el adulterio
según la ley y los profetas
Audiencia General del 20 de agosto de 1980
1. Cuando
Cristo, en el sermón de la montaña, dice: «Habéis oído que fue dicho:
no adulterarás» (Mt 5, 27), hace referencia a lo que cada uno de los
que le escuchaban sabía perfectamente y se sentía obligado a ello en
virtud del mandamiento de Dios-Jahvé. Sin embargo, la historia del
Antiguo Testamento hace ver que tanto la vida del pueblo, unido a
Dios-Jahvé por una especial alianza, como la vida de cada uno de los
hombres, se aparta frecuentemente de ese mandamiento. Lo demuestra
también una mera ojeada dada a la legislación, de la que existe una
rica documentación en los Libros del Antiguo Testamento.
Las prescripciones de la ley vétero-testamentaria eran muy severas.
Eran también muy minuciosas y penetraban en los mas mínimos detalles
concretos de la vida (1). Se puede suponer que cuanto más evidente
se hacía en esta ley la legalización de la poligamia efectiva, tanto
más aumentaba la exigencia de sostener sus dimensiones jurídicas y
establecer sus límites legales. De ahí, el gran número de
prescripciones y también la severidad de las penas previstas por el
legislador para la infracción de tales normas. Sobre la base de los
análisis que hemos hecho anteriormente acerca de la referencia que
Cristo hace al «principio», en su discurso sobre la disolubilidad
del matrimonio y sobre el «acto de repudio», es evidente que El veía
con claridad la fundamental contradicción que el derecho matrimonial
del Antiguo Testamento escondía en sí, al aceptar la efectiva
poligamia, es decir, la institución de las concubinas junto a las
esposas legales, o también el derecho a la convivencia con la
esclava (2). Se puede decir que tal derecho, mientras combatía el
pecado, al mismo tiempo contenía en sí e incluso protegía las «estructuras
sociales del pecado», lo que constituía su legalización. En tales
circunstancias, se imponía la necesidad de que el sentido ético
esencial del mandamiento «no cometer adulterio» tuviese también una
revalorización fundamental. En el sermón de la montaña, Cristo
desvela nuevamente ese sentido, superando sus restricciones
tradicionales y legales.
2. Quizá merezca la pena añadir que en la interpretación
vétero-testamentaria, cuanto más la prohibición del adulterio está
marcada -pudiéramos decir- por el compromiso de la concupiscencia
del cuerpo, tanto más claramente se determina la posición respecto a
las observaciones sexuales. Esto lo confirman las prescripciones
correspondientes, las cuales establecen la pena capital para la
homosexualidad y la bestialidad. En cuanto a la conducta de Onán,
hijo de Judá (de quien toma origen la denominación moderna de «onanismo»,
la Sagrada Escritura dice que «...no fue del agrado del Señor, el
cual hizo morir también a él» (Gén 38, 10).
El derecho matrimonial del Antiguo Testamento, en su más amplio
conjunto, pone en primer plano la finalidad procreativa del
matrimonio y en algunos trata de demostrar un tratamiento jurídico
de igualdad entre la mujer y el hombre -por ejemplo, respecto a la
pena por el adulterio se dice explícitamente: «Si adultera un hombre
con la mujer de su prójimo, hombre y mujer adúlteros serán
castigados con la muerte» (Lev 20, 10); pero en conjunto prejuzga a
la mujer tratándola con mayor severidad.
3. Convendría quizá poner de relieve el lenguaje de esta legislación,
el cual, como en ese caso, es un lenguaje que refleja objetivamente
la sexuología de aquel tiempo. Es también un lenguaje importante
para el conjunto de las reflexiones sobre la teología del cuerpo.
Encontramos en él la específica confirmación del carácter de pudor
que rodea cuanto, en el hombre, pertenece al sexo. Más aún; lo que
es sexual se considera, en cierto modo, como «impuro», especialmente
cuando se trata de las manifestaciones fisiológicas de la sexualidad
humana. El «descubrir la desnudez» (cf. por ej. Lev 20, 11; 17, 21),
es estigmatizado como el equivalente de un ilícito acto sexual
llevado a cabo; ya la misma expresión parece aquí bastante elocuente.
Es indudable que el legislador ha tratado de servirse de la
terminología correspondiente a la conciencia y a las costumbres de
la sociedad de aquel tiempo. Por tanto, el lenguaje de la
legislación del Antiguo Testamento debe confirmarnos en la
convicción de que no solamente son conocidas al legislador y a la
sociedad la fisiología del sexo y las manifestaciones somáticas de
la vida sexual, sino también que son valoradas de un modo
determinado. Es difícil sustraerse a la impresión de que tal
valoración tenía carácter negativo. Esto no anula, ciertamente, las
verdades que conocemos por el Libro del Génesis, ni se puede
inculpar al Antiguo Testamento -y entre otros a los libros
legislativos- de ser como los precursores de un maniqueísmo. El
juicio expresado en ellos respecto al cuerpo y al sexo no es tan «negativo»
ni siquiera tan severo, sino que está mas bien caracterizado por una
objetividad motivada por el intento de poner orden en esa esfera de
la vida humana. No se trata directamente del orden del «corazón»,
sino del orden de toda la vida social, en cuya base están, desde
siempre, el matrimonio y la familia.
4. Si se toma en consideración la problemática «sexual» en su
conjunto, conviene quizá prestar brevemente atención a otro aspecto;
es decir, al nexo existente entre la moralidad, la ley y la medicina,
que aparece evidente en los respectivos Libros del Antiguo
Testamento. Los cuales contienen no pocas prescripciones prácticas
referentes al ámbito de la higiene, o también al de la medicina
marcado más por la experiencia que por la ciencia, según el nivel
alcanzado entonces (3). Por lo demás, el enlace experiencia-ciencia
es notoriamente todavía actual. En esta amplia esfera de problemas,
la medicina acompaña siempre de cerca a la ética; y la ética, como
también la teología, busca su colaboración.
5. Cuando Cristo, en el sermón de la montaña, pronuncia las palabras:
«Habéis oído que fue dicho: No adulterarás, e inmediatamente añade:
Pero yo os digo...», esta claro que quiere reconstruir en la
conciencia de sus oyentes el significado ético propio de este
mandamiento, apartándose de la interpretación de los «doctores»,
expertos oficiales de la ley. Pero, además de la interpretación
procedente de la tradición, el Antiguo Testamento nos ofrece todavía
otra tradición para comprender el mandamiento «no cometer adulterio».
Y es la tradición de los Profetas. Estos, refiriéndose al «adulterio»,
querían recordar «a Israel y a Judá» que su pecado más grande era el
abandono del único y verdadero Dios en favor del culto a los
diversos ídolos, que el pueblo elegido, en contacto con los otros
pueblos, había hecho propios fácilmente y de modo exagerado. Así,
pues, es característica propia del lenguaje de los Profetas más bien
la analogía con el adulterio que el adulterio mismo; sin embargo,
tal analogía sirve para comprender también el mandamiento «no
cometer adulterio» y la correspondiente interpretación, cuya
carencia se advierte en los documentos legislativos. En los oráculos
de los Profetas, y especialmente de Isaías, Oseas y Ezequiel, el
Dios de la Alianza-Jahvé es representado frecuentemente como Esposo,
y el amor con que se ha unido a Israel puede y debe identificarse
con el amor esponsal de los cónyuges. Y he aquí que Israel, a causa
de su idolatría y del abandono del Dios-Esposo, comete para con El
una traición que se puede parangonar con la de la mujer respecto al
marido: comete, precisamente, «adulterio».
6. Los Profetas con palabras elocuentes y, muchas veces, mediante
imágenes y comparaciones extraordinariamente plásticas, presentan lo
mismo el amor de Jahvé-Esposo, que la traición de Israel-Esposa que
se abandona al adulterio. Es éste un tema que deberemos volver a
tocar en nuestras reflexiones, cuando sometamos a análisis,
concretamente, el problema del «sacramento»; pero ya ahora conviene
aludir a él, en cuanto que es necesario para entender las palabras
de Cristo, según Mt 5, 27-28, y comprender esa renovación del ethos,
que implican estas palabras: «Pero yo os digo...». Si por una parte,
Isaías (4) se presenta en sus textos tratando de poner de relieve
sobre todo el amor del Jahvé-Esposo, que, en cualquier circunstancia,
va al encuentro de su Esposa superando todas sus infidelidades, por
otra parte Oseas y Ezequiel abundan en parangones que esclarecen
sobre todo la fealdad y el mal moral del adulterio cometido por la
Esposa-Israel.
En la sucesiva meditación trataremos de penetrar todavía más
profundamente en los textos de los Profetas, para aclarar
ulteriormente, el contenido que, en la conciencia de los oyentes del
sermón de la montaña correspondía al mandamiento «no cometer
adulterio».
Notas
(1) Cf. por ej. Dt 21, 10-13; Núm 30, 7-16; Dt 24, 1-4; Dt 22, 13-21; Lev
20, 10-21 y otros.
(2) Aunque el Libro del Génesis presenta el matrimonio monogámico de Adán,
de Set y de Noé como modelos que imitar y parece condenar la bigamia que se
manifiesta solamente en los descendientes de Caín (cf. Gén 4, 19), por otra
parte la vida de los Patriarcas proporciona ejemplos contrarios. Abraham
observa las prescripciones de la ley de Hammurabi, que consentía desposar
una segunda mujer en caso de esterilidad de la primera; y Jacob tenía dos
mujeres y dos concubinas (cf. Gén 30, 1-19).
El Libro del Deuteronomio admite la existencia legal de la bigamia (cf. Dt
21, 15-17 e incluso de la poligamia, advirtiendo al rey que no tenga muchas
mujeres (cf. Dt 17, 17); confirma también la institución de las concubinas
prisioneras de guerra (cf. Dt 21, 10-14) o esclavas (cr. Esd 21, 7-11). (Cf.
R. de Vaux, Ancient Israel, Its Life and Institutions. London 1976), Darton,
Longman, Todd; págs. 24-25, 83). No hay en el Antiguo Testamento mención
explícita alguna sobre la obligación de la monogamia, si bien la imagen
presentada por los Libros posteriores demuestra que prevalecía en la
práctica social (cf. por ej. los Libros Sapienciales, excepto Sir 37, 11;
Tb).
(3) Cf. por ej. Lev 12, 1-6; 15, 1 28; Dt 21, 12-13.
(4) Cf. por ej. Is 54; 62, 1-5.
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