dignidad del
cuerpo y del sexo según el evangelio
Audiencia General del 22 de octubre de 1980
1. En los capítulos de
esta segunda parte ocupa el centro de nuestras reflexiones el
siguiente enunciado de Cristo en el sermón de la montaña: «Habéis
oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que
mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella (con respecto a
ella) en su corazón» (Mt 5, 27-28). Estas palabras tienen un
significado esencial para toda la teología del cuerpo, contenida en
la enseñanza de Cristo. Por tanto, justamente atribuimos gran
importancia a su correcta comprensión e interpretación. Ya
constatamos en nuestra reflexión precedente que la doctrina maniquea,
en sus expresiones, tanto primitivas como posteriores, está en
contraste con estas palabras.
Efectivamente, no es posible encontrar en la frase del sermón de la
montaña, que hemos analizado, una «condena» o una acusación contra
el cuerpo. Si acaso, se podría entrever allí una condena del corazón
humano. Sin embargo, nuestras reflexiones hechas hasta ahora
manifiestan que, si las palabras de Mateo 5, 27-28 contienen una
acusación, el objeto de ésta es sobre todo el hombre de la
concupiscencia. Con estas palabras no se acusa al corazón, sino que
se le somete a un juicio, o mejor, se le llama a un examen crítico,
más aún, autocrítico: ceda o no a la concupiscencia de la carne.
Penetrando en el significado profundo de la enunciación de Mateo 5,
27-28, debemos constatar, sin embargo, que el juicio que allí se
encierra acerca del «deseo», como acto de concupiscencia de la
carne, contiene en sí no la negación, sino más bien la afirmación
del cuerpo, como elemento que juntamente con el espíritu determina
la subjetividad ontológica del hombre y participa en su dignidad de
persona. Así, pues, el juicio sobre la concupiscencia de la carne
tiene un significado esencialmente diverso del que puede presuponer
la ontología maniquea del cuerpo, y que necesariamente brota de ella.
2. El cuerpo, en su masculinidad y feminidad, está llamado «desde el
principio» a convertirse en la manifestación del espíritu. Se
convierte también en esa manifestación mediante la unión conyugal
del hombre y de la mujer, cuando se unen de manera que forman «una
sola carne». En otro lugar (cf. Mt 19, 5-6) Cristo defiende los
derechos inolvidables de esta unidad, mediante la cual el cuerpo, en
su masculinidad y feminidad, asume el valor de signo, signo en algún
sentido, sacramental; y además, poniendo en guardia contra la
concupiscencia de la carne, expresa la misma verdad acerca de la
dimensión ontológica del cuerpo y confirma su significado ético,
coherente con el conjunto de su enseñanza. Este significado ético
nada tiene en común con la condena maniquea, y, en cambio, está
profundamente compenetrado del misterio de la «redención del cuerpo»,
de que esbribirá San Pablo en la Carta a los Romanos (cf. Rom 8,
23). La «redención del cuerpo» no indica, sin embargo, el mal
ontológico como atributo constitutivo del cuerpo humano, sino que
señala solamente el estado pecaminoso del hombre, por el que, entre
otras cosas, éste ha perdido el sentido límpido del significado
esponsalicio del cuerpo, en el cual se expresa el dominio interior y
la libertad del espíritu. Se trata aquí -como ya hemos puesto de
relieve anteriormente- de una pérdida «parcial», potencial, donde el
sentido del significado esponsalicio del cuerpo se confunde, en
cierto modo, con la concupiscencia y permite fácilmente ser
absorbido por ella.
3. La interpretación apropiada de las palabras de Cristo según Mateo
5, 27-28, como también la «praxis» en la que se realizará
sucesivamente el ethos auténtico del sermón de la montaña, deben ser
absolutamente liberados de elementos maniqueos en el pensamiento y
en la actitud. Una actitud maniquea llevaría a un «aniquilamiento»,
si no real, al menos intencional del cuerpo, a una negación del
valor del sexo humano, de la masculinidad y feminidad de la persona
humana, o por lo menos sólo a la «tolerancia» en los límites de la «necesidad»
delimitada por la necesidad misma de la procreación. En cambio,
basándose en las palabras de Cristo en el sermón de la montaña, el
ethos cristiano se caracteriza por una transformación de la
conciencia y de las actitudes de la persona humana, tanto del hombre
como de la mujer, capaz de manifestar y realizar el valor del cuerpo
y del sexo, según el designio originario del Creador, puestos al
servicio de la comunión de las personas», «que es el sustrato más
profundo de la ética y de la cultura humana. Mientras para la
mentalidad maniquea el cuerpo y la sexualidad constituyen, por
decirlo así, un «anti-valor», en cambio, para el cristianismo son
siempre un «valor no bastante apreciado», como explicaré mejor más
adelante. La segunda actitud indica cuál debe ser la forma del
ethos, en el que el misterio de la «redención del cuerpo» se arraiga,
por decirlo así, en el suelo «histórico» del estado pecaminoso del
hombre. Esto se expresa por la fórmula teológica, que define el «estado»
del hombre «histórico» como status naturæ lapsæ simul ac redemptæ.
4. Es necesario interpretar las palabras de Cristo en el sermón de
la montaña (Mt 5, 27-28) a la luz de esta compleja verdad sobre el
hombre. Si contienen cierta «acusación» al corazón humano, mucho más
le dirigen una apelación. La acusación del mal moral, que el «deseo»
nacido de la concupiscencia carnal íntemperante oculta en sí, es, al
mismo tiempo, una llamada a vencer este mal. Y si la victoria sobre
el mal debe consistir en la separación de él (de aquí las severas
palabras en el contexto de Mateo 5, 27-28), sin embargo, se trata
solamente de separarse del mal del acto (en el caso en cuestión, del
acto interior de la «concupiscencia») y en ningún modo de transferir
lo negativo de este acto a su objeto. Semejante transferencia
significaría cierta aceptación -quizá no plenamente consciente- del
«anti-valor» maniqueo. Eso no constituiría una verdadera y profunda
victoria sobre el mal del acto, que es mal por esencia moral, por lo
tanto mal de naturaleza espiritual; más aún, allí se ocultaría el
gran peligro de justificar el acto con perjuicio del objeto (en lo
que consiste propiamente el error esencial del ethos maniqueo). Es
evidente que Cristo en Mateo 5, 27-28 exige separarse del mal de la
«concupiscencia» (o de la mirada de deseo desordenado), pero su
enunciado no deja suponer en modo alguno que sea un mal el objeto de
ese deseo, esto es, la mujer a la que se «mira para desearla». (Esta
precisión parece faltar a veces en algunos textos «sapienciales»).
5. Debemos precisar, pues, la diferencia entre la «acusación» y la «apelación».
Dado que la acusación dirigida al mal de la concupiscencia es, al
mismo tiempo, una apelación a vencerlo, consiguientemente esta
victoria debe unirse a un esfuerzo para descubrir el valor auténtico
del objeto, para que en el hombre, en su conciencia y en su voluntad,
no arraige el «anti-valor» maniqueo. En efecto, el mal de la «concupiscencia»,
es decir, del acto del que habla Cristo en Mateo 5, 27-28, hace, sí,
que el objeto al que se dirige, constituya para el sujeto humano un
«valor no bastante apreciado». Si en las palabras analizadas del
sermón de la montaña (Mt 5, 27-28) el corazón humano es «acusado» de
concupiscencia (o si es puesto en guardia contra esa concupiscencia),
a la vez, mediante las mismas palabras está llamado a descubrir el
sentido pleno de lo que en el acto de concupiscencia constituye para
él un «valor no bastante apreciado». Como sabemos, Cristo dijo: «Todo
el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su
corazón». El «adulterio cometido en el corazón», se puede y se debe
entender como «desvalorización», o sea, empobrecimiento de un valor
auténtico, como privación intencional de esa dignidad, a la que en
la persona en cuestión responde el valor integral de su feminidad.
Las palabras de Mateo 5, 27-28 contiene una llamada a descubrir este
valor y esta dignidad, y a afirmarlos de nuevo. Parece que sólo
entendiendo así las citadas palabras de Mateo, se respeta su alcance
semántico.
Para concluir estas concisas consideraciones, es necesario constatar
una vez más que el modo maniqueo de entender y valorar el cuerpo y
la sexualidad del hombre es esencialmente extraño al Evangelio, no
conforme con el significado exacto de las palabras del sermón de la
montaña, pronunciadas por Cristo. La llamada a dominar la
concupiscencia de la carne brota precisamente de la afirmación de la
dignidad personal del cuerpo y del sexo, y sirve únicamente a esta
dignidad. Cometería un error esencial aquel que quisiese sacar de
estas palabras una perspectiva maniquea.
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de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.
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