espiritualización y divinización del hombre en la resurrección de
los cuerpos
Audiencia General 9 de
diciembre de 1981
1. «En la resurrección...
ni se casarán ni se darán en casamiento, sino que serán como ángeles
en el cielo» (Mt 22, 30, análogamente Mc 12, 25). «Son semejantes a
los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección» (Lc
20, 36).
Tratemos de comprender estas palabras de Cristo referentes a la
resurrección futura, para sacar de ellas una conclusión sobre la
espiritualización del hombre, diferente de la vida terrena. Se
podría hablar aquí incluso de un sistema perfecto de fuerzas en las
relaciones recíprocas entre lo que en el hombre es espiritual y lo
que es corpóreo. El hombre «histórico», como consecuencia del pecado
original, experimenta una imperfección múltiple de este sistema de
fuerzas, que se manifiesta en las bien conocidas palabras de San
Pablo: «Siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi
mente» (Rom 7, 23).
El hombre «escatológico» estará libre de esa «oposición». En la
resurrección el cuerpo volverá a la perfecta unidad y armonía con el
espíritu: el hombre no experimentará más la oposición entre lo que
en él es espiritual y lo que es corpóreo. La «espiritualización»
significa no sólo que el espíritu dominará al cuerpo, sino, diría,
que impregnará plenamente al cuerpo, y que las fuerzas del espíritu
impregnarán las energías del cuerpo.
2. En la vida terrena, el dominio del espíritu sobre el cuerpo -y la
simultánea subordinación del cuerpo al espíritu-, como fruto de un
trabajo perseverante sobre sí mismo, puede expresar una personalidad
espiritualmente madura; sin embargo, el hecho de que las energías
del espíritu logren dominar las fuerzas del cuerpo, no quita la
posibilidad misma de su recíproca oposición. La «espiritualización»,
a la que aluden los Evangelios sinópticos (Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc
20, 34-35) en los textos aquí analizados, está ya fuera de esta
posibilidad. Se trata, pues, de una espiritualización perfecta, en
la que queda completamente eliminada la posibilidad de que «otra ley
luche contra la ley de la... mente» (cf. Rom 7, 23). Este estado que
-como es claro- se diferencia esencialmente (y no sólo en grado) de
lo que experimentamos en la vida terrena, no significa, sin embargo,
«desencarnación» alguna del cuerpo ni, consiguientemente, una «deshumanización»
del hombre. Más aún, significa, por el contrario, su «realización»
perfecta. Efectivamente, en el ser compuesto, sicosomático, que es
el hombre, la perfección no puede consistir en una oposición
recíproca del espíritu y del cuerpo, sino en una profunda armonía
entre ellos, salvaguardando el primado del espíritu. En el «otro
mundo», este primado se realizará y manifestará en una espontaneidad
perfecta, carente de oposición alguna por parte del cuerpo. Sin
embargo, esto no hay que entenderlo como una «victoria» definitiva
del espíritu sobre el cuerpo. La resurrección consistirá en la
perfecta participación por parte de todo lo corpóreo del hombre en
lo que en él es espiritual. Al mismo tiempo consistirá en la
realización perfecta de lo que en el hombre es personal.
3. Las palabras de los sinópticos atestiguan que el estado del
hombre en el «otro mundo» será no sólo un estado de perfecta
espiritualización, sino también de fundamental «divinización» de su
humanidad. Los «hijos de la resurrección» -como leemos en Lucas 20,
36- no sólo «son semejantes a los ángeles», sino que también «son
hijos de Dios». De aquí se puede sacar la conclusión de que el grado
de la espiritualización, propia del hombre «escatológico», tendrá su
fuente en el grado de su «divinización», incomparablemente superior
a la que se puede conseguir en la vida terrena. Es necesario añadir
que aquí se trata no sólo de un grado diverso, sino en cierto
sentido de otro género de «divinización». La participación en la
naturaleza divina, la participación en la vida íntima de Dios mismo,
penetración e impregnación de lo que es esencialmente humano por
parte de lo que es esencialmente divino, alcanzará entonces su
vértice, por lo cual la vida del espíritu humano llegará a una
plenitud tal, que antes le era absolutamente inaccesible. Esta nueva
espiritualización será, pues, fruto de la gracia, esto es, de la
comunicación de Dios, en su misma divinidad, no sólo al alma, sino a
toda la subjetividad psicosomática del hombre. Hablamos aquí de la «subjetividad»
(y no sólo de la «naturaleza»), porque esa divinización se entiende
no sólo como un «estado interior» del hombre (esto es, del sujeto),
capaz de ver a Dios «cara a cara», sino también como una nueva
formación de toda la subjetividad personal del hombre a medida de la
unión con Dios en su misterio trinitario y de la intimidad con El en
perfecta comunión de las personas. Esta intimidad -con toda su
intensidad subjetiva- no absorberá la subjetividad personal del
hombre, sino, al contrario, la hará resaltar en medida
incomparablemente mayor y más plena.
4. La «divinización» en el «otro mundo», indicada por las palabras
de Cristo, aportará al espíritu humano una tal «gama de experiencias»
de la verdad y del amor, que el hombre nunca habría podido alcanzar
en la vida terrena. Cuando Cristo habla de la resurrección,
demuestra al mismo tiempo que en esta experiencia escatológica de la
verdad y del amor, unida a la visión de Dios «cara a cara»,
participará también, a su modo; el cuerpo humano. Cuando Cristo dice
que los que participen en la resurrección futura «ni se casarán ni
serán dadas en matrimonio» (Mc 12, 25), sus palabras -como ya hemos
observado antes- afirman no sólo el final de la historia terrena,
vinculada al matrimonio y a la procreación, sino también parecen
descubrir el nuevo significado del cuerpo. En este caso ¿es quizá
posible pensar -a nivel de escatología bíblica- en el descubrimiento
del significado «esponsalicio» del cuerpo, sobre todo como
significado «virginal» de ser, en cuanto al cuerpo, varón y mujer?
Para responder a esta pregunta, que surge, de las palabras referidas
por los sinópticos, conviene penetrar más a fondo en la esencia
misma de lo que será la visión beatífica del Ser Divino, visión de
Dios «cara a cara» en la vida futura. Es preciso también dejarse
guiar por esa «gama de experiencias» de la verdad y del amor, que
sobrepasa los límites de las posibilidades cognoscitivas y
espirituales del hombre en la temporalidad, y de la que será
participe en el «otro mundo».
5. Esta «experiencia escatológica» del Dios viviente concentrará en
sí no sólo todas las energías espirituales del hombre, sino que, al
mismo tiempo, le descubrirá, de modo vivo y experimental, la «comunicación»
de Dios a toda la creación y, en particular, al hombre; lo cual es
el «don» más personal de Dios, en su misma divinidad, al hombre: a
ese ser, que desde el principio lleva en sí la imagen y semejanza de
El. Así, pues, en el «otro mundo» el objeto de la «visión» será ese
misterio escondido desde la eternidad en el Padre, misterio que en
el tiempo ha sido revelado en Cristo, para realizarse incesantemente
por obra del Espíritu Santo; ese misterio se convertirá, si nos
podemos expresar así, en el contenido de la experiencia escatológica
y en la «forma de toda la existencia humana en las dimensiones del «otro
mundo». La vida eterna hay que entenderla en sentido escatológico,
esto es, como plena y perfecta experiencia de esa gracia (= charis)
de Dios, de la que el hombre se hace partícipe mediante la fe,
durante la vida terrena, y que, en cambio, no sólo deberá revelarse
a los que participarán del «otro mundo» en toda su penetrante
profundidad, sino ser también experimentada en su realidad
beatificante.
Suspendemos aquí nuestra reflexión centrada en las palabras de
Cristo, relativas a la futura resurrección de los cuerpos. En esta «espiritualización»
y «divinización», de las que el hombre participará en la
resurrección, descubrimos -en una dimensión escatológica- las mismas
características que calificaban el significado «esponsalicio» del
cuerpo; las descubrimos en el encuentro con el misterio del Dios
viviente, que se revela mediante la visión de El «cara a cara».
Esta página es obra
de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.
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