al ser humano llegar libremente a esta realización
(artículo 3). Por sus actos deliberados (artículo 4), la persona
humana se conforma, o no se conforma, al bien prometido por Dios y
atestiguado por la conciencia moral (artículo 5). Los seres humanos se
edifican a sí mismos y crecen desde el interior: hacen de toda su vida
sensible y espiritual un material de su crecimiento (artículo 6). Con
la ayuda de la gracia crecen en la virtud (artículo 7), evitan el
pecado y, si lo han cometido recurren como el hijo pródigo (cf Lc 15,
11-31) a la misericordia de nuestro Padre del cielo (artículo 8). Así
acceden a la perfección de la caridad.
ARTÍCULO 1
EL HOMBRE , IMAGEN DE DIOS
1701 “Cristo, el nuevo Adán, en la misma
revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente
el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación” (GS
22, 1). En Cristo, “imagen del Dios invisible” (Col 1,15; cf 2 Co 4,
4), el hombre ha sido creado “a imagen y semejanza” del Creador. En
Cristo, redentor y salvador, la imagen divina alterada en el hombre
por el primer pecado ha sido restaurada en su belleza original y
ennoblecida con la gracia de Dios.
1702 La imagen divina está presente en todo
hombre. Resplandece en la comunión de las personas a semejanza de la
unión de las personas divinas entre sí (cf. Capítulo segundo).
1703. Dotada de un alma “espiritual e inmortal”
(GS 14), la persona humana es la “única criatura en la tierra a la que
Dios ha amado por sí misma”(GS 24, 3). Desde su concepción está
destinada a la bienaventuranza eterna.”
1704 La persona humana participa de la luz y la
fuerza del Espíritu divino. Por la razón es capaz de comprender el
orden de las cosas establecido por el Creador. Por su voluntad es
capaz de dirigirse por sí misma a su bien verdadero. Encuentra su
perfección en la búsqueda y el amor de la verdad y del bien (cf GS 15,
2).
1705 En virtud de su alma y de sus potencias
espirituales de entendimiento y de voluntad, el hombre está dotado de
libertad, “signo eminente de la imagen divina” (GS 17).
1706 Mediante su razón, el hombre conoce la voz
de Dios que le impulsa “a hacer el bien y a evitar el mal”(GS 16).
Todo hombre debe seguir esta ley que resuena en la conciencia y que se
realiza en el amor de Dios y del prójimo. El ejercicio de la vida
moral proclama la dignidad de la persona humana.
1707 “El hombre, persuadido por el Maligno,
abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia”(GS 13, 1).
Sucumbió a la tentación y cometió el mal. Conserva el deseo del bien,
pero su naturaleza lleva la herida del pecado original. Ha quedado
inclinado al mal y sujeto al error.
De ahí que el hombre esté dividido en su interior.
Por esto, toda vida humana, singular o colectiva, aparece como una
lucha, ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y
las tinieblas. (GS 13, 2)
1708 Por su pasión, Cristo nos libró de Satán y
del pecado. Nos mereció la vida nueva en el Espíritu Santo. Su gracia
restaura en nosotros lo que el pecado había deteriorado.
1709 “El que cree en Cristo es hecho hijo de
Dios. Esta adopción filial lo transforma dándole la posibilidad de
seguir el ejemplo de Cristo. Le hace capaz de obrar rectamente y de
practicar el bien. En la unión con su Salvador, el discípulo alcanza
la perfección de la caridad, la santidad. La vida moral, madurada en
la gracia, culmina en vida eterna, en la gloria del cielo.
Resumen
1710 “Cristo manifiesta plenamente el hombre
al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación” (GS 22, 1).
1711 Dotada de alma espiritual, de
entendimiento y de voluntad, la persona humana está desde su
concepción ordenada a Dios y destinada a la bienaventuranza eterna.
Camina hacia su perfección en la búsqueda y el amor de la verdad y del
bien. (cf GS 15, 2).
1712 La verdadera libertad es en el hombre
el “signo eminente de la imagen divina” (GS 17).
1713 El hombre debe seguir la ley moral que
le impulsa “a hacer el bien y a evitar el mal” (GS 16). Esta ley
resuena en su conciencia.
1714 El hombre, herido en su naturaleza por
el pecado original, está sujeto al error e inclinado al mal en el
ejercicio de su libertad.
1715 El que cree en Cristo tiene la vida
nueva en el Espíritu Santo. La vida moral, desarrollada y madurada en
la gracia, alcanza su plenitud en la gloria del cielo.
ARTÍCULO 2
NUESTRA VOCACIÓN A LA BIENAVENTURANZA
I.- Las
bienaventuranzas
1716 Las bienaventuranzas están en el centro de
la predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge las promesas hechas al
pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no
sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los cielos:
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de
ellos es el Reino de los cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la
tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque
ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán
misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados
hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de
ellos es el Reino de los cielos.
Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con
mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa.
Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los
cielos.
(Mt 5,3-12)
1717 Las bienaventuranzas dibujan el rostro de
Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles
asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las
acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son
promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones;
anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya
incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos
los santos.
II El deseo de
felicidad
1718 Las bienaventuranzas responden al deseo
natural de felicidad. Este deseo es de origen divino: Dios lo ha
puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia El, el único
que lo puede satisfacer:
Ciertamente todos nosotros queremos vivir felices, y
en el género humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta
proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada. (S.
Agustín, mor. eccl. 1, 3, 4).
¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al
buscarte, Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que
viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti.
(S. Agustín, conf. 10, 20.29).
Sólo Dios sacia. (Santo Tomás de Aquino, symb. 1).
1719 Las bienaventuranzas descubren la meta de
la existencia humana, el fin último de los actos humanos: Dios nos
llama a su propia bienaventuranza. Esta vocación se dirige a cada uno
personalmente, pero también al conjunto de la Iglesia, pueblo nuevo de
los que han acogido la promesa y viven de ella en la fe.
III. La
bienaventuranza cristiana
1720 El Nuevo Testamento utiliza varias
expresiones para caracterizar la bienaventuranza a la que Dios llama
al hombre: la llegada del Reino de Dios (cf Mt 4, 17); la visión de
Dios: “Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt
5,8; cf 1 Jn 3, 2; 1 Co 13, 12); la entrada en el gozo del Señor (cf
Mt 25, 21. 23); la entrada en el Descanso de Dios (Hb 4, 7-11):
Allí descansaremos y veremos; veremos y nos
amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que acontecerá al fin
sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, sino llegar al Reino que no tendrá
fin? (S. Agustín, civ. 22, 30).
1721 Porque Dios nos ha puesto en el mundo para
conocerle, servirle y amarle, y así ir al cielo. La bienaventuranza
nos hace participar de la naturaleza divina (2 P 1, 4) y de la Vida
eterna (cf Jn 17, 3). Con ella, el hombre entra en la gloria de Cristo
(cf Rm 8, 18) y en el gozo de la vida trinitaria.
1722 Semejante bienaventuranza supera la
inteligencia y las solas fuerzas humanas. Es fruto del don gratuito de
Dios. Por eso la llamamos sobrenatural, así como también llamamos
sobrenatural la gracia que dispone al hombre a entrar en el gozo
divino.
“Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos
verán a Dios”. Ciertamente, según su grandeza y su inexpresable
gloria, ‘nadie verá a Dios y seguirá viviendo’, porque el Padre es
inasequible; pero su amor, su bondad hacia los hombres y su
omnipotencia llegan hasta conceder a los que lo aman el privilegio
de ver a Dios... ‘porque lo que es imposible para los hombres es
posible para Dios’. (S. Ireneo, haer. 4, 20, 5).
1723 La bienaventuranza prometida nos coloca
ante opciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro
corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por
encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la
riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en
ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas
y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo
bien y de todo amor:
El dinero es el ídolo de nuestro tiempo. A él rinde
homenaje ‘instintivo’ la multitud, la masa de los hombres. Estos
miden la dicha según la fortuna, y, según la fortuna también, miden
la honorabilidad... Todo esto se debe a la convicción de que con la
riqueza se puede todo. La riqueza por tanto es uno de los ídolos de
nuestros días, y la notoriedad es otro... La notoriedad, el hecho de
ser reconocido y de hacer ruido en el mundo (lo que podría llamarse
una fama de prensa), ha llegado a ser considerada como un bien en sí
mismo, un bien soberano, un objeto de verdadera veneración. (Newman,
mix. 5, sobre la santidad).
1724 El Decálogo, el Sermón de la Montaña y la
catequesis apostólica nos describen los caminos que conducen al Reino
de los cielos. Por ellos avanzamos paso a paso mediante los actos de
cada día, sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por
la Palabra de Cristo, damos lentamente frutos en la Iglesia para la
gloria de Dios (cf la parábola del sembrador: Mt 13, 3-23).
Resumen
1725 Las bienaventuranzas recogen y
perfeccionan las promesas de Dios desde Abraham ordenándolas al Reino
de los cielos. Responden al deseo de felicidad que Dios ha puesto en
el corazón del hombre.
1726 Las bienaventuranzas nos enseñan el fin
último al que Dios nos llama: el Reino, la visión de Dios, la
participación en la naturaleza divina, la vida eterna, la filiación,
el descanso en Dios.
1727 La bienaventuranza de la vida eterna es
un don gratuito de Dios; es sobrenatural como también lo es la gracia
que conduce a ella.
1728 Las bienaventuranzas nos colocan ante
opciones decisivas con respecto a los bienes terrenos; purifican
nuestro corazón para enseñarnos a amar a Dios sobre todas las cosas.
1729 La bienaventuranza del cielo determina
los criterios de discernimiento en el uso de los bienes terrenos en
conformidad a la Ley de Dios.
ARTÍCULO 3
LA LIBERTAD DEL HOMBRE
1730 Dios ha creado al
hombre racional confiriéndole la dignidad de una persona dotada de la
iniciativa y del dominio de sus actos. “Quiso Dios ‘dejar al hombre en
manos de su propia decisión’ (Si 15,14.), de modo que busque a su
Creador sin coacciones y, adhiriéndose a El, llegue libremente a la
plena y feliz perfección”(GS 17):
El hombre es racional, y por ello semejante a
Dios; fue creado libre y dueño de sus actos. (S. Ireneo, haer. 4, 4,
3).
I Libertad y responsabilidad
1731 La libertad es el
poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no obrar,
de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones
deliberadas. Por el libre arbitrio cada uno dispone de sí mismo. La
libertad es en el hombre una fuerza de crecimiento y de maduración en
la verdad y la bondad. La libertad alcanza su perfección cuando está
ordenada a Dios, nuestra bienaventuranza.
1732 Hasta que no llega a
encontrarse definitivamente con su bien último que es Dios, la
libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal,
y por tanto, de crecer en perfección o de flaquear y pecar. La
libertad caracteriza los actos propiamente humanos. Se convierte en
fuente de alabanza o de reproche, de mérito o de demérito.
1733 En la medida en que
el hombre hace más el bien, se va haciendo también más libre. No hay
verdadera libertad sino en el servicio del bien y de la justicia. La
elección de la desobediencia y del mal es un abuso de la libertad y
conduce a “la esclavitud del pecado”(cf Rm 6, 17).
1734 La libertad hace al
hombre responsable de sus actos en la medida en que éstos son
voluntarios. El progreso en la virtud, el conocimiento del bien, y la
ascesis acrecientan el dominio de la voluntad sobre los propios actos.
1735 La imputabilidad
y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso
suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia,
el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores
psíquicos o sociales.
1736 Todo acto
directamente querido es imputable a su autor:
Así el Señor pregunta a Adán tras el pecado en el
paraíso: ‘¿Qué has hecho?’ (Gn 3,13). Igualmente a Caín (cf Gn 4,
10). Así también el profeta Natán al rey David, tras el adulterio
con la mujer de Urías y la muerte de éste (cf 2 S 12, 7-15).
Una acción puede ser indirectamente voluntaria
cuando resulta de una negligencia respecto a lo que se habría debido
conocer o hacer, por ejemplo, un accidente provocado por la
ignorancia del código de la circulación.
1737 Un efecto puede ser
tolerado sin ser querido por el que actúa, por ejemplo, el agotamiento
de una madre a la cabecera de su hijo enfermo. El efecto malo no es
imputable si no ha sido querido ni como fin ni como medio de la
acción, como la muerte acontecida al auxiliar a una persona en
peligro. Para que el efecto malo sea imputable, es preciso que sea
previsible y que el que actúa tenga la posibilidad de evitarlo, por
ejemplo, en el caso de un homicidio cometido por un conductor en
estado de embriaguez.
1738 La libertad se
ejercita en las relaciones entre los seres humanos. Toda persona
humana, creada a imagen de Dios, tiene el derecho natural de ser
reconocida como un ser libre y responsable. Todo hombre debe prestar a
cada cual el respeto al que éste tiene derecho. El derecho al
ejercicio de la libertad es una exigencia inseparable de la
dignidad de la persona humana, especialmente en materia moral y
religiosa (cf DH 2). Este derecho debe ser reconocido y protegido
civilmente dentro de los límites del bien común y del orden público (cf
DH 7).
II. La libertad humana en la
economía de la salvación
1739 Libertad y pecado.
La libertad del hombre es finita y falible. De hecho el hombre erró.
Libremente pecó. Al rechazar el proyecto del amor de Dios, se engañó a
sí mismo y se hizo esclavo del pecado. Esta primera alienación
engendró una multitud de alienaciones. La historia de la humanidad,
desde sus orígenes, atestigua desgracias y opresiones nacidas del
corazón del hombre a consecuencia de un mal uso de la libertad.
1740 Amenazas para la
libertad. El ejercicio de la libertad no implica el derecho a
decir y hacer cualquier cosa. Es falso concebir al hombre ‘sujeto de
esa libertad como un individuo autosuficiente que busca la
satisfacción de su interés propio en el goce de los bienes terrenales’
(CDF, instr. "Libertatis conscientia" 13). Por otra parte, las
condiciones de orden económico y social, político y cultural
requeridas para un justo ejercicio de la libertad son, con demasiada
frecuencia, desconocidas y violadas. Estas situaciones de ceguera y de
injusticia gravan la vida moral y colocan tanto a los fuertes como a
los débiles en la tentación de pecar contra la caridad. Al apartarse
de la ley moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se
encadena a sí mismo, rompe la fraternidad con sus semejantes y se
rebela contra la verdad divina
1741 Liberación y
salvación. Por su Cruz gloriosa, Cristo obtuvo la salvación para
todos los hombres. Los rescató del pecado que los tenía sometidos a
esclavitud. ‘Para ser libres nos libertó Cristo’ (Ga 5,1). En El
participamos de ‘la verdad que nos hace libres’ (Jn 8,32). El Espíritu
Santo nos ha sido dado, y, como enseña el apóstol, ‘donde está el
Espíritu, allí está la libertad’ (2 Co 3,17). Ya desde ahora nos
gloriamos de la ‘libertad de los hijos de Dios’ (Rm 8,21).
1742 Libertad y gracia.
La gracia de Cristo no se opone de ninguna manera a nuestra libertad
cuando ésta corresponde al sentido de la verdad y del bien que Dios ha
puesto en el corazón del hombre. Al contrario, como lo atestigua la
experiencia cristiana, especialmente en la oración, a medida que somos
más dóciles a los impulsos de la gracia, se acrecientan nuestra íntima
verdad y nuestra seguridad en las pruebas, como también ante las
presiones y coacciones del mundo exterior. Por el trabajo de la
gracia, el Espíritu Santo nos educa en la libertad espiritual para
hacer de nosotros colaboradores libres de su obra en la Iglesia y en
el mundo.
Dios omnipotente y misericordioso, aparta de
nosotros los males, para que, bien dispuesto nuestro cuerpo y
nuestro espíritu, podamos libremente cumplir tu voluntad. (MR,
colecta del domingo 32)
Resumen
1743
Dios ha querido ‘dejar al hombre en manos de su propia
decisión’ (Si 15,14). Para que pueda adherirse libremente a su Creador
y llegar así a la bienaventurada perfección (cf GS 17, 1).
1744
La libertad es el poder de obrar o de no obrar y de
ejecutar así, por sí mismo, acciones deliberadas. La libertad alcanza
su perfección, cuando está ordenada a Dios, el supremo Bien.
1745
La libertad caracteriza los actos propiamente humanos.
Hace al ser humano responsable de los actos de que es autor
voluntario. Es propio del hombre actuar deliberadamente.
1746
La imputabilidad o la responsabilidad de una acción
puede quedar disminuida o incluso anulada por la ignorancia, la
violencia, el temor y otros factores psíquicos o sociales.
1747
El derecho al ejercicio de la libertad, especialmente
en materia religiosa y moral, es una exigencia inseparable de la
dignidad del hombre. Pero el ejercicio de la libertad no implica el
pretendido derecho de decir o de hacer cualquier cosa.
1748
“Para ser libres nos libertó Cristo” (Ga 5, 1).
ARTÍCULO 4
LA MORALIDAD DE LOS ACTOS HUMANOS
1749 La libertad hace del
hombre un sujeto moral. Cuando actúa de manera deliberada, el hombre
es, por así decirlo, el padre de sus actos. Los actos humanos,
es decir, libremente realizados tras un juicio de conciencia, son
calificables moralmente: son buenos o malos.
I. Las fuentes de la moralidad
1750 La moralidad de los
actos humanos depende:
— del objeto elegido;
— del fin que se busca o la intención;
— de las circunstancias de la acción.
El objeto, la intención y las circunstancias forman
las ‘fuentes’ o elementos constitutivos de la moralidad de los actos
humanos.
1751 El objeto
elegido es un bien hacia el cual tiende deliberadamente la voluntad.
Es la materia de un acto humano. El objeto elegido especifica
moralmente el acto del querer, según que la razón lo reconozca y lo
juzgue conforme o no conforme al bien verdadero. Las reglas objetivas
de la moralidad enuncian el orden racional del bien y del mal,
atestiguado por la conciencia.
1752 Frente al objeto, la
intención se sitúa del lado del sujeto que actúa. La intención,
por estar ligada a la fuente voluntaria de la acción y por
determinarla en razón del fin, es un elemento esencial en la
calificación moral de la acción. El fin es el término primero de la
intención y designa el objetivo buscado en la acción. La intención es
un movimiento de la voluntad hacia un fin; mira al término del obrar.
Apunta al bien esperado de la acción emprendida. No se limita a la
dirección de cada una de nuestras acciones tomadas aisladamente, sino
que puede también ordenar varias acciones hacia un mismo objetivo;
puede orientar toda la vida hacia el fin último. Por ejemplo, un
servicio que se hace a alguien tiene por fin ayudar al prójimo, pero
puede estar inspirado al mismo tiempo por el amor de Dios como fin
último de todas nuestras acciones. Una misma acción puede, pues, estar
inspirada por varias intenciones como hacer un servicio para obtener
un favor o para satisfacer la vanidad.
1753 Una intención buena
(por ejemplo: ayudar al prójimo) no hace ni bueno ni justo un
comportamiento en sí mismo desordenado (como la mentira y la
maledicencia). El fin no justifica los medios. Así,.no se puede
justificar la condena de un inocente como un medio legítimo para
salvar al pueblo. Por el contrario, una intención mala sobreañadida
(como la vanagloria) convierte en malo un acto que, de suyo, puede ser
bueno (como la limosna).
1754 Las circunstancias,
comprendidas en ellas las consecuencias, son los elementos secundarios
de un acto moral. Contribuyen a agravar o a disminuir la bondad o la
malicia moral de los actos humanos (por ejemplo, la cantidad de dinero
robado). Pueden también atenuar o aumentar la responsabilidad del que
obra (como actuar por miedo a la muerte). Las circunstancias no pueden
de suyo modificar la calidad moral de los actos; no pueden hacer ni
buena ni justa una acción que de suyo es mala.
II. Los actos buenos y los actos
malos
1755 El acto moralmente
bueno supone a la vez la bondad del objeto, del fin y de las
circunstancias. Una finalidad mala corrompe la acción, aunque su
objeto sea de suyo bueno (como orar y ayunar ‘para ser visto por los
hombres’).
El objeto de la elección puede por sí solo
viciar el conjunto de todo el acto. Hay comportamientos concretos
-como la fornicación- que siempre es un error elegirlos, porque su
elección comporta un desorden de la voluntad, es decir, un mal moral.
1756 Es, por tanto,
erróneo juzgar de la moralidad de los actos humanos considerando sólo
la intención que los inspira o las circunstancias [ambiente, presión
social, coacción o necesidad de obrar, etc.] que son su marco. Hay
actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las
circunstancias y de las intenciones, son siempre gravemente ilícitos
por razón de su objeto; por ejemplo, la blasfemia y el perjurio, el
homicidio y el adulterio. No está permitido hacer el mal para obtener
un bien.
Resumen
1757
El objeto, la intención y las circunstancias
constituyen las tres ‘fuentes’ de la moralidad de los actos humanos.
1758
El objeto elegido especifica moralmente el acto de la
voluntad según que la razón lo reconozca y lo juzgue bueno o malo.
1759
“No se puede justificar una acción mala por el hecho de
que la intención sea buena” (S. Tomás de A., dec. praec. 6). El fin no
justifica los medios.
1760
El acto moralmente bueno supone a la vez la bondad del
objeto, del fin y de las circunstancias.
1761
Hay comportamientos concretos cuya elección es siempre
errada porque ésta comporta un desorden de la voluntad, es decir, un
mal moral. No está permitido hacer un mal para obtener un bien.
ARTÍCULO 5
LA MORALIDAD DE LAS PASIONES
1762 La persona humana se
ordena a la bienaventuranza por medio de sus actos deliberados: las
pasiones o sentimientos que experimenta pueden disponerla y contribuir
a ello.
I Las pasiones
1763 El término ‘pasiones’
pertenece al patrimonio del pensamiento cristiano. Los sentimientos o
pasiones designan las emociones o impulsos de la sensibilidad que
inclinan a obrar o a no obrar en razón de lo que es sentido o
imaginado como bueno o como malo.
1764 Las pasiones son
componentes naturales del psiquismo humano, constituyen el lugar de
paso y aseguran el vínculo entre la vida sensible y la vida del
espíritu. Nuestro Señor señala al corazón del hombre como la fuente de
donde brota el movimiento de las pasiones (cf Mc 7, 21).
1765 Las pasiones son
numerosas. La más fundamental es el amor que la atracción del bien
despierta. El amor causa el deseo del bien ausente y la esperanza de
obtenerlo. Este movimiento culmina en el placer y el gozo del bien
poseído. La aprehensión del mal causa el odio, la aversión y el temor
ante el mal que puede sobrevenir. Este movimiento culmina en la
tristeza a causa del mal presente o en la ira que se opone a él.
1766 “Amar es desear el
bien a alguien” (S. Tomás de A., s. th. 1-2, 26, 4). Los demás afectos
tienen su fuerza en este movimiento original del corazón del hombre
hacia el bien. Sólo el bien es amado (cf. S. Agustín, Trin. 8, 3, 4).
“Las pasiones son malas si el amor es malo, buenas si es bueno” (S.
Agustín, civ. 14, 7).
II. Pasiones y vida moral
1767 En sí mismas, las
pasiones no son buenas ni malas. Sólo reciben calificación moral en la
medida en que dependen de la razón y de la voluntad. Las pasiones se
llaman voluntarias ‘o porque están ordenadas por la voluntad, o porque
la voluntad no se opone a ellas’ (S. Tomás de A., s. th. 1-2, 24, 1).
Pertenece a la perfección del bien moral o humano el que las pasiones
estén reguladas por la razón.
1768. Los sentimientos más
profundos no deciden ni la moralidad, ni la santidad de las personas;
son el depósito inagotable de las imágenes y de las afecciones en que
se expresa la vida moral. Las pasiones son moralmente buenas cuando
contribuyen a una acción buena, y malas en el caso contrario. La
voluntad recta ordena al bien y a la bienaventuranza los movimientos
sensibles que asume; la voluntad mala sucumbe a las pasiones
desordenadas y las exacerba. Las emociones y los sentimientos pueden
ser asumidos en las virtudes, o pervertidos en los vicios.
1769 En la vida cristiana,
el Espíritu Santo realiza su obra movilizando todo el ser incluidos
sus dolores, temores y tristezas, como aparece en la agonía y la
pasión del Señor. Cuando se vive en Cristo, los sentimientos humanos
pueden alcanzar su consumación en la caridad y la bienaventuranza
divina.
1770 La perfección moral
consiste en que el hombre no sea movido al bien sólo por su voluntad,
sino también por su apetito sensible según estas palabras del salmo:
‘Mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo’ (Sal
84,3).
Resumen
1771
El término ‘pasiones’ designa los afectos y los
sentimientos. Por medio de sus emociones, el hombre intuye lo bueno y
lo malo.
1772
Ejemplos eminentes de pasiones son el amor y el odio,
el deseo y el temor, la alegría, la tristeza y la ira.
1773
En las pasiones, en cuanto impulsos de la sensibilidad,
no hay ni bien ni mal moral. Pero según dependan o no de la razón y de
la voluntad, hay en ellas bien o mal moral.
1774
Las emociones y los sentimientos pueden ser asumidos
por las virtudes, o pervertidos en los vicios.
1775 La perfección del
bien moral consiste en que el hombre no sea movido al bien sólo por su
voluntad, sino también por su ‘corazón‘.
ARTÍCULO 6
LA CONCIENCIA MORAL1776
“En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre una ley que él
no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena,
cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándole siempre a
amar y a hacer el bien y a evitar el mal... El hombre tiene una ley
inscrita por Dios en su corazón... La conciencia es el núcleo más
secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya
voz resuena en lo más íntimo de ella” (GS 16).
I El dictamen de la conciencia
1777
Presente en el corazón de la persona, la conciencia moral (cf Rm 2,
14-16) le ordena, en el momento oportuno, practicar el bien y evitar
el mal. Juzga también las opciones concretas aprobando las que son
buenas y denunciando las que son malas (cf Rm 1, 32). Atestigua la
autoridad de la verdad con referencia al Bien supremo por el cual la
persona humana se siente atraída y cuyos mandamientos acoge. El hombre
prudente, cuando escucha la conciencia moral, puede oír a Dios que le
habla.
1778
La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona
humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa
hacer, está haciendo o ha hecho. En todo lo que dice y hace, el hombre
está obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto.
Mediante el dictamen de su conciencia el hombre percibe y reconoce las
prescripciones de la ley divina:
La conciencia es una ley
de nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da órdenes,
significa responsabilidad y deber, temor y esperanza... La
conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo de la
naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla,
nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de todos
los vicarios de Cristo (Newman, carta al duque de Norfolk 5).
1779
Es preciso que cada uno preste mucha atención a sí mismo para oír y
seguir la voz de su conciencia. Esta exigencia de interioridad
es tanto más necesaria cuanto que la vida nos impulsa con frecuencia a
prescindir de toda reflexión, examen o interiorización:
Retorna a tu conciencia,
interrógala... retornad, hermanos, al interior, y en todo lo que
hagáis mirad al Testigo, Dios (S. Agustín, ep. Jo. 8, 9).
1780
La dignidad de la persona humana implica y exige la rectitud de la
conciencia moral. La conciencia moral comprende la percepción de
los principios de la moralidad (‘sindéresis’), su aplicación a las
circunstancias concretas mediante un discernimiento práctico de las
razones y de los bienes, y en definitiva el juicio formado sobre los
actos concretos que se van a realizar o se han realizado. La verdad
sobre el bien moral, declarada en la ley de la razón, es reconocida
práctica y concretamente por el dictamen prudente de la
conciencia. Se llama prudente al hombre que elige conforme a este
dictamen o juicio.
1781
La conciencia hace posible asumir la responsabilidad de los
actos realizados. Si el hombre comete el mal, el justo juicio de la
conciencia puede ser en él el testigo de la verdad universal del bien,
al mismo tiempo que de la malicia de su elección concreta. El
veredicto del dictamen de conciencia constituye una garantía de
esperanza y de misericordia. Al hacer patente la falta cometida
recuerda el perdón que se ha de pedir, el bien que se ha de practicar
todavía y la virtud que se ha de cultivar sin cesar con la gracia de
Dios:
Tranquilizaremos nuestra
conciencia ante él, en caso de que nos condene nuestra conciencia,
pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo (1 Jn 3,
19-20).
1782
“El hombre tiene el derecho de actuar en conciencia y en libertad a
fin de tomar personalmente las decisiones morales. ‘No debe ser
obligado a actuar contra su conciencia. Ni se le debe impedir que
actúe según su conciencia, sobre todo en materia religiosa’ (DH 3)
II La formación de la conciencia
1783
Hay que formar la conciencia, y esclarecer el juicio moral. Una
conciencia bien formada es recta y veraz. Formula sus juicios según la
razón, conforme al bien verdadero querido por la sabiduría del
Creador. La educación de la conciencia es indispensable a seres
humanos sometidos a influencias negativas y tentados por el pecado a
preferir su propio juicio y a rechazar las enseñanzas autorizadas.
1784
La educación de la conciencia es una tarea de toda la vida. Desde los
primeros años despierta al niño al conocimiento y la práctica de la
ley interior reconocida por la conciencia moral. Una educación
prudente enseña la virtud; preserva o sana del miedo, del egoísmo y
del orgullo, de los insanos sentimientos de culpabilidad y de los
movimientos de complacencia, nacidos de la debilidad y de las faltas
humanas. La educación de la conciencia garantiza la libertad y
engendra la paz del corazón.
1785
En la formación de la conciencia, la Palabra de Dios es la luz de
nuestro caminar; es preciso que la asimilemos en la fe y la oración, y
la pongamos en práctica. Es necesario también examinar nuestra
conciencia en relación con la Cruz del Señor. Estamos asistidos por
los dones del Espíritu Santo, ayudados por el testimonio o los
consejos de otros y guiados por la enseñanza autorizada de la Iglesia
(cf DH 14).
III Decidir en conciencia
1786
Ante la necesidad de decidir moralmente, la conciencia puede formular
un juicio recto de acuerdo con la razón y con la ley divina, o al
contrario un juicio erróneo que se aleja de ellas.
1787
El hombre se ve a veces enfrentado con situaciones que hacen el juicio
moral menos seguro, y la decisión difícil. Pero debe buscar siempre lo
que es justo y bueno y discernir la voluntad de Dios expresada en la
ley divina.
1788
Para esto, el hombre se esfuerza por interpretar los datos de la
experiencia y los signos de los tiempos gracias a la virtud de la
prudencia, los consejos de las personas entendidas y la ayuda del
Espíritu Santo y de sus dones.
1789
En todos los casos son aplicables algunas reglas:
— Nunca está permitido
hacer el mal para obtener un bien.
— La ‘regla de oro’: ‘Todo cuanto queráis que os hagan los hombres,
hacédselo también vosotros’ (Mt 7,12; cf Lc 6, 31; Tb 4, 15).
— La caridad debe actuar siempre con respeto hacia el prójimo y hacia
su conciencia: ‘Pecando así contra vuestros hermanos, hiriendo su
conciencia..., pecáis contra Cristo’ (1 Co 8,12). ‘Lo bueno es... no
hacer cosa que sea para tu hermano ocasión de caída, tropiezo o
debilidad’ (Rm 14, 21).
IV El juicio erróneo
1790
La persona humana debe obedecer siempre el juicio cierto de su
conciencia. Si obrase deliberadamente contra este último, se
condenaría a sí mismo. Pero sucede que la conciencia moral puede estar
afectada por la ignorancia y puede formar juicios erróneos sobre actos
proyectados o ya cometidos.
1791
Esta ignorancia puede con frecuencia ser imputada a la responsabilidad
personal. Así sucede ‘cuando el hombre no se preocupa de buscar la
verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del pecado, la
conciencia se queda casi ciega’ (GS 16). En estos casos, la persona es
culpable del mal que comete.
1792
El desconocimiento de Cristo y de su Evangelio, los malos ejemplos
recibidos de otros, la servidumbre de las pasiones, la pretensión de
una mal entendida autonomía de la conciencia, el rechazo de la
autoridad de la Iglesia y de su enseñanza, la falta de conversión y de
caridad pueden conducir a desviaciones del juicio en la conducta
moral.
1793
Si por el contrario, la ignorancia es invencible, o el juicio erróneo
sin responsabilidad del sujeto moral, el mal cometido por la persona
no puede serle imputado. Pero no deja de ser un mal, una privación, un
desorden. Por tanto, es preciso trabajar por corregir la conciencia
moral de sus errores.
1794
La conciencia buena y pura es iluminada por la fe verdadera. Porque la
caridad procede al mismo tiempo ‘de un corazón limpio, de una
conciencia recta y de una fe sincera’ (1 Tm 1,5; 3, 9; 2 Tm 1, 3; 1 P
3, 21; Hch 24, 16).
Cuanto mayor es el
predominio de la conciencia recta, tanto más las personas y los
grupos se apartan del arbitrio ciego y se esfuerzan Lapor adaptarse
a las normas objetivas de moralidad (GS 16).
Resumen
1795
“La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en
el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella”
(GS 16).
1796
La conciencia moral es un juicio de la razón
por el que la persona humana reconoce la calidad moral de un acto
concreto.
1797
Para el hombre que ha cometido el mal, el
veredicto de su conciencia constituye una garantía de conversión y de
esperanza.
1798
Una conciencia bien formada es recta y veraz.
Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero querido
por la sabiduría del Creador. Cada cual debe poner los medios para
formar su conciencia.
1799
Ante una decisión moral, la conciencia puede
formar un juicio recto de acuerdo con la razón y la ley divina o, al
contrario, un juicio erróneo que se aleja de ellas.
1800
El ser humano debe obedecer siempre el juicio
cierto de su conciencia.
1801
La conciencia moral puede permanecer en la
ignorancia o formar juicios erróneos. Estas ignorancias y estos
errores no están siempre exentos de culpabilidad.
1802
La Palabra de Dios es una luz para nuestros
pasos. Es preciso que la asimilemos en la fe y en la oración, y la
pongamos en práctica. Así se forma la conciencia moral.
ARTÍCULO 7
LAS VIRTUDES
1803 “Todo
cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de
honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso
tenedlo en cuenta” (Flp 4, 8).
La virtud es una disposición habitual y
firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos
buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles
y espirituales, la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y
lo elige a través de acciones concretas.
El objetivo de una vida virtuosa
consiste en llegar a ser semejante a Dios. (S. Gregorio de Nisa,
beat. 1).
I
Las virtudes humanas
1804 Las
virtudes humanas son actitudes firmes, disposiciones estables,
perfecciones habituales del entendimiento y de la voluntad que regulan
nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta
según la razón y la fe. Proporcionan facilidad, dominio y gozo para
llevar una vida moralmente buena. El hombre virtuoso es el que
practica libremente el bien.
Las virtudes morales se adquieren
mediante las fuerzas humanas. Son los frutos y los gérmenes de los
actos moralmente buenos. Disponen todas las potencias del ser humano
para armonizarse con el amor divino.
Distinción de las virtudes
cardinales
1805
Cuatro virtudes desempeñan un papel fundamental. Por eso se las llama
‘cardinales’; todas las demás se agrupan en torno a ellas. Estas son
la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. ‘¿Amas la
justicia? Las virtudes son el fruto de sus esfuerzos, pues ella enseña
la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza’ (Sb 8, 7).
Bajo otros nombres, estas virtudes son alabadas en numerosos pasajes
de la Escritura.
1806 La
prudencia es la virtud que dispone la razón práctica a discernir
en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios
rectos para realizarlo. ‘El hombre cauto medita sus pasos’ (Pr 14,
15). ‘Sed sensatos y sobrios para daros a la oración’ (1 Pe 4, 7). La
prudencia es la ‘regla recta de la acción’, escribe santo Tomás (s. th.
2-2, 47, 2), siguiendo a Aristóteles. No se confunde ni con la timidez
o el temor, ni con la doblez o la disimulación. Es llamada ‘auriga
virtutum’: conduce las otras virtudes indicándoles regla y medida. Es
la prudencia quien guía directamente el juicio de conciencia. El
hombre prudente decide y ordena su conducta según este juicio. Gracias
a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos
particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y
el mal que debemos evitar.
1807 La
justicia es la virtud moral que consiste en la constante y firme
voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. La justicia
para con Dios es llamada ‘la virtud de la religión’. Para con los
hombres, la justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a
establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la
equidad respecto a las personas y al bien común. El hombre justo,
evocado con frecuencia en las Sagradas Escrituras, se distingue por la
rectitud habitual de sus pensamientos y de su conducta con el prójimo.
‘Siendo juez no hagas injusticia, ni por favor del pobre, ni por
respeto al grande: con justicia juzgarás a tu prójimo’ (Lv 19, 15).
‘Amos, dad a vuestros esclavos lo que es justo y equitativo, teniendo
presente que también vosotros tenéis un Amo en el cielo’ (Col 4, 1).
1808 La
fortaleza es la virtud moral que asegura en las dificultades la
firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la
resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos
en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el
temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las
persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de
la propia vida por defender una causa justa. ‘Mi fuerza y mi cántico
es el Señor’ (Sal 118, 14). ‘En el mundo tendréis tribulación. Pero
¡ánimo!: Yo he vencido al mundo’ (Jn 16, 33).
1809 La
templanza es la virtud moral que modera la atracción de los
placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados.
Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los
deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta
hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no
se deja arrastrar ‘para seguir la pasión de su corazón’ (Si 5,2; cf
37, 27-31). La templanza es a menudo alabada en el Antiguo Testamento:
‘No vayas detrás de tus pasiones, tus deseos refrena’ (Si 18, 30). En
el Nuevo Testamento es llamada ‘moderación’ o ‘sobriedad’. Debemos
‘vivir con moderación, justicia y piedad en el siglo presente’ (Tt 2,
12).
Vivir bien no es otra cosa que amar a
Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todo el obrar.
Quien no obedece más que a El (lo cual pertenece a la justicia),
quien vela para discernir todas las cosas por miedo a dejarse
sorprender por la astucia y la mentira (lo cual pertenece a la
prudencia), le entrega un amor entero (por la templanza), que
ninguna desgracia puede derribar (lo cual pertenece a la fortaleza).
(S. Agustín, mor. eccl. 1, 25, 46).
Las virtudes y la gracia
1810 Las
virtudes humanas adquiridas mediante la educación, mediante actos
deliberados, y una perseverancia, mantenida siempre en el esfuerzo,
son purificadas y elevadas por la gracia divina. Con la ayuda de Dios
forjan el carácter y dan soltura en la práctica del bien. El hombre
virtuoso es feliz al practicarlas.
1811 Para
el hombre herido por el pecado no es fácil guardar el equilibrio
moral. El don de la salvación por Cristo nos otorga la gracia
necesaria para perseverar en la búsqueda de las virtudes. Cada cual
debe pedir siempre esta gracia de luz y de fortaleza, recurrir a los
sacramentos, cooperar con el Espíritu Santo, seguir sus invitaciones a
amar el bien y guardarse del mal.
II Las virtudes teologales
1812 Las
virtudes humanas se arraigan en las virtudes teologales que adaptan
las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina (cf
2 P 1, 4). Las virtudes teologales se refieren directamente a Dios.
Disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima
Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto a Dios Uno y Trino.
1813 Las
virtudes teologales fundan, animan y caracterizan el obrar moral del
cristiano. Informan y vivifican todas las virtudes morales. Son
infundidas por Dios en el alma de los fieles para hacerlos capaces de
obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna. Son la garantía de la
presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser
humano. Tres son las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la
caridad (cf 1 Co 13, 13).
La fe
1814 La fe
es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que El
nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque El
es la verdad misma. Por la fe ‘el hombre se entrega entera y
libremente a Dios’ (DV 5). Por eso el creyente se esfuerza por conocer
y hacer la voluntad de Dios. ‘El justo vivirá por la fe’ (Rm 1, 17).
La fe viva ‘actúa por la caridad’ (Ga 5, 6).
1815 El
don de la fe permanece en el que no ha pecado contra ella (cf Cc.
Trento: DS 1545). Pero, ‘la fe sin obras está muerta’ (St 2, 26):
privada de la esperanza y de la caridad, la fe no une plenamente el
fiel a Cristo ni hace de él un miembro vivo de su Cuerpo.
1816 El
discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella sino
también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: ‘Todos
vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a
seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que
nunca faltan a la Iglesia’ (LG 42; cf DH 14). El servicio y el
testimonio de la fe son requeridos para la salvación: ‘Todo aquel que
se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él
ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los
hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos’ (Mt
10, 32-33).
La esperanza
1817. La
esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los
cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra
confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras
fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo.
‘Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor
de la promesa’ (Hb 10,23). Este es ‘el Espíritu Santo que El derramó
sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador
para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos,
en esperanza, de vida eterna’ (Tt 3, 6-7).
1818 La
virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por
Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran
las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino
de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo
desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza
eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la
dicha de la caridad.
1819 La
esperanza cristiana recoge y perfecciona la esperanza del pueblo
elegido que tiene su origen y su modelo en la esperanza de Abraham
en las promesas de Dios; esperanza colmada en Isaac y purificada por
la prueba del sacrificio. ‘Esperando contra toda esperanza, creyó y
fue hecho padre de muchas naciones’ (Rm 4, 18).
1820 La
esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación
de Jesús en la proclamación de las bienaventuranzas. Las
bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como
hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través
de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús. Pero por los
méritos de Jesucristo y de su pasión, Dios nos guarda en ‘la esperanza
que no falla’ (Rm 5, 5). La esperanza es ‘el ancla del alma’, segura y
firme, ‘que penetra... a donde entró por nosotros como precursor
Jesús’ (Hb 6, 19-20). Es también un arma que nos protege en el combate
de la salvación: ‘Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con
el yelmo de la esperanza de salvación’ (1 Ts 5, 8). Nos procura el
gozo en la prueba misma: ‘Con la alegría de la esperanza; constantes
en la tribulación’ (Rm 12, 12). Se expresa y se alimenta en la
oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de
todo lo que la esperanza nos hace desear.
1821
Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a
los que le aman (cf Rm 8, 28-30) y hacen su voluntad (cf Mt 7, 21). En
toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios,
‘perseverar hasta el fin’ (cf Mt 10, 22; cf Cc. Trento: DS 1541) y
obtener el gozo del cielo, como eterna recompensa de Dios por las
obras buenas realizadas con la gracia de Cristo. En la esperanza, la
Iglesia implora que ‘todos los hombres se salven’ (1Tm 2, 4). Espera
estar en la gloria del cielo unida a Cristo, su esposo:
Espera, espera, que no sabes cuándo
vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con
brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve
largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que
tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite
que no puede tener fin. (S. Teresa de Jesús, excl. 15, 3)
La
Caridad
1822 La
caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas
las cosas por El mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por
amor de Dios.
1823 Jesús
hace de la caridad el mandamiento nuevo (cf Jn 13, 34). Amando
a los suyos ‘hasta el fin’ (Jn 13, 1), manifiesta el amor del Padre
que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor
de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: ‘Como el
Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi
amor’ (Jn 15, 9). Y también: ‘Este es el mandamiento mío: que os améis
unos a otros como yo os he amado’ (Jn 15, 12).
1824
“Fruto del Espíritu y plenitud de la ley, la caridad guarda los
mandamientos de Dios y de Cristo: ‘Permaneced en mi amor. Si
guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor’ (Jn 15, 9-10; cf
Mt 22, 40; Rm 13, 8_10).
1825
Cristo murió por amor a nosotros ‘cuando éramos todavía enemigos’ (Rm
5, 10). El Señor nos pide que amemos como El hasta a nuestros
enemigos (cf Mt 5, 44), que nos hagamos prójimos del más lejano
(cf Lc 10, 27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9, 37) y a los pobres
como a El mismo (cf Mt 25, 40.45).
El apóstol san Pablo ofrece una
descripción incomparable de la caridad: ‘La caridad es paciente, es
servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se
engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en
cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la
verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo
soporta (1 Co 13, 4-7).
1826 “‘Si
no tengo caridad -dice también el apóstol- nada soy...’. Y todo lo que
es privilegio, servicio, virtud misma... ‘si no tengo caridad, nada me
aprovecha’ (1 Co 13, 1-4). La caridad es superior a todas las
virtudes. Es la primera de las virtudes teologales: ‘Ahora subsisten
la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de
todas ellas es la caridad’ (1 Co 13,13). 1827 El ejercicio
de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad. Esta es
‘el vínculo de la perfección’ (Col 3, 14); es la forma de las
virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término
de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra
facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del
amor divino.
1828 “La
práctica de la vida moral animada por la caridad da al cristiano la
libertad espiritual de los hijos de Dios. Este no se halla ante Dios
como un esclavo, en el temor servil, ni como el mercenario en busca de
un jornal, sino como un hijo que responde al amor del ‘que nos amó
primero’ (1 Jn 4,19):
O nos apartamos del mal por temor del
castigo y estamos en la disposición del esclavo, o buscamos el
incentivo de la recompensa y nos parecemos a mercenarios, o
finalmente obedecemos por el bien mismo del amor del que manda... y
entonces estamos en la disposición de hijos (S. Basilio, reg. fus.
prol. 3).
1829 La
caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia.
Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia;
suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es
amistad y comunión:
La culminación de todas nuestras
obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia
él corremos; una vez llegados, en él reposamos (S. Agustín, ep.Jo.
10, 4).
III Dones y frutos del Espíritu Santo
1830. La
vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu
Santo. Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil
para seguir los impulsos del Espíritu Santo.
1831 Los
siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia,
consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en
plenitud a Cristo, Hijo de David (cf Is 11, 1-2). Completan y llevan a
su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles
dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.
Tu espíritu bueno me guíe por una
tierra llana (Sal 143,10).
Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de
Dios... Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y
coherederos de Cristo (Rm 8,14.17)
1832 Los
frutos del Espíritu son perfecciones que forma en nosotros el
Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la
Iglesia enumera doce: ‘caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad,
bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia,
castidad’ (Ga 5,22-23, vg.).
Resumen
1833
La virtud es una disposición habitual y firme
para hacer el bien.
1834
Las virtudes humanas son disposiciones
estables del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros
actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la
razón y la fe. Pueden agruparse en torno a cuatro virtudes cardinales:
prudencia, justicia, fortaleza y templanza.
1835
La prudencia dispone la razón práctica para
discernir, en toda circunstancia, nuestro verdadero bien y elegir los
medios justos para realizarlo.
1836
La justicia consiste en la constante y firme
voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido.
1837
La fortaleza asegura, en las dificultades, la
firmeza y la constancia en la práctica del bien.
1838
La templanza modera la atracción hacia los
placeres sensibles y procura la moderación en el uso de los bienes
creados.
1839
Las virtudes morales crecen mediante la
educación, mediante actos deliberados y con el esfuerzo perseverante.
La gracia divina las purifica y las eleva.
1840
Las virtudes teologales disponen a los
cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como
origen, motivo y objeto, a Dios conocido por la fe, esperado y amado
por El mismo.
1841
Las virtudes teologales son tres: la fe, la esperanza y la caridad (cf
1 Co 13, 13). Informan y vivifican todas las virtudes morales.
1842
Por la fe creemos en Dios y creemos todo lo que El nos ha revelado y
que la Santa Iglesia nos propone como objeto de fe.
1843
Por la esperanza deseamos y esperamos de Dios con una firme confianza
la vida eterna y las gracias para merecerla.
1844
Por la caridad amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo
como a nosotros mismos por amor de Dios. Es el ‘vínculo de la
perfección’ (Col 3, 14) y la forma de todas las virtudes.
1845
Los siete dones del Espíritu Santo concedidos a los cristianos son:
sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor
de Dios.
ARTÍCULO 8
EL PECADO
I La misericordia y el pecado
1846 El
Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios
con los pecadores (cf Lc 15). El ángel anuncia a José: ‘Tú le pondrás
por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados’ (Mt 1,
21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención,
Jesús dice: ‘Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada
por muchos para remisión de los pecados’ (Mt 26, 28).
1847 “Dios
nos ha creado sin nosotros, pero no ha querido salvarnos sin nosotros”
(S. Agustín, serm. 169, 11, 13). La acogida de su misericordia exige
de nosotros la confesión de nuestras faltas. ‘Si decimos: «no tenemos
pecado», nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos
nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y
purificarnos de toda injusticia’ (1 Jn 1,8-9).
1848 Como
afirma san Pablo, ‘donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia’ (Rm
5, 20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado
para convertir nuestro corazón y conferirnos ‘la justicia para la vida
eterna por Jesucristo nuestro Señor’ (Rm 5, 20-21). Como un médico que
descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su palabra y su
espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado:
La conversión exige el
reconocimiento del pecado, y éste, siendo una verificación de la
acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a
ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y
del amor: ‘Recibid el Espíritu Santo’. Así, pues, en este ‘convencer
en lo referente al pecado’ descubrimos una «doble dádiva»: el
don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la
redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito. (DeV 31).
II
Definición de pecado
1849 El
pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta;
es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a
causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del
hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como
‘una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna’ (S.
Agustín, Faust. 22, 27; S. Tomás de A., s. th., 1-2, 71, 6) )
1850 El
pecado es una ofensa a Dios: ‘Contra ti, contra ti sólo he pecado, lo
malo a tus ojos cometí’ (Sal 51, 6). El pecado se levanta contra el
amor que Dios nos tiene y aparta de El nuestros corazones. Como el
primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el
deseo de hacerse ‘como dioses’, pretendiendo conocer y determinar el
bien y el mal (Gn 3, 5). El pecado es así ‘amor de sí hasta el
desprecio de Dios’ (S. Agustín, civ, 1, 14, 28). Por esta exaltación
orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia
de Jesús que realiza la salvación (cf Flp 2, 6-9).
1851 En la
Pasión, la misericordia de Cristo vence al pecado. En ella, es donde
éste manifiesta mejor su violencia y su multiplicidad: incredulidad,
rechazo y burlas por parte de los jefes y del pueblo, debilidad de
Pilato y crueldad de los soldados, traición de Judas tan dura a Jesús,
negaciones de Pedro y abandono de los discípulos. Sin embargo, en la
hora misma de las tinieblas y del príncipe de este mundo (cf Jn 14,
30), el sacrificio de Cristo se convierte secretamente en la fuente de
la que brotará inagotable el perdón de nuestros pecados.
III La diversidad de pecados
1852 La
variedad de pecados es grande. La Escritura contiene varias listas. La
carta a los Gálatas opone las obras de la carne al fruto del Espíritu:
‘Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza,
libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras,
rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y
cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo como ya os previne, que
quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios’ (5,19-21; cf
Rm 1, 28-32; 1 Co 6, 9-10; Ef 5, 3-5; Col 3, 5-8; 1 Tm 1, 9-10; 2 Tm
3, 2-5).
1853. Se
pueden distinguir los pecados según su objeto, como en todo acto
humano, o según las virtudes a las que se oponen, por exceso o por
defecto, o según los mandamientos que quebrantan. Se los puede agrupar
también según que se refieran a Dios, al prójimo o a sí mismo; se los
puede dividir en pecados espirituales y carnales, o también en pecados
de pensamiento, palabra, acción u omisión. La raíz del pecado está en
el corazón del hombre, en su libre voluntad, según la enseñanza del
Señor: ‘De dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos,
adulterios, fornicaciones. robos, falsos testimonios, injurias. Esto
es lo que hace impuro al hombre’ (Mt 15,19-20). En el corazón reside
también la caridad, principio de las obras buenas y puras, a la que
hiere el pecado.
IV La gravedad del pecado: pecado mortal y venial
1854
“Conviene valorar los pecados según su gravedad. La distinción entre
pecado mortal y venial, perceptible ya en la Escritura se ha impuesto
en la tradición de la Iglesia. La experiencia de los hombres la
corroboran.”
1855 El
pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una
infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es
su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior.
El pecado venial deja subsistir
la caridad, aunque la ofende y la hiere.
1856 El
pecado mortal, que ataca en nosotros el principio vital que es la
caridad, necesita una nueva iniciativa de la misericordia de Dios y
una conversión del corazón que se realiza ordinariamente en el marco
del sacramento de la Reconciliación:
Cuando la voluntad se dirige a una cosa
de suyo contraria a la caridad por la que estamos ordenados al fin
último, el pecado, por su objeto mismo, tiene causa para ser mortal...
sea contra el amor de Dios, como la blasfemia, el perjurio, etc., o
contra el amor del prójimo, como el homicidio, el adulterio, etc... En
cambio, cuando la voluntad del pecador se dirige a veces a una cosa
que contiene en sí un desorden, pero que sin embargo no es contraria
al amor de Dios y del prójimo, como una palabra ociosa, una risa
superflua, etc., tales pecados son veniales (S. Tomás de A., s. th.
1-2, 88, 2).
1857. Para
que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones:
‘Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que,
además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado
consentimiento’ (RP 17).
1858 La
materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la
respuesta de Jesús al joven rico: ‘No mates, no cometas adulterio, no
robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre
y a tu madre’ (Mc 10, 19). La gravedad de los pecados es mayor o
menor: un asesinato es más grave que un robo. La cualidad de las
personas lesionadas cuenta también: la violencia ejercida contra los
padres es más grave que la ejercida contra un extraño.
1859. El
pecado mortal requiere plena conciencia y entero consentimiento.
Presupone el conocimiento del carácter pecaminoso del acto, de su
oposición a la Ley de Dios. Implica también un consentimiento
suficientemente deliberado para ser una elección personal. La
ignorancia afectada y el endurecimiento del corazón (cf Mc 3, 5-6; Lc
16, 19-31) no disminuyen, sino aumentan, el carácter voluntario del
pecado.
1860. La
ignorancia involuntaria puede disminuir, si no excusar, la
imputabilidad de una falta grave, pero se supone que nadie ignora los
principios de la ley moral que están inscritos en la conciencia de
todo hombre. Los impulsos de la sensibilidad, las pasiones pueden
igualmente reducir el carácter voluntario y libre de la falta, lo
mismo que las presiones exteriores o los trastornos patológicos. El
pecado más grave es el que se comete por malicia, por elección
deliberada del mal.
1861 El
pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana como lo
es también el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la privación de
la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es
rescatado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la
exclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno; de modo
que nuestra libertad tiene poder de hacer elecciones para siempre, sin
retorno. Sin embargo, aunque podamos juzgar que un acto es en sí una
falta grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la
justicia y a la misericordia de Dios.
1862 Se
comete un pecado venial cuando no se observa en una materia
leve la medida prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la
ley moral en materia grave, pero sin pleno conocimiento o sin entero
consentimiento.
1863 El
pecado venial debilita la caridad; entraña un afecto desordenado a
bienes creados; impide el progreso del alma en el ejercicio de las
virtudes y la práctica del bien moral; merece penas temporales. El
pecado venial deliberado y que permanece sin arrepentimiento, nos
dispone poco a poco a cometer el pecado mortal. No obstante, el pecado
venial no nos hace contrarios a la voluntad y la amistad divinas; no
rompe la Alianza con Dios. Es humanamente reparable con la gracia de
Dios. ‘No priva de la gracia santificante, de la amistad con Dios, de
la caridad, ni, por tanto, de la bienaventuranza eterna’ (RP 17):
El hombre, mientras permanece en la
carne, no puede evitar todo pecado, al menos los pecados leves. Pero
estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si
los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas.
Muchos objetos pequeños hacen una gran masa; muchas gotas de agua
llenan un río. Muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces
nuestra esperanza? Ante todo, la confesión... (S. Agustín, ep. Jo.
1, 6)..
1864 “El
que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón nunca,
antes bien será reo de pecado eterno” (Mc 3, 29; cf Mt 12, 32; Lc 12,
10). No hay límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega
deliberadamente a acoger la misericordia de Dios mediante el
arrepentimiento rechaza el perdón de sus pecados y la salvación
ofrecida por el Espíritu Santo (cf DeV 46). Semejante endurecimiento
puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna.
V La proliferación del pecado
1865 El
pecado crea una facilidad para el pecado, engendra el vicio por la
repetición de actos. De ahí resultan inclinaciones desviadas que
oscurecen la conciencia y corrompen la valoración concreta del bien y
del mal. Así el pecado tiende a reproducirse y a reforzarse, pero no
puede destruir el sentido moral hasta su raíz.
1866 Los
vicios pueden ser catalogados según las virtudes a que se oponen, o
también pueden ser referidos a los pecados capitales que la
experiencia cristiana ha distinguido siguiendo a san Juan Casiano y a
san Gregorio Magno (mor. 31, 45). Son llamados capitales porque
generan otros pecados, otros vicios. Son la soberbia, la avaricia, la
envidia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza.
1867 La
tradición catequética recuerda también que existen ‘pecados que
claman al cielo’. Claman al cielo: la sangre de Abel (cf Gn 4,
10); el pecado de los sodomitas (cf Gn 18, 20; 19, 13); el clamor del
pueblo oprimido en Egipto (cf Ex 3, 7-10); el lamento del extranjero,
de la viuda y el huérfano (cf Ex 22, 20-22); la injusticia para con el
asalariado (cf Dt 24, 14-15; Jc 5, 4).
1868 El
pecado es un acto personal. Pero nosotros tenemos una responsabilidad
en los pecados cometidos por otros cuando
cooperamos a ellos:
— participando directa y
voluntariamente;
— ordenándolos, aconsejándolos, alabándolos o aprobándolos;
— no revelándolos o no impidiéndolos cuando se tiene obligación de
hacerlo;
— protegiendo a los que hacen el mal.
1869 Así
el pecado convierte a los hombres en cómplices unos de otros, hace
reinar entre ellos la concupiscencia, la violencia y la injusticia.
Los pecados provocan situaciones sociales e instituciones contrarias a
la bondad divina. Las ‘estructuras de pecado’ son expresión y efecto
de los pecados personales. Inducen a sus víctimas a cometer a su vez
el mal. En un sentido analógico constituyen un ‘pecado social’ (cf RP
16).
Resumen
1870
“Dios encerró a todos los hombres en la
rebeldía para usar con todos ellos de misericordia” (Rm 11, 32).
1871
El pecado es ‘una palabra, un acto o un deseo
contrarios a la ley eterna‘ (S. Agustín, Faust. 22). Es una ofensa a
Dios. Se alza contra Dios en una desobediencia contraria a la
obediencia de Cristo.
1872
El pecado es un acto contrario a la razón.
Lesiona la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad
humana.
1873
La raíz de todos los pecados está en el
corazón del hombre. Sus especies y su gravedad se miden principalmente
por su objeto.
1874
Elegir deliberadamente, es decir, sabiéndolo
y queriéndolo, una cosa gravemente contraria a la ley divina y al fin
último del hombre, es cometer un pecado mortal. Este destruye en
nosotros la caridad sin la cual la bienaventuranza eterna es
imposible. Sin arrepentimiento, tal pecado conduce a la muerte eterna.
1875
El pecado venial constituye un desorden moral
que puede ser reparado por la caridad que tal pecado deja subsistir en
nosotros.
1876
La reiteración de pecados, incluso veniales,
engendra vicios entre los cuales se distinguen los pecados capitales.
Continuación