concupiscencia y adulterio según el Sermón de la montaña
Audiencia General del 10 de septiembre de 1980
 



1. Reflexionemos sobre las siguientes palabras de Jesús, tomadas del sermón de la montaña: «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» («ya la ha hecho adúltera en su corazón») (Mt 5, 28). Cristo pronuncia esta frase ante los oyentes que, basándose en los libros del Antiguo Testamento, estaban preparados, en cierto sentido, para comprender el significado de la mirada que nace de la concupiscencia. Ya el miércoles pasado hicimos referencia a los textos tomados de los llamados Libros Sapienciales.

He aquí, por ejemplo, otro pasaje, en el que el autor bíblico analiza el estado de ánimo del hombre dominado por la concupiscencia de la carne:

«...el que se abrasa en el fuego de sus apetitos que no se apaga hasta que del todo le consume; el hombre impúdico consigo mismo, que no cesará hasta que su fuego se extinga; el hombre fornicario, a quien todo el pan es dulce, que no se cansará hasta que no muera; el hombre infiel a su propio lecho conyugal, que dice para sí: ‘¿Quién me ve? la oscuridad me cerca y las paredes me ocultan, nadie me ve, ¿qué tengo que temer? El Altísimo no se da cuenta de mis pecados’. Sólo teme los ojos de los hombres. Y no sabe que los ojos del Señor son mil veces más claros que el sol y que ven todos los caminos de los hombres y penetran hasta los lugares más escondidos... Así también la mujer que engaña a su marido y de un extraño le da un heredero» (Sir 23, 22-32).

2. No faltan descripciones análogas en la literatura mundial (1). Ciertamente, muchas de ellas se distinguen por una más penetrante perspicacia de análisis psicológico y por una mayor intensidad sugestiva y fuerza de expresión. Sin embargo, la descripción bíblica del Sirácida (23, 22-32) comprende algunos elementos que pueden ser considerados «clásicos» en el análisis de la concupiscencia carnal. Un elemento de esta clase es, por ejemplo, el parangón entre la concupiscencia de la carne y el fuego: éste, inflamándose en el hombre, invade sus sentidos, excita su cuerpo, envuelve los sentimientos y en cierto sentido se adueña del «corazón». Esta pasión, originada por la concupiscencia carnal, sofoca en el «corazón» la voz más profunda de la conciencia, el sentido de responsabilidad ante Dios; y precisamente esto, de modo particular, se pone en evidencia en el texto bíblico que acabamos de citar. Por otra parte, persiste el pudor exterior respecto a los hombres -o más bien, una apariencia de pudor-, que se manifiesta como temor a las consecuencias, más que al mal en sí mismo. Al sofocar la voz de la conciencia, la pasión trae consigo inquietud de cuerpo y de sentidos: es la inquietud del «hombre exterior». Cuando el hombre interior ha sido reducido al silencio, la pasión, después de haber obtenido, por decirlo así, libertad de acción, se manifiesta como tendencia insistente a la satisfacción de los sentidos y del cuerpo.

Esta satisfacción, según criterio del hombre dominado por la pasión, debería extinguir el fuego; pero, al contrario, no alcanza las fuentes de la paz interior y se limita a tocar el nivel más exterior del individuo humano. Y aquí el autor bíblico constata justamente que el hombre, cuya voluntad está empeñada en satisfacer los sentidos, no encuentra sosiego, ni se encuentra a sí mismo, sino, al contrario, «se consume». La pasión mira a la satisfacción; por esto embota la actividad reflexiva y desatiende la voz de la conciencia; así, sin tener en sí principio alguno indestructible, «se desgasta». Le resulta connatural el dinamismo del uso, que tiende a agotarse. Es verdad que donde la pasión se inserte en el conjunto de las más profundas energías del espíritu, ella puede convertirse en fuerza creadora; pero en este caso debe sufrir una transformación radical. En cambio, si sofoca las fuerzas mas profundas del corazón y de la conciencia (como sucede en el relato del Sirácida 23, 22-32), «se consume» y, de modo indirecto, en ella se consume el hombre que es su presa.

3. Cuando Cristo en el sermón de la montaña habla del hombre que «desea», que «mira con deseo», se puede presumir que tiene ante los ojos también las imágenes conocidas por su oyentes a través de la tradición «sapiencial». Sin embargo, al mismo tiempo, se refiere a cada uno de los hombres que, según la propia experiencia interior, sabe lo que quiere decir «desear», «mirar con deseo». El Maestro no analiza esta experiencia ni la describe, como había hecho, por ejemplo, el Sirácida (23, 22-32); El parece presuponer, diría, un conocimiento suficiente de ese hecho interior, hacia el que llama la atención de los oyentes, presentes y potenciales. ¿Es posible que alguno de ellos no sepa de qué se trata? Si verdaderamente no supiese nada de ello, no le atañería el contenido de las palabras de Cristo, ni habría análisis de descripción alguna que se lo pudieran explicar. En cambio, si sabe -se trata efectivamente en este caso de una ciencia totalmente interior, intrínseca al corazón y a la conciencia- entenderá rápidamente que dichas palabras se refieren a él.

4. Cristo, pues, no describe ni analiza lo que constituye la experiencia del «desear», la experiencia de la concupiscencia de la carne. Incluso se tiene la impresión de que El no penetra esta experiencia en toda la amplitud de su dinamismo interior, como sucede, por ejemplo, en el citado texto del Sirácida, sino que más bien se queda en sus umbrales. El «deseo» no se ha transformado todavía en una acción exterior, aun no ha llegado a ser «acto del cuerpo»; hasta ahora es el acto interior del corazón; se manifiesta en la mirada, en el modo de «mirar a la mujer». Sin embargo, ya deja entender, desvela su contenido y su calidad esenciales.

Es preciso que hagamos ahora estos análisis. La mirada expresa lo que hay en el corazón. La mirada expresa, diría a todo el hombre. Si generalmente se considera que el hombre «actúa conforme a lo que es» (operari sequitur esse), Cristo en este caso quiere poner en evidencia que el hombre «mira» conforme a lo que es: intueri sequitur esse. En cierto sentido, el hombre a través de la mirada se revela al exterior y a los otros; sobre todo revela lo que percibe en el «interior» (2).

5. Cristo enseña, pues, a considerar la mirada como umbral de la verdad interior. Ya en la mirada, «en el modo de mirar», es posible individuar plenamente lo que es la concupiscencia. Tratemos de explicarla. «Desear», «mirar con deseo» indica una experiencia del valor del cuerpo, en la que su significado esponsalicio deja de ser tal, precisamente a causa de la concupiscencia. Además, cesa su significado procreador, del que hemos hablado en nuestras consideraciones precedentes, el cual -cuando se refiere a la unión conyugal del hombre y de la mujer- se arraiga en el significado esponsalicio del cuerpo y casi emerge de él orgánicamente. Ahora bien, el hombre «al desear», «al mirar para desear» (como leemos en Mt 5, 27-28) experiencia de modo más o menos explícito el alejamiento de ese significado del cuerpo, en el cual (ya hemos observado en nuestras reflexiones) se basa en la comunión de las personas: tanto fuera del matrimonio, como -de modo particular- cuando el hombre y la mujer están llamados a construir la unión «en el cuerpo» (como proclama el «Evangelio del principio en el texto clásico del Génesis 2, 24). La experiencia del significado esponsalicio del cuerpo esta subordinada de modo particular a la llamada sacramental, pero no se limita a ella. Este significado califica la libertad del don, que -como veremos con más expresión en ulteriores análisis- puede realizarse no sólo en el matrimonio sino también de modo diverso.

Cristo dice: «Todo el que mira a una mujer deseándola (el que mira con concupiscencia), ya adulteró con ella en su corazón» («ya la ha hecho adúltera en el corazón») (Mt 5, 28). ¿Acaso no quiere decir con esto que precisamente -como el adulterio- es un alejamiento interior del significado esponsalicio del cuerpo? ¿No quiere remitir a los oyentes a sus experiencias interiores de este alejamiento? ¿Acaso no es por esto por lo que lo define «adulterio cometido en el corazón»?
 


Notas

(1) Cf., por ejemplo, las Confesiones de San Agustín:

«Deligatus morbo carnis mortifera suavitate trahebam catenam meam, solvi timens, et quasi concusso vulnere repellens verba bene suadentis tamquam manum solventis. (...) Magna autem ex parte atque vehementer consuetudo satiandae insatiabilis concupiscentiae me captum excruciabat (Confesiones, lib. VI, cap. 12, 21, 22).

«Et non stabam frui Deo meo, sed rapiebar ad te decore tuo; moxque deripiebar abs te pondere meo, et ruebam in ista cum gemitu: et pondus hoc, consuetudo carnalis» Confesiones, lib, VII cap. 17).

«Sic aegrotabam et excruciabar accusans memetipsum solito acerbius nimis, ac volvens et versans me in vinculo meo, donec abrumperetur totum, quo iam exiguo tenebar, sed tenebar tamen. Et instabas tu in occultis Domine, severa misericordia, flagella ingeminans timoris et pudoris, ne rursus cessarem, et non abrumperetur idipsum exiguum et tenue quod remanserat; et revelasceret iterum et me robustius alligaret...» (Confesiones, lib. VIII, cap. 11).

Dante describe esta ruptura interior y la considera merecedora de pena:

Quando giungo davanti alla ruina quivi le strida, il compianto, il lamento; bestemmian quivi la virtú divina. Intesis che a cosí fatto tormento enno dannati i peccator carnali, che la ragion sommettono al talento. E come gli stornei ne portan l’ali nel freddo tempo a schiera larga e piena, cosí quel fíato gli spiriti mali: di qua, di là, di giù, di su li mena; nulla speranza li conforta fai, non che di posa, ma di minor pena» (Dante, Divina Comedia, Inferno, V, 37-43).

«Shakespeare has described the satisfaction of a tyrannous lust as something. Past reason hunted and, no sooner had, past reason hated» (C. S. Lewis, The Four Loves, New York, 1960. Harcourt, Brace, pág. 28).

(2) El análisis filosófico confirma el significado de la expresión ho blépon («el que mira» o ,«todo el que mira»: Mt 5, 28).

«Si blépo de Mt 5, 28 tiene el valor de percepción interna, equivalente a ‘pienso, fijo la atención, observo’, resulta severa y más elevada la enseñanza evangélica respecto a a las relaciones interpersonales de los discípulos de Cristo.

Según Jesús, no es necesaria siquiera una mirada lujuriosa para convertir en adúltera a una persona. Basta incluso un pensamiento del corazón» M. Adinolfi, «Il desiderio della donna in Matteo 5, 28», in: Fondamenti biblici della teología morale - Atti della XXII Settimana Biblica Italiana, Brescia, 1973, Paideia, pág. 279).

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