la doctrina
paulina sobre la pureza
Audiencia General del 18 de marzo de 1981
1. En el capítulo
anterior centramos la atención sobre el pasaje de la primera Carta a
los Corintios, en el que San Pablo llama al cuerpo humano «templo
del Espíritu Santo» Escribe: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es
templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de
Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis? Habéis sido comprados a
precio» (1 Cor 6, 19-20). «¿No sabéis que vuestros cuerpos son
miembros de Cristo?» (1 Cor 6, 15). El Apóstol señala el misterio de
la «redención del cuerpo», realizado por Cristo, como fuente de un
particular deber moral, que compromete a los cristianos a la pureza,
a ésa que el mismo Pablo define en otro lugar como la exigencia de «mantener
el propio cuerpo en santidad y respeto» (1 Tes 4, 4).
2. Sin embargo, no descubriremos hasta el fondo la riqueza del
pensamiento contenido en los textos paulinos, si no tenemos en
cuenta que el misterio de la redención fructifica en el hombre
también de modo carismático. El Espíritu Santo que, según las
palabras del Apóstol, entra en el cuerpo humano como en el propio «templo»,
habita en él y obra con sus dones espirituales. Entre estos dones,
conocidos en la historia de la espiritualidad como los siete dones
del Espíritu Santo (cf. Is 11, 2, según los Setenta y la Vulgata),
el más apropiado a la virtud de la pureza parece ser el don de la «piedad»
(eusebeia, donum pietatis) (1). Si la pureza dispone al hombre a «mantener
el propio cuerpo en santidad y respeto», como leemos en la primera
Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5), la piedad, que es don del
Espíritu Santo; parece servir de modo particular a la pureza,
sensibilizando al sujeto humano para esa dignidad que es propia del
cuerpo humano en virtud del misterio de la creación y de la
redención. Gracias al don de la piedad, las palabras de Pablo: «¿No
sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en
vosotros... y que no os pertenecéis?», adquieren la elocuencia de
una experiencia y se convierten en viva y vivida verdad en las
acciones. Abren también el acceso pleno a la experiencia del
significado esponsalicio del cuerpo y de la libertad del don
vinculada con él, en la cual se descubre el rostro profundo de la
pureza y su conexión orgánica con el amor.
3. Aunque el mandamiento del propio cuerpo «en santidad y respeto»
se forme mediante la abstención de la «impureza» -y este camino es
indispensable-, sin embargo, fructifica siempre en la experiencia
más profunda de ese amor que ha sido grabado desde el «principio»,
según la imagen y semejanza de Dios mismo, en todo el ser humano y,
por lo tanto, también en su cuerpo. Por esto, San Pablo termina su
argumentación de la primera Carta a los Corintios en el capítulo 6
con una significativa exhortación: «Glorificas, pues a Dios en
vuestro cuerpo» (v. 20). La pureza como virtud, o sea, capacidad de
«mantener el propio cuerpo en santidad y respeto», aliada con el don
de la piedad, como fruto de la inhabitación del Espíritu Santo en el
«templo» del cuerpo, realiza en él una plenitud tan grande de
dignidad en las relaciones interpersonales, que Dios mismo es
glorificado en él. La pureza es gloria del cuerpo humano ante Dios.
Es la gloria de Dios en el cuerpo humano, a través del cual se
manifiestan la masculinidad y la feminidad. De la pureza brota esa
belleza singular que penetra cada una de las esferas de la
convivencia recíproca de los hombres y permite expresar en ella la
sencillez y la profundidad, la cordialidad y la autenticidad
irrepetible de la confianza personal. (Quizá tendremos más tarde
ocasión para tratar ampliamente este tema. El vínculo de la pureza
con el amor y también la conexión de la misma pureza en el amor con
el don del Espíritu Santo que es la piedad, constituye una trama
poco conocida por la teología del cuerpo, que, sin embargo, merece
una profundización particular. Esto podrá realizarse en el curso de
los análisis que se refieren a la sacramentalidad del matrimonio).
4. Y ahora una breve referencia al Antiguo Testamento. La doctrina
paulina acerca de la pureza, entendida como «vida según el Espíritu»,
parece indicar una cierta continuidad con relación a los libros «sapianciales»
del Antiguo Testamento. Allí encontramos, por ejemplo, la siguiente
oración para obtener la pureza en los pensamientos, palabras y obras:
«Señor, Padre y Dios de mi vida... No se adueñen de mí los placeres
libidinosos y de la sensualidad y no me entregues al deseo lascivo»
(Sir 23, 4-6). Efectivamente, la pureza es condición para encontrar
la sabiduría y para seguirla, como leemos en el mismo libro: «Hacia
ella (esto es, a la sabiduría) enderecé mi alma y en la pureza la he
encontrado» (Sir 51, 20). Además, se podría también, de algún modo,
tener en consideración el texto del libro de la Sabiduría (8, 21)
conocido por la liturgia en la versión de la Vulgata: «Scivi quoniam
alitar non possum esse continens, nisi Deus det; at hoc ipsum orat
sapientias, scire, cuius esset hoc donum» (2).
Según este concepto, no es tanto la pureza condición de la sabiduría,
cuanto sería la sabiduría condición de la pureza, como de un don
particular de Dios. Parece que ya en los textos sapienciales, antes
citados, se delinea el doble significado de la pureza: como virtud y
como don. La virtud esta al servicio de la sabiduría, y la sabiduría
predispone a acoger el don que proviene de Dios. Este don fortalece
la virtud y permite gozar, en la sabiduría, los frutos de una
conducta y de una vida que sean puras.
5. Como Cristo en su bienaventuranza del sermón de la montaña, la
que se refiere a los «puros de corazón», pone de relieve la «visión
de Dios», fruto de la pureza y en perspectiva escatológica, así
Pablo, a su vez, pone de relieve su irradiación en las dimensiones
de la temporalidad, cuando escribe: «Todo es limpio para los limpios,
mas para los impuros y para los infieles nada hay puro, porque su
mente y su conciencia están contaminadas. Alardean de conocer a Dios,
pero con las obras le niegan...» (Tit 1, 15 ss.). Estas palabras
pueden referirse también a la pureza, en sentido general y
específico, como a la nota característica de todo bien moral. Para
la concepción paulina de la pureza, en el sentido del que hablan la
primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5) y la primera Carta a los
Corintios (6, 13-20), esto es, en el sentido de la «vida según el
Espíritu», parece ser fundamental -como resulta del conjunto de
nuestras consideraciones- la antropología del nacer de nuevo en el
Espíritu Santo (cf. también Jn 3, 5 ss.). Esta antropología crece de
las raíces hundidas en la realidad de la redención del cuerpo,
realizada por Cristo: redención cuya expresión última es la
resurrección. Hay razones profundas para unir toda la temática de la
pureza a las palabras del Evangelio, en las que Cristo se remite a
la resurrección (y esto constituirá el tema de la ulterior etapa de
nuestras consideraciones). Aquí la hemos colocado sobre todo en
relación con el ethos de la redención del cuerpo.
6. El modo de entender y de presentar la pureza -heredado de la
tradición del Antiguo Testamento y característico de los libros «sapienciales»-
era ciertamente una preparación indirecta, pero también real, a la
doctrina paulina acerca de la pureza entendida como «vida según el
Espíritu». Sin duda, ese modo facilitaba también a muchos oyentes
del sermón de la montaña la comprensión de las palabras de Cristo
cuando, al explicar el mandamiento «no adulterarás», se remitía al «corazón»
humano. El conjunto de nuestras reflexiones ha podido demostrar de
este modo, al menos en cierta medida, con cuánta riqueza y con
cuánta profundidad, se distingue la doctrina sobre la pureza en sus
mismas fuentes bíblicas y evangélicas.
Notas
(1) La eusebeia o pietas en el período helenístico romano se refería
generalmente a la veneración de los dioses (como «devoción»), pero
convservaba todavía el sentido primitivo más amplio del respeto a
las estructuras vitales.
La eusebeia definía el comportamiento recíproco de los consanguíneos,
las relaciones entre los cónyugues, y también la actitud debida por
las legiones al César y por los esclavos o los amos.
En el Nuevo Testamento, solamente los escritos más tardíos aplican
la eusebeia a los cristianos; en los escritos más antiguos este
término caracteriza a los «buenos paganos» (Act 10, 2, 7; 17, 23).
Y así la eusebeía helénica, como también el «donum pietatis», aun
refiriéndose indudablemente a la veneración divina, cuentan con una
amplia base en la connotación de las relaciones interhumanas (cf. W.
Foerster, art. eusebeia en: «Thelogica: Dictionary or the New
Testament», ed. G. Kittel G. Bromiley, vol. VII, Grand Rapids 1971,
Erdimans, págs. 177-182).
(2) Esta versión de la Vulgata, conservada por la Neo-Vulgata y por
la liturgia, citada bastantes veces por Agustín (De S. Virg., par.
43: Confess. VI, ll; X, 29; Serm. CLX, 7), cambia, sin embargo, el
sentido del original griego, que se traduce así: «Sabiendo que no la
habría obtenido de otro modo (= la Sabiduría), si Dios no me la
hubiese concedido..)».
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