cristo denuncia
el pecado de adulterio
Audiencia General del 13 de agosto de 1980
1. El
análisis de la afirmación de Cristo durante el sermón de la montaña,
afirmación que se refiere al «adulterio cometido en el corazón» debe
realizarse comenzando por las primeras palabras. Cristo dice: «Habéis
oído que fue dicho: No adulterarás...» (Mt 5, 27). Tiene en su mente
el mandamiento de Dios, que en el Decálogo figura en sexto lugar y
forma parte de la llamada Tabla de la Ley, que Moisés había obtenido
de Dios-Jahvé.
Veámoslo por de pronto desde el punto de vista de los oyentes
directos del sermón de la montaña, de los que escucharon las
palabras de Cristo. Son hijos e hijas del pueblo elegido, pueblo que
había recibido la «ley» del propio Dios-Jahvé, había recibido
también a los «Profetas», los cuales repetidamente, a través de los
siglos habían lamentado precisamente la relación mantenida con esa
Ley, las múltiples transgresiones de la misma. También Cristo habla
de tales transgresiones. Más aun habla de cierta interpretación
humana de la Ley, en que se borra y desaparece el justo significado
del bien y del mal, específicamente querido por el divino Legislador.
La ley, efectivamente, es sobre todo, un medio, un medio
indispensable para que «sobreabunde la justicia» (palabras de Mt 5,
20, en la antigua versión). Cristo quiere que esa justicia «supere a
la de los escribas y fariseos». No acepta la interpretación que a lo
largo de los siglos han dado ellos al auténtico contenido de la Ley,
en cuanto que han sometido en cierto modo tal contenido, o sea, el
designio y la voluntad del Legislador, a las diversas debilidades y
a los límites de la voluntad humana, derivada precisamente de la
triple concupiscencia. Era esa una interpretación casuística, que se
había superpuesto a la originaria visión del bien y del mal,
enlazada con la ley del Decálogo. Si Cristo tiende a la
transformación del ethos, lo hace sobre todo para recuperar la
fundamental claridad de la interpretación: «No penséis que he venido
a abrogar la Ley a los Profetas; no he venido a abrogarla, sino a
hacer que se cumpla» (Mt 5, 17). Condición para el cumplimiento de
la ley es la justa comprensión. Y esto se aplica, entre otras cosas,
al mandamiento «no cometer adulterio».
2. Quien siga por las páginas del Antiguo Testamento la historia del
pueblo elegido de los tiempos de Abraham, encontrará allí abundantes
hechos que prueban cómo se practicaba y cómo, en consecuencia de esa
práctica, se elaboraba la interpretación casuística de la Ley. Ante
todo es bien sabido que la historia del Antiguo Testamento es teatro
de la sistemática defección de la monogamia: lo cual, para
comprender la prohibición «no cometer adulterio», debía tener un
significado fundamental. El abandono de la monogamia, especialmente
en tiempo de los Patriarcas, había sido dictado por el deseo de la
prole, de una numerosa prole. Este deseo era tan profundo y la
procreación, como fin esencial del matrimonio, tan evidente que las
esposas, que amaban a los maridos, cuando no podían darles
descendencia, rogaban por su propia iniciativa a los maridos, los
cuales las amaban, que pudieran tomar «sobre sus rodillas» -o sea,
acoger- a la prole dada a la vida por otra mujer, como la sierva, o
esclava. Tal fue el caso de Sara respecto a Abraham (1) y también el
de Raquel respecto a Jacob (2). Esas dos narraciones reflejan el
clima moral en que se practicaba el Decálogo. Explican el modo en
que el ethos israelita era preparado para acoger el mandamiento «no
cometer adulterio» y la aplicación que encontraba tal mandamiento en
la más antigua tradición de aquel pueblo. La autoridad de los
Patriarcas era, de hecho, la más alta en Israel y tenía un carácter
religioso. Estaba estrictamente ligada a la Alianza y a la promesa.
3. El mandamiento «no cometer adulterio» no cambió esa tradición.
Todo indica que su ulterior desarrollo no se limitaba a los motivos
(más bien excepcionales) que había guiado el comportamiento de
Abraham y Sara, o de Jacob y Raquel. Si tomamos como ejemplo a los
representantes más ilustres de Israel después de Moisés, los reyes
de Israel, David y Salomón, la descripción de su vida atestigua el
establecimiento de la poligamia efectiva, y ello, indudablemente,
por motivos de concupiscencia.
En la historia de David, que tenía también varias mujeres, debe
impresionar no solamente el hecho de que había tomado la mujer de un
súbdito suyo, sino también la clara conciencia de haber cometido
adulterio. Ese hecho, así como la penitencia del rey, son descritos
de forma detallada y sugestiva (3). Por adulterio se entiende
solamente la posesión de la mujer de otro, mientras no lo es la
posesión de otras mujeres como esposas junto a la primera. Toda la
tradición de la Antigua Alianza indica que en la conciencia de las
generaciones que se sucedían en el pueblo elegido, a su ethos no fue
añadida jamás la exigencia efectiva de la monogamia, como
implicación esencial e indispensable del mandamiento «no cometer
adulterio».
4. Sobre este fondo histórico hay que entender todos los esfuerzos
que están dirigidos a introducir el contenido específico del
mandamiento «no cometer adulterio» en el cuadro de la legislación
promulgada. Lo confirman los Libros de la Biblia, en los que se
encuentra registrado ampliamente el conjunto de la legislación del
Antiguo Testamento. Si se toma en consideración la letra de tal
legislación; resulta que esta lucha contra el adulterio de manera
decidida y sin miramientos, utilizando medios radicales, incluida la
pena de muerte (4). Pero lo hace sosteniendo la poligamia efectiva,
más aún, legalizándola plenamente, al menos de modo indirecto. Así,
pues, el adulterio es combatido sólo en los límites determinados y
en el ámbito de las premisas definitivas, que componen la forma
esencial del ethos del Antiguo Testamento. Aquí por adulterio se
entiende sobre todo (y tal vez exclusivamente) la infracción del
derecho de propiedad del hombre con respecto a cualquier mujer que
sea su esposa legal (normalmente: una entre tantas); no se entiende,
en cambio, el adulterio como aparece desde el punto de vista de la
monogamia establecida por el Creador. Sabemos ya que Cristo se
refirió al «principio» precisamente en relación con este argumento
(cf. Mt 19, 8).
5. Por otra parte, es muy significativa la circunstancia en que
Cristo se pone de parte de la mujer sorprendida en adulterio y la
defiende de la lapidación. El dice a los acusadores: «Quien de
vosotros esté sin pecado tire la primera piedra contra ella» (Jn 8,
7). Cuando ellos dejan las piedras y se alejan, dice a la mujer: «Ve,
y de ahora en adelante no peques más» (Jn 8, 11). Cristo identifica,
pues, claramente el adulterio con el pecado. En cambio, cuando se
dirige a los que querían lapidar a la mujer adultera, no apela a las
prescripciones de la ley israelita, sino exclusivamente a la
conciencia. El discernimiento del bien y del mal inscrito en las
conciencias humanas puede demostrarse más profundo y más correcto
que el contenido de una norma.
Como hemos visto, la historia del Pueblo de Dios en la Antigua
Alianza (que hemos intentado ilustrar sólo a través de algunos
ejemplos) se desarrollaba, en gran medida, fuera del contenido
normativo encerrado por Dios en el mandamiento «no cometer adulterio»;
pasaba, por así decirlo, a su lado. Cristo desea enderezar estas
desviaciones. De aquí, las palabras pronunciadas por El en el sermón
de la montaña.
Notas
(1) Cf. Gén 16, 2.
(2) Cf. Gén 30, 3.
(3) Cf. 2 Sam 11, 2-27.
(4) Cf. Lev 20, 10; Dt 22, 22.
Esta página es obra
de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.
Copyright
© 2001 SCTJM |