la concupiscencia
hace perder la libertad interior de la donación mutua
Audiencia General del 23 de julio de 1980
1. El
cuerpo humano, en su originaria masculinidad y feminidad, según el
misterio de la creación -como sabemos por el análisis del Génesis 2,
23-25- no es solamente fuente de fecundidad, o sea, de procreación,
sino que desde «el principio» tiene un carácter nupcial; lo que
quiere decir que es capaz de expresar el amor con que el
hombre-persona se hace don, verificando así el profundo sentido del
propio ser y del propio existir. En esta peculiaridad suya, el
cuerpo es la expresión del espíritu y está llamado, en el misterio
mismo de la creación, a existir en la comunión de la personas «a
imagen de Dios». Ahora bien, la concupiscencia «que viene del mundo»
-y aquí se trata directamente de la concupiscencia del cuerpo-
limita y deforma el objetivo modo de existir del cuerpo, del que el
hombre se ha hecho partícipe. El «corazón» humano experimenta el
grado de esa limitación o deformación, sobre todo en el ámbito de
las relaciones recíprocas hombre-mujer. Precisamente en la
experiencia del «corazón» la feminidad y la masculinidad, en sus
mutuas relaciones, parecen no ser ya la expresión del espíritu que
tiende a la comunión personal, y quedan solamente como objeto de
atracción, al igual, en cierto sentido, de lo que sucede «en el
mundo» de los seres vivientes que, como el hombre, han recibido la
bendición de la fecundidad (cf. Gén 1).
2. Tal semejanza está ciertamente contenida en la obra de la
creación; lo confirma también él Génesis 2 y especialmente el
versículo 24. Sin embargo, lo que constituía el substrato «natural»,
somático y sexual, de esa atracción, ya en el misterio de la
creación expresaba plenamente la llamada del hombre y de la mujer a
la comunión personal; en cambio, después del pecado, en la nueva
situación de que habla Génesis 3, tal expresión se debilitó y se
ofuscó, como si hubiera disminuido en el delinearse de las
relaciones recíprocas, o como si hubiese sido rechazada sobre otro
plano. El substrato natural y somático de la sexualidad humana se
manifestó como una fuerza casi autógena, señalada por una cierta «constricción
del cuerpo», operante según una propia dinámica, que limita la
expresión del espíritu y la experiencia del intercambio de donación
de la persona. Las palabras del Génesis 3, 16, dirigidas a la
primera mujer parecen indicarlo de modo bastante claro («buscarás
con ardor a tu marido que te dominará»).
3. El cuerpo humano en su masculinidad / feminidad ha perdido casi
la capacidad de expresar tal amor, en que el hombre-persona se hace
don, conforme a la más profunda estructura y finalidad de su
existencia personal, según hemos observado ya en los precedentes
análisis. Si aquí no formulamos este juicio de modo absoluto y hemos
añadido la expresión adverbial «casi», lo hacemos porque la
dimensión del don -es decir, la capacidad de expresar el amor con
que el hombre, mediante su feminidad o masculinidad se hace don para
el otro- en cierto modo no ha cesado de empapar y plasmar el amor
que nace del corazón humano. El significado nupcial del cuerpo no se
ha hecho totalmente extraño a ese corazón: no ha sido totalmente
sofocado por parte de la concupiscencia, sino sólo habitualmente
amenazado. El corazón se ha convertido en el lugar de combate entre
el amor y la concupiscencia. Cuanto más domina la concupiscencia al
corazón, tanto menos éste experimenta el significado nupcial del
cuerpo y tanto menos sensible se hace al don de la persona, que en
las relaciones mutuas del hombre y la mujer expresa precisamente ese
significado. Ciertamente, también él «deseo» de que Cristo habla en
Mateo 5, 27-28, aparece en el corazón humano en múltiples formas; no
siempre es evidente y patente, a veces está escondido y se hace
llamar «amor», aunque cambie su auténtico perfil y oscurezca la
limpieza del don en la relación mutua de las personas. ¿Quiere acaso
esto decir que debamos desconfiar del corazón humano? ¡No! Quiere
decir solamente que debemos tenerlo bajo control.
4. La imagen de la concupiscencia del cuerpo, que surge del presente
análisis, tiene una clara referencia a la imagen de la persona, con
la cual hemos enlazado nuestras precedentes reflexiones sobre el
tema del significado nupcial del cuerpo. En efecto, el hombre como
persona es en la tierra «la única criatura que Dios quiso por sí
misma» y, al mismo tiempo, aquel que no puede «encontrarse
plenamente sino a través de una donación sincera de sí mismo» (1).
La concupiscencia en general -y la concupiscencia del cuerpo en
particular- afecta precisamente a esa «donación sincera»: podría
decirse que sustrae al hombre la dignidad del don, que queda
expresada por su cuerpo mediante la feminidad y la masculinidad y,
en cierto sentido, «despersonaliza» al hombre, haciéndolo objeto «para
el otro». En vez de ser «una cosa con el otro» -sujeto en la unidad,
mas aún, en la sacramental «unidad del cuerpo»-, el hombre se
convierte en objeto para el hombre: la mujer para el varón y
viceversa. Las palabras del Génesis 3, 16 -y antes aún, de Génesis
3, 7- lo indican, con toda la claridad del contraste, con respecto a
Génesis 2, 23-25.
5. Violando la dimensión de donación recíproca del hombre y de la
mujer, la concupiscencia pone también en duda el hecho de que cada
uno de ellos es querido por el Creador «por sí mismo». La
subjetividad de la persona cede, en cierto sentido, a la objetividad
del cuerpo. Debido al cuerpo, el hombre se convierte en objeto para
el hombre: la mujer para el varón y viceversa. La concupiscencia
significa, por así decirlo, que las relaciones personales del hombre
y la mujer son vinculadas unilateral y reducidamente al cuerpo y al
sexo, en el sentido de que tales relaciones llegan a ser casi
inhábiles para acoger el don recíproco de la persona. No contienen
ni tratan la feminidad / masculinidad según la plena dimensión de la
subjetividad personal, no constituyen la expresión de la comunión
sino que permanecen unilateralmente determinados «por el sexo».
6. La concupiscencia lleva consigo la pérdida de la libertad
interior del don. El significado nupcial del cuerpo humano está
ligado precisamente a esta libertad. El hombre puede convertirse en
don -es decir, el hombre y la mujer puede existir en la relación del
recíproco don de sí- si cada uno de ellos se domina a sí mismo. La
concupiscencia, que se manifiesta como una «constricción ‘sui
generis’ del cuerpo», limita interiormente y restringe el
autodominio de sí y, por eso mismo, en cierto sentido, hace
imposible la libertad interior del don. Además de esto, también
sufre ofuscación la belleza, que el cuerpo humano posee en su
aspecto masculino y femenino, como expresión del espíritu. Queda el
cuerpo como objeto de concupiscencia y, por tanto, como «terreno de
apropiación» del otro ser humano. La concupiscencia, de por sí, no
es capaz de promover la unión como comunión de personas. Ella sola
no une, sino que se adueña. La relación del don se transforma en la
relación de apropiación.
Llegados a esto punto, interrumpimos por hoy nuestras reflexiones.
El último problema aquí tratado es de tan gran importancia, y es
además sutil, desde el punto de vista de la diferencia entre el amor
auténtico (es decir, la «comunión de las personas») y la
concupiscencia, que tendremos que volver sobre el tema en el próximo
capítulo.
Notas
(1) Gaudium et spes, 24: «Más aún, el Señor cuando ruega al Padre que todos
sean uno, como nosotros también somos uno (Jn, 17, 21-22), abriendo
perspectivas cerradas a razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la
unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y
la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre
a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud
si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás».
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de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.
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