Oficio de Lectura, XXII
Martes del Tiempo Ordinario
La fidelidad del Señor
dura por siempre
Del libro de la Imitación
de Cristo, 3,14,
de
Tomás de Kempis
Señor, tus juicios resuenan sobre mí con voz
de trueno; el temor y el temblor agitan con violencia todos mis
huesos, y mi alma está sobrecogida de espanto.
Me quedo atónito al considerar que ni el
cielo es puro a tus ojos. Y si en los mismos ángeles descubriste
faltas, y no fueron dignos de tu perdón, ¿qué será de mí?
Cayeron las estrellas del cielo, y yo,
que soy polvo, ¿qué puedo presumir?
Se precipitaron en la vorágine de los vicios aun aquellos cuyas
obras parecían dignas de elogio; y a los que comían el pan de
los ángeles los vi deleitarse con las bellotas de animales
inmundos.
No es posible, pues, la santidad en el hombre,
Señor, si retiras el apoyo de tu mano. No aprovecha sabiduría
alguna, si tú dejas de gobernarlo. No hay fortaleza
inquebrantable, capaz de sostenernos, si tú cesas de
conservarla.
Porque, abandonados a nuestras propias
fuerzas, nos hundimos y perecemos; mas, visitados por ti,
salimos a flote y vivimos.
Y es que somos inestables, pero gracias a ti
cobramos firmeza; somos tibios, pero tú nos inflamas de nuevo.
Toda vanagloria ha sido absorbida en la
profundidad de tus juicios sobre mí.
¿Qué es toda carne en tu presencia? ¿Acaso
podrá gloriarse el barro contra el que lo formó? ¿Cómo
podrá la vana lisonja hacer que se engría el corazón de aquel
que está verdaderamente sometido a Dios?
No basta el mundo entero para hacer
ensoberbecer a quien la verdad hizo que se humillara, ni la
alabanza de todos los hombres juntos hará vacilar a quien puso
toda su confianza en Dios.
Porque los mismos que alaban son nada, y
pasarán con el sonido de sus palabras. En cambio,
la fidelidad del Señor dura por siempre.