el primer hombre,
imagen de dios
Audiencia General del 24 de octubre de 1979
1. En la reflexión precedente
comenzamos a analizar el significado de la soledad originaria del
hombre. El punto de partida nos lo da el texto yahvista y en
particular las palabras siguientes: «No es bueno que el hombre esté
solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gén 2, 18). El
análisis de los relativos pasajes del libro del Génesis (cap. 2) nos
ha llevado a conclusiones sorprendentes que miran a la antropología,
esto es, a la ciencia fundamental acerca del hombre, encerrada en
este libro. Efectivamente, en frases relativamente escasas, el texto
antiguo bosqueja al hombre como persona con la subjetividad que la
caracteriza.
Cuando Dios-Yahvé da a este primer hombre, así formado, el dominio
en relación con todos los árboles que crecen en el «jardín en Edén»,
sobre todo en relación con el de la ciencia del bien y del mal, a
los rasgos del hombre, antes descritos, se añade el momento de la
opción o de la autodeterminación, es decir, de la libre voluntad. De
este modo, la imagen del hombre, como persona dotada de una
subjetividad propia, aparece ante nosotros como acabada en su primer
esbozo.
En el concepto de soledad originaria se incluye tanto la
autoconciencia, como la autodeterminación. El hecho de que el hombre
esté «solo» encierra en sí esta estructura ontológica y, al mismo
tiempo, es un índice de auténtica comprensión. Sin esto, no podemos
entender correctamente las palabras que siguen y que constituyen el
preludio a la creación de la primera mujer: «Voy a hacerle una
ayuda». Pero, sobre todo, sin el significado tan profundo de la
soledad originaria del hombre, no puede entenderse e interpretarse
correctamente toda la situación del hombre creado a «imagen de
Dios», que es la situación de la primera, mejor aún, de la primitiva
Alianza con Dios.
2. Este hombre, de quien dice el relato del capítulo primero que fue
creado «a imagen de Dios», se manifiesta en el segundo relato como
sujeto de la Alianza, esto es, sujeto, constituido como persona,
constituido a medida de «partner del Absoluto», en cuanto debe
discernir y elegir conscientemente entre el bien y el mal, entre la
vida y la muerte. Las palabras del primer mandamiento de Dios-Yahvé
(Gén 2, 16-17) que hablan directamente de la sumisión y dependencia
del hombre-creatura de su Creador, revelan precisamente de modo
indirecto este nivel de humanidad como sujeto de la Alianza y
«partner del Absoluto». El hombre está solo; esto quiere decir que
él, a través de la propia humanidad, a través de lo que él es, queda
constituido al mismo tiempo en una relación única, exclusiva e
irrepetible con Dios mismo. La definición antropológica contenida en
el texto yahvista se acerca por su parte a lo que expresa la
definición teológica del hombre, que encontramos en el primer relato
de la creación («Hagamos al hombre a nuestra imagen, a nuestra
semejanza»: Gén 1, 26).
3. El hombre, así formado, pertenece al mundo visible, es cuerpo
entre los cuerpos. Al volver a tomar y, en cierto modo, al
reconstruir el significado de la soledad originaria, lo aplicamos al
hombre en su totalidad. El cuerpo, mediante el cual el hombre
participa del mundo creado visible, lo hace al mismo tiempo
consciente de estar «solo». De otro modo no hubiera sido capaz de
llegar a esa convicción, a la que, en efecto, como leemos (cf. Gén
2, 20), ha llegado, si su cuerpo no le hubiera ayudado a
comprenderlo, haciendo la cosa evidente. La conciencia de la soledad
habría podido romperse a causa del mismo cuerpo. El hombre ‘adam,
habría podido llegar a la conclusión de ser sustancialmente
semejante a los otros seres vivientes (animalia), basándose en la
experiencia del propio cuerpo. Y, en cambio, como leemos, no llegó a
esta conclusión, más bien llegó a la persuasión de estar «solo». El
texto yahvista nunca habla directamente del cuerpo; incluso cuando
dice «Formó Yahvé Dios al hombre del polvo de la tierra», habla del
hombre y no del cuerpo. Esto no obstante, el relato tomado en su
conjunto nos ofrece bases suficientes para percibir a este hombre,
creado en el mundo visible, precisamente como cuerpo entre los
cuerpos.
El análisis del texto yahvista nos permite, además, vincular la
soledad originaria del hombre con el conocimiento del cuerpo, a
través del cual el hombre se distingue de todos los animalia y «se
separa» de ellos, y también a través del cual él es persona. Se
puede afirmar con certeza que el hombre así formado tiene
simultáneamente el conocimiento y la conciencia del sentido del
propio cuerpo. Y esto sobre la base de la experiencia de la soledad
originaria.
4. Todo esto puede considerarse como implicación del segundo relato
de la creación del hombre, y el análisis nos permite un amplio
desarrollo.
Cuando al comienzo del texto yahvista, antes aún que se hable de la
creación del hombre «del polvo de la tierra», leemos que «no había
todavía hombre que labrase la tierra ni rueda que subiese el agua
con qué regarla» (Gén 2, 5-6), asociamos justamente este pasaje al
del primer relato, en el que se expresa el mandamiento divino;
«Henchid la tierra: sometedla y dominad» (Gén 1, 28). El segundo
relato alude de manera explícita al trabajo que el hombre desarrolla
para cultivar la tierra. El primer medio fundamental para dominar la
tierra se encuentra en el hombre mismo. El hombre puede dominar la
tierra porque sólo él -y ningún otro de los seres vivientes- es
capaz de «cultivarla» y transformarla según sus propias necesidades
(«hacía subir de la tierra el agua por lo canales para regarla»). Y
he aquí, este primer esbozo de una actividad específicamente humana
parece formar parte de la definición del hombre, tal como ella surge
del análisis del texto yahvista. Por consiguiente, se puede afirmar
que este esbozo es intrínseco al significado de la soledad
originaria y pertenece a esa dimensión de soledad, a través de la
cual el hombre, desde el principio, está en el mundo visible como
cuerpo entre los cuerpos y descubre el sentido de la propia
corporalidad.
En la próxima meditación volveremos sobre este tema.
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de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.
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