"Eros" y "Ethos"
en el corazón humano
Audiencia General del 5 de noviembre de 1980
1. En el curso de
nuestras reflexiones sobre el enunciado de Cristo en el sermón de la
montaña, en el que El refiriéndose al mandamiento «No adulterarás»,
compara la «concupiscencia»; («la mirada concupiscente») con el «adulterio
cometido en el corazón», tratamos de responder a la pregunta: ¿Estas
palabras solamente acusan al «corazón» humano, o son, ante todo, una
llamada que se le dirige? Se entiende que es una llamada de carácter
ético; una llamada importante y esencial para el mismo ethos del
Evangelio. Respondemos que dichas palabras son sobre todo una
llamada.
Al mismo tiempo, tratamos de acercar nuestras reflexiones a los «itinerarios»
que recorre, en su ámbito, la conciencia de los hombres
contemporáneos. Ya en el precedente ciclo de nuestras
consideraciones hemos aludido al «eros». Este término griego, que
pasó de la mitología a la filosofía, luego al lenguaje literario y
finalmente a la lengua vulgar, al contrario de la palabra «ethos»,
resulta extraño y desconocido para el lenguaje bíblico. Si en los
presentes análisis de los textos bíblicos empleamos el término
«ethos», familiar a los Setenta y al Nuevo Testamento, lo hacemos
con motivo del significado general que ha adquirido en la filosofía
y en la teología abrazando en su contenido las complejas esferas del
bien y del mal, que dependen de la voluntad humana y están sometidas
a las leyes de la conciencia y de la sensibilidad del «corazón»
humano. El término «eros», además de ser nombre propio del personaje
mitológico, tiene en los escritos de Platón un significado
filosófico (1), que parece ser diferente del significado común e
incluso del que ordinariamente se le atribuye en la literatura.
Obviamente, debemos tomar aquí en consideración la amplia gama de
significados, que se diferencian entre sí por ciertos matices, en lo
que se refiere, tanto al personaje mitológico, como al contenido
filosófico, como sobre todo al punto de vista «somático» o «sexual».
Teniendo en cuenta una gama tan amplia de significados, conviene
valorar, de modo también diferenciado, lo que está en relación con
el «eros» (2), y se define como «erótico».
2. Según Platón, el «eros» representa la fuerza interior, que
arrastra al hombre hacia todo lo que es bueno, verdadero y bello.
Esta «atracción» indica, en tal caso, la intensidad de un acto
subjetivo del espíritu humano. En cambio, en el significado común -como
también en la literatura-, esta «atracción» parece ser ante todo de
naturaleza sexual. Suscita la recíproca tendencia de ambos, del
hombre y de la mujer, al acercamiento, a la unión de los cuerpos, a
esa unión de la que habla el Génesis 2, 24. Se trata aquí de
responder a la pregunta de si el «eros» connote el mismo significado
que tiene en la narración bíblica (sobre todo en Gén 2, 23-25), que
indudablemente atestigua la recíproca atracción y la llamada perenne
de la persona humana -a través de la masculinidad y la feminidad -a
esa «unidad en la carne» que, al mismo tiempo, debe realizar la
unión-comunión de las personas. Precisamente por esta interpretación
del «eros» (y a la vez de su relación con el ethos) adquiere
importancia fundamental también el modo en que entendamos la «concupiscencia»,
de la que se habla en el sermón de la montaña.
3. Por lo que parece, el lenguaje común toma en consideración, sobre
todo, ese significado de la «concupiscencia», que hemos definido
anteriormente como «psicológico» y que también podría ser denominado
«sexuológico»; esto es, basándose en premisas que se limitan ante
todo a la interpretación naturalista, «somática» y sexualista del
erotismo humano. (No se trata aquí, en modo alguno, de disminuir el
valor de las investigaciones científicas en este campo, sino que se
quiere llamar la atención sobre el peligro de la tendencia reductora
y exclusivista). Ahora bien, en sentido psicológico y sexuológico,
la concupiscencia indica la intensidad subjetiva de la tendencia al
objeto con motivo de su carácter sexual (valor sexual). Ese tender
tiene su intensidad subjetiva a causa de la «atracción» específica
que extiende su dominio sobre la esfera emotiva del hombre e implica
su «corporeidad» (su masculinidad o feminidad somática). Cuando en
el sermón de la montaña oímos hablar de la «concupiscencia» del
hombre que «mira a la mujer para desearla», estas palabras -entendidas
en sentido «psicológico» «sexuológico» se refieren a la esfera de
los fenómenos, que en el lenguaje común se califican precisamente
como «eróticos». En los límites del enunciado de Mateo 5, 27-28 se
trata solamente del acto interior, mientras que «eróticos» se
definen sobre todo esos modos de actuar y de comportamiento
recíproco del hombre y de la mujer, que son manifestación externa
propia de estos actos, interiores. No obstante, parece estar fuera
de toda duda que -razonando así- se deba poner casi el signo de
igualdad entre «erótico» y lo que se «deriva del deseo» (y sirve
para saciar la «concupiscencia misma de la carne»). Entonces, si
fuese así, las palabras de Cristo según Mateo 5, 27-28 expresarían
un juicio negativo sobre lo que es «erótico» y, dirigidas al corazón
humano, constituirían, al mismo tiempo, una severa advertencia
contra el «eros».
4. Sin embargo, hemos sugerido ya que el término «eros» tiene muchos
matices semánticos. Y por esto, al querer definir la relación del
enunciado del sermón de la montaña (Mt 5, 27-28) con la amplia
esfera de los fenómenos «eróticos», esto es, de esas acciones y de
esos comportamientos recíprocos mediante los cuales el hombre y la
mujer se acercan y se unen hasta formar «una sola carne» (cf. Gén 2,
24), es necesario tener en cuenta la multiplicidad de matices
semánticos del «eros». Efectivamente, parece posible que en el
ámbito del concepto de «eros» -teniendo en cuenta su significado
platónico- se encuentre el puesto para ese ethos, para esos
contenidos éticos e indirectamente también teológicos, los cuales,
en el curso de nuestros análisis, han sido puestos de relieve por la
llamada de Cristo al «corazón» humano en el sermón de la montaña.
También el conocimiento de los múltiples matices semánticos del «eros»
y de lo que, en la experiencia y descripción diferenciada del
hombre, en diversas épocas y en diversos puntos de longitud y
latitud geográfica y cultural, se define como «erótico», puede
ayudar a entender la específica y compleja riqueza del «corazón, al
que Cristo se refirió en su enunciado de Mateo 5, 27-28.
5. Si admitimos que el «eros» significa la fuerza interior que «atrae»
al hombre hacia la verdad, el bien y la belleza, entonces en el
ámbito de este concepto se ve también abrirse el camino hacia lo que
Cristo quiso expresar en el sermón de la montaña. Las palabras de
Mateo 5, 27-28, si son una «acusación» al corazón humano, al mismo
tiempo son más aun una llamada que se le dirige. Esta llamada es la
categoría propia de ethos de la redención. La llamada a lo que es
verdadero, bueno y bello significa al mismo tiempo, en el ethos de
la redención, la necesidad de vencer lo que se deriva de la triple
concupiscencia. Significa también la posibilidad y la necesidad de
transformar aquello sobre lo cual ha pesado fuertemente la
concupiscencia de la carne. Además, si las palabras de Mateo 5,
27-28 representan esta llamada, significan, pues, que, en el ámbito
erótico, el «eros y el «ethos» no divergen entre sí, no se
contraponen mutuamente, sino que están llamados a encontrarse en el
corazón humano y a fructificar en este encuentro. Muy digno del
corazón humano es que la forma de lo que es «erótico» sea, al mismo
tiempo, forma del ethos, es decir, de lo que es ético»
6. Esta afirmación es muy importante para el ethos y al mismo tiempo
para la ética. Efectivamente, con este último concepto se vincula
muy frecuentemente un significado «negativo», porque la ética supone
normas, mandamientos e incluso prohibiciones. De ordinario somos
propensos a considerar las palabras del sermón de la montaña sobre
la «concupiscencia» (sobre el «mirar para desear») exclusivamente
como una prohibición -una prohibición en la esfera del «eros» (esto
es, en la esfera «erótica»). Y muy frecuentemente nos contentamos
sólo con esta comprensión, sin tratar de descubrir los valores
realmente profundos y esenciales que esta prohibición encierra, es
decir, asegura. No solamente los protege, sino que los hace también
accesibles y los libera, si aprendemos a abrir nuestro «corazón»
hacia ellos.
En el sermón de la montaña Cristo nos lo enseña y dirige el corazón
del hombre hacia estos valores.
Notas
(1) Según Platón, el hombre, situado entre el mundo de los sentidos y el
mundo de las ideas, tiene el destino de pasar del primero al segundo. Pero
el mundo de las ideas no está en disposición, por sí solo, de superar el
mundo de los sentidos: sólo puede hacerlo el eros, congénito al hombre.
Cuando el hombre comienza a presentir la existencia de las ideas, gracias a
la contemplación de los objetos existentes en el mundo de los sentidos,
recibe el impulso de eros, o sea, del deseo de las ideas puras.
Efectivamente, eros es la orientación del hombre «sensual» o «sensible»
hacia lo que es trascendente: la fuerza que dirige al alma hacia el mundo de
las ideas. En «El Banquete» Platón describe las etapas de tal influjo de
eros: este eleva al espíritu del hombre de la belleza de un cuerpo singular
a la de todos los cuerpos, por lo tanto, a la belleza de la ciencia, y
finalmente a la misma idea de belleza (cr. El Banquete, 211, La República,
541).
Eros no es ni puramente humano ni divino: es algo intermedio (daimonion) e
intermediario. Su principal característica es la aspiración y el deseo
permanentes. Incluso cuando parece dar, eros persiste como «deseo de poseer»
y, sin embargo, se diferencia del amor puramente sensual, por ser el amor
que tiende a lo sublime.
Según Platón, los dioses no aman, porque no sienten deseos, en cuanto que
sus deseos están todos saciados. Por lo tanto, pueden ser solamente objeto,
pero no sujeto de amor (EI Banquete 200-201). No tienen, pues, una relación
directa, con el hombre; solo la mediación de eros permite el lazo de una
relación (El Banquete, 203). Por lo tanto, eros es el camino que conduce al
hombre hacia la divinidad, pero no viceversa.
La aspiración a la trascendencia es, pues, un elemento constitutivo de la
concepción platónica de eros, concepción que supera el dualismo radical del
mundo de las ideas y del mundo de los sentidos. Eros permite pasar del uno
al otro. Es, pues, una forma de huida más allá del mundo material, al que el
alma tiene que renunciar, porque la belleza del sujeto sensible tiene valor
solamente en cuanto conduce mas alto.
Sin embargo, eros es siempre, para Platón, el amor egocéntrico: tiende a
conquistar y a poseer el objeto que, para el hombre, representa un valor.
Amar el bien significa desear poseerlo para siempre. El amor es, por lo
tanto, siempre un deseo de inmortalidad y también esto demuestra el carácter
egocéntrico de eros (cf. A. Nygren, Eros et Agapé. La notion chrétienne de
l’amour et ses transformations, I, París 1962, Aubier, págs. 180-200).
Para Platon, eros es un paso de la ciencia más elemental a la más profunda;
es, al mismo tiempo, la aspiración a pasar de «lo que no es», y se trata del
mal, a lo que «existe en plenitud», que es el bien (cf. M. Scheler, Amour et
connaissance en Le sens de la souffrance, suivi de deux autres essais,
París, Aubier, s.f., página 145).
(2) Cf., por ejemplo, C. S. I. Lewis «Eros» en The Four Loves, Nueva York.
1960 (Harcout, Brace), págs. 131-133, 152, 159-160; P. Chauchard, Vices des
vertus, vertus des vices, París, 1965 (Mame), pág. 147).
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