el "conocerse" en la convivencia matrimonial
Audiencia General del 5 de marzo de 1980
 



1. Al conjunto de nuestros análisis, dedicados al «principio» bíblico, deseamos añadir todavía un breve pasaje, tomado del capítulo IV del libro del Génesis. Sin embargo, a este fin es necesario referirse siempre a las palabras que pronunció Cristo en la conversación con los fariseos (cf. Mt 19 y Mc 10) (1), en el ámbito de las cuales se desarrollan nuestras reflexiones; éstas miran al contexto de la existencia humana, según las cuales la muerte y la consiguiente destrucción del cuerpo (ateniéndose a ese: «al polvo volverás», del Gén 3, 19) se han convertido en la suerte común del hombre. Cristo se refiere al «principio», a la dimensión originaria del misterio de la creación, en cuanto que esta dimensión ya había sido rota por el mysterium iniquitatis, esto es, por el pecado y, juntamente con él, también por la muerte: mysterium mortis. El pecado y la muerte entraron en la historia del hombre, en cierto modo, a través del corazón mismo de esa unidad, que desde el «principio» estaba formada por el hombre y por la mujer, creados y llamados a convertirse en «una sola carne» (Gén 2, 24). Ya al comienzo de nuestras meditaciones hemos constatado que Cristo, al remitirse al «principio» nos lleva, en cierto modo, más allá del límite del estado pecaminoso hereditario del hombre hasta su inocencia originaria: él nos permite así encontrar la continuidad y el vínculo que existe entre estas dos situaciones, mediante las cuales se ha producido el drama de los orígenes y también la revelación del misterio del hombre al hombre histórico. Esto, por decirlo así, nos autoriza a pasar, después de los análisis que miran al estado de la inocencia originaria, al último de ellos, es decir, al análisis del «conocimiento y de la generación». Temáticamente está íntimamente unido a la bendición de la fecundidad, inserta en el primer relato de la creación del hombre como varón y mujer (cf. Gén 1, 27-28). En cambio, históricamente ya esta inserta en ese horizonte de pecado y de muerte que, como enseña el libro del Génesis (cf. Gén 3) ha gravado sobre la conciencia del significado del cuerpo humano, junto con la transgresión de La primera Alianza con el Creador.

2. En el Génesis, 4, y todavía, pues, en el ámbito del texto yahvista, leemos: «Conoció el hombre a su mujer, que concibió y parió a Caín, diciendo: ‘He alcanzado de Yahvé un varón’. Volvió a parir, y tuvo a Abel, su hermano» (Gén 4, 1-2). Si conectamos con el «conocimiento» ese primer hecho del nacimiento de un hombre en la tierra, lo hacemos basándonos en la traducción literal del texto, según el cual la «unión» conyugal se define precisamente como «conocimiento» De hecho, la traducción citada dice así: «Adán se unió a Eva su mujer», mientras que a la letra se debería traducir: «conoció a su mujer», lo que parece corresponder más adecuadamente al término semítico jada’ (2). Se puede ver en esto un signo de pobreza de la lengua arcaica, a la que faltaban varias expresiones para definir hechos diferenciados. No obstante, es significativo que la situación, en la que marido y mujer se unen tan íntimamente entre sí que forman «una sola carne», se defina un «conocimiento». Efectivamente, de este modo, de la misma pobreza del lenguaje parece emerger una profundidad específica de significado, que se deriva precisamente de todos los significados analizados hasta ahora.

3. Evidentemente, esto es también importante en cuanto al «arquetipo de nuestro modo de considerar al hombre corpóreo, su masculinidad y su feminidad, y por lo tanto su sexo. Efectivamente, así a través del término «conocimiento» utilizado en el Gén 4, 1-2 y frecuentemente en la Biblia, la relación conyugal del hombre y de la mujer, es decir, el hecho de que, a través de la dualidad del sexo, se conviertan en una «sola carne», ha sido elevado e introducido en la dimensión específica de las personas. El Génesis 4,1-2 habla sólo del «conocimiento» de la mujer por parte del hombre, como para subrayar sobre todo la actividad de este último. Pero se puede hablar también de la reciprocidad de este «conocimiento», en el que hombre y mujer participan mediante su cuerpo y su sexo. Añadamos que una serie de sucesivos textos bíblicos, como, por lo demás, el mismo capítulo del Génesis (cf. por ejemplo, Gén 4,17; 4, 25), hablan con el mismo lenguaje. Y esto hasta en las palabras que dijo María de Nazaret en la Anunciación: «¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?» (Lc 1, 34).

4. Así, con este bíblico «conoció», que aparece por primera vez en el Génesis 4,1-2, por una parte nos encontramos frente a la directa expresión de la intención humana (porque es propia del conocimiento) y, por otra, frente a toda la realidad de la convivencia y de la unión conyugal, en la que el hombre y la mujer se convierten en «una sola carne». Al hablar aquí de «conocimiento», aunque sea a causa de la pobreza de la lengua, la Biblia indica la esencia más profunda de la realidad de la convivencia matrimonial. Esta esencia aparece como un componente y a la vez como un resultado de esos significados, cuya huella tratamos de seguir desde el comienzo de nuestro estudio: efectivamente, forma parte de la conciencia del significado del propio cuerpo. En el Génesis 4, 1, al convertirse en «una sola carne», el hombre y la mujer experimentan de modo particular el significado del propio cuerpo. Simultáneamente se convierten así como en el único sujeto de ese acto y de esa experiencia, aun siendo, en esta unidad, dos sujetos realmente diversos. Lo que nos autoriza, en cierto sentido, a afirmar que «el marido conoce a la mujer», o también, que ambos «se conocen» recíprocamente. Se revelan, pues, el uno a la otra, con esa específica profundidad del propio «yo» humano, que se revela precisamente también mediante su sexo, su masculinidad y feminidad. Y entonces, de manera singular, la mujer «es dada» al hombre de modo cognoscitivo, y él a ella.

5. Si debemos mantener la continuidad respecto a los análisis hechos hasta ahora (particularmente respecto a los últimos, que interpretan al hombre en la dimensión del don), es necesario observar que, según el libro del Génesis, datum y donum son equivalentes.

Sin embargo, el Génesis 4, 1-2 acentúa sobre todo el datum. En el «conocimiento» conyugal, la mujer «es dada» al hombre y él a ella, porque el cuerpo y el sexo entran directamente en la estructura y en el contenido mismo de este «conocimiento». Así, pues, la realidad de la unión conyugal, en la que el hombre y la mujer se convierten en «una sola carne», contiene en sí un descubrimiento nuevo y, en cierto sentido, definitivo del significado del cuerpo humano en su masculinidad y feminidad. Pero, a propósito de este descubrimiento, ¿es justo hablar sólo de «convivencia sexual»? Es necesario tener en cuenta que cada uno de ellos, hombre y mujer, no es sólo un objeto pasivo, definido por el propio cuerpo y sexo, y de este modo determinado «por la naturaleza». Al contrario, precisamente por el hecho de ser varón y mujer, cada uno de ellos es «dado» al otro como sujeto único e irrepetible, como «yo», como persona. El sexo decide no sólo la individualidad somática del hombre, sino que define al mismo tiempo su personal identidad y ser concreto. Y precisamente en esta personal identidad y ser concreto, como irrepetible «yo» femenino-masculino, el hombre es «conocido» cuando se verifican las palabras del Génesis 2, 24: «El hombre... se unirá a su mujer y los dos vendrán a ser una sola carne». El «conocimiento», de que habla el Génesis 4, 1-2 y todos los textos sucesivos de la Biblia, llega a las raíces más íntimas de esta identidad y ser concreto, que el hombre y la mujer deben a su sexo. Este ser concreto significa tanto la unicidad como la irrepetibilidad de la persona.

Valía la pena, pues, reflexionar en la elocuencia del texto bíblico citado y de la palabra «conoció»; a pesar de la aparente falta de precisión terminológica, ello nos permite detenernos en la profundidad y en la dimensión de un concepto, del que frecuentemente nos priva nuestro lenguaje contemporáneo, aun cuando sea muy preciso.
 



Notas

(1) Es necesario tener en cuenta que, en la conversación con los fariseos (cf. Mt 19, 7-9: Mc 10, 4-6), Cristo toma posición respecto a la praxis de la ley mosaica acerca del llamado «libelo de repudio». Las palabras: «por la dureza de vuestro corazón», dichas por Cristo, revelan no sólo «la historia de los corazones», sino también la complejidad de la ley positiva del Antiguo Testamento, que buscaba siempre el «compromiso humano» en este campo tan delicado.

(2) «Conocer» (jada’), en el lenguaje bíblico, no significa solamente un conocimiento meramente intelectual, sino también una experiencia concreta, como, por ejemplo, la experiencia del sufrimiento (cf. Is 53, 3), del pecado (cf. Sab 3, 13), de la guerra y de la paz (cf. Jue 3, 1; Is 59, 8). De esta experiencia nace también él juicio moral: «conocimiento del bien y del mal» (Gén 2, 9-17).

El «conocimiento» entra en el campo de las relaciones interpersonales, cuando mira a la solidaridad de familia (Dt 33, 9) y especialmente las relaciones conyugales. Precisamente refiriéndose al acto conyugal, el término subraya la paternidad de personajes ilustres y el origen de su prole (cf. Gén 4, 1. 25; 4, 17; 1 Sam 1, 19), como datos válidos para la genealogía, a la que la tradición de los sacerdotes (por herencia en Israel) daba gran importancia.

Pero el «conocimiento» podía significar también todas las otras relaciones sexuales, incluso las ilícitas (cf. Núm 31, 17; Gén 19, 5; Jue 19, 22).

En la forma negativa, el verbo denota la abstención de las relaciones sexuales, especialmente si se trata de vírgenes (cf., por ejemplo, 1 Re 2, 4; Jue 11, 39). En este campo, el Nuevo Testamento utiliza dos hebraísmos, al hablar de José (cf. Mt 1, 25) y de María (cf. Lc 1, 34).
Adquiere un significado particular el aspecto de la relación existencial del «conocimiento», cuando su sujeto u objeto es Dios mismo (por ejemplo, Sal 139; Jer 31, 34; Os 2, 22 y también Jn 14, 7-9; 17, 3).
 

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