el matrimonio a
la luz del sermón de la montaña
Audiencia General del 6 de agosto de 1980
1.
Prosiguiendo nuestro ciclo, volvemos hoy al discurso de la montaña y
precisamente al enunciado «Todo el que mira a una mujer deseándola,
ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 8). Jesús apela aquí al «corazón».
En su coloquio con los fariseos, Jesús, haciendo referencia al «principio»
(cf. los análisis precedentes), pronunció las siguientes palabras
referentes al libelo de repudio: «Por la dureza de vuestro corazón,
os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no
fue así» (Mt 19, 8). Esta frase encierra indudablemente una
acusación. «La dureza de corazón» (1) indica lo que según el ethos
del pueblo del Antiguo Testamento, había fundado la situación
contraria al originario designio de Dios-Yahvé según el Génesis 2,
24. Y es ahí donde hay que buscar la clave para interpretar toda la
legislación de Israel en el ámbito del matrimonio y, con un sentido
más amplio en el conjunto de las relaciones entre hombre y mujer.
Hablando de la «dureza de corazón», Cristo acusa, por decirlo así, a
todo el «sujeto interior», que es responsable de la deformación de
la ley. En el discurso de la montaña (Mt 5, 27-28) hace también una
alusión al «corazón», pero las palabras pronunciadas ahí no parecen
una acusación solamente.
2. Debemos reflexionar una vez más sobre ellas, insertándolas lo más
posible en su dimensión «histórica». El análisis hecho hasta ahora,
tendente a enfocar al «hombre de la concupiscencia» en su momento
genético casi en el punto inicial de su historia entrelazada con la
teología, constituye una amplia introducción, sobre todo
antropológica, al trabajo que todavía hay que emprender. La sucesiva
etapa de nuestro análisis deberá ser de carácter ético. El discurso
de la montaña, y en especial ese pasaje que hemos elegido como
centro de nuestros análisis, forma parte de la proclamación del
nuevo ethos: el ethos del Evangelio. En las enseñanzas de Cristo,
esta profundamente unido con la conciencia del «principio»; por
tanto, con el misterio de la creación en su originaria sencillez y
riqueza. Y, al mismo tiempo, el ethos, que Cristo proclama en el
discurso de la montaña, está enderezado de modo realista al «hombre
histórico», transformado en hombre de la concupiscencia. La triple
concupiscencia, en efecto, es herencia de toda la humanidad y el «corazón»
humano realmente participa en ella. Cristo, que sabe «lo que hay en
todo hombre» (Jn 2, 25) (2), no puede hablar de otro modo, sino con
semejante conocimiento de causa. Desde ese punto de vista, en las
palabras de Mt 5, 27-28, no prevalece la acusación, sino el juicio:
un juicio realista sobre el corazón humano, un juicio que de una
parte tiene un fundamento antropológico y, de otra, un carácter
directamente ético. Para el ethos del Evangelio es un juicio
constitutivo.
3. En el discurso de la montaña, Cristo se dirige directamente al
hombre que pertenece a una sociedad bien definida. También él
Maestro pertenece a esa sociedad, a ese pueblo. Por tanto, hay que
buscar en las palabras de Cristo una referencia a los hechos, a las
situaciones, a las instituciones con que someter tales referencias a
un análisis por lo menos sumario, a fin de que surja más claramente
el significado ético de las palabras de Mateo 5, 27-28. Sin embargo,
con esas palabras, Cristo se dirige también, de modo indirecto pero
real, a todo hombre «histórico» (entendiendo este adjetivo sobre
todo en función teológica). Y este hombre es precisamente el «hombre
de la concupiscencia», cuyo misterio y cuyo corazón es conocido por
Cristo («pues El conocía lo que en el hombre había»: Jn 2, 25). Las
palabras del discurso de la montaña nos permiten establecer un
contacto con la experiencia interior de este hombre, casi en toda
latitud y longitud geográfica, en las diversas épocas, en los
diversos condicionamientos sociales y culturales. El hombre de
nuestro tiempo se siente llamado por su nombre en este enunciado de
Cristo, no menos que el hombre de «entonces», al que el Maestro
directamente se dirigía.
4. En esto reside la universalidad del Evangelio, que no es en
absoluto una generalización. Quizá precisamente en ese enunciado de
Cristo que estamos ahora analizando, eso se manifiesta con
particular claridad. En virtud de ese enunciado, el hombre de todo
tiempo y de todo lugar se siente llamado en su modo justo, concreto,
irrepetible: porque precisamente Cristo apela al «corazón» humano,
que no puede ser sometido a generalización alguna. Con la categoría
del «corazón», cada uno es individualizado singularmente más aún que
por el nombre; es alcanzado en lo que lo determina de modo único e
irrepetible; es definido en su humanidad «desde el interior».
5. La imagen del hombre de la concupiscencia afecta ante todo a su
interior (3). La historia del «corazón» humano después del pecado
original, esta escrita bajo la presión de la triple concupiscencia,
con la que se enlaza también la más profunda imagen del ethos en sus
diversos documentos históricos. Sin embargo, ese interior es también
la fuerza que decide sobre el comportamiento humano «exterior» y
también sobre la forma de múltiples estructuras e instituciones a
nivel de vida social. Si de estas estructuras e instituciones
deducimos los contenidos del ethos, en sus diversas formulaciones
históricas, siempre encontramos ese aspecto íntimo propio de la
imagen interior del hombre. Esta es, en efecto, la componente más
esencial. Las palabras de Cristo en el discurso de la montaña, y
especialmente las de Mateo 5, 27-28, lo indican de modo inequívoco.
Ningún estudio sobre el ethos humano puede dejar de lado esto con
indiferencia.
Por tanto, en nuestras sucesivas reflexiones trataremos de someter a
un análisis mas detallado ese enunciado de Cristo que dice: «Habéis
oído que fue dicho: no adulterarás. Pero yo os digo que todo el que
mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (o
también: «Ya la ha hecho adúltera en su corazón»).
Para comprender mejor este texto analizaremos primero cada una de
sus partes, a fin de obtener después una visión global más profunda.
Tomaremos en consideración no solamente los destinatarios de
entonces que escucharon con sus propios oídos el discurso de la
montaña, sino también, en cuanto sea posible, a los contemporáneos,
a los hombres de nuestro tiempo.
Notas
(1) El término griego sklerokardia ha sido forjado por los Setenta para
expresar lo que en hebreo significaba: «incircuncisión de corazón» (cf. como
ej. Dt 10, 16; Jer 4, 4; Sir 3, 26 s.) y que, en la traducción literal del
Nuevo Testamento, aparece una sola vez (Act 7, 51).
La «incircuncisión» significaba el «paganismo», la «impureza», la «distancia
de la Alianza con Dios»; la «incircuncisión de corazón» expresaba la
indómita obstinación en oponerse a Dios. Lo confirma la frase del diácono
Esteban: «Duros de cerviz e incircuncisos de corazón y oídos, vosotros
siempre habéis resistido al Espíritu Santo. Como vuestros padres, así
también vosotros» (Act 7, 51).
Por tanto hay que entender la «dureza de corazón» en este contexto
filológico.
(2) Cf. Ap 2, 23; «...el que escudriña las entrañas y los corazones...»; Act
1, 24: «Tu. Señor, que conoces los corazones de todos...» (kardiognostes).
(3) «Porque del corazón provienen los malos pensamientos, los homicidios,
los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las
blasfemias. Esto es lo que contamina al hombre...» (Mt 15, 19-20).
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