la pureza y la
vida según el espíritu
Audiencia General del 11 de febrero de 1981
1. En los capítulos
inmediatamente precedentes hemos analizado dos pasajes tomados de la
primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5) y de la primera Carta a
los Corintios (12, 18-25), con el fin de mostrar lo que parece ser
esencial en la doctrina de San Pablo sobre la pureza, entendida en
sentido moral, o sea, como virtud. Si en el texto citado de la
primera Carta a los Tesalonicenses se puede comprobar que la pureza
consiste en la templanza, sin embargo, en este texto, igual que en
la primera Carta a los Corintios, se pone también de relieve la nota
del «respeto». Mediante este respeto debido al cuerpo humano (y
añadimos que, según la primera Carta a los Corintios, el respeto es
considerado precisamente en relación con su componente de pudor), la
pureza, como virtud cristiana, en las Cartas paulinas se manifiesta
como un camino eficaz para apartarse de lo que en el corazón humano
es fruto de la concupiscencia de la carne. La abstención «de la
impureza», que implica el mantenimiento del cuerpo «en santidad y
respeto», permite deducir que, según la doctrina del Apóstol, la
pureza es una «capacidad» centrada en la dignidad del cuerpo, esto
es, en la dignidad de la persona en relación con el propio cuerpo,
con la feminidad y masculinidad que se manifiesta en este cuerpo. La
pureza, entendida como «capacidad» es precisamente expresión y fruto
de la vida «según el Espíritu» en el significado pleno de la
expresión, es decir, como capacidad nueva del ser humano, en el que
da fruto el don del Espíritu Santo. Estas dos dimensiones de la
pureza -la dimensión moral, o sea, la virtud, y la dimensión
carismática, o sea, el don del Espíritu Santo están presentes y
estrechamente ligadas en el mensaje de Pablo. Esto lo pone
especialmente de relieve el Apóstol en la primera Carta a los
Corintios, en la que llama al cuerpo «templo» (por lo tanto: morada
y santuario) del Espíritu Santo.
2. «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo,
que está en vosotros, y habéis recibido de Dios, y que, por tanto,
no os pertenecéis?», pregunta Pablo a los Corintios (1 Cor 6, 19),
después de haberles instruido antes con mucha severidad acerca de
las exigencias morales de la pureza. «Huid la fornicación. Cualquier
pecado que cometa un hombre, fuera de su cuerpo queda; pero el que
fornica, peca contra su propio cuerpo» (ib., 6, 18). La nota
peculiar del pecado al que el Apóstol estigmatiza aquí está en el
hecho de que este pecado, al contrario de todos los demás, es
«contra el cuerpo» (mientras que los otros pecados quedan «fuera del
cuerpo»). Así, pues, en la terminología paulina encontramos la
motivación para las expresiones «los pecados del cuerpo» o los «pecados
carnales». Pecados que están en contraposición precisamente con esa
virtud, gracias a la cual el hombre mantiene «el propio cuerpo en
santidad y respeto« (cf. 1 Tes 5).
3. Estos pecados llevan consigo la «profanación» del cuerpo: privan
al cuerpo de la mujer o del hombre del respeto que se les debe a
causa de la dignidad de la persona. Sin embargo, el Apóstol va más
allá: según él, el pecado contra el cuerpo es también «profanación
del templo». Sobre la dignidad del cuerpo humano, a los ojos de
Pablo, no sólo decide el espíritu humano, gracias al cual el hombre
es constituido como sujeto personal, sino más aún la realidad
sobrenatural que es la morada y la presencia continua del Espíritu
Santo en el hombre -en su alma y en su cuerpo- como fruto de la
redención realizada por Cristo. De donde se sigue que el «cuerpo»
del hombre ya no es solamente «propio». Y no sólo por ser cuerpo de
la persona merece ese respeto, cuya manifestación en la conducta
recíproca de los hombres, varones y mujeres, constituye la virtud de
la pureza. Cuando el Apóstol escribe: «Vuestro cuerpo es templo del
Espíritu Santo, que esta en vosotros y habéis recibido de Dios» (1
Cor 6, 19), quiere indicar todavía otra fuente de la dignidad del
cuerpo, precisamente el Espíritu Santo, que es también fuente del
deber moral que se deriva de esta dignidad.
4. La realidad de la redención, que es también «redención del cuerpo»,
constituye esta fuente. Para Pablo, este misterio de la fe es una
realidad viva, orientada directamente hacia cada uno de los hombres.
Por medio de la redención, cada uno de los hombres ha recibido de
Dios, nuevamente, su propio ser y su propio cuerpo. Cristo ha
impreso en el cuerpo humano -en el cuerpo de cada hombre y de cada
mujer- una nueva dignidad, dado que en El mismo el cuerpo humano ha
sido admitido, juntamente con el alma, a la unión con la Persona del
Hijo-Verbo. Con esta nueva dignidad, mediante la «redención del
cuerpo», nace a la vez también una nueva obligación de la que Pablo
escribe de modo conciso, pero mucho más impresionante: «Habéis sido
comprados a precio» (ib., 6, 2). Efectivamente, el fruto de la
redención es el Espíritu Santo, que habita en el hombre y en su
cuerpo como en un templo. En este don, que santifica a cada uno de
los hombres, el cristiano recibe nuevamente su propio ser como don
de Dios. Y este nuevo doble don obliga. El Apóstol hace referencia a
esta dimensión de obligación cuando escribe a los creyentes, que son
conscientes del don, para convencerles de que no se debe cometer la
«impureza», no se debe «pecar contra el propio cuerpo» (ib., 6, 18).
Escribe: «El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y
el Señor para el cuerpo» (ib., 6, 13). Es difícil expresar de manera
más concreta lo que comporta para cada uno de los creyentes el
misterio de la Encarnación. El hecho de que el cuerpo humano venga a
ser en Jesucristo cuerpo de Dios-Hombre logra, por este motivo, en
cada uno de los hombres, una nueva elevación sobrenatural, que cada
cristiano debe tener en cuenta en su comportamiento respecto al «propio»
cuerpo y, evidentemente respecto al cuerpo del otro: el hombre hacia
la mujer y en la mujer hacia el hombre. La redención del cuerpo
comporta la institución en Cristo y por Cristo de una nueva medida
de la santidad del cuerpo. A esta santidad precisamente se refiere
Pablo en la primera carta de los Tesalonicenses (4, 3-5), cuando
habla de «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto».
5. En el capítulo 6 de la primera Carta a los Corintios, en cambio,
Pablo precisa la verdad sobre la santidad del cuerpo, estigmatizando
con palabras incluso drásticas la «impureza», esto es, el pecado
contra la santidad del cuerpo, el pecado de la «impureza»: «¿No
sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Y voy a tomar
yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una meretriz?
¡No lo quiera Dios! ¿No sabéis que quien se allega a una meretriz se
hace un cuerpo con ella? Porque serán dos, dice, en una carne. Pero
el que se allega al Señor se hace un espíritu con El» (1 Cor 6
15-17). Si la pureza, según la enseñanza paulina, es un aspecto de
la «vida según el Espíritu», esto quiere decir que en ella
fructifica el misterio de la redención del cuerpo como parte del
misterio de Cristo, comenzado en la Encarnación y, a través de ella,
dirigido ya a cada uno de los hombres. Este misterio fructifica
también en la pureza entendida como un empeño particular fundado
sobre la ética. El hecho de que hayamos «sido comprados a precio» (1
Cor 6, 20), esto es, al precio de la redención de Cristo, hace
surgir precisamente un compromiso especial, o sea, el deber de «mantener
el propio cuerpo en santidad y respeto». La conciencia de la
redención del cuerpo actúa en la voluntad humana en favor de la
abstención de la «impureza», más aún, actúa a fin de hacer conseguir
una apropiada habilidad o capacidad, llamada virtud de la pureza.
Lo que resulta de las palabras de la primera Carta a los Corintios
(6, 15-17) acerca de la enseñanza de Pablo sobre la virtud de la
pureza como realización de la vida «según el Espíritu», es de una
profundidad particular y tiene la fuerza del realismo sobrenatural
de la fe. Es necesario que volvamos a reflexionar sobre este tema
más de una vez.
Esta página es obra
de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.
Copyright
© 2001 SCTJM |