"el
triduo santo"
Audiencia
General del 19 de marzo de 2008
Ver también:
Benedicto XVI
Queridos hermanos
y hermanas:
Hemos llegado a la vigilia del Triduo Pascual. Los próximos tres
días son llamados comúnmente «santos», porque nos hacen revivir
el acontecimiento central de nuestra Redención; nos reorientan
hacia el núcleo esencial de la fe cristiana: la pasión, la
muerte y la resurrección de Jesucristo. Son días que podríamos
considerar como un solo día: constituyen el corazón y el fulcro
de todo el año litúrgico, así como de la vida de la Iglesia. Al
final del camino cuaresmal, nos disponemos también nosotros a
entrar en el clima mismo que Jesús vivió entonces en Jerusalén.
Queremos despertar en nosotros la memoria viva de los
sufrimientos que el Señor padeció por nosotros y prepararnos
para celebrar con alegría, el próximo domingo, «la verdadera
Pascua, que la sangre de Cristo ha recubierto de gloria, la
Pascua en la que la Iglesia celebra la fiesta que constituye el
origen de todas las fiestas», como dice el prefacio para el día
de Pascua del rito ambrosiano.
Mañana, Jueves Santo, la Iglesia hace memoria de la Última Cena,
en la que el Señor, en la vigilia de su pasión y muerte,
instituyó el Sacramento de la Eucaristía, y el del Sacerdocio
ministerial. En esa misma noche, Jesús nos dejó el mandamiento
nuevo, «mandatum novum», el mandamiento del amor fraterno. Antes
de entrar en el Triduo Santo, aunque íntimamente ligado a él
tendrá lugar en cada comunidad diocesana, mañana por la mañana,
la Misa Crismal, en la que el obispo y los sacerdotes del
presbiterio diocesano renuevan las promesas de la Ordenación.
También se bendicen los óleos para la celebración de los
sacramentos: los óleos de los catecúmenos, los de los enfermos,
y el santo crisma. Es un momento particularmente importante para
la vida de cada comunidad diocesana que, reunida entorno a su
pastor, reafirma la propia unidad y la propia fidelidad a
Cristo, único sumo y eterno sacerdote. En la noche, en la misa
en la Cena del Señor se hace memoria de la Última Cena, cuando
Cristo se entregó a todos nosotros como alimento de salvación,
como medicina de inmortalidad: es el misterio de la Eucaristía,
fuente y cumbre de la vida cristiana. En este sacramento de
salvación, el Señor ha ofrecido y realizado para todos aquellos
que creen en Él la unión más íntima posible entre nuestra vida y
su vida. Con el gesto humilde pero sumamente expresivo del
lavatorio de los pies, se nos invita a recordar lo que el Señor
hizo a sus apóstoles: lavándoles los pies proclamó de manera
concreta el primado del amor, amor que se hace servicio hasta el
don de sí mismos, anticipando también así el sacrificio supremo
de su vida que se consumirá el día después, en el Calvario.
Según una hermosa tradición, los fieles concluyen el Jueves
Santo con una vigilia de oración y de adoración eucarística para
revivir más íntimamente la agonía de Jesús en el Getsemaní.
El Viernes Santo es la jornada que recuerda la pasión,
crucifixión y muerte de Jesús. En este día, la liturgia de la
Iglesia no prevé la celebración de la santa misa, pero la
asamblea cristiana se reúne para meditar en el gran misterio del
mal y del pecado que oprimen a la humanidad, para recorrer, a la
luz de la Palabra de Dios y ayudada por conmovedores gestos
litúrgicos, los sufrimientos del Señor que expían este mal.
Después de haber escuchado la narración de la pasión de Cristo,
la comunidad reza por todas las necesidades de la Iglesia y del
mundo, adora a la Cruz y se acerca a la Eucaristía, consumando
las especies conservadas de la misa en la Cena del Señor del día
precedente. Como invitación ulterior a meditar en la pasión y
muerte del Redentor y para expresar el amor y la participación
de los fieles en los sufrimientos de Cristo, la tradición
cristiana ha dado vida a diferentes manifestaciones de piedad
popular, procesiones y representaciones sagradas, que buscan
imprimir cada vez más profundamente en el espíritu de los fieles
sentimientos de auténtica participación en el sacrificio
redentor de Cristo. Entre éstos, destaca el Vía Crucis,
ejercicio de piedad que con el paso de los años se ha ido
enriqueciendo con diferentes expresiones espirituales y
artísticas ligadas a la sensibilidad de las diferentes culturas.
De este modo han surgido en muchos países santuarios con el
nombre de «calvarios» hasta los que se llega a través de una
salida empinada, que recuerda el camino doloroso de la Pasión,
permitiendo a los fieles participar en la subida del Señor al
Monte de la Cruz, el Monte del Amor llevado hasta el final.
El Sábado Santo se caracteriza por un profundo silencio. Las
Iglesias están desnudas y no están previstas liturgias
particulares. Mientras esperan el gran acontecimiento de la
Resurrección, los creyentes perseveran con María en la espera,
rezando y meditando. Hace falta un día de silencio para meditar
en la realidad de la vida humana, en las fuerzas del mal y en la
gran fuerza del bien que surge de la Pasión y de la Resurrección
del Señor. Tiene una gran importancia en este día la
participación en el Sacramento de la reconciliación,
indispensable camino para purificar el corazón y predisponerse
para celebrar la Pascua íntimamente renovados. Al menos una vez
al año, tenemos necesidad de esta purificación interior, de esta
renovación de nosotros mismos. Este Sábado de silencio, de
meditación, de perdón, de reconciliación desemboca en la Vigilia
Pascual, que introduce el domingo más importante de la historia,
el domingo de la Pascua de Cristo. La Iglesia vela junto a fuego
nuevo bendito y medita en la gran promesa, contenida en el
Antiguo y en el Nuevo Testamento: la liberación definitiva de la
antigua esclavitud del pecado y de la muerte. En la oscuridad de
la noche, a partir del fuego nuevo se enciende el cirio pascual,
símbolo de Cristo que resucita glorioso. Cristo, luz de la
humanidad, despeja las tinieblas del corazón y del espíritu e
ilumina a cada hombre que viene al mundo. Junto al cirio
pascual, resuena en la Iglesia el gran anuncio pascual: Cristo
ha resucitado verdaderamente, la muerte ya no tiene poder sobre
Él. Con su muerte, ha derrotado el mal para siempre y ha donado
a todos los hombres la vida misma de Dios. Según una antigua
tradición, durante la Vigilia Pascual, los catecúmenos reciben
el Bautismo para subrayar la participación de los cristianos en
el misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo. De la
esplendorosa noche de Pascua, la alegría, la luz y la paz de
Cristo se extienden en la vida de los fieles de toda comunidad
cristiana y llegan a todos los puntos del espacio y del tiempo.
Queridos hermanos y hermanas: en estos días particulares,
orientemos decididamente la vida hacia una adhesión generosa y
convencida a los designios del Padre celestial; renovemos
nuestro «sí» a la voluntad divina, como hizo Jesús con el
sacrificio de la cruz. Los sugerentes ritos del Jueves Santo,
del Viernes Santo, el silencio henchido de oración del Sábado
Santo y la solemne Vigilia Pascual, nos ofrecen la oportunidad
de profundizar en el sentido y en el valor de nuestra vocación
cristiana, que surge del Misterio Pascual, y concretizarla en el
fiel seguimiento de Cristo en toda circunstancia, como hizo Él,
hasta la entrega generosa de nuestra existencia.
Hacer memoria de los misterios de Cristo significa también vivir
en adhesión profunda y solidaria con el hoy de la historia,
convencidos de que lo que celebramos es realidad viva y actual.
Llevamos, por tanto, en nuestra oración el carácter dramático de
los hechos y de las situaciones que en estos días afligen a
muchos hermanos y hermanas nuestros de todas las partes del
mundo. Nosotros sabemos que el odio, las divisiones, las
violencias, no tienen nunca la última palabra en los
acontecimientos de la historia. Estos días vuelven a alentar en
nosotros la gran esperanza: Cristo crucificado ha resucitado y
ha vencido al mundo. El amor es más fuerte que el odio, ha
vencido y tenemos que asociarnos a esta victoria del amor. Por
tanto, tenemos que volver a comenzar a partir de Cristo y
trabajar en comunión con él por un mundo basado en la paz, en la
justicia y en el amor. En este compromiso, que involucra a
todos, dejémonos guiar por María, quien acompañó al Hijo divino
por el camino de la pasión y de la cruz, y que participó, con la
fuerza de la fe, en la aplicación de su designio salvífico. Con
estos sentimientos, os hago llegar ya desde ahora mis mejores
deseos de feliz y santa Pascua a todos vosotros y a vuestras
comunidades.
[Al final de la audiencia, el Santo Padre saludó a los
peregrinos en varios idiomas.En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
Con el Triduo Pascual conmemoramos el evento central de nuestra
Redención, preparándonos para las fiestas de Pascua.
Mañana, Jueves Santo, la Iglesia hace memoria de la Última Cena.
En ella el Señor instituyó los Sacramentos de la Eucaristía y
del Sacerdocio ministerial y nos dejó el mandamiento nuevo del
amor fraterno. El gesto del lavatorio nos invita a vivirlo como
servicio. Concluye el día con vigilias de adoración eucarística,
para revivir íntimamente la agonía de Jesús en Getsemaní.
El Viernes Santo la Iglesia acompaña a Jesús en su pasión y
muerte, y medita el misterio de mal y del pecado que oprime a la
humanidad, orando por las intenciones de la Iglesia, adorando la
Cruz y comulgando. También se realizan actos de piedad popular
como procesiones, representaciones sagradas y el Vía Crucis.
El Sábado Santo se caracteriza por un gran silencio. Mientras
los creyentes esperan la resurrección del Señor, perseveran
rezando con María. Este día desemboca en la Vigilia Pascual, que
introduce en el domingo más importante de la historia, el de la
Pascua de Cristo. El cirio encendido en medio de la noche es
símbolo de Cristo que resucita glorioso.
Saludo a los peregrinos de lengua española. En estos días santos
podéis profundizar en el sentido de vuestra vocación cristiana,
rezar por las situaciones que afligen a la humanidad y anunciar
la gran esperanza: ¡Cristo crucificado ha resucitado y ha
vencido al mundo! Felices Pascuas.
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