la teología del
cuerpo
Audiencia General 11 de
noviembre de 1981
1. Reanudamos hoy, las
meditaciones que veníamos haciendo desde hace tiempo sobre la
teología del cuerpo.
Al continuar, conviene ahora que volvamos de nuevo a las palabras
del Evangelio, en las que Cristo hace referencia a la resurrección:
palabras que tienen una importancia fundamental para entender el
matrimonio en el sentido cristiano y también «la renuncia» a la vida
conyugal «por el reino de los cielos».
La compleja casuística del Antiguo Testamento en el campo
matrimonial no sólo impulsó a los fariseos a ir a Cristo para
plantearle el problema de la indisolubilidad del matrimonio (cf. Mt
19, 3-9, Mc 10, 2-12), sino también a los saduceos en otra ocasión
para preguntarle por la ley del llamado levirato (1). Los sinópticos
relatan concordemente esta conversación (cf. Mt 22, 24-30; Mc 12,
18-27; Lc 20, 27-40). Aunque las tres redacciones sean casi
idénticas, sin embargo, se notan entre ellas algunas diferencias
leves, pero, al mismo tiempo, significativas. Puesto que la
conversación está en tres versiones, la de Mateo, Marcos y Lucas, se
requiere un análisis más profundo, en cuanto que la conversación
comprende contenidos que tienen un significado esencial para la
teología del cuerpo.
Junto a los otros dos importantes coloquios, esto es: aquel en el
que Cristo hace referencia al «principio» (cf. Mt 19, 3-9, Mc 10,
2-12) y el otro en el que apela a la intimidad del hombre (al «corazón»),
señalando al deseo y a la concupiscencia de la carne como fuente del
pecado (cf. Mt 5, 27-32), el coloquio que ahora nos proponemos
someter a análisis, constituye, diría, el tercer miembro del
tríptico de las enunciaciones de Cristo mismo: tríptico de palabras
esenciales y constitutivas para la teología del cuerpo. En este
coloquio Jesús alude a la resurrección, descubriendo así una
dimensión completamente nueva del misterio del hombre.
2. La revelación de esta dimensión del cuerpo, estupenda en su
contenido -y vinculada también con el Evangelio releído en su
conjunto y hasta el fondo-, emerge en el coloquio con los saduceos,
«que niegan la resurrección» (Mt 22, 23); vinieron a Cristo para
exponerle un tema que -a su juicio- convalida el carácter razonable
de su posición. Este tema debía contradecir «las hipótesis de la
resurrección» (2). El razonamiento de los saduceos es el siguiente:
«Maestro, Moisés nos ha prescrito que, si el hermano de uno viniere
a morir y dejare la mujer sin hijos, tome el hermano esa mujer y de
sucesión a su hermano» (Mc 12, 19). Los saduceos se refieren a la
llamada ley del levirato (cf. Dt 25, 5-10), y basándose en la
prescripción de esa antigua ley, presentan el siguiente «caso»: «Eran
siete hermanos. El primero tomó mujer, pero al morir no dejó
descendencia. La tomó el segundo, y murió sin dejar sucesión, e
igual el tercero, y de los siete ninguno dejó sucesión. Después de
todos murió la mujer. Cuando en la resurrección resuciten, ¿de quién
será la mujer? Porque los siete la tuvieron por mujer» (Mc 12,
20-23) (3).
3. La respuesta de Cristo es una de las respuestas-clave del
Evangelio, en la que se revela -precisamente a partir de los
razonamientos puramente humanos y en contraste con ellos- otra
dimensión de la cuestión, es decir, la que corresponde a la
sabiduría y a la potencia de Dios mismo. Análogamente, por ejemplo,
se había presentado el caso de la moneda del tributo con la imagen
de César, y de la relación correcta entre lo que en el ámbito de la
potestad es divino y lo que es humano («de César») (cf. Mt 22,
15-22). Esta vez Jesús responde así: «¿No está bien claro que erráis
y que desconocéis las Escrituras y el poder de Dios? Cuando en la
resurrección resuciten de entre los muertos, ni se casarán ni serán
dadas en matrimonio, sino que serán como ángeles en los cielos» (Mc
12, 24-25). Esta es la respuesta basilar del «caso», es decir, del
problema que en ella se encierra. Cristo, conociendo las
concepciones de los saduceos, e intuyendo sus auténticas intenciones,
toma de nuevo inmediatamente el problema de la posibilidad de la
resurrección, negada por los saduceos mismos: «Por lo que toca a la
resurrección de los muertos, ¿no habéis leído en el libro de Moisés,
en lo de la zarza, cómo habló Dios diciendo: Yo soy el Dios de
Abraham, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob? No es Dios de
muertos, sino de vivos» (Mc 12, 26-27). Como se ve, Cristo cita al
mismo Moisés al cual han hecho referencia los saduceos, y termina
afirmando: «Muy errados andáis» (Mc 12, 27).
4. Cristo repite por segunda vez esta afirmación conclusiva.
Efectivamente, la primera vez la pronunció al comienzo de su
exposición. Entonces dijo: .«Estáis en un error y ni conocéis las
Escrituras ni el poder de Dios», así leemos en Mateo (22,29). Y en
Marcos: «¿No está bien claro que erráis y que desconocéis las
Escrituras y el poder de Dios?» (Mc. 12 24). En cambio, la misma
respuesta de Cristo, en la versión de Lucas (20, 27-36), carece de
acento polémico, de ese «estáis en gran error». Por otra parte, él
proclama lo mismo en cuanto que introduce en la respuesta algunos
elementos que no se hallan ni en Mateo ni en Marcos. He aquí el
texto: «Díjoles Jesús: Los hijos de este siglo toman mujeres y
maridos. Pero los juzgados dignos de tener parte en aquel siglo y en
la resurrección de los muertos, ni tomarán mujeres ni maridos,
porque ya no pueden morir y son semejantes a los ángeles e hijos de
Dios, siendo hijos de la resurrección» (Lc 20, 34-36). Por lo que
respecta a la posibilidad misma de la resurrección, Lucas -como los
otros dos sinópticos- hace referencia a Moisés, o sea, al pasaje del
libro del Exodo 3, 2-6, en el que efectivamente, se narra que el
gran legislador de la Antigua Alianza había oído desde la zarza que
«ardía y no se consumía», las siguientes palabras: «Yo soy el Dios
de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de
Jacob» (Ex 3, 6). En el mismo lugar, cuando Moisés preguntó el
nombre de Dios, había escuchado la respuesta: «Yo soy el que soy»
(Ex 3, 14).
Así, pues, al hablar de la futura resurrección de los cuerpos,
Cristo hace referencia al poder mismo de Dios viviente.
Consideraremos de modo más detallado este tema.
Notas
(1) Esta ley, contenida en el Deuteronomio 25, 7-10, se refiere a
los hermanos que habitan bajo el mismo techo. Si uno de ellos moría
sin dejar hijos, el hermano del difunto debía tomar por mujer a la
viuda del hermano muerto. El niño nacido de este matrimonio era
reconocido hijo del difunto, a fin de que no se extinguiese su
estirpe y se conservase en la familia la heredad (cf. 3, 9-4, 12).
(2) En el tiempo de Cristo los saduceos formaban, en el ámbito del
judaísmo, una secta ligada al círculo de la aristocracia sacerdotal.
Contraponían a la tradición oral y a la teología elaboradas por los
fariseos, la interpretación literal del Pentateuco, al que
consideraban fuente principal de la religión yahvista. Dado que en
los libros bíblicos más antiguos no se hacía mención de la vida de
ultratumba, los saduceos rechazaban la escatología proclamada por
los fariseos, afirmando que «las almas mueren juntamente con el
cuerpo» (cf. Joseph., Antiquitates Judaicae, XVII 1 4. 16).
Sin embargo, no conocemos directamente las concepciones de los
saduceos ya que todos sus escritos se perdieron después de la
destrucción de Jerusalén en el año 70, cuando desapareció la misma
secta. Son escasas las informaciones referentes a los saduceos las
tomamos de los escritos de sus adversarios ideológicos.
(3) Los saduceos, al dirigirse a Jesus para un «caso» puramente
teórico, atacan, al mismo tiempo, la primitiva concepción de los
fariseos sobre la vida después de la resurrección de los cuerpos;
efectivamente, insinúan que la fe en la resurrección de los cuerpos
lleva a admitir la poliandria, que está en contraste con la ley de
Dios.
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de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.
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