Primer relato de
la creación
Audiencia General del 12 de septiembre de 1979
1. En el capítulo precedente
comenzamos el ciclo de reflexiones sobre la respuesta que Cristo
Señor dio a sus interlocutores acerca de la pregunta sobre la unidad
e indisolubilidad del matrimonio. Los interlocutores fariseos, como
recordamos, apelaron a la ley de Moisés; Cristo, en cambio, se
remitió al «principio», citando las palabras del libro del Génesis.
El «principio», en este caso, se refiere a lo que trata una de las
primeras páginas del libro del Génesis. Si queremos hacer un
análisis de esta realidad, debemos sin duda dirigirnos, ante todo al
texto. Efectivamente, las palabras pronunciadas por Cristo en la
conversación con los fariseos, que nos relatan el capítulo 19 de San
Mateo y el 10 de San Marcos, constituyen un pasaje que a su vez se
encuadra en un contexto bien definido, sin el cual no pueden ser
entendidas ni interpretadas justamente. Este contexto lo ofrecen las
palabras: «¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo
varón y hembra...?» (Mt 19, 4), y hace referencia al llamado primer
relato de la creación del hombre inserto en el ciclo de los siete
días de la creación del mundo (Gén 1, 1-2, 4). En cambio el contexto
más próximo a las otras palabras de Cristo, tomadas del Génesis 2,
24, es el llamado segundo relato de la creación del hombre (Gén 2,
5-25), pero indirectamente es todo el capítulo tercero del Génesis.
El segundo relato de la creación del hombre forma una unidad
conceptual y estilística con la descripción de la inocencia
original, de la felicidad del hombre e incluso de su primera caída.
Dado lo específico del contenido expresado en las palabras de
Cristo, tomadas primera frase del capítulo cuarto del Génesis, que
trata de la concepción y nacimiento del hombre de padres terrenos.
Así intentamos hacerlo en el presente análisis.
2. Desde el punto de vista de la crítica bíblica, es necesario
recordar inmediatamente que el primer relato de la creación del
hombre es cronológicamente posterior al segundo. El origen de este
último es mucho más remoto. Este texto más antiguo se define como
«yahvista» porque para nombrar a Dios se sirve del término «Yahvé».
Es difícil no quedar impresionados por el hecho de que la imagen de
Dios que presenta tiene rasgos antropomórficos bastante relevantes
(efectivamente, entre otras cosas, leemos allí que «formó Yahvé Dios
al hombre del polvo de la tierra, y le inspiró en el rostro aliento
de vida»; Gén 2, 7). Respecto a esta descripción, el primer relato,
es decir, precisamente el considerado cronológicamente más reciente,
es mucho más maduro, tanto por lo que se refiere a la imagen de
Dios, como por la formulación de las verdades esenciales sobre el
hombre. Este relato proviene de la tradición sacerdotal y al mismo
tiempo «elohista» de «Elohim», término que emplea para nombrar a
Dios.
3. Dado que en esta narración la creación del hombre como varón y
hembra, a la que se refiere Jesús en su respuesta según Mt 19, está
incluida en el ritmo de los siete días de la creación del mundo, se
le podría atribuir sobre todo un carácter cosmológico; el hombre es
creado sobre la tierra y al mismo tiempo que el mundo visible. Pero,
a la vez, el Creador le ordena subyugar y dominar la tierra (cf. Gén
1, 28): está colocado, pues, por encima del mundo. Aunque el hombre
esté tan estrechamente unido al mundo visible, sin embargo, la
narración bíblica no habla de su semejanza con el resto de las
criaturas, sino solamente con Dios («Dios creó al hombre a imagen
suya, a imagen de Dios lo creó...»; Gén 1, 27). En el ciclo de los
siete días de la creación es evidente una gradación precisa (1); en
cambio, el hombre no es creado según una sucesión natural, sino que
el Creador parece detenerse antes de llamarlo a la existencia, como
si volviese a entrar en sí mismo para tomar una decisión: «Hagamos
al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza...» (Gén 1, 26).
4. El nivel de ese primer relato de la creación del hombre, aunque
cronológicamente posterior, es, sobre todo, de carácter teológico.
De esto es índice especialmente la definición del hombre sobre la
base de su relación con Dios («a imagen de Dios lo creó»), que
incluye al mismo tiempo la afirmación de la imposibilidad absoluta
de reducir el hombre al «mundo». Ya a la luz de las primeras frases
de la Biblia, el hombre no puede ser ni comprendido ni explicado
hasta el fondo con las categorías sacadas del «mundo», es decir, el
conjunto visible de los cuerpos. A pesar de esto también él hombre
es cuerpo. El Génesis 1, 27 constata que esta verdad esencial acerca
del hombre se refiere tanto al varón como a la hembra: «Dios creó al
hombre a su imagen..., varón y hembra los creó» (2). Es necesario
reconocer que el primer relato es conciso, libre de cualquier huella
de subjetivismo: contiene sólo el hecho objetivo y define la
realidad objetiva, tanto cuando habla de la creación del hombre,
varón y hembra, a imagen de Dios, como cuando añade poco después las
palabras de la primera bendición: «Y los bendijo Dios, diciéndoles:
Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla y dominad»
(Gén 1, 28).
5. El primer relato de la creación del hombre, que, como hemos
constatado, es de índole teológica, esconde en sí una potente carga
metafísica. No se olvide que precisamente este texto del libro del
Génesis se ha convertido en la fuente de las más profundas
inspiraciones para los pensadores que han intentado comprender el
«ser» y el «existir». (Quizá sólo el capítulo tercero del libro del
Exodo pueda resistir la comparación con este texto) (3). A pesar de
algunas expresiones pormenorizadas y plásticas del paisaje, el
hombre está definido allí, ante todo, en las dimensiones del ser y
del existir («esse»). Está definido de modo más metafísico que
físico. Al misterio de su creación («a imagen de Dios lo creó»)
corresponde la perspectiva de la procreación («procread y
multiplicaos, y henchid la tierra»), de ese devenir en el mundo y en
el tiempo, de ese «fieri» que está necesariamente unido a la
situación metafísica de la creación: del ser contingente
(contingens). Precisamente en este contexto metafísico de la
descripción del Génesis 1, es necesario entender la entidad del
bien, esto es, el aspecto del valor. Efectivamente, este aspecto
vuelve en el ritmo de casi todos los días de la creación y alcanza
el culmen después de la creación del hombre: «Y vio Dios ser muy
bueno cuanto había hecho» (Gén 1, 31). Por lo que se puede decir con
certeza que el primer capítulo del Génesis ha formado un punto
indiscutible de referencia y la base sólida para una metafísica e
incluso para una antropología y una ética, según la cual «ens et
bonum convertuntur». Sin duda, todo esto tiene su significado
también para la teología y sobre todo para la teología del cuerpo.
6. Al llegar aquí, interrumpimos nuestras consideraciones. En el
próximo capítulo nos ocuparemos del segundo relato de la creación,
es decir, del que, según los escrituristas, es más antiguo
cronológicamente. La expresión «teología del cuerpo» que acabo de
usar, merece una explicación más exacta, pero la aplazamos para otro
encuentro. Antes debemos tratar de profundizar en ese pasaje del
libro del Génesis, al que Cristo se remitió.
Notas
(1) Al hablar de la materia
inanimada, el autor bíblico emplea diferentes predicados, como
«separó», «llamó», «hizo», «puso». En cambio, al hablar de los seres
dotados de vida, usa los términos «creó» y «bendijo». Dios les
ordena: «Procread y multiplicaos». Este mandato se refiere tanto a
los animales como al hombre, indicando que les es común la
corporalidad (cf. Gén 1, 22-28).
Sin embargo, la creación del hombre se distingue esencialmente en la
descripción bíblica de las precedentes obras de Dios. No sólo va
precedida de una introducción solemne, como si se tratara de una
deliberación de Dios antes de este acto importante, sino que, sobre
todo, la dignidad excepcional del hombre se pone de relieve por la
«semejanza» con Dios, de quien es imagen.
Al crear la materia inanimada Dios «separaba»; a los animales les
manda procrear y multiplicarse; pero la diferencia del sexo está
subrayada sólo respecto al hombre («varón y hembra los creó»),
bendiciendo al mismo tiempo su fecundidad, es decir, el vínculo de
las personas (Gén 1, 27-28).
(2) El texto original dice:
«Dios creó al hombre (haadam-sustantivo colectivo: ¿la humanidad? /
a su imagen; / a imagen de Dios los creó; / macho (zakar-masculino)
y hembra (uneqebah-femenino) los creó» (Gén 1, 27).
(3) «Hæc sublimis veritas»; «Yo soy el que soy» (Ex 3,14) es objeto
de reflexión para muchos filósofos, comenzando por San Agustín,
quien pensaba que Platón debía conocer este texto porque le parecía
muy cercano a sus concepciones. La doctrina agustiniana de la divina
«essentialitas» ejerció, mediante San Anselmo, un profundo influjo
en la teología de Ricardo de San Víctor, de Alejandro de Hales y de
San Buenaventura.
«Pour passer de cette interprétation philosophique du texte de
l’Exode á celle qu’allait saint Thomas il fallait nécessairement
franchir la distance qui sépare l’être de l’essence’ de ‘l’être de
l’existence’. Les preuves thomistes de l’existence de Dieu l’ont
franchie»
Diversa es la posición del maestro Eckhart, que, basándose en este
texto, atribuye a Dios la «puritas essendi»: «est aliquid altius
ente...» (cf. E. Gilson, Le Thomisme, Paris 1944 [Vrin] págs.
122-127; E. Gilson, History of Christian Philosophy in the Middle
Ages, London 1955 [Sheed and Ward] 810).
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