Venerables Hermanos amadísimos hijos e hijas:
¡Salud y
Bendición Apostólica!
INTRODUCCIÓN
1. La Madre del Redentor tiene un lugar preciso en el plan de la salvación, porque
«al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido
bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, para que recibieran la
filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Gál 4, 4-6).
Con estas palabras del apóstol Pablo, que el Concilio Vaticano II cita al comienzo de
la exposición sobre la bienaventurada Virgen María,(1) deseo iniciar también mi
reflexión sobre el significado que María tiene en el misterio de Cristo y sobre su
presencia activa y ejemplar en la vida de la Iglesia. Pues, son palabras que celebran
conjuntamente el amor del Padre, la misión del Hijo, el don del Espíritu, la mujer de la
que nació el Redentor, nuestra filiación divina, en el misterio de la «plenitud de los
tiempos».(2)
Esta plenitud delimita el momento, fijado desde toda la eternidad, en el cual el Padre
envió a su Hijo «para que todo el que crea en él no perezca sino que tenga vida
eterna» (Jn 3, 16). Esta plenitud señala el momento feliz en el que «la Palabra que
estaba con Dios ... se hizo carne, y puso su morada entre nosotros» (Jn 1, 1. 14),
haciéndose nuestro hermano. Esta misma plenitud señala el momento en que el Espíritu
Santo, que ya había infundido la plenitud de gracia en María de Nazaret, plasmó en su
seno virginal la naturaleza humana de Cristo. Esta plenitud define el instante en el que,
por la entrada del eterno en el tiempo, el tiempo mismo es redimido y, llenándose del
misterio de Cristo, se convierte definitivamente en «tiempo de salvación». Designa,
finalmente, el comienzo arcano del camino de la Iglesia. En la liturgia, en efecto, la
Iglesia saluda a María de Nazaret como a su exordio,(3) ya que en la Concepción
inmaculada ve la proyección, anticipada en su miembro más noble, de la gracia salvadora
de la Pascua y, sobre todo, porque en el hecho de la Encarnación encuentra unidos
indisolublemente a Cristo y a María: al que es su Señor y su Cabeza y a la que,
pronunciando el primer fíat de la Nueva Alianza, prefigura su condición de esposa y
madre.
2. La Iglesia, confortada por la presencia de Cristo (cf. Mt 28, 20), camina en el
tiempo hacia la consumación de los siglos y va al encuentro del Señor que llega. Pero en
este camino deseo destacarlo enseguida procede recorriendo de nuevo el
itinerario realizado por la Virgen María, que «avanzó en la peregrinación de la fe y
mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz».(4) Tomo estas palabras tan densas
y evocadoras de la Constitución Lumen gentium, que en su parte final traza una síntesis
eficaz de la doctrina de la Iglesia sobre el tema de la Madre de Cristo, venerada por ella
como madre suya amantísima y como su figura en la fe, en la esperanza y en la caridad.
Poco después del Concilio, mi gran predecesor Pablo VI quiso volver a hablar de la
Virgen Santísima, exponiendo en la Carta Encíclica Christi Matri y más tarde en las
Exhortaciones Apostólicas Signum magnum y Marialis cultus (5) los fundamentos y criterios
de aquella singular veneración que la Madre de Cristo recibe en la Iglesia, así como las
diferentes formas de devoción mariana litúrgicas, populares y privadas
correspondientes al espíritu de la fe.
3. La circunstancia que ahora me empuja a volver sobre este tema es la perspectiva del
año dos mil, ya cercano, en el que el Jubileo bimilenario del nacimiento de Jesucristo
orienta, al mismo tiempo, nuestra mirada hacia su Madre. En los últimos años se han
alzado varias voces para exponer la oportunidad de hacer preceder tal conmemoración por
un análogo Jubileo, dedicado a la celebración del nacimiento de María.
En realidad, aunque no sea posible establecer un preciso punto cronológico para fijar
la fecha del nacimiento de María, es constante por parte de la Iglesia la conciencia de
que María apareció antes de Cristo en el horizonte de la historia de la salvación.(6)
Es un hecho que, mientras se acercaba definitivamente «la plenitud de los tiempos», o
sea el acontecimiento salvífico del Emmanuel, la que había sido destinada desde la
eternidad para ser su Madre ya existía en la tierra. Este «preceder» suyo a la venida
de Cristo se refleja cada año en la liturgia de Adviento. Por consiguiente, si los años
que se acercan a la conclusión del segundo Milenio después de Cristo y al comienzo del
tercero se refieren a aquella antigua espera histórica del Salvador, es plenamente
comprensible que en este período deseemos dirigirnos de modo particular a la que, en la
«noche» de la espera de Adviento, comenzó a resplandecer como una verdadera «estrella
de la mañana» (Stella matutina). En efecto, igual que esta estrella junto con la
«aurora» precede la salida del sol, así María desde su concepción inmaculada ha
precedido la venida del Salvador, la salida del «sol de justicia» en la historia del
género humano.(7)
Su presencia en medio de Israel tan discreta que pasó casi inobservada a los
ojos de sus contemporáneos resplandecía claramente ante el Eterno, el cual había
asociado a esta escondida «hija de Sión» (cf. So 3, 14; Za 2, 14) al plan salvífico
que abarcaba toda la historia de la humanidad. Con razón pues, al término del segundo
Milenio, nosotros los cristianos, que sabemos como el plan providencial de la Santísima
Trinidad sea la realidad central de la revelación y de la fe, sentimos la necesidad de
poner de relieve la presencia singular de la Madre de Cristo en la historia, especialmente
durante estos últimos años anteriores al dos mil.
4. Nos prepara a esto el Concilio Vaticano II, presentando en su magisterio a la Madre
de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia. En efecto, si es verdad que «el
misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» como
proclama el mismo Concilio (8), es necesario aplicar este principio de modo muy
particular a aquella excepcional «hija de las generaciones humanas», a aquella «mujer»
extraordinaria que llegó a ser Madre de Cristo. Sólo en el misterio de Cristo se
esclarece plenamente su misterio. Así, por lo demás, ha intentado leerlo la Iglesia
desde el comienzo. El misterio de la Encarnación le ha permitido penetrar y esclarecer
cada vez mejor el misterio de la Madre del Verbo encarnado. En este profundizar tuvo
particular importancia el Concilio de Éfeso (a. 431) durante el cual, con gran gozo de
los cristianos, la verdad sobre la maternidad divina de María fue confirmada solemnemente
como verdad de fe de la Iglesia. María es la Madre de Dios (Theotókos), ya que por obra
del Espíritu Santo concibió en su seno virginal y dio al mundo a Jesucristo, el Hijo de
Dios consubstancial al Padre.(9) «El Hijo de Dios... nacido de la Virgen María... se
hizo verdaderamente uno de los nuestros...»,(10) se hizo hombre. Así pues, mediante el
misterio de Cristo, en el horizonte de la fe de la Iglesia resplandece plenamente el
misterio de su Madre. A su vez, el dogma de la maternidad divina de María fue para el
Concilio de Éfeso y es para la Iglesia como un sello del dogma de la Encarnación, en la
que el Verbo asume realmente en la unidad de su persona la naturaleza humana sin anularla.
5. El Concilio Vaticano II, presentando a María en el misterio de Cristo, encuentra
también, de este modo, el camino para profundizar en el conocimiento del misterio de la
Iglesia. En efecto, María, como Madre de Cristo, está unida de modo particular a la
Iglesia, «que el Señor constituyó como su Cuerpo».(11) El texto conciliar acerca
significativamente esta verdad sobre la Iglesia como cuerpo de Cristo (según la
enseñanza de las Cartas paulinas) a la verdad de que el Hijo de Dios «por obra del
Espíritu Santo nació de María Virgen». La realidad de la Encarnación encuentra casi
su prolongación en el misterio de la Iglesia-cuerpo de Cristo. Y no puede pensarse en la
realidad misma de la Encarnación sin hacer referencia a María, Madre del Verbo
encarnado.
En las presentes reflexiones, sin embargo, quiero hacer referencia sobre todo a aquella
«peregrinación de la fe», en la que «la Santísima Virgen avanzó», manteniendo
fielmente su unión con Cristo.(12) De esta manera aquel doble vínculo, que une la Madre
de Dios a Cristo y a la Iglesia, adquiere un significado histórico. No se trata aquí
sólo de la historia de la Virgen Madre, de su personal camino de fe y de la «parte
mejor» que ella tiene en el misterio de la salvación, sino además de la historia de
todo el Pueblo de Dios, de todos los que toman parte en la misma peregrinación de la fe.
Esto lo expresa el Concilio constatando en otro pasaje que María «precedió»,
convirtiéndose en «tipo de la Iglesia ... en el orden de la fe, de la caridad y de la
perfecta unión con Cristo».(13) Este «preceder» suyo como tipo, o modelo, se refiere
al mismo misterio íntimo de la Iglesia, la cual realiza su misión salvífica uniendo en
sí como María las cualidades de madre y virgen. Es virgen que «guarda pura
e íntegramente la fe prometida al Esposo» y que «se hace también madre ... pues ...
engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y
nacidos de Dios».(14)
6. Todo esto se realiza en un gran proceso histórico y, por así decir, «en un
camino». La peregrinación de la fe indica la historia interior, es decir la historia de
las almas. Pero ésta es también la historia de los hombres, sometidos en esta tierra a
la transitoriedad y comprendidos en la dimensión de la historia. En las siguientes
reflexiones deseamos concentrarnos ante todo en la fase actual, que de por sí no es aún
historia, y sin embargo la plasma sin cesar, incluso en el sentido de historia de la
salvación. Aquí se abre un amplio espacio, dentro del cual la bienaventurada Virgen
María sigue «precediendo» al Pueblo de Dios. Su excepcional peregrinación de la fe
representa un punto de referencia constante para la Iglesia, para los individuos y
comunidades, para los pueblos y naciones, y, en cierto modo, para toda la humanidad. De
veras es difícil abarcar y medir su radio de acción.
El Concilio subraya que la Madre de Dios es ya el cumplimiento escatológico de la
Iglesia: «La Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen la perfección, en virtud de la
cual no tiene mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27)» y al mismo tiempo que «los fieles luchan
todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus
ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los
elegidos».(15) La peregrinación de la fe ya no pertenece a la Madre del Hijo de Dios;
glorificada junto al Hijo en los cielos, María ha superado ya el umbral entre la fe y la
visión «cara a cara» (1 Cor 13, 12). Al mismo tiempo, sin embargo, en este cumplimiento
escatológico no deja de ser la «Estrella del mar» (Maris Stella) (16) para todos los
que aún siguen el camino de la fe. Si alzan los ojos hacia ella en los diversos lugares
de la existencia terrena lo hacen porque ella «dio a luz al Hijo, a quien Dios
constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom 8, 29)»,(17) y también porque a
la «generación y educación» de estos hermanos y hermanas «coopera con amor
materno».(18)
I. PARTE
MARÍA EN EL MISTERIO DE CRISTO
1. Llena de gracia
7. «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con
toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo» (Ef 1, 3). Estas
palabras de la Carta a los Efesios revelan el eterno designio de Dios Padre, su plan de
salvación del hombre en Cristo. Es un plan universal, que comprende a todos los hombres
creados a imagen y semejanza de Dios (cf. Gén 1, 26). Todos, así como están incluidos
«al comienzo» en la obra creadora de Dios, también están incluidos eternamente en el
plan divino de la salvación, que se debe revelar completamente, en la «plenitud de los
tiempos», con la venida de Cristo. En efecto, Dios, que es «Padre de nuestro Señor
Jesucristo, son las palabras sucesivas de la misma Carta «nos ha elegido en
él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el
amor; eligiéndonos de antemano para ser sus «hijos adoptivos por medio de Jesucristo,
según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la que
nos agració en el Amado. En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón
de los delitos, según la riqueza de su gracia» (Ef 1, 4-7).
El plan divino de la salvación, que nos ha sido revelado plenamente con la venida de
Cristo, es eterno. Está también según la enseñanza contenida en aquella Carta y
en otras Cartas paulinas eternamente unido a Cristo. Abarca a todos los hombres,
pero reserva un lugar particular a la «mujer» que es la Madre de aquel, al cual el Padre
ha confiado la obra de la salvación.(19) Como escribe el Concilio Vaticano II, «ella
misma es insinuada proféticamente en la promesa dada a nuestros primeros padres caídos
en pecado», según el libro del Génesis (cf. 3, 15). «Así también, ella es la Virgen
que concebirá y dará a luz un Hijo cuyo nombre será Emmanuel», según las palabras de
Isaías (cf. 7, 14).(20) De este modo el Antiguo Testamento prepara aquella «plenitud de
los tiempos», en que Dios «envió a su Hijo, nacido de mujer, ... para que recibiéramos
la filiación adoptiva». La venida del Hijo de Dios al mundo es el acontecimiento narrado
en los primeros capítulos de los Evangelios según Lucas y Mateo.
8. María es introducida definitivamente en el misterio de Cristo a través de este
acontecimiento: la anunciación del ángel. Acontece en Nazaret, en circunstancias
concretas de la historia de Israel, el primer pueblo destinatario de las promesas de Dios.
El mensajero divino dice a la Virgen: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está
contigo» (Lc 1, 28). María «se conturbó por estas palabras, y discurría qué
significaría aquel saludo» (Lc 1, 29). Qué significarían aquellas extraordinarias
palabras y, en concreto, la expresión «llena de gracia» (Kejaritoméne).(21)
Si queremos meditar junto a María sobre estas palabras y, especialmente sobre la
expresión «llena de gracia», podemos encontrar una verificación significativa
precisamente en el pasaje anteriormente citado de la Carta a los Efesios. Si, después del
anuncio del mensajero celestial, la Virgen de Nazaret es llamada también «bendita entre
las mujeres» (cf. Lc 1, 42), esto se explica por aquella bendición de la que «Dios
Padre» nos ha colmado «en los cielos, en Cristo». Es una bendición espiritual, que se
refiere a todos los hombres, y lleva consigo la plenitud y la universalidad («toda
bendición»), que brota del amor que, en el Espíritu Santo, une al Padre el Hijo
consubstancial. Al mismo tiempo, es una bendición derramada por obra de Jesucristo en la
historia del hombre desde el comienzo hasta el final: a todos los hombres. Sin embargo,
esta bendición se refiere a María de modo especial y excepcional; en efecto, fue
saludada por Isabel como «bendita entre las mujeres».
La razón de este doble saludo es, pues, que en el alma de esta «hija de Sión» se ha
manifestado, en cierto sentido, toda la «gloria de su gracia», aquella con la que el
Padre «nos agració en el Amado». El mensajero saluda, en efecto, a María como «llena
de gracia»; la llama así, como si éste fuera su verdadero nombre. No llama a su
interlocutora con el nombre que le es propio en el registro civil: «Miryam» (María),
sino con este nombre nuevo: «llena de gracia». ¿Qué significa este nombre? ¿Porqué
el arcángel llama así a la Virgen de Nazaret?
En el lenguaje de la Biblia «gracia» significa un don especial que, según el Nuevo
Testamento, tiene la propia fuente en la vida trinitaria de Dios mismo, de Dios que es
amor (cf. 1 Jn 4, 8). Fruto de este amor es la elección, de la que habla la Carta a los
Efesios. Por parte de Dios esta elección es la eterna voluntad de salvar al hombre a
través de la participación de su misma vida en Cristo (cf. 2 P 1, 4): es la salvación
en la participación de la vida sobrenatural. El efecto de este don eterno, de esta gracia
de la elección del hombre, es como un germen de santidad, o como una fuente que brota en
el alma como don de Dios mismo, que mediante la gracia vivifica y santifica a los
elegidos. De este modo tiene lugar, es decir, se hace realidad aquella bendición del
hombre «con toda clase de bendiciones espirituales», aquel «ser sus hijos adoptivos ...
en Cristo» o sea en aquel que es eternamente el «Amado» del Padre.
Cuando leemos que el mensajero dice a María «llena de gracia», el contexto
evangélico, en el que confluyen revelaciones y promesas antiguas, nos da a entender que
se trata de una bendición singular entre todas las «bendiciones espirituales en
Cristo». En el misterio de Cristo María está presente ya «antes de la creación del
mundo» como aquella que el Padre «ha elegido» como Madre de su Hijo en la Encarnación,
y junto con el Padre la ha elegido el Hijo, confiándola eternamente al Espíritu de
santidad. María está unida a Cristo de un modo totalmente especial y excepcional, e
igualmente es amada en este «Amado»eternamente, en este Hijo consubstancial al Padre, en
el que se concentra toda «la gloria de la gracia». A la vez, ella está y sigue abierta
perfectamente a este «don de lo alto» (cf. St 1, 17). Como enseña el Concilio, María
«sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de El esperan con confianza la
salvación».(22)
9. Si el saludo y el nombre «llena de gracia» significan todo esto, en el contexto
del anuncio del ángel se refieren ante todo a la elección de María como Madre del Hijo
de Dios. Pero, al mismo tiempo, la plenitud de gracia indica la dádiva sobrenatural, de
la que se beneficia María porque ha sido elegida y destinada a ser Madre de Cristo. Si
esta elección es fundamental para el cumplimiento de los designios salvíficos de Dios
respecto a la humanidad, si la elección eterna en Cristo y la destinación a la dignidad
de hijos adoptivos se refieren a todos los hombres, la elección de María es del todo
excepcional y única. De aquí, la singularidad y unicidad de su lugar en el misterio de
Cristo.
El mensajero divino le dice: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de
Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un Hijo, a quien pondrás por nombre
Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo» (Lc 1, 30-32). Y cuando la
Virgen, turbada por aquel saludo extraordinario, pregunta: «¿Cómo será esto, puesto
que no conozco varón?», recibe del ángel la confirmación y la explicación de las
palabras precedentes. Gabriel le dice: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder
del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será
llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35).
Por consiguiente, la Anunciación es la revelación del misterio de la Encarnación al
comienzo mismo de su cumplimiento en la tierra. El donarse salvífico que Dios hace de sí
mismo y de su vida en cierto modo a toda la creación, y directamente al hombre, alcanza
en el misterio de la Encarnación uno de sus vértices. En efecto, este es un vértice
entre todas las donaciones de gracia en la historia del hombre y del cosmos. María es
«llena de gracia», porque la Encarnación del Verbo, la unión hipostática del Hijo de
Dios con la naturaleza humana, se realiza y cumple precisamente en ella. Como afirma el
Concilio, María es «Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el
sagrario del Espíritu Santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con mucho a todas
las criaturas celestiales y terrenas».(23)
10. La Carta a los Efesios, al hablar de la «historia de la gracia» que «Dios Padre
... nos agració en el Amado», añade: «En él tenemos por medio de su sangre la
redención» (Ef 1, 7). Según la doctrina, formulada en documentos solemnes de la
Iglesia, esta «gloria de la gracia» se ha manifestado en la Madre de Dios por el hecho
de que ha sido redimida «de un modo eminente».(24) En virtud de la riqueza de la gracia
del Amado, en razón de los méritos redentores del que sería su Hijo, María ha sido
preservada de la herencia del pecado original.(25) De esta manera, desde el primer
instante de su concepción, es decir de su existencia, es de Cristo, participa de la
gracia salvífica y santificante y de aquel amor que tiene su inicio en el «Amado», el
Hijo del eterno Padre, que mediante la Encarnación se ha convertido en su propio Hijo.
Por eso, por obra del Espíritu Santo, en el orden de la gracia, o sea de la
participación en la naturaleza divina, María recibe la vida de aquel al que ella misma
dio la vida como madre, en el orden de la generación terrena. La liturgia no duda en
llamarla «madre de su Progenitor» (26) y en saludarla con las palabras que Dante
Alighieri pone en boca de San Bernardo: «hija de tu Hijo».(27) Y dado que esta «nueva
vida» María la recibe con una plenitud que corresponde al amor del Hijo a la Madre y,
por consiguiente, a la dignidad de la maternidad divina, en la anunciación el ángel la
llama «llena de gracia».
11. En el designio salvífico de la Santísima Trinidad el misterio de la Encarnación
constituye el cumplimiento sobreabundante de la promesa hecha por Dios a los hombres,
después del pecado original, después de aquel primer pecado cuyos efectos pesan sobre
toda la historia del hombre en la tierra (cf. Gén 3, 15). Viene al mundo un Hijo, el
«linaje de la mujer» que derrotará el mal del pecado en su misma raíz: «aplastará la
cabeza de la serpiente». Como resulta de las palabras del protoevangelio, la victoria del
Hijo de la mujer no sucederá sin una dura lucha, que penetrará toda la historia humana.
«La enemistad», anunciada al comienzo, es confirmada en el Apocalipsis, libro de las
realidades últimas de la Iglesia y del mundo, donde vuelve de nuevo la señal de la
«mujer», esta vez «vestida del sol» (Ap 12, 1).
María, Madre del Verbo encarnado, está situada en el centro mismo de aquella
«enemistad», de aquella lucha que acompaña la historia de la humanidad en la tierra y
la historia misma de la salvación. En este lugar ella, que pertenece a los «humildes y
pobres del Señor», lleva en sí, como ningún otro entre los seres humanos, aquella
«gloria de la gracia» que el Padre «nos agració en el Amado», y esta gracia determina
la extraordinaria grandeza y belleza de todo su ser. María permanece así ante Dios, y
también ante la humanidad entera, como el signo inmutable e inviolable de la elección
por parte de Dios, de la que habla la Carta paulina: «Nos ha elegido en él (Cristo)
antes de la fundación del mundo, ... eligiéndonos de antemano para ser sus hijos
adoptivos» (Ef 1, 4.5). Esta elección es más fuerte que toda experiencia del mal y del
pecado, de toda aquella «enemistad» con la que ha sido marcada la historia del hombre.
En esta historia María sigue siendo una señal de esperanza segura.
2. Feliz la que ha creído
12. Poco después de la narración de la anunciación, el evangelista Lucas nos guía
tras los pasos de la Virgen de Nazaret hacia «una ciudad de Judá» (Lc 1, 39). Según
los estudiosos esta ciudad debería ser la actual Ain-Karim, situada entre las montañas,
no distante de Jerusalén. María llegó allí «con prontitud» para visitar a Isabel su
pariente. El motivo de la visita se halla también en el hecho de que, durante la
anunciación, Gabriel había nombrado de modo significativo a Isabel, que en edad avanzada
había concebido de su marido Zacarías un hijo, por el poder de Dios: «Mira, también
Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de
aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible a Dios»(Lc 1, 36-37). El
mensajero divino se había referido a cuanto había acontecido en Isabel, para responder a
la pregunta de María: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (Lc 1, 34).
Esto sucederá precisamente por el «poder del Altísimo», como y más aún que en el
caso de Isabel.
Así pues María, movida por la caridad, se dirige a la casa de su pariente. Cuando
entra, Isabel, al responder a su saludo y sintiendo saltar de gozo al niño en su seno,
«llena de Espíritu Santo», a su vez saluda a María en alta voz: «Bendita tú entre
las mujeres y bendito el fruto de tu seno» (cf. Lc 1, 40-42). Esta exclamación o
aclamación de Isabel entraría posteriormente en el Ave María, como una continuación
del saludo del ángel, convirtiéndose así en una de las plegarias más frecuentes de la
Iglesia. Pero más significativas son todavía las palabras de Isabel en la pregunta que
sigue: «¿de donde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?»(Lc 1, 43). Isabel da
testimonio de María: reconoce y proclama que ante ella está la Madre del Señor, la
Madre del Mesías. De este testimonio participa también el hijo que Isabel lleva en su
seno: «saltó de gozo el niño en su seno» (Lc 1, 44). EL niño es el futuro Juan el
Bautista, que en el Jordán señalará en Jesús al Mesías.
En el saludo de Isabel cada palabra está llena de sentido y, sin embargo, parece ser
de importancia fundamental lo que dice al final: «¡Feliz la que ha creído que se
cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1, 45).(28) Estas
palabras se pueden poner junto al apelativo «llena de gracia» del saludo del ángel. En
ambos textos se revela un contenido mariológico esencial, o sea, la verdad sobre María,
que ha llegado a estar realmente presente en el misterio de Cristo precisamente porque
«ha creído». La plenitud de gracia, anunciada por el ángel, significa el don de Dios
mismo; la fe de María, proclamada por Isabel en la visitación, indica como la Virgen de
Nazaret ha respondido a este don.
13. «Cuando Dios revela hay que prestarle la obediencia de la fe» (Rom 16, 26; cf.
Rom 1, 5; 2 Cor 10, 5-6), por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, como
enseña el Concilio.(29) Esta descripción de la fe encontró una realización perfecta en
María. El momento «decisivo» fue la anunciación, y las mismas palabras de Isabel
«Feliz la que ha creído» se refieren en primer lugar a este instante.(30)
En efecto, en la Anunciación María se ha abandonado en Dios completamente,
manifestando «la obediencia de la fe» a aquel que le hablaba a través de su mensajero y
prestando «el homenaje del entendimiento y de la voluntad».(31) Ha respondido, por
tanto, con todo su «yo» humano, femenino, y en esta respuesta de fe estaban contenidas
una cooperación perfecta con «la gracia de Dios que previene y socorre» y una
disponibilidad perfecta a la acción del Espíritu Santo, que, «perfecciona
constantemente la fe por medio de sus dones».(32)
La palabra del Dios viviente, anunciada a María por el ángel, se refería a ella
misma «vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo» (Lc 1, 31). Acogiendo este
anuncio, María se convertiría en la «Madre del Señor» y en ella se realizaría el
misterio divino de la Encarnación: «El Padre de las misericordias quiso que precediera a
la encarnación la aceptación de parte de la Madre predestinada».(33) Y María da este
consentimiento, después de haber escuchado todas las palabras del mensajero. Dice: «He
aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Este fíat de
María «hágase en mí» ha decidido, desde el punto de vista humano, la
realización del misterio divino. Se da una plena consonancia con las palabras del Hijo
que, según la Carta a los Hebreos, al venir al mundo dice al Padre: «Sacrificio y
oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo ... He aquí que vengo ... a hacer,
oh Dios, tu voluntad» (Hb 10, 5-7). El misterio de la Encarnación se ha realizado en el
momento en el cual María ha pronunciado su fíat: «hágase en mí según tu palabra»,
haciendo posible, en cuanto concernía a ella según el designio divino, el cumplimiento
del deseo de su Hijo. María ha pronunciado este fíat por medio de la fe. Por medio de la
fe se confió a Dios sin reservas y «se consagró totalmente a sí misma, cual esclava
del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo».(34) Y este Hijo como enseñan los
Padres lo ha concebido en la mente antes que en el seno: precisamente por medio de
la fe.(35) Justamente, por ello, Isabel alaba a María: «¡Feliz la que ha creído que se
cumplirían las cosas que le fueron dichas por parte del Señor!». Estas palabras ya se
han realizado. María de Nazaret se presenta en el umbral de la casa de Isabel y Zacarías
como Madre del Hijo de Dios. Es el descubrimiento gozoso de Isabel: «¿de donde a mí que
la Madre de mi Señor venga a mí?».
14. Por lo tanto, la fe de María puede parangonarse también a la de Abraham, llamado
por el Apóstol «nuestro padre en la fe» (cf. Rom 4, 12). En la economía salvífica de
la revelación divina la fe de Abraham constituye el comienzo de la Antigua Alianza; la fe
de María en la anunciación da comienzo a la Nueva Alianza. Como Abraham «esperando
contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones» (cf. Rom 4, 18), así
María, en el instante de la anunciación, después de haber manifestado su condición de
virgen («¿cómo será esto, puesto que no conozco varón?»), creyó que por el poder
del Altísimo, por obra del Espíritu Santo, se convertiría en la Madre del Hijo de Dios
según la revelación del ángel: «el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de
Dios» (Lc 1, 35).
Sin embargo las palabras de Isabel «Feliz la que ha creído» no se aplican
únicamente a aquel momento concreto de la anunciación. Ciertamente la anunciación
representa el momento culminante de la fe de María a la espera de Cristo, pero es además
el punto de partida, de donde inicia todo su «camino hacia Dios», todo su camino de fe.
Y sobre esta vía, de modo eminente y realmente heroico es mas, con un heroísmo de
fe cada vez mayor se efectuará la «obediencia» profesada por ella a la palabra de
la divina revelación. Y esta «obediencia de la fe» por parte de María a lo largo de
todo su camino tendrá analogías sorprendentes con la fe de Abraham. Como el patriarca
del Pueblo de Dios, así también María, a través del camino de su fíat filial y
maternal, «esperando contra esperanza, creyó». De modo especial a lo largo de algunas
etapas de este camino la bendición concedida a «la que ha creído» se revelará con
particular evidencia. Creer quiere decir «abandonarse» en la verdad misma de la palabra
del Dios viviente, sabiendo y reconociendo humildemente «¡cuan insondables son sus
designios e inescrutables sus caminos!» (Rom 11, 33). María, que por la eterna voluntad
del Altísimo se ha encontrado, puede decirse, en el centro mismo de aquellos
«inescrutables caminos» y de los «insondables designios» de Dios, se conforma a ellos
en la penumbra de la fe, aceptando plenamente y con corazón abierto todo lo que está
dispuesto en el designio divino.
15. María, cuando en la anunciación siente hablar del Hijo del que será madre y al
que «pondrá por nombre Jesús» (Salvador), llega a conocer también que a el mismo «el
Señor Dios le dará el trono de David, su padre» y que «reinará sobre la casa de Jacob
por los siglos y su reino no tendrá fin» (Lc 1, 32-33) En esta dirección se encaminaba
la esperanza de todo el pueblo de Israel. EL Mesías prometido debe ser «grande», e
incluso el mensajero celestial anuncia que «será grande», grande tanto por el nombre de
Hijo del Altísimo como por asumir la herencia de David. Por lo tanto, debe ser rey, debe
reinar «en la casa de Jacob». María ha crecido en medio de esta expectativa de su
pueblo, podía intuir, en el momento de la anunciación ¿qué significado preciso tenían
las palabras del ángel? ¿Cómo conviene entender aquel «reino» que no «tendrá fin»?
Aunque por medio de la fe se haya sentido en aquel instante Madre del «Mesías-rey»,
sin embargo responde: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra»
(Lc 1, 38 ). Desde el primer momento, María profesa sobre todo «la obediencia de la
fe», abandonándose al significado que, a las palabras de la anunciación, daba aquel del
cual provenían: Dios mismo.
16. Siempre a través de este camino de la «obediencia de la fe» María oye algo más
tarde otras palabras; las pronunciadas por Simeón en el templo de Jerusalén. Cuarenta
días después del nacimiento de Jesús, según lo prescrito por la Ley de Moisés, María
y José «llevaron al niño a Jerusalén para presentarle al Señor» (Lc 2, 22) El
nacimiento se había dado en una situación de extrema pobreza. Sabemos, pues, por Lucas
que, con ocasión del censo de la población ordenado por las autoridades romanas, María
se dirigió con José a Belén; no habiendo encontrado «sitio en el alojamiento», dio a
luz a su hijo en un establo y «le acostó en un pesebre» (cf. Lc 2, 7).
Un hombre justo y piadoso, llamado Simeón, aparece al comienzo del «itinerario» de
la fe de María. Sus palabras, sugeridas por el Espíritu Santo (cf. Lc 2, 25-27),
confirman la verdad de la anunciación. Leemos, en efecto, que «tomó en brazos» al
niño, al que según la orden del ángel «se le dio el nombre de Jesús»
(cf. Lc 2, 21). El discurso de Simeón es conforme al significado de este nombre, que
quiere decir Salvador: «Dios es la salvación». Vuelto al Señor, dice lo siguiente:
«Porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los
pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 30-32). Al
mismo tiempo, sin embargo, Simeón se dirige a María con estas palabras: «Este está
puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción
... a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones»; y añade con
referencia directa a María: «y a ti misma una espada te atravesará el alma (Lc 2,
34-35). Las palabras de Simeón dan nueva luz al anuncio que María ha oído del ángel:
Jesús es el Salvador, es «luz para iluminar» a los hombres. ¿No es aquel que se
manifestó, en cierto modo, en la Nochebuena, cuando los pastores fueron al establo? ¿No
es aquel que debía manifestarse todavía más con la llegada de los Magos del Oriente?
(cf. Mt 2, 1-12). Al mismo tiempo, sin embargo, ya al comienzo de su vida, el Hijo de
María y con él su Madre experimentarán en sí mismos la verdad de las
restantes palabras de Simeón: «Señal de contradicción» (Lc 2, 34). El anuncio de
Simeón parece como un segundo anuncio a María, dado que le indica la concreta dimensión
histórica en la cual el Hijo cumplirá su misión, es decir en la incomprensión y en el
dolor. Si por un lado, este anuncio confirma su fe en el cumplimiento de las promesas
divinas de la salvación, por otro, le revela también que deberá vivir en el sufrimiento
su obediencia de fe al lado del Salvador que sufre, y que su maternidad será oscura y
dolorosa. En efecto, después de la visita de los Magos, después de su homenaje
(«postrándose le adoraron»), después de ofrecer unos dones (cf. Mt 2, 11), María con
el niño debe huir a Egipto bajo la protección diligente de José, porque «Herodes
buscaba al niño para matarlo» (cf. Mt 2, 13). Y hasta la muerte de Herodes tendrán que
permanecer en Egipto (cf. Mt 2, 15)
17. Después de la muerte de Herodes, cuando la sagrada familia regresa a Nazaret,
comienza el largo período de la vida oculta. La que «ha creído que se cumplirán las
cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1, 45) vive cada día el contenido de
estas palabras. Diariamente junto a ella está el Hijo a quien ha puesto por nombre
Jesús; por consiguiente, en la relación con él usa ciertamente este nombre, que por lo
demás no podía maravillar a nadie, usándose desde hacía mucho tiempo en Israel. Sin
embargo, María sabe que el que lleva por nombre Jesús ha sido llamado por el ángel
«Hijo del Altísimo» (cf. Lc 1, 32). María sabe que lo ha concebido y dado a luz «sin
conocer varón», por obra del Espíritu Santo, con el poder del Altísimo que ha
extendido su sombra sobre ella (cf. Lc 1, 35), así como la nube velaba la presencia de
Dios en tiempos de Moisés y de los padres (cf. Ex 24, 16; 40, 34-35; 1 Rom 8, 10-12). Por
lo tanto, María sabe que el Hijo dado a luz virginalmente, es precisamente aquel
«Santo», el «Hijo de Dios», del que le ha hablado el ángel.
A lo largo de la vida oculta de Jesús en la casa de Nazaret, también la vida de
María está «oculta con Cristo en Dios» (cf. Col 3, 3), por medio de la fe. Pues la fe
es un contacto con el misterio de Dios. María constantemente y diariamente está en
contacto con el misterio inefable de Dios que se ha hecho hombre, misterio que supera todo
lo que ha sido revelado en la Antigua Alianza. Desde el momento de la anunciación, la
mente de la Virgen-Madre ha sido introducida en la radical «novedad» de la
autorrevelación de Dios y ha tomado conciencia del misterio. Es la primera de aquellos
«pequeños», de los que Jesús dirá: «Padre ... has ocultado estas cosas a sabios e
inteligentes, y se las has revelado a pequeños» (Mt 11, 25). Pues «nadie conoce bien al
Hijo sino el Padre» (Mt 11, 27). ¿Cómo puede, pues, María «conocer al Hijo»?
Ciertamente no lo conoce como el Padre; sin embargo, es la primera entre aquellos a
quienes el Padre «lo ha querido revelar» (cf. Mt 11, 26-27; 1 Cor 2, 11). Pero si desde
el momento de la anunciación le ha sido revelado el Hijo, que sólo el Padre conoce
plenamente, como aquel que lo engendra en el eterno «hoy» (cf. Sal 2, 7), María, la
Madre, está en contacto con la verdad de su Hijo únicamente en la fe y por la fe. Es,
por tanto, bienaventurada, porque «ha creído» y cree cada día en medio de todas las
pruebas y contrariedades del período de la infancia de Jesús y luego durante los años
de su vida oculta en Nazaret, donde «vivía sujeto a ellos» (Lc 2, 51): sujeto a María
y también a José, porque éste hacía las veces de padre ante los hombres; de ahí que
el Hijo de María era considerado también por las gentes como «el hijo del carpintero»
(Mt 13, 55).
La Madre de aquel Hijo, por consiguiente, recordando cuanto le ha sido dicho en la
anunciación y en los acontecimientos sucesivos, lleva consigo la radical «novedad» de
la fe: el inicio de la Nueva Alianza. Esto es el comienzo del Evangelio, o sea de la buena
y agradable nueva. No es difícil, pues, notar en este inicio una particular fatiga del
corazón, unida a una especie de «noche de la fe» usando una expresión de San
Juan de la Cruz, como un «velo» a través del cual hay que acercarse al Invisible
y vivir en intimidad con el misterio.(36) Pues de este modo María, durante muchos años,
permaneció en intimidad con el misterio de su Hijo, y avanzaba en su itinerario de fe, a
medida que Jesús «progresaba en sabiduría ... en gracia ante Dios y ante los hombres»
(Lc 2, 52). Se manifestaba cada vez más ante los ojos de los hombres la predilección que
Dios sentía por él. La primera entre estas criaturas humanas admitidas al descubrimiento
de Cristo era María , que con José vivía en la casa de Nazaret.
Pero, cuando, después del encuentro en el templo, a la pregunta de la Madre: «¿por
qué has hecho esto?», Jesús, que tenía doce años, responde «¿No sabíais que yo
debía estar en la casa de mi Padre?», y el evangelista añade: «Pero ellos (José y
María) no comprendieron la respuesta que les dio» (Lc 2, 48-50) Por lo tanto, Jesús
tenía conciencia de que «nadie conoce bien al Hijo sino el Padre» (cf. Mt 11, 27),
tanto que aun aquella, a la cual había sido revelado más profundamente el misterio de su
filiación divina, su Madre, vivía en la intimidad con este misterio sólo por medio de
la fe. Hallándose al lado del hijo, bajo un mismo techo y «manteniendo fielmente la
unión con su Hijo», «avanzaba en la peregrinación de la fe»,como subraya el
Concilio.(37) Y así sucedió a lo largo de la vida pública de Cristo (cf. Mc 3, 21,35);
de donde, día tras día, se cumplía en ella la bendición pronunciada por Isabel en la
visitación: «Feliz la que ha creído».
18. Esta bendición alcanza su pleno significado, cuando María está junto a la Cruz
de su Hijo (cf. Jn 19, 25). El Concilio afirma que esto sucedió «no sin designio
divino»: «se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón
maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima
engendrada por Ella misma»; de este modo María «mantuvo fielmente la unión con su Hijo
hasta la Cruz»: (38) la unión por medio de la fe, la misma fe con la que había acogido
la revelación del ángel en el momento de la anunciación. Entonces había escuchado las
palabras: «El será grande ... el Señor Dios le dará el trono de David, su padre ...
reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin» (Lc 1, 32-33).
Y he aquí que, estando junto a la Cruz, María es testigo, humanamente hablando, de un
completo desmentido de estas palabras. Su Hijo agoniza sobre aquel madero como un
condenado. «Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores ... despreciable y no le
tuvimos en cuenta»: casi anonadado (cf. Is 53, 35) ¡Cuan grande, cuan heroica en esos
momentos la obediencia de la fe demostrada por María ante los «insondables designios»
de Dios! ¡Cómo se «abandona en Dios» sin reservas, «prestando el homenaje del
entendimiento y de la voluntad» (39) a aquel, cuyos «caminos son inescrutables»! (cf.
Rom 11, 33). Y a la vez ¡cuan poderosa es la acción de la gracia en su alma, cuan
penetrante es la influencia del Espíritu Santo, de su luz y de su fuerza!
Por medio de esta fe María está unida perfectamente a Cristo en su despojamiento. En
efecto, «Cristo, ... siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a
Dios. Sino que se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose
semejante a los hombres»; concretamente en el Gólgota «se humilló a sí mismo,
obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (cf. Flp 2, 5-8). A los pies de la Cruz
María participa por medio de la fe en el desconcertante misterio de este despojamiento.
Es ésta tal vez la más profunda «kénosis» de la fe en la historia de la humanidad.
Por medio de la fe la Madre participa en la muerte del Hijo, en su muerte redentora; pero
a diferencia de la de los discípulos que huían, era una fe mucho más iluminada. Jesús
en el Gólgota, a través de la Cruz, ha confirmado definitivamente ser el «signo de
contradicción», predicho por Simeón. Al mismo tiempo, se han cumplido las palabras
dirigidas por él a María: «¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!».(40)
19. ¡Sí, verdaderamente «feliz la que ha creído»! Estas palabras, pronunciadas por
Isabel después de la anunciación, aquí, a los pies de la Cruz, parecen resonar con una
elocuencia suprema y se hace penetrante la fuerza contenida en ellas. Desde la Cruz, es
decir, desde el interior mismo del misterio de la redención, se extiende el radio de
acción y se dilata la perspectiva de aquella bendición de fe. Se remonta «hasta el
comienzo» y, como participación en el sacrificio de Cristo, nuevo Adán, en cierto
sentido, se convierte en el contrapeso de la desobediencia y de la incredulidad contenidas
en el pecado de los primeros padres. Así enseñan los Padres de la Iglesia y, de modo
especial, San Ireneo, citado por la Constitución Lumen gentium: «El nudo de la
desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; lo que ató la virgen Eva
por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe»,(41) A la luz de esta
comparación con Eva los Padres como recuerda todavía el Concilio llaman a
María «Madre de los vivientes» y afirman a menudo: a la muerte vino por Eva, por María
la vida».(42)
Con razón, pues, en la expresión «feliz la que ha creído» podemos encontrar como
una clave que nos abre a la realidad íntima de María, a la que el ángel ha saludado
como «llena de gracia». Si como a llena de gracia» ha estado presente eternamente en el
misterio de Cristo, por la fe se convertía en partícipe en toda la extensión de su
itinerario terreno: «avanzó en la peregrinación de la fe» y al mismo tiempo, de modo
discreto pero directo y eficaz, hacía presente a los hombres el misterio de Cristo. Y
sigue haciéndolo todavía. Y por el misterio de Cristo está presente entre los hombres.
Así, mediante el misterio del Hijo, se aclara también el misterio de la Madre.
3. Ahí tienes a tu madre
20. El evangelio de Lucas recoge el momento en el que «alzó la voz una mujer de entre
la gente, y dijo, dirigiéndose a Jesús: «¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos
que te criaron!» (Lc 11, 27). Estas palabras constituían una alabanza para María como
madre de Jesús, según la carne. La Madre de Jesús quizás no era conocida personalmente
por esta mujer. En efecto, cuando Jesús comenzó su actividad mesiánica, María no le
acompañaba y seguía permaneciendo en Nazaret. Se diría que las palabras de aquella
mujer desconocida le hayan hecho salir, en cierto modo, de su escondimiento.
A través de aquellas palabras ha pasado rápidamente por la mente de la muchedumbre,
al menos por un instante, el evangelio de la infancia de Jesús. Es el evangelio en que
María está presente como la madre que concibe a Jesús en su seno, le da a luz y le
amamanta maternalmente: la madre-nodriza, a la que se refiere aquella mujer del pueblo.
Gracias a esta maternidad Jesús Hijo del Altísimo (cf. Lc 1, 32) es un
verdadero hijo del hombre. Es «carne», como todo hombre: es «el Verbo (que) se hizo
carne» (cf. Jn 1, 14). Es carne y sangre de María.(43)
Pero a la bendición proclamada por aquella mujer respecto a su madre según la carne,
Jesús responde de manera significativa: «Dichosos más bien los que oyen la Palabra de
Dios y la guardan» (cf. Lc 11, 28). Quiere quitar la atención de la maternidad entendida
sólo como un vínculo de la carne, para orientarla hacia aquel misterioso vínculo del
espíritu, que se forma en la escucha y en la observancia de la palabra de Dios.
El mismo paso a la esfera de los valores espirituales se delinea aun más claramente en
otra respuesta de Jesús, recogida por todos los Sinópticos. Al ser anunciado a Jesús
que su «madre y sus hermanos están fuera y quieren verle», responde: «Mi madre y mis
hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen» (cf. Lc 8, 20-21). Esto
dijo «mirando en torno a los que estaban sentados en corro», como leemos en Marcos (3,
34) o, según Mateo (12, 49) «extendiendo su mano hacia sus discípulos».
Estas expresiones parecen estar en la línea de lo que Jesús, a la edad de doce años,
respondió a María y a José, al ser encontrado después de tres días en el templo de
Jerusalén.
Así pues, cuando Jesús se marchó de Nazaret y dio comienzo a su vida pública en
Palestina, ya estaba completa y exclusivamente «ocupado en las cosas del Padre» (cf. Lc
2, 49). Anunciaba el Reino: «Reino de Dios» y «cosas del Padre», que dan también una
dimensión nueva y un sentido nuevo a todo lo que es humano y, por tanto, a toda relación
humana, respecto a las finalidades y tareas asignadas a cada hombre. En esta dimensión
nueva un vínculo, como el de la «fraternidad», significa también una cosa distinta de
la «fraternidad según la carne», que deriva del origen común de los mismos padres. Y
aun la «maternidad», en la dimensión del reino de Dios, en la esfera de la paternidad
de Dios mismo, adquiere un significado diverso. Con las palabras recogidas por Lucas
Jesús enseña precisamente este nuevo sentido de la maternidad.
¿Se aleja con esto de la que ha sido su madre según la carne? ¿Quiere tal vez
dejarla en la sombra del escondimiento, que ella misma ha elegido? Si así puede parecer
en base al significado de aquellas palabras, se debe constatar, sin embargo, que la
maternidad nueva y distinta, de la que Jesús habla a sus discípulos, concierne
concretamente a María de un modo especialísimo. ¿No es tal vez María la primera entre
«aquellos que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen»? Y por consiguiente ¿no se
refiere sobre todo a ella aquella bendición pronunciada por Jesús en respuesta a las
palabras de la mujer anónima? Sin lugar a dudas, María es digna de bendición por el
hecho de haber sido para Jesús Madre según la carne («¡Dichoso el seno que te llevó y
los pechos que te criaron!»), pero también y sobre todo porque ya en el instante de la
anunciación ha acogido la palabra de Dios, porque ha creído, porque fue obediente a
Dios, porque «guardaba» la palabra y «la conservaba cuidadosamente en su corazón»
(cf. Lc 1, 38.45; 2, 19. 51 ) y la cumplía totalmente en su vida. Podemos afirmar, por lo
tanto, que el elogio pronunciado por Jesús no se contrapone, a pesar de las apariencias,
al formulado por la mujer desconocida, sino que viene a coincidir con ella en la persona
de esta Madre-Virgen, que se ha llamado solamente «esclava del Señor» (Lc 1, 38). Si es
cierto que «todas las generaciones la llamarán bienaventurada» (cf. Lc 1, 48), se puede
decir que aquella mujer anónima ha sido la primera en confirmar inconscientemente aquel
versículo profético del Magníficat de María y dar comienzo al Magníficat de los
siglos.
Si por medio de la fe María se ha convertido en la Madre del Hijo que le ha sido dado
por el Padre con el poder del Espíritu Santo, conservando íntegra su virginidad, en la
misma fe ha descubierto y acogido la otra dimensión de la maternidad, revelada por Jesús
durante su misión mesiánica. Se puede afirmar que esta dimensión de la maternidad
pertenece a María desde el comienzo, o sea desde el momento de la concepción y del
nacimiento del Hijo. Desde entonces era «la que ha creído». A medida que se esclarecía
ante sus ojos y ante su espíritu la misión del Hijo, ella misma como Madre se abría
cada vez más a aquella «novedad»de la maternidad, que debía constituir su «papel»
junto al Hijo. ¿No había dicho desde el comienzo: «He aquí la esclava del Señor;
hágase en mí según tu palabra»? (Lc 1, 38). Por medio de la fe María seguía oyendo y
meditando aquella palabra, en la que se hacía cada vez más transparente, de un modo
«que excede todo conocimiento» (Ef 3, 19), la autorrevelación del Dios viviente. María
madre se convertía así, en cierto sentido, en la primera «discípula» de su Hijo, la
primera a la cual parecía decir: «Sígueme» antes aún de dirigir esa llamada a los
apóstoles o a cualquier otra persona (cf. Jn 1, 43).
21. Bajo este punto de vista, es particularmente significativo el texto del Evangelio
de Juan, que nos presenta a María en las bodas de Caná. María aparece allí como Madre
de Jesús al comienzo de su vida pública: «Se celebraba una boda en Caná de Galilea y
estaba allí la Madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus
discípulos (Jn 2, 1-2). Según el texto resultaría que Jesús y sus discípulos fueron
invitados junto con María, dada su presencia en aquella fiesta: el Hijo parece que fue
invitado en razón de la madre. Es conocida la continuación de los acontecimientos
concatenados con aquella invitación, aquel «comienzo de las señales» hechas por Jesús
el agua convertida en vino, que hace decir al evangelista: Jesús «manifestó
su gloria, y creyeron en él sus discípulos» (Jn 2, 11).
María está presente en Caná de Galilea como Madre de Jesús, y de modo significativo
contribuye a aquel «comienzo de las señales», que revelan el poder mesiánico de su
Hijo. He aquí que: «como faltaba vino, le dice a Jesús su Madre: "no tienen
vino". Jesús le responde: «¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado
mi hora» (Jn 2, 3-4). En el Evangelio de Juan aquella «hora» significa el momento
determinado por el Padre, en el que el Hijo realiza su obra y debe ser glorificado (cf. Jn
7, 30; 8, 20; 12, 23. 27; 13, 1; 17, 1; 19, 27). Aunque la respuesta de Jesús a su madre
parezca como un rechazo (sobre todo si se mira, más que a la pregunta, a aquella decidida
afirmación: «Todavía no ha llegado mi hora»), a pesar de esto María se dirige a los
criados y les dice: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5). Entonces Jesús ordena a los
criados llenar de agua las tinajas, y el agua se convierte en vino, mejor del que se
había servido antes a los invitados al banquete nupcial.
¿Qué entendimiento profundo se ha dado entre Jesús y su Madre? ¿Cómo explorar el
misterio de su íntima unión espiritual? De todos modos el hecho es elocuente. Es
evidente que en aquel hecho se delinea ya con bastante claridad la nueva dimensión, el
nuevo sentido de la maternidad de María. Tiene un significado que no está contenido
exclusivamente en las palabras de Jesús y en los diferentes episodios citados por los
Sinópticos (Lc 11, 27-28; 8, 19-21; Mt 12, 46-50; Mc 3, 31-35). En estos textos Jesús
intenta contraponer sobre todo la maternidad, resultante del hecho mismo del nacimiento, a
lo que esta «maternidad» (al igual que la «fraternidad») debe ser en la dimensión del
Reino de Dios, en el campo salvífico de la paternidad de Dios. En el texto joánico, por
el contrario, se delinea en la descripción del hecho de Caná lo que concretamente se
manifiesta como nueva maternidad según el espíritu y no únicamente según la carne, o
sea la solicitud de María por los hombres, el ir a su encuentro en toda la gama de sus
necesidades. En Caná de Galilea se muestra sólo un aspecto concreto de la indigencia
humana, aparentemente pequeño y de poca importancia «No tienen vino»). Pero esto tiene
un valor simbólico. El ir al encuentro de las necesidades del hombre significa, al mismo
tiempo, su introducción en el radio de acción de la misión mesiánica y del poder
salvífico de Cristo. Por consiguiente, se da una mediación: María se pone entre su Hijo
y los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos. Se pone «en
medio», o sea hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de madre,
consciente de que como tal puede más bien «tiene el derecho de» hacer
presente al Hijo las necesidades de los hombres. Su mediación, por lo tanto, tiene un
carácter de intercesión: María «intercede» por los hombres. No sólo: como Madre
desea también que se manifieste el poder mesiánico del Hijo, es decir su poder
salvífico encaminado a socorrer la desventura humana, a liberar al hombre del mal que
bajo diversas formas y medidas pesa sobre su vida. Precisamente como había predicho del
Mesías el Profeta Isaías en el conocido texto, al que Jesús se ha referido ante sus
conciudadanos de Nazaret «Para anunciar a los pobres la Buena Nueva, para proclamar la
liberación a los cautivos y la vista a los ciegos ...» (cf. Lc 4, 18).
Otro elemento esencial de esta función materna de María se encuentra en las palabras
dirigidas a los criados: «Haced lo que él os diga». La Madre de Cristo se presenta ante
los hombres como portavoz de la voluntad del Hijo, indicadora de aquellas exigencias que
deben cumplirse. para que pueda manifestarse el poder salvífico del Mesías. En Caná,
merced a la intercesión de María y a la obediencia de los criados, Jesús da comienzo a
«su hora». En Caná María aparece como la que cree en Jesús; su fe provoca la primera
«señal» y contribuye a suscitar la fe de los discípulos.
22. Podemos decir, por tanto, que en esta página del Evangelio de Juan encontramos
como un primer indicio de la verdad sobre la solicitud materna de María. Esta verdad ha
encontrado su expresión en el magisterio del último Concilio. Es importante señalar
cómo la función materna de María es ilustrada en su relación con la mediación de
Cristo. En efecto, leemos lo siguiente: «La misión maternal de María hacia los hombres
de ninguna manera oscurece ni disminuye esta única mediación de Cristo, sino más bien
muestra su eficacia», porque «hay un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo
Jesús, hombre también» (1 Tm 2, 5). Esta función materna brota, según el beneplácito
de Dios, «de la superabundancia de los méritos de Cristo... de ella depende totalmente y
de la misma saca toda su virtud».(44) Y precisamente en este sentido el hecho de Caná de
Galilea, nos ofrece como una predicción de la mediación de María, orientada plenamente
hacia Cristo y encaminada a la revelación de su poder salvífico.
Por el texto joánico parece que se trata de una mediación maternal. Como proclama el
Concilio: María «es nuestra Madre en el orden de la gracia». Esta maternidad en el
orden de la gracia ha surgido de su misma maternidad divina, porque siendo, por
disposición de la divina providencia, madre-nodriza del divino Redentor se ha convertido
de «forma singular en la generosa colaboradora entre todas las criaturas y la humilde
esclava del Señor» y que «cooperó ... por la obediencia, la fe, la esperanza y la
encendida caridad, en la restauración de la vida sobrenatural de las almas».(45) «Y
esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia ... hasta la
consumación de todos los elegidos».(46)
23. Si el pasaje del Evangelio de Juan sobre el hecho de Caná presenta la maternidad
solícita de María al comienzo de la actividad mesiánica de Cristo, otro pasaje del
mismo Evangelio confirma esta maternidad de María en la economía salvífica de la gracia
en su momento culminante, es decir cuando se realiza el sacrificio de la Cruz de Cristo,
su misterio pascual. La descripción de Juan es concisa: «Junto a la cruz de Jesús
estaban su Madre y la hermana de su madre. María, mujer de Cleofás, y María Magdalena.
Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre:
Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dice al discípulo: "Ahí tienes a tu
madre". Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19, 25-27).
Sin lugar a dudas se percibe en este hecho una expresión de la particular atención
del Hijo por la Madre, que dejaba con tan grande dolor. Sin embargo, sobre el significado
de esta atención el «testamento de la Cruz» de Cristo dice aún más. Jesús ponía en
evidencia un nuevo vínculo entre Madre e Hijo, del que confirma solemnemente toda la
verdad y realidad. Se puede decir que, si la maternidad de María respecto de los hombres
ya había sido delineada precedentemente, ahora es precisada y establecida claramente;
ella emerge de la definitiva maduración del misterio pascual del Redentor. La Madre de
Cristo, encontrándose en el campo directo de este misterio que abarca al hombre a
cada uno y a todos, es entregada al hombre a cada uno y a todos como
madre. Este hombre junto a la cruz es Juan, «el discípulo que él amaba».(47) Pero no
está él solo. Siguiendo la tradición, el Concilio no duda en llamar a María «Madre de
Cristo, madre de los hombres». Pues, está «unida en la estirpe de Adán con todos los
hombres...; más aún, es verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber
cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles».(48)
Por consiguiente, esta «nueva maternidad de María», engendrada por la fe, es fruto
del «nuevo» amor, que maduró en ella definitivamente junto a la Cruz, por medio de su
participación en el amor redentor del Hijo.
24. Nos encontramos así en el centro mismo del cumplimiento de la promesa,
contenida en el protoevangelio: el «linaje de la mujer pisará la cabeza de la
serpiente» (cf. Gén 3, 15). Jesucristo, en efecto, con su muerte redentora vence el mal
del pecado y de la muerte en sus mismas raíces. Es significativo que, al dirigirse a la
madre desde lo alto de la Cruz, la llame «mujer» y le diga: «Mujer, ahí tienes a tu
hijo». Con la misma palabra, por otra parte, se había dirigido a ella en Caná (cf. Jn
2, 4). ¿Cómo dudar que especialmente ahora, en el Gólgota, esta frase no se refiera en
profundidad al misterio de María, alcanzando el singular lugar que ella ocupa en toda la
economía de la salvación? Como enseña el Concilio, con María, «excelsa Hija de Sión,
tras larga espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la
nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar
al hombre del pecado mediante los misterios de su carne».(49)
Las palabras que Jesús pronuncia desde lo alto de la Cruz significan que la maternidad
de su madre encuentra una «nueva» continuación en la Iglesia y a través de la Iglesia,
simbolizada y representada por Juan. De este modo, la que como «llena de gracia» ha sido
introducida en el misterio de Cristo para ser su Madre, es decir, la Santa Madre de Dios,
por medio de la Iglesia permanece en aquel misterio como «la mujer» indicada por el
libro del Génesis (3, 15) al comienzo y por el Apocalipsis (12, 1) al final de la
historia de la salvación. Según el eterno designio de la Providencia la maternidad
divina de María debe derramarse sobre la Iglesia, como indican algunas afirmaciones de la
Tradición para las cuales la «maternidad» de María respecto de la Iglesia es el
reflejo y la prolongación de su maternidad respecto del Hijo de Dios.(50)
Ya el momento mismo del nacimiento de la Iglesia y de su plena manifestación al mundo,
según el Concilio, deja entrever esta continuidad de la maternidad de María: «Como
quiera que plugo a Dios no manifestar solemnemente el sacramento de la salvación humana
antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los apóstoles antes del día
de Pentecostés "perseverar unánimemente en la oración, con las mujeres y María la
Madre de Jesús y los hermanos de Este" (Hch 1, 14); y a María implorando con sus
ruegos el don del Espíritu Santo, quien ya la había cubierto con su sombra en la
anunciación».(51)
Por consiguiente, en la economía de la gracia, actuada bajo la acción del Espíritu
Santo, se da una particular correspondencia entre el momento de la encarnación del Verbo
y el del nacimiento de la Iglesia. La persona que une estos dos momentos es María: María
en Nazaret y María en el cenáculo de Jerusalén. En ambos casos su presencia discreta,
pero esencial, indica el camino del «nacimiento del Espíritu». Así la que está
presente en el misterio de Cristo como Madre, se hace por voluntad del Hijo y por
obra del Espíritu Santo presente en el misterio de la Iglesia. También en la
Iglesia sigue siendo una presencia materna, como indican las palabras pronunciadas en la
Cruz: «Mujer, ahí tienes a tu hijo»; «Ahí tienes a tu madre».
II. PARTE
LA MADRE DE DIOS EN EL CENTRO DE LA IGLESIA PEREGRINA
1. La Iglesia, Pueblo de Dios radicado en todas las naciones de la tierra
25. «La Iglesia, "va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los
consuelos de Dios",(52) anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que El venga
(cf. 1 Co 11, 26)».(53) «Así como el pueblo de Israel según la carne, el peregrino del
desierto, es llamado alguna vez Iglesia de Dios (cf. 2 Esd 13, 1; Núm 20, 4; Dt 23, 1
ss.), así el nuevo Israel... se llama Iglesia de Cristo (cf. Mt 16, 18), porque El la
adquirió con su sangre (cf. Hch 20, 28), la llenó de su Espíritu y la proveyó de
medios aptos para una unión visible y social. La congregación de todos los creyentes que
miran a Jesús como autor de la salvación y principio de la unidad y de la paz, es la
Iglesia convocada y constituida por Dios para que sea sacramento visible de esta unidad
salutífera para todos y cada uno».(54)
El Concilio Vaticano II habla de la Iglesia en camino, estableciendo una analogía con
el Israel de la Antigua Alianza en camino a través del desierto. El camino posee un
carácter incluso exterior, visible en el tiempo y en el espacio, en el que se desarrolla
históricamente. La Iglesia, en efecto, debe «extenderse por toda la tierra», y por esto
«entra en la historia humana rebasando todos los límites de tiempo y de lugares».(55)
Sin embargo, el carácter esencial de su camino es interior. Se trata de una
peregrinación a través de la fe, por «la fuerza del Señor Resucitado»,(56) de una
peregrinación en el Espíritu Santo, dado a la Iglesia como invisible Consolador
(parákletos) (cf. Jn 14, 26; 15, 26; 16, 7): «Caminando, pues, la Iglesia a través de
los peligros y de tribulaciones, de tal forma se ve confortada por la fuerza de la gracia
de Dios que el Señor le prometió ... y no deja de renovarse a sí misma bajo la acción
del Espíritu Santo hasta que por la cruz llegue a la luz sin ocaso».(57)
Precisamente en este camino peregrinación eclesial a través del espacio y
del tiempo, y más aún a través de la historia de las almas, María está presente, como
la que es «feliz porque ha creído», como la que avanzaba «en la peregrinación de la
fe», participando como ninguna otra criatura en el misterio de Cristo. Añade el Concilio
que «María ... habiendo entrado íntimamente en la historia de la salvación, en cierta
manera en sí une y refleja las más grandes exigencias de la fe».(58) Entre todos los
creyentes es como un «espejo», donde se reflejan del modo más profundo y claro «las
maravillas de Dios» (Hch 2, 11).
26. La Iglesia, edificada por Cristo sobre los apóstoles, se hace plenamente
consciente de estas grandes obras de Dios el día de Pentecostés, cuando los reunidos en
el cenáculo «quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras
lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse» (Hch 2, 4). Desde aquel momento
inicia también aquel camino de fe, la peregrinación de la Iglesia a través de la
historia de los hombres y de los pueblos. Se sabe que al comienzo de este camino está
presente María, que vemos en medio de los apóstoles en el cenáculo «implorando con sus
ruegos el don del Espíritu».(59)
Su camino de fe es, en cierto modo, más largo. El Espíritu Santo ya ha descendido a
ella, que se ha convertido en su esposa fiel en la anunciación, acogiendo al Verbo de
Dios verdadero, prestando «el homenaje del entendimiento y de la voluntad, y asintiendo
voluntariamente a la revelación hecha por El», más aún abandonándose plenamente en
Dios por medio de «la obediencia de la fe»,(60) por la que respondió al ángel: «He
aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». El camino de fe de
María, a la que vemos orando en el cenáculo, es por lo tanto «más largo» que el de
los demás reunidos allí: María les «precede», «marcha delante de» ellos.(61) El
momento de Pentecostés en Jerusalén ha sido preparado, además de la Cruz, por el
momento de la Anunciación en Nazaret. En el cenáculo el itinerario de María se
encuentra con el camino de la fe de la Iglesia ¿De qué manera?
Entre los que en el cenáculo eran asiduos en la oración, preparándose para ir «por
todo el mundo» después de haber recibido el Espíritu Santo, algunos habían sido
llamados por Jesús sucesivamente desde el inicio de su misión en Israel. Once de ellos
habían sido constituidos apóstoles, y a ellos Jesús había transmitido la misión que
él mismo había recibido del Padre: «Como el Padre me envió, también yo os envío»
(Jn 20, 21), había dicho a los apóstoles después de la resurrección. Y cuarenta días
más tarde, antes de volver al Padre, había añadido: cuando «el Espíritu Santo vendrá
sobre vosotros ... seréis mis testigos... hasta los confines de la tierra» (cf. Hch 1,
8). Esta misión de los apóstoles comienza en el momento de su salida del cenáculo de
Jerusalén. La Iglesia nace y crece entonces por medio del testimonio que Pedro y los
demás apóstoles dan de Cristo crucificado y resucitado (cf. Hch 2, 31-34; 3, 15-18; 4,
10-12; 5, 30-32).
María no ha recibido directamente esta misión apostólica. No se encontraba entre los
que Jesús envió «por todo el mundo para enseñar a todas las gentes» (cf. Mt 28, 19),
cuando les confirió esta misión. Estaba, en cambio, en el cenáculo, donde los
apóstoles se preparaban a asumir esta misión con la venida del Espíritu de la Verdad:
estaba con ellos. En medio de ellos María «perseveraba en la oración» como «madre de
Jesús» (Hch 1, 13-14), o sea de Cristo crucificado y resucitado. Y aquel primer núcleo
de quienes en la fe miraban «a Jesús como autor de la salvación»,(62) era consciente
de que Jesús era el Hijo de María, y que ella era su madre, y como tal era, desde el
momento de la concepción y del nacimiento, un testigo singular del misterio de Jesús, de
aquel misterio que ante sus ojos se había manifestado y confirmado con la Cruz y la
resurrección. La Iglesia, por tanto, desde el primer momento, «miró» a María, a
través de Jesús, como «miró» a Jesús a través de María. Ella fue para la Iglesia
de entonces y de siempre un testigo singular de los años de la infancia de Jesús y de su
vida oculta en Nazaret, cuando «conservaba cuidadosamente todas las cosas en su
corazón» (Lc 2, 19; cf. Lc 2, 51).
Pero en la Iglesia de entonces y de siempre María ha sido y es sobre todo la que es
«feliz porque ha creído»: ha sido la primera en creer. Desde el momento de la
anunciación y de la concepción, desde el momento del nacimiento en la cueva de Belén,
María siguió paso tras paso a Jesús en su maternal peregrinación de fe. Lo siguió a
través de los años de su vida oculta en Nazaret; lo siguió también en el período de
la separación externa, cuando él comenzó a «hacer y enseñar» (cf. Hch 1, 1 ) en
Israel; lo siguió sobre todo en la experiencia trágica del Gólgota. Mientras María se
encontraba con los apóstoles en el cenáculo de Jerusalén en los albores de la Iglesia,
se confirmaba su fe, nacida de las palabras de la anunciación. El ángel le había dicho
entonces: «Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por
nombre Jesús. El será grande.. reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino
no tendrá fin» (Lc 1, 32-33). Los recientes acontecimientos del Calvario habían
cubierto de tinieblas aquella promesa; y ni siquiera bajo la Cruz había disminuido la fe
de María. Ella también, como Abraham, había sido la que «esperando contra toda
esperanza, creyó» (Rom 4, 18). Y he aquí que, después de la resurrección, la
esperanza había descubierto su verdadero rostro y la promesa había comenzado a
transformarse en realidad. En efecto, Jesús, antes de volver al Padre, había dicho a los
apóstoles: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes ... Y he aquí que yo estoy
con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19.20). Así había hablado
el que, con su resurrección, se reveló como el triunfador de la muerte, como el señor
del reino que «no tendrá fin», conforme al anuncio del ángel.
27. Ya en los albores de la Iglesia, al comienzo del largo camino por medio de la fe
que comenzaba con Pentecostés en Jerusalén, María estaba con todos los que constituían
el germen del «nuevo Israel». Estaba presente en medio de ellos como un testigo
excepcional del misterio de Cristo. Y la Iglesia perseveraba constante en la oración
junto a ella y, al mismo tiempo, «la contemplaba a la luz del Verbo hecho hombre». Así
sería siempre. En efecto, cuando la Iglesia «entra más profundamente en el sumo
misterio de la Encarnación», piensa en la Madre de Cristo con profunda veneración y
piedad.(63) María pertenece indisolublemente al misterio de Cristo y pertenece además al
misterio de la Iglesia desde el comienzo, desde el día de su nacimiento. En la base de lo
que la Iglesia es desde el comienzo, de lo que debe ser constantemente, a través de las
generaciones, en medio de todas las naciones de la tierra, se encuentra la que «ha
creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1,
45). Precisamente esta fe de María, que señala el comienzo de la nueva y eterna Alianza
de Dios con la humanidad en Jesucristo, esta heroica fe suya «precede» el testimonio
apostólico de la Iglesia, y permanece en el corazón de la Iglesia, escondida como un
especial patrimonio de la revelación de Dios. Todos aquellos que, a lo largo de las
generaciones, aceptando el testimonio apostólico de la Iglesia participan de aquella
misteriosa herencia, en cierto sentido, participan de la fe de María.
Las palabras de Isabel «feliz la que ha creído» siguen acompañando a María incluso
en Pentecostés, la siguen a través de las generaciones, allí donde se extiende, por
medio del testimonio apostólico y del servicio de la Iglesia, el conocimiento del
misterio salvífico de Cristo. De este modo se cumple la profecía del Magníficat: «Me
felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su
nombre es santo» (Lc 1, 48-49). En efecto, al conocimiento del misterio de Cristo sigue
la bendición de su Madre bajo forma de especial veneración para la Theotókos. Pero en
esa veneración está incluida siempre la bendición de su fe. Porque la Virgen de Nazaret
ha llegado a ser bienaventurada por medio de esta fe, de acuerdo con las palabras de
Isabel. Los que a través de los siglos, de entre los diversos pueblos y naciones de la
tierra, acogen con fe el misterio de Cristo, Verbo encarnado y Redentor del mundo, no
sólo se dirigen con veneración y recurren con confianza a María como a su Madre, sino
que buscan en su fe el sostén para la propia fe. Y precisamente esta participación viva
de la fe de María decide su presencia especial en la peregrinación de la Iglesia como
nuevo Pueblo de Dios en la tierra.
28. Como afirma el Concilio: «María ... habiendo entrado íntimamente en la historia
de la salvación ... mientras es predicada y honrada atrae a los creyentes hacia su Hijo y
su sacrificio, y hacia el amor del Padre».(64) Por lo tanto, en cierto modo la fe de
María, sobre la base del testimonio apostólico de la Iglesia, se convierte sin cesar en
la fe del pueblo de Dios en camino: de las personas y comunidades, de los ambientes y
asambleas, y finalmente de los diversos grupos existentes en la Iglesia. Es una fe que se
transmite al mismo tiempo mediante el conocimiento y el corazón. Se adquiere o se vuelve
a adquirir constantemente mediante la oración. Por tanto «también en su obra
apostólica con razón la Iglesia mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido por
el Espíritu Santo y nacido de la Virgen, precisamente para que por la Iglesia nazca y
crezca también en los corazones de los fieles».(65)
Ahora, cuando en esta peregrinación de la fe nos acercamos al final del segundo
Milenio cristiano, la Iglesia, mediante el magisterio del Concilio Vaticano II, llama la
atención sobre lo que ve en sí misma. como un «único Pueblo de Dios ... radicado en
todas las naciones de la tierra», y sobre la verdad según la cual todos los fieles,
aunque a esparcidos por el haz de la tierra comunican en el Espíritu Santo con los
demás»,(66) de suerte que se puede decir que en esta unión se realiza constantemente el
misterio de Pentecostés. Al mismo tiempo, los apóstoles y los discípulos del Señor, en
todas las naciones de la tierra «perseveran en la oración en compañía de María, la
madre de Jesús» (cf. Hch 1, 14). Constituyendo a través de las generaciones «el signo
del Reino» que no es de este mundo,(67) ellos son asimismo conscientes de que en medio de
este mundo tienen que reunirse con aquel Rey, al que han sido dados en herencia los
pueblos (Sal 2, 8), al que el Padre ha dado «el trono de David su padre», por lo cual
«reina sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin».
En este tiempo de vela María, por medio de la misma fe que la hizo bienaventurada
especialmente desde el momento de la anunciación, está presente en la misión y en la
obra de la Iglesia que introduce en el mundo el Reino de su Hijo.(68) Esta presencia de
María encuentra múltiples medios de expresión en nuestros días al igual que a lo largo
de la historia de la Iglesia. Posee también un amplio radio de acción; por medio de la
fe y la piedad de los fieles, por medio de las tradiciones de las familias cristianas o
«iglesias domésticas», de las comunidades parroquiales y misioneras, de los institutos
religiosos, de las diócesis, por medio de la fuerza atractiva e irradiadora de los
grandes santuarios, en los que no sólo los individuos o grupos locales, sino a veces
naciones enteras y continentes, buscan el encuentro con la Madre del Señor, con la que es
bienaventurada porque ha creído; es la primera entre los creyentes y por esto se ha
convertido en Madre del Emmanuel. Este es el mensaje de la tierra de Palestina, patria
espiritual de todos los cristianos, al ser patria del Salvador del mundo y de su Madre.
Este es el mensaje de tantos templos que en Roma y en el mundo entero la fe cristiana ha
levantado a lo largo de los siglos. Este es el mensaje de los centros como Guadalupe,
Lourdes, Fátima y de los otros diseminados en las distintas naciones, entre los que no
puedo dejar de citar el de mi tierra natal Jasna Gora. Tal vez se podría hablar de una
específica a «geografía» de la fe y de la piedad mariana, que abarca todos estos
lugares de especial peregrinación del Pueblo de Dios, el cual busca el encuentro con la
Madre de Dios para hallar, en el ámbito de la materna presencia de «la que ha creído»,
la consolidación de la propia fe. En efecto, en la fe de María, ya en la anunciación y
definitivamente junto a la Cruz, se ha vuelto a abrir por parte del hombre aquel espacio
interior en el cual el eterno Padre puede colmarnos «con toda clase de bendiciones
espirituales»: el espacio «de la nueva y eterna Alianza».(69) Este espacio subsiste en
la Iglesia, que es en Cristo como «un sacramento ... de la íntima unión con Dios y de
la unidad de todo el género humano».(70)
En la fe, que María profesó en la Anunciación como «esclava del Señor» y en la
que sin cesar «precede» al «Pueblo de Dios» en camino por toda la tierra, la Iglesia
«tiende eficaz y constantemente a recapitular la Humanidad entera ... bajo Cristo como
Cabeza, en la unidad de su Espíritu».(71)