Santuario
Para
conocer santuarios, su espiritualidad e imágenes, visite
nuestra sección "Lugares
Santos"
Santuarios
y Peregrinaciones, en el documento sobre piedad popular y liturgia
"EL
SANTUARIO"
Memoria, presencia y profecía del Dios vivo
PONTIFICIO
CONSEJO PARA LA PASTORAL DE LOS EMIGRANTES E ITINERANTES
Introducción
1. Sentido y finalidad del documento
«Todos los cristianos están invitados a tomar parte en
esta gran peregrinación que Cristo, la Iglesia y la
humanidad han recorrido y deben seguir recorriendo en la
historia. El santuario hacia el cual se dirigen debe
convertirse en "la tienda del encuentro", como
la Biblia denomina el tabernáculo de la alianza» (1).
Estas palabras relacionan directamente la reflexión
sobre la peregrinación (2) con la que se realiza sobre
el santuario, que es normalmente la meta visible del
itinerario de los peregrinos: «Con el nombre de
santuario se designa una iglesia u otro lugar sagrado al
que, por un motivo peculiar de piedad, acuden en
peregrinación numerosos fieles, con la aprobación del
Ordinario del lugar» (3). En el santuario, el
encuentro con el Dios vivo se propone a través de la
experiencia vivificante del Misterio proclamado,
celebrado y vivido: «En los santuarios se debe
proporcionar abundantemente a los fieles los medios de
salvación, predicando con diligencia la palabra de Dios
y fomentando con esmero la vida litúrgica principalmente
mediante la celebración de la Eucaristía y de la
penitencia, y practicando también otras formas aprobadas
de piedad popular» (4). Así, «los santuarios son como
hitos que orientan el caminar de los hijos de Dios sobre
la tierra» (5), promoviendo la experiencia de
convocación, encuentro y construcción de la comunidad
eclesial.
Estas características valen especialmente para los
santuarios surgidos en Tierra Santa en los lugares
santificados por la presencia del Verbo Encarnado y
pueden reconocerse, en particular, en aquellos
consagrados por el martirio de los Apóstoles y de
cuantos testimoniaron la fe con su sangre. Además, toda
la historia de la Iglesia peregrinante se puede ver
reflejada en numerosos santuarios, «antenas permanentes
de la Buena Nueva» (6), vinculados a acontecimientos
decisivos de la evangelización o de la vida de fe de
pueblos y comunidades. Cada santuario puede considerarse
portador de un mensaje preciso, puesto que en él se
vuelve a presentar, en el momento presente, el
acontecimiento originario del pasado que sigue hablando
al corazón de los peregrinos. En particular, los
santuarios marianos ofrecen una auténtica escuela de fe
con el ejemplo y la intercesión maternal de María.
Testigos de la múltiple riqueza de la acción salvífica
de Dios, los santuarios son también en la actualidad un
don inestimable de gracia a su Iglesia.
Por ello, reflexionar sobre la naturaleza y la
función del santuario puede contribuir de manera eficaz
a acoger y vivir el gran don de reconciliación y de vida
nueva que la Iglesia ofrece continuamente a todos los
discípulos del Redentor y, a través de ellos, a la
familia humana. De aquí se deduce el sentido y la
finalidad del presente documento, que quisiera hacerse
eco de la vida espiritual que brota en los santuarios,
del compromiso pastoral de quienes en ellos desempeñan
su ministerio y de la irradiación que ellos tienen en
las Iglesias locales.
La reflexión que sigue es sólo una modesta ayuda
para apreciar cada vez más el servicio que los
santuarios prestan a la vida de la Iglesia.
2. A la escucha de la revelación
Para que la reflexión sobre el santuario alimente la fe
y dé fecundidad a la acción pastoral, es necesario que
se origine en la escucha obediente de la revelación, en
la cual están presentados densamente el mensaje y la
fuerza de salvación contenidos en "el misterio del
Templo". En el lenguaje bíblico, sobre todo en el
lenguaje Paulino, el término "misterio"
expresa el designio divino de salvación que se va
realizando en la historia humana. Cuando, a la luz de la
palabra de Dios, se escruta el "misterio del
Templo", se capta, más allá de los signos visibles
de la historia, la presencia de la "gloria"
divina (cf. Sal 29,9), es decir, la manifestación del
Dios tres veces Santo (cf. Is 6,3), su presencia en
diálogo con la humanidad (cf. 1 R 8,30-53) y su ingreso
en el tiempo y en el espacio, a través de "la
tienda" que Él puso en medio de nosotros (cf. Jn
1,14). Se perfilan, así, las líneas de una teología
del templo, a cuya luz se puede comprender mejor también
el significado del santuario.
Esta teología se caracteriza por una progresiva
concentración: en primer lugar, se destaca la figura del
"templo cósmico", que el Salmo 19, por
ejemplo, celebra con la imagen de los "dos
soles": el "sol de la Torah", o sea de la
revelación dirigida explícitamente a Israel (vv. 8-15),
y el "sol del cielo" que «proclama la gloria
de Dios» (vv. 2-7) a través de una revelación
universal silenciosa, pero eficaz, destinada a todos. En
este templo la presencia divina está viva por doquier,
como reza el Salmo 139, y se celebra una liturgia de
aleluya, reafirmada en el Salmo 148 que, además de las
criaturas celestes, introduce veintidós criaturas
terrestres (tantas cuantas son las letras del alfabeto
hebraico, para significar la totalidad de la creación)
que entonan un aleluya universal.
Viene, luego, el templo de Jerusalén, donde se
conserva el Arca de la alianza, lugar santo por
excelencia de la fe judía y memoria permanente del Dios
de la historia que ha sellado una alianza con su pueblo y
permanece fiel a él. El templo es la casa visible del
Eterno (cf. Sal 11,4), llenada por la nube de su
presencia (cf. 1 R 8,10.13) y colmada de su
"gloria" (cf. 1 R 8,11).
Por último, está el templo nuevo y definitivo,
constituido por el Hijo eterno que se hizo carne (cf. Jn
1,14): el Señor Jesús, crucificado y resucitado (cf. Jn
2,19-21), que transforma a los que creen en él en el
templo de piedras vivas que es la Iglesia peregrina en el
tiempo: «Acercándoos a él, piedra viva, desechada por
los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también
vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción
de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para
ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por
mediación de Jesucristo» (1 P 2,4-5). Acercándose a
Aquel que es "piedra viva" se construye el
edificio espiritual de la alianza nueva y perfecta y se
prepara la fiesta del Reino, "todavía no"
plenamente realizado, mediante los sacrificios
espirituales (cf. Rm 12,1-2), agradables a Dios
precisamente porque se hacen en Cristo, por Él y con
Él, la Alianza en persona. Así, la Iglesia se presenta
sobre todo como el «templo santo, representado en los
templos de piedra» (7).
3. Los tres arcos
A la luz de estos testimonios es posible profundizar en
el "misterio del Templo" en tres direcciones,
que corresponden a las tres dimensiones del tiempo y
constituyen los arcos en los que se apoya una teología
del santuario que es memoria, presencia y profecía del
Dios-con-nosotros.
Con respecto al pasado único y definitivo del evento
salvífico, el santuario se presenta como memoria de que
nuestro origen está en el Señor del cielo y de la
tierra; con respecto al presente de la comunidad de los
redimidos, congregada en el tiempo que transcurre entre
la primera venida del Señor y la última, se presenta
como signo de la Presencia divina, lugar de la alianza,
donde se expresa y se regenera siempre de forma nueva la
comunidad del pacto; y con respecto al futuro
cumplimiento de la promesa de Dios, al "todavía
no" que es el objeto de la esperanza mayor, el
santuario se presenta como profecía del mañana de Dios
en el hoy del mundo.
En relación con cada una de estas tres dimensiones
será posible desarrollar también las líneas
fundamentales de una pastoral de los santuarios, que
permita traducir a la vida personal y eclesial el mensaje
simbólico del templo, en el que se reúne la comunidad
cristiana convocada por el Obispo y por los sacerdotes,
sus colaboradores.
I - El Santuario, memoria del origen
4. Memoria de la obra de Dios
El santuario es ante todo lugar de la memoria de la
acción poderosa de Dios en la historia, que ha dado
origen al pueblo de la alianza y a la fe de cada uno de
los creyentes.
Ya los Patriarcas recuerdan el encuentro con Dios
mediante la erección de un altar o memorial (cf. Gn
12,6-8; 13,18; 33,18-20), al que vuelven como signo de
fidelidad (cf. Gn 13,4; 46,1), y Jacob considera
"morada de Dios" el lugar de su visión (cf. Gn
28,11-22). Por consiguiente, en la tradición bíblica el
santuario no es simplemente fruto de una obra humana,
cargada de simbolismos cosmológicos o antropológicos,
sino testimonio de la iniciativa de Dios en su
comunicación a los hombres para sellar con ellos el
pacto de la salvación. El significado profundo de todo
santuario es hacer memoria, en la fe, de la obra
salvífica del Señor (8).
En el clima de adoración, invocación y alabanza,
Israel sabe que fue su Dios quien quiso libremente el
Templo y que no se lo impuso la voluntad humana. Lo
atestigua de forma ejemplar la espléndida oración de
Salomón, que parte precisamente de la dramática
conciencia de la posibilidad de ceder a la tentación de
la idolatría: «¿Es que verdaderamente habitará Dios
con los hombres sobre la tierra? Si los cielos y los
cielos de los cielos no pueden contenerte, ¡cuánto
menos esta casa que yo te he construido! Atiende a la
plegaria de tu siervo y a su petición, Señor Dios mío,
y escucha el clamor y la plegaria que tu siervo hace hoy
en tu presencia; que tus ojos estén abiertos día y
noche sobre esta casa, sobre este lugar del que dijiste:
"En él estará mi nombre"; escucha la oración
que tu servidor te dirige en este lugar» (1 R 8,27-29).
El santuario, pues, no se construye porque Israel
quiere forzar la presencia del Eterno, sino, exactamente
al contrario, porque el Dios vivo, que ha entrado en la
historia, que ha caminado con su pueblo de día en
columna de nube y de noche en columna de fuego (cf. Ex
13,21), quiere dar un signo de Su fidelidad y de Su
presencia siempre actual en medio de Su pueblo. El Templo
no será, entonces, la casa edificada por manos de
hombres, sino el lugar que testimonia la iniciativa de
Aquel que es el único que edifica la casa. Es la verdad
sencilla y grande expresada a través de las palabras del
profeta Natán: «Ve y di a mi siervo David: "Esto
dice el Señor: ¿Me vas a edificar tú una casa para que
yo habite?" (...) El Señor te edificará una casa.
Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con
tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que
saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su
realeza. Él constituirá una casa para mi nombre y yo
consolidaré el trono de su realeza para siempre. Yo
seré para él padre y él será para mí hijo» (2 S
7,5.11-14).
El santuario asume, por consiguiente, el carácter de
memoria viva del origen divino del pueblo de la alianza,
elegido y amado. Es un recuerdo permanente de que no se
nace como pueblo de Dios de la carne y de la sangre (cf.
Jn 1,13), sino que la vida de fe brota de la iniciativa
admirable del Dios que entró en la historia para unirnos
a él y cambiar nuestro corazón y nuestra vida. El
santuario es la memoria eficaz de la obra de Dios, el
signo visible que proclama a todas las generaciones cuán
grande es Él en el amor, y testimonia que Él nos ha
amado primero (cf. 1 Jn 4,19) y ha querido ser el Señor
y Salvador de su pueblo. Como decía Gregorio de Nisa,
refiriéndose a los Santos Lugares, en todo santuario se
pueden reconocer «las huellas de la gran bondad del
Señor para con nosotros», «los signos salvíficos del
Dios que nos ha vivificado» (9), «los recuerdos de la
misericordia del Señor para con nosotros» (10).
5. Iniciativa que nace "de lo alto"
Lo que en el Antiguo Testamento es el Templo de
Jerusalén, en el Nuevo Testamento encuentra su
realización más elevada en la misión del Hijo de Dios,
que se hace él mismo nuevo Templo, morada del Eterno
entre nosotros, la alianza en persona. El episodio de la
expulsión de los vendedores del templo (cf. Mt 21,12-13)
proclama que el espacio sagrado, por una parte, se ha
extendido a todas las gentes - como lo confirma también
el detalle, de gran valor simbólico, del velo del templo
«rasgado en dos, de arriba abajo» (Mc 15,38) - y, por
otra, se ha concentrado en la persona de Aquel que,
vencedor de la muerte (cf. 2 Tm 1,10), podrá ser para
todos el sacramento del encuentro con Dios.
Jesús dice a los jefes religiosos: «Destruid este
Templo y en tres días lo levantaré». Al referir la
réplica de los judíos: «Cuarenta y seis años se ha
tardado en construir este Templo, ¿y tú lo vas a
levantar en tres días?», el evangelista Juan comenta:
«Pero él hablaba del Templo de su cuerpo. Cuando
resucitó de entre los muertos, se acordaron sus
discípulos de que había dicho eso y creyeron en la
Escritura y en las palabras que había dicho Jesús» (Jn
2,19-22). También en la economía de la nueva Alianza el
Templo es el signo de la iniciativa del amor de Dios en
la historia: Cristo, el enviado del Padre, el Dios hecho
hombre por nosotros, sumo y definitivo sacerdote (cf. Hb
7), es el Templo nuevo, el Templo esperado y prometido,
el santuario de la Alianza nueva y eterna (cf. Hb 8). Por
eso, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, el
santuario es la memoria viva del origen, es decir, de la
iniciativa con que Dios nos amó primero (1 Jn 4,19).
Cada vez que Israel ha mirado hacia el Templo con los
ojos de la fe, cada vez que, con esos mismos ojos, los
cristianos miran hacia Cristo, nuevo Templo, y miran los
santuarios que ellos mismos han edificado, desde el
edicto de Constantino, como signo de Cristo que vive
entre nosotros, han reconocido en este signo la
iniciativa del amor del Dios vivo en favor de los hombres
(11).
Así, el santuario testimonia que Dios es más grande
que nuestro corazón, que él nos ha amado desde siempre
y nos ha dado a su Hijo y al Espíritu Santo, porque
quiere habitar entre nosotros y hacer de nosotros Su
templo y de nuestros miembros el santuario del Espíritu
Santo, como dice Pablo: «¿No sabéis que sois templo de
Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si
alguno destruye el templo de Dios, Dios le destruirá a
él; porque el templo de Dios es sagrado, y vosotros sois
ese templo» (1 Co 3,16- 17, cf. 6,19); «nosotros somos
el templo de Dios vivo, como dijo Dios mismo:
"Habitaré en medio de ellos y andaré entre ellos;
yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo"» (2 Co
6,16).
El santuario es el lugar de la actualización
permanente del amor de Dios, que puso Su tienda entre
nosotros (cf. Jn 1,14); por eso, como afirma san
Agustín, en el lugar santo «no hay sucesión de días,
como si cada día debiera llegar y luego pasar. El inicio
del uno no marca el fin del otro, porque allí se hallan
presentes todos al mismo tiempo. La vida a la que esos
días pertenecen no conoce ocaso» (12). Así, en el
santuario resuena de modo siempre nuevo el anuncio gozoso
según el cual «Dios nos ha amado primero y nos ha dado
la capacidad de amarlo (...). Nos ha amado, no para
dejarnos tan feos como estábamos, sino para cambiarnos y
embellecernos (...). ¿Cómo seremos bellos? Amándolo a
él, que es siempre bello. Cuanto más crezca en ti el
amor, tanto más crecerá la belleza; la caridad es,
precisamente, la belleza del alma» (13). Por tanto, el
santuario recuerda constantemente que la vida nueva no
nace "de abajo", por una iniciativa puramente
humana, y que la Iglesia no es simplemente fruto de carne
y de sangre (cf. Jn 1,13), sino que la existencia
redimida y la comunión eclesial en la que ella se
manifiesta nacen "de lo alto" (cf. Jn 3,3), de
la iniciativa gratuita y sorprendente del amor trinitario
que precede al amor del hombre (cf. 1 Jn 4,9-10).
6. Asombro y adoración
¿Qué consecuencias tiene para la vida cristiana este
mensaje, principal y fundamental, que el santuario
transmite por ser memoria de que nuestro origen está en
el Señor? Se pueden distinguir tres perspectivas
fundamentales.
En primer lugar, el santuario recuerda que la Iglesia
nace de la iniciativa de Dios; iniciativa que la piedad
de los fieles y la aprobación pública de la Iglesia
reconocen en el acontecimiento que ha dado origen a cada
santuario. Por tanto, en todo lo que guarda relación con
el santuario y en todo lo que en él se expresa, es
preciso descubrir la presencia del misterio, obra de Dios
en el tiempo, manifestación de su presencia eficaz,
oculta en los signos de la historia. Esta convicción se
manifiesta en el santuario también a través del mensaje
específico vinculado a él, tanto con respecto a los
misterios de la vida de Jesucristo, como con relación a
algunos de los títulos de María, «modelo de todas las
virtudes ante toda la comunidad de los elegidos» (14), y
también con relación a los santos cuya memoria proclama
«las maravillas de Cristo en sus siervos» (15).
Al misterio nos hemos de acercar con una actitud de
asombro y de adoración, con un sentimiento de maravilla
ante el don de Dios; por esto, en el santuario se entra
con espíritu de adoración. Quien no es capaz de
asombrarse de la obra de Dios, quien no percibe la
novedad de lo que el Señor realiza con su iniciativa de
amor, tampoco podrá captar el sentido profundo y la
belleza del misterio del Templo que se deja reconocer en
el santuario. El respeto que se debe al lugar santo
expresa la conciencia de que frente a la obra de Dios es
preciso situarse, no con una lógica humana que pretende
definirlo todo según lo que se ve y se produce, sino con
una actitud de veneración, llena de estupor y de sentido
del misterio.
Ciertamente, es necesaria una preparación adecuada al
encuentro con el santuario para poder captar, más allá
de los aspectos visibles, artísticos o de folclore, la
obra gratuita de Dios que evocan los diversos signos:
apariciones, milagros, acontecimientos que le dieron
origen y que constituyen el inicio de cada santuario como
lugar de fe. Esta preparación se desarrollará, ante
todo, en las etapas del camino que lleva al peregrino al
santuario, como acontecía con los peregrinos de Sión
que se preparaban al gran encuentro con el Santuario de
Dios mediante el canto de los Salmos de las subidas
(Salmos 120-134), que son una auténtica catequesis
litúrgica sobre las condiciones, la naturaleza y los
frutos del encuentro con el misterio del Templo.
La disposición topográfica del santuario y de cada
uno de sus ambientes, el comportamiento respetuoso que se
exigirá incluso a los que vayan simplemente de visita,
la escucha de la Palabra, la oración y la celebración
de los sacramentos, serán instrumentos válidos para
ayudar a comprender el significado espiritual de lo que
se vive en él. Este conjunto de actos expresará la
acogida del santuario, abierto a todos y en particular a
la multitud de personas que, en la soledad de un mundo
secularizado y desacralizado, sienten en lo más íntimo
de su corazón la nostalgia y el encanto de la santidad
(16).
7. Acción de gracias
En segundo lugar, el santuario recuerda la iniciativa de
Dios y nos ayuda a comprender que esa iniciativa, fruto
de un don, debe ser acogida con espíritu de acción de
gracias.
En el santuario se entra, ante todo, para dar gracias,
conscientes de que hemos sido amados por Dios antes de
que nosotros fuéramos capaces de amarlo; para expresar
nuestra alabanza al Señor por las maravillas que ha
realizado (cf. Sal 136); para pedirle perdón por los
pecados cometidos; y para implorar el don de la fidelidad
en nuestra vida de creyentes y la ayuda necesaria para
nuestro peregrinar en el tiempo.
En ese sentido, los santuarios constituyen una
excepcional escuela de oración, donde especialmente la
actitud perseverante y confiada de los humildes
testimonia la fe en la promesa de Jesús: «Pedid y se os
dará» (Mt 7, 7) (17). Percibir el santuario como
memoria de la iniciativa divina significa, por
consiguiente, educarse a la acción de gracias,
alimentando en el corazón un espíritu de
reconciliación, de contemplación y de paz. El santuario
nos recuerda que la alegría de la vida es, ante todo,
fruto de la presencia del Espíritu Santo, que suscita en
nosotros también la alabanza a Dios. Cuanto más seamos
capaces de alabar al Señor y hacer de la vida una
perenne acción de gracias al Padre (cf. Rm 12,1),
presentada en unión con aquella única y perfecta de
Cristo Sacerdote, especialmente en la celebración de la
Eucaristía, tanto más el don de Dios será acogido y
fecundo en nosotros.
Desde este punto de vista, la Virgen María es
"modelo excelso" (18): con espíritu de acción
de gracias, supo dejarse cubrir por la sombra del
Espíritu (cf. Lc 1,35), para que en ella el Verbo fuera
concebido y donado a los hombres.
Mirando hacia ella, se comprende que el santuario es
el lugar de la acogida del don de lo alto, la morada en
la cual, en acción de gracias, nos dejamos amar por el
Señor, precisamente siguiendo el ejemplo de María y con
su ayuda.
El santuario recuerda, pues, que si no hay gratitud,
el don se pierde; si el hombre no sabe dar gracias a su
Dios que, cada día, incluso en la hora de la prueba, lo
ama de modo nuevo, el don es ineficaz.
El santuario testimonia que la vocación de la vida no
ha de ser disipación, aturdimiento o fuga, sino
alabanza, paz y alegría. La comprensión profunda del
santuario educa así a vivir la dimensión contemplativa
de la vida, no sólo en el santuario, sino en todas
partes. Y puesto que la celebración eucarística
dominical, en particular, es el culmen y la fuente de
toda la vida del cristiano, vivida como respuesta de
gratitud y de entrega al don de lo alto, el santuario
invita de modo muy especial a redescubrir el domingo, que
es "el día del Señor", y también "el
señor de los días" (19), "fiesta
primordial", «puesta no sólo para marcar el paso
del tiempo, sino para revelar su sentido profundo» que
es la gloria de Dios, todo en todos (20).
8. Coparticipación y compromiso
En tercer lugar, el santuario, en cuanto memoria de
nuestro origen, muestra cómo este sentido de asombro y
de acción de gracias nunca debe prescindir de la
coparticipación y del compromiso en favor de los demás.
El santuario recuerda el don de un Dios que nos ha amado
tanto, hasta el punto de colocar su tienda entre nosotros
para darnos la salvación, para ser nuestro compañero en
la vida, solidario con nuestro dolor y con nuestra
alegría. Esta solidaridad divina la testimonian también
los acontecimientos que dan origen a los diversos
santuarios. Si Dios nos ha amado así, también nosotros
estamos llamados a amar a los demás (cf. 1 Jn 4,12),
para ser con la vida el templo de Dios. El santuario nos
impulsa a la solidaridad, a ser "piedras
vivas", que se sostienen mutuamente en la
construcción, en torno a la piedra angular que es Cristo
(cf. 1 P 2,4-5).
De nada serviría vivir el "tiempo del
santuario", si eso no nos impulsara al "tiempo
del camino", al "tiempo de la misión" y
al "tiempo del servicio", en los que Dios se
manifiesta como amor a las criaturas más débiles y
pobres. Como nos recuerdan las palabras de Jeremías,
citadas también en la enseñanza de Jesús, el templo,
sin la fe y el compromiso en favor de la justicia, queda
reducido a una "cueva de ladrones" (cf. Jr
7,11; Mt 21,13). Los santuarios mencionados por el
profeta Amós no tienen sentido si en ellos no se busca
de verdad al Señor (cf. Am 4,4; 5,5-6). La liturgia, sin
una vida fundada en la justicia, se transforma en una
farsa (cf. Is 1,10-20; Am 5,21-25; Os 6,6). La palabra
profética remite el santuario a su inspiración,
despojándolo del sacralismo vacío, de la idolatría,
para transformarlo en semilla fecunda de fe y de justicia
en el espacio y en el tiempo. Entonces, verdaderamente,
el santuario, memoria de que nuestro origen está en el
Señor, constituye una invitación continua a amar a Dios
y a compartir los dones recibidos. La visita al santuario
mostrará, pues, sus frutos de modo especial en el
compromiso caritativo, en la acción en favor de la
promoción de la dignidad humana, de la justicia y de la
paz, valores hacia los cuales los creyentes se sentirán
de nuevo llamados.
II - El santuario, lugar de la presencia divina
9. Lugar de la alianza
El misterio del santuario no sólo nos recuerda que
nuestro origen está en el Señor, sino también que el
Dios que nos amó una vez no deja nunca de amarnos y que
hoy, en el momento concreto de la historia en que nos
encontramos, frente a las contradicciones y a los
sufrimientos del presente, él está con nosotros. El
Antiguo y el Nuevo Testamento atestiguan de forma
unánime que el Templo no sólo es el lugar del recuerdo
de un pasado salvífico, sino también el ambiente de la
experiencia presente de la Gracia. El santuario es el
signo de la presencia divina, el lugar de la
actualización siempre nueva de la alianza de los hombres
con el Eterno y entre sí. Al ir al santuario, el
israelita piadoso redescubría la fidelidad del Dios de
la promesa en cada "hoy" de la historia (21).
Mirando a Cristo, nuevo santuario, de cuya presencia
viva en el Espíritu los templos cristianos son signo,
sus seguidores saben que Dios está siempre vivo y
presente entre ellos y para ellos. El Templo es la morada
santa del Arca de la alianza, el lugar en donde se
actualiza el pacto con el Dios vivo y el pueblo de Dios
tiene la conciencia de constituir la comunidad de los
creyentes, «linaje elegido, sacerdocio real, nación
santa» (1 P 2,9). San Pablo recuerda: «Así pues, ya no
sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los
santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento
de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular
Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se
eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien
también vosotros estáis siendo juntamente edificados,
hasta ser morada de Dios en el Espíritu» (Ef 2,19-22).
Es Dios quien, habitando entre los suyos y en su
corazón, hace de ellos su santuario vivo. El santuario
de "piedras muertas" remite a Aquel que nos
hace santuario de "piedras vivas" (22).
El santuario es el lugar del Espíritu, porque es el
lugar en el cual la fidelidad de Dios nos llega y nos
transforma. Al santuario se va ante todo para invocar y
acoger al Espíritu Santo, y para llevar luego ese
Espíritu a todas las acciones de la vida. En este
sentido, el santuario se presenta como recuerdo constante
de la presencia viva del Espíritu Santo en la Iglesia,
que nos dio Cristo resucitado (cf. Jn 20,22), para gloria
del Padre. El santuario es una invitación visible a
acudir a la fuente invisible de agua viva (cf. Jn 4,14);
invitación que se puede experimentar siempre de forma
nueva para vivir en la fidelidad a la alianza con el
Eterno en la Iglesia.
10. Lugar de la Palabra
La expresión "comunión de los santos", que se
encuentra en la sección del Credo relativa a la obra del
Espíritu, puede servir para expresar densamente un
aspecto del misterio de la Iglesia, peregrina en la
historia. El Espíritu Santo, al impregnar los miembros
del cuerpo de Cristo, hace de la Iglesia el santuario
vivo del Señor, como lo recuerda el Concilio Vaticano
II: «A veces se designa a la Iglesia como edificación
de Dios (cf. 1 Co 3,9). (...) Esta edificación recibe
diversos nombres: casa de Dios (cf. 1 Tm 3,15) en la que
habita su familia; habitación de Dios en el Espíritu
(cf. Ef 2,19-22); "tienda de Dios entre los
hombres" (cf. Ap 21,3), y, sobre todo, templo santo,
que los Padres celebran como representado en los templos
de piedra, y la liturgia, no sin razón, lo compara a la
ciudad santa, la nueva Jerusalén. Efectivamente, en este
mundo servimos cual piedras vivas para edificarla (cf. 1
P 2,5)» (23).
En este Templo santo de la Iglesia, el Espíritu obra
especialmente a través de los signos de la nueva
alianza, que el santuario conserva y ofrece. Entre ellos
está la Palabra de Dios. El santuario es, por
excelencia, el lugar de la Palabra, en la que el
Espíritu llama a la fe y suscita la "comunión de
los fieles". Es sumamente importante asociar el
santuario a la escucha perseverante y acogedora de la
Palabra de Dios, que no es una palabra humana cualquiera,
sino el mismo Dios vivo en el signo de su Palabra. El
santuario, en el que la Palabra resuena, es el lugar de
la alianza, donde Dios confirma a Su pueblo Su fidelidad,
para iluminarle el camino y para consolarlo.
El santuario puede llegar a ser un lugar excelente de
profundización de la fe, un espacio privilegiado y un
tiempo favorable, distintos del ordinario; puede brindar
ocasiones de nueva evangelización; puede contribuir a
promover la religiosidad popular «rica en valores»
(24), llevándola a una conciencia de fe más exacta y
madura (25); y puede agilizar el proceso de
inculturación (26).
Por consiguiente, será necesario desarrollar en los
santuarios «una catequesis adecuada» (27) que, «debe
tomar pie de los acontecimientos que se celebran en los
lugares visitados y de su índole propia, pero no deberá
olvidar ni la necesaria jerarquía en la exposición de
las verdades de la fe, ni su inclusión en el itinerario
litúrgico en el que toda la Iglesia participa» (28).
En este servicio pastoral de evangelización y
catequesis se deben subrayar los aspectos específicos
vinculados con la memoria del santuario en donde se
actúa, con el mensaje particular que él ofrece y el
"carisma" que el Señor le ha encomendado y que
la Iglesia ha reconocido, y con el patrimonio, a menudo
riquísimo, de las tradiciones y de las costumbres que se
han establecido en él.
Desde esa misma perspectiva de servicio a la
evangelización, se podrá recurrir a iniciativas
culturales y artísticas como congresos, seminarios,
muestras, exposiciones, concursos y manifestaciones sobre
temas religiosos. «Antiguamente nuestros santuarios se
llenaban de mosaicos, pinturas y esculturas religiosas
para inculcar la fe. ¿Tendremos nosotros el vigor
espiritual y el ingenio suficientes para crear
"imágenes eficaces" de gran calidad y, a la
vez, adaptadas a la cultura del hoy? Se trata no sólo
del anuncio primero de la fe, en un mundo con frecuencia
secularizado, o de la catequesis para ahondar esta fe,
sino también de la inculturación del mensaje
evangélico a nivel de cada pueblo y de cada tradición
cultural» (29).
Con este fin, es indispensable en el santuario la
presencia de agentes pastorales capaces de iniciar a la
gente en el diálogo con Dios y en la contemplación del
misterio inmenso que nos envuelve y atrae. Es preciso
subrayar la importancia del ministerio de los sacerdotes,
de los religiosos y de las comunidades responsables de
los santuarios (30) y, por consiguiente, la importancia
de una formación específica, adecuada al servicio que
ellos deben prestar. Al mismo tiempo, hay que promover la
aportación de laicos preparados para la labor de
catequesis y evangelización vinculada a la vida de los
santuarios, de modo que también en los santuarios se
manifieste la riqueza de carismas y ministerios que el
Espíritu Santo suscita en la Iglesia del Señor, y los
peregrinos se beneficien del múltiple testimonio de los
diversos agentes de la pastoral.
11. Lugar del encuentro sacramental
Los santuarios, lugares en los que el Espíritu habla
también a través del mensaje específico vinculado a
cada uno de ellos y reconocido por la Iglesia, son
también lugares privilegiados de las acciones
sacramentales, especialmente de la Reconciliación y la
Eucaristía, en los que la Palabra encuentra su
actuación más densa y eficaz. Los sacramentos realizan
el encuentro de los vivos con Aquel que los hace
continuamente vivos y los alimenta con vida siempre nueva
en la consolación del Espíritu Santo. No se trata de
ritos repetitivos, sino de acontecimientos de salvación,
encuentros personales con el Dios vivo que, en el
Espíritu, llega a cuantos acuden a él hambrientos y
sedientos de Su verdad y de Su paz. Así pues, cuando en
el santuario celebramos un sacramento, no
"hacemos" algo, sino que nos encontramos con
Alguien; más aún, ese Alguien, Cristo, se hace presente
en la gracia del Espíritu para comunicarse a nosotros y
cambiar nuestra vida, insertándonos de manera cada vez
más fecunda en la comunidad de la alianza, que es la
Iglesia.
El santuario, en cuanto lugar de encuentro con el
Señor de la vida, es signo seguro de la presencia del
Dios que actúa en medio de su pueblo, porque en él, a
través de su Palabra y de sus Sacramentos, Él se
comunica a nosotros. Por eso, al santuario se acude como
al templo del Dios vivo, al lugar de la alianza viva con
Él, para que la gracia de los Sacramentos libere a los
peregrinos del pecado y les dé la fuerza de volver a
comenzar con nuevo brío y con nueva alegría en el
corazón, para ser entre los hombres testigos
transparentes del Eterno.
Con frecuencia, el peregrino llega al santuario
particularmente dispuesto a pedir la gracia del perdón,
y hay que ayudarle a abrirse al Padre, «rico en
misericordia (Ef 2,4)» (31), en la verdad y en la
libertad, con plena conciencia y responsabilidad, de modo
que del encuentro de gracia brote una vida realmente
nueva. Una liturgia penitencial comunitaria adecuada
podrá ayudar a vivir mejor la celebración personal del
sacramento de la penitencia, que «es el medio para
saciar al hombre con la justicia que proviene del mismo
Redentor» (32). Los lugares en los que tiene lugar dicha
celebración deben ser oportunamente preparados para que
favorezcan el recogimiento (33).
Puesto que «el perdón, concedido de forma gratuita
por Dios, implica como consecuencia un cambio real de
vida, una progresiva eliminación del mal interior, una
renovación de la propia existencia», los agentes
pastorales de los santuarios han de sostener de todos los
modos posibles la perseverancia de los peregrinos en los
frutos del Espíritu. Además, deben prestar una
atención especial al ofrecer aquella expresión del
«don total de la misericordia de Dios», que es la
indulgencia, con la cual «se condona al pecador
arrepentido la pena temporal por los pecados ya
perdonados en cuanto a la culpa» (34). En la profunda
experiencia de la "comunión de los santos",
que el peregrino vive en el santuario, le resultará más
fácil comprender «lo mucho que cada uno puede ayudar a
los demás - vivos o difuntos - para estar cada vez más
íntimamente unidos al Padre celestial» (35).
Por lo que atañe a la celebración de la Eucaristía,
es preciso recordar que es el centro y el corazón de
toda la vida del santuario, acontecimiento de gracia que
«contiene todo el bien espiritual de la Iglesia» (36).
Por esto, es conveniente que manifieste de modo especial
la unidad que brota del sacramento eucarístico,
reuniendo en una misma celebración a los diversos grupos
de visitantes. De igual modo, la presencia eucarística
del Señor Jesús no sólo ha de ser adorada
individualmente, sino también por todos los grupos de
peregrinos, con actos particulares de piedad preparados
con gran esmero, como acontece de hecho en muchísimos
santuarios, con la convicción de que «la Eucaristía
contiene y expresa todas las formas de oración» (37).
Sobre todo la celebración de los sacramentos de la
Reconciliación y de la Eucaristía da a los santuarios
una dignidad particular: «no se trata de lugares de lo
marginal y lo accesorio, sino, por el contrario, de
lugares de lo esencial; de lugares adonde se va para
obtener "la Gracia", antes incluso que
"las gracias"» (38).
12. Lugar de comunión eclesial
Regenerados por la Palabra y los Sacramentos, los que han
acudido al santuario de "piedras muertas" se
transforman en santuario de "piedras vivas" y
así pueden realizar una experiencia renovada de la
comunión de fe y santidad que es la Iglesia. En este
sentido, se podría decir que en el santuario puede nacer
de nuevo la Iglesia de los hombres vivos en el Dios vivo.
En él cada uno puede redescubrir el don que la
creatividad del Espíritu le ha regalado para la utilidad
de todos; y también en el santuario cada uno puede
discernir y madurar la propia vocación y estar
disponible para realizarla al servicio de los demás,
especialmente en la comunidad parroquial, donde se
integran las diferencias humanas y se articulan en la
comunión eclesial (39). Por tanto, es preciso prestar
una atención especial a la pastoral vocacional y a la
pastoral de la familia, «lugar privilegiado y santuario
donde se desarrolla toda la aventura, grande e íntima,
de cada persona humana irrepetible» (40).
La comunión en el Espíritu Santo, realizada a
través de la comunión en las realidades santas de la
Palabra y de los Sacramentos, engendra la comunión de
los Santos, el pueblo del Dios altísimo, constituido en
cuanto tal por el Espíritu Santo. De modo particular, la
Virgen María, «figura de la Iglesia en el orden de la
fe, del amor y de la unión perfecta con Cristo» (41),
venerada en tantos santuarios (42), ayuda a los fieles a
comprender y acoger esta acción del Espíritu Santo, que
suscita la comunión de los santos en Cristo.
La experiencia viva de la unidad de la Iglesia, que se
realiza en los santuarios, puede ayudar también a los
peregrinos a discernir y acoger el impulso del Espíritu,
que los lleva de modo especial a orar y actuar con vistas
a la unidad de todos los cristianos (43). El compromiso
ecuménico puede hallar en los santuarios un lugar de
promoción excepcional, puesto que en ellos se favorece
la conversión del corazón y la santidad de la vida que
son «el alma de todo el movimiento ecuménico» (44), y
se experimenta la gracia de la unidad donada por el
Señor. Además, en el santuario puede realizarse de
forma concreta la "comunicación en las cosas
espirituales", especialmente en la oración común y
en el uso del lugar sagrado (45), que favorece en gran
medida el camino de la unidad, cuando se realiza con el
máximo respeto de los criterios establecidos por los
Pastores.
Esta experiencia de Iglesia debe estar apoyada
especialmente por una acogida adecuada a los peregrinos
en el santuario, que tenga en cuenta lo específico de
cada grupo y de cada persona, las expectativas de los
corazones y sus auténticas necesidades espirituales.
En el santuario se aprende a abrir el corazón a
todos, en particular a los que son distintos de nosotros:
el huésped, el extranjero, el inmigrante, el refugiado,
el que profesa otra religión y el no creyente. Así el
santuario, además de presentarse como espacio de
experiencia de Iglesia, se convierte en lugar de
convocación abierta a toda la humanidad.
Es preciso destacar, en efecto, que en numerosas
ocasiones, debido a tradiciones históricas y culturales,
o a circunstancias favorecidas por la moderna movilidad
humana, los creyentes en Cristo se encuentran en los
santuarios, como compañeros de peregrinación, con
hermanos miembros de otras Iglesias y comunidades
eclesiales y con fieles de otras religiones. La certeza
de que el designio de salvación los incluye también a
ellos (46), el reconocimiento de la fidelidad que ellos
profesan a sus propias convicciones religiosas, muchas
veces ejemplar (47), y la experiencia, vivida en común,
de los mismos acontecimientos de la historia, abren un
horizonte nuevo y apremiante para el diálogo ecuménico
y para el diálogo interreligioso, que el santuario ayuda
a vivir ante el Misterio santo de Dios, que acoge a todos
(48). Sin embargo, es necesario tener presente que el
santuario es el lugar de encuentro con Cristo a través
de la Palabra y los Sacramentos. Por eso se debe velar
continuamente para evitar toda forma posible de
sincretismo. Al mismo tiempo, el santuario se presenta
como signo de contradicción con respecto a los
movimientos pseudo- espiritualistas, como por ejemplo la
New Age, porque en vez de un sentimiento religioso
genérico, basado en la potenciación exclusiva de las
facultades humanas, el santuario promueve el fuerte
sentido de la primacía de Dios y la necesidad de abrirse
a su acción salvífica en Cristo para la plena
realización de la existencia humana.
III. El Santuario, profecía de la patria celestial
13. Signo de esperanza
El santuario, memoria de que nuestro origen está en el
Señor y signo de la presencia divina, es también
profecía de nuestra Patria última y definitiva: el
Reino de Dios, que se realizará cuando «pondré mi
santuario en medio de ellos para siempre», según la
promesa del Eterno (Ez 37,26).
El signo del santuario no sólo nos recuerda de dónde
venimos y quiénes somos; también abre nuestra mirada
para hacernos descubrir adónde vamos, hacia qué meta se
dirige nuestra peregrinación en la vida y en la
historia. El santuario, como obra de las manos del
hombre, remite a la Jerusalén celestial, nuestra Madre,
la ciudad que baja de junto a Dios, ataviada como una
esposa (cf. Ap 21,2), santuario escatológico perfecto,
donde la gloriosa presencia divina es directa y personal:
«no vi templo alguno en ella, porque el Señor, el Dios
todopoderoso, y el Cordero, son su templo» (Ap 21,22).
En esa ciudad-templo ya no habrá lágrimas, ni tristeza,
ni dolor, ni muerte (cf. Ap 21,4).
Así, el santuario se presenta como un signo
profético de esperanza, una evocación del horizonte
más amplio que se abre a la promesa que no defrauda. En
las contradicciones de la vida, el santuario, edificio de
piedra, se convierte en evocación de la Patria
vislumbrada, aunque aún no poseída, cuya espera,
entretejida de fe y de esperanza, sostiene el camino de
los discípulos de Cristo. En ese sentido, es
significativo que después de las grandes pruebas del
exilio, el pueblo elegido haya sentido la necesidad de
expresar el signo de la esperanza reconstruyendo el
Templo, santuario de adoración y de alabanza. Israel
hizo todos los sacrificios posibles para que fuera
devuelto a sus ojos y a su corazón este signo, que no
sólo le recordara el amor de Dios que lo eligió y vive
en medio de él, sino que también le avivara la
nostalgia de la meta última de la promesa hacia la que
se dirigen los peregrinos de Dios de todos los tiempos.
El acontecimiento escatológico en el cual se funda la fe
de los cristianos es la reconstrucción del templo-cuerpo
del Crucificado, realizada con Su resurrección gloriosa,
prenda de nuestra esperanza (cf. 1 Co 15, 12-28).
Icono vivo de esta esperanza es sobre todo la
presencia, en los santuarios, de los enfermos y de los
que sufren (49). La meditación de la acción salvífica
de Dios les ayuda a comprender que a través de sus
sufrimientos participan de modo privilegiado de la fuerza
sanante de la redención realizada en Cristo (50) y
proclaman ante el mundo la victoria del Resucitado. Junto
a ellos, los que los acompañan y asisten con caridad
auténtica son testigos de la esperanza del Reino,
inaugurado por el Señor Jesús precisamente a partir de
los pobres y los que sufren: «Id y contad a Juan lo que
habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan,
los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos
resucitan, se anuncia a los pobres la buena nueva» (Lc
7,22).
14. Invitación a la alegría
La esperanza que no defrauda (cf. Rm 5,5) llena el
corazón de alegría (cf. Rm 15,13). En el santuario, el
pueblo de Dios aprende a ser la "Iglesia de la
alegría". Quien ha entrado en el misterio del
santuario sabe que Dios ya está actuando en esta
historia humana; que, a pesar de las tinieblas del tiempo
presente, desde ahora raya el alba del tiempo que ha de
venir; que el Reino de Dios está ya presente y, por
esto, nuestro corazón puede llenarse de alegría, de
confianza y de esperanza, pese al dolor, la muerte, las
lágrimas y la sangre que cubren la faz de la tierra. El
Salmo 122, uno de los que cantaban los peregrinos en
camino hacia el templo, dice: «¡Qué alegría cuando me
dijeron: "Vamos a la casa del Señor"...». Es
un testimonio que refleja los sentimientos de todos los
que se dirigen al santuario, ante todo la alegría del
encuentro con los hermanos (cf. Sal 133,1).
En el santuario se celebra "la alegría del
perdón", que impulsa a «celebrar una fiesta y
alegrarse» (Lc 15,32), porque «se produce alegría ante
los ángeles de Dios por un solo pecador que se
convierte» (Lc 15,10). Reunidos en torno a la misma mesa
de la Palabra y la Eucaristía, se experimenta la misma
"alegría de la comunión" con Cristo que
sintió Zaqueo cuando lo acogió en su casa «con
alegría» (Lc 19,6). Ésta es la «alegría perfecta»
(Jn 15,11), que nadie podrá quitar (cf. Jn 16,23) a un
corazón fiel que se ha convertido en templo vivo del
Eterno, santuario de carne de la adoración divina en
Espíritu y verdad. Con el Salmista, cada peregrino está
invitado a decir: «Me acercaré al altar de Dios, al
Dios de mi alegría, y exultaré; te alabaré al son de
la cítara, Dios, Dios mío» (Sal 43,4).
15. Llamamiento a la conversión y a la renovación
El signo del santuario nos atestigua que no estamos
hechos para vivir y morir, sino para vivir y derrotar a
la muerte con la victoria de Cristo. En consecuencia, la
comunidad que celebra a su Dios en el santuario recuerda
que es Iglesia peregrina hacia la Patria prometida, en
estado de continua conversión y de renovación. El
santuario presente no es el punto último de llegada.
Experimentando en él el amor de Dios, los creyentes
reconocen que no han llegado aún; al contrario, sienten
mucho más fuerte la nostalgia de la Jerusalén
celestial, el deseo del cielo. Así los santuarios nos
ayudan a reconocer, por una parte, la santidad de
aquellos a los que están dedicados y, por otra, nuestra
condición de pecadores que debemos comenzar cada día de
nuevo la peregrinación hacia la gracia. De este modo,
nos ayudan a descubrir que la Iglesia "es santa y
está a la vez siempre necesitada de purificación"
(51), porque sus miembros son pecadores.
La Palabra de Dios nos ayuda a mantener vivo este
llamamiento, especialmente a través de la crítica que
hacen los profetas al santuario que se ha reducido a
lugar de ritualismo vacío: «¿Quién ha solicitado de
vosotros que vengáis a pisar mis atrios? No sigáis
trayendo oblaciones vanas: el humo del incienso me
resulta detestable. Novilunio, sábado, convocatoria: no
tolero falsedad y solemnidad... Desistid de hacer el mal,
aprended a hacer el bien, buscad lo justo, dad sus
derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, abogad
por la viuda» (Is 1,12-17). Sacrificio agradable a Dios
es el corazón contrito y humillado (cf. Sal 51,19-21).
Como afirma Jesús: «No todo el que me diga:
"Señor, Señor", entrará en el Reino de los
cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre
celestial» (Mt 7,21).
La continua conversión es inseparable del anuncio del
horizonte hacia el cual se proyecta la esperanza
teologal. Cada vez que la comunidad de los creyentes se
reúne en el santuario, lo hace para recordar a sí misma
otro santuario: la ciudad futura, la morada de Dios que
queremos comenzar a construir ya en este mundo y que no
podemos dejar de desear, llenos de esperanza y
conscientes de nuestros límites, comprometidos a
preparar lo más posible la llegada del Reino. El
misterio del santuario recuerda, pues, a la Iglesia
peregrina en la tierra, su condición de precariedad, el
hecho de que está encaminada hacia una meta más grande,
la patria futura, que llena el corazón de esperanza y
paz. Este estímulo a la constante conversión en la
esperanza, este testimonio de la primacía del Reino de
Dios, del que la Iglesia es inicio y primicia, deberán
promoverse con particular esmero en la acción pastoral
de los santuarios, al servicio del crecimiento de la
comunidad y de cada uno de los creyentes.
16. Símbolo del cielo nuevo y de la tierra nueva
El santuario asume una importancia profética, porque es
signo de la esperanza más grande, que nos orienta hacia
la meta última y definitiva, donde cada hombre será
plenamente hombre, respetado y realizado según la
justicia de Dios. Por esto, se convierte en llamamiento
constante a criticar la miopía de todas las
realizaciones humanas que se nos quieren presentar como
absolutas. El santuario puede considerarse, por tanto,
como impugnación de toda presunción mundana, de
cualquier dictadura política, de toda ideología que
quiera decir todo sobre el hombre, porque nos recuerda
que existe otra dimensión, la del Reino de Dios que debe
llegar en su plenitud. En el santuario resuena
constantemente el Magníficat, en el que la Iglesia
«encuentra vencido de raíz el pecado del comienzo de la
historia terrena del hombre y de la mujer, el pecado de
la incredulidad o de la poca fe en Dios» y en el que
«María proclama con fuerza la verdad no ofuscada sobre
Dios: el Dios santo y todopoderoso, que desde el comienzo
es la fuente de todo don, aquel que "ha hecho obras
grandes"» (52).
En el santuario se testimonia la dimensión
escatológica de la fe cristiana, es decir, su tensión
hacia la plenitud del Reino. En esta dimensión se funda
y florece la vocación ético-política de los creyentes
a ser, en la historia, conciencia evangélicamente
crítica de las propuestas humanas, que llama a los
hombres al destino más grande, que les impide
empobrecerse en la miopía de lo que se realiza, y los
obliga a actuar incesantemente como levadura (cf. Mt
13,33) con vistas a una sociedad más justa y más
humana.
Precisamente por ser un llamamiento a otra dimensión,
la del «cielo nuevo y de la tierra nueva» (Ap 21,1), el
santuario estimula a vivir como fermento crítico y
profético en este cielo presente y en esta tierra
presente, y renueva la vocación del cristiano a vivir en
el mundo, aun sin ser del mundo (cf. Jn 17,16). Esa
vocación es un rechazo de las instrumentalizaciones
ideológicas de cualquier tipo, y más que todo presencia
estimulante al servicio de la construcción de todo el
hombre en cada hombre, según la voluntad del Señor.
A la luz de esto se comprende cómo una atenta acción
pastoral puede transformar los santuarios en lugares de
educación a los valores éticos, en particular la
justicia, la solidaridad, la paz y la salvaguardia de la
creación, para contribuir al crecimiento de la calidad
de la vida para todos.
Conclusión
17. Convergencia de esfuerzos
El santuario no es sólo una obra humana, sino también
un signo visible de la presencia del Dios invisible. Por
esto, se exige una oportuna convergencia de esfuerzos y
una adecuada conciencia de las funciones y de las
responsabilidades de los protagonistas de la pastoral de
los santuarios, precisamente para favorecer el pleno
reconocimiento y la acogida fecunda del don que el Señor
hace a su pueblo a través de cada santuario.
El santuario presta un valioso servicio a las Iglesias
particulares, sobre todo cuidando de la proclamación de
la Palabra de Dios y la celebración de los sacramentos
de la Reconciliación y de la Eucaristía (53). Este
servicio expresa y vivifica los vínculos históricos y
espirituales que los santuarios tienen con las Iglesias
en las que han surgido, y exige la plena inserción de la
acción pastoral realizada por el santuario en la
pastoral de los Obispos, con particular atención a lo
que más atañe al «carisma» del lugar y al bien
espiritual de los fieles que acuden a él en
peregrinación.
Bajo la guía del Obispo o de la Conferencia
Episcopal, según los casos, los santuarios definen su
identidad pastoral específica y su estructura
organizativa, que debe expresarse en sus propios
estatutos (54). Por lo demás, esta participación de los
santuarios en la pastoral diocesana requiere que se
atienda a la preparación específica de las personas y
de las comunidades que deberán encargarse de ella.
Es igualmente importante promover la colaboración y
el asociacionismo entre los santuarios, especialmente
entre aquellos de una misma área geográfica y cultural,
y la coordinación de su acción pastoral con la acción
del turismo y de la movilidad en general. La
multiplicación de iniciativas en ese sentido - desde
congresos a nivel mundial hasta encuentros continentales
y nacionales (55) - ha puesto de relieve la creciente
afluencia a los santuarios, ha estimulado la toma de
conciencia de nuevas urgencias y ha favorecido nuevas
respuestas pastorales a los nuevos desafíos de los
lugares y de los tiempos.
El "misterio del Templo" ofrece, por tanto,
una riqueza de estímulos que se han de meditar y hacer
fructificar con la acción. En cuanto memoria de nuestro
origen, el santuario recuerda la iniciativa de Dios y
ayuda al peregrino a acogerla con sentimientos de
asombro, gratitud y compromiso. En cuanto lugar de la
Presencia divina, testimonia la fidelidad de Dios y Su
acción incesante en medio de Su pueblo, mediante la
Palabra y los Sacramentos. En cuanto Profecía, o sea,
evocación de la patria celestial, recuerda que no todo
está cumplido, y debe aún cumplirse en plenitud según
la promesa de Dios hacia la cual nos encaminamos;
precisamente, al mostrar la relatividad de todo lo que es
penúltimo con respecto a la última Patria, el santuario
ayuda a descubrir a Cristo como Templo nuevo de la
humanidad reconciliada con Dios.
Teniendo presentes estas tres dimensiones teológicas
del santuario, la pastoral de los santuarios deberá
promover la continua renovación de la vida espiritual y
del compromiso eclesial, con una intensa vigilancia
crítica frente a todas las culturas y las realizaciones
humanas, pero también con un espíritu de colaboración,
abierto a las exigencias del diálogo ecuménico e
interreligioso.
18. María, santuario vivo
La Virgen María es el santuario vivo del Verbo de Dios,
el Arca de la alianza nueva y eterna. En efecto, el
relato del anuncio del ángel a María está modelado por
Lucas, mediante un fino contrapunto, con las imágenes de
la tienda del encuentro con Dios en el Sinaí y del
templo de Sión. Así como la nube cubría al pueblo de
Dios en marcha hacia el desierto (cf. Nm 10,34; Dt 33,12;
Sal 91,4), y así como esa misma nube, signo del misterio
divino presente en medio de Israel, se cernía sobre el
Arca de la alianza (cf. Ex 40,35), asimismo ahora la
sombra del Altísimo envuelve y penetra el tabernáculo
de la nueva alianza que es el seno de María (cf. Lc
1,35).
Más aún, el evangelista Lucas relaciona sutilmente
las palabras del ángel con el canto que el profeta
Sofonías eleva a la presencia de Dios en Sión. El
ángel dice a María: «Alégrate, llena de gracia, el
Señor está contigo... No temas, María... vas a
concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo...» (Lc
1,28-31). El profeta dice a Sión: «Alégrate, hija de
Sión, el rey de Israel, el Señor está en tu seno. No
temas, Sión... El Señor, tu Dios, está en tu seno, el
Poderoso te salvará» (So 3,14-17). En el
"seno" (be qereb) de la hija de Sión, símbolo
de Jerusalén, sede del templo, se manifiesta la
presencia de Dios con su pueblo; en el seno de la nueva
hija de Sión el Señor establece su templo perfecto para
una comunión plena con la humanidad a través de su
Hijo, Jesucristo.
El tema se propone nuevamente en la escena de la
visitación de María a Isabel. La pregunta que Isabel
dirige a la futura madre de Jesús tiene un gran
contenido alusivo: «¿De dónde a mí que la madre de mi
Señor venga a mí?» (Lc 1,43). Esas palabras, en
efecto, remiten a las de David frente al Arca del Señor:
«¿Cómo va a venir a mí el Arca de Yahveh?» (2 S
6,9). María es, pues, la nueva Arca de la presencia del
Señor: cabe destacar que aquí, por primera vez en el
evangelio de Lucas, aparece el título Kyrios,
«Señor», aplicado a Cristo, el título que en la
Biblia griega traducía el nombre sagrado de Dios Jhwh.
Así como el Arca del Señor permaneció tres meses en la
casa de Obed Edom, llenándola de bendiciones (cf 2 S
6,11), también María, el Arca viva de Dios, permaneció
tres meses en la casa de Isabel con su presencia
santificante (cf. Lc 1,56).
Es iluminativa, a este respecto, la afirmación de san
Ambrosio: «María era el templo de Dios, no el Dios del
templo, y por eso es preciso adorar solamente a Aquel que
actuaba en el templo» (56). Por este motivo, «la
Iglesia, a lo largo de toda su vida, mantiene con la
Madre de Dios un vínculo que comprende, en el misterio
salvífico, el pasado, el presente y el futuro, y la
venera como madre espiritual de la humanidad y abogada de
gracia» (57), como lo demuestra la presencia de los
numerosos santuarios marianos esparcidos por el mundo
(58), que constituyen un auténtico «Magníficat
misionero» (59).
En los múltiples santuarios marianos, afirma el Santo
Padre, «no sólo los individuos o grupos locales, sino a
veces naciones enteras y continentes buscan el encuentro
con la Madre del Señor, con la que es bienaventurada
porque ha creído; es la primera entre los creyentes y
por esto se ha convertido en Madre del Emmanuel. Éste es
el mensaje de la tierra de Palestina, patria espiritual
de todos los cristianos, al ser patria del Salvador del
mundo y de su Madre.
Éste es el mensaje de tantos templos que en Roma y en
el mundo entero la fe cristiana ha levantado a lo largo
de los siglos. Éste es el mensaje de los centros como
Guadalupe, Lourdes, Fátima y de los otros diseminados en
las distintas naciones, entre los que no puedo dejar de
citar el de mi tierra natal, Jasna Góra. Tal vez se
podría hablar de una específica "geografía"
de la fe y de la piedad mariana, que abarca todos estos
lugares de especial peregrinación del pueblo de Dios, el
cual busca el encuentro con la Madre de Dios para hallar,
en el ámbito de la materna presencia de "la que ha
creído", la consolidación de la propia fe» (60).
Con este fin, los responsables de la pastoral de los
santuarios han de velar, con atención constante, para
que las diversas expresiones de la piedad mariana se
integren en la vida litúrgica, que es el centro y la
definición del santuario.
Al acercarse a María, el peregrino debe sentirse
llamado a vivir la "dimensión pascual" (61)
que gradualmente transforma su vida mediante la acogida a
la Palabra, la celebración de los sacramentos y el
compromiso en favor de los hermanos.
El encuentro comunitario y personal con María,
«estrella de la evangelización» (62), impulsará a los
peregrinos, como animó a los Apóstoles, a anunciar con
la palabra y el testimonio de vida «las maravillas de
Dios» (Hch 2,11).
Ciudad del Vaticano, 8 de mayo de 1999
Arzobispo Stephen Fumio Hamao
Presidente
Arzobispo Francesco Gioia
Secretario
1) Pontificio Consejo para la Pastoral de los
Emigrantes e Itinerantes, La peregrinación en el Gran
Jubileo del año 2000 (11.4.1998), 32; el texto remite a
Ex 27,21; 29,4.10-11.30.32.42.44.
2) Cf. el documento citado del Pontificio Consejo y el de
la Conferencia Episcopal Italiana: «Venite, saliamo sul
monte del Signore» (Is 2,3). Il pellegrinaggio alle
soglie del terzo millennio (29.6.1998).
3) Código de Derecho Canónico, c. 1230.
4) Ib., c. 1234, § 1.
5) Juan Pablo II, Homilía a los fieles de Corrientes,
Argentina (9.4.1987): L'Osservatore Romano, edición en
lengua española (3.5.1987), 6.
6) Juan Pablo II, Ángelus (12.7.1992): L'Osservatore
Romano, edición en lengua española (17.7.1992), p.1.
7) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 6.
8) Todos los santuarios que Israel tuvo (Siquem, Betel,
Berseba y Silo) están vinculados a la historia de los
patriarcas y son memoriales del encuentro con el Dios
vivo.
9) Epist. 3,1: Sources Chrétiennes 363,124.
10) Ib., 3,2: SCh 363,126.
11) En los santuarios es posible «encender en todo hogar
el fuego del amor divino», como afirma Teodoreto de Ciro
a propósito de la iglesia edificada en honor de Santa
Tecla (Historia Religiosa, 29,7: SCh 257,239.
12) S. Agustín, Carta a Proba, 130,8,15.
13) S. Agustín, Comentario a la carta de San Juan, IX,9.
14) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 65.
15) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Sacrosanctum
Concilium, 111.
16) Cf. Juan Pablo II, Homilía en el santuario de
Belém, Brasil (8.7.1980).
17) El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda: «Los
santuarios son, para los peregrinos en busca de fuentes
vivas, lugares excepcionales para vivir en comunión con
la Iglesia las formas de la oración cristiana» (2691).
18) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 54 y
65. 19) Pseudo Eusebio de Alejandría, Sermón 16: PG
86,416.
20) Juan Pablo II, en la Carta apostólica Dies Domini
(31.5.1998), afirma: «Se recuperan también expresiones
antiguas de la religiosidad, como la peregrinación, y
los fieles aprovechan el reposo dominical para acudir a
los santuarios donde poder transcurrir, preferiblemente
con toda la familia, algunas horas de una experiencia
más intensa de fe. Son momentos de gracia que es preciso
alimentar con una adecuada evangelización y orientar con
auténtico tacto pastoral» (52).
21) Pensemos también en los Salmos de las subidas al
templo de Jerusalén y en la imagen del Dios protector de
Israel que ellos ofrecen (cf. en particular los Salmos
121 y 127).
22) Gregorio de Nisa escribe: «Dondequiera que estés,
Dios vendrá a ti, si la morada de tu alma se encuentra
preparada para que el Señor pueda habitar en ti»
(Epistula 2,16: SCh 363,121).
23) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 6.
24) Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelii
nuntiandi (8.12.1975), 48.
25) Cf. Juan Pablo II, Homilía en el santuario de
Zapopan, México, (30.1.1979).
26) Cf. Comisión Teológica Internacional, Documento
Fides et inculturatio (1987), III, 2-7.
27) Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes
e Itinerantes, Camina hacia el esplendor, el Señor
camina contigo. Actas del Primer Congreso Mundial de la
Pastoral de los Santuarios y Peregrinaciones (Roma,
26-29.2.1992), Documento final, 8, p.240.
28) La peregrinación en el Gran Jubileo del año 2000,
o.c., 34.
29) Juan Pablo II, Mensaje con ocasión del 50·
aniversario de la Organización Católica Internacional
del Cine (31.10.1978): L'Osservatore Romano, edición en
lengua española (22.4.1979), p.14.
30) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum ordinis,
4.
31) Juan Pablo II, Carta encíclica Dives in misericordia
(30.11.1980), 1.
32) Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptor hominis
(4.3.1979), 20.
33) Para las líneas fundamentales con respecto a la
catequesis y a la celebración del sacramento de la
Reconciliación, cf. Juan Pablo II, Exhortación
apostólica postsinodal Reconciliatio et poenitentia
(2.12.1984).
34) Juan Pablo II, Bula de convocación del Gran Jubileo
del año 2000 Incarnationis mysterium (29.11.1998), 9.
35) Ib., 10. Cf. Pablo VI, Constitución apostólica
Indulgentiarum doctrina (1.1.1967).
36) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum ordinis,
5.
37) Catecismo de la Iglesia católica, 2643; cf. Pablo
VI, Carta encíclica Mysterium fidei (3.9.1965);
Congregación par el Culto Divino, Instrucción
Inaestimabile donum (3.4.1980).
38) Juan Pablo II, Carta al Arzobispo Pasquale Macchi con
ocasión del VII Centenario del Santuario de la Santa
Casa de Loreto (15.8.1993), 7: cf. L'Osservatore Romano,
edición en lengua española (24.9.1993), p.7.
39) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam
actuositatem, 10.
40) Juan Pablo II, Discurso durante la audiencia general
(3.1.1979): L'Osservatore Romano, edición en lengua
española (7.1.1979), p.4; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Apostolicam actuositatem, 11.
41) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 63.
42) Juan Pablo II afirma: «Los santuarios marianos son
como la casa de la Madre, lugares para detenerse y
descansar en el largo camino que lleva a Cristo; son
hogares donde, mediante la fe sencilla y humilde de los
"pobres de espíritu" (cf. Mt 5,3), se vuelve a
tomar contacto con las grandes riquezas que Cristo ha
confiado y dado a la Iglesia, especialmente los
sacramentos, la gracia, la misericordia, la caridad para
con los hermanos que sufren y los enfermos» (Ángelus,
21.6.1987): L'Osservatore Romano, edición en lengua
española (28.6.1987), p.1.
43) Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, 4.
44) Ib.,8.
45) Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de
los Cristianos, Directorio para la Aplicación de los
Principios y Normas sobre el Ecumenismo (25.3.1993), 29 y
103.
46) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium,
16.
47) Cf. Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptor hominis
(4.3.1979), 6.
48) Cf. Juan Pablo II, Carta apostólica Tertio millennio
adveniente (10.11.1994), 52-53.
49) Cf. Juan Pablo II, Homilía en la misa para los
enfermos en la basílica de San Pedro (11.2.1990).
50) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium,
41; Juan Pablo II, Carta apostólica Salvifici doloris
(11.2.1984).
51) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium,
8; cf. Decr. Unitatis redintegratio, 6-7.
52) Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris Mater
(25.3.1987), 37.
53) Al contrario, es pastoralmente conveniente que los
sacramentos del bautismo, la confirmación y el
matrimonio se celebren en las parroquias de residencia,
ayudando a los fieles a captar el significado comunitario
de estos sacramentos; cf. Juan Pablo II, Exhortación
apostólica Christifideles laici (30.12.1988), 26.
54) Código de Derecho Canónico, c. 1232. En ese
sentido, la Conferencia Episcopal Francesa, por ejemplo,
ha elaborado una Carta de los Santuarios.
55) El Pontificio Consejo para la Pastoral de los
Emigrantes e Itinerantes trabaja en esta dirección, como
lo demuestra la organización de los dos Congresos
Mundiales (Roma, 26-29.2.1992, y Éfeso, Turquía, 4-
7.5.1998) y de los dos celebrados a nivel regional
(Máriapócs, Hungría, 2-4.9.1986, y Pompeya, Italia,
17- 21.10.1998); cf. respectivas Actas.
56) De Spiritu Sancto III, 11, 80.
57) Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris Mater
(25.3.1987), 47.
58) Juan Pablo II recuerda: «Sé perfectamente que cada
pueblo, cada país y también cada diócesis tiene sus
lugares santos en los que late el corazón de todo el
pueblo de Dios de manera, podríamos decir, más viva;
lugares de encuentro especial entre Dios y los seres
humanos; sitios en que Cristo mora de modo particular
entre nosotros. Si estos lugares están dedicados con
tanta frecuencia a su Madre, ello nos revela la
naturaleza de su Iglesia en plenitud total», Homilía en
el santuario de Knock, Irlanda, (30.9.1979):
L'Osservatore Romano, edición en lengua española
(7.10.1979), p. 13.
59) Juan Pablo II, Mensaje al III Congreso Misionero
Latinoamericano, Bogotá (6.7.1987).
60) Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris Mater
(25.3.1987), 28.
61) Congregación para el Culto Divino, Carta circular a
los Presidentes de las Comisiones Litúrgicas nacionales
Orientaciones y propuestas para la celebración del Año
mariano (3.4.1987), 78: Notitiae 23 (1987), p. 386.
62) Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelii
nuntiandi (8.12.1975), 82.