la desnudez
original y la vergüenza
Audiencia General del 14 de mayo de 1980
1. Hemos
hablado ya de la vergüenza que brota en el corazón del primer
hombre, varón y mujer, juntamente con el pecado. La primera frase
del relato bíblico, a este respecto, dice así: «Abriéronse los ojos
de ambos, y viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas de
higuera y se hicieron unos ceñidores» (Gén 3, 7). Este pasaje, que
habla de la vergüenza recíproca del hombre y de la mujer, como
síntoma de la caída (status naturæ lapsæ), se aprecia en su contexto.
La vergüenza en ese momento toca el grado más profundo y parece
remover los fundamentos mismos de su existencia. Oyeron a Yahvé Dios,
que se paseaba por el jardín al fresco del día, y se escondieron de
Yahvé Dios el hombre y su mujer, en medio de la arboleda del jardín»
(Gén 3, 8). La necesidad de esconderse indica que en lo profundo de
la vergüenza observada recíprocamente, como fruto inmediato del
árbol de la ciencia del bien y del mal, ha madurado un sentido de
miedo frente a Dios: miedo antes desconocido. «Llamó Yahvé Dios al
hombre, diciendo: ¿Dónde estás? Y éste contestó: Te he oído en el
jardín, y temeroso porque estaba desnudo, me escondí» (Gén 3, 9-10).
Cierto miedo pertenece siempre a la esencia misma de la vergüenza;
no obstante, la vergüenza originaria revela de modo particular su
carácter: «temeroso, porque estaba desnudo». Nos damos cuenta de que
aquí está en juego algo más profundo que la misma vergüenza
corporal, vinculado a una reciente toma de conciencia de la propia
desnudez. El hombre trata de cubrir con la vergüenza de la propia
desnudez el origen auténtico del miedo, señalando más bien su efecto,
para no llamar por su nombre a la causa. Y entonces Dios Yahvé lo
hace en su lugar: «¿Quién te ha hecho saber que estabas desnudo? ¿Es
que has comido del árbol de que te prohibí comer?» (Gén 3, 11).
2. Es desconcertante la precisión de ese diálogo, es desconcertante
la precisión de todo el relato. Manifiesta la superficie de las
emociones del hombre al vivir los acontecimientos, de manera que
descubre al mismo tiempo la profundidad. En todo esto, la «desnudez»
no tiene sólo un significado literal, no se refiere solamente al
cuerpo, no es origen de una vergüenza que hace referencia sólo al
cuerpo. En realidad, a través de la «desnudez», se manifiesta el
hombre privado de la participación del don, el hombre alienado de
ese amor que había sido la fuente del don originario, fuente de la
plenitud del bien destinado a la criatura. Este hombre, según las
fórmulas de la enseñanza teológica de la Iglesia (1), fue privado de
los dones sobrenaturales y preternaturales, que formaban parte de su
«dotación» antes del pecado; además, sufrió un daño en lo que
pertenece a la misma naturaleza, a la humanidad en su plenitud
originaria «de la imagen de Dios». La triple concupiscencia no
corresponde a la plenitud de esa imagen, sino precisamente a los
daños, a las deficiencias, a las limitaciones que aparecieron con el
pecado. La concupiscencia se explica como carencia, que sin embargo
hunde las raíces en la profundidad originaria del espíritu humano.
Si queremos estudiar este fenómeno en sus orígenes, esto es, en el
umbral de las experiencias del hombre «histórico», debemos tomar en
consideración todas las palabras que Dios-Yahvé dirigió a la mujer (Gén
3, 16) y al hombre (Gén 3, 17-19), y además debemos examinar el
estado de la conciencia de ambos; y el texto yahvista nos lo
facilita expresamente. Ya antes hemos llamado la atención sobre el
carácter específico literario del texto a este respecto.
3. ¿Qué estado de conciencia puede manifestarse en las palabras: «Temeroso,
porque estaba desnudo, me escondí»? ¿A qué verdad interior
corresponden? ¿Qué significado del cuerpo testimonian? Ciertamente
este nuevo estado difiere grandemente del originario. Las palabras
del Gén 3, 10 atestiguan directamente un cambio radical del
significado de la desnudez originaria. En el estado de inocencia
originaria, la desnudez, como hemos observado anteriormente, no
expresaba carencia, sino que representaba la plena aceptación del
cuerpo en toda su verdad humana y, por lo tanto, personal. El cuerpo,
como expresión de la persona, era el primer signo de la presencia
del hombre en el mundo visible. En ese mundo, el hombre estaba en
disposición, desde el comienzo, de distinguirse a sí mismo, cómo
individuarse -esto es, confirmarse como persona- también a través
del propio cuerpo. Efectivamente, él había sido, por así decirlo,
marcado como factor visible de la trascendencia, en virtud de la
cual el hombre, en cuanto persona, supera al mundo visible de los
seres vivientes (animalia). En este sentido, el cuerpo humano era
desde el principio un testigo fiel y una verificación sensible de la
«soledad» originaria del hombre en el mundo, convirtiéndose, al
mismo tiempo, mediante su masculinidad y feminidad, en un límpido
componente de la donación recíproca en la comunión de las personas.
Así, el cuerpo humano llevaba en sí, en el misterio de la creación,
un indudable signo de la «imagen de Dios» y constituía también la
fuente específica de la certeza de esa imagen, presente en todo el
ser humano. La aceptación originaria del cuerpo era, en cierto
sentido, la base de la aceptación de todo el mundo visible. Y, a su
vez, era para el hombre garantía de su dominio absoluto sobre el
mundo, sobre la tierra, que debería someter (cf. Gén 1, 28).
4. Las palabras «temeroso porque estaba desnudo, me escondí» (Gén 3,
10) testimonian un cambio radical de esta relación. El hombre pierde,
de algún modo, la certeza originaria de la «imagen de Dios»,
expresada en su cuerpo. Pierde también, en cierto modo, el sentido
de su derecho a participar en la percepción del mundo, de la que
gozaba en el misterio de la creación. Este derecho encontraba su
fundamento en lo íntimo del hombre, en el hecho de que él mismo
participaba de la visión divina del mundo y de la propia humanidad;
lo que le daba profunda paz y alegría al vivir la verdad y el valor
del propio cuerpo, en toda su sencillez, que le había transmitido el
Creador: «Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho» (Gén 1, 31).
Las palabras del Gén 3, 10: «Temeroso, porque estaba desnudo, me
escondí» confirman el derrumbamiento de la aceptación originaria del
cuerpo como signo de la persona en el mundo visible. A la vez,
parece vacilar también la aceptación del mundo material en relación
con el hombre. Las palabras de Dios-Yahvé anuncian casi la
hostilidad del mundo, la resistencia de la naturaleza en relación
con el hombre y con sus tareas, anuncian la fatiga que el cuerpo
humano debería experimentar después en contacto con la tierra que él
sometía: «Por ti será maldita la tierra: con trabajo comerás de ella
todo el tiempo de tu vida; te dará espinas y abrojos y comerás de
las hierbas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan
hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado» (Gén 3,
17-19). El final de esta fatiga, de esta lucha del hombre con la
tierra, es la muerte: «Polvo eres, y al polvo volverás» (Gén 3, 19).
En este contexto, o más bien, en esta perspectiva, las palabras de
Adán en Génesis 3, 10: «Temeroso, porque estaba desnudo, me escondí»,
parecen expresar la conciencia de estar inerme, y el sentido de
inseguridad de su estructura somática frente a los procesos de la
naturaleza, que actúan con un determinismo inevitable. Quizá, en
esta desconcertante enunciación se halla implícita cierta «vergüenza
cósmica», en la que se manifiesta el ser creado a «imagen de Dios» y
llamado a someter la tierra y a dominarla (cf. Gén 1, 28),
precisamente mientras, al comienzo de sus experiencias históricas y
de manera tan explícita, es sometido por la tierra, particularmente
en la «parte» de su constitución trascendente representada
precisamente por el cuerpo.
Notas
(1) El Magisterio de la Iglesia se ha ocupado más de cerca de estos
problemas en tres períodos, de acuerdo con las necesidades de la época.
Las declaraciones de los tiempos de las controversias con los pelagianos (siglos
V-VI) afirman que el primer hombre, en virtud de la gracia divina, poseía «naturalem
possibilitatem et innocentiam» (DS 239), llamada también «libertad» («libertas»,
«libertas arbitrii»), (DS 371, 242, 383, 622). Permanecía en un estado que
el Sínodo de Orange (a. 529) denomina «integritas»: «Natura humana, etiamsi
in ella integritate, in qua condita est, permaneret, nullo modo se ipsam,
Creatore suo non adiuvante, servaret...» (DS 389).
Los conceptos de «integritas» y, en particular, el de «libertas», presuponen
la libertad de la concupiscencia, aunque los documentos eclesiásticos de
esta época no la mencionen de modo explícito.
El primer hombre estaba además libre de la necesidad de muerte (DS 222, 372,
1511).
El Concilio de Trento define el estado del primer hombre, antes del pecado
como «santidad y justicia» («sanctitas et iustitia», DS 1511, 1512), o
también como «inocencia», («innocentia», DS 1521).
Las declaraciones ulteriores en esta materia defienden la absoluta gratuidad
del don originario de la gracia, contra las afirmaciones de los jansenistas.
La «integritas primae creationis» era una elevación no merecida de la
naturaleza humana («indebita humanae naturae exaltatio») y no «el estado que
le era debido por naturaleza» («naturalis eius conditio», DS 1926). Por lo
tanto, Dios habría podido crear al hombre sin estas gracias y dones (DS
1955), esto es, no habría roto la esencia de la naturaleza humana ni la
habría privado de sus privilegios fundamentales (DS 1903-1907, 1909, 1921,
1924, 1926, 1955, 2434, 2437, 2616, 2617).
En analogía con los Sínodos antipelagianos, el Concilio de Trento trata
sobre todo el dogma del pecado original, incluyendo en su enseñanza los
enunciados precedentes a este propósito. Pero aquí se introdujo una
apreciación, que cambió en parte el contenido comprendido en el concepto de
«liberum arbitrium». La «libertad» o «libertad de la voluntad» de los
documentos antipelagianos, no significaba la posibilidad de opción,
inherente a la naturaleza humana, por lo tanto constante, sino que se
refería solamente a la posibilidad de realizar los actos meritorios, la
libertad que brota de la gracia y que el hombre puede perder.
Ahora bien, a causa del pecado, Adán perdió lo que no pertenecía a la
naturaleza humana entendida en el sentido estricto de la palabra, esto es, «integritas»,
«sanctitas», «innocentia», «iustitia». El «liberum arbitrium», la libertad
de la voluntad, no se quitó, se debilitó: «...liberum arbitrium minime
exstinctum... viribus licet attenuatum et inclinatum...» (DS 1521 - Trid.
sess. VI, Decr, de Iustificatione, c. 1).
Junto con el pecado aparece la concupiscencia y la muerte inevitable: «...primum
hominem... cum mandatun Dei... fuisset transgressus, statim sanctitatem et
iustitiam, in qua constitutus fuerat, amisisse incurrisseque per offensam
praevaricationis huiusmodi iram et indignationem Dei atque ideo mortem... et
cum morte captivitatem sub eius potestate, qui ‘mortis’ deinde ‘habuit
imperium’... ‘totumque Adam per illiam praevaricationis offensam secundum
corpus et animam in deterius commutatum fuisse...’» (DS, 1511, Trid. sess.
V. Decr. de pecc. orig., 1).
(Cf. Mysterium salutis, II, Einsiedeln-Zurich-Colonia, 1967, págs. 827-828:
W. Seibel, «Der mensch als Gottes übernatürliches Ebenbild und der Urstand
des Menschen»).
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