la vida según el
espíritu
Audiencia General del 7 de enero de 1981
1. ¿Qué significa la
afirmación: «La carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu
y el espíritu tendencias contrarias a las de la carne»? (Gál 5, 17).
Esta pregunta parece importante, más aún, fundamental en el contexto
de nuestras reflexiones sobre la pureza de corazón, de la que habla
el Evangelio. Sin embargo, el autor de la Carta a los Gálatas abre
ante nosotros, a este respecto, horizontes todavía más amplios. En
esta contraposición de la «carne» al Espíritu (Espíritu de Dios), y
de la vida «según la carne» a la vida «según el Espíritu», está
contenida la teología paulina acerca de la justificación, esto es,
la expresión de la fe en el realismo antropológico y ético de la
redención realizada por Cristo, a la que Pablo, en el contexto que
ya conocemos, llama también «redención del cuerpo». Según la Carta a
los Romanos 8, 23, la «redención del cuerpo» tiene también una
dimensión «cósmica» (que se refiere a toda la creación), pero en el
centro de ella está el hombre: el hombre constituido en la unidad
personal del espíritu y del cuerpo. Y precisamente en este hombre,
en su «corazón», y consiguientemente en todo su comportamiento,
fructifica la redención de Cristo, gracias a esas fuerzas del
Espíritu que realizan la «justificación», esto es, hacen realmente
que la justicia «abunde» en el hombre, como se inculca en el Sermón
de la montaña: Mt 5, 20, es decir, que abunden en la medida que Dios
mismo ha querido y que El espera.
2. Resulta significativo que Pablo, al hablar de las «obras de la
carne» (cf. Gál 5, 11-21), menciona no sólo «fornicación, impureza,
lascivia..., embriagueces, orgías» -por lo tanto, todo lo que, según
un modo objetivo de entender, reviste el carácter de los «pecados
carnales» y del placer sexual ligado con la carne-, sino que nombra
también otros pecados, a los que no estaríamos inclinados a atribuir
un carácter también «carnal» y «sensual»: «idolatría, hechicería,
odios, discordias, celos, iras, rencillas, disensiones, divisiones,
envidias...» (Gál 5, 20-21). De acuerdo con nuestras categorías
antropológicas (y éticas) nos sentiríamos propensos, más bien a
llamar a todas las obras enunciadas aquí «pecados del espíritu»
humano, antes que pecados de la «carne». No sin motivo habremos
podido entrever en ellas más bien los efectos de la «concupiscencia
de los ojos» o de la «soberbia de la vida», que no los efectos de la
«concupiscencia de la carne». Sin embargo, Pablo las califica como «obras
de la carne». Esto se entiende exclusivamente sobre el fondo de ese
significado más amplio (en cierto sentido metonímico), que en las
Cartas paulinas asume el término «carne», contrapuesto sólo y no
tanto al «espíritu» humano, cuanto al Espíritu Santo que actúa en el
alma (en el espíritu) del hombre.
3. Existe, pues, una significativa analogía entre lo que Pablo
define como «obras de la carne» y las palabras con las que Cristo
explica a sus discípulos lo que antes había dicho a los fariseos
acerca de la «pureza» ritual (cf. Mt 15, 2-20). Según las palabras
de Cristo, la verdadera «pureza» (como también la «impureza») en
sentido moral esta en el «corazón» y proviene «del corazón» humano.
Se definen como obras impuras, en el mismo sentido no sólo los «adulterios»
y las «fornicaciones», por lo tanto los «pecados de la carne» en
sentido estricto, sino también los «malos deseos, los robos, los
falsos testimonios, las blasfemias». Cristo como ya hemos podido
comprobar, se sirve del significado, tanto general como específico
de la «impureza», (y, por lo tanto, indirectamente también de la «pureza»).
San Pablo se expresa de manera análoga: las obras «de la carne» en
el texto paulino se entienden tanto en el sentido general como en el
específico. Todos los pecados son expresión de la «vida» según la
carne, que se contrapone a la «vida según el Espíritu». Lo que,
conforme a nuestro convencionalismo lingüístico (por lo demás,
parcialmente justificado), se considera como «pecado de la carne»,
en el elenco paulino es una de las muchas manifestaciones (o especie)
de lo que él denomina «obras de la carne», y, en este sentido, uno
de los síntomas, es decir, de las obras de la vida «según la carne»
y no «según el Espíritu».
4. Las palabras de Pablo a los Romanos: «Así, pues, hermanos, no
somos deudores a la carne para vivir segun la carne, que si vivís
según la carne, moriréis; más si con el Espíritu mortificáis las
obras de la carne, viviréis» (Rom 8, 12-13), nos introducen de nuevo
en la rica y diferenciada esfera de los significados, que los
términos «cuerpo» y «espíritu» tienen para él. Sin embargo, el
significado definitivo de ese enunciado es parenético, exhortativo,
por lo tanto, válido para el ethos evangélico. Pablo, cuando habla
de la necesidad de hacer morir a las obras del cuerpo con la ayuda
del Espíritu, expresa precisamente aquello de lo que Cristo hablo en
el sermón de la montaña, haciendo una llamada al corazón humano y
exhortándolo al dominio de los deseos, también de los que se
expresan con la «mirada» del hombre dirigida hacia la mujer, a fin
de satisfacer la concupiscencia de la carne. Esta superación, o sea,
como escribe Pablo, el «hacer morir las obras del cuerpo con la
ayuda del «espíritu», es condición indispensable de la «vida según
el Espíritu», esto es, de la «vida» que es antítesis de la «muerte»,
de las que se habla en el mismo contexto. La vida «según la carne»,
en efecto, tiene como fruto la «muerte», es decir, lleva consigo
como efecto la «muerte» del Espíritu.
Por lo tanto, el término «muerte» no significa solo muerte corporal,
sino también el pecado, al que la teología moral llamará mortal. En
las Cartas a los Romanos y a los Gálatas el Apóstol amplía
continuamente el horizonte del «pecado-muerte», tanto hacia el «principio»
de la historia del hombre, como hacia el final. Y por esto, después
de haber enumerado las multiformes «obras de la carne», afirma que «quienes
las hacen no heredarán el reino de Dios» (Gál 5, 21). En otro lugar
escribirá con idéntica firmeza: «Habéis de saber que ningún
fornicario o impuro, o avaro, que es como adorador de ídolos, tendrá
parte en la heredad del reino de Cristo y de Dios» (Ef 5, 5).
También en este caso, las obras que impiden tener «parte en el reino
de Cristo y de Dios», esto es, las «obras de la carne», se enumeran
como ejemplo y con valor general, aunque aquí ocupen el primer lugar
los pecados contra la «pureza» en el sentido específico (cf. Ef 5,
3-7).
5. Para completar el cuadro de la contraposición entre el «cuerpo» y
el «fruto del Espíritu», es necesario observar que en todo lo que es
manifestación de la vida y del comportamiento según el Espíritu,
Pablo ve al mismo tiempo la manifestación de esa libertad, con la
que Cristo «nos ha liberado» (Gál 5, 1). Escribe precisamente así: «Vosotros,
hermanos, habéis sido llamados a la libertad; pero cuidado con tomar
la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos unos
a otros por la caridad. Porque toda la ley se resume en este solo
precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gál 5, 13-14). Como
ya hemos puesto de relieve anteriormente, la contraposición «cuerpo-Espíritu»,
vida «según la carne», vida «según el Espíritu», penetra
profundamente toda la doctrina paulina sobre la justificación. El
Apóstol de las gentes proclama, con excepcional fuerza de convicción,
que la justificación del hombre se realiza en Cristo y por Cristo.
El hombre consigue la justificación en la «fe actuada por la caridad»
(Gál 5, 6), y no sólo mediante la observancia de cada una de las
prescripciones de la ley veterotestamentaria (en particular de la
circuncisión»). La justificación, pues, viene «del Espíritu» (de
Dios) y no «de la carne». Por esto, exhorta a los destinatarios de
su Carta a liberarse de la errónea concepción «carnal» de la
justificación, para seguir la verdadera, esto es, la «espiritual».
En este sentido los exhorta a considerarse libres de la ley, y aún
más, a ser libres con la libertad, por la cual Cristo «nos ha hecho
libres».
Así pues, siguiendo el pensamiento del Apóstol, nos conviene
considerar y, sobre todo, realizar la pureza evangélica, es decir,
la pureza de corazón, según la medida de esa libertad con la que
Cristo «nos ha hecho libres».
Esta página es obra
de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.
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