Cristo
sale a las calles y entra en las casas
Homilía de Benedicto XVI en el Corpus Christi, jueves,
26 mayo 2005.
Fuente:
Zenit
Ver también:
Benedicto XVI
Homilía que pronunció Benedicto XVI en el día del
Corpus Christi, al celebrar la eucaristía en la plaza de la Basílica de
San Juan de Letrán. Tras la celebración, presidió
la procesión hasta la Basílica de Santa María la Mayor.
En la fiesta del Corpus Christi, la Iglesia revive el misterio del
Jueves Santo a la luz de la Resurrección. También en el Jueves Santo se
tiene una procesión eucarística, con la que la Iglesia repite el éxodo
de Jesús del Cenáculo al Monte de los Olivos. En Israel, se celebraba la
noche de Pascua en casa, en la intimidad de la familia; se recordaba así
la primera Pascua, en Egipto, la noche en la que la sangre del cordero
pascual, rociada en los dinteles y en los postes de las casas, protegía
contra el exterminador. Jesús, en esa noche, sale y se entrega en las
manos del traidor, el exterminador y, de este modo, vence a la noche,
vence a las tinieblas del mal. Sólo así el don de la Eucaristía,
instituida en el Cenáculo, encuentra su cumplimiento: Jesús entrega
realmente su cuerpo y su sangre. Atravesando el umbral de la muerte, se
convierte en Pan vivo, auténtico maná, alimento inagotable por todos los
siglos. La carne se convierte en pan de vida.
En la procesión del Jueves Santo, la Iglesia acompaña a Jesús al monte
de los Olivos: la Iglesia orante siente el vivo deseo de velar con
Jesús, de no dejarle solo en la noche del mundo, en la noche de la
traición, en la noche de la indiferencia de muchos. En la fiesta del
Corpus Christi, reanudamos esta procesión, pero con la alegría de la
Resurrección. El Señor ha resucitado y nos precede. En las narraciones
de la Resurrección se da un rasgo común y esencial; los ángeles dicen:
el Señor «irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis» (Mateo 28,
7). Considerando esto con más atención, podemos decir que este «ir
delante» de Jesús implica una doble dirección. La primera es, como hemos
escuchado, Galilea. En Israel, Galilea era considerada como la puerta al
mundo de los paganos. Y, en realidad, precisamente en Galilea, encima
del monte, los discípulos ven a Jesús, el Señor, que les dice: «Id,
pues, y haced discípulos a todas las gentes» (Mateo 28, 19).
La otra dirección en la que precede el Resucitado aparece en el
Evangelio de San Juan, en las palabras de Jesús a Magdalena: «No me
toques, que todavía no he subido al Padre…» (Juan 20, 17). Jesús nos
precede ante el Padre, sube a la altura de Dios y nos invita a seguirle.
Estas dos direcciones del camino del Resucitado no se contradicen, sino
que indican juntas el camino del seguimiento de Cristo. La verdadera
meta de nuestro camino es la comunión con Dios, Dios mismo es la casa de
las muchas moradas (Cf. Juan 14, 2 y siguientes). Pero sólo podemos
subir a esta morada caminando «hacia Galilea», caminando por los caminos
del mundo, llevando el Evangelio a todas las naciones, llevando el don
de su amor a los hombres de todos los tiempos. Por ello, el camino de
los apóstoles se ha extendido por «los confines de la tierra» (Cf.
Hechos 1, 6 y siguientes); de este modo san Pedro y san Pablo llegaron
hasta Roma, ciudad que entonces era el centro del mundo conocido,
auténtica «caput mundi».
La procesión del Jueves Santo acompaña a Jesús en su soledad, hacia el
«vía crucis». La procesión del Corpus Christi, por el contrario,
responde simbólicamente al mandato del Resucitado: os precedo en
Galilea. Id hasta los confines del mundo, llevad el Evangelio al mundo.
Ciertamente la Eucaristía, para la fe, es un misterio de intimidad. El
Señor ha instituido el Sacramento en el Cenáculo, circundado por su
nueva familia, por los doce apóstoles, prefiguración y anticipación de
la Iglesia de todos los tiempos. Por ello, en la liturgia de la Iglesia
antigua, la distribución de la santa comunión se introducía con las
palabras: «Sancta sanctis», el don santo está destinado a quienes han
permanecido santos. Se respondía así a la advertencia dirigida por san
Pablo a los corintios: «Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y
beba del cáliz…» (1 Cor 11, 28). Sin embargo, de esta intimidad, que es
un don sumamente personal del Señor, la fuerza del sacramento de la
Eucaristía va más allá de los muros de nuestras Iglesias. En este
sacramento, el Señor se encuentra siempre en camino hacia el mundo. Este
aspecto universal de la presencia eucarística se muestra en la procesión
de nuestra fiesta. Llevamos a Cristo, presente en la figura del pan, por
las calles de nuestra ciudad. Encomendamos estas calles, estas casas,
nuestra vida cotidiana, a su bondad. ¡Que nuestras calles sean calles de
Jesús! ¡Que nuestras casas sean casas para él y con él! Que en nuestra
vida de cada día penetre su presencia. Con este gesto, ponemos ante sus
ojos los sufrimientos de los enfermos, la soledad de los jóvenes y de
los ancianos, las tentaciones, los miedos, toda nuestra vida. La
procesión quiere ser una bendición grande y pública para nuestra ciudad:
Cristo es, en persona, la bendición divina para el mundo. ¡Que el rayo
de su bendición se extienda sobre todos nosotros!
En la procesión del Corpus Christi, acompañamos al Resucitado en su
camino por el mundo entero, como hemos dicho. Y, de este modo,
respondemos también a su mandato: «Tomad y comed… Bebed todos» (Mateo
26, 26 y siguientes). No se puede «comer» al Resucitado, presente en la
forma del pan, como un simple trozo de pan. Comer este pan es comulgar,
es entrar en comunión con la persona del Señor vivo. Esta comunión, este
acto de «comer», es realmente un encuentro entre dos personas, es un
dejarse penetrar por la vida de quien es el Señor, de quien es mi
Creador y Redentor. El objetivo de esta comunión es la asimilación de mi
vida con la suya, mi transformación y configuración con quien es Amor
vivo. Por ello, esta comunión implica la adoración, implica la voluntad
de seguir a Cristo, de seguir a quien nos precede. Adoración y procesión
forman parte, por tanto, de un único gesto de comunión; responden a su
mandato: «Tomad y comed».
Nuestra procesión acaba ante la Basílica de Santa María la Mayor, en el
encuentro con la Virgen, llamada por el querido Papa Juan Pablo II
«mujer eucarística». María, la Madre del Señor, nos enseña realmente lo
que es entrar en comunión con Cristo: María ofreció su propia carne, su
propia sangre a Jesús y se convirtió en tienda viva del Verbo, dejándose
penetrar en el cuerpo y en el espíritu por su presencia. Pidámosle a
ella, nuestra santa Madre, que nos ayude a abrir cada vez más todo
nuestro ser a la presencia de Cristo para que nos ayude a seguirle
fielmente, día tras día, por los caminos de nuestra vida. ¡Amén!
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
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