la vergüenza
original en la relación hombre-mujer
Audiencia General del 4 de junio de 1980
1. Al
hablar del nacimiento de la concupiscencia en el hombre, según el
libro del Génesis, hemos analizado el significado ordinario de la
vergüenza, que aparece con el primer pecado. El análisis de la
vergüenza, a la luz del relato bíblico, nos permite comprender
todavía más a fondo el significado que tiene para el conjunto de las
relaciones interpersonales hombre-mujer. En el capítulo tercero del
Génesis demuestra sin duda alguna que esa vergüenza aparece en la
relación recíproca del hombre con la mujer y que esta relación, a
causa de la vergüenza misma, sufrió una transformación radical. Y
puesto que ella nació en sus corazones juntamente con la
concupiscencia del cuerpo, el análisis de la vergüenza originaria
nos permite, al mismo tiempo, examinar en qué relación permanece
esta concupiscencia respecto a la comunión de las personas, que,
desde el principio, se concedió y asignó como incumbencia al hombre
y a la mujer por el hecho de haber sido creados «a imagen de Dios».
Por lo tanto, la ulterior etapa del estudio sobre la concupiscencia,
que «al principio» se había manifestado a través de la mujer, según
el Génesis 3, es el análisis de la insaciabilidad de la unión, esto
es, de la comunión de las personas, que debía expresarse también por
sus cuerpos, según la propia masculinidad y feminidad específica.
2. Así, pues, sobre todo, esta vergüenza que, según la narración
bíblica, induce al hombre y a la mujer a ocultar recíprocamente los
propios cuerpos y en especial su diferenciación sexual, confirma que
se rompió esa capacidad originaria de comunicarse recíprocamente a
sí mismos, de que habla el Génesis 2, 25. El cambio radical del
significado de la desnudez originaria nos permite suponer
transformaciones negativas de toda la relación interpersonal hombre-mujer.
Esa recíproca comunión en la humanidad misma mediante el cuerpo y
mediante su masculinidad y feminidad, que tenía una resonancia tan
fuerte en el pasaje procedente de la narración yahvista (cf. Gén 2,
23-25), en este momento queda alterada: como si el cuerpo, en su
masculinidad y feminidad, dejase de constituir el «insospechable»
substrato de la comunión de las personas, como si su función
originaria fuese «puesta en duda» en la conciencia del hombre y de
la mujer. Desaparecen la sencillez y la «pureza» de la experiencia
originaria, que facilitaba una plenitud singular en la recíproca
comunión de ellos mismos. Obviamente los progenitores no cesaron de
comunicarse mutuamente a través del cuerpo, de sus movimientos,
gestos, expresiones; pero desapareció la sencilla y directa comunión
entre ellos ligada con la experiencia originaria de la desnudez
recíproca. Como de improviso, aparece en sus conciencias un umbral
infranqueable, que limitaba la originaria «donación de sí» al otro,
confiando plenamente todo lo que constituía la propia identidad y,
al mismo tiempo, diversidad, femenina por un lado, masculina, por el
otro. La diversidad, o sea, la diferencia del sexo masculino y
femenino, fue bruscamente sentida y comprendida como elemento de
recíproca contraposición de personas. Esto lo atestigua la concisa
expresión del Génesis 3, 7: «Vieron que estaban desnudos», y su
contexto inmediato. Todo esto forma parte también del análisis de la
vergüenza primera. El libro del Génesis no sólo delinea su origen en
el ser humano, sino que permite también descubrir sus grados en
ambos, en el hombre y en la mujer.
3. El cerrarse de la capacidad de una plena comunión recíproca, que
se manifestaba como pudor sexual, nos permite entender mejor el
valor originario del significado unificante del cuerpo. En efecto,
no se puede comprender de otro modo ese respectivo cerrarse, o sea,
la vergüenza, sino en relación con el significado que el cuerpo, en
su feminidad y masculinidad, tenía anteriormente para el hombre en
el estado de inocencia originaria. Ese significado unificante se
entiende no sólo en relación con la unidad, que el hombre y la mujer,
como cónyuges, debían constituir, convirtiéndose en «una sola carne»
(Gén 2, 24) a través del acto conyugal, sino también en relación con
la misma «comunión de las personas», que había sido la dimensión
propia de la existencia del hombre y de la mujer en el misterio de
la creación. El cuerpo, en su masculinidad y feminidad, constituía
el «substrato» peculiar de esta comunión personal. El pudor sexual,
del que trata el Génesis 3, 7, atestigua la pérdida de la certeza
originaria de que el cuerpo humano, a través de su masculinidad y
feminidad, sea precisamente ese «substrato» de la comunión de las
personas, que «sencillamente» la exprese, que sirva a su realización
(y así también a completar la «imagen de Dios» en el mundo visible).
Este estado de conciencia de ambos tiene fuertes repercusiones en el
contexto ulterior del Génesis 3, del que nos ocuparemos dentro de
poco. Si el hombre, después del pecado original, había perdido, por
decirlo así, el sentido de la imagen de Dios en sí, esto se
manifestó con la vergüenza del cuerpo cf. especialmente (Gén 3,
10-11). Esa vergüenza, al invadir la relación hombre-mujer en su
totalidad, se manifestó con el desequilibrio del significado
originario de la unidad corpórea, esto es, del cuerpo como «substrato»
peculiar de las personas. Como si el perfil personal de la
masculinidad y feminidad, que antes ponía en evidencia el
significado del cuerpo para una plena comunión de las personas,
cediese el puesto sólo a la sensación de la «sexualidad» respecto al
otro ser humano. Y como si la sexualidad se convirtiese en «obstáculo»
para la relación personal del hombre con la mujer. Ocultándola
recíprocamente según el Génesis 3, 7, ambos la manifiestan como por
instinto.
4. Este es, a un tiempo, como el «segundo» descubrimiento del sexo
que en la narración bíblica difiere radicalmente del primero. Todo
el contexto del relato comprueba que este nuevo descubrimiento
distingue al hombre «histórico» de la concupiscencia (más aún, de la
triple concupiscencia) del hombre de la inocencia originaria. ¿En
qué relación se coloca la concupiscencia, y en particular la
concupiscencia de carne respecto a la comunión de las personas a
través del cuerpo, de su masculinidad y feminidad, esto es, respecto
a la comunión asignada, «desde el principio», al hombre por el
Creador? He aquí la pregunta que es necesario plantearse,
precisamente con relación al «principio» acerca de la experiencia de
la vergüenza, a la que se refiere el relato bíblico. La vergüenza,
como ya hemos observado, se manifiesta en la narración del Génesis 3
como síntoma de que el hombre se separa del amor, del que era
participe en el misterio de la creación, según la expresión de San
Juan: lo que «viene del Padre». «Lo que hay en el mundo», esto es,
la concupiscencia, lleva consigo como una constitutiva dificultad de
identificación con el propio cuerpo; y no sólo en el ámbito de la
propia subjetividad, sino más aún respecto a la subjetividad del
otro ser humano: de la mujer para el hombre, del hombre para la
mujer.
5. De aquí la necesidad de ocultarse ante el «otro» con el propio
cuerpo, con lo que determina la propia feminidad-masculinidad. Esta
necesidad demuestra la falta fundamental de seguridad, lo que de por
sí indica el derrumbamiento de la relación originaria «de comunión».
Precisamente el miramiento a la subjetividad del otro, y juntamente
a la propia subjetividad, suscitó en esta situación nueva, esto es,
en el contexto de la concupiscencia, la exigencia de esconderse, de
que habla el Génesis 3, 7.
Y precisamente aquí nos parece descubrir un significado más profundo
del pudor «sexual» y también él significado pleno de ese fenómeno al
que nos remite el texto bíblico para poner de relieve el límite
entre el hombre de la inocencia originaria y el hombre «histórico»
de la concupiscencia. El texto íntegro del Génesis 3 nos suministra
elementos para definir la dimensión más profunda de la vergüenza;
pero esto exige un análisis aparte. Lo comenzaremos en la próxima
reflexión.
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de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.
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