NOS
HABLA EL CORAZÓN DEL PAPA
Al
concluir el Año Santo, el Santo Padre dirige nuestra mirada a la misión
que el Señor espera de
nosotros en el nuevo milenio.
Tomado
de la homilía del Papa durante el Jubileo de los Laicos
Ser cristianos jamás ha sido fácil,
y tampoco lo es hoy. Seguir a Cristo exige valentía para hacer opciones
radicales, a menudo yendo contra corriente. “¡Nosotros somos
Cristo!”, exclamaba san Agustín. Los mártires y los testigos de
la fe de ayer y de hoy, entre los cuales se cuentan numerosos fieles
laicos, demuestran que, si es necesario, ni siquiera hay que dudar
en dar la vida por Jesucristo.
A este propósito, el Jubileo invita
a todos a un serio examen de conciencia y a una continua renovación
espiritual, para realizar una acción misionera cada vez más eficaz.
Quisiera citar aquí las palabras que, hace ya veinticinco años, casi
al término del Año Santo de 1975, mi venerado predecesor, el Papa
Pablo VI, escribió en la exhortación apostólica Evangelii
nuntiandi: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los
testigos que a los maestros (...), o si escucha a los maestros es porque
son testigos” (n. 41).
Esas palabras tienen validez también
hoy para una humanidad rica en potencialidades y expectativas, pero
amenazada por múltiples insidias y peligros. Basta pensar, entre otras
cosas, en las conquistas sociales y en la revolución en el campo genético;
en el progreso económico y en el subdesarrollo existente en vastas áreas
del planeta; en el drama del hambre en el mundo y en las dificultades
existentes para tutelar la paz; en la extensa red de las comunicaciones
y en los dramas de la soledad y de la violencia que registra la crónica
diaria.
Amadísimos hermanos y hermanas,
como testigos de Cristo, estáis llamados, especialmente vosotros, a llevar
la luz del Evangelio a los sectores vitales de la sociedad. Estáis
llamados a ser profetas de la esperanza cristiana y apóstoles de aquél
“que es y era y viene, el Omnipotente” (Ap 1, 4).
“La santidad es el adorno de tu casa”
(Sal
92, 5).
Con estas palabras nos hemos dirigido a Dios en el Salmo responsorial. La
santidad sigue siendo para los creyentes el mayor desafío.
Debemos estar agradecidos al Concilio Vaticano II, que nos recordó que todos
los cristianos estamos llamados a la plenitud de la vida cristiana y
a la perfección de la caridad.
Queridos hermanos, no tengáis
miedo de aceptar este desafío: ser hombres y mujeres santos. No
olvidéis que los frutos del apostolado dependen de la profundidad de la
vida espiritual, de la intensidad de la oración, de una formación
constante y de una adhesión sincera a las directrices de la Iglesia. Os
repito hoy a vosotros lo que dije a los jóvenes durante la reciente
Jornada mundial de la juventud: si sois lo que debéis ser, es decir, si
vivís el cristianismo sin compromisos, podréis incendiar el mundo.
Os esperan tareas y metas que pueden
pareceros desproporcionadas a las fuerzas humanas. No os desaniméis. “El
que comenzó entre vosotros la obra buena, la llevará adelante” (Flp
1, 6). Mantened siempre fija la mirada en Jesús. Haced de Él, el
corazón del mundo.
Y
tú, María, Madre del Redentor, su primera y perfecta discípula, ayúdanos
a ser sus testigos en el nuevo milenio. Haz que tu Hijo, Rey del
universo y de la historia, reine en nuestra vida, en nuestras
comunidades y en el mundo entero.
“¡Alabanza
y honor a ti, oh Cristo!”. Con tu cruz has redimido el mundo. Te
encomendamos, al comienzo del nuevo milenio, nuestro compromiso de
servir a este mundo que tú amas y que también nosotros amamos. Sostenemos
con la fuerza de tu gracia. Amén.