dignidad de la
generación humana
Audiencia General del 12 de marzo de 1980
1. En la meditación precedente sometimos a análisis la frase del
Génesis 4, 1 y, en particular, el término «conoció», utilizado en el
texto original para definir la unión conyugal. También pusimos de
relieve que este «conocimiento» bíblico establece una especie de
arquetipo (1) personal de la corporeidad y sexualidad humana. Esto
parece absolutamente fundamental para comprender al hombre, que
desde el «principio» busca el significado del propio cuerpo. Este
significado está en la base de la misma teología del cuerpo. El
término «conoció» «se unió» (Gén 4, 1-2) sintetiza toda la densidad
del texto bíblico analizado hasta ahora. El «hombre» que, según el
Génesis 4, 1, «conoce» por vez primera a la mujer, su mujer, en el
acto de la unión conyugal, es en efecto el mismo que, al poner
nombre, es decir, «al conocer» también, se ha «diferenciado» de todo
el mundo de los seres vivientes o animalia, afirmándose a sí mismo
como persona y sujeto. El «conocimiento», de que habla el Génesis 4,
1, no lo aleja ni puede alejarlo del nivel de ese primordial y
fundamental autoconocimiento. Por lo tanto -diga lo que diga sobre
esto una mentalidad unilateralmente «naturalista»-, en el Génesis 4,
1, no puede tratarse de una aceptación pasiva de la propia
determinación por parte del cuerpo y del sexo, precisamente porque
se trata de «conocimiento».
Es, en cambio, un descubrimiento ulterior del significado del propio
cuerpo, descubrimiento común y recíproco, así como común y recíproca
es desde el principio la existencia del hombre a quien «Dios creó
varón y mujer». El conocimiento que estaba en la base de la soledad
originaria del hombre, está ahora en la base de esta unidad del
varón y de la mujer, cuya perspectiva clara ha sido puesta por el
Creador en el misterio mismo de la creación (cf. Gén 1, 27; 2, 23).
En este «conocimiento» el hombre confirma el significado del nombre
«Eva», dado a su mujer, «por ser la madre de todos los vivientes»
(Gén 3, 20).
2. Según el Génesis 4, 1, aquel que conoce es el varón, y la que es
conocida es la mujer-esposa, como si la determinación específica de
la mujer, a través del propio cuerpo y sexo, escondiese lo que
constituye la profundidad misma de su feminidad. En cambio, el varón
fue el primero que -después del pecado- sintió vergüenza de su
desnudez, y el primero que dijo: «He tenido miedo, porque estaba
desnudo, y me escondí» (Gén 3, 10). Será necesario volver todavía
por separado al estado de ánimo de ambos después de perder la
inocencia originaria. Pero ya desde ahora es necesario constatar que
en el «conocimiento», de que habla el Génesis 4, 1, el misterio de
la feminidad se manifiesta y se revela hasta el fondo mediante la
maternidad, como dice el texto: «la cual concibió y parió». La mujer
está ante el hombre como madre, sujeto de la nueva vida humana que
se concibe y se desarrolla en ella, y de ella nace al mundo. Así se
revela también hasta el fondo el misterio de la masculinidad del
hombre, es decir, el significado generador y «paterno» de su cuerpo
(2).
3. La teología del cuerpo, contenida en el libro del Génesis, es
concisa y parca en palabras. Al mismo tiempo, encuentran allí
expresión contenidos fundamentales, en cierto sentido primarios y
definitivos. Se encuentran todos a su modo en ese «conocimiento»
bíblico. La constitución de la mujer es diferente respecto al varón;
más aún, hoy sabemos que es diferente hasta en sus determinantes
bio-fisiológicas más profundas. Se manifiesta exteriormente sólo en
cierta medida, en la estructura y en la forma de su cuerpo. La
maternidad manifiesta esta constitución interiormente, como
particular potencialidad del organismo femenino, que con
peculiaridad creadora sirve a la concepción y a la generación del
ser humano, con el concurso del varón. El «conocimiento» condiciona
la generación.
La generación es una perspectiva, que varón y mujer insertan en su
recíproco «conocimiento». Por lo cual éste sobrepasa los límites de
sujeto-objeto, cual varón y mujer parecen ser mutuamente, dado que
el «conocimiento» indica, por una parte, a aquel que «conoce», y por
otra, a la que «es conocida» (o viceversa). En este «conocimiento»
se encierra también la consumación del matrimonio, el específico
consummatum; así se obtiene el logro de la «objetividad» del cuerpo,
escondida en las potencialidades somáticas del varón y de la mujer,
y a la vez el logro de la objetividad del varón que «es» este
cuerpo. Mediante el cuerpo, la persona humana es «marido» y «mujer»;
simultáneamente, en este particular acto de «conocimiento»,
realizado por la feminidad y masculinidad personales, parece
alcanzarse también él descubrimiento de la «pura» subjetividad del
don: es decir, la mutua realización de sí en el don.
4. Ciertamente, la procreación hace que «el varón y la mujer (su
esposa)» se conozcan recíprocamente en el «tercero» que trae origen
de los dos. Por eso, ese «conocimiento» se convierte en un
descubrimiento a su manera, en una revelación del nuevo hombre, en
el que ambos, varón y mujer, se reconocen también a sí mismos, su
humanidad, su imagen viva. En todo esto que está determinado por
ambos a través del cuerpo y del sexo, el «conocimiento» inscribe un
contenido vivo y real. Por tanto, el «conocimiento» en sentido
bíblico significa que la determinación «biológica» del hombre, por
parte de su cuerpo y sexo, deja de ser algo pasivo, y alcanza un
nivel y un contenido específicos para las personas autoconscientes y
autodeterminantes; comporta, pues, una conciencia particular del
significado del cuerpo humano, vinculada a la paternidad y a la
maternidad.
5. Toda la constitución exterior del cuerpo de la mujer, su aspecto
particular, las cualidades que con la fuerza de un atractivo perenne
están al comienzo del «conocimiento», de que habla el Génesis 4, 1-2
(«Adán se unió a Eva, su mujer»), están en unión estrecha con la
maternidad. La Biblia (y después la liturgia), con la sencillez que
le es característica, honra y alaba a lo largo de los siglos «el
seno que te llevó y los pechos que te amamantaron» (Lc 11, 2). Estas
palabras constituyen un elogio de la maternidad, de la feminidad,
del cuerpo femenino en su expresión típica del amor creador. Y son
palabras que en el Evangelio se refieren a la Madre de Cristo,
María, segunda Eva. En cambio, la primera mujer, en el momento en
que se reveló por primera vez la madurez materna de su cuerpo,
cuando «concibió y parió», dijo: «He alcanzado de Yahvé un varón»
(Gén 4, 1).
6. Estas palabras expresan toda la profundidad teológica de la
función de generar-procrear. El cuerpo de la mujer se convierte en
el lugar de la concepción del nuevo hombre (3). En su seno, el
hombre concebido toma su propio aspecto humano, antes de venir al
mundo. La homogeneidad somática del varón y de la mujer, que
encontró su expresión primera en las palabras: «Es carne de mi carne
y hueso de mis huesos» (Gén 2, 23), está confirmada a su vez por las
palabras de la primera mujer-madre: «He alcanzado un varón». La
primera mujer parturienta tiene plena conciencia del misterio de la
creación, que se renueva en la generación humana. Tiene también
plena conciencia de la participación creadora que tiene Dios en la
generación humana, obra de ella y de su marido, puesto que dice: «He
alcanzado de Yahvé un varón».
No puede haber confusión alguna entre las esferas de acción de las
causas. Los primeros padres transmiten a todos los padres humanos
-también después del pecado, juntamente con el fruto del árbol de la
ciencia del bien y del mal y como en el umbral de todas las
experiencias «históricas»- la verdad fundamental acerca del
nacimiento del hombre a imagen de Dios, según las leyes naturales.
En este nuevo hombre -nacido de la mujer-madre por obra del
varón-padre- se reproduce cada vez la misma «imagen de Dios», de ese
Dios que ha constituido la humanidad del primer hombre: «Creó Dios
al hombre a imagen suya..., varón y mujer los creó» (Gén 1, 27).
7. Aunque existen profundas diferencias entre el estado de inocencia
originaria y el estado pecaminoso heredado del hombre, esa «imagen
de Dios» constituye una base de continuidad y de unidad. El
«conocimiento» de que habla el Génesis 4, 1, es el acto que origina
el ser, o sea, en unión con el Creador, establece un nuevo hombre en
su existencia. El primer hombre, en su soledad trascendental, tomó
posesión del mundo visible, creado para él, conociendo e imponiendo
nombre a los seres vivientes (animalia). El mismo «hombre», como
varón y mujer, al conocerse recíprocamente en esta específica
comunidad-comunión de personas, en la que el varón y la mujer se
unen tan estrechamente entre sí que se convierten en «una sola
carne», constituye la humanidad, es decir, confirma y renueva la
existencia del hombre como imagen de Dios. Cada vez ambos, varón y
mujer, renuevan, por decirlo así, esta imagen del misterio de la
creación y la transmiten «con la ayuda de Dios-Yahvé».
Las palabras del libro del Génesis, que son un testimonio del primer
nacimiento del hombre sobre la tierra, encierran en sí, al mismo
tiempo, todo lo que se puede y se debe decir de la dignidad de la
generación humana.
Notas
(1) En cuanto a los arquetipos, C. G. Jung los describe como formas
«a priori» de varias funciones del alma: percepción de relación,
fantasía creativa. Las formas se llenan de contenido con materiales
de la experiencia. No son inertes, sino que están cargadas de
sentimiento y de tendencia (véase sobre todo: Die psychologischen
Aspekte des Mutterarchetypus, Eranos 6, 1938, pp. 405-409).
Según esta concepción, se puede encontrar un arquetipo en la mutua
relación varón-mujer, relación que se basa en la realización binaria
y complementaria del ser humano en dos sexos. El arquetipo se
llenará de contenido mediante la experiencia individual y colectiva,
y puede poner en movimiento a la fantasía creadora de imágenes.
Sería necesario precisar que el arquetipo: a) no se limita ni se
exalta en la relación física, sino que incluye la relación del
«conocer»; b) está cargado de tendencia: deseo-temor, don-posesión
c) el arquetipo, como proto-imagen («Urbild») es generador de
imágenes («Bilder»)
El tercer aspecto nos permite pasar a la hermenéutica, en concreto a
la de textos de la escritura y la Tradición. El lenguaje religioso
primario es simbólico (cf. W. Stahlin, Symbolon, 1958; I.
Macquarrie, God Talk, 1968; T. Fawcett, The Symbolic Language of
Religion, 1970). Entre los símbolos, él prefiere algunos radicales o
ejemplares, que podríamos llamar arquetipales. Ahora bien, entre los
de la Biblia usa el de la relación conyugal, concretamente al nivel
del «conocer» descrito.
Uno de los primeros poemas bíblicos, que aplica el arquetipo
conyugal a las relaciones de Dios con su Pueblo, culmina en el verbo
comentado: «Conocerás al Señor» (Os 2, 22; weyadaeta ‘et Yhwh;
atenuado en «Conocerá que yo soy el Señor» = wydet ky ‘ny Yhwh: Is
49, 23; 60, 16; Ez 16, 62, que son los tres poemas conyugales). De
aquí parte una tradición literaria, que culminará en la aplicación
paulina de Ef 5 a Cristo y a la Iglesia; luego pasará a la tradición
patrística y a la de los grandes místicos (por ejemplo, «Llama de
amor viva», de San Juan de la Cruz).
En el tratado Grundzüge der Literatur und Sprachwissenschaft, vol.
I, Munich 1976, 4 ed., pág. 462, se definen así los arquetipos:
«Imágenes y motivos arcaicos, que según Jung, forman el contenido
del inconsciente colectivo común a todos los hombres; presentan
símbolos, que en todos los tiempos y en todos los pueblos hacen vivo
de manera imaginaria lo que para la humanidad es decisivo en cuanto
a ideas, representaciones e instintos».
Freud, a lo que parece, no utiliza el concepto de arquetipo.
Establece un símbolo o código de correspondencias fijas entre
imágenes presentes-patentes y pensamientos latentes. El sentido de
los símbolos es fijo, aun cuando no único; pueden ser reducibles a
un pensamiento último irreducible a su vez, que suele ser alguna
experiencia de la infancia. Estos son primarios y de carácter sexual
(pero no los llama arquetipos). Véase T. Todorov, Théories du
symbol, París, 1977, págs. 317 ss.; además, J. Jacoby, Komplex,
Archetyp, Symbol in der Psycologie C. G. Jungs, Zurich, 1957.
(2) La paternidad es uno de los aspectos de la humanidad más puestos
de relieve en la Sagrada Escritura.
El texto del Gén 5, 3: «Adán... engendró un hijo a su imagen y
semejanza», se une explícitamente al relato de la creación del
hombre (Gén 1, 27; 5, 1) y parece atribuir al padre terrestre la
participación en la obra divina de transmitir la vida, y quizá
también en esa alegría presente en la afirmación: «y vio Dios ser
muy bueno cuanto había hecho» (Gén 1, 31).
(3) Según el texto del Gén 1, 26, la «llamada» a la existencia es al
mismo tiempo transmisión de la imagen y semejanza divina. El hombre
debe proceder a transmitr esta imagen, continuando así la obra de
Dios. El relato de la generación de Set subraya este aspecto: «Adán
tenía 130 años cuando engendró un hijo a su imagen y semejanza» (Gén
5, 3).
Dado que Adán y Eva eran imagen de Dios, Set hereda de sus padres
esta semejanza para transmitirla a los otros.
Pero en la Sagrada Escritura toda vocación está unida a una misión;
la llamada, pues, a la existencia es ya predestinación a la obra de
Dios:
«Antes que te formara en el vientre te conocí, antes de que tú
salieses del seno materno te consagré» (Jer 1, 5; cf. también Is 44,
1; 49, 1. 5).
Dios es Aquel que no sólo llama a la existencia, sino que sostiene y
desarrolla la vida desde el primer momento de la concepción:
«Tú eres quien me sacó del vientre, me tenías confiado en el pecho
de mi madre; desde el seno pasé a tus manos, desde el vientre
materno Tú eres mi Dios» (Sal 22, 10. 11; cf. Sal 139, 13-15).
La atención del autor bíblico se centra en el hecho mismo del don de
la vida. El interés por el modo en que esto sucede, es más bien
secundario y sólo aparece en los libros posteriores (cf. Job 10, 8,
11; 2 Mac 7, 22-23; Sab 7, 1-3).
Esta página es obra
de Las Siervas de los Corazones Traspasados de Jesús y María.
Copyright
© 2001 SCTJM |