la donación mutua
del hombre y la mujer en el matrimonio
Audiencia General del 30 de julio de 1980
1. Las
reflexiones que venimos haciendo en este ciclo se relacionan con las
palabras que Cristo pronunció en el discurso de la montaña sobre el
«deseo» de la mujer por parte del hombre. En el intento de proceder
a un examen de fondo sobre lo que caracteriza al «hombre de la
concupiscencia» hemos vuelto nuevamente al libro del Génesis. En él,
la situación que se llegó a crear en la relación recíproca del
hombre y de la mujer, está delineada con gran finura. Cada una de
las frases de Génesis 3, es muy elocuente. Las palabras de
Dios-Yahvé dirigidas a la mujer en Génesis 3, 16: «Buscarás con
ardor a tu marido, que te dominará», parecen revelar, analizándolas
profundamente, el modo en que la relación de don recíproco, que
existía entre ellos en el estado original de inocencia, se cambió,
tras el pecado original, en una relación de recíproca apropiación.
Si el hombre se relaciona con la mujer hasta el punto de
considerarla sólo como un objeto del que apropiarse y no como don,
al mismo tiempo se condena a sí mismo a hacerse también el, para
ella, solamente objeto de apropiación y no don. Parece que las
palabras del Génesis 3, 16, tratan de tal relación bilateral, aunque
directamente sólo se diga: «él te dominará». Por otra parte, en la
apropiación unilateral (que indirectamente es bilateral) desaparece
la estructura de la comunión entre las personas; ambos seres humanos
se hacen casi incapaces de alcanzar la medida interior del corazón,
orientada hacia la libertad del don y al significado nupcial del
cuerpo, que le es intrínseco. Las palabras del Génesis 3,16 parecen
sugerir que esto sucede más bien a expensas de la mujer y que, en
todo caso, ella lo siente más que el hombre.
2. Merece la pena prestar ahora atención al menos a ese detalle. Las
palabras de Dios-Yahvé según el Génesis 3, 16: «Buscarás con ardor a
tu marido, que te dominará», y las de Cristo, según Mateo 5, 27-28:
«El que mira a una mujer deseándola...», permiten vislumbrar un
cierto paralelismo. Quizá, aquí no se trata del hecho de que es
principalmente la mujer quien resulta objeto del «deseo» por parte
del hombre, sino más bien se trata de que -como precedentemente
hemos puesto de relieve- el hombre «desde el principio» debería
haber sido custodio de la reciprocidad del don y de su auténtico
equilibrio. El análisis de ese «principio» (Gén 2, 23-25) muestra
precisamente la responsabilidad del hombre al acoger la feminidad
como don y corresponderla con un mutuo, bilateral intercambio.
Contrasta abiertamente con esto el obtener de la mujer su propio
don, mediante la concupiscencia. Aunque el mantenimiento del
equilibrio del don parece estar confiado a ambos, corresponde sobre
todo al hombre una especial responsabilidad, como si de él
principalmente dependiese que el equilibro se mantenga o se rompa, o
incluso -si ya se ha roto- sea eventualmente restablecido.
Ciertamente, la diversidad de funciones según estos enunciados, a
los que hacemos aquí referencia como a textos clave, estaba también
dictada por la marginación social de la mujer en las condiciones de
entonces (y la Sagrada Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento
proporciona suficientes pruebas de ello); pero también hay en ello
encerrada una verdad, que tiene su peso independientemente de los
condicionamientos específicos debidos a las costumbres de esa
determinada situación histórica.
3. La concupiscencia hace que el cuerpo se convierta algo así como
en «terreno» de apropiación de la otra persona. Como es fácil
comprender, esto lleva consigo la pérdida del significado nupcial
del cuerpo. Y junto con esto adquiere otro significado también la
recíproca «pertenencia» de las personas, que uniéndose hasta ser «una
sola carne» (Gén 2, 24), son a la vez llamadas a pertenecer una a la
otra. La particular dimensión de la unión personal del hombre y de
la mujer a través del amor se expresa en las palabras «mío... mía».
Estos pronombres, que pertenecen desde siempre al lenguaje del amor
humano, aparecen frecuentemente en las estrofas del Cantar de los
Cantares y también en otros textos bíblicos (1). Son pronombres que
en su significado «material» denotan una relación de posesión, pero
en nuestro caso indican la analogía personal de tal relación. La
pertenencia recíproca del hombre y de la mujer, especialmente cuando
se pertenecen como cónyuges «en la unidad del cuerpo», se forma
según esta analogía personal. La analogía -como se sabe- indica a la
vez la semejanza y también la carencia de identidad (es decir, una
sustancial desemejanza). Podemos hablar de la pertenencia recíproca
de las personas solamente si tomamos en consideración tal analogía.
En efecto, en su significado originario y específico, la pertenencia
supone relación del sujeto con el objeto: relación de posesión y de
propiedad. Es una relación no solamente objetiva, sino sobre todo
«material»; pertenencia de algo, por tanto de un objeto, a alguien.
4. Los términos «mío... mía», en el eterno lenguaje del amor humano,
no tienen -ciertamente- tal significado. Indicen la reciprocidad de
la donación, expresan el equilibrio del don -quizá precisamente esto
en primer lugar-; es decir, ese equilibrio del don en que se
instaura la recíproca communio personarum. Y si ésta queda
instaurada mediante el don recíproco de la masculinidad y la
feminidad, se conserva en ella también él significado nupcial del
cuerpo. Ciertamente, las palabras «mío... mía», en el lenguaje del
amor, parecen una radical negación de pertenencia en el sentido en
que un objeto-cosa material pertenece al sujeto-persona. La analogía
conserva su función mientras no cae en el significado antes expuesto.
La triple concupiscencia y, en especial, la concupiscencia de la
carne, quita a la recíproca pertenencia del hombre y de la mujer la
dimensión que es propia de la analogía personal, en la que los
términos «mío... mía» conservan su significado esencial. Tal
significado esencial está fuera de la «ley de la propiedad», fuera
del significado del «objeto de posesión»; la concupiscencia, en
cambio, está orientada hacia este último significado. Del poseer, el
ulterior paso va hacia el «gozar»: el objeto que poseo adquiere para
mí un cierto significado en cuanto que dispongo y me sirvo de él, lo
uso. Es evidente que la analogía personal de la pertenencia se
contrapone decididamente a ese significado. Y esta oposición es un
signo de que lo que en la relación recíproca del hombre y de la
mujer «viene del Padre» conserva su persistencia y continuidad en
contraste con lo que viene «del mundo». Sin embargo, la
concupiscencia de por sí empuja al hombre hacia la posesión del otro
como objeto, lo empuja hacia el «goce», que lleva consigo la
negación del significado nupcial del cuerpo. En su esencia, el don
desinteresado queda excluido del «goce» egoísta. ¿No lo dicen acaso
ya las palabras de Dios-Yahvé dirigidas a la mujer en Génesis 3, 16?
5. Según la primera Carta de Juan 2, 16, la concupiscencia muestra
sobre todo el estado del espíritu humano. También la concupiscencia
de la carne atestigua en primer lugar el estado del espíritu humano.
A este problema convendrá dedicarle un ulterior análisis. Aplicando
la teología de San Juan al terreno de las experiencias descritas en
Génesis 3, como también a las palabras pronunciadas por Cristo en el
discurso de la montaña (Mt 5, 27-28), encontramos, por decirlo así,
una dimensión concreta de esa oposición que -junto con el pecado-
nació en el corazón humano entre el espíritu y el cuerpo. Sus
consecuencias se dejan sentir en la relación recíproca de las
personas, cuya unidad en la humanidad está determinada desde el
principio por el hecho de que son hombre y mujer. Desde que en el
hombre se instaló otra ley «que repugna a la ley de mi mente» (Rom
7, 23) existe como un constante peligro en tal modo de ver, de
valorar, de amar, por el que el «deseo del cuerpo» se manifiesta más
potente que el «deseo de la mente». Y es precisamente esta verdad
sobre el hombre, esta componente antropológica lo que debemos tener
siempre presente, si queremos comprender hasta el fondo el
llamamiento dirigido por Cristo al corazón humano en el discurso de
la montaña.
Notas
(1) Cf. por ej. Cant 1, 9. 13. 14. 15. 16; 2, 2. 3. 8. 9. 10. 13. 14. 16.
17; 3, 2. 4. 5; 4, 1. 10; 5, 1. 2. 4; 6, 2. 3. 4. 9; 7, 11; 8, 12. 14.
Cf., además por ej. Ez 16, 8; Os 2, 18; Tob 8, 7.
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