Redemptoris Mater, segunda parte
2. El camino de la Iglesia y la unidad
de todos los cristianos
29. «El Espíritu promueve en todos los discípulos
de Cristo el deseo y la colaboración para que todos se
unan en paz, en un rebaño y bajo un solo pastor, como
Cristo determinó».(72)El camino de la Iglesia, de modo
especial en nuestra época, está marcado por el signo
del ecumenismo; los cristianos buscan las vías para
reconstruir la unidad, por la que Cristo invocaba al
Padre por sus discípulos el día antes de la pasión:
«para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo
en ti, que ellos también sean uno en nosotros para que
el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). Por
consiguiente, la unidad de los discípulos de Cristo es
un gran signo para suscitar la fe del mundo, mientras su
división constituye un escándalo.(73)
El movimiento ecuménico, sobre la base de una
conciencia más lúcida y difundida de la urgencia de
llegar a la unidad de todos los cristianos, ha encontrado
por parte de la Iglesia católica su expresión
culminante en el Concilio Vaticano II. Es necesario que
los cristianos profundicen en sí mismos y en cada una de
sus comunidades aquella «obediencia de la fe», de la
que María es el primer y más claro ejemplo. Y dado que
«antecede con su luz al pueblo de Dios peregrinante,
como signo de esperanza segura y consuelo», ofrece gran
gozo y consuelo para este sacrosanto Concilio el hecho de
que tampoco falten entre los hermanos separados quienes
tributan debido honor a la Madre del Señor y Salvador,
especialmente entre los Orientales».(74)
30. Los cristianos saben que su unidad se conseguirá
verdaderamente sólo si se funda en la unidad de su fe.
Ellos deben resolver discrepancias de doctrina no leves
sobre el misterio y ministerio de la Iglesia, y a veces
también sobre la función de María en la obra de la
salvación.(75) Los diferentes coloquios, tenidos por la
Iglesia católica con las Iglesias y las Comunidades
eclesiales de Occidente,(76) convergen cada vez más
sobre estos dos aspectos inseparables del mismo misterio
de la salvación. Si el misterio del Verbo encarnado nos
permite vislumbrar el misterio de la maternidad divina y
si, a su vez, la contemplación de la Madre de Dios nos
introduce en una comprensión más profunda del misterio
de la Encarnación, lo mismo se debe decir del misterio
de la Iglesia y de la función de María en la obra de la
salvación. Profundizando en uno y otro, iluminando el
uno por medio del otro, los cristianos deseosos de hacer
como les recomienda su Madre lo que Jesús
les diga (cf. Jn 2, 5), podrán caminar juntos en aquella
«peregrinación de la fe», de la que María es todavía
ejemplo y que debe guiarlos a la unidad querida por su
único Señor y tan deseada por quienes están
atentamente a la escucha de lo que hoy «el Espíritu
dice a las Iglesias» (Ap 2, 7. 11. 17).
Entre tanto es un buen auspicio que estas Iglesias y
Comunidades eclesiales concuerden con la Iglesia
católica en puntos fundamentales de la fe cristiana,
incluso en lo concerniente a la Virgen María. En efecto,
la reconocen como Madre del Señor y consideran que esto
forma parte de nuestra fe en Cristo, verdadero Dios y
verdadero hombre. Estas Comunidades miran a María que, a
los pies de la Cruz, acoge como hijo suyo al discípulo
amado, el cual a su vez la recibe como madre.
¿Por qué, pues, no mirar hacia ella todos juntos
como a nuestra Madre común, que reza por la unidad de la
familia de Dios y que «precede» a todos al frente del
largo séquito de los testigos de la fe en el único
Señor, el Hijo de Dios, concebido en su seno virginal
por obra del Espíritu Santo?
31. Por otra parte, deseo subrayar cuan profundamente
unidas se sienten la Iglesia católica, la Iglesia
ortodoxa y las antiguas Iglesias orientales por el amor y
por la alabanza a la Theotókos. No sólo «los dogmas
fundamentales de la fe cristiana: los de la Trinidad y
del Verbo encarnado en María Virgen han sido definidos
en concilios ecuménicos celebrados en Oriente»,(77)
sino también en su culto litúrgico «los Orientales
ensalzan con himnos espléndidos a María siempre Virgen
... y Madre Santísima de Dios».(78)
Los hermanos de estas Iglesias han conocido
vicisitudes complejas, pero su historia siempre ha
transcurrido con un vivo deseo de compromiso cristiano y
de irradiación apostólica, aunque a menudo haya estado
marcada por persecuciones incluso cruentas. Es una
historia de fidelidad al Señor, una auténtica
«peregrinación de la fe» a través de lugares y
tiempos durante los cuales los cristianos orientales han
mirado siempre con confianza ilimitada a la Madre del
Señor, la han celebrado con encomio y la han invocado
con oraciones incesantes. En los momentos difíciles de
la probada existencia cristiana «ellos se refugiaron
bajo su protección»,(79) conscientes de tener en ella
una ayuda poderosa. Las Iglesias que profesan la doctrina
de Éfeso proclaman a la Virgen «verdadera Madre de
Dios», ya que a nuestro Señor Jesucristo, nacido del
Padre antes de los siglos según la divinidad, en los
últimos tiempos, por nosotros y por nuestra salvación,
fue engendrado por María Virgen Madre de Dios según la
carne».(80) Los Padres griegos y la tradición
bizantina, contemplando la Virgen a la luz del Verbo
hecho hombre, han tratado de penetrar en la profundidad
de aquel vínculo que une a María, como Madre de Dios,
con Cristo y la Iglesia: la Virgen es una presencia
permanente en toda la extensión del misterio salvífico.
Las tradiciones coptas y etiópicas han sido
introducidas en esta contemplación del misterio de
María por san Cirilo de Alejandría y, a su vez, la han
celebrado con abundante producción poética.(81) El
genio poético de san Efrén el Sirio, llamado «la
cítara del Espíritu Santo», ha cantado incansablemente
a María, dejando una impronta todavía presente en toda
la tradición de la Iglesia siríaca.(82) En su
panegírico sobre la Theotókos, san Gregorio de Narek,
una de las glorias más brillantes de Armenia, con fuerte
inspiración poética, profundiza en los diversos
aspectos del misterio de la Encarnación, y cada uno de
los mismos es para él ocasión de cantar y exaltar la
dignidad extraordinaria y la magnífica belleza de la
Virgen María, Madre del Verbo encarnado.(83)
No sorprende, pues, que María ocupe un lugar
privilegiado en el culto de las antiguas Iglesias
orientales con una abundancia incomparable de fiestas y
de himnos.
32. En la liturgia bizantina, en todas las horas del
Oficio divino, la alabanza a la Madre está unida a la
alabanza al Hijo y a la que, por medio del Hijo, se eleva
al Padre en el Espíritu Santo. En la anáfora o plegaria
eucarística de san Juan Crisóstomo, después de la
epíclesis, la comunidad reunida canta así a la Madre de
Dios: «Es verdaderamente justo proclamarte
bienaventurada, oh Madre de Dios, porque eres la muy
bienaventurada) toda pura y Madre de nuestro Dios. Te
ensalzamos, porque eres más venerable que los querubines
e incomparablemente más gloriosa que los serafines. Tú,
que sin perder tu virginidad, has dado al mundo el Verbo
de Dios. Tú, que eres verdaderamente la Madre de Dios».
Estas alabanzas, que en cada celebración de la
liturgia eucarística se elevan a María, han forjado la
fe, la piedad y la oración de los fieles. A lo largo de
los siglos han conformado todo el comportamiento
espiritual de los fieles, suscitando en ellos una
devoción profunda hacia la «Toda Santa Madre de Dios».
33. Se conmemora este año el XII centenario del II
Concilio ecuménico de Nicea (a. 787), en el que, al
final de la conocida controversia sobre el culto de las
sagradas imágenes, fue definido que, según la
enseñanza de los santos Padres y la tradición universal
de la Iglesia, se podían proponer a la veneración de
los fieles, junto con la Cruz, también las imágenes de
la Madre de Dios, de los Ángeles y de los Santos, tanto
en las iglesias como en las casas y en los caminos.(84)
Esta costumbre se ha mantenido en todo el Oriente y
también en Occidente. Las imágenes de la Virgen tienen
un lugar de honor en las iglesias y en las casas. María
está representada o como trono de Dios, que lleva al
Señor y lo entrega a los hombres (Theotókos), o como
camino que lleva a Cristo y lo muestra (Odigitria), o
bien como orante en actitud de intercesión y signo de la
presencia divina en el camino de los fieles hasta el día
del Señor (Deisis), o como protectora que extiende su
manto sobre los pueblos (Pokrov), o como misericordiosa
Virgen de la ternura (Eleousa). La Virgen es representada
habitualmente con su Hijo, el niño Jesús, que lleva en
brazos: es la relación con el Hijo la que glorifica a la
Madre. A veces lo abraza con ternura (Glykofilousa);
otras veces, hierática, parece absorta en la
contemplación de aquel que es Señor de la historia (cf.
Ap 5, 9-14).(85)
Conviene recordar también el Icono de la Virgen de
Vladimir que ha acompañado constantemente la
peregrinación en la fe de los pueblos de la antigua
Rus'. Se acerca el primer milenio de la conversión al
cristianismo de aquellas nobles tierras: tierras de
personas humildes, de pensadores y de santos. Los Iconos
son venerados todavía en Ucrania, en Bielorusia y en
Rusia con diversos títulos; son imágenes que atestiguan
la fe y el espíritu de oración de aquel pueblo, el cual
advierte la presencia y la protección de la Madre de
Dios. En estos Iconos la Virgen resplandece como la
imagen de la divina belleza, morada de la Sabiduría
eterna, figura de la orante, prototipo de la
contemplación, icono de la gloria: aquella que, desde su
vida terrena, poseyendo la ciencia espiritual inaccesible
a los razonamientos humanos, con la fe ha alcanzado el
conocimiento más sublime. Recuerdo, también, el Icono
de la Virgen del cenáculo, en oración con los
apóstoles a la espera del Espíritu. ¿No podría ser
ésta como un signo de esperanza para todos aquellos que,
en el diálogo fraterno, quieren profundizar su
obediencia de la fe?
34. Tanta riqueza de alabanzas, acumulada por las
diversas manifestaciones de la gran tradición de la
Iglesia, podría ayudarnos a que ésta vuelva a respirar
plenamente con sus «dos pulmones», Oriente y Occidente.
Como he dicho varias veces, esto es hoy más necesario
que nunca. Sería una ayuda valiosa para hacer progresar
el diálogo actual entre la Iglesia católica y las
Iglesias y Comunidades eclesiales de Occidente.(86)
Sería también, para la Iglesia en camino, la vía para
cantar y vivir de manera más perfecta su Magníficat.
3. El Magníficat de la Iglesia en camino
35. La Iglesia, pues, en la presente fase de su
camino, trata de buscar la unión de quienes profesan su
fe en Cristo para manifestar la obediencia a su Señor
que, antes de la pasión, ha rezado por esta unidad. La
Iglesia «va peregrinando ..., anunciando la cruz del
Señor hasta que venga».(87) «Caminando, pues, la
Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve
confortada con el poder de la gracia de Dios, que le ha
sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad
perfecta por la debilidad de la carne, antes al
contrario, persevere como esposa digna de su Señor y,
bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse
hasta que por la cruz llegue a aquella luz que no conoce
ocaso».(88)
La Virgen Madre está constantemente presente en este
camino de fe del Pueblo de Dios hacia la luz. Lo
demuestra de modo especial el cántico del Magníficat
que, salido de la fe profunda de María en la
visitación, no deja de vibrar en el corazón de la
Iglesia a través de los siglos. Lo prueba su recitación
diaria en la liturgia de las Vísperas y en otros muchos
momentos de devoción tanto personal como comunitaria.
«Proclama mi alma la grandeza del
Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
El hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia como lo había prometido a nuestros padres en favor de Abraham y su descendencia por siempre» (Lc 1, 46-55).
36. Cuando Isabel saludó a la joven pariente
que llegaba de Nazaret, María respondió con el
Magníficat. En el saludo Isabel había llamado antes a
María «bendita» por «el fruto de su vientre», y
luego «feliz» por su fe (cf. Lc 1, 42. 45). Estas dos
bendiciones se referían directamente al momento de la
anunciación. Después, en la visitación, cuando el
saludo de Isabel da testimonio de aquel momento
culminante, la fe de María adquiere una nueva conciencia
y una nueva expresión. Lo que en el momento de la
anunciación permanecía oculto en la profundidad de la
«obediencia de la fe», se diría que ahora se
manifiesta como una llama del espíritu clara y
vivificante. Las palabras usadas por María en el umbral
de la casa de Isabel constituyen una inspirada profesión
le su fe, en la que la respuesta a la palabra de la
revelación se expresa con la elevación espiritual y
poética de todo su ser hacia Dios. En estas sublimes
palabras, que son al mismo tiempo muy sencillas y
totalmente inspiradas por los textos sagrados del pueblo
de Israel,(89) se vislumbra la experiencia personal de
María, el éxtasis de su corazón. Resplandece en ellas
un rayo del misterio de Dios, la gloria de su inefable
santidad, el eterno amor que, como un don irrevocable,
entra en la historia del hombre.
María es la primera en participar de esta nueva
revelación de Dios y, a través de ella, de esta nueva
«autodonación» de Dios. Por esto proclama: «ha hecho
obras grandes por mí; su nombre es santo». Sus palabras
reflejan el gozo del espíritu, difícil de expresar:
«se alegra mi espíritu en Dios mi salvador». Porque
«la verdad profunda de Dios y de la salvación del
hombre ... resplandece en Cristo, mediador y plenitud de
toda la revelación».(90) En su arrebatamiento María
confiesa que se ha encontrado en el centro mismo de esta
plenitud de Cristo. Es consciente de que en ella se
realiza la promesa hecha a los padres y, ante todo, «en
favor de Abraham y su descendencia por siempre»; que en
ella, como madre de Cristo, converge toda la economía
salvífica, en la que, «de generación en generación»,
se manifiesta aquel que, como Dios de la Alianza, se
acuerda «de la misericordia».
37. La Iglesia, que desde el principio conforma su
camino terreno con el de la Madre de Dios, siguiéndola
repite constantemente las palabras del Magníficat. Desde
la profundidad de la fe de la Virgen en la anunciación y
en la visitación, la Iglesia llega a la verdad sobre el
Dios de la Alianza, sobre Dios que es todopoderoso y hace
«obras grandes» al hombre: «su nombre es santo». En
el Magníficat la Iglesia encuentra vencido de raíz el
pecado del comienzo de la historia terrena del hombre y
de la mujer, el pecado de la incredulidad o de la «poca
fe» en Dios. Contra la «sospecha» que el «padre de la
mentira» ha hecho surgir en el corazón de Eva, la
primera mujer, María, a la que la tradición suele
llamar «nueva Eva» (91) y verdadera «madre de los
vivientes» (92), proclama con fuerza la verdad no
ofuscada sobre Dios: el Dios Santo y todopoderoso, que
desde el comienzo es la fuente de todo don, aquel que
«ha hecho obras grandes». Al crear, Dios da la
existencia a toda la realidad. Creando al hombre, le da
la dignidad de la imagen y semejanza con él de manera
singular respecto a todas las criaturas terrenas. Y no
deteniéndose en su voluntad de prodigarse no obstante el
pecado del hombre, Dios se da en el Hijo: «Porque tanto
amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3, 16).
María es el primer testimonio de esta maravillosa
verdad, que se realizará plenamente mediante lo que hizo
y enseñó su Hijo (cf. Hch 1, 1) y, definitiva mente,
mediante su Cruz y resurrección.
La Iglesia, que aun «en medio de tentaciones y
tribulaciones» no cesa de repetir con María las
palabras del Magníficat, «se ve confortada» con la
fuerza de la verdad sobre Dios, proclamada entonces con
tan extraordinaria sencillez y, al mismo tiempo, con esta
verdad sobre Dios desea iluminar las difíciles y a veces
intrincadas vías de la existencia terrena de los
hombres. El camino de la Iglesia, pues, ya al final del
segundo Milenio cristiano, implica un renovado empeño en
su misión. La Iglesia, siguiendo a aquel que dijo de sí
mismo: «(Dios) me ha enviado para anunciar a los pobres
la Buena Nueva» (cf. Lc 4, 18), a través de las
generaciones, ha tratado y trata hoy de cumplir la misma
misión.
Su amor preferencial por los pobres está inscrito
admirablemente en el Magníficat de María. El Dios de la
Alianza, cantado por la Virgen de Nazaret en la
elevación de su espíritu, es a la vez el que «derriba
del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, a los
hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide
vacíos, ... dispersa a los soberbios ... y conserva su
misericordia para los que le temen». María está
profundamente impregnada del espíritu de los «pobres de
Yahvé», que en la oración de los Salmos esperaban de
Dios su salvación, poniendo en El toda su confianza (cf.
Sal 25; 31; 35; 55). En cambio, ella proclama la venida
del misterio de la salvación, la venida del «Mesías de
los pobres» (cf. Is 11, 4; 61, 1). La Iglesia, acudiendo
al corazón de María, a la profundidad de su fe,
expresada en las palabras del Magníficat, renueva cada
vez mejor en sí la conciencia de que no se puede separar
la verdad sobre Dios que salva, sobre Dios que es fuente
de todo don, de la manifestación de su amor preferencial
por los pobres y los humildes, que, cantado en el
Magníficat, se encuentra luego expresado en las palabras
y obras de Jesús.
La Iglesia, por tanto, es consciente y en
nuestra época tal conciencia se refuerza de manera
particular de que no sólo no se pueden separar
estos dos elementos del mensaje contenido en el
Magníficat, sino que también se debe salvaguardar
cuidadosamente la importancia que «los pobres» y «la
opción en favor de los pobres» tienen en la palabra del
Dios vivo. Se trata de temas y problemas orgánicamente
relacionados con el sentido cristiano de la libertad y de
la liberación. «Dependiendo totalmente de Dios y
plenamente orientada hacia El por el empuje de su fe,
María, al lado de su Hijo, es la imagen más perfecta de
la libertad y de la liberación de la humanidad y del
cosmos. La Iglesia debe mirar hacia ella, Madre y Modelo
para comprender en su integridad el sentido de su
misión».(93)
III. PARTE MEDIACIÓN MATERNA
1. María, Esclava del Señor
38. La Iglesia sabe y enseña con San Pablo que uno
solo es nuestro mediador: «Hay un solo Dios, y también
un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús,
hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate
por todos» (1 Tm 2, 5-6). «La misión maternal de
María para con los hombres no oscurece ni disminuye en
modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien
sirve para demostrar su poder» (94): es mediación en
Cristo.
La Iglesia sabe y enseña que «todo el influjo
salvífico de la Santísima Virgen sobre los hombres ...
dimana del divino beneplácito y de la superabundancia de
los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de
éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo
su poder. Y, lejos de impedir la unión inmediata de los
creyentes con Cristo, la fomenta».(95) Este saludable
influjo está mantenido por el Espíritu Santo, quien,
igual que cubrió con su sombra a la Virgen María
comenzando en ella la maternidad divina, mantiene así
continuamente su solicitud hacia los hermanos de su Hijo.
Efectivamente, la mediación de María está
íntimamente unida a su maternidad y posee un carácter
específicamente materno que la distingue del de las
demás criaturas que, de un modo diverso y siempre
subordinado, participan de la única mediación de
Cristo, siendo también la suya una mediación
participada.(96) En efecto, si «jamás podrá compararse
criatura alguna con el Verbo encarnado y Redentor», al
mismo tiempo «la única mediación del Redentor no
excluye, sino que suscita en las criaturas diversas
clases de cooperación, participada de la única
fuente»; y así «la bondad de Dios se difunde de
distintas maneras sobre las criaturas».(97)
La enseñanza del Concilio Vaticano II presenta la
verdad sobre la mediación de María como una
participación de esta única fuente que es la mediación
de Cristo mismo. Leemos al respecto: «La Iglesia no duda
en confesar esta función subordinada de María, la
experimenta continuamente y la recomienda a la piedad de
los fieles, para que, apoyados en esta protección
maternal, se unan con mayor intimidad al Mediador y
Salvador».(98) Esta función es, al mismo tiempo,
especial y extraordinaria. Brota de su maternidad divina
y puede ser comprendida y vivida en la fe, solamente
sobre la base de la plena verdad de esta maternidad.
Siendo María, en virtud de la elección divina, la Madre
del Hijo consubstancial al Padre y «compañera
singularmente generosa» en la obra de la redención, es
nuestra madre en el orden de la gracia».(99) Esta
función constituye una dimensión real de su presencia
en el misterio salvífico de Cristo y de la Iglesia.
39. Desde este punto de vista es necesario considerar
una vez más el acontecimiento fundamental en la
economía de la salvación, o sea la encarnación del
Verbo en la anunciación. Es significativo que María,
reconociendo en la palabra del mensajero divino la
voluntad del Altísimo y sometiéndose a su poder, diga:
«He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según
tu palabra» (Lc 1, 3). El primer momento de la sumisión
a la única mediación «entre Dios y los hombres»
la de Jesucristo es la aceptación de la
maternidad por parte de la Virgen de Nazaret. María da
su consentimiento a la elección de Dios, para ser la
Madre de su Hijo por obra del Espíritu Santo. Puede
decirse que este consentimiento suyo para la maternidad
es sobre todo fruto de la donación total a Dios en la
virginidad. María aceptó la elección para Madre del
Hijo de Dios, guiada por el amor esponsal, que
«consagra» totalmente una persona humana a Dios. En
virtud de este amor, María deseaba estar siempre y en
todo «entregada a Dios», viviendo la virginidad. Las
palabras «he aquí la esclava del Señor» expresan el
hecho de que desde el principio ella acogió y entendió
la propia maternidad como donación total de sí, de su
persona, al servicio de los designios salvíficos del
Altísimo. Y toda su participación materna en la vida de
Jesucristo, su Hijo, la vivió hasta el final de acuerdo
con su vocación a la virginidad.
La maternidad de María, impregnada profundamente por
la actitud esponsal de «esclava del Señor», constituye
la dimensión primera y fundamental de aquella mediación
que la Iglesia confiesa y proclama respecto a ella,(100)
y continuamente «recomienda a la piedad de los fieles»
porque confía mucho en esta mediación. En efecto,
conviene reconocer que, antes que nadie, Dios mismo, el
eterno Padre, se entregó a la Virgen de Nazaret,
dándole su propio Hijo en el misterio de la
Encarnación. Esta elección suya al sumo cometido y
dignidad de Madre del Hijo de Dios, a nivel ontológico,
se refiere a la realidad misma de la unión de las dos
naturalezas en la persona del Verbo (unión
hipostática). Este hecho fundamental de ser la Madre del
Hijo de Dios supone, desde el principio, una apertura
total a la persona de Cristo, a toda su obra y misión.
Las palabras «he aquí la esclava del Señor»
atestiguan esta apertura del espíritu de María, la
cual, de manera perfecta, reúne en sí misma el amor
propio de la virginidad y el amor característico de la
maternidad, unidos y como fundidos juntamente.
Por tanto María ha llegado a ser no sólo la
«madre-nodriza» del Hijo del hombre, sino también la
«compañera singularmente generosa» (101) del Mesías y
Redentor. Ella como ya he dicho avanzaba en
la peregrinación de la fe y en esta peregrinación suya
hasta los pies de la Cruz se ha realizado, al mismo
tiempo, su cooperación materna en toda la misión del
Salvador mediante sus acciones y sufrimientos. A través
de esta colaboración en la obra del Hijo Redentor, la
maternidad misma de María conocía una transformación
singular, colmándose cada vez más de «ardiente
caridad» hacia todos aquellos a quienes estaba dirigida
la misión de Cristo. Por medio de esta «ardiente
caridad», orientada a realizar en unión con Cristo la
restauración de la «vida sobrenatural de las
almas»,(102) María entraba de manera muy personal en la
única mediación «entre Dios y los hombres», que es la
mediación del hombre Cristo Jesús. Si ella fue la
primera en experimentar en sí misma los efectos
sobrenaturales de esta única mediación ya en la
anunciación había sido saludada como «llena de
gracia» entonces es necesario decir, que por esta
plenitud de gracia y de vida sobrenatural, estaba
particularmente predispuesta a la cooperación con
Cristo, único mediador de la salvación humana. Y tal
cooperación es precisamente esta mediación subordinada
a la mediación de Cristo.
En el caso de María se trata de una mediación
especial y excepcional, basada sobre su «plenitud de
gracia», que se traducirá en la plena disponibilidad de
la «esclava del Señor». Jesucristo, como respuesta a
esta disponibilidad interior de su Madre, la preparaba
cada vez más a ser para los hombres «madre en el orden
de la gracia». Esto indican, al menos de manera
indirecta, algunos detalles anotados por los Sinópticos
(cf. Lc 11, 28; 8, 20-21; Mc 3, 32-35; Mt 12, 47-50) y
más aún por el Evangelio de Juan (cf. 2, 1-12; 19,
25-27), que ya he puesto de relieve. A este respecto, son
particularmente elocuentes las palabras, pronunciadas por
Jesús en la Cruz, relativas a María y a Juan.
40. Después de los acontecimientos de la
resurrección y de la ascensión, María, entrando con
los apóstoles en el cenáculo a la espera de
Pentecostés, estaba presente como Madre del Señor
glorificado. Era no sólo la que «avanzó en la
peregrinación de la fe» y guardó fielmente su unión
con el Hijo «hasta la Cruz», sino también la «esclava
del Señor», entregada por su Hijo como madre a la
Iglesia naciente: «He aquí a tu madre». Así empezó a
formarse una relación especial entre esta Madre y la
Iglesia. En efecto, la Iglesia naciente era fruto de la
Cruz y de la resurrección de su Hijo. María, que desde
el principio se había entregado sin reservas a la
persona y obra de su Hijo, no podía dejar de volcar
sobre la Iglesia esta entrega suya materna. Después de
la ascensión del Hijo, su maternidad permanece en la
Iglesia como mediación materna; intercediendo por todos
sus hijos, la madre coopera en la acción salvífica del
Hijo, Redentor del mundo. Al respecto enseña el
Concilio: «Esta maternidad de María en la economía de
la gracia perdura sin cesar ... hasta la consumación
perpetua de todos los elegidos».(103) Con la muerte
redentora de su Hijo, la mediación materna de la esclava
del Señor alcanzó una dimensión universal, porque la
obra de la redención abarca a todos los hombres. Así se
manifiesta de manera singular la eficacia de la
mediación única y universal de Cristo «entre Dios y
los hombres». La cooperación de María participa, por
su carácter subordinado, de la universalidad de la
mediación del Redentor, único mediador. Esto lo indica
claramente el Concilio con las palabras citadas antes.
«Pues leemos todavía asunta a los
cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con
su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los
dones de la salvación eterna».(104) Con este carácter
de «intercesión», que se manifestó por primera vez en
Caná de Galilea, la mediación de María continúa en la
historia de la Iglesia y del mundo. Leemos que María
«con su amor materno se cuida de los hermanos de su
Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y
ansiedad hasta que sean conducidos a la patria
bienaventurada».(105) De este modo la maternidad de
María perdura incesantemente en la Iglesia como
mediación intercesora, y la Iglesia expresa su fe en
esta verdad invocando a María «con los títulos de
Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora».(106)
41. María, por su mediación subordinada a la del
Redentor, contribuye de manera especial a la unión de la
Iglesia peregrina en la tierra con la realidad
escatológica y celestial de la comunión de los santos,
habiendo sido ya «asunta a los cielos».(107) La verdad
de la Asunción, definida por Pío XII, ha sido
reafirmada por el Concilio Vaticano II, que expresa así
la fe de la Iglesia: «Finalmente, la Virgen Inmaculada,
preservada inmune de toda mancha de culpa original,
terminado el decurso de su vida terrena, fue asunta en
cuerpo y alma a la gloria celestial y fue ensalzada por
el Señor como Reina universal con el fin de que se
asemeje de forma más plena a su Hijo, Señor de señores
(cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la
muerte».(108) Con esta enseñanza Pío XII enlazaba con
la Tradición, que ha encontrado múltiples expresiones
en la historia de la Iglesia, tanto en Oriente como en
Occidente.
Con el misterio de la Asunción a los cielos, se han
realizado definitivamente en María todos los efectos de
la única mediación de Cristo Redentor del mundo y
Señor resucitado: «Todos vivirán en Cristo. Pero cada
cual en su rango: Cristo como primicias; luego, los de
Cristo en su Venida» (1 Co 15, 22-23). En el misterio de
la Asunción se expresa la fe de la Iglesia, según la
cual María «está también íntimamente unida» a
Cristo porque, aunque como madre-virgen estaba
singularmente unida a él en su primera venida, por su
cooperación constante con él lo estará también a la
espera de la segunda; «redimida de modo eminente, en
previsión de los méritos de su Hijo»,(109) ella tiene
también aquella función, propia de la madre, de
mediadora de clemencia en la venida definitiva, cuando
todos los de Cristo revivirán, y «el último enemigo en
ser destruido será la Muerte» (1 Co 15, 26).(110)
A esta exaltación de la «Hija excelsa de
Sión»,(111) mediante la asunción a los cielos, está
unido el misterio de su gloria eterna. En efecto, la
Madre de Cristo es glorificada como «Reina
universal».(112) La que en la anunciación se definió
como «esclava del Señor» fue durante toda su vida
terrena fiel a lo que este nombre expresa, confirmando
así que era una verdadera «discípula» de Cristo, el
cual subrayaba intensamente el carácter de servicio de
su propia misión: el Hijo del hombre «no ha venido a
ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate
por muchos» (Mt 20, 28). Por esto María ha sido la
primera entre aquellos que, «sirviendo a Cristo también
en los demás, conducen en humildad y paciencia a sus
hermanos al Rey, cuyo servicio equivale a reinar»,(113)
Y ha conseguido plenamente aquel «estado de libertad
real», propio de los discípulos de Cristo: ¡servir
quiere decir reinar!
«Cristo, habiéndose hecho obediente hasta la muerte
y habiendo sido por ello exaltado por el Padre (cf. Flp
2, 8-9), entró en la gloria de su reino. A El están
sometidas todas las cosas, hasta que El se someta a Sí
mismo y todo lo creado al Padre, a fin de que Dios sea
todo en todas las cosas (cf. 1 Co 15, 27-28)».(114)
María, esclava del Señor, forma parte de este Reino del
Hijo.(115) La gloria de servir no cesa de ser su
exaltación real; asunta a los cielos, ella no termina
aquel servicio suyo salvífico, en el que se manifiesta
la mediación materna, «hasta la consumación perpetua
de todos los elegidos».(116) Así aquella, que aquí en
la tierra «guardó fielmente su unión con el Hijo hasta
la Cruz», sigue estando unida a él, mientras ya «a El
están sometidas todas las cosas, hasta que El se someta
a Sí mismo y todo lo creado al Padre». Así en su
asunción a los cielos, María está como envuelta por
toda la realidad de la comunión de los santos, y su
misma unión con el Hijo en la gloria está dirigida toda
ella hacia la plenitud definitiva del Reino, cuando
«Dios sea todo en todas las cosas».
También en esta fase la mediación materna de María
sigue estando subordinada a aquel que es el único
Mediador, hasta la realización definitiva de la
«plenitud de los tiempos»,es decir, hasta que «todo
tenga a Cristo por Cabeza» (Ef 1, 10).
2. María en la vida de la Iglesia y de cada
cristiano
42. El Concilio Vaticano II, siguiendo la Tradición,
ha dado nueva luz sobre el papel de la Madre de Cristo en
la vida de la Iglesia. «La Bienaventurada Virgen, por el
don ... de la maternidad divina, con la que está unida
al Hijo Redentor, y por sus singulares gracias y dones,
está unida también íntimamente a la Iglesia. La Madre
de Dios es tipo de la Iglesia, a saber: en el orden de la
fe, de la caridad y de la perfecta unión con
Cristo».(117) Ya hemos visto anteriormente como María
permanece, desde el comienzo, con los apóstoles a la
espera de Pentecostés y como, siendo «feliz la que ha
creído», a través de las generaciones está presente
en medio de la Iglesia peregrina mediante la fe y como
modelo de la esperanza que no desengaña (cf. Rom 5, 5).
María creyó que se cumpliría lo que le había dicho
el Señor. Como Virgen, creyó que concebiría y daría a
luz un hijo: el «Santo», al cual corresponde el nombre
de «Hijo de Dios», el nombre de «Jesús» (Dios que
salva). Como esclava del Señor, permaneció
perfectamente fiel a la persona y a la misión de este
Hijo. Como madre, «creyendo y obedeciendo, engendró en
la tierra al mismo Hijo del Padre, y esto sin conocer
varón, cubierta con la sombra del Espíritu
Santo».(118)
Por estos motivos María «con razón es honrada con
especial culto por la Iglesia; ya desde los tiempos más
antiguos ... es honrada con el título de Madre de Dios,
a cuyo amparo los fieles en todos sus peligros y
necesidades acuden con sus súplicas».(119) Este culto
es del todo particular: contiene en sí y expresa aquel
profundo vínculo existente entre la Madre de Cristo y la
Iglesia.(120) Como virgen y madre, María es para la
Iglesia un «modelo perenne». Se puede decir, pues, que,
sobre todo según este aspecto, es decir como modelo o,
más bien como «figura», María, presente en el
misterio de Cristo, está también constantemente
presente en el misterio de la Iglesia. En efecto,
también la Iglesia «es llamada madre y virgen», y
estos nombres tienen una profunda justificación bíblica
y teológica.(121)
43. La Iglesia «se hace también madre mediante la
palabra de Dios aceptada con fidelidad».(122) Igual que
María creyó la primera, acogiendo la palabra de Dios
que le fue revelada en la anunciación, y permaneciendo
fiel a ella en todas sus pruebas hasta la Cruz, así la
Iglesia llega a ser Madre cuando, acogiendo con fidelidad
la palabra de Dios, «por la predicación y el bautismo
engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos
concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de
Dios».(123) Esta característica «materna» de la
Iglesia ha sido expresada de modo particularmente
vigoroso por el Apóstol de las gentes, cuando escribía:
«¡Hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de
parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros!» (Gál 4,
19). En estas palabras de san Pablo está contenido un
indicio interesante de la conciencia materna de la
Iglesia primitiva, unida al servicio apostólico entre
los hombres. Esta conciencia permitía y permite
constantemente a la Iglesia ver el misterio de su vida y
de su misión a ejemplo de la misma Madre del Hijo, que
es el «primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29).
Se puede afirmar que la Iglesia aprende también de
María la propia maternidad; reconoce la dimensión
materna de su vocación, unida esencialmente a su
naturaleza sacramental, «contemplando su arcana santidad
e imitando su caridad, y cumpliendo fielmente la voluntad
del Padre».(124) Si la Iglesia es signo e instrumento de
la unión íntima con Dios, lo es por su maternidad,
porque, vivificada por el Espíritu, «engendra» hijos e
hijas de la familia humana a una vida nueva en Cristo.
Porque, al igual que María está al servicio del
misterio de la encarnación, así la Iglesia permanece al
servicio del misterio de la adopción como hijos por
medio de la gracia.
Al mismo tiempo, a ejemplo de María, la Iglesia es la
virgen fiel al propio esposo: «también ella es virgen
que custodia pura e íntegramente la fe prometida al
Esposo».(125) La Iglesia es, pues, la esposa de Cristo,
como resulta de las cartas paulinas (cf. Ef 5, 21-33; 2
Co 11, 2) y de la expresión joánica «la esposa del
Cordero» (Ap 21, 9). Si la Iglesia como esposa custodia
«la fe prometida a Cristo», esta fidelidad, a pesar de
que en la enseñanza del Apóstol se haya convertido en
imagen del matrimonio (cf. Ef 5, 23-33), posee también
el valor tipo de la total donación a Dios en el celibato
«por el Reino de los cielos», es decir de la virginidad
consagrada a Dios (cf. Mt 19, 11-12; 2 Cor 11, 2).
Precisamente esta virginidad, siguiendo el ejemplo de la
Virgen de Nazaret, es fuente de una especial fecundidad
espiritual: es fuente de la maternidad en el Espíritu
Santo.
Pero la Iglesia custodia también la fe recibida de
Cristo; a ejemplo de María, que guardaba y meditaba en
su corazón (cf. Lc 2, 19. 51) todo lo relacionado con su
Hijo divino, está dedicada a custodiar la Palabra de
Dios, a indagar sus riquezas con discernimiento y
prudencia con el fin de dar en cada época un testimonio
fiel a todos los hombres.(126)
44. Ante esta ejemplaridad, la Iglesia se encuentra
con María e intenta asemejarse a ella: «Imitando a la
Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo
conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida
esperanza, la sincera caridad».(127) Por consiguiente,
María está presente en el misterio de la Iglesia como
modelo. Pero el misterio de la Iglesia consiste también
en el hecho de engendrar a los hombres a una vida nueva e
inmortal: es su maternidad en el Espíritu Santo. Y aquí
María no sólo es modelo y figura de la Iglesia, sino
mucho más. Pues, «con materno amor coopera a la
generación y educación» de los hijos e hijas de la
madre Iglesia. La maternidad de la Iglesia se lleva a
cabo no sólo según el modelo y la figura de la Madre de
Dios, sino también con su «cooperación». La Iglesia
recibe copiosamente de esta cooperación, es decir de la
mediación materna, que es característica de María, ya
que en la tierra ella cooperó a la generación y
educación de los hijos e hijas de la Iglesia, como Madre
de aquel Hijo «a quien Dios constituyó como
hermanos».(128)
En ello cooperó como enseña el Concilio
Vaticano II con materno amor.(129) Se descubre
aquí el valor real de las palabras dichas por Jesús a
su madre cuando estaba en la Cruz: «Mujer, ahí tienes a
tu hijo» y al discípulo: «Ahí tienes a tu madre» (Jn
19, 26-27). Son palabras que determinan el lugar de
María en la vida de los discípulos de Cristo y expresan
como he dicho ya su nueva maternidad como
Madre del Redentor: la maternidad espiritual, nacida de
lo profundo del misterio pascual del Redentor del mundo.
Es una maternidad en el orden de la gracia, porque
implora el don del Espíritu Santo que suscita los nuevos
hijos de Dios, redimidos mediante el sacrificio de
Cristo: aquel Espíritu que, junto con la Iglesia, María
ha recibido también el día de Pentecostés.
Esta maternidad suya ha sido comprendida y vivida
particularmente por el pueblo cristiano en el sagrado
Banquete celebración litúrgica del misterio de la
Redención, en el cual Cristo, su verdadero cuerpo
nacido de María Virgen, se hace presente.
Con razón la piedad del pueblo cristiano ha visto
siempre un profundo vínculo entre la devoción a la
Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía; es un
hecho de relieve en la liturgia tanto occidental como
oriental, en la tradición de las Familias religiosas, en
la espiritualidad de los movimientos contemporáneos
incluso los juveniles, en la pastoral de los Santuarios
marianos María guía a los fieles a la Eucaristía.
45. Es esencial a la maternidad la referencia a la
persona. La maternidad determina siempre una relación
única e irrepetible entre dos personas: la de la madre
con el hijo y la del hijo con la Madre. Aun cuando una
misma mujer sea madre de muchos hijos, su relación
personal con cada uno de ellos caracteriza la maternidad
en su misma esencia. En efecto, cada hijo es engendrado
de un modo único e irrepetible, y esto vale tanto para
la madre como para el hijo. Cada hijo es rodeado del
mismo modo por aquel amor materno, sobre el que se basa
su formación y maduración en la humanidad.
Se puede afirmar que la maternidad «en el orden de la
gracia» mantiene la analogía con cuanto a en el orden
de la naturaleza» caracteriza la unión de la madre con
el hijo. En esta luz se hace más comprensible el hecho
de que, en el testamento de Cristo en el Gólgota, la
nueva maternidad de su madre haya sido expresada en
singular, refiriéndose a un hombre: «Ahí tienes a tu
hijo».
Se puede decir además que en estas mismas palabras
está indicado plenamente el motivo de la dimensión
mariana de la vida de los discípulos de Cristo; no sólo
de Juan, que en aquel instante se encontraba a los pies
de la Cruz en compañía de la Madre de su Maestro, sino
de todo discípulo de Cristo, de todo cristiano. El
Redentor confía su madre al discípulo y, al mismo
tiempo, se la da como madre. La maternidad de María, que
se convierte en herencia del hombre, es un don: un don
que Cristo mismo hace personalmente a cada hombre. El
Redentor confía María a Juan, en la medida en que
confía Juan a María. A los pies de la Cruz comienza
aquella especial entrega del hombre a la Madre de Cristo,
que en la historia de la Iglesia se ha ejercido y
expresado posteriormente de modos diversos. Cuando el
mismo apóstol y evangelista, después de haber recogido
las palabras dichas por Jesús en la Cruz a su Madre y a
él mismo, añade: «Y desde aquella hora el discípulo
la acogió en su casa» (Jn 19,27). Esta afirmación
quiere decir con certeza que al discípulo se atribuye el
papel de hijo y que él cuidó de la Madre del Maestro
amado. Y ya que María fue dada como madre personalmente
a él, la afirmación indica, aunque sea indirectamente,
lo que expresa la relación íntima de un hijo con la
madre. Y todo esto se encierra en la palabra «entrega».
La entrega es la respuesta al amor de una persona y, en
concreto, al amor de la madre.
La dimensión mariana de la vida de un discípulo de
Cristo se manifiesta de modo especial precisamente
mediante esta entrega filial respecto a la Madre de Dios,
iniciada con el testamento del Redentor en el Gólgota.
Entregándose filialmente a María, el cristiano, como el
apóstol Juan, «acoge entre sus cosas propias» (130) a
la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de
su vida interior, es decir, en su «yo» humano y
cristiano: «La acogió en su casa» Así el cristiano,
trata de entrar en el radio de acción de aquella
«caridad materna», con la que la Madre del Redentor
«cuida de los hermanos de su Hijo»,(131) «a cuya
generación y educación coopera» (132)
según la medida del don, propia de cada uno por la
virtud del Espíritu de Cristo. Así se manifiesta
también aquella maternidad según el espíritu, que ha
llegado a ser la función de María a los pies de la Cruz
y en el cenáculo.
46. Esta relación filial, esta entrega de un hijo a
la Madre no sólo tiene su comienzo en Cristo, sino que
se puede decir que definitivamente se orienta hacia él.
Se puede afirmar que María sigue repitiendo a todos las
mismas palabras que dijo en Caná de Galilea: «Haced lo
que él os diga». En efecto es él, Cristo, el único
mediador entre Dios y los hombres; es él «el Camino, la
Verdad y la Vida» (Jn 4, 6); es él a quien el Padre ha
dado al mundo, para que el hombre «no perezca, sino que
tenga vida eterna» (Jn 3, 16). La Virgen de Nazaret se
ha convertido en la primera «testigo» de este amor
salvífico del Padre y desea permanecer también su
humilde esclava siempre y por todas partes. Para todo
cristiano y todo hombre, María es la primera que «ha
creído», y precisamente con esta fe suya de esposa y de
madre quiere actuar sobre todos los que se entregan a
ella como hijos. Y es sabido que cuanto más estos hijos
perseveran en esta actitud y avanzan en la misma, tanto
más María les acerca a la «inescrutable riqueza de
Cristo» (Ef 3, 8). E igualmente ellos reconocen cada vez
mejor la dignidad del hombre en toda su plenitud, y el
sentido definitivo de su vocación, porque «Cristo ...
manifiesta plenamente el hombre al propio hombre».(133)
Esta dimensión mariana en la vida cristiana adquiere
un acento peculiar respecto a la mujer y a su condición.
En efecto, la feminidad tiene una relación singular con
la Madre del Redentor, tema que podrá profundizarse en
otro lugar. Aquí sólo deseo poner de relieve que la
figura de María de Nazaret proyecta luz sobre la mujer
en cuanto tal por el mismo hecho de que Dios, en el
sublime acontecimiento de la encarnación del Hijo, se ha
entregado al ministerio libre y activo de una mujer. Por
lo tanto, se puede afirmar que la mujer, al mirar a
María, encuentra en ella el secreto para vivir
dignamente su feminidad y para llevar a cabo su verdadera
promoción. A la luz de María, la Iglesia lee en el
rostro de la mujer los reflejos de una belleza, que es
espejo de los más altos sentimientos, de que es capaz el
corazón humano: la oblación total del amor, la fuerza
que sabe resistir a los más grandes dolores, la
fidelidad sin límites, la laboriosidad infatigable y la
capacidad de conjugar la intuición penetrante con la
palabra de apoyo y de estímulo.
47. Durante el Concilio Pablo VI proclamó
solemnemente que María es Madre de la Iglesia, es decir,
Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como
de los pastores».(134) Más tarde, el año 1968 en la
Profesión de fe, conocida bajo el nombre de «Credo del
pueblo de Dios», ratificó esta afirmación de forma
aún más comprometida con las palabras «Creemos que la
Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia
continúa en el cielo su misión maternal para con los
miembros de Cristo, cooperando al nacimiento y al
desarrollo de la vida divina en las almas de los
redimidos».(135)
El magisterio del Concilio ha subrayado que la verdad
sobre la Santísima Virgen, Madre de Cristo, constituye
un medio eficaz para la profundización de la verdad
sobre la Iglesia. El mismo Pablo VI, tomando la palabra
en relación con la Constitución Lumen gentium, recién
aprobada por el Concilio, dijo: «El conocimiento de la
verdadera doctrina católica sobre María será siempre
la clave para la exacta comprensión del misterio de
Cristo y de la Iglesia».(136)María está presente en la
Iglesia como Madre de Cristo y, a la vez, como aquella
Madre que Cristo, en el misterio de la redención, ha
dado al hombre en la persona del apóstol Juan. Por
consiguiente, María acoge, con su nueva maternidad en el
Espíritu, a todos y a cada uno en la Iglesia, acoge
también a todos y a cada uno por medio de la Iglesia. En
este sentido María, Madre de la Iglesia, es también su
modelo. En efecto, la Iglesia como desea y pide
Pablo VI «encuentra en ella (María) la más
auténtica forma de la perfecta imitación de
Cristo».(137)
Merced a este vínculo especial, que une a la Madre de
Cristo con la Iglesia, se aclara mejor el misterio de
aquella «mujer» que, desde los primeros capítulos del
Libro del Génesis hasta el Apocalipsis, acompaña la
revelación del designio salvífico de Dios respecto a la
humanidad. Pues María, presente en la Iglesia como Madre
del Redentor, participa maternalmente en aquella «dura
batalla contra el poder de las tinieblas» (138) que se
desarrolla a lo largo de toda la historia humana. Y por
esta identificación suya eclesial con la «mujer vestida
de sol» (Ap 12, 1),(139) se puede afirmar que «la
Iglesia en la Beatísima Virgen ya llegó a la
perfección, por la que se presenta sin mancha ni
arruga»; por esto, los cristianos, alzando con fe los
ojos hacia María a lo largo de su peregrinación
terrena, «aún se esfuerzan en crecer en la
santidad».(140) María, la excelsa hija de Sión, ayuda
a todos los hijos donde y como quiera que
vivan a encontrar en Cristo el camino hacia la casa
del Padre.
Por consiguiente, la Iglesia, a lo largo de toda su
vida, mantiene con la Madre de Dios un vínculo que
comprende, en el misterio salvífico, el pasado, el
presente y el futuro, y la venera como madre espiritual
de la humanidad y abogada de gracia.
3. El sentido del Año Mariano
48. Precisamente el vínculo especial de la humanidad
con esta Madre me ha movido a proclamar en la Iglesia, en
el período que precede a la conclusión del segundo
Milenio del nacimiento de Cristo, un Año Mariano. Una
iniciativa similar tuvo lugar ya en el pasado, cuando
Pío XII proclamó el 1954 como Año Mariano, con el fin
de resaltar la santidad excepcional de la Madre de
Cristo, expresada en los misterios de su Inmaculada
Concepción (definida exactamente un siglo antes) y de su
Asunción a los cielos.(141)
Ahora, siguiendo la línea del Concilio Vaticano II,
deseo poner de relieve la especial presencia de la Madre
de Dios en el misterio de Cristo y de su Iglesia. Esta
es, en efecto, una dimensión fundamental que brota de la
mariología del Concilio, de cuya clausura nos separan ya
más de veinte años. El Sínodo extraordinario de los
Obispos, que se ha realizado el año 1985, ha exhortado a
todos a seguir fielmente el magisterio y las indicaciones
del Concilio. Se puede decir que en ellos Concilio
y Sínodo está contenido lo que el mismo Espíritu
Santo desea «decir a la Iglesia» en la presente fase de
la historia.
En este contexto, el Año Mariano deberá promover
también una nueva y profunda lectura de cuanto el
Concilio ha dicho sobre la Bienaventurada Virgen María,
Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia,
a la que se refieren las consideraciones de esta
Encíclica. Se trata aquí no sólo de la doctrina de fe,
sino también de la vida de fe y, por tanto, de la
auténtica «espiritualidad mariana», considerada a la
luz de la Tradición y, de modo especial, de la
espiritualidad a la que nos exhorta el Concilio.(142)
Además, la espiritualidad mariana, a la par de la
devoción correspondiente, encuentra una fuente
riquísima en la experiencia histórica de las personas y
de las diversas comunidades cristianas, que viven entre
los distintos pueblos y naciones de la tierra. A este
propósito, me es grato recordar, entre tantos testigos y
maestros de la espiritualidad mariana, la figura de san
Luis María Grignión de Montfort, el cual proponía a
los cristianos la consagración a Cristo por manos de
María, como medio eficaz para vivir fielmente el
compromiso del bautismo.(143) Observo complacido cómo en
nuestros días no faltan tampoco nuevas manifestaciones
de esta espiritualidad y devoción.
49. Este Año comenzará en la solemnidad de
Pentecostés, el 7 de junio próximo. Se trata, pues, de
recordar no sólo que María «ha precedido» la entrada
de Cristo Señor en la historia de la humanidad, sino de
subrayar además, a la luz de María, que desde el
cumplimiento del misterio de la Encarnación la historia
de la humanidad ha entrado en la «plenitud de los
tiempos» y que la Iglesia es el signo de esta plenitud.
Como Pueblo de Dios, la Iglesia realiza su peregrinación
hacia la eternidad mediante la fe, en medio de todos los
pueblos y naciones, desde el día de Pentecostés. La
Madre de Cristo, que estuvo presente en el comienzo del
«tiempo de la Iglesia», cuando a la espera del
Espíritu Santo rezaba asiduamente con los apóstoles y
los discípulos de su Hijo, «precede» constantemente a
la Iglesia en este camino suyo a través de la historia
de la humanidad. María es también la que, precisamente
como esclava del Señor, coopera sin cesar en la obra de
la salvación llevada a cabo por Cristo, su Hijo.
Así, mediante este Año Mariano, la Iglesia es
llamada no sólo a recordar todo lo que en su pasado
testimonia la especial y materna cooperación de la Madre
de Dios en la obra de la salvación en Cristo Señor,
sino además a preparar, por su parte, cara al futuro las
vías de esta cooperación, ya que el final del segundo
Milenio cristiano abre como una nueva perspectiva.
50. Como ya ha sido recordado, también entre los
hermanos separados muchos honran y celebran a la Madre
del Señor, de modo especial los Orientales. Es una luz
mariana proyectada sobre el ecumenismo. De modo
particular, deseo recordar todavía que, durante el Año
Mariano, se celebrará el Milenio del bautismo de San
Vladimiro, Gran Príncipe de Kiev (a. 988), que dio
comienzo al cristianismo en los territorios de la Rus' de
entonces y, a continuación, en otros territorios de
Europa Oriental; y que por este camino, mediante la obra
de evangelización, el cristianismo se extendió también
más allá de Europa, hasta los territorios
septentrionales del continente asiático. Por lo tanto,
queremos, especialmente a lo largo de este Año, unirnos
en plegaria con cuantos celebran el Milenio de este
bautismo, ortodoxos y católicos, renovando y confirmando
con el Concilio aquellos sentimientos de gozo y de
consolación porque «los orientales ... corren parejos
con nosotros por su impulso fervoroso y ánimo en el
culto de la Virgen Madre de Dios».(144) Aunque
experimentamos todavía los dolorosos efectos de la
separación, acaecida algunas décadas más tarde (a.
1054), podemos decir que ante la Madre de Cristo nos
sentimos verdaderos hermanos y hermanas en el ámbito de
aquel pueblo mesiánico, llamado a ser una única familia
de Dios en la tierra, como anunciaba ya al comienzo del
Año Nuevo: «Deseamos confirmar esta herencia universal
de todos los hijos y las hijas de la tierra».(145)
Al anunciar el año de María, precisaba además que
su clausura se realizará el año próximo en la
solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen a los
cielos, para resaltar así «la señal grandiosa en el
cielo», de la que habla el Apocalipsis. De este modo
queremos cumplir también la exhortación del Concilio,
que mira a María como a un «signo de esperanza segura y
de consuelo para el pueblo de Dios peregrinante». Esta
exhortación la expresa el Concilio con las siguientes
palabras: «Ofrezcan los fieles súplicas insistentes a
la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella,
que estuvo presente en las primeras oraciones de la
Iglesia, ahora también, ensalzada en el cielo sobre
todos los bienaventurados y los ángeles, en la comunión
de todos los santos, interceda ante su Hijo, para que las
familias de todos los pueblos, tanto los que se honran
con el nombre cristiano como los que aún ignoran al
Salvador, sean felizmente congregados con paz y concordia
en un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e
individua Trinidad».(146)
CONCLUSIÓN
51. Al final de la cotidiana liturgia de las Horas se
eleva, entre otras, esta invocación de la Iglesia a
María: «Salve, Madre soberana del Redentor, puerta del
cielo siempre abierta, estrella del mar; socorre al
pueblo que sucumbe y lucha por levantarse, tú que para
asombro de la naturaleza has dado el ser humano a tu
Creador».
«Para asombro de la naturaleza». Estas palabras de
la antífona expresan aquel asombro de la fe, que
acompaña el misterio de la maternidad divina de María.
Lo acompaña, en cierto sentido, en el corazón de todo
lo creado y, directamente, en el corazón de todo el
Pueblo de Dios, en el corazón de la Iglesia. Cuán
admirablemente lejos ha ido Dios, creador y señor de
todas las cosas, en la «revelación de sí mismo» al
hombre.(147) Cuán claramente ha superado todos los
espacios de la infinita «distancia» que separa al
creador de la criatura. Si en sí mismo permanece
inefable e inescrutable, más aún es inefable e
inescrutable en la realidad de la Encarnación del Verbo,
que se hizo hombre por medio de la Virgen de Nazaret.
Si El ha querido llamar eternamente al hombre a
participar de la naturaleza divina (cf. 2 P 1, 4), se
puede afirmar que ha predispuesto la «divinización»
del hombre según su condición histórica, de suerte
que, después del pecado, está dispuesto a restablecer
con gran precio el designio eterno de su amor mediante la
«humanización» del Hijo, consubstancial a El. Todo lo
creado y, más directamente, el hombre no puede menos de
quedar asombrado ante este don, del que ha llegado a ser
partícipe en el Espíritu Santo: «Porque tanto amó
Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3, 16).
En el centro de este misterio, en lo más vivo de este
asombro de la fe, se halla María, Madre soberana del
Redentor, que ha sido la primera en experimentar: «tú
que para asombro de la naturaleza has dado el ser humano
a tu Creador».
52. En la palabras de esta antífona litúrgica se
expresa también la verdad del «gran cambio», que se ha
verificado en el hombre mediante el misterio de la
Encarnación. Es un cambio que pertenece a toda su
historia, desde aquel comienzo que se ha revelado en los
primeros capítulos del Génesis hasta el término
último, en la perspectiva del fin del mundo, del que
Jesús no nos ha revelado «ni el día ni la hora» (Mt
25, 13). Es un cambio incesante y continuo entre el caer
y el levantarse, entre el hombre del pecado y el hombre
de la gracia y de la justicia. La liturgia, especialmente
en Adviento, se coloca en el centro neurálgico de este
cambio, y toca su incesante «hoy y ahora», mientras
exclama: «Socorre al pueblo que sucumbe y lucha por
levantarse».
Estas palabras se refieren a todo hombre, a las
comunidades, a las naciones y a los pueblos, a las
generaciones y a las épocas de la historia humana, a
nuestros días, a estos años del Milenio que está por
concluir: «Socorre, si, socorre al pueblo que sucumbe».
Esta es la invocación dirigida a María, «santa
Madre del Redentor», es la invocación dirigida a
Cristo, que por medio de María ha entrado en la historia
de la humanidad. Año tras año, la antífona se eleva a
María, evocando el momento en el que se ha realizado
este esencial cambio histórico, que perdura
irreversiblemente: el cambio entre el «caer» y el
«levantarse».
La humanidad ha hecho admirables descubrimientos y ha
alcanzado resultados prodigiosos en el campo de la
ciencia y de la técnica, ha llevado a cabo grandes obras
en la vía del progreso y de la civilización, y en
épocas recientes se diría que ha conseguido acelerar el
curso de la historia. Pero el cambio fundamental, cambio
que se puede definir «original», acompaña siempre el
camino del hombre y, a través de los diversos
acontecimientos históricos, acompaña a todos y a cada
uno. Es el cambio entre el «caer» y el «levantarse»,
entre la muerte y la vida. Es también un constante
desafío a las conciencias humanas, un desafío a toda la
conciencia histórica del hombre: el desafío a seguir la
vía del «no caer» en los modos siempre antiguos y
siempre nuevos, y del «levantarse», si ha caído.
Mientras con toda la humanidad se acerca al confín de
los dos Milenios, la Iglesia, por su parte, con toda la
comunidad de los creyentes y en unión con todo hombre de
buena voluntad, recoge el gran desafío contenido en las
palabras de la antífona sobre el «pueblo que sucumbe y
lucha por levantarse» y se dirige conjuntamente al
Redentor y a su Madre con la invocación «Socorre». En
efecto, la Iglesia ve y lo confirma esta
plegaria a la Bienaventurada Madre de Dios en el
misterio salvífico de Cristo y en su propio misterio; la
ve profundamente arraigada en la historia de la
humanidad, en la eterna vocación del hombre según el
designio providencial que Dios ha predispuesto
eternamente para él; la ve maternalmente presente y
partícipe en los múltiples y complejos problemas que
acompañan hoy la vida de los individuos, de las familias
y de las naciones; la ve socorriendo al pueblo cristiano
en la lucha incesante entre el bien y el mal, para que
«no caiga» o, si cae, «se levante».
Deseo fervientemente que las reflexiones contenidas en
esta Encíclica ayuden también a la renovación de esta
visión en el corazón de todos los creyentes.
Como Obispo de Roma, envío a todos, a los que están
destinadas las presentes consideraciones, el beso de la
paz, el saludo y la bendición en nuestro Señor
Jesucristo. Así sea.
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo,
solemnidad de la Anunciación del Señor del año 1987,
noveno de mi Pontificado.
NOTAS
(1) Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium,
52 y todo el cap. VIII, titulado «La bienaventurada
Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y
de la Iglesia».
(2) La expresión «plenitud de los tiempos»
(pléroma tou jrónou) es paralela a locuciones afines
del judaísmo tanto bíblico (cf. Gn 29, 2l, 1 S 7, 12;
Tb l4, 5) como extrabíblico, y sobre todo del N.T. (cf.
Mc 1, l5; Lc 21, 24; Jn 7, 8; Ef l, 10). Desde el punto
de vista formal, esta expresión indica no sólo la
conclusión de un proceso cronológico, sino sobre todo
la madurez o el cumplimiento de un período
particularmente importante, porque está orientado hacia
la actuación de una espera, que adquiere, por tanto, una
dimensión escatológica. Según Ga 4, 4 y su contexto,
es el acontecimiento del Hijo de Dios quien revela que el
tiempo ha colmado, por así decir, la medida; o sea, el
período indicado por la promesa hecha a Abraham, así
como por la ley interpuesta por Moisés, ha alcanzado su
culmen, en el sentido de que Cristo cumple la promesa
divina y supera la antigua ley.
(3) Cf. Misal Romano, Prefacio del 8 de diciembre, en
la Inmaculada Concepción de Santa María Virgen; S.
Ambrosio, De Institutione Virginis, V, 93-94; PL 16, 342;
Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium, 68.
(4) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia
Lumen gentium, 58.
(5) Pablo VI, Carta Enc. Christi Matri (15 de
septiembre de 1966): AAS 58 (1966) 745749; Exhort.
Apost. Signum magnum (13 de mayo de 1967): AAS 59 (1967)
465-475; Exhort. Apost. Marialis cultus (2 de febrero de
1974): AAS 66 (1974) 113-168.
(6) El Antiguo Testamento ha anunciado de muchas
maneras el misterio de María: cf. S. Juan Damasceno,
Hom. in Dormitionem I, 8-9: S. Ch. 80, 103-107.
(7) Cf. Enseñanzas, VI/2 (1983), 225 s., Pío IX,
Carta Apost. Ineffabilis Deus (8 de diciembre de 1854):
Pii IX P. M. Acta , pars I, 597-599.
(8) Cf. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 22.
(9) Conc. Ecum. Ephes.: Conciliorum Oecumenicorum
Decreto, Bologna 1973(3), 41-44; 59-61 (DS 250-264), cf.
Conc. Ecum. Calcedon.: o.c., 84-87 (DS 300-303).
(10) Conc. Ecum. Vat II, Const. past. sobre la Iglesia
en el mundo actual Gaudium et spes, 22.
(11) Const dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 52.
(12) Cf. ibid., 58.
(13) Ibid., 63; cf. S. Ambrosio, Expos. Evang. sec.
Luc., II, 7:CSEL, 32/4, 45; De Institutione Virginis,
XIV, 88-89: PL 16, 341.
(14) Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium,
64.
(15) Ibid., 65.
(16) «Elimina este astro del sol que ilumina el mundo
y ¿dónde va el día? Elimina a María, esta estrella
del mar, sí, del mar grande e inmenso ¿qué permanece
sino una vasta niebla y la sombra de muerte y densas
nieblas?: S. Bernardo, In Nativitate B. Mariae Sermo-De
aquaeductu, 6: S. Bernardi Opera, V, 1968, 279; cf. In
laudibus Virginis Matris Homilia II, 17: Ed. cit., IV,
1966, 34 s.
(17) Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 63.
(18) Ibid., 63.
(19) Sobre la predestinación de María, cf. S. Juan
Damasceno, Hom. in Nativitatem, 7; 10: S. Ch. 80, 65; 73;
Hom. in Dormitionem I, 3: S. Ch. 80, 85: «Es ella, en
efecto, que, elegida desde las generaciones antiguas, en
virtud de la predestinación y de la benevolencia del
Dios y Padre que te ha engendrado a ti (oh Verbo de Dios)
fuera del tiempo sin salir de sí mismo y sin alteración
alguna, es ella que te ha dado a luz, alimentado con su
carne, en los últimos tiempos ...».
(20) Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 55.
(21) Sobre esta expresión hay en la tradición
patrística una interpretación amplia y variada: cf.
Orígenes, In Lucam homiliae, VI, 7: S. Ch. 87, 148;
Severiano De Gabala, In mundi creationem, Oratio VI, 10:
PG 56, 497 s.; S. Juan Crisóstomo (pseudo), In
Annuntiationem Deiparae et contra Arium impium, PG 62,
765 s.; Basilio De Seleucia, Oratio 39, In Sanctissimaé
Deiparae Annuntiationem, 5: PG 85, 441-446; Antipatro De
Ostra, Hom. II, In Sanctissimae Deiparae Annuntiationem,
3-11: PG, 1777-1783; S. Sofronio de Jerusalén, Oratio
II, In Sanctissimae Deiparae Annnuntiationem, 17-19: PG
87/3, 3235-3240; S. Juan Damasceno, Hom. in Dormitionem,
I, 7: S. Ch. 80, 96-101; S. Jerónimo, Epistola 65, 9: PL
22, 628; S. Ambrosio, Expos. Evang. sec. Lucam, II, 9:
CSEL 34/4, 45 s.; S. Agustín, Sermo 291, 4-6: PL 38,
1318 s.; Enchiridion, 36, 11: PL 40, 250; S. Pedro
Crisólogo, Sermo 142: PL 52, 579 s.; Sermo 143: PL 52,
583; S. Fulgencio De Ruspe, Epistola 17, VI, 12: PL 65,
458; S. Bernardo, In laudibus Virginis Matris, Homilía
III , 2-3: S. Bernardi Opera, IV, 1966, 36-38.
(22) Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 55.
(23) ibid., 53.
(24) Cf. Pío IX, Carta Apost. Ineffabilis Deus (8 de
diciembre de 1856): Pii IX P. M. Acta, pars I, 616; Conc.
Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium, 53.
(25) Cf. S. Germán. Cost., In Anntiationem SS.
Deiparae Hom.: PG 98, 327 s.; S. Andrés Cret., Canon in
B. Mariae Natalem, 4: PG 97, 1321 s.; In Nativitatem B.
Mariae, I: PG 97, 811 s.; Hom. in Dormitionem S. Mariae
1: PG 97, 1067 s.
(26) Liturgia de las Horas, del 15 de Agosto, en la
Asunción de la Bienaventurada Virgen María, Himno de
las I y II Vísperas; S. Pedro Damián, Carmina et
preces, XLVII: PL 145, 934.
(27) Divina Comedia, Paraíso XXXIII, 1; cf. Liturgia
de las Horas, Memoria de Santa María en sábado, Himno
II en el Officio de Lectura.
(28) Cf. S. Agustín, De Sancta Virginitate, III, 3:
PL 40, 398; Sermo 25, 7: PL 16, 937 s.
(29) Const. dogm. sobre la divina revelación Dei
Verbum, 5.
(30) Este es un tema clásico, ya expuesto por S.
Ireneo: «Y como por obra de la virgen desobediente el
hombre fue herido y, precipitado, murió, así también
por obra de la Virgen obediente a la palabra de Dios, el
hombre regenerado recibió, por medio de la vida, la vida
... Ya que era conveniente y justo ... que Eva fuera
«recapitulada» en María, con el fin de que la Virgen,
convertida en abogada de la virgen, disolviera y
destruyera la desobediencia virginal por obra de la
obediencia virginal»; Expositio doctrinae apostolicae,
33: S. Ch. 62, 83-86; cf. también Adversus Haereses, V,
19, 1: S. Ch. 153, 248-250.
(31) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina
revelación Dei Verbum, 5.
(32) Ibid., 5; cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium , 56.
(33) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 56.
(34) Ibid., 56.
(35) Cf. ibid., 53; S. Agustín, De Sancta
Virginitate, III, 3: PL 40, 398; Sermo 215, 4: PL 38,
1074; Sermo 196, I: PL 38, 1019; De peccatorum meritis et
remissione, I, 29, 57: PL 44, 142; Sermo 25, 7: PL 46,
937 s.; S. León Magno, Tractatus 21; De natale Domini,
I: CCL 138, 86.
(36) Cf. Subida del Monte Carmelo, L. II, cap. 3, 4-6.
(37) Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium,
58.
(38) Ibid., 58.
(39) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
divina revelación Dei Verbum, 5.
(40) Sobre la participación o «compasión» de
María en la muerte de Cristo, cf. S. Bernardo, In
Dominica infra octavam Assumptionis Sermo, 14: S.
Bernardi Opera, V, 1968, 273.
(41) S. Ireneo, Adversus Haereses, III, 22, 4: S. Ch.
211, 438-444; cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen
gentium, 56, nota 6. (42) Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium,
56 y los Padres citados en las notas 8 y 9.
(43) «Cristo es verdad, Cristo es carne, Cristo
verdad en la mente de María, Cristo carne en el seno de
María»: S. Agustín, Sermo 25 (Sermones inediti), 7: PL
46, 938.
(44) Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 60.
(45) Ibid., 61.
(46) Ibid., 62.
(47) Es conocido lo que escribe Orígenes sobre la
presencia de María y de Juan en el Calvario: «Los
Evangelios son las primicias de toda la Escritura, y el
Evangelio de Juan es el primero de los Evangelios;
ninguno puede percibir el significado si antes no ha
posado la cabeza sobre el pecho de Jesús y no ha
recibido de Jesús a María como Madre»: Comm. in Ioan.,
1, 6: PG 14, 31; cf. S. Ambrosio, Expos. Evang. sec.
Luc., X, 129-131: CSEL, 32/4, 504 s.
(48) Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 54 y
53; este último texto conciliar cita a S. Agustín, De
Sancta Virgintitate, VI, 6: PL 40, 399.
(49) Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 55.
(50) Cf. S. León Magno, Tractatus 26, de natale
Domini, 2: CCL 138, 126.
(51) Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 59.
(52) S. Agustín, De Civitate Dei, XVIII, 51: CCL 48,
650.
(53) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 8.
(54) Ibid., 9.
(55) Ibid., 9.
(56) Ibid., 8.
(57) Ibid., 9.
(58) Ibid., 65.
(59) Ibid., 59.
(60) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
divina revelación Dei Verbum,5.
(61) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 63.
(62) Cf. ibid., 9.
(63) Cf. ibid., 65.
(64) Ibid., 65.
(65) Ibid., 65.
(66) Cf. ibid., 13.
(67) Cf. ibid., 13.
(68) Cf. ibid., 13.
(69) Cfr. Misal Romano, fórmula de la consagración
del cáliz en las Plegarias Eucarísticas.
(70) Conc. Ecum. Vat. II. Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 1.
(71) Ibid., 13.
(72) Ibid., 15.
(73) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el
ecumenismo Unitatis redintegratio, 1.
(74) Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 68,
69. Sobre la Santísima Virgen María, promotora de la
unidad de los cristianos y sobre el culto de María en
Oriente, cf. León XIII, Carta Enc. Adiutricem populi (5
de septiembre de 1895): Acta Leonis, XV, 300-312.
(75) Cf. Conc Ecum. Vat. II, Decr. sobre el ecumenismo
Unitatis redintegratio, 20.
(76) Ibid., 19.
(77) Ibid., 14.
(78) Ibid., 15.
(79) Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm., sobre la
Iglesia Lumen gentium, 66.
(80) Conc. Ecum. Calced., Definitio fidei: Conciliorum
Oecumenicorum Decreta, Bologna 1973(3), 86 (DS 301)
(81) Cf. el Weddâsê Mâryâm (Alabanzas de María),
que está a continuación del Salterio etíope y contiene
himnos y plegarias a María para cada día de la semana.
Cf. también el Matshafa Kidâna Mehrat (Libro del Pacto
de Misericordia); es de destacar la importancia reservada
a María en los Himnos así como en la liturgia etíope.
(82) Cf. S. Efrén, Hymn. de Nativitate: Scriptores
Syri, 82: CSCO, 186.
(83) Cf.. S. Gregorio De Narek, Le livre des prières:
S. Ch. 78, 160-163; 428-432.
(84) Conc. Ecum. Niceno II: Conciliorum Oecumenicorum
Decreta, Bologna 1973(3), 135-138 (DS 600-609).
(85) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 59.
(86) Cf Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el ecumenismo
Unitatis redintegratio, 19.
(87) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 8.
(88) Ibid., 9.
(89) Como es sabido, las palabras del Magníficat
contienen o evocan numerosos pasajes del Antiguo
Testamento.
(90) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina
revelación Dei Verbum, 2.
(91) Cf. por ejemplo S. Justino, Dialogus cum Tryphone
Iudaeo, 100: Otto II, 358; S. Ireneo, Adversus Haereses
III, 22, 4: S. Ch. 211, 439-449; Tertuliano, De carne
Christi, 17, 4-6: CCL 2, 904 s.
(92) Cf. S. Epifanio, Panarion, III, 2;Haer. 78, 18:
PG 42, 727-730
(93) Congregación para la Doctrina de la Fe,
Instrucción sobre Libertad cristiana y liberación (22
de marzo de 1986), 97.
(94) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 60.
(95) Ibid., 60.
(96) Cf. Ia fórmula de mediadora «ad Mediatorem» de
S. Bernardo, In Dominica infra oct. Assumptionis Sermo,
2: S. Bernardi Opera, V, 1968, 263. María como puro
espejo remite al Hijo toda gloria y honor que recibe:
Id., In Nativitate B. Mariae Sermo-De aquaeductu, 12: ed.
cit. , 283.
(97) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 62.
(98) Ibid., 62.
(99) Ibid., 61.
(100) Ibid., 62.
(101) Ibid., 61
(102) Ibid., 61
(103) Ibid., 62.
(104) Ibid., 62.
(105) Ibid., 62; también en su oración la Iglesia
reconoce y celebra la «función materna» de María,
función «de intercesión y perdón, de impetración y
gracia, de reconciliación y paz» (cf. prefacio de la
Misa de la Bienaventurada Virgen María, Madre y
Mediadora de gracia, en Collectio Missarum de Beata
María Virgine, ed. typ. 1987, I, 120
(106) Ibid., 62.
(107) Ibid., 62; S. Juan Damasceno, Hom. in
Dormitionem, I, 11; II, 2, 14: S. Ch. 80, 111 s.;
127-131; 157-161; 181-185; S. Bernardo, In Assumptione
Beatae Mariae Sermo, 1-2: S Bernardi Opera, V, 1968,
228-238.
(108) Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 59;
cf. Pío XII, Const. Apost. Munificentissimus Deus (1 de
noviembre de 1950): AAS 42 (1950) 769-771; S. Bernardo
presenta a María inmersa en el esplendor de la gloria
del Hijo: In Dominica infra oct. Assumptionis Sermo, 3:
S. Bernardi Opera, V, 1968, 263 s.
(109) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 53.
(110) Sobre este aspecto particular de la mediación
de María como impetradora de clemencia ante el Hijo
Juez, cf. S. Bernardo, In Dominica infra oct.
Assumptionis Sermo, 1-2: S. Bernardi Opera, V, 1968, 262
s.; León XIII, Cart. Enc. Octobri mense (22 de
septiembre de 1891): Acta Leonis, XI, 299-315.
(111) Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 55.
(112) Ibid., 59.
(113) Ibid., 36.
(114) Ibid., 36.
(115) A propósito de María Reina, cf. S. Juan
Damasceno, Hom. in Nativitatem, 6, 12; Hom. in
Dormitionem, I, 2, 12, 14; II, 11; III, 4: S. Ch. 80, 59
s.; 77 s.; 83 s.; 113 s.; 117; 151 s.; 189-193.
(116) Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la Iglesia
Lumen gentium, 62
(117) Ibid., 63.
(118) Ibid., 63.
(119) Ibid., 66.
(120) Cf. S. Ambrosio, De Institutione Virginis, XIV,
88-89: PL 16, 341; S. Agustín, Sermo 215, 4: PL 38,
1074; De Sancta Virginitate, II, 2; V, 5; VI, 6: PL 40,
397; 398 s.; 399; Sermo 191, II, 3: PL 38, 1010 s.
(121) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen Gentium, 63.
(122) Ibid., 64.
(123) Ibid., 64.
(124) Ibid., 64.
(125) Ibid., 64.
(126) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
divina revelación Dei Verbum, 8; S. Buenaventura,
Comment. in Evang. Lucae, Ad Claras Aquas, VII, 53, n.
40; 68, n. 109.
(127) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 64.
(128) Ibid., 63.
(129) Ibid., 63.
(130) Como es bien sabido, en el texto griego la
expresión «eis ta ídia» supera el límite de una
acogida de María por parte del discípulo, en el sentido
del mero alojamiento material y de la hospitalidad en su
casa; quiere indicar más bien una comunión de vida que
se establece entre los dos en base a las palabras de
Cristo agonizante. Cf. S. Agustín, In Ioan. Evang.
tract. 119, 3: CCL 36, 659: «La tomó consigo, no en sus
heredades, porque no poseía nada propio, sino entre sus
obligaciones que atendía con premura».
(131) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 62.
(132) Ibid., 63.
(133) Conc. Ecum. Vat II, Const past. sobre la Iglesia
en el mundo actual Gaudium et Spes, 22.
(134) Cf. Pablo VI, Discurso del 21 de noviembre de
1964: AAS 56 (1964) 1015.
(135) Pablo VI, Solemne Profesión de Fe (30 de junio
de 1968), 15: AAS 60 (1968) 438 s.
(136) Pablo VI, Discurso del 21 de noviembre de 1964:
AAS 56 (1964) 1015.
(137) Ibid., 1016.
(138) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la
Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 37.
(139) C£. S. Bernardo, In Dominica infra oct.
Assumptionis Sermo: S. Bernardi Opera, V, 1968, 262-274.
(140) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 65.
(141) Cf. Cart. Enc. Fulgens corona (8 de septiembre
de 1953): AAS 45 (1953) 577-592. Pío X con la Cart. Enc.
Ad diem illum (2 de febrero de 1904), con ocasión del 50
aniversario de la definición dogmática de la Inmaculada
Concepción de la Bienaventurada Virgen María, había
proclamado un Jubileo extraordinario de algunos meses de
duración: Pii X P. M. Acta, I, 147-166.
(142) Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium,
66-67.
(143) Cf. S. Luis María Grignión de Montfort,
Traité de la vraie dévotion á la sainte Vierge. Junto
a este Santo se puede colocar también la figura de S.
Alfonso María de Ligorio, cuyo segundo centenario de su
muerte se conmemora este año: cf. entre sus obras, Las
glorias de María.
(144) Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium ,
69.
(145) Homilía del 1 de enero de 1987.
(146) Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen Gentium, 69.
(147) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
divina revelación Dei Verbum, 2: «Por esta revelación
Dios invisible habla a los hombres como amigo, movido por
su gran amor y mora con ellos para invitarlos a la
comunicación consigo y recibirlos en su compañía».
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