comunion
interpersonal e imagen de dios
Audiencia General del 14 de noviembre de 1979
1. Siguiendo la narración del libro del Génesis, hemos constatado
que la creación «definitiva» del hombre consiste en la creación de
la unidad de dos seres. Su unidad denota sobre todo la identidad de
la naturaleza humana; en cambio, la dualidad manifiesta lo que, a
base de tal identidad, constituye la masculinidad y la feminidad del
hombre creado. Esta dimensión ontológica de la unidad y de la
dualidad tiene, al mismo tiempo, un significado axiológico. Del
texto del Génesis 2, 23 y de todo el contexto se deduce claramente
que el hombre ha sido creado como un don especial ante Dios («Y vio
Dios ser muy bueno cuanto había hecho»: Gén 1, 31), pero también
como un valor especial para el mismo hombre: primero, porque es
«hombre»; segundo, porque la «mujer» es para el hombre, y viceversa,
el hombre es para la mujer. Mientras el capítulo primero del Génesis
expresa este valor de forma puramente teológica (e indirectamente
metafísica), el capítulo segundo, en cambio, revela, por decirlo
así, el primer círculo de la experiencia vivida por el hombre como
valor. Esta experiencia está ya inscrita en el significado de la
soledad originaria, y luego en todo el relato de la creación del
hombre como varón y mujer. El conciso texto del Gén 2, 23, que
contiene las palabras del primer hombre a la vista de la mujer
creada, «tomada de él», puede ser considerado el prototipo bíblico
del Cantar de los Cantares. Y si es posible leer impresiones y
emociones a través de palabras tan remotas, podríamos aventurarnos
también a decir que la profundidad y la fuerza de esta primera y
«originaria» emoción del hombre-varón ante la humanidad de la mujer,
y al mismo tiempo ante la feminidad del otro ser humano, parece algo
único e irrepetible.
2. De este modo, el significado de la unidad originaria del hombre,
a través de la masculinidad y feminidad, se expresa como superación
del límite de la soledad, y al mismo tiempo como afirmación
-respecto a los dos seres humanos- de todo lo que en la soledad es
constitutivo del «hombre». En el relato bíblico, la soledad es
camino que lleva a esa unidad, que siguiendo al Vaticano II, podemos
definir Communio personarum (1). Como ya hemos constatado
anteriormente, el hombre en su soledad originaria, adquiere una
conciencia personal en el proceso de «distinción» de todos los seres
vivientes (animalia) y al mismo tiempo, en esta soledad se abre
hacia un ser afín a él y que el Génesis (2, 18 y 20) define como
«ayuda semejante a él». Esta apertura decide del hombre-persona no
menos, al contrario, acaso más aún, que la misma «distinción». La
soledad del hombre, en el relato yahvista, se nos presenta no sólo
como el primer descubrimiento de la trascendencia característica
propia de la persona, sino también como descubrimiento de una
relación adecuada «a la» persona; y por lo tanto como apertura y
espera de una «comunión de personas».
Aquí se podría emplear incluso el término «comunidad», si no fuese
genérico y no tuviese tantos significados. «Comunión» dice más y con
mayor precisión, porque indica precisamente esa «ayuda» que, en
cierto sentido, se deriva del hecho mismo de existir como persona
«junto» a una persona. En el relato bíblico este hecho se convierte
eo ipso -de por sí- en la existencia de la persona «para» la
persona, dado que el hombre en su soledad originaria, en cierto
modo, estaba ya en esta relación.
Esto se confirma, en sentido negativo, precisamente por su soledad.
Además, la comunión de las personas podía formarse sólo a base de
una «doble soledad» del hombre y de la mujer, o sea, como encuentro
en su «distinción» del mundo de los seres vivientes (animalia), que
daba a ambos la posibilidad de ser y existir en una reciprocidad
particular. El concepto de «ayuda» expresa también esta reciprocidad
en la existencia, que ningún otro ser viviente habría podido
asegurar. Para esta reciprocidad era indispensable todo lo que de
constitutivo fundaba la soledad de cada uno de ellos, y por tanto
también la autoconciencia y la autodeterminación, o sea, la
subjetividad y el conocimiento del significado propio del cuerpo.
3. El relato de la creación del hombre, en el capítulo primero,
afirma desde el principio y directamente que el hombre ha sido
creado a imagen de Dios en cuanto varón y mujer. El relato del
capítulo segundo, en cambio, no habla de la «imagen de Dios»; pero
revela, a su manera característica, que la creación completa y
definitiva del «hombre» (sometido primeramente a la experiencia de
la soledad originaria) se expresa en el dar vida a esa «communio
personarum» que forman el hombre y la mujer. De este modo, el relato
yahvista concuerda con el contenido del primer relato. Si, por el
contrario, queremos sacar también del relato del texto yahvista el
concepto de «imagen de Dios», entonces podemos deducir que el hombre
se ha convertido en «imagen y semejanza» de Dios no sólo a través de
la propia humanidad, sino también a través de la comunión de las
personas, que el hombre y la mujer forman desde el comienzo. La
función de la imagen es la de reflejar a quien es el modelo,
reproducir el prototipo propio. El hombre se convierte en imagen de
Dios no tanto en el momento de la soledad, cuanto en el momento de
la comunión. Efectivamente, él es «desde el principio» no sólo
imagen en la que se refleja la soledad de una Persona que rige al
mundo, sino también y esencialmente, imagen de una inescrutable
comunión divina de Personas.
De este modo el segundo relato podría también preparar a comprender
el concepto trinitario de la «imagen de Dios», aun cuando ésta
aparece sólo en el primer relato. Obviamente esto no carece de
significado incluso para la teología del cuerpo, más aún, quizá
constituye incluso el aspecto teológico más profundo de todo lo que
se puede decir acerca del hombre. En el misterio de la creación -en
base a la originaria y constitutiva «soledad» de su ser- el hombre
ha sido dotado de una profunda unidad entre lo que él es masculino
humanamente y mediante el cuerpo, y lo que de la misma manera es en
él femenino humanamente y mediante el cuerpo. Sobre todo esto, desde
el comienzo, descendió la bendición de la fecundidad, unida con la
procreación humana (cf. Gén 1, 28).
4. De este modo, nos encontramos casi en el meollo mismo de la
realidad antropológica que se llama «cuerpo». Las palabras del
Génesis 2, 23 hablan de él directamente y por vez primera en los
términos siguientes: «carne de mi carne y hueso de mis huesos». El
hombre-varón pronuncia estas palabras, como si sólo a la vista de la
mujer pudiese identificar y llamar por su nombre a lo que en el
mundo visible los hace semejantes el uno al otro, y a la vez aquello
en que se manifiesta la humanidad. A la luz del análisis precedente
de todos los «cuerpos», con los que se ha puesto en contacto el
hombre y a los que ha definido conceptualmente poniéndoles nombre
(«animalia»), la expresión «carne de mi carne» adquiere precisamente
este significado: el cuerpo revela al hombre. Esta fórmula concisa
contiene ya todo lo que sobre la estructura del cuerpo como
organismo, sobre su vitalidad, sobre su particular fisiología
sexual, etc., podrá decir acaso la ciencia humana. En esta expresión
primera del hombre-varón «carne de mi carne» se encierra también una
referencia a aquello por lo que el cuerpo es auténticamente humano,
y por lo tanto a lo que determina al hombre como persona, es decir,
como ser que incluso en toda su corporeidad es «semejante» a Dios
(2).
5. Nos encontramos, pues, casi en el meollo mismo de la realidad
antropológica, cuyo nombre es «cuerpo», cuerpo humano. Sin embargo,
como es fácil observar, este meollo no es sólo antropológico, sino
también esencialmente teológico. La teología del cuerpo, que desde
el principio está unida a la creación del hombre a imagen de Dios,
se convierte, en cierto modo, también en teología del sexo, o mejor,
teología de la masculinidad y de la feminidad, que aquí, en el libro
del Génesis, tiene su punto de partida. El significado originario de
la unidad, testimoniada por las palabras del Génesis 2, 24, tendrá
amplia y lejana perspectiva en la revelación de Dios. Esta unidad a
través del cuerpo («y los dos serán una sola carne») tiene una
ética, como se confirma en la respuesta de Cristo a los fariseos en
Mt 19 (Mc 10), y también una dimensión sacramental, estrictamente
teológica, como se comprueba por las palabras de San Pablo a los
Efesios (3), que hacen referencia además a la tradición de los
Profetas (Oseas, Isaías, Ezequiel).
Y es así, porque esa unidad que se realiza a través del cuerpo
indica, desde el principio, no sólo el «cuerpo», sino también la
comunión «encarnada» de las personas -communio personarum- y exige
esta comunión desde el principio. La masculinidad y la feminidad
expresan el doble aspecto de la constitución somática del hombre
(«esto sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos»), e
indican, además, a través de las mismas palabras del Génesis 2, 23,
la nueva conciencia del sentido del propio cuerpo: sentido, que se
puede decir consiste en un enriquecimiento recíproco. Precisamente
esta conciencia, a través de la cual la humanidad se forma de nuevo
como comunión de personas, parece constituir el estrato que en el
relato de la creación del hombre (y en la revelación del cuerpo
contenida en él) es más profundo que la misma estructura somática
como varón y mujer. En todo caso, esta estructura se presenta desde
el principio con una conciencia profunda de la corporeidad y
sexualidad humana, y esto establece una norma inalienable para la
comprensión del hombre en el plano teológico.
Notas
(1) «Pero Dios no creó al hombre dejándolo solo; desde el principio
‘varón y mujer los creó’» (Gén 1, 27) y su unión constituye la
primera forma de comunión de personas (Gaudium et spes, 12).
(2) En la concepción de los libros bíblicos más antiguos no aparece
la contraposición dualista «alma-cuerpo». Como ya se ha subrayado
(cf. nota 11), se puede hablar más bien de una combinación
complementaria «cuerpo-vida». El cuerpo es «expresión de la
personalidad del hombre, y si no agota plenamente este concepto, es
necesario entenderlo en el lenguaje bíblico como «pars pro toto»;
cf. por ejemplo: «no es la carne ni la sangre quien esto te ha
revelado, sino mi Padre...» (Mt 16, 17), es decir: no te lo ha
revelado el hombre.
(3) «Nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la
abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo.
Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su
mujer, y serán dos en una sola carne. Gran misterio éste, pero
entendido de Cristo y de la Iglesia» (Ef. 5, 29-32).
Este será el tema de nuestras reflexiones en la parte titulada «El
Sacramento».
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de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.
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