Segundo relato de la creación
Audiencia General del 19 de septiembre de 1979
 



 
1. Respecto a las palabras de Cristo sobre el tema del matrimonio, en las que se remite al «principio», dirigimos nuestra atención, hace una semana, al primer relato de la creación del hombre en el libro del Génesis (cap. 1). Hoy pasaremos al segundo relato que, frecuentemente es conocido por «yahvista», ya que en él a Dios se le llama «Yahvé».

El segundo relato de la creación del hombre (vinculado a la presentación tanto de la inocencia y felicidad originales, como a la primera caída) tiene un carácter diverso por su naturaleza. Aun no queriendo anticipar los detalles de esta narración -porque nos convendrá retornar a ellos en análisis ulteriores- debemos constatar que todo el texto, al formular la verdad sobre el hombre, nos sorprende con sus profundidad típica, distinta de la del primer capítulo del Génesis. Se puede decir que es una profundidad de naturaleza sobre todo subjetiva y, por lo tanto, en cierto sentido, psicológica. El capítulo 2 del Génesis constituye, en cierto modo, la más antigua descripción registrada de la autocomprensión del hombre y, junto con el capítulo 3, es el primer testimonio de la conciencia humana. Con una reflexión profunda sobre este texto -a través de toda la forma arcaica de la narración, que manifiesta su primitivo carácter mítico (1)- encontramos allí «in núcleo» casi todos los elementos del análisis del hombre, a los que es tan sensible la antropología filosófica moderna y sobre todo la contemporánea. Se podría decir que el Génesis 2 presenta la creación del hombre especialmente en el aspecto de su subjetividad. Confrontando a la vez ambos relatos, llegamos a la convicción de que esta subjetividad corresponde a la realidad objetiva del hombre creado «a imagen de Dios». E incluso este hecho es -de otro modo- importante para la teología del cuerpo, como veremos en los análisis siguientes.

2. Es significativo que Cristo, en su respuesta a los fariseos, en la que se remite al «principio», indica ante todo la creación del hombre con referencia al Génesis 1, 27: «El Creador al principio los creó varón y mujer»: sólo a continuación cita el texto del Génesis 2, 24. Las palabras que describen directamente la unidad e indisolubilidad del matrimonio, se encuentran en el contexto inmediato del segundo relato de la creación, cuyo rasgo característico es la creación por separado de la mujer (cf. Gén 2, 18-23), mientras que el relato de la creación del primer hombre (varón) se halla en el Gén 2, 5-7. A este primer ser humano la Biblia lo llama «hombre» (adam) mientras que, por el contrario, desde el momento de la creación de la primera mujer, comienza a llamarlo «varón», ‘is, en relación a ‘issàh (mujer, porque está sacada del varón = ‘is) (2). Y es también significativo que, refiriéndose al Gén 2, 24. Cristo no sólo une el «principio» con el misterio de la creación, sino también nos lleva, por decirlo así, al límite de la primitiva inocencia del hombre y del pecado original. La segunda descripción de la creación del hombre ha quedado fijada en el libro del Génesis precisamente en este contexto. Allí leemos ante todo: «De la costilla que del hombre tomara, formó Yahvé Dios a la mujer, y se la presentó al hombre. El hombre exclamó: ‘Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta se llamará varona, porque el varón ha sido tomada’» (Gén 2, 22-23). «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; y se unirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne» (Gén 2, 24).
«Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, sin avergonzarse de ello» (Gén 2, 25).

3. A continuación, inmediatamente después de estos versículos, comienza el Génesis 3 la narración de la primera caída del hombre y de la mujer, vinculada al árbol misterioso, que ya antes ha sido llamado «árbol de la ciencia del bien y del mal» (Gén 2, 17). Con esto surge una situación completamente nueva, esencialmente distinta de la precedente. El árbol de la ciencia del bien y del mal es una línea divisoria entre las dos situaciones originarias, de las que habla el libro del Génesis. La primera situación es la de la inocencia original, en la que el hombre (varón y hembra) se encuentran casi fuera del conocimiento del bien y del mal, hasta que no quebranta la prohibición del Creador y no come del fruto del árbol de la ciencia. La segunda situación, en cambio, es esa en la que el hombre, después de haber quebrantado el mandamiento del Creador por sugestión del espíritu maligno simbolizado en la serpiente, se halla, en cierto modo, dentro del conocimiento del bien y del mal. Esta segunda situación determina el estado pecaminoso del hombre, contrapuesto al estado de inocencia primitiva.

Aunque el texto yahvista sea muy conciso en su conjunto, basta sin embargo para diferenciar y contraponer con claridad esas dos situaciones originarias. Hablamos aquí de situaciones, teniendo ante los ojos el relato que es una descripción de acontecimientos. No obstante, a través de esta descripción y de todos sus pormenores, surge la diferencia esencial entre el estado pecaminoso del hombre y el de su inocencia original (3). La teología sistemática entreverá en estas dos situaciones antitéticas dos estados diversos de la naturaleza humana: status naturæ integræ (estado de naturaleza íntegra) y status naturæ lapsæ (estada de naturaleza caída). Todo esto brota de ese texto «yahvista» del Gén 2 y 3, que encierra en sí la palabra más antigua de la revelación, y evidentemente tiene un significado fundamental para la teología del hombre y para la teología del cuerpo.

4. Cuando Cristo, refiriéndose al «principio», lleva a sus interlocutores a las palabras del Gén 2, 24, les ordena, en cierto sentido, sobrepasar el límite que, en el texto yahvista del Génesis, hay entre la primera y la segunda situación del hombre. No aprueba lo que «por dureza del... corazón» permitió Moisés, y se remite a las palabras de la primera disposición divina, que en este texto está expresamente ligada al estado de inocencia original del hombre. Esto significa que esta disposición no ha perdido su vigencia, aunque el hombre haya perdido la inocencia primitiva. La respuesta de Cristo es decisiva y sin equívocos. Por eso debemos sacar de ella las conclusiones normativas, que tienen un significado esencial no sólo para la ética, sino sobre todo para la teología del hombre y para la teología del cuerpo, que, como un punto particular de la antropología teológica, se establece sobre el fundamento de la palabra de Dios que se revela. Trataremos de sacar estas conclusiones en el próximo encuentro.
 



Notas


(1) Si en el lenguaje del racionalismo del siglo XIX el término «mito» indicaba lo que no se contenía en la realidad, el producto de la imaginación (Wundt), o lo que es irracional (Lévy Bruhl), el siglo XX ha modificado la concepción del mito.
L. Walk ve en el mito la filosofía natural, primitiva y arreligiosa; R. Otto lo considera instrumento de conocimiento religioso; para C. G. Jung, en cambio, el mito es manifestación de los arquetipos y la expresión del «inconsciente colectivo», símbolo de los procesos interiores.

M. Eliade descubre en el mito la estructura de la realidad que es inaccesible a la investigación racional y empírica: efectivamente, el mito transforma el suceso en categoría y hace capaz de percibir la realidad trascendente; no es sólo símbolo de los procesos interiores (como afirma Jung), sino un acto autónomo y creativo del espíritu humano, mediante el cual se actúa la revelación (cf. Traité d’historie des religions, París 1949, pág. 363; Images et symboles. París, 1952, págs. 199-235).
Según P. Tillich el mito es un símbolo, constituido por los elementos de la realidad para presentar lo absoluto y la trascendencia del ser, a los que tiende el acto religioso. H. Schlier subraya en el mito no conoce los hechos históricos y no tiene necesidad de ellos, en cuanto describe lo que es destino cósmico del hombre que es siempre igual.
Finalmente, el mito tiende a conocer lo que es incognoscible.

Según P. Ricoeur: «Le mythe est autre chose qu’une explication du monde,de l’histoire ete de la destinée; il exprime, en terme de mode, voire d’outremonde ou de second monde, la compréhension que l’homme pren de luimême par rapport au fondement et à la limite de son existence (...). Il exprime dans un langage objectif le sens que ‘lhomme prend de sa dépendance à l’egard de cela qui se tient à la limite et à l’origine de son monde» (P. Ricoeur, Le Conflit des interprétations, París [Seuil] 1969, pág. 383).


«Le mythe adamique est par excellence le mythe anthropologique; Adam veut dire Homme; mais tout mythe de l’homme primordial’ n’est pas ‘mythe adamique’, qui... est seul propement anthropologique; par là trois traits sont désignes:
- le mythe étiologique rapporte l’origine du mal à un ancêtre de l’humanité actuelle dont la condition est homogène à la nôtre (...).

- le mythe étiologique est la tentative la plus extrême pour dédoubler l’origine du mal et du bien. L’intention de ce mythe est de donner consistance à une origine radicale du mal distincte de l’origine plus originaire de l’êtrebon des choses (...). Cette distinction du radical et d’originaire est essentielle au caractère anthropologique du mythe adamique; c’est elle quie fait de l’homme un commencement du mal au sein d’une création qui a déja son commencement absolu dans l’acte createur de Dieu.

- le mythe adamique subordonne à la figure centrale de l’homme primordial d’autres figures qui tendent à décentrer le récit,sans pourtant supprimer le primat de la figure adamique (...).

Le mythe,en nommant Adam, l’homme, explicite l’universalité concrète du mal humain; l’esprit de pénitence se donne dans le mythe adamique le symbole de cette universalité. Nous retrovons ainsi (...) la fonction universalisante du mythe. Mais en même temps mous retrouvons les deux autres fonctions, également suscitées par l’expérience pénitentielle (...). Le mythe protohistorique servit ainsi non sulement à généraliser l’expérience d’Israel à l’humanité de tous les temps et de tous les lieux,mais à étendre à celleci la grande tensión de la condammantion et de la misericorde que les prophétes avaient enseigné à discerner dans le prope destin d’Israel.

En fin, dernière fonction du mthe, motivée dans la foi d’Israel: le mythe prepare la spéculation en explorant le point de rupture de l’ontologique et de l’historique» (P. Ricoeur, Finitude et culpabilité: II. Symbolique du mal, París 1960 [Aubier], págs. 218-227.

(2) En cuanto a la etimología, no se excluye que el término hebreo ‘is se derive de una raíz que significa «fuerza» (‘is o también ‘ws); en cambio ‘issà está unido a una serie de términos semíticos, cuyo significado oscila entre «hembra» y «mujer».
La etimología propuesta por el texto bíblico es de carácter popular y sirve para subrayar la unidad del origen del hombre y de la mujer; esto parece confirmado por la asonancia de ambas palabras.

(3) «El mismo lenguaje religioso pide la trasposición de las «imágenes» o mejor, «modalidades simbólicas» a «modalidades conceptuales» de expresión.

A primera vista esta trasposición puede parecer un cambio puramente extrínseco (...). El lenguaje simbólico parece inadecuado para emprender el camino del concepto por un motivo que es peculiar de la cultura occidental. En esta cultura el lenguaje religioso ha estado siempre condicionado por otro lenguaje, el filosófico, que es el lenguaje conceptual por excelencia (...). Si es verdad que un vocabulario religioso es comprendido sólo en una comunidad que lo interpreta y según una tradición de interpretación, sin embargo también es verdad que no existe tradición de interpretación que no esté «mediatizada» por alguna concepción filosófica.

He aquí que la palabra «Dios», que en los textos bíblicos recibe su significado por la convergencia de diversos modos de la narración (relatos y profecías, textos de legislación y literatura sapiencial, proverbios e himnos) -vista esta convergencia, tanto como el punto de intersección, como el horizonte que se desvanece en toda y cualquier forma- debió ser absorbida en el espacio conceptual, para ser reinterpretada en los términos del Absoluto filosófico como primer motor, causa primera, Actus Essendi, ser perfecto, etc. Nuestro concepto de Dios pertenece, pues, a una ontoteología, en la que se organiza toda la constelación de las palabras-clave de la semántica teológica, pero en un marco de significados dictados por la metafísica». (Paul Ricoeur, Ermeneutica bíblica, Brescia 1978, Morcelliana, págs. 140-141; título original: Biblical Hermeneutics, Montana 1975).

La cuestión sobre si la reducción metafísica expresa realmente el contenido que oculta en si el lenguaje simbólico y metafórico, es un tema aparte.

 


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