Oficio de
lectura, Sábado de la octava de pascua
El pan del celestial
y la bebida de salvación
San Cirilo de
Jerusalén
Catequesis de Jerusalén
Catequesis
22,
(Mistagógica
4,1.3-6.9: PG 33, 1098-1106).
Nuestro Señor Jesucristo,
en la noche en que iban a entregarlo tomó pan y, pronunciando la
acción de gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo:
«Tomad, comed; esto es mi cuerpo». Y, después de tomar el cáliz y
pronunciar la acción de gracias, dijo: «Tomad, bebed; ésta es mi
sangre». Si
fue él mismo quien dijo sobre el pan: Esto es mi cuerpo,
¿quién se atreverá en adelante a dudar? Y si él fue quien aseguró y
dijo: Esta es mi sangre, ¿quién podrá nunca dudar y decir
que no es su sangre?
Por lo cual estamos
firmemente persuadidos de que recibimos como alimento el cuerpo y la
sangre de Cristo. Pues bajo la figura del pan se te da el cuerpo, y
bajo la figura del vino, la sangre; para que al tomar el cuerpo y la
sangre de Cristo, llegues a ser un solo cuerpo y una sola sangre con
él. Así, al pasar su cuerpo y su sangre a nuestros miembros, nos
convertimos en portadores de Cristo. Y como dice el bienaventurado
Pedro, nos hacemos partícipes de la
naturaleza divina.
En otro tiempo Cristo,
disputando con los judíos, dijo: Si no coméis mi carne y no
bebéis mi sangre, no tenéis vida en vosotros. Pero como no
lograron entender el sentido espiritual de lo que estaban oyendo, se
hicieron atrás escandalizados, pensando que se les estaba invitando
a comer carne humana.
En la antigua alianza
existían también los panes de la proposición: pero se acabaron
precisamente por pertenecer a la antigua alianza. En cambio, en la
nueva alianza, tenemos un pan celestial y una bebida de salvación,
que santifican alma y cuerpo. Porque del mismo modo que el pan es
conveniente para la vida del cuerpo, así el Verbo lo es para la vida
del alma.
No pienses, por tanto, que el
pan y el vino eucarísticos son elementos simples y comunes: son nada
menos que el cuerpo y la sangre de Cristo, de acuerdo con la
afirmación categórica del Señor; y aunque los sentidos te sugieran
lo contrario, la fe te certifica y asegura la verdadera realidad.
La fe que has aprendido te
da, pues, esta certeza: lo que parece pan no es pan, aunque tenga
gusto de pan, sino el cuerpo de Cristo; y lo que parece vino no es
vino, aún cuando así lo parezca al paladar, sino la sangre de
Cristo; por eso ya en la antigüedad, decía David en los salmos: El pan da fuerzas al corazón del hombre y el aceite da brillo a su
rostro; fortalece, pues, tu corazón comiendo ese pan
espiritual, y da brillo al rostro de tu alma.
Y que con el rostro
descubierto y con el alma limpia, contemplando la gloria del Señor
como en un espejo, vayamos de gloria en gloria, en Cristo Jesús,
nuestro Señor, a quien sea dado el honor, el poder y la gloria por
los siglos de los siglos. Amén.