continencia
evangélica y fecundidad en el espíritu Santo
Audiencia General 24 de
marzo de 1982
1. Continuamos nuestras
reflexiones sobre el celibato y la virginidad «por el reino de los
cielos».
La continencia por el reino de los cielos se relaciona ciertamente
con la revelación del hecho de que en el reino de los cielos «no se
toma ni mujer ni marido» (Mt 22, 30). Se trata de un signo
carismático. El ser humano viviente, varón y mujer, que en la
situación terrena, donde de ordinario «tomas mujer y marido» (Lc 20,
34), elige con libre voluntad la continencia «por el reino de los
cielos», indica que en ese reino, que es el «otro mundo» de la
resurrección, «no tomarán mujer ni marido» (Mc 12, 25), porque Dios
será «todo en todos» (1Cor 15, 28). Este ser humano, varón y mujer,
manifiesta, pues, la «virginidad» escatológica del hombre resucitado,
en el que se revelará, diría, el absoluto y eterno significado
esponsalicio del cuerpo glorificado en la unión con Dios mismo,
mediante una perfecta intersubjetividad, que unirá a todos los «partícipes
del otro mundo», hombres y mujeres, en el misterio de la comunión de
los santos. La continencia terrena «por el reino de los cielos» es,
sin duda, un signo que indica esta verdad y esta realidad. Es signo
de que el cuerpo, cuyo fin no es la muerte, tiende a la
glorificación y, por esto mismo, es ya, diría, entre los hombres un
testimonio que anticipa la resurrección futura. Sin embargo, este
signo carismático del «otro mundo» expresa la fuerza y la dinámica
más auténtica del misterio de la «redención del cuerpo»: un misterio
que ha sido grabado por Cristo en la historia terrena del hombre y
arraigado por El profundamente en esta historia. Así, pues, la
continencia «por el reino de los cielos» lleva sobre todo la
impronta de la semejanza con Cristo, que, en la obra de la redención,
hizo El mismo esta opción «por el reino de los cielos».
2. Más aún, toda la vida de Cristo, desde el comienzo, fue una
discreta, pero clara separación de lo que en el Antiguo Testamento
determinó tan profundamente el significado del cuerpo. Cristo -casi
contra las expectativas de toda la tradición veterotestamentaria-
nació de María, que en el momento de la Anunciación dice claramente
de Sí misma: «¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?» (Lc
1, 34), esto es, profesa su virginidad. Y aunque El nazca de Ella
como cada hombre, como un hijo de su madre, aunque esta venida suya
al mundo esté acompañada también por la presencia de un hombre que
es esposo de María y, ante la ley y los hombres, su marido, sin
embargo, la maternidad de María es virginal: y a esta maternidad
virginal de María corresponde el misterio virginal de José, que,
siguiendo la voz de lo alto, no duda en «recibir a María..., pues lo
concebido en Ella es obra del Espíritu Santo» (Mt 1, 20). Por lo
tanto, aunque la concepción virginal y el nacimiento en el mundo de
Jesucristo estuviesen ocultos a los hombres, aunque ante los ojos de
sus coterráneos de Nazaret El fuese considerado «hijo del carpintero»
(Mt 13, 55) (ut putabatur filius Joseph: Lc 3, 23), sin embargo, la
misma realidad y verdad esencial de su concepción y del nacimiento
se aparta en sí misma de lo que en la tradición del Antiguo
Testamento estuvo exclusivamente en favor del matrimonio, y que
juzgaba a la continencia incomprensible y socialmente desfavorecida.
Por esto, ¿cómo podía comprenderse «la continencia por el reino de
los cielos», si el Mesías mismo debía ser «descendiente de David»,
esto es, como se pensaba, debía ser hijo de la estirpe real «según
la carne»? Sólo María y José, que vivieron el misterio de su
concepción y de su nacimiento, se convirtieron en los primeros
testigos de una fecundidad diversa de la carnal, esto es, de la
fecundidad del Espíritu: «Lo concebido en Ella es obra del Espíritu
Santo» (Mt 1, 20).
3. La historia del nacimiento de Jesús ciertamente está en línea con
la revelación de esa «continencia por el reino de los cielos», de la
que hablará Cristo, un día, a sus discípulos. Pero este
acontecimiento permanece oculto a los hombre de entonces, e incluso
a los discípulos. Solo se desvelará gradualmente ante los ojos de la
Iglesia, basándose en los testimonios y en los textos de los
Evangelios de Mateo y Lucas. El matrimonio de María con José (en el
que la Iglesia honra a José como esposo de María y a María como de
él), encierra en sí, al mismo tiempo, el misterio de la perfecta
comunión de las personas, del hombre y de la mujer en el pacto
conyugal, y a la vez el misterio de esa singular «continencia por el
reino de los cielos»: continencia que servía, en la historia de la
salvación, a la perfecta «fecundidad del Espíritu Santo». Más aún,
en cierto sentido, era la absoluta plenitud de esa fecundidad
espiritual, ya que precisamente en las condiciones nazarenas del
pacto de María y José en el matrimonio y en la continencia «en el
cuerpo»: precisamente la continencia «por el reino de los cielos».
4. Esta imagen debía desvelarse gradualmente ante la conciencia de
la Iglesia en las generaciones siempre nuevas de los confesores de
Cristo, cuando -justamente con el Evangelio de la infancia- se
consolidaba en ellos la certeza acerca de la maternidad divina de la
Virgen, la cual había concebido por obra del Espíritu Santo. Aunque
de modo sólo indirecto -sin embargo, de modo esencial y fundamental-
esta certeza debía ayudar a comprender, por una parte, la santidad
del matrimonio y, por otra, el desinterés con miras al «reino de los
cielos», del que Cristo había hablado a sus discípulos. No obstante,
cuando El le habló por primera vez (como atestigua el Evangelista
Mateo en el capítulo 19, 10-12), ese gran misterio de su concepción
y de su nacimiento, le era complentamente desconocido, les estaba
oculto, lo mismo que lo estaba a todos los oyentes e interlocutores
de Jesús de Nazaret. Cuando Cristo hablaba de los que «se han hecho
eunucos a sí mismos por amor del reino de los cielos» (Mt 19, 12),
los discípulos sólo eran capaces de entenderlo, basándose en su
ejemplo personal. Una continencia así debió grabarse en su
conciencia como un rasgo particular de semejanza con Cristo, que
permaneció El mismo célibe «por el reino de los cielos». El
apartarse de la tradición de la Antigua Alianza, donde el matrimonio
y la fecundidad procreadora «en el cuerpo» habían sido una condición
religiosamente privilegiada, debía realizarse, sobre todo, basándose
en el ejemplo de Cristo mismo. Solo, poco a poco, pudo arraigarse la
conciencia de que por «el reino de los cielos» tiene un significado
particular: esa fecundidad espiritual y sobrenatural del hombre, que
proviene del Espíritu Santo (Espíritu de Dios), y a la cual, en
sentido específico y en casos determinados, sirve precisamente la
continencia, y ésta es, en concreto, la continencia «por el reino de
los cielos».
Más o menos, todos estos elementos de la conciencia evangélica (esto
es, conciencia propia de la Nueva Alianza en Cristo) referentes a la
continencia, los encontramos en Pablo. Trataremos de demostrarlo
oportunamente.
Resumiendo, podemos decir que el tema principal de la reflexión de
hoy ha sido la relación entre la continencia «por el reino de los
cielos», proclamada por Cristo, y la fecundidad sobrenatural del
Espíritu Santo.
Esta página es obra
de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.
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