Mensaje de Juan Pablo II
Jornada Mundial del
Enfermo 2005
Las celebraciones centrales tendrán lugar en Yaoundé (Camerún), 11de
Febrero, 2005
-30 septiembre 2004 (ZENIT.org).
Contiene una
reflexión sobre el SIDA
Ver también:
enfermos
Cristo, esperanza para África
1. En el año 2005, después de diez años, África acogerá nuevamente las
principales celebraciones de la Jornada Mundial del Enfermo, que se
realizarán en el Santuario de María Reina de los Apóstoles, en Yaoundé,
Camerún. Esta elección dará la oportunidad de manifestar una solidaridad
concreta a las poblaciones de ese continente, agobiadas por carencias
sanitarias. De este modo se dará un paso más en la actuación del
compromiso que los cristianos de África asumieron hace diez años, al
celebrarse la tercera Jornada Mundial del Enfermo, de ser «buenos
samaritanos» de los hermanos y de las hermanas que atraviesan
situaciones difíciles.
En efecto, en la exhortación post-sinodal «Ecclesia in Africa»,
retomando las observaciones de muchos padres sinodales, escribí que «el
África de hoy se puede parangonar con aquel hombre que bajaba de
Jerusalén a Jericó; cayó en manos de salteadores que lo despojaron, lo
golpearon y se marcharon dejándolo medio muerto (cf. Lc 10, 30-37)». Y
añadía que «África es un continente en el que innumerables seres humanos
--hombres y mujeres, niños y jóvenes-- están tendidos, de algún modo, al
borde del camino, enfermos, heridos, indefensos, marginados y
abandonados. Ellos tienen una necesidad imperiosa de buenos Samaritanos
que vengan en su ayuda» (n. 41; AAS 88 [1996], 27).
2. Asimismo, la Jornada Mundial del Enfermo tiene como finalidad
promover la reflexión sobre la noción de salud, que en su acepción más
completa se refiere también a una situación de armonía del ser humano
consigo mismo y con el mundo que lo rodea. Es precisamente esta visión
que África manifiesta de modo muy rico en su tradición cultural, como lo
atestiguan las numerosas manifestaciones artísticas, tanto civiles como
religiosas, llenas de sentido gozoso, de ritmo y de musicalidad.
Es lamentable, sin embargo, que esta armonía esté fuertemente turbada en
la actualidad. Numerosas enfermedades destruyen el continente, y entre
todas de modo especial el flagelo del sida, «que siembra dolor y muerte
en numerosas zonas de África» (ivi, n. 116: l.c., 69). Los conflictos y
las guerras, que atormentan a no pocas regiones africanas, hacen que
sean más difíciles las intervenciones destinadas a curar estas
enfermedades. En los campos de prófugos y refugiados a menudo yacen
personas que no disponen ni siquiera de víveres indispensables para
sobrevivir.
Exhorto a quienes tienen la posibilidad que no dejen de comprometerse a
fondo para poner fin a esas tragedias (Cf. ivi, n. 117; l.c., 69-70).
Asimismo, recuerdo a los responsables del comercio de armas lo que
escribí en dicho documento: «Los que alimentan las guerras en África
mediante el tráfico de armas son cómplices de odiosos crímenes contra la
humanidad» (ivi, n. 118: l.c., 70).
3. En lo que se refiere al
drama del sida, ya he tenido
ocasión de subrayar en otras circunstancias, que el sida se presenta
también como una «patología del espíritu». Para combatirla
responsablemente es necesario aumentar la prevención mediante la
educación que respete el valor sagrado de la vida y la formación de una
correcta práctica de la sexualidad. En efecto, si son numerosas las
infecciones por contagio a través de la sangre sobre todo durante el
embarazo --infecciones que se deben combatir con denodado empeño-- lo
son mucho más aquellas que tienen lugar por vía sexual y que se pueden
evitar sobre todo a través de una conducta responsable y la observancia
de la virtud de la castidad.
Al referirse a la incidencia que tienen en la difusión de la enfermedad
los comportamientos sexuales irresponsables, los obispos que
participaron en el mencionado Sínodo para África, en 1994, formularon
una recomendación que quisiera proponer de nuevo: «El afecto, la
alegría, la felicidad y la paz proporcionados por el matrimonio
cristiano y por la fidelidad, así como la seguridad dada por la
castidad, deben ser continuamente presentados a los fieles, sobre todo a
los jóvenes» («Ecclesia in Africa», 116; AAS 88 [1996] 69).
4. Todos deben sentirse implicados en la lucha contra el sida. Sobre
este tema, compete a los gobernantes y a las autoridades civiles
proporcionar informaciones claras y correctas al servicio de los
ciudadanos, así como también dedicar recursos suficientes a la educación
de los jóvenes y al cuidado de la salud. Animo a los organismos
internacionales a que promuevan en este campo iniciativas que,
inspirándose en la sabiduría y en la solidaridad, estén siempre
encaminadas a defender la dignidad humana y a tutelar el derecho
inviolable a la vida.
Un convencido reconocimiento va a las industrias farmacéuticas que se
comprometen por mantener bajos los costos de las medicinas útiles en el
tratamiento del sida. Por cierto, se necesitan recursos económicos para
la investigación científica en el campo sanitario y para que los
medicamentos descubiertos sean comerciables, pero frente a emergencias
como el sida, la salvaguarda de la vida humana debe colocarse antes que
cualquier otra valoración.
A los agentes de pastoral pido «que ofrezcan a los hermanos y hermanas
afectados por el sida todo el alivio moral y espiritual. A los hombres
de ciencia y a los responsables políticos de todo el mundo suplico con
viva insistencia que, movidos por el amor y el respeto que se deben a
toda persona humana, no escatimen medios capaces de poner fin a este
flagelo» («Ecclesia in Africa», 116: l.c.).
En particular, quisiera recordar aquí con admiración a los numerosos
agentes sanitarios, a los asistentes religiosos y a los voluntarios que,
como buenos samaritanos, consumen su vida al lado de las víctimas del
sida y se ocupan de sus familiares. En efecto, es precioso el servicio
que ofrecen miles de instituciones sanitarias católicas socorriendo, a
veces en forma heroica, a los que en África están afligidos por todo
tipo de enfermedades, especialmente por el sida, la malaria y la
tuberculosis.
Durante los últimos años, he podido constatar que mis llamamientos a
favor de las víctimas del sida no han sido vanos. He visto con agrado
que, coordinando esfuerzos, varios países e instituciones han sostenido
campañas concretas de prevención y cuidado a los enfermos.
5. Me dirijo ahora, en forma especial, a vosotros, queridos hermanos
obispos de las conferencias episcopales de los demás continentes, a fin
de que os unáis generosamente a los pastores de África para enfrentar de
modo eficaz a ésta y a otras emergencias. Como lo ha hecho en el pasado,
el Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud no dejará de ofrecer
su aportación para coordinar y promover dicha cooperación, solicitando
el aporte concreto de cada conferencia episcopal.
La solicitud de la Iglesia hacia los problemas de África no está movida
únicamente por razones de compasión filantrópica hacia el hombre
necesitado, sino que está animada también por la adhesión a Cristo
Redentor, cuyo rostro ella reconoce en los rasgos de la persona que
sufre. Por tanto, es la fe la que le mueve a comprometerse plenamente
para curar a los enfermos, como lo ha hecho siempre a lo largo de la
historia. Es la esperanza la que le hace capaz de perseverar en esta
misión, no obstante los innumerables obstáculos que encuentra. En fin,
es la caridad la que le sugiere acercarse debidamente a las diferentes
situaciones y le permite percibir las peculiaridades de cada una y
ofrecer una respuesta en forma adecuada.
Con esta actitud de profunda coparticipación, la Iglesia sale al
encuentro de los heridos por la vida, para ofrecerles el amor de Cristo
mediante las numerosas formas de ayuda que la «fantasía de la caridad»
(«Novo millennio ineunte», 50) le sugiere para socorrerlos. A cada uno
ella repite: ¡Animo, Dios no te ha olvidado! Cristo sufre contigo. Y tú,
ofreciendo tus sufrimientos, puedes colaborar con El para redimir el
mundo.
6. La celebración anual de la Jornada Mundial del Enfermo ofrece a todos
la posibilidad de comprender mejor la importancia de la pastoral de la
salud. En nuestra época, marcada por una cultura embebida de
secularismo, a veces estamos tentados de no valorar plenamente dicho
ámbito pastoral. Se piensa que otros sean los campos en los que se juega
el destino del hombre. En cambio, es precisamente en el momento de la
enfermedad cuando se plantea con mayor urgencia la necesidad de
encontrar respuestas adecuadas a las cuestiones últimas referentes a la
vida del hombre: las cuestiones sobre el sentido del dolor, del
sufrimiento y de la misma muerte, considerada no sólo como un enigma con
el cual confrontarse fatigosamente, sino como misterio en el que Cristo
se incorpora en nuestra existencia, abriéndola a un nuevo y definitivo
nacimiento para la vida que nunca acabará.
En Cristo está la esperanza de la verdad y de la plena salud, la
salvación que Él trae es la verdadera respuesta a los interrogantes
últimos del hombre. Ya no hay contradicción entre salud terrena y salud
eterna, pues el Señor ha muerto por la salud integral del hombre y de
todos los hombres (cf. 1P 1,2-5; Liturgia del Viernes Santo, «Adoración
de la Cruz»). La salvación constituye el contenido final de la Nueva
Alianza.
Por tanto, en la próxima Jornada Mundial del Enfermo queremos proclamar
la esperanza de la plena salud para África y para la humanidad entera,
con el compromiso de trabajar con mayor determinación al servicio de
esta gran causa.
7. En la página evangélica de las Bienaventuranzas, el Señor proclama:
«Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados» (Mt
5,4). La antinomia que parece haber entre el sufrimiento y el gozo se
supera gracias a la acción consoladora del Espíritu Santo.
Configurándonos con el misterio de Cristo crucificado y resucitado, el
espíritu nos abre desde ahora al gozo que alcanzará su plenitud en el
encuentro gozoso con el Redentor. En realidad, el ser humano no aspira
sólo a un bienestar físico o espiritual, sino a una «salud» que se
manifieste en una total armonía con Dios, consigo mismo y con la
humanidad. A esta meta se llega sólo a través del misterio de la pasión,
muerte y resurrección de Cristo.
De esta realidad escatológica nos ofrece una anticipación elocuente
María Santísima, especialmente a través de los misterios de su
Inmaculada Concepción y de su Asunción al Cielo. En Ella, concebida sin
mancha de pecado, su disponibilidad es total tanto ante la voluntad
divina como ante el servicio de los hombres, y plena es, por tanto, su
armonía profunda de la que brota la alegría.
Por eso nos dirigimos a ella implorándola como «Causa de nuestra
alegría». La alegría que la Virgen nos da es una alegría que permanece
incluso en medio de las pruebas. Sin embargo, pensando en el África
dotada de inmensos recursos humanos, culturales y religiosos, pero
afligida también por inenarrables sufrimientos, sale espontánea de los
labios una apremiante oración:
María, Virgen Inmaculada,
Mujer del dolor y de la esperanza,
muéstrate benigna hacia todo el que sufre
y obtén para cada uno la plenitud de la vida.
Dirige tu mirada materna
especialmente hacia aquellos que en África
se encuentran en necesidad extrema,
porque están afligidos por el sida o por otra enfermedad mortal.
Mira a las madres que lloran a sus hijos;
mira a los abuelos sin recursos suficientes
para sostener a sus nietos que se han quedado huérfanos.
Abraza a todos en tu corazón de Madre.
¡Reina de África y del mundo entero,
Virgen Santísima, ruega por nosotros!
Desde el Vaticano, 8 de septiembre de 2004.
Juan Pablo II
-Traducción distribuida por el Consejo Pontificio para la Pastoral de la
Salud