INTRODUCCIÓN
1. « Suplo en mi carne —dice el
apóstol Pablo, indicando el valor salvífico del sufrimiento—
lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo,
que es la Iglesia ».(1)
Estas palabras parecen encontrarse
al final del largo camino por el que discurre el sufrimiento
presente en la historia del hombre e iluminado por la
palabra de Dios. Ellas tienen el valor casi de un
descubrimiento definitivo que va acompañado de alegría; por
ello el Apóstol escribe: « Ahora me alegro de mis
padecimientos por vosotros ».(2) La alegría deriva del
descubrimiento del sentido del sufrimiento; tal
descubrimiento, aunque participa en él de modo personalísimo
Pablo de Tarso que escribe estas palabras, es a la vez
válido para los demás. El Apóstol comunica el propio
descubrimiento y goza por todos aquellos a quienes puede
ayudar —como le ayudó a él mismo— a penetrar en el
sentido salvífico del sufrimiento.
2. El tema del sufrimiento —precisamente
bajo el aspecto de este sentido salvífico— parece estar
profundamente inserto en el contexto del Año de la Redención
como Jubileo extraordinario de la Iglesia; también esta
circunstancia depone directamente en favor de la atención
que debe prestarse a ello precisamente durante este período.
Con independencia de este hecho, es un tema universal que
acompaña al hombre a lo largo y ancho de la geografía. En
cierto sentido coexiste con él en el mundo y por ello hay
que volver sobre él constantemente. Aunque San Pablo ha
escrito en la carta a los Romanos que « la creación entera
hasta ahora gime y siente dolores de parto »;(3) aunque el
hombre conoce bien y tiene presentes los sufrimientos del
mundo animal, sin embargo lo que expresamos con la palabra «
sufrimiento » parece ser particularmente esencial a la
naturaleza del hombre. Ello es tan profundo como el
hombre, precisamente porque manifiesta a su manera la
profundidad propia del hombre y de algún modo la supera. El
sufrimiento parece pertenecer a la trascendencia del hombre;
es uno de esos puntos en los que el hombre está en cierto
sentido « destinado » a superarse a sí mismo, y de manera
misteriosa es llamado a hacerlo.
3. Si el tema del sufrimiento debe
ser afrontado de manera particular en el contexto del Año de
la Redención, esto sucede ante todo porque la redención
se ha realizado mediante la cruz de Cristo, o sea
mediante su sufrimiento. Y al mismo tiempo, en el Año
de la Redención pensamos de nuevo en la verdad expresada en
la Encíclica Redemptor hominis: en Cristo « cada
hombre se convierte en camino de la Iglesia ».(4) Se puede
decir que el hombre se convierte de modo particular en
camino de la Iglesia, cuando en su vida entra el
sufrimiento. Esto sucede, como es sabido, en diversos
momentos de la vida; se realiza de maneras diferentes; asume
dimensiones diversas; sin embargo, de una forma o de otra,
el sufrimiento parece ser, y lo es, casi inseparable de
la existencia terrena del hombre.
Dado pues que el hombre, a través
de su vida terrena, camino en un modo o en otro por el
camino del sufrimiento, la Iglesia debería —en todo tiempo,
y quizá especialmente en el Año de la Redención— encontrarse
con el hombre precisamente en este camino. La Iglesia, que
nace del misterio de la redención en la cruz de Cristo, está
obligada a buscar el encuentro con el hombre, de modo
particular en el camino de su sufrimiento. En tal encuentro
el hombre « se convierte en el camino de la Iglesia », y es
este uno de los caminos más importantes.
4. De aquí deriva también esta
reflexión, precisamente en el Año de la Redención: la
reflexión sobre el sufrimiento. El sufrimiento humano
suscita compasión, suscita también respeto, y
a su manera atemoriza. En efecto, en él está
contenida la grandeza de un misterio específico. Este
particular respeto por todo sufrimiento humano debe ser
puesto al principio de cuanto será expuesto a continuación
desde la más profunda necesidad del corazón, y
también desde el profundo imperativo de la fe. En el tema
del sufrimiento, estos dos motivos parecen acercarse
particularmente y unirse entre sí: la necesidad del corazón
nos manda vencer la timidez, y el imperativo de la fe
—formulado, por ejemplo, en las palabras de San Pablo
recordadas al principio— brinda el contenido, en nombre y en
virtud del cual osamos tocar lo que parece en todo hombre
algo tan intangible; porque el hombre, en su sufrimiento, es
un misterio intangible.
II
EL MUNDO DEL SUFRIMIENTO HUMANO
5. Aunque en su dimensión
subjetiva, como hecho personal, encerrado en el concreto e
irrepetible interior del hombre, el sufrimiento parece casi
inefable e intransferible, quizá al mismo tiempo ninguna
otra cosa exige —en su « realidad objetiva »— ser
tratada, meditada, concebida en la forma de un explícito
problema; y exige que en torno a él hagan preguntas de fondo
y se busquen respuestas. Como se ve, no se trata aquí
solamente de dar una descripción del sufrimiento. Hay otros
criterios, que van más allá de la esfera de la descripción y
que hemos de tener en cuenta, cuando queremos penetrar en el
mundo del sufrimiento humano.
Puede ser que la medicina,
en cuanto ciencia y a la vez arte de curar, descubra en el
vasto terreno del sufrimiento del hombre el sector más
conocido, el identificado con mayor precisión y
relativamente más compensado por los métodos del «
reaccionar » (es decir, de la terapéutica). Sin embargo,
éste es sólo un sector. El terreno del sufrimiento humano es
mucho más vasto, mucho más variado y pluridimensional. El
hombre sufre de modos diversos, no siempre considerados por
la medicina, ni siquiera en sus más avanzadas
ramificaciones. El sufrimiento es algo todavía más amplio
que la enfermedad, más complejo y a la vez aún más
profundamente enraizado en la humanidad misma. Una cierta
idea de este problema nos viene de la distinción entre
sufrimiento físico y sufrimiento moral. Esta distinción toma
como fundamento la doble dimensión del ser humano, e indica
el elemento corporal y espiritual como el inmediato o
directo sujeto del sufrimiento. Aunque se puedan usar como
sinónimos, hasta un cierto punto, las palabras « sufrimiento
» y « dolor », el sufrimiento físico se da cuando de
cualquier manera « duele el cuerpo », mientras que el
sufrimiento moral es « dolor del alma ». Se trata, en
efecto, del dolor de tipo espiritual, y no sólo de la
dimensión « psíquica » del dolor que acompaña tanto el
sufrimiento moral como el físico. La extensión y la
multiformidad del sufrimiento moral no son ciertamente
menores que las del físico; pero a la vez aquél aparece como
menos identificado y menos alcanzable por la terapéutica.
6. La Sagrada Escritura es un gran
libro sobre el sufrimiento. De los libros del Antiguo
Testamento mencionaremos sólo algunos ejemplos de
situaciones que llevan el signo del sufrimiento, ante todo
moral: el peligro de muerte,(5) la muerte de los propios
hijos,(6) y especialmente la muerte del hijo primogénito y
único.(7) También la falta de prole,(8) la nostalgia de la
patria,(9) la persecución y hostilidad del ambiente,(10) el
escarnio y la irrisión hacia quien sufre,(11) la soledad y
el abandono.(12) Y otros más, como el remordimiento de
conciencia,(13) la dificultad en comprender por qué los
malos prosperan y los justos sufren,(14) la infidelidad e
ingratitud por parte de amigos y vecinos,(15) las
desventuras de la propia nación.(l6)
El Antiguo Testamento, tratando al
hombre como un « conjunto » psicofísico, une con
frecuencia los sufrimientos « morales » con el dolor de
determinadas partes del organismo: de los huesos,(17) de los
riñones,(18) del hígado,(19) de las vísceras,(20) del
corazón.(21) En efecto, no se puede negar que los
sufrimientos morales tienen también una parte « física » o
somática, y que con frecuencia se reflejan en el estado
general del organismo.
7. Como se ve a través de los
ejemplos aducidos, en la Sagrada Escritura encontramos un
vasto elenco de situaciones dolorosas para el hombre por
diversos motivos. Este elenco diversificado no agota
ciertamente todo lo que sobre el sufrimiento ha dicho ya y
repite constantemente el libro de la historia del hombre
(éste es más bien un «libro no escrito»), y más todavía el
libro de la historia de la humanidad, leído a través de la
historia de cada hombre.
Se puede decir que el hombre sufre,
cuando experimenta cualquier mal. En el vocabulario
del Antiguo Testamento, la relación entre sufrimiento y mal
se pone en evidencia como identidad. Aquel vocabulario, en
efecto, no poseía una palabra específica para indicar el
«sufrimiento»; por ello definía como «mal» todo aquello que
era sufrimiento.(22) Solamente la lengua griega y con ella
el Nuevo Testamento (y las versiones griegas del Antiguo) se
sirven del verbo «pascho estoy afectado por...,
experimento una sensación, sufro», y gracias a él el
sufrimiento no es directamente identificable con el mal
(objetivo), sino que expresa una situación en la que el
hombre prueba el mal, y probándolo, se hace sujeto de
sufrimiento. Este, en verdad, tiene a la vez carácter
activo y pasivo (de « patior »). Incluso cuando el
hombre se procura por sí mismo un sufrimiento, cuando es el
autor del mismo, ese sufrimiento queda como algo pasivo en
su esencia metafísica.
Sin embargo, esto no quiere decir
que el sufrimiento en sentido psicológico no esté marcado
por una « actividad » específica. Esta es,
efectivamente, aquella múltiple y subjetivamente
diferenciada « actividad » de dolor, de tristeza, de
desilusión, de abatimiento o hasta de desesperación, según
la intensidad del sufrimiento, de su profundidad o
indirectamente según toda la estructura del sujeto que sufre
y de su específica sensibilidad. Dentro de lo que constituye
la forma psicológica del sufrimiento, se halla siempre
una experiencia de mal, a causa del cual el hombre
sufre.
Así pues, la realidad del
sufrimiento pone una pregunta sobre la esencia del mal: ¿qué
es el mal?
Esta pregunta parece inseparable,
en cierto sentido, del tema del sufrimiento. La respuesta
cristiana a esa pregunta es distinta de la que dan algunas
tradiciones culturales y religiosas, que creen que la
existencia es un mal del cual hay que liberarse. El
cristianismo proclama el esencial bien de la existencia
y el bien de lo que existe, profesa la bondad del Creador y
proclama el bien de las criaturas. El hombre sufre a causa
del mal, que es una cierta falta, limitación o distorsión
del bien. Se podría decir que el hombre sufre a causa de
un bien del que él no participa, del cual es en cierto
modo excluido o del que él mismo se ha privado. Sufre en
particular cuando « debería » tener parte —en circunstancias
normales— en este bien y no lo tiene.
Así pues, en el concepto cristiano
la realidad del sufrimiento se explica por medio del mal que
está siempre referido, de algún modo, a un bien.
8. El sufrimiento humano constituye
en sí mismo casi un específico « mundo » que existe junto
con el hombre, que aparece en él y pasa, o a veces no pasa,
pero se consolida y se profundiza en él. Este mundo del
sufrimiento, dividido en muchos y muy numerosos sujetos,
existe casi en la dispersión. Cada hombre, mediante
su sufrimiento personal, constituye no sólo una pequeña
parte de ese « mundo », sino que a la vez aquel « mundo »
está en él como una entidad finita e irrepetible. Unida a
ello está, sin embargo, la dimensión interpersonal y social.
El mundo del sufrimiento posee como una cierta
compactibilidad propia. Los hombres que sufren se hacen
semejantes entre sí a través de la analogía de la situación,
la prueba del destino o mediante la necesidad de comprensión
y atenciones; quizá sobre todo mediante la persistente
pregunta acerca del sentido de tal situación. Por ello,
aunque el mundo del sufrimiento exista en la dispersión, al
mismo tiempo contiene en sí un singular desafío a la
comunión y la solidaridad. Trataremos de seguir también
esa llamada en estas reflexiones.
Pensando en el mundo del
sufrimiento en su sentido personal y a la vez colectivo, no
es posible, finalmente, dejar de notar que tal mundo, en
algunos períodos de tiempo y en algunos espacios de la
existencia humana, parece que se hace particularmente
denso. Esto sucede, por ejemplo, en casos de calamidades
naturales, de epidemias, de catástrofes y cataclismos o de
diversos flagelos sociales. Pensemos, por ejemplo, en el
caso de una mala cosecha y, como consecuencia del mismo —o
de otras diversas causas—, en el drama del hambre.
Pensemos, finalmente, en la guerra.
Hablo de ella de modo especial. Habla de las dos últimas
guerras mundiales, de las que la segunda ha traído consigo
un cúmulo todavía mayor de muerte y un pesado acervo de
sufrimientos humanos. A su vez, la segunda mitad de nuestro
siglo —como en proporción con los errores y trasgresiones
de nuestra civilización contemporánea— lleva en sí una
amenaza tan horrible de guerra nuclear, que no podemos
pensar en este período sino en términos de un
incomparable acumularse de sufrimientos, hasta llegar a
la posible autodestrucción de la humanidad. De esta manera
ese mundo de sufrimiento, que en definitiva tiene su sujeto
en cada hombre, parece transformarse en nuestra época —quizá
más que en cualquier otro momento— en un particular «
sufrimiento del mundo »; del mundo que ha sido transformado,
como nunca antes, por el progreso realizado por el hombre y
que, a la vez, está en peligro más que nunca, a causa de los
errores y culpas del hombre.
III
A LA BÚSQUEDA DE UNA RESPUESTA
A LA PREGUNTA SOBRE EL SENTIDO
DEL SUFRIMIENTO
9. Dentro de cada sufrimiento
experimentado por el hombre, y también en lo profundo del
mundo del sufrimiento, aparece inevitablemente la
pregunta: ¿por qué? Es una pregunta acerca de la causa,
la razón; una pregunta acerca de la finalidad (para qué); en
definitiva, acerca del sentido. Esta no sólo acompaña el
sufrimiento humano, sino que parece determinar incluso el
contenido humano, eso por lo que el sufrimiento es
propiamente sufrimiento humano.
Obviamente el dolor, sobre todo el
físico, está ampliamente difundido en el mundo de los
animales. Pero solamente el hombre, cuando sufre, sabe que
sufre y se pregunta por qué; y sufre de manera humanamente
aún más profunda, si no encuentra una respuesta
satisfactoria. Esta es una pregunta difícil, como lo
es otra, muy afín, es decir, la que se refiere al mal: ¿Por
qué el mal? ¿Por qué el mal en el mundo? Cuando ponemos la
pregunta de esta manera, hacemos siempre, al menos en cierta
medida, una pregunta también sobre el sufrimiento.
Ambas preguntas son difíciles
cuando las hace el hombre al hombre, los hombres a los
hombres, como también cuando el hombre las hace a Dios.
En efecto, el hombre no hace esta pregunta al mundo, aunque
muchas veces el sufrimiento provenga de él, sino que la hace
a Dios como Creador y Señor del mundo.
Y es bien sabido que en la línea de
esta pregunta se llega no sólo a múltiples frustraciones y
conflictos en la relación del hombre con Dios, sino que
sucede incluso que se llega a la negación misma de Dios.
En efecto, si la existencia del mundo abre casi la
mirada del alma humana a la existencia de Dios, a su
sabiduría, poder y magnificencia, el mal y el sufrimiento
parecen ofuscar esta imagen, a veces de modo radical, tanto
más en el drama diario de tantos sufrimientos sin culpa y de
tantas culpas sin una adecuada pena. Por ello, esta
circunstancia —tal vez más aún que cualquier otra— indica
cuán importante es la pregunta sobre el sentido del
sufrimiento y con qué agudeza es preciso tratar tanto la
pregunta misma como las posibles respuestas a dar.
10. El hombre puede dirigir tal
pregunta a Dios con toda la conmoción de su corazón y con la
mente llena de asombro y de inquietud; Dios espera la
pregunta y la escucha, como podemos ver en la Revelación del
Antiguo Testamento. En el libro de Job la pregunta ha
encontrado su expresión más viva.
Es conocida la historia de este
hombre justo, que sin ninguna culpa propia es probado por
innumerables sufrimientos. Pierde sus bienes, los hijos e
hijas, y finalmente él mismo padece una grave enfermedad. En
esta horrible situación se presentan en su casa tres viejos
amigos, los cuales —cada uno con palabras distintas— tratan
de convencerlo de que, habiendo sido afectado por tantos y
tan terribles sufrimientos, debe haber cometido alguna
culpa grave. En efecto, el sufrimiento —dicen— se abate
siempre sobre el hombre como pena por el reato; es mandado
por Dios que es absolutamente justo y encuentra la propia
motivación en la justicia. Se diría que los viejos amigos de
Job quieren no sólo convencerlo de la justificación
moral del mal, sino que, en cierto sentido, tratan de
defender el sentido moral del sufrimiento ante sí
mismos. El sufrimiento, para ellos, puede tener sentido
exclusivamente como pena por el pecado y, por tanto, sólo en
el campo de la justicia de Dios, que paga bien con bien y
mal con mal.
Su punto de referencia en este caso
es la doctrina expresada en otros libros del Antiguo
Testamento, que nos muestran el sufrimiento como pena
infligida por Dios a causa del pecado de los hombres. El
Dios de la Revelación es Legislador y Juez en una
medida tal que ninguna autoridad temporal puede hacerlo. El
Dios de la Revelación, en efecto, es ante todo el
Creador, de quien, junto con la existencia, proviene el
bien esencial de la creación. Por tanto, también la
violación consciente y libre de este bien por parte del
hombre es no sólo una transgresión de la ley, sino, a la
vez, una ofensa al Creador, que es el Primer Legislador. Tal
transgresión tiene carácter de pecado, según el sentido
exacto, es decir, bíblico y teológico de esta palabra. Al
mal moral del pecado corresponde el castigo, que
garantiza el orden moral en el mismo sentido trascendente,
en el que este orden es establecido por la voluntad del
Creador y Supremo Legislador. De ahí deriva también una de
las verdades fundamentales de la fe religiosa, basada
asimismo en la Revelación: o sea que Dios es un juez justo,
que premia el bien y castiga el mal: « (Señor) eres justo en
cuanto has hecho con nosotros, y todas tus obras son verdad,
y rectos tus caminos, y justos todos tus juicios. Y has
juzgado con justicia en todos tus juicios, en todo lo que
has traído sobre nosotros ... con juicio justo has traído
todos estos males a causa de nuestros pecados ».(23)
En la opinión manifestada por los
amigos de Job, se expresa una convicción que se encuentra
también en la conciencia moral de la humanidad: el orden
moral objetivo requiere una pena por la transgresión, por el
pecado y por el reato. El sufrimiento aparece, bajo este
punto de vista, como un « mal justificado ». La convicción
de quienes explican el sufrimiento como castigo del pecado,
halla su apoyo en el orden de la justicia, y corresponde con
la opinión expresada por uno de los amigos de Job: « Por lo
que siempre vi, los que aran la iniquidad y siembran la
desventura, la cosechan ».(24)
11. Job, sin embargo, contesta la
verdad del principio que identifica el sufrimiento con el
castigo del pecado y lo hace en base a su propia
experiencia. En efecto, él es consciente de no haber
merecido tal castigo, más aún, expone el bien que ha hecho a
lo largo de su vida. Al final Dios mismo reprocha a los
amigos de Job por sus acusaciones y reconoce que Job no es
culpable. El suyo es el sufrimiento de un inocente; debe ser
aceptado como un misterio que el hombre no puede comprender
a fondo con su inteligencia.
El libro de Job no desvirtúa las
bases del orden moral trascendente, fundado en la justicia,
como las propone toda la Revelación en la Antigua y en la
Nueva Alianza. Pero, a la vez, el libro demuestra con toda
claridad que los principios de este orden no se pueden
aplicar de manera exclusiva y superficial. Si es verdad que
el sufrimiento tiene un sentido como castigo cuando está
unido a la culpa, no es verdad, por el contrario, que
todo sufrimiento sea consecuencia de la culpa y tenga
carácter de castigo. La figura del justo Job es una
prueba elocuente en el Antiguo Testamento. La Revelación,
palabra de Dios mismo, pone con toda claridad el problema
del sufrimiento del hombre inocente: el sufrimiento sin
culpa. Job no ha sido castigado, no había razón para
infligirle una pena, aunque haya sido sometido a una prueba
durísima. En la introducción del libro aparece que Dios
permitió esta prueba por provocación de Satanás. Este, en
efecto, puso en duda ante el Señor la justicia de Job: «
¿Acaso teme Job a Dios en balde?... Has bendecido el trabajo
de sus manos, y sus ganados se esparcen por el país. Pero
extiende tu mano y tócalo en lo suyo, (veremos) si no te
maldice en tu rostro ».(25) Si el Señor consiente en probar
a Job con el sufrimiento, lo hace para demostrar su
justicia. El sufrimiento tiene carácter de prueba.
El libro de Job no es la última
palabra de la Revelación sobre este tema. En cierto modo es
un anuncio de la pasión de Cristo. Pero ya en sí mismo es un
argumento suficiente para que la respuesta a la
pregunta sobre el sentido del sufrimiento no esté unida sin
reservas al orden moral, basado sólo en la justicia. Si tal
respuesta tiene una fundamental y transcendente razón y
validez, a la vez se presenta no sólo como insatisfactoria
en casos semejantes al del sufrimiento del justo Job, sino
que más bien parece rebajar y empobrecer el concepto de
justicia, que encontramos en la Revelación.
12. El libro de Job pone de modo
perspicaz el « por qué » del sufrimiento; muestra también
que éste alcanza al inocente, pero no da todavía la solución
al problema.
Ya en el Antiguo Testamento notamos
una orientación que tiende a superar el concepto según el
cual el sufrimiento tiene sentido únicamente como castigo
por el pecado, en cuanto se subraya a la vez el valor
educativo de la pena sufrimiento. Así pues, en los
sufrimientos infligidos por Dios al Pueblo elegido está
presente una invitación de su misericordia, la cual corrige
para llevar a la conversión: « Los castigos no vienen para
la destrucción sino para la corrección de nuestro pueblo
».(26)
Así se afirma la dimensión personal
de la pena. Según esta dimensión, la pena tiene sentido no
sólo porque sirve para pagar el mismo mal objetivo de la
transgresión con otro mal, sino ante todo porque crea la
posibilidad de reconstruir el bien en el mismo sujeto que
sufre.
Este es un aspecto importantísimo
del sufrimiento. Está arraigado profundamente en toda la
Revelación de la Antigua y, sobre todo, de la Nueva Alianza.
El sufrimiento debe servir para la conversión, es
decir, para la reconstrucción del bien en el sujeto,
que puede reconocer la misericordia divina en esta llamada a
la penitencia. La penitencia tiene como finalidad superar el
mal, que bajo diversas formas está latente en el hombre, y
consolidar el bien tanto en uno mismo como en su relación
con los demás y, sobre todo, con Dios.
13. Pero para poder percibir la
verdadera respuesta al « por qué » del sufrimiento, tenemos
que volver nuestra mirada a la revelación del amor divino,
fuente última del sentido de todo lo existente. El amor es
también la fuente más rica sobre el sentido del sufrimiento,
que es siempre un misterio; somos conscientes de la
insuficiencia e inadecuación de nuestras explicaciones.
Cristo nos hace entrar en el misterio y nos hace descubrir
el « por qué » del sufrimiento, en cuanto somos capaces de
comprender la sublimidad del amor divino.
Para hallar el sentido profundo del
sufrimiento, siguiendo la Palabra revelada de Dios, hay que
abrirse ampliamento al sujeto humano en sús múltiples
potencialidades, sobre todo, hay que acoger la luz de la
Revelación, no sólo en cuanto expresa el orden transcendente
de la justicia, sino en cuanto ilumina este orden con el
Amor como fuente definitiva de todo lo que existe. El Amor
es también la fuente más plena de la respuesta a la pregunta
sobre el sentido del sufrimiento. Esta pregunta ha sido dada
por Dios al hombre en la cruz de Jesucristo.
IV
JESUCRISTO:
EL SUFRIMIENTO VENCIDO POR EL
AMOR
14. « Porque tanto amó Dios al
mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que
crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna ».(27)
Estas palabras, pronunciadas por Cristo en el coloquio con
Nicodemo, nos introducen al centro mismo de la acción
salvífica de Dios. Ellas manifiestan también la esencia
misma de la soterología cristiana, es decir, de la teología
de la salvación. Salvación significa liberación del mal, y
por ello está en estrecha relación con el problema del
sufrimiento. Según las palabras dirigidas a Nicodemo, Dios
da su Hijo al « mundo » para librar al hombre del mal, que
lleva en sí la definitiva y absoluta perspectiva del
sufrimiento. Contemporáneamente, la misma palabra « da »
(« dio ») indica que esta liberación debe ser realizada
por el Hijo unigénito mediante su propio sufrimiento. Y en
ello se manifiesta el amor, el amor infinito, tanto de ese
Hijo unigénito como del Padre, que por eso « da » a su Hijo.
Este es el amor hacia el hombre, el amor por el « mundo »:
el amor salvífico.
Nos encontramos aquí —hay que darse
cuenta claramente en nuestra reflexión común sobre este
problema— ante una dimensión completamente nueva de nuestro
tema. Es una dimensión diversa de la que determinaba y en
cierto sentido encerraba la búsqueda del significado del
sufrimiento dentro de los límites de la justicia. Esta es
la dimensión de la redención, a la que en el Antiguo
Testamento ya parecían ser un preludio las palabras del
justo Job, al menos según la Vulgata: « Porque yo sé que mi
Redentor vive, y al fin... yo veré a Dios ».(28) Mientras
hasta ahora nuestra consideración se ha concentrado ante
todo, y en cierto modo exclusivamente, en el sufrimiento en
su múltiple dimensión temporal, (como sucedía igualmente con
los sufrimientos del justo Job), las palabras antes citadas
del coloquio de Jesús con Nicodemo se refieren al
sufrimiento en su sentido fundamental y definitivo. Dios
da su Hijo unigénito, para que el hombre « no muera »; y el
significado del « no muera » está precisado claramente en
las palabras que siguen: « sino que tenga la vida eterna ».
El hombre « muere », cuando pierde
« la vida eterna ». Lo contrario de la salvación no es,
pues, solamente el sufrimiento temporal, cualquier
sufrimiento, sino el sufrimiento definitivo: la pérdida de
la vida eterna, el ser rechazados por Dios, la condenación.
El Hijo unigénito ha sido dado a la humanidad para proteger
al hombre, ante todo, de este mal definitivo y del
sufrimiento definitivo. En su misión salvífica Él debe,
por tanto, tocar el mal en sus mismas raíces
transcendentales, en las que éste se desarrolla en la
historia del hombre. Estas raíces transcendentales del mal
están fijadas en el pecado y en la muerte: en efecto, éstas
se encuentran en la base de la pérdida de la vida eterna. La
misión del Hijo unigénito consiste en vencer el pecado y
la muerte. Él vence el pecado con su obediencia hasta la
muerte, y vence la muerte con su resurrección.
15. Cuando se dice que Cristo con
su misión toca el mal en sus mismas raíces, nosotros
pensamos no sólo en el mal y el sufrimiento definitivo,
escatológico (para que el hombre « no muera, sino que tenga
la vida eterna »), sino también —al menos indirectamente—
en el mal y el sufrimiento en su dimensión temporal e
histórica. El mal, en efecto, está vinculado al pecado y
a la muerte. Y aunque se debe juzgar con gran cautela el
sufrimiento del hombre como consecuencia de pecados
concretos (esto indica precisamente el ejemplo del justo
Job), sin embargo, éste no puede separarse del pecado de
origen, de lo que en San Juan se llama « el pecado del
mundo»,(29) del trasfondo pecaminoso de las acciones
personales y de los procesos sociales en la historia del
hombre. Si no es lícito aplicar aquí el criterio restringido
de la dependencia directa (como hacían los tres amigos de
Job), sin embargo no se puede ni siquiera renunciar al
criterio de que, en la base de los sufrimientos humanos, hay
una implicación múltiple con el pecado.
De modo parecido sucede cuando se
trata de la muerte. Esta muchas veces es esperada
incluso como una liberación de los sufrimientos de esta
vida. Al mismo tiempo, no es posible dejar de reconocer que
ella constituye casi una síntesis definitiva de la acción
destructora tanto en el organismo corpóreo como en la
psique. Pero ante todo la muerte comporta la disociación
de toda la personalidad psicofísica del hombre. El alma
sobrevive y subsiste separada del cuerpo, mientras el cuerpo
es sometido a una gradual descomposición según las palabras
del Señor Dios, pronunciadas después del pecado cometido por
el hombre al comienzo de su historia terrena: « Polvo eres,
y al polvo volverás ».(30) Aunque la muerte no es pues un
sufrimiento en el sentido temporal de la palabra, aunque
en un cierto modo se encuentra más allá de todos los
sufrimientos, el mal que el ser humano experimenta
contemporáneamente con ella, tiene un carácter definitivo y
totalizante. Con su obra salvífica el Hijo unigénito libera
al hombre del pecado y de la muerte. Ante todo Él borra
de la historia del hombre el dominio del pecado,
que se ha radicado bajo la influencia del espíritu maligno,
partiendo del pecado original, y da luego al hombre la
posibilidad de vivir en la gracia santificante. En línea con
la victoria sobre el pecado, Él quita también el dominio
de la muerte, abriendo con su resurrección el camino a
la futura resurrección de los cuerpos. Una y otra son
condiciones esenciales de la « vida eterna », es decir, de
la felicidad definitiva del hombre en unión con Dios; esto
quiere decir, para los salvados, que en la perspectiva
escatológica el sufrimiento es totalmente cancelado.
Como resultado de la obra salvífica
de Cristo, el hombre existe sobre la tierra con la
esperanza de la vida y de la santidad eternas. Y aunque
la victoria sobre el pecado y la muerte, conseguida por
Cristo con su cruz y resurrección no suprime los
sufrimientos temporales de la vida humana, ni libera del
sufrimiento toda la dimensión histórica de la existencia
humana, sin embargo, sobre toda esa dimensión y sobre cada
sufrimiento esta victoria proyecta una luz nueva, que
es la luz de la salvación. Es la luz del Evangelio, es
decir, de la Buena Nueva. En el centro de esta luz se
encuentra la verdad propuesta en el coloquio con Nicodemo: «
Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo
».(31) Esta verdad cambia radicalmente el cuadro de la
historia del hombre y su situación terrena. A pesar del
pecado que se ha enraizado en esta historia como herencia
original, como « pecado del mundo » y como suma de los
pecados personales, Dios Padre ha amado a su Hijo unigénito,
es decir, lo ama de manera duradera; y luego, precisamente
por este amor que supera todo, Él « entrega » este Hijo, a
fin de que toque las raíces mismas del mal humano y así se
aproxime de manera salvífica al mundo entero del
sufrimiento, del que el hombre es partícipe.
16. En su actividad mesiánica en
medio de Israel, Cristo se acercó incesantemente al mundo
del sufrimiento humano. «Pasó haciendo bien »,(32) y
este obrar suyo se dirigía, ante todo, a los enfermos y a
quienes esperaban ayuda. Curaba los enfermos, consolaba a
los afligidos, alimentaba a los hambrientos, liberaba a los
hombres de la sordera, de la ceguera, de la lepra, del
demonio y de diversas disminuciones físicas; tres veces
devolvió la vida a los muertos. Era sensible a todo
sufrimiento humano, tanto al del cuerpo como al del alma. Al
mismo tiempo instruía, poniendo en el centro de su enseñanza
las ocho bienaventuranzas, que son dirigidas a los
hombres probados por diversos sufrimientos en su vida
temporal. Estos son los « pobres de espíritu », « los que
lloran », « los que tienen hambre y sed de justicia », « los
que padecen persecución por la justicia », cuando los
insultan, los persiguen y, con mentira, dicen contra ellos
todo género de mal por Cristo...(33) Así según Mateo. Lucas
menciona explícitamente a los que ahora padecen hambre.(34)
De todos modos Cristo se acercó
sobre todo al mundo del sufrimiento humano por el hecho de
haber asumido este sufrimiento en sí mismo. Durante
su actividad pública probó no sólo la fatiga, la falta de
una casa, la incomprensión incluso por parte de los más
cercanos; pero sobre todo fue rodeado cada vez más
herméticamente por un círculo de hostilidad y se hicieron
cada vez más palpables los preparativos para quitarlo de
entre los vivos. Cristo era consciente de esto y muchas
veces hablaba a sus discípulos de los sufrimientos y de la
muerte que le esperaban: « Subimos a Jerusalén, y el Hijo
del hombre será entregado a los príncipes de los
sacerdotes y a los escribas, que lo condenarán a muerte y le
entregarán a los gentiles, y se burlarán de Él y le
escupirán, y le azotarán y le darán muerte, pero a los tres
dias resucitará ».(35) Cristo va hacia su pasión y muerte
con toda la conciencia de la misión que ha de realizar de
este modo. Precisamente por medio de este sufrimiento
suyo hace posible « que eI hombre no muera, sino que
tenga la vida eterna ». Precisamente por medio de su cruz
debe tocar las raíces del mal, plantadas en la historia del
hombre y en las almas humanas. Precisamente por medio de su
cruz debe cumplir la obra de la salvación. Esta obra,
en el designio del amor eterno, tiene un carácter redentor.
Por eso Cristo reprende severamente
a Pedro, cuando quiere hacerle abandonar los pensamientos
sobre el sufrimiento y sobre la muerte de cruz.(36) y cuando
el mismo Pedro, durante la captura en Getsemaní, intenta
defenderlo con la espada, Cristo le dice: « Vuelve tu espada
a su lugar ... ¿Cómo van a cumplirse las Escrituras,
de que así conviene que sea? ».(37) Y además añade:
«El cáliz que me dio mi Padre, ¿no he de beberlo?
».(38) Esta respuesta —como otras que encontramos en
diversos puntos del Evangelio— muestra cuán profundamente
Cristo estaba convencido de lo que había expresado en la
conversación con Nicodemo: « Porque tanto amó Dios al mundo,
que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en
Él no perezca, sino que tenga la vida eterna ».(39) Cristo
se encamina hacia su propio sufrimiento, consciente de su
fuerza salvífica; va obediente hacia el Padre, pero ante
todo está unido al Padre en el amor con el cual Él ha
amado el mundo y al hombre en el mundo. Por esto San Pablo
escribirá de Cristo: « Me amó y se entregó por mí ».(40)
17. Las Escrituras tenían que
cumplirse. Eran muchos los testigos mesiánicos del Antiguo
Testamento que anunciaban los sufrimientos del futuro Ungido
de Dios. Particularmente conmovedor entre todos es el que
solemos llamar el cuarto Poema del Siervo de Yavé,
contenido en el Libro de Isaías. El profeta, al que
justamente se le llama « el quinto evangelista », presenta
en este Poema la imagen de los sufrimientos del Siervo con
un realismo tan agudo como si lo viera con sus propios ojos:
con los del cuerpo y del espíritu. La pasión de Cristo
resulta, a la luz de los versículos de Isaías, casi aún más
expresiva y conmovedora que en las descripciones de los
mismos evangelistas. He aquí cómo se presenta ante nosotros
el verdadero Varón de dolores:
« No hay en él parecer, no hay
hermosura
para que le miremos ...
Despreciado y abandonado de los hombres,
varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento,
y como uno ante el cual se oculta el rostro,
menospreciado sin que le tengamos en cuenta.
Pero fue él ciertamente quien soportó nuestros sufrimientos
y cargó con nuestros dolores,
mientras que nosotros le tuvimos por castigado,
herido por Dios y abatido.
Fue traspasado por nuestras iniquidades
y molido por nuestros pecados.
El castigo de nuestra paz fue sobre él,
y en sus llagas hemos sido curados.
Todos nosotros andábamos errantes como ovejas,
siguiendo cada uno su camino,
y Yavé cargó sobre él
la iniquidad de todos nosotros ».(41)
El Poema del Siervo doliente
contiene una descripción en la que se pueden identificar, en
un cierto sentido, los momentos de la pasión de Cristo en
sus diversos particulares: la detención, la humillación, las
bofetadas, los salivazos, el vilipendio de la dignidad misma
del prisionero, el juicio injusto, la flagelación, la
coronación de espinas y el escarnio, el camino con la cruz,
la crucifixión y la agonía.
Más aún que esta descripción de la
pasión nos impresiona en las palabras del profeta la
profundidad del sacrificio de Cristo. Él, aunque
inocente, se carga con los sufrimientos de todos los
hombres, porque se carga con los pecados de todos. « Yavé
cargó sobre él la iniquidad de todos »: todo el
pecado del hombre en su extensión y profundidad es la
verdadera causa del sufrimiento del Redentor. Si el
sufrimiento « es medido » con el mal sufrido, entonces las
palabras del profeta permiten comprender la medida de
este mal y de este sufrimiento, con el que Cristo se
cargó. Puede decirse que éste es sufrimiento « sustitutivo
»; pero sobre todo es « redentor ». El Varón de dolores de
aquella profecía es verdaderamente aquel « cordero de Dios,
que quita el pecado del mundo ».(42) En su sufrimiento los
pecados son borrados precisamente porque Él únicamente, como
Hijo unigénito, pudo cargarlos sobre sí, asumirlos con
aquel amor hacia el Padre que supera el mal de todo
pecado; en un cierto senfido aniquila este mal en el ámbito
espiritual de las relaciones entre Dios y la humanidad, y
llena este espacio con el bien.
Encontramos aquí la dualidad de
naturaleza de un único sujeto personal del sufrimiento
redentor. Aquél que con su pasión y muerte en la cruz
realiza la Redención, es el Hijo unigénito que Dios « dio ».
Y al mismo tiempo este Hijo de la misma naturaleza que el
Padre, sufre como hombre. Su sufrimiento tiene
dimensiones humanas, tiene también una profundidad e
intensidad —únicas en la historia de la humanidad— que, aun
siendo humanas, pueden tener también una incomparable
profundidad e intensidad de sufrimiento, en cuanto que el
Hombre que sufre es en persona el mismo Hijo unigénito: «
Dios de Dios ». Por lo tanto, solamente Él —el Hijo
unigénito— es capaz de abarcar la medida del mal contenida
en el pecado del hombre: en cada pecado y en el pecado «
total », según las dimensiones de la existencia histórica de
la humanidad sobre la tierra.
18. Puede afirmarse que las
consideraciones anteriores nos llevan ya directamente a
Getsemaní y al Gólgota, donde se cumplió el Poema del Siervo
doliente, contenido en el Libro de Isaías. Antes de llegar
allí, leamos los versículos sucesivos del Poema, que dan una
anticipación profética de la pasión del Getsemaní y del
Gólgota. El Siervo doliente —y esto a su vez es esencial
para un análisis de la pasión de Cristo— se carga con
aquellos sufrimientos, de los que se ha hablado, de un
modo completamente voluntario:
« Maltratado, mas él se sometió,
no abrió la boca,
como cordero llevado al matadero,
como oveja muda ante los trasquiladores.
Fue arrebatado por un juicio inicuo,
sin que nadie defendiera su causa,
pues fue arrancado de la tierra de los vivientes
y herido de muerte por el crimen de su pueblo.
Dispuesta estaba entra los impíos su sepultura,
y fue en la muerte igualado a los malhechores,
a pesar de no haber cometido maldad
ni haber mentira en su boca ».(43)
Cristo sufre voluntariamente y
sufre inocentemente. Acoge con su sufrimiento aquel
interrogante que, puesto muchas veces por los hombres, ha
sido expresado, en un cierto sentido, de manera radical en
el Libro de Job. Sin embargo, Cristo no sólo lleva consigo
la misma pregunta (y esto de una manera todavía más radical,
ya que Él no es sólo un hombre como Job, sino el unigénito
Hijo de Dios), pero lleva también el máximo de la posible
respuesta a este interrogante. La respuesta emerge, se
podría decir, de la misma materia de la que está formada la
pregunta. Cristo da la respuesta al interrogante sobre el
sufrimiento y sobre el sentido del mismo, no sólo con sus
enseñanzas, es decir, con la Buena Nueva, sino ante todo con
su propio sufrimiento, el cual está integrado de una manera
orgánica e indisoluble con las enseñanzas de la Buena Nueva.
Esta es la palabra última y sintetica de esta
enseñanza: « la doctrina de la Cruz », como dirá un día
San Pablo.(44)
Esta « doctrina de la Cruz » llena
con una realidad definitiva la imagen de la antigua
profecía. Muchos lugares, muchos discursos durante la
predicación pública de Cristo atestiguan cómo Él acepta ya
desde el inicio este sufrimiento, que es la voluntad del
Padre para la salvación del mundo. Sin embargo, la
oración en Getsemaní tiene aquí una importancia
decisiva. Las palabras: « Padre mío, si es posible, pase de
mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo quiero, sino
como quieres tú »; (45) y a continuación: « Padre mío, si
esto no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad
»,(46) tienen una pluriforme elocuencia. Prueban la verdad
de aquel amor, que el Hijo unigénito da al Padre en su
obediencia. Al mismo tiempo, demuestran la verdad de su
sufrimiento. Las palabras de la oración de Cristo en
Getsemaní prueban la verdad del amor mediante la verdad
del sufrimiento. Las palabras de Cristo confirman con
toda sencillez esta verdad humana del sufrimiento hasta lo
más profundo: el sufrimiento es padecer el mal, ante el que
el hombre se estremece. Él dice: « pase de mí »,
precisamente como dice Cristo en Getsemaní.
Sus palabras demuestran a la vez
esta única e incomparable profundidad e intensidad del
sufrimiento, que pudo experimentar solamente el Hombre que
es el Hijo unigénito; demuestran aquella profundidad e
intensidad que las palabras proféticas antes citadas
ayudan, a su manera, a comprender. No ciertamente hasta lo
más profundo (para esto se debería entender el misterio
divino-humano del Sujeto), sino al menos para percibir la
diferencia (y a la vez semejanza) que se verifica entre todo
posible sufrimiento del hombre y el del Dios-Hombre.
Getsemaní es el lugar en el que precisamente este
sufrimiento, expresado en toda su verdad por el profeta
sobre el mal padecido en el mismo, se ha revelado casi
definitivamente ante los ojos de Cristo.
Después de las palabras en
Getsemaní vienen las pronunciadas en el Gólgota, que
atestiguan esta profundidad —única en la historia del mundo—
del mal del sufrimiento que se padece. Cuando Cristo dice: «
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? », sus
palabras no son sólo expresión de aquel abandono que varias
veces se hacía sentir en el Antiguo Testamento,
especialmente en los Salmos y concretamente en el Salmo 22
[21], del que proceden las palabras citadas.(47) Puede
decirse que estas palabras sobre el abandono nacen en el
terreno de la inseparable unión del Hijo con el Padre, y
nacen porque el Padre « cargó sobre él la iniquidad de todos
nosotros » (48) y sobre la idea de lo que dirá San Pablo: «
A quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros
».(49) Junto con este horrible peso, midiendo « todo » el
mal de dar las espaldas a Dios, contenido en el pecado,
Cristo, mediante la profundidad divina de la unión filial
con el Padre, percibe de manera humanamente inexplicable
este sufrimiento que es la separación, el rechazo del
Padre, la ruptura con Dios. Pero precisamente mediante
tal sufrimiento Él realiza la Redención, y expirando puede
decir: « Todo está acabado ».(50)
Puede decirse también que se ha
cumplido la Escritura, que han sido definitivamente hechas
realidad las palabras del citado Poema del Siervo doliente:
« Quiso Yavé quebrantarlo con padecimientos ».(51) El
sufrimiento humano ha alcanzado su culmen en la pasión de
Cristo. Y a la vez ésta ha entrado en una dimensión
completamente nueva y en un orden nuevo: ha sido unida al
amor, a aquel amor del que Cristo hablaba a Nicodemo, a
aquel amor que crea el bien, sacándolo incluso del mal,
sacándolo por medio del sufrimiento, así como el bien
supremo de la redención del mundo ha sido sacado de la cruz
de Cristo, y de ella toma constantemente su arranque. La
cruz de Cristo se ha convertido en una fuente de la que
brotan ríos de agua viva.(52) En ella debemos plantearnos
también el interrogante sobre el sentido del sufrimiento, y
leer hasta el final la respuesta a tal interrogante.
V
PARTÍCIPES EN LOS SUFRIMIENTOS
DE CRISTO
19. El mismo Poema del Siervo
doliente del libro de Isaías nos conduce precisamente, a
través de los versículos sucesivos, en la dirección de este
interrogante y de esta respuesta:
« Ofreciendo su vida en sacrificio
por el pecado,
verá descendencia que prolongará sus días
y el deseo de Yavé prosperará en sus manos.
Por la fatiga de su alma verá
y se saciará de su conocimiento.
El justo, mi siervo, justificará a muchos,
y cargará con las iniquidades de ellos.
Por eso yo le daré por parte suya muchedumbres,
y dividirá la presa con los poderosos
por haberse entregado a la muerte
y haber sido contado entra los pecadores,
llevando sobre sí los pecados de muchos
e intercediendo por los pecadores ».(53)
Puede afirmarse que junto con la
pasión de Cristo todo sufrimiento humano se ha encontrado en
una nueva situación.
Parece como si Job la hubiera
presentido cuando dice: « Yo sé en efecto que mi Redentor
vive ... »; (54) y como si hubiese encaminado hacia ella su
propio sufrimiento, el cual, sin la redención, no hubiera
podido revelarle la plenitud de su significado. En la cruz
de Cristo no sólo se ha cumplido la redención mediante el
sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano ha
quedado redimido. Cristo —sin culpa alguna propia— cargó
sobre sí « el mal total del pecado ». La experiencia de este
mal determinó la medida incomparable de sufrimiento de
Cristo que se convirtió en el precio de la redención.
De esto habla el Poema del Siervo doliente en Isaías. De
esto hablarán a su tiempo los testigos de la Nueva Alianza,
estipulada en la Sangre de Cristo. He aquí las palabras del
apóstol Pedro, en su primera carta: « Habéis sido rescatados
no con plata y oro, corruptibles, sino con la sangre
preciosa de Cristo, como cordero sin defecto ni mancha
».(55) Y el apóstol Pablo dirá en la carta a los Gálatas: «
Se entregó por nuestros pecados para liberarnos de este
siglo malo »; (56) y en la carta a los Corintios: « Habéis
sido comprados a precio. Glorificad pues a Dios en vuestro
cuerpo ».(57)
Con éstas y con palabras semejantes
los testigos de la Nueva Alianza hablan de la grandeza de la
redención, que se lleva a cabo mediante el sufrimiento de
Cristo. El Redentor ha sufrido en vez del hombre y por el
hombre. Todo hombre tiene su participación en la
redención. Cada uno está llamado también a participar
en ese sufrimiento mediante el cual se ha llevado a cabo
la redención. Está llamado a participar en ese sufrimiento
por medio del cual todo sufrimiento humano ha sido también
redimido. Llevando a efecto la redención mediante el
sufrimiento, Cristo ha elevado juntamente el
sufrimiento humano a nivel de redención.
Consiguientemente, todo hombre, en su sufrimiento, puede
hacerse también partícipe del sufrimiento redentor de
Cristo.
20. Los textos del Nuevo Testamento
expresan en muchos puntos este concepto. En la segunda carta
a los Corintios escribe el Apóstol: « En todo apremiados,
pero no acosados; perplejos, pero no desconcertados;
perseguidos, pero no abandonados; abatidos, pero no
aniquilados, llevando siempre en el cuerpo la
muerte de Cristo, para que la vida de Jesús se manifieste en
nuestro tiempo. Mientras vivimos estamos siempre entregados
a la muerte por amor de Jesús, para que la vida de Jesús se
manifieste también en nuestra carne mortal... sabiendo que
quien resucitó al Señor Jesús, también con Jesús nos
resucitará...».(58)
San Pablo habla de diversos
sufrimientos y en particular de los que se hacían partícipes
los primeros cristianos « a causa de Jesús ». Tales
sufrimientos permiten a los destinatarios de la Carta
participar en la obra de la redención, llevada a cabo
mediante los sufrimientos y la muerte del Redentor. La
elocuencia de la cruz y de la muerte es completada, no
obstante, por la elocuencia de la resurrección. El
hombre halla en la resurrección una luz completamente nueva,
que lo ayuda a abrirse camino a través de la densa oscuridad
de las humillaciones, de las dudas, de la desesperación y de
la persecución. De ahí que el Apóstol escriba también en la
misma carta a los Corintios: « Porque así como abundan en
nosotros los padecimientos de Cristo, así por Cristo
abunda nuestra consolación ».(59) En otros lugares se dirige
a sus destinatarios con palabras de ánimo: « El Señor
enderece vuestros corazones en la caridad de Dios y en la
paciencia de Cristo ».(60) Y en la carta a los Romanos: « Os
ruego, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que
ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa y
grata a Dios: este es vuestro culto racional ».(61)
La participación misma en los
padecimientos de Cristo halla en estas expresiones
apostólicas casi una doble dimensión. Si un hombre se hace
partícipe de los sufrimientos de Cristo, esto acontece
porque Cristo ha abierto su sufrimiento al hombre
porque Él mismo en su sufrimiento redentor se ha hecho en
cierto sentido partícipe de todos los sufrimientos humanos.
El hombre, al descubrir por la fe el sufrimiento redentor de
Cristo, descubre al mismo tiempo en él sus propios
sufrimientos, los revive mediante la fe, enriquecidos
con un nuevo contenido y con un nuevo significado.
Este descubrimiento dictó a san
Pablo palabras particularmente fuertes en la carta a los
Gálatas: « Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo, es
Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente vivo en carne,
vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por
mí ».(62) La fe permite al autor de estas palabras conocer
el amor que condujo a Cristo a la cruz. Y si amó de este
modo, sufriendo y muriendo, entonces por su padecimiento y
su muerte vive en aquél al que amó así, vive en el
hombre: en Pablo. Y viviendo en él —a medida que Pablo,
consciente de ello mediante la fe, responde con el amor a su
amor —Cristo se une asimismo de modo especial al
hombre, a Pablo, mediante la cruz. Esta unión ha
sugerido a Pablo, en la misma carta a los Gálatas, palabras
no menos fuertes: « Cuanto a mí, jamás me gloriaré a
no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por
quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo
». (63)
21. La cruz de Cristo arroja de
modo muy penetrante luz salvífica sobre la vida del hombre
y, concretamente, sobre su sufrimiento, porque mediante la
fe lo alcanza junto con la resurrección: el misterio
de la pasión está incluido en el misterio pascual. Los
testigos de la pasión de Cristo son a la vez testigos de su
resurrección. Escribe San Pablo: « Para conocerle a Él y el
poder de su resurrección y la participación en sus
padecimientos, conformándome a Él en su muerte por si logro
alcanzar la resurrección de los muertos ».(64)
Verdaderamente el Apóstol
experimentó antes « la fuerza de la resurrección » de Cristo
en el camino de Damasco, y sólo después, en esta luz
pascual, llegó a la « participación en sus padecimientos »,
de la que habla, por ejemplo, en la carta a los Gálatas. La
vía de Pablo es claramente pascual: la participación en
la cruz de Cristo se realiza a través de la
experiencia del Resucitado, y por tanto mediante una
especial participación en la resurrección. Por esto, incluso
en la expresión del Apóstol sobre el tema del sufrimiento
aparece a menudo el motivo de la gloria, a la que da inicio
la cruz de Cristo.
Los testigos de la cruz y de la
resurrección estaban convencidos de que « por muchas
tribulaciones nos es preciso entrar en el reino de Dios
».(65) Y Pablo, escribiendo a los Tesalonicenses, dice: «
Nos gloriamos nosotros mismos de vosotros... por vuestra
paciencia y vuestra fe en todas vuestras persecuciones y en
las tribulaciones que soportáis. Todo esto es prueba del
justo juicio de Dios, para que seáis tenidos por dignos
del reino de Dios, por el cual padecéis ».(66) Así pues,
la participación en los sufrimientos de Cristo es, al mismo
tiempo, sufrimiento por el reino de Dios. A los ojos del
Dios justo, ante su juicio, cuantos participan en los
sufrimientos de Cristo se hacen dignos de este reino.
Mediante sus sufrimientos, éstos devuelven en un cierto
sentido el infinito precio de la pasión y de la muerte de
Cristo, que fue el precio de nuestra redención: con este
precio el reino de Dios ha sido nuevamente consolidado en la
historia del hombre, llegando a ser la perspectiva
definitiva de su existencia terrena. Cristo nos ha
introducido en este reino mediante su sufrimiento. Y también
mediante el sufrimiento maduran para el mismo reino
los hombres, envueltos en el misterio de la redención de
Cristo.
22. A la perspectiva del reino de
Dios está unida la esperanza de aquella gloria, cuyo
comienzo está en la cruz de Cristo. La resurrección ha
revelado esta gloria —la gloria escatológica— que en la cruz
de Cristo estaba completamente ofuscada por la inmensidad
del sufrimiento. Quienes participan en los sufrimientos de
Cristo están también llamados, mediante sus propios
sufrimientos, a tomar parte en la gloria. Pablo
expresa esto en diversos puntos. Escribe a los Romanos: «
Somos ... coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con
Él para ser con Él glorificados. Tengo por cierto que los
padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación
con la gloria que ha de manifestarse en nosotros ».(67) En
la segunda carta a los Corintios leemos: « Pues por la
momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno
de gloria incalculable, y no ponemos los ojos en las cosas
visibles, sino en las invisibles ».(68) El apóstol Pedro
expresará esta verdad en las siguientes palabras de su
primera carta: « Antes habéis de alegraros en la medida en
que participáis en los padecimientos de Cristo, para que en
la revelación de su gloria exultéis de gozo ». (69)
El motivo del sufrimiento y de
la gloria tiene una característica estrictamente
evangélica, que se aclara mediante la referencia a la cruz y
a la resurrección. La resurrección es ante todo la
manifestación de la gloria, que corresponde a la elevación
de Cristo por medio de la cruz. En efecto, si la cruz ha
sido a los ojos de los hombres la expoliación de
Cristo, al mismo tiempo ésta ha sido a los ojos de Dios su
elevación. En la cruz Cristo ha alcanzado y realizado
con teda plenitud su misión: cumpliendo la voluntad del
Padre, se realizó a la vez a sí mismo. En la debilidad
manifestó su poder,y en la humillación toda su
grandeza mesiánica. ¿No son quizás una prueba de esta
grandeza todas las palabras pronunciadas durante la agonía
en el Gólgota y, especialmente, las referidas a los autores
de la crucifixión: «Padre, perdónalos, porque no saben lo
que hacen »?(70) A quienes participan de los sufrimientos de
Cristo estas palabras se imponen con la fuerza de un ejempló
supremo El sufrimiento es también una llamada a manifestar
la grandeza moral del hombre, su madurez espiritual.
De esto han dado prueba, en las diversas generaciones, los
mártires y confesores de Cristo, fieles a las palabras: « No
tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que el alma no
pueden matarla ».(71)
La resurrección de Cristo ha
revelado « la gloria del siglo futuro » y,
contemporáneamente, ha confirmado « el honor de la Cruz »:
aquella gloria que está contenida en el sufrimiento mismo
de Cristo, y que muchas veces se ha reflejado y se
refleja en el sufrimiento del hombre, como expresión de su
grandeza espiritual. Hay que reconocer el testimonio
glorioso no sólo de los mártires de la fe, sino también de
otros numerosos hombres que a veces, aun sin la fe en
Cristo, sufren y dan la vida por la verdad y por una justa
causa. En los sufrimientos de todos éstos es confirmada de
modo particular la gran dignidad del hombre.
23. El sufrimiento, en efecto, es
siempre una prueba —a veces una prueba bastante
dura—, a la que es sometida la humanidad. Desde las páginas
de las cartas de San Pablo nos habla con frecuencia aquella
paradoja evangelica de la debilidad y de la
fuerza, experimentada de manera particular por el
Apóstol mismo y que, junto con él, prueban todos aquellos
que participan en los sufrimientos de Cristo. Él escribe en
la segunda carta a los Corintios: « Muy gustosamente, pues,
continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en
mí la fuerza de Cristo ».(72) En la segunda carta a Timoteo
leemos: « Por esta causa sufro, pero no me avergüenza,
porque sé a quien me he confiado ».(73) Y en la carta a los
Filipenses dirá incluso: « Todo lo puedo en aquél que
me conforta ».(74)
Quienes participan en los
sufrimientos de Cristo tienen ante los ojos el misterio
pascual de la cruz y de la resurrección, en la que Cristo
desciende, en una primera fase, hasta el extremo de la
debilidad y de la impotencia humana; en efecto, Él muere
clavado en la cruz. Pero si al mismo tiempo en esta
debilidad se cumple su elevación, confirmada con
la fuerza de la resurrección, esto significa que las
debilidades de todos los sufrimientos humanos pueden ser
penetrados por la misma fuerza de Dios, que se ha
manifestado en la cruz de Cristo. En esta concepción
sufrir significa hacerse particularmente receptivos,
particularmente abiertos a la acción de las fuerzas
salvíficas de Dios, ofrecidas a la humanidad en Cristo.
En Él Dios ha demostrado querer actuar especialmente por
medio del sufrimiento, que es la debilidad y la expoliación
del hombre, y querer precisamente manifestar su fuerza en
esta debilidad y en esta expoliación. Con esto se puede
explicar también la recomendación de la primera carta de
Pedro: « Mas si por cristiano padece, no se avergüence,
antes glorifique a Dios en este nombre ».(75)
En la carta a los Romanos el
apóstol Pablo se pronuncia todavía más ampliamente sobre el
tema de este « nacer de la fuerza en la debilidad », del
vigorizarse espiritualmente del hombre en medio de las
pruebas y tribulaciones, que es la vocación especial de
quienes participan en los sufrimientos de Cristo. « Nos
gloriamos hasta en las tribulaciones, sabedores de que la
tribulación produce la paciencia; la paciencia, una virtud
probada, y la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza
no quedará confundida, pues el amor de Dios se ha derramado
en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos
ha sido dado ».(76) En el sufrimiento está como contenida
una particular llamada a la virtud, que el hombre
debe ejercitar por su parte. Esta es la virtud de la
perseverancia al soportar lo que molesta y hace daño.
Haciendo esto, el hombre hace brotar la esperanza, que
mantiene en él la convicción de que el sufrimiento no
prevalecerá sobre él, no lo privará de su propia dignidad
unida a la conciencia del sentido de la vida. Y así, este
sentido se manifiesta junto con la acción del amor de
Dios, que es el don supremo del Espíritu Santo. A medida
que participa de este amor, el hombre se encuentra hasta el
fondo en el sufrimiento: reencuentra « el alma », que le
parecía haber « perdido » (77) a causa del sufrimiento.
24. Sin embargo, la experiencia del
Apóstol, partícipe de los sufrimientos de Cristo, va más
allá. En la carta a los Colosenses leemos las palabras que
constituyen casi la última etapa del itinerario espiritual
respecto al sufrimiento. San Pablo escribe: « Ahora me
alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en
mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo
por su cuerpo, que es la Iglesia ».(78) Y él mismo, en otra
Carta, pregunta a los destinatarios: « ¿No sabéis que
vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ».(79)
En el misterio pascual Cristo ha
dado comienzo a la unión con el hombre en la comunidad de
la Iglesia. El misterio de la Iglesia se expresa en
esto: que ya en el momento del Bautismo, que configura con
Cristo, y después a través de su Sacrificio
—sacramentalmente mediante la Eucaristía— la Iglesia se
edifica espiritualmente de modo continuo como cuerpo de
Cristo. En este cuerpo Cristo quiere estar unido con todos
los hombres, y de modo particular está unido a los que
sufren. Las palabras citadas de la carta a los Colosenses
testimonian el carácter excepcional de esta unión. En
efecto, el que sufre en unión con Cristo —como en
unión con Cristo soporta sus « tribulaciones » el apóstol
Pablo— no sólo saca de Cristo aquella fuerza, de la que se
ha hablado precedentemente, sino que « completa » con su
sufrimiento lo que falta a los padecimientos de Cristo. En
este marco evangelico se pone de relieve, de modo
particular, la verdad sobre el carácter creador del
sufrimiento. El sufrimiento de Cristo ha creado el bien
de la redención del mundo. Este bien es en sí mismo
inagotable e infinito. Ningún hombre puede añadirle nada.
Pero, a la vez, en el misterio de la Iglesia como cuerpo
suyo, Cristo en cierto sentido ha abierto el propio
sufrimiento redentor a todo sufrimiento del hombre. En
cuanto el hombre se convierte en partícipe de los
sufrimientos de Cristo —en cualquier lugar del mundo y en
cualquier tiempo de la historia—, en tanto a su manera
completa aquel sufrimiento, mediante el cual Cristo ha
obrado la redención del mundo.
¿Esto quiere decir que la redención
realizada por Cristo no es completa? No. Esto significa
únicamente que la redención, obrada en virtud del amor
satisfactorio, permanece constantemente abierta a todo
amor que se expresa en el sufrimiento humano. En
esta dimensión —en la dimensión del amor— la redención ya
realizada plenamente, se realiza, en cierto sentido,
constantemente. Cristo ha obrado la redención completamente
y hasta el final; pero, al mismo tiempo, no la ha cerrado.
En este sufrimiento redentor, a través del cual se ha obrado
la redención del mundo, Cristo se ha abierto desde el
comienzo, y constantemente se abre, a cada sufrimiento
humano. Sí, parece que forma parte de la esencia misma
del sufrimiento redentor de Cristo el hecho de que haya
de ser completado sin cesar.
De este modo, con tal apertura a
cada sufrimiento humano, Cristo ha obrado con su sufrimiento
la redención del mundo. Al mismo tiempo, esta redención,
aunque realizada plenamente con el sufrimiento de Cristo,
vive y se desarrolla a su manera en la historia del hombre.
Vive y se desarrolla como cuerpo de Cristo, o sea la
Iglesia, y en esta dimensión cada sufrimiento humano, en
virtud de la unión en el amor con Cristo, completa el
sufrimiento de Cristo. Lo completa como la Iglesia
completa la obra redentora de Cristo. El misterio de la
Iglesia —de aquel cuerpo que completa en sí también el
cuerpo crucificado y resucitado de Cristo— indica
contemporáneamente aquel espacio, en el que los sufrimientos
humanos completan los de Cristo. Sólo en este marco y en
esta dimensión de la Iglesia cuerpo de Cristo, que se
desarrolla continuamente en el espacio y en el tiempo, se
puede pensar y hablar de « lo que falta a los padecimientos
de Cristo ». El Apóstol, por lo demás, lo pone claramente de
relieve, cuando habla de completar lo que falta a los
sufrimientos de Cristo, en favor de su cuerpo, que es la
Iglesia.
Precisamente la Iglesia, que
aprovecha sin cesar los infinitos recursos de la redención,
introduciéndola en la vida de la humanidad, es la
dimensión en la que el sufrimiento redentor de Cristo
puede ser completado constantemente por el sufrimiento del
hombre. Con esto se pone de relieve la naturaleza
divino-humana de la Iglesia. El sufrimiento parece
participar en cierto modo de las características de esta
naturaleza. Por eso, tiene igualmente un valor especial ante
la Iglesia. Es un bien ante el cual la Iglesia se inclina
con veneración, con toda la profundidad de su fe en la
redención. Se inclina, juntamente con toda la profundidad de
aquella fe, con la que abraza en sí misma el inefable
misterio del Cuerpo de Cristo.
VI
EL EVANGELIO DEL SUFRIMIENTO
25. Los testigos de la cruz y de la
resurrección de Cristo han transmitido a la Iglesia y a la
humanidad un específico Evangelio del sufrimiento. El mismo
Redentor ha escrito este Evangelio ante todo con el propio
sufrimiento asumido por amor, para que el hombre « no
perezca, sino que tenga la vida eterna ».(80) Este
sufrimiento, junto con la palabra viva de su enseñanza, se
ha convertido en un rico manantial para cuantos han
participado en los sufrimientos de Jesús en la primera
generación de sus discípulos y confesores y luego en las que
se han ido sucediendo a lo largo de los siglos.
Es ante todo consolador —como es
evangélica e históricamente exacto— notar que al lado de
Cristo, en primerísimo y muy destacado lugar junto a Él está
siempre su Madre Santísima por el testimonio ejemplar que
con su vida entera da a este particular Evangelio del
sufrimiento. En Ella los numerosos e intensos sufrimientos
se acumularon en una tal conexión y relación, que si bien
fueron prueba de su fe inquebrantable, fueron también una
contribución a la redención de todos. En realidad, desde el
antiguo coloquio tenido con el ángel, Ella entrevé en su
misión de madre el « destino » a compartir de manera única e
irrepetible la misión misma del Hijo. Y la confirmación de
ello le vino bastante pronto, tanto de los acontecimientos
que acompañaron el nacimiento de Jesús en Belén, cuanto del
anuncio formal del anciano Simeón, que habló de una espada
muy aguda que le traspasaría el alma, así como de las ansias
y estrecheces de la fuga precipitada a Egipto, provocada por
la cruel decisión de Herodes.
Más aún, después de los
acontecimientos de la vida oculta y pública de su Hijo,
indudablemente compartidos por Ella con aguda sensibilidad,
fue en el Calvario donde el sufrimiento de María Santísima,
junto al de Jesús, alcanzó un vértice ya difícilmente
imaginable en su profundidad desde el punto de vista humano,
pero ciertamente misterioso y sobrenaturalmente fecundo para
los fines de la salvación universal. Su subida al Calvario,
su « estar » a los pies de la cruz junto con el discípulo
amado, fueron una participación del todo especial en la
muerte redentora del Hijo, como por otra parte las palabras
que pudo escuchar de sus labios, fueron como una entrega
solemne de este típico Evangelio que hay que anunciar a toda
la comunidad de los creyentes.
Testigo de la pasión de su Hijo con
su presencia y partícipe de la misma con su
compasión, María Santísima ofreció una aportación
singular al Evangelio del sufrimiento, realizando por
adelantado la expresión paulina citada al comienzo.
Ciertamente Ella tiene títulos especialísimos para poder
afirmar lo de completar en su carne —como también en su
corazón— lo que falta a la pasión de Cristo.
A la luz del incomparable ejemplo
de Cristo, reflejado con singular evidencia en la vida de su
Madre, el Evangelio del sufrimiento, a través de la
experiencia y la palabra de los Apóstoles, se convierte en
fuente inagotable para las generaciones siempre nuevas
que se suceden en la historia de la Iglesia. El
Evangelio del sufrimiento significa no sólo la presencia del
sufrimiento en el Evangelio, como uno de los temas de la
Buena Nueva, sino además la revelación de la fuerza
salvadora y del significado salvífico del sufrimiento en
la misión mesiánica de Cristo y luego en la misión y en la
vocación de la Iglesia.
Cristo no escondía a sus
oyentes la necesidad del sufrimiento. Decía muy
claramente: « Si alguno quiere venir en pos de mí... tome
cada día su cruz »,(81) y a sus discípulos ponía unas
exigencias de naturaleza moral, cuya realización es posible
sólo a condición de que « se nieguen a sí mismos ».(82) La
senda que lleva al Reino de los cielos es « estrecha y
angusta », y Cristo la contrapone a la senda « ancha y
espaciosa » que, sin embargo, « lleva a la perdición ».(83)
Varias veces dijo también Cristo que sus discípulos y
confesores encontrarían múltiples persecuciones; esto
—como se sabe— se verificó no sólo en los primeros siglos de
Ia vida de la Iglesia bajo el imperio romano, sino que se ha
realizado y se realiza en diversos períodos de la historia y
en diferentes lugares de la tierra, aun en nuestros días.
He aquí algunas frases de Cristo
sobre este tema: « Pondrán sobre vosotros las manos y os
perseguirán, entregándoos a las sinagogas y metiéndoos en
prisión, conduciéndoos ante los reyes y gobernadores por
amor de mi nombre. Será para vosotros ocasión de dar
testimonio. Haced propósito de no preocuparos de vuestra
defensa, porque yo os daré un lenguaje y una sabiduría a la
que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros
adversarios. Seréis entregados aun por los padres, por los
hermanos, por los parientes y por los amigos, y harán morir
a muchos de vosotros, y seréis aborrecidos de todos a
causa de mi nombre. Pero no se perderá ni un solo
cabello de vuestra cabeza. Con vuestra paciencia compraréis
(la salvación) de vuestras almas ».(84)
El Evangelio del sufrimiento habla
ante todo, en diversos puntos, del sufrimiento «por Cristo»,
« a causa de Cristo », y esto lo hace con las palabras
mismas de Cristo, o bien con las palabras de sus Apóstoles.
El Maestro no esconde a sus discípulos y seguidores la
perspectiva de tal sufrimiento; al contrario lo revela con
toda franqueza, indicando contemporáneamente las fuerzas
sobrenaturales que les acompañarán en medio de las
persecuciones y tribulaciones « por su nombre ». Estas serán
en conjunto como una verificación especial de la
semejanza a Cristo y de la unión con Él. « Si el mundo os
aborrece, sabed que me aborreció a mí primero que a
vosotros... pero porque no sois del mundo, sino que yo os
escogí del mundo, por esto el mundo os aborrece... No es el
siervo mayor que su señor. Si me persiguieron a mí, también
a vosotros os perseguirán... Pero todas estas cosas haránlas
con vosotros por causa de mi nombre, porque no conocen al
que me ha enviado ».(85) « Esto os lo he dicho para que
tengáis paz en mí; en el mundo habéis de tener tribulación;
pero confiad: yo he vencido al mundo ».(86)
Este primer capítulo del Evangelio
del sufrimiento, que habla de las persecuciones, o sea de
las tribulaciones por causa de Cristo, contiene en sí una
llamada especial al valor y a la fortaleza, sostenida
por la elocuencia de la resurrección. Cristo ha vencido
definitivamente al mundo con su resurrección; sin embargo,
gracias a su relación con la pasión y la muerte, ha vencido
al mismo tiempo este mundo con su sufrimiento. Sí, el
sufrimiento ha sido incluido de modo singular en aquella
victoria sobre el mundo, que se ha manifestado en la
resurrección. Cristo conserva en su cuerpo resucitado las
señales de las heridas de la cruz en sus manos, en sus pies
y en el costado. A través de la resurrección manifiesta
la fuerza victoriosa del sufrimiento, y quiere infundir
la convicción de esta fuerza en el corazón de los que
escogió como sus Apóstoles y de todos aquellos que
continuamente elige y envía. El apóstol Pablo dirá: « Y
todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús
sufrirán persecuciones ».(87)
26. Si el primer gran capítulo del
Evangelio del sufrimiento está escrito, a lo largo de las
generaciones, por aquellos que sufren persecuciones por
Cristo, igualmente se desarrolla a través de la historia
otro gran capítulo de este Evangelio. Lo escriben todos los
que sufren con Cristo, uniendo los propios
sufrimientos humanos a su sufrimiento salvador. En ellos se
realiza lo que los primeros testigos de la pasión y
resurrección han dicho y escrito sobre la participación en
los sufrimientos de Cristo. Por consiguiente, en ellos se
cumple el Evangelio del sufrimiento y, a la vez, cada uno de
ellos continúa en cierto modo a escribirlo; lo escribe y lo
proclama al mundo, lo anuncia en su ambiente y a los hombres
contemporáneos.
A través de los siglos y
generaciones se ha constatado que en el sufrimiento se
esconde una particular fuerza que acerca
interiormente el hombre a Cristo, una gracia
especial. A ella deben su profunda conversión muchos santos,
como por ejemplo San Francisco de Asís, San Ignacio de
Loyola, etc. Fruto de esta conversión es no sólo el hecho de
que el hombre descubre el sentido salvífico del sufrimiento,
sino sobre todo que en el sufrimiento llega a ser un hombre
completamente nuevo. Halla como una nueva dimensión de
toda su vida y de su vocación. Este descubrimiento es
una confirmación particular de la grandeza espiritual que en
el hombre supera el cuerpo de modo un tanto incomprensible.
Cuando este cuerpo está gravemente enfermo, totalmente
inhábil y el hombre se siente como incapaz de vivir y de
obrar, tanto más se ponen en evidencia la madurez
interior y la grandeza espiritual, constituyendo una
lección conmovedora para los hombres sanos y normales.
Esta madurez interior y grandeza
espiritual en el sufrimiento, ciertamente son fruto
de una particular conversión y cooperación con la
gracia del Redentor crucificado. Él mismo es quien actúa en
medio de los sufrimientos humanos por medio de su Espíritu
de Verdad, por medio del Espíritu Consolador. Él es quien
transforma, en cierto sentido, la esencia misma de la vida
espiritual, indicando al hombre que sufre un lugar cercano a
sí. Él es —como Maestro y Guía interior— quien
enseña al hermano y a la hermana que sufren este
intercambio admirable, colocado en lo profundo del
misterio de la redención. El sufrimiento es, en sí mismo,
probar el mal. Pero Cristo ha hecho de él la más sólida base
del bien definitivo, o sea del bien de la salvación eterna.
Cristo con su sufrimiento en la cruz ha tocado las raíces
mismas del mal: las del pecado y las de la muerte. Ha
vencido al artífice del mal, que es Satanás, y su rebelión
permanente contra el Creador. Ante el hermano o la hermana
que sufren, Cristo abre y despliega gradualmente
los horizontes del Reino de Dios, de un mundo convertido
al Creador, de un mundo liberado del pecado, que se está
edificando sobre el poder salvífico del amor. Y, de una
forma lenta pero eficaz, Cristo introduce en este mundo, en
este Reino del Padre al hombre que sufre, en cierto modo a
través de lo intimo de su sufrimiento. En efecto, el
sufrimiento no puede ser transformado y cambiado con
una gracia exterior, sino interior. Cristo, mediante
su propio sufrimiento salvífico, se encuentra muy dentro de
todo sufrimiento humano, y puede actuar desde el interior
del mismo con el poder de su Espíritu de Verdad, de su
Espíritu Consolador.
No basta. El divino Redentor quiere
penetrar en el ánimo de todo paciente a través del corazón
de su Madre Santísima, primicia y vértice de todos los
redimidos. Como continuación de la maternidad que por obra
del Espíritu Santo le había dado la vida, Cristo moribundo
confirió a la siempre Virgen María una nueva maternidad
—espiritual y universal— hacia todos los hombres, a fin
de que cada uno, en la peregrinación de la fe, quedara,
junto con María, estrechamente unido a Él hasta la cruz, y
cada sufrimiento, regenerado con la fuerza de esta cruz, se
convirtiera, desde la debilidad del hombre, en fuerza de
Dios.
Pero este proceso interior no se
desarrolla siempre de igual manera. A menudo comienza y se
instaura con dificultad. El punto mismo de partida es ya
diverso; diversa es la disposición, que el hombre lleva en
su sufrimiento. Se puede sin embargo decir que casi siempre
cada uno entra en el sufrimiento con una protesta
típicamente humana y con la pregunta del « por qué ». Se
pregunta sobre el sentido del sufrimiento y busca una
respuesta a esta pregunta a nivel humano. Ciertamente pone
muchas veces esta pregunta también a Dios, al igual que a
Cristo. Además, no puede dejar de notar que Aquel, a quien
pone su pregunta, sufre Él mismo, y por consiguiente quiere
responderle desde la cruz, desde el centro de su
propio sufrimiento. Sin embargo a veces se requiere
tiempo, hasta mucho tiempo, para que esta respuesta comience
a ser interiormente perceptible. En efecto, Cristo no
responde directamente ni en abstracto a esta pregunta humana
sobre el sentido del sufrimiento. El hombre percibe su
respuesta salvífica a medida que él mismo se convierte en
partícipe de los sufrimientos de Cristo.
La respuesta que llega mediante
esta participación, a lo largo del camino del encuentro
interior con el Maestro, es a su vez algo más que una
mera respuesta abstracta a la pregunta acerca del
significado del sufrimiento. Esta es, en efecto, ante todo
una llamada. Es una vocación. Cristo no explica
abstractamente las razones del sufrimiento, sino que ante
todo dice: « Sígueme », « Ven », toma parte con tu
sufrimiento en esta obra de salvación del mundo, que se
realiza a través de mi sufrimiento. Por medio de mi cruz. A
medida que el hombre toma su cruz, uniéndose
espiritualmente a la cruz de Cristo, se revela ante él el
sentido salvífico del sufrimiento. El hombre no descubre
este sentido a nivel humano, sino a nivel del sufrimiento de
Cristo. Pero al mismo tiempo, de este nivel de Cristo aquel
sentido salvífico del sufrimiento desciende al nivel
humano y se hace, en cierto modo, su respuesta personal.
Entonces el hombre encuentra en su sufrimiento la paz
interior e incluso la alegría espiritual.
27. De esta alegría habla el
Apóstol en la carta a los Colosenses: «Ahora me alegro de
mis padecimientos por vosotros ».(88) Se convierte en fuente
de alegría la superación del sentido de inutilidad
del sufrimiento, sensación que a veces está arraigada muy
profundamente en el sufrimiento humano. Este no sólo consuma
al hombre dentro de sí mismo, sino que parece convertirlo en
una carga para los demás. El hombre se siente condenado a
recibir ayuda y asistencia por parte de los demás y, a la
vez, se considera a sí mismo inútil. El descubrimiento del
sentido salvífico del sufrimiento en unión con Cristo
transforma esta sensación deprimente. La fe en la
participación en los sufrimientos de Cristo lleva consigo la
certeza interior de que el hombre que sufre « completa lo
que falta a los padecimientos de Cristo »; que en la
dimensión espiritual de la obra de la redención sirve,
como Cristo, para la salvación de sus hermanos y
hermanas. Por lo tanto, no sólo es útil a los demás,
sino que realiza incluso un servicio insustituible. En el
cuerpo de Cristo, que crece incesantemente desde la cruz del
Redentor, precisamente el sufrimiento, penetrado por el
espíritu del sacrificio de Cristo, es el mediador
insustituible y autor de los bienes indispensables para
la salvación del mundo. El sufrimiento, más que cualquier
otra cosa, es el que abre el camino a la gracia que
transforma las almas. El sufrimiento, más que todo lo demás,
hace presente en la historia de la humanidad la fuerza de la
Redención. En la lucha « cósmica » entra las fuerzas
espirituales del bien y las del mal, de las que habla la
carta a los Efesios,(89) los sufrimientos humanos, unidos al
sufrimiento redentor de Cristo, constituyen un particular
apoyo a las fuerzas del bien, abriendo el camino a la
victoria de estas fuerzas salvíficas.
Por esto, la Iglesia ve en todos
los hermanos y hermanas de Cristo que sufren como un
sujeto múltiple de su fuerza sobrenatural. ¡Cuán a
menudo los pastores de la Iglesia recurren precisamente a
ellos, y concretamente en ellos buscan ayuda y apoyo! El
Evangelio del sufrimiento se escribe continuamente, y
continuamente habla con las palabras de esta extraña
paradoja. Los manantiales de la fuerza divina brotan
precisamente en medio de la debilidad humana. Los que
participan en los sufrimientos de Cristo conservan en sus
sufrimientos una especialísima partícula del tesoro
infinito de la redención del mundo, y pueden compartir
este tesoro con los demás. El hombre, cuanto más se siente
amenazado por el pecado, cuanto más pesadas son las
estructuras del pecado que lleva en sí el mundo de hoy,
tanto más grande es la elocuencia que posee en sí el
sufrimiento humano. Y tanto más la Iglesia siente la
necesidad de recurrir al valor de los sufrimientos humanos
para la salvación del mundo.
VII
EL BUEN SAMARITANO
28. Pertenece también al Evangelio
del sufrimiento —y de modo orgánico— la parábola del buen
Samaritano. Mediante esta parábola Cristo quiso responder a
la pregunta « ¿Y quién es mi prójimo? ».(90) En efecto,
entra los tres que viajaban a lo largo de la carretera de
Jerusalén a Jericó, donde estaba tendido en tierra medio
muerto un hombre robado y herido por los ladrones,
precisamente el Samaritano demostró ser verdaderamente
el « prójimo » para aquel infeliz. « Prójimo »
quiere decir también aquél que cumplió el mandamiento del
amor al prójimo. Otros dos hombres recorrían el mismo
camino; uno era sacerdote y el otro levita, pero cada uno «
lo vio y pasó de largo ». En cambio, el Samaritano « lo vio
y tuvo compasión... Acercóse, le vendó las heridas », a
continuación « le condujo al mesón y cuidó de él ».(91) y al
momento de partir confió el cuidado del hombre herido al
mesonero, comprometiéndose a abonar los gastos
correspondientes.
La parábola del buen Samaritano
pertenece al Evangelio del sufrimiento. Indica, en efecto,
cuál debe ser la relación de cada uno de nosotros con el
prójimo que sufre. No nos está permitido « pasar de largo »,
con indiferencia, sino que debemos « pararnos » junto a él.
Buen Samaritano es todo hombre, que se para junto al
sufrimiento de otro hombre de cualquier género que ése
sea. Esta parada no significa curiosidad, sino más bien
disponibilidad. Es como el abrirse de una determinada
disposición interior del corazón, que tiene también su
expresión emotiva. Buen Samaritano es todo hombre
sensible al sufrimiento ajeno, el hombre que « se
conmueve » ante la desgracia del prójimo. Si Cristo,
conocedor del interior del hombre, subraya esta conmoción,
quiere decir que es importante para toda nuestra actitud
frente al sufrimiento ajeno. Por lo tanto, es necesario
cultivar en sí mismo esta sensibilidad del corazón, que
testimonia la compasión hacia el que sufre. A veces
esta compasión es la única o principal manifestación de
nuestro amor y de nuestra solidaridad hacia el hombre que
sufre.
Sin embargo, el buen Samaritano de
la parábola de Cristo no se queda en la mera conmoción y
compasión. Estas se convierten para él en estímulo a la
acción que tiende a ayudar al hombre herido. Por
consiguiente, es en definitiva buen Samaritano el que
ofrece ayuda en el sufrimiento, de cualquier clase que
sea. Ayuda, dentro de lo posible, eficaz. En ella pone todo
su corazón y no ahorra ni siquiera medios materiales. Se
puede afirmar que se da a sí mismo, su propio « yo »,
abriendo este « yo » al otro. Tocamos aquí uno de los puntos
clave de toda la antropología cristiana. El hombre no puede
« encontrar su propia plenitud si no es en la entrega
sincera de sí mismo a los demás »,(92) Buen Samaritano es
el hombre capaz precisamente de ese don de sí mismo.
29. Siguiendo la parábola
evangélica, se podría decir que el sufrimiento, que bajo
tantas formas diversas está presente en el mundo humano,
está también presente para irradiar el amor al hombre,
precisamente ese desinteresado don del propio « yo » en
favor de los demás hombres, de los hombres que sufren.
Podría decirse que el mundo del sufrimiento humano invoca
sin pausa otro mundo: el del amor humano; y aquel amor
desinteresado, que brota en su corazón y en sus obras, el
hombre lo debe de algún modo al sufrimiento. No puede el
hombre « prójimo » pasar con desinterés ante el sufrimiento
ajeno, en nombre de la fundamental solidaridad humana; y
mucho menos en nombre del amor al prójimo. Debe « pararse »,
« conmoverse », actuando como el Samaritano de la parábola
evangélica. La parábola en sí expresa una verdad
profundamente cristiana, pero a la vez tan
universalmente humana. No sin razón, aun en el lenguaje
habitual se llama obra « de buen samaritano » toda actividad
en favor de los hombres que sufren y de todos los
necesitados de ayuda.
Esta actividad asume, en el
transcurso de los siglos, formas institucionales
organizadas y constituye un terreno de trabajo en las
respectivas profesiones. ¡Cuánto tiene « de buen
samaritano » la profesión del médico, de la enfermera, u
otras similares! Por razón del contenido « evangélico »,
encerrado en ella, nos inclinamos a pensar más bien en una
vocación que en una profesión. Y las instituciones que, a lo
largo de las generaciones, han realizado un servicio « de
samaritano » se han desarrollado y especializado todavía más
en nuestros días. Esto prueba indudablemente que el hombre
de hoy se para con cada vez mayor atención y perspicacia
junto a los sufrimientos del prójimo, intenta comprenderlos
y prevenirlos cada vez con mayor precisión. Posee una
capacidad y especialización cada vez mayores en este sector.
Viendo todo esto, podemos decir que la parábola del
Samaritano del Evangelio se ha convertido en uno de los
elementos esenciales de la cultura moral y de la
civilización universalmente humana. Y pensando en todos
los hombres, que con su ciencia y capacidad prestan tantos
servicios al prójimo que sufre, no podemos menos de
dirigirles unas palabras de aprecio y gratitud.
Estas se extienden a todos los que
ejercen de manera desinteresada el propio servicio al
prójimo que sufre, empeñándose voluntariamente en la
ayuda « como buenos samaritanos », y destinando a esta
causa todo el tiempo y las fuerzas que tienen a su
disposición fuera del trabajo profesional. Esta espontánea
actividad « de buen samaritano » o caritativa, puede
llamarse actividad social, puede también definirse como
apostolado, siempre que se emprende por motivos
auténticamente evangélicos, sobre todo si esto ocurre en
unión con la Iglesia o con otra Comunidad cristiana. La
actividad voluntaria « de buen samaritano » se realiza a
través de instituciones adecuadas o también por medio
de organizaciones creadas para esta finalidad. Actuar
de esta manera tiene una gran importancia, especialmente si
se trata de asumir tareas más amplias, que exigen la
cooperación y el uso de medios técnicos. No es menos
preciosa también la actividad individual, especialmente por
parte de las personas que están mejor preparadas para ella,
teniendo en cuenta las diversas clases de sufrimiento humano
a las que la ayuda no puede ser llevada sino individual o
personalmente. Ayuda familiar, por su parte,
significa tanto los actos de amor al prójimo hechos a las
personas pertenecientes a la misma familia, como la ayuda
recíproca entra las familias.
Es difícil enumerar aquí todos los
tipos y ámbitos de la actividad « como samaritano » que
existen en la Iglesia y en la sociedad. Hay que reconocer
que son muy numerosos, y expresar también alegría porque,
gracias a ellos, los valores morales fundamentales,
como el valor de la solidaridad humana, el valor del amor
cristiano al prójimo, forman el marco de la vida social y de
las relaciones interpersonales, combatiendo en este frente
las diversas formas de odio, violencia, crueldad, desprecio
por el hombre, o las de la mera « insensibilidad », o sea la
indiferencia hacia el prójimo y sus sufrimientos.
Es enorme el significado de las
actitudes oportunas que deben emplearse en la educación.
La familia, la escuela, las demás instituciones educativas,
aunque sólo sea por motivos humanitarios, deben trabajar con
perseverancia para despertar y afinar esa sensibilidad hacia
el prójimo y su sufrimiento, del que es un simbolo la figura
del Samaritano evangélico. La Iglesia obviamente debe hacer
lo mismo, profundizando aún más intensamente —dentro de lo
posible— en los motivos que Cristo ha recogido en su
parábola y en todo el Evangelio. La elocuencia de la
parábola del buen Samaritano, como también la de todo el
Evangelio, es concretamente ésta: el hombre debe sentirse
llamado personalmente a testimoniar el amor en el
sufrimiento. Las instituciones son muy importantes e
indispensables; sin embargo, ninguna institución puede de
suyo sustituir el corazón humano, la compasión humana, el
amor humano, la iniciativa humana, cuando se trata de salir
al encuentro del sufrimiento ajeno. Esto se refiere a los
sufrimientos físicos, pero vale todavía más si se trata de
los múltiples sufrimientos morales, y cuando la que sufre es
ante todo el alma.
30. La parábola del buen
Samaritano, que —como hemos dicho— pertenece al Evangelio
del sufrimiento, camina con él a lo largo de la historia de
la Iglesia y del cristianismo, a lo largo de la historia del
hombre y de la humanidad. Testimonia que la revelación por
parte de Cristo del sentido salvífico del sufrimiento no
se identifica de ningún modo con una actitud de pasividad.
Es todo lo contrario. El Evangelio es la negación de la
pasividad ante el sufrimiento. El mismo Cristo, en este
aspecto, es sobre todo activo. De este modo realiza el
programa mesiánico de su misión, según las palabras del
profeta: « El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me
ungió para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a
los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la
vista; para poner en libertad a los oprimidos, para anunciar
un año de gracia del Señor ».(93) Cristo realiza con
sobreabundancia este programa mesiánico de su misión:
Él pasa « haciendo el bien »,(94) y el bien de sus obras
destaca sobre todo ante el sufrimiento humano. La parábola
del buen Samaritano está en profunda armonía con el
comportamiento de Cristo mismo.
Esta parábola entrará, finalmente,
por su contenido esencial, en aquellas desconcertantes
palabras sobre el juicio final, que Mateo ha recogido en su
Evangelio: « Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del
reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.
Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me
disteis de beber; preso, y vinisteis a verme ».(95) A los
justos que pregunten cuándo han hecho precisamente esto, el
Hijo del Hombre responderá: « En verdad os digo que
cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos
menores, a mí me lo hicisteis ».(96) La sentencia
contraria tocará a los que se comportaron diversamente: « En
verdad os diga que cuando dejasteis de hacer eso con uno de
estos pequeñuelos, conmigo dejasteis de hacerlo ».(97)
Se podría ciertamente alargar la
lista de los sufrimientos que han encontrado la sensibilidad
humana, la compasión, la ayuda, o que no las han encontrado.
La primera y la segunda parte de la declaración de Cristo
sobre el juicio final indican sin ambigüedad cuán esencial
es, en la perspectiva de la vida eterna de cada hombre, el «
pararse », como hizo el buen Samaritano, junto al
sufrimiento de su prójimo, el tener « compasión », y
finalmente el dar ayuda. En el programa mesiánico de Cristo,
que es a la vez el programa del reino de Dios, el
sufrimiento está presente en el mundo para provocar amor,
para hacer nacer obras de amor al prójimo, para transformar
toda la civilización humana en la « civilización del amor ».
En este amor el significado salvífico del sufrimiento se
realiza totalmente y alcanza su dimensión definitiva. Las
palabras de Cristo sobre el juicio final permiten comprender
esto con toda la sencillez y claridad evangélica.
Estas palabras sobre el amor, sobre
los actos de amor relacionados con el sufrimiento humano,
nos permiten una vez más descubrir, en la raíz de todos
los sufrimientos humanos, el mismo sufrimiento redentor de
Cristo. Cristo dice: « A mí me lo hicisteis ». Él mismo
es el que en cada uno experimenta el amor; Él mismo es el
que recibe ayuda, cuando esto se hace a cada uno que sufre
sin excepción. Él mismo está presente en quien sufre, porque
su sufrimiento salvífico se ha abierto de una vez para
siempre a todo sufrimiento humano. Y todos los que sufren
han sido llamados de una vez para siempre a ser partícipes «
de los sufrimientos de Cristo ».(98) Así como todos son
llamados a « completar » con el propio sufrimiento « lo que
falta a los padecimientos de Cristo ».(99) Cristo al mismo
tiempo ha enseñado al hombre a hacer bien con el
sufrimiento y a hacer bien a quien sufre. Bajo este
doble aspecto ha manifestado cabalmente el sentido del
sufrimiento.
VIII
CONCLUSIÓN
31. Este es el sentido del
sufrimiento, verdaderamente sobrenatural y a la vez humano.
Es sobrenatural, porque se arraiga en el misterio
divino de la redención del mundo, y es también profundamente
humano, porque en él el hombre se encuentra a sí
mismo, su propia humanidad, su propia dignidad y su propia
misión.
El sufrimiento ciertamente
pertenece al misterio del hombre. Quizás no está rodeado,
como está el mismo hombre, por ese misterio que es
particularmente impenetrable. El Concilio Vaticano II ha
expresado esta verdad: « En realidad, el misterio del hombre
sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque
... Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del
misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el
hombre al hombre y le descubre la sublimidad de su
vocación ».(100) Si estas palabras se refieren a todo lo que
contempla el misterio del hombre, entonces ciertamente se
refieren de modo muy particular al sufrimiento humano.
Precisamente en este punto el « manifestar el hombre al
hombre y descubrirle la sublimidad de su vocación » es
particularmente indispensable. Sucede también —como
lo prueba la experiencia— que esto es particularmente
dramático. Pero cuando se realiza en plenitud y se
convierte en luz para la vida humana, esto es también
particularmente alegre. « Por Cristo y en Cristo se ilumina
el enigma del dolor y de la muerte ».(101)
Concluimos las presentes
consideraciones sobre el sufrimiento en el año en el que la
Iglesia vive el Jubileo extraordinario relacionado con el
aniversario de la Redención.
El misterio de la redención del
mundo está arraigado en el sufrimiento de modo
maravilloso, y éste a su vez encuentra en ese misterio su
supremo y más seguro punto de referencia.
Deseamos vivir este Año de la
Redención unidos especialmente a todos los que sufren. Es
menester pues que a la cruz del Calvario acudan idealmente
todos los creyentes que sufren en Cristo —especialmente
cuantos sufren a causa de su fe en El Crucificado y
Resucitado— para que el ofrecimiento de sus sufrimientos
acelere el cumplimiento de la plegaria del mismo Salvador
por la unidad de todos.(102) Acudan también allí los hombres
de buena voluntad, porque en la cruz está el « Redentor del
hombre », el Varón de dolores, que ha asumido en sí mismo
los sufrimientos físicos y morales de los hombres de todos
los tiempos, para que en el amor puedan encontrar el
sentido salvífico de su dolor y las respuestas válidas a
todas sus preguntas.
Con María, Madre de Cristo,
que estaba junto a la Cruz, (103) nos detenemos ante
todas las cruces del hombre de hoy.
Invoquemos a todos los Santos
que a lo largo de los siglos fueron especialmente
partícipes de los sufrimientos de Cristo. Pidámosles que nos
sostengan.
Y os pedimos a todos los que sufrís,
que nos ayudéis. Precisamente a vosotros, que sois débiles,
pedimos que seáis una fuente de fuerza para la
Iglesia y para la humanidad. En la terrible batalla entre
las fuerzas del bien y del mal, que nos presenta el mundo
contemporáneo, venza vuestro sufrimiento en unión con la
cruz de Cristo.
A todos, queridos hermanos y
hermanas, os envío mi Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro,
en la memoria litúrgica de Nuestra Señora de Lourdes, el día
11 de febrero del año 1984, sexto de mi Pontificado